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angelus

1/31/2016

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El relato evangélico de hoy nos conduce de nuevo, como el pasado domingo, a la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Galilea donde Jesús creció en familia y lo conocían todos. Él, que hacía poco tiempo que había salido para comenzar su vida pública, vuelve ahora por primera vez y se presenta a la comunidad, reunida el sábado en la sinagoga. Lee el pasaje del profeta Isaías que habla del futuro Mesías y al final declara: “Hoy se cumple esta palabra que acabáis de oír” (Lc 4,21). Los conciudadanos de Jesús, en un primer momento sorprendidos y admirados, comienzan después a poner cara larga, a murmurar entre ellos y a decir: ¿Por qué este que pretende ser el Consagrado del Señor, no repite aquí los prodigios y milagros que ha realizado en Cafarnaúm y en los pueblos cercanos? Entonces Jesús afirma: “Ningún profeta es bien recibido en su patria” (v. 24) y recuerda a los grandes profetas del pasado, Elías y Eliseo, que realizaron milagros a favor de los paganos para denunciar la incredulidad de su pueblo. Llegados a este punto, los presentes se sienten ofendidos, se levantan indignados, expulsan a Jesús fuera del pueblo y quisieran arrojarlo desde un precipicio. Pero Él, con la fuerza de su paz, “pasando en medio de ellos, continuó su camino” (v. 30). Su hora todavía no había llegado.
Este relato del evangelista Lucas no es simplemente la historia de una pelea entre paisanos, como a veces pasa en nuestros barrios, suscitada por envidias y celos, sino que saca a la luz una tentación a la cual el hombre religioso está siempre expuesto, todos nosotros estamos expuestos, y de la cual es necesario tomar decididamente las distancias. ¿Y cual es esta tentación? Es la tentación de considerar la religión como una inversión humana y, en consecuencia, ponerse a “negociar” con Dios buscando el propio interés. En cambio en la verdadera religión se trata de acoger la revelación de un Dios que es Padre y que se preocupa de cada una de sus criaturas, también de aquellas más pequeñas e insignificantes a los ojos de los hombres. Precisamente en esto consiste el ministerio profético de Jesús: en anunciar que ninguna condición humana pueda constituir motivo de exclusión, ¡ninguna condición humana puede ser motivo de exclusión!, del corazón del Padre, y que el único privilegio a los ojos de Dios es aquel de no tener privilegios. El único privilegio a los ojos de Dios es aquel de no tener privilegios, de no tener padrinos, de abandonarse en sus manos.
“Hoy se cumple esta palabra que acabáis de oír” (Lc 4, 21). El “hoy”, proclamado por Cristo aquel día, vale para cada tiempo; resuena también para nosotros en esta plaza, recordándonos la actualidad y la necesidad de la salvación traída por Jesús a la humanidad. Dios viene al encuentro de los hombres y las mujeres de todos los tiempos y lugares en las situaciones concretas en las cuales estos estén. También viene a nuestro encuentro. Es siempre Él quien da el primer paso: viene a visitarnos con su misericordia, a levantarnos del polvo de nuestros pecados; viene a extendernos la mano para hacernos levantar del abismo en el que nos ha hecho caer nuestro orgullo, y nos invita a acoger la consolante verdad del Evangelio y a caminar por los caminos del bien. Siempre viene Él a encontrarnos, a buscarnos. Volvamos a la sinagoga…
Ciertamente aquel día, en la sinagoga de Nazaret, también estaba allí María, la Madre. Podemos imaginar los latidos de su corazón, una pequeña anticipación de aquello que sufrirá debajo de la Cruz, viendo a Jesús, allí en la sinagoga, primero admirado, luego desafiado, después insultado, luego amenazado de muerte. En su corazón, lleno de fe, ella guardaba cada cosa. Que ella nos ayude a convertirnos de un dios de los milagros al milagro de Dios, que es Jesucristo.
Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la oración mariana:
Angelus Domini nuntiavit Mariae…
Al concluir la plegaria, Francisco se refirió a la enfermedad de Hansen:
Queridos hermanos y hermanas,
Se celebra hoy la Jornada mundial de los enfermos de lepra. Esta enfermedad, a pesar de estar en regresión, desafortunadamente todavía afecta a las personas más pobres y marginadas. Es importante mantener viva la solidaridad con estos hermanos y hermanas, que han quedado inválidos después de esta enfermedad. A ellos les aseguramos nuestra oración y aseguramos nuestro apoyo a quienes les asisten. Buenos laicos, buenas hermanas, buenos sacerdotes.
A continuación, llegó el turno de los saludos que tradicionalmente realiza el Papa:
Os saludo con afecto a todos vosotros, queridos peregrinos llegados desde diferentes parroquias de Italia y de otros países, así como a las asociaciones y los grupos. En particular, saludo a los estudiantes de Cuenca y a los de Torreagüera (España). Saludo a los fieles de Taranto, Montesilvano, Macerata, Ercolano y Fasano.
Ahora saludo a los chicos y chicas de la Acción Católica de la diócesis de Roma. Ahora entiendo porque había tanto ruido en la plaza. Queridos chicos, también este año, acompañados por el Cardenal Vicario y por vuestros Asistentes, habéis venido muchos al final de vuestra “Caravana de la Paz”.
Este año vuestro testimonio de paz, animado por la fe en Jesús, será todavía más alegre y consciente, porque está enriquecido por el gesto que acabáis de hacer, al pasar por la Puerta Santa. ¡Os animo a ser instrumentos de paz y de misericordia entre vuestros compañeros!
Escuchamos ahora el mensaje que vuestros amigos, que están aquí junto a mí, nos van a leer. (Lectura del mensaje)
El Obispo de Roma terminó su intervención diciendo:
A todos os deseo un feliz domingo y buen almuerzo. Y por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Hasta pronto!

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audiencia jubilar

1/30/2016

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“Queridos hermanos y hermanas,
Entramos día tras día en el corazón del Año Santo de la Misericordia. Con su gracia, el Señor guía nuestros pasos mientras atravesamos la Puerta Santa y sale a nuestro encuentro para permanecer siempre con nosotros, no obstante nuestras faltas y nuestras contradicciones. No nos cansemos jamás de sentir la necesidad de su perdón, porque cuando somos débiles su cercanía nos hace fuertes y nos permite vivir con mayor alegría nuestra fe.
Quisiera indicaros hoy la estrecha relación que existe entre la misericordia y la misión. Como recordaba san Juan Pablo II: “La Iglesia vive una vida auténtica, cuando profesa y proclama la misericordia y cuando acerca a los hombres a las fuentes de la misericordia” (Dives in misericordia, 13). Como cristianos tenemos la responsabilidad de ser misioneros del Evangelio. Cuando recibimos una buena noticia, o cuando vivimos una hermosa experiencia, es natural que sintamos la exigencia de comunicarla también a los demás. Sentimos dentro de nosotros que no podemos contener la alegría que nos ha sido donada. Queremos extenderla. La alegría suscitada es tal que nos lleva a comunicarla.
Y debería ser la misma cosa cuando encontramos al Señor. La alegría de este encuentro, de su misericordia. Comunicar la misericordia del Señor. Es más, el signo concreto de que de verdad hemos encontrado a Jesús es la alegría que sentimos al comunicarlo también a los demás. Y esto no es hacer proselitismo. Esto es hacer un don. Yo te doy aquello que me da alegría a mí. Leyendo el Evangelio vemos que esta ha sido la experiencia de los primeros discípulos: después del primer encuentro con Jesús, Andrés fue a decírselo enseguida a su hermano Pedro, y la misma cosa hizo Felipe con Natanael. Encontrar a Jesús equivale a encontrarse con su amor. Este amor nos transforma y nos hace capaces de transmitir a los demás la fuerza que nos dona. De alguna manera, podríamos decir que desde el día del Bautismo nos es dado a cada uno de nosotros un nuevo nombre además del que ya nos dan mamá y papá, y este nombre es “Cristóforo”. ¡Todos somos “Cristóforos”! ¿Qué significa esto? “Portadores de Cristo”. Es el nombre de nuestra actitud, una actitud de portadores de la alegría de Cristo, de la misericordia de Cristo. Todo cristiano es un “Cristóforo”, es decir, un portador de Cristo.
La misericordia que recibimos del Padre no nos es dada como una consolación privada, sino que nos hace instrumentos para que también los demás puedan recibir el mismo don. Existe una estupenda circularidad entre la misericordia y la misión. Vivir de misericordia nos hace misioneros de la misericordia, y ser misioneros nos permite crecer cada vez más en la misericordia de Dios. Por lo tanto, tomémonos en serio nuestro ser cristianos, y comprometámonos a vivir como creyentes, porque solo así el Evangelio puede tocar el corazón de las personas y abrirlo para recibir la gracia del amor, para recibir esta grande misericordia de Dios que acoge a todos. Gracias”.
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Audiencia

1/27/2016

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“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En la Sagrada Escritura, la misericordia de Dios está presente a lo largo de toda la historia del pueblo de Israel. 
Con su misericordia, el Señor acompaña el camino de los patriarcas, les dona hijos a pesar de la condición de esterilidad, les conduce por caminos de gracia y de reconciliación, como muestra la historia de de José y sus hermanos (cfr Gen 37-50). Y pienso en tantos hermanos que están alejados en una familia y no se hablan. Pero este Año de la Misericordia es una buena ocasión para reencontrarse, abrazarse y perdonarse, ¡eh! Olvidar las cosas feas. Pero, como sabemos, en Egipto la vida para el pueblo se hizo dura. Y es precisamente cuando los israelitas van a sucumbir, que el Señor interviene y da la salvación. 
Se lee en el Libro del Éxodo: “Pasó mucho tiempo y, mientras tanto, murió el rey de Egipto. Los israelitas, que gemían en la esclavitud, hicieron oír su clamor, y ese clamor llegó hasta Dios, desde el fondo de su esclavitud. Dios escuchó sus gemidos y se acordó de su alianza con Abraham, Isaac y Jacob. Entonces dirigió su mirada hacia los israelitas y los tuvo en cuenta  (2,23-25). La misericordia no puede permanecer indiferente frente al sufrimiento de los oprimidos, al grito de quien está sometido a la violencia, reducido a la esclavitud, condenado a muerte. Es una dolorosa realidad que aflige a todas las épocas, incluida la nuestra, y que hace sentir a menudo impotentes, tentados a endurecer el corazón y pensar en otra cosa. Dios sin embargo, no es indiferente (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2016, 1), no quita nunca la mirada del dolor humano. El Dios de misericordia responde y cuida de los pobres, de los que gritan su desesperación. Dios escucha e interviene para salvar, suscitando hombres capaces de sentir el gemido del sufrimiento y de trabajar a favor de los oprimidos. 
Es así como comienza la historia de Moisés como mediador de liberación para el pueblo. Él se enfrenta al Faraón para convencerlo de que deje salir a Israel; y después guiará al pueblo a través del Mar Rojo y el desierto, hacia la libertad. Moisés, que la misericordia divina lo ha salvado de la muerte apenas nacido en las aguas del Nilo, se hace mediador de esa misma misericordia, permitiendo al pueblo nacer a la libertad salvado de las aguas del Mar Rojo. Y también nosotros en este Año de la Misericordia podemos hacer este trabajo de ser mediadores de misericordia con las obras de misericordia para acercarnos, para dar alivio, para hacer unidad. Tantas cosas buenas se pueden hacer. 
La misericordia de Dios actúa siempre para salvar. Es todo lo contrario de las obras de aquellos que actúan siempre para matar: por ejemplo aquellos que hacen las guerras. El Señor, mediante su siervo Moisés, guía a Israel en el desierto como si fuera un hijo, lo educa en la fe y realiza la alianza con él, creando una relación de amor fuerte, como el del padre con el hijo y el del esposo con la esposa.
A tanto llega la misericordia divina. Dios propone una relación de amor particular, exclusiva, privilegiada. Cuando da instrucciones a Moisés a cerca de la alianza, dice: «Ahora, si escuchan mi voz y observan mi alianza, serán mi propiedad exclusiva entre todos los pueblos, porque toda la tierra me pertenece. Ustedes serán para mí un reino de sacerdotes y una nación que me está consagrada» (Ex 19,5-6).
Cierto, Dios posee ya toda la tierra porque lo ha creado; pero el pueblo se convierte para Él en una posesión diversa, especial: es su personal “reserva de oro y plata” como aquella que el rey David afirmaba haber donado para la construcción del Templo.
Por lo tanto, en esto nos convertimos para Dios acogiendo su alianza y dejándonos salvar por Él. La misericordia del Señor hace al hombre precioso, como una riqueza personal que le pertenece, que Él custodia y en la cual se complace.
Son estas las maravillas de la misericordia divina, que llega a pleno cumplimiento en el Señor Jesús, en esa “nueva y eterna alianza” consumada con su sangre, que con el perdón destruye nuestro pecado y nos hace definitivamente hijos de Dios (Cfr. 1 Jn 3,1), joyas preciosas en las manos del Padre bueno y misericordioso. Y si nosotros somos hijos de Dios, tenemos la posibilidad de tener esta herencia – aquella de la bondad y de la misericordia – en relación con los demás. Pidamos al Señor que en este Año de la Misericordia también nosotros hagamos cosas de misericordia; abramos nuestro corazón para llegar a todos con las obras de misericordia, la herencia misericordiosa que Dios Padre ha tenido con nosotros. Gracias.
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audiencia

1/20/2016

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos escuchado el texto bíblico que este año guía la reflexión en la Semana de oración por la unidad de los cristianos, que va del 18 al 25 de enero. Este pasaje de la primera carta de san Pedro ha sido elegido por un grupo ecuménico de  Letonia, encargado por el Consejo Ecuménico de las Iglesias y el Pontificio Consejo para la promoción de la unidad de los cristianos. 
En el centro de la catedral luterana de Riga hay una fuente bautismal que se remonta al siglo XII, al tiempo en el que Letonia fue evangelizada por san Mainardo. 
Esa fuente es un signo elocuente de un origen de fe reconocido por todos los cristianos de Letonia, católicos, luteranos y ortodoxos. Tal origen es nuestro común Bautismo. El Concilio Vaticano II afirma que “el bautismo constituye el vínculo sacramental de la unidad existente entre todos los que por medios de él han sido regenerados” (Unitatis redintegratio, 22). La Primera Carta de Pedro está dirigida a la primera generación de cristianos para hacerles conscientes del don recibido con el bautismo y de las exigencias que esto implica. También nosotros, en esta Semana de oración, estamos invitados a redescubrir todo esto, y a hacerlo juntos, yendo más allá de nuestras divisiones. 
En primer lugar, compartir el bautismo significa que todos somos pecadores y necesitamos ser salvados, redimidos, liberados del mal. Y este es el aspecto negativo, que la primera carta de Pedro llama “tinieblas” cuando dice: “[Dios] os ha llamado fuera de las tinieblas para conduciros en su luz maravillosa”. Esta es la experiencia de la muerte, que Cristo ha hecho propia, y que está simbolizada en el bautismo del estar sumergidos en el agua, y a la cual sigue el resurgir, símbolo de la resurrección a la nueva vida en Cristo. Cuando nosotros cristianos decimos que compartimos un solo bautismo, afirmamos que todos nosotros –católicos, protestantes y ortodoxos– compartimos la experiencia de ser llamados de las tinieblas feroces y alienantes al encuentro con el Dios vivo, pleno de misericordia.  De hecho, todos lamentablemente tenemos experiencia del egoísmo, que genera división, cerrazón, desprecio.
Partir de nuevo del bautismo quiere decir encontrar de nuevo la fuente de la misericordia, fuente de esperanza para todos, porque nadie está excluido de la misericordia de Dios. Nadie está excluido de la misericordia de Dios. El compartir esta gracia crea un vínculo indisoluble entre nosotros cristianos, de tal forma que, en virtud del bautismo, podemos considerarnos todos realmente hermanos. Somos realmente pueblo santo de Dios, aunque si, a causa de nuestros pecados, no somos aún un pueblo plenamente unido. La misericordia de Dios, que actúa en el bautismo, es más fuerte de nuestras divisiones, es más fuerte. En la medida en la que acogemos la gracia de la misericordia, nos hacemos cada vez más plenamente pueblo de Dios, y nos hacemos también capaces de anunciar a todos sus obras maravillosas, precisamente a partir de un simple y fraterno testimonio de unidad. Nosotros cristianos podemos anunciar a todos la fuerza del Evangelio comprometiéndonos a compartir las obras de misericordia corporales y espirituales. Este es un testimonio concreto de unidad entre nosotros cristianos: protestantes, ortodoxos y católicos.
En conclusión, queridos hermanos y hermanas, todos nosotros cristianos, por la gracia del bautismo, hemos obtenido misericordia de Dios y hemos sido acogidos en su pueblo. Todos, católicos, ortodoxos y protestantes, formamos un sacerdocio real y una nación santa. Esto significa que tenemos una misión común, que es el de transmitir la misericordia recibida a los otros, empezando por los más pobres y abandonados. Durante esta Semana de oración, recemos para que todos nosotros, discípulos de Cristo, encontremos el modo de colaborar juntos para llevar la misericordia del Padre en cada lugar de la tierra. Gracias.
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Angelus

1/17/2016

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo presenta el evento prodigioso sucedido en Caná, un pueblo de Galilea, durante la fiesta de una boda en la que también participaron María y Jesús, con sus primeros discípulos (cfr Jn 2,1-11). La Madre dice al Hijo que falta el vino y Jesús, después de responder que todavía no ha llegado su hora, sin embargo acoge su petición y dona a los novios el vino más bueno de toda la fiesta. El evangelista subraya que aquí “Jesús comenzó sus signos, manifestó su gloria, y creció la fe de sus discípulos en él” (v. 11).
Los milagros, por tanto, son signos extraordinarios que acompañan la predicación de la Buena Noticia y tienen el fin de suscitar o reforzar la fe en Jesús. En el milagro realizado en Caná, podemos ver un acto de benevolencia por parte de Jesús hacia los novios, un signo de la bendición de Dios a su matrimonio. El amor entre el hombre y la mujer es por tanto un buen camino para vivir el Evangelio, es decir, para emprender el camino con alegría sobre el recorrido de la santidad.
Pero el milagro de Caná no tiene que ver solo con los esposos. Cada persona humana está llamada a encontrar al Señor como Esposo de su vida. La fe cristiana es un don que recibimos con el Bautismo y que nos permite encontrar a Dios. La fe atraviesa tiempos de alegría y de dolor, de luz y de oscuridad, como en cada auténtica experiencia de amor. El pasaje de las bodas de Caná nos invita a redescubrir que Jesús no se presenta a nosotros como un juez preparado para condenar nuestras culpas, ni como un comandante que nos impone seguir ciegamente sus órdenes; se manifiesta como Salvador de la humanidad, como hermano, como nuestro hermano mayor, hijo del Padre, se presenta como Aquel que responde a las esperanzas y a las promesas de alegría que habitan en el corazón de cada uno de nosotros.
Entonces podemos preguntarnos: ¿realmente conozco al Señor así? ¿Lo siento cercano a mí, a mi vida? ¿Le estoy respondiendo en la amplitud de ese amor esponsal que Él me manifiesta cada día y a cada ser humano? Se trata de darse cuenta que Jesús nos busca y nos invita a hacerle espacio en lo íntimo de nuestro corazón. Y en este camino de fe con Él no estamos solos: hemos recibido el don de la Sangre de Cristo. Las grandes ánforas de piedra que Jesús llena de agua para convertirlas en vino (v. 7) son signo del paso de la antigua a la nueva alianza: en el lugar del agua usada para la purificación ritual, hemos recibido la Sangre de Jesús, derramada de forma sacramental en la Eucaristía y de la forma más dura en la Pasión y en la Cruz. Los Sacramentos, que derivan del Misterio pascual, infunden en nosotros la fuerza sobrenatural y nos permiten saborear la misericordia infinita de Dios.
La Virgen María, modelo de meditación de las palabras y de los gestos del Señor, nos ayude a redescubrir con fe la belleza y la riqueza de la Eucaristía y de los otros Sacramentos, que hacen presente el amor fiel de Dios por nosotros. Podemos así enamorarnos cada vez más del Señor Jesús, nuestro Esposo, e ir a su encuentro con las lámparas encendidas de nuestra fe alegre, convirtiéndonos así en sus testigos en el mundo.
Después del ángelus,
Queridos hermanos y hermanas,
hoy se celebra la Jornada Mundial del Inmigrante y del Refugiado que, en el contexto del Año Santo de la Misericordia, se celebra también como Jubileo de los inmigrantes. Me complace, por lo tanto, saludar con gran afecto a las comunidades éticas aquí presentes, todos vosotros, procedentes de varias regiones de Italia, especialmente del Lazio. Queridos inmigrantes y refugiados, cada uno de vosotros lleva consigo una historia, una cultura, valores preciosos; y a menudo lamentablemente también experiencias de miseria, de opresión, de miedo. Vuestra presencia aquí en esta plaza es signo de esperanza en Dios. No dejéis que os roben esta esperanza y la alegría de vivir, que surgen de la experiencia de la divina misericordia, también gracias a las personas que os acogen y os ayudan. El paso de la Puerta Santa y la misa que dentro de poco viviréis, os llenen el corazón de paz. En esta misa, yo quisiera dar las gracias, también vosotros, dad las gracias conmigo, a los detenidos de la cárcel de Opera, por el regalo de las hostias realizadas por ellos mismos y que se utilizarán en esta celebración. Les saludamos con un aplauso desde aquí, todos juntos.
Saludo con afecto a todos vosotros, peregrinos venidos de Italia y de otros países: en particular a la Asociación cultura Napredak, de Sarajevo; los estudiantes españoles de Badajoz y Palma de Mallorca; y los jóvenes de Osteria Grande (Bolonia).
Y ahora os invito a todos a dirigir a Dios una oración por las víctimas de los atentados sucedidos en los días pasados en Indonesia y Burkina Faso. El Señor los acoja en su casa, y sostenga el compromiso de la comunidad internacional para construir la paz. Rezamos a la Virgen: Dios te Salve María….
Os deseo a todos un feliz domingo. Y, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
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Audiencia

1/13/2016

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy comenzamos las catequesis sobre la misericordia según la perspectiva bíblica, para aprender la misericordia escuchando eso que Dios mismo nos enseña con su palabra. Empezamos por el Antiguo Testamento, que nos prepara y nos conduce a la revelación llena de Jesucristo, en quien lo lleva a cabo y se revela la misericordia del Padre. En la Sagrada Escritura, el Señor es presentado como “Dios misericordioso”. Este es su nombre, a través del cual Él nos revela, por así decir, su rostro y su corazón. Él mismo, como narra el Libro del Éxodo, revelándose a Moisés se autodefine así: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira, rico en clemencia” . También en otros textos encontramos esta fórmula, con alguna variante, pero siempre la insistencia se pone en la misericordia y sobre el amor de Dios que no se cansa nunca de perdonar. Vemos juntas, una por una, estas palabras de la Sagrada Escritura que nos hablan de Dios.
El Señor es “misericordioso”: esta palabra evoca una actitud de ternura como la de una madre en lo relacionado con el hijo. De hecho, el término hebreo usado por la Biblia hace pensar en las entrañas o también al vientre materno. Por eso, la imagen que sugiere es la de un Dios que se conmueve y se enternece por nosotros como una madre cuando toma en brazos a su niño, deseosa solo de amar, proteger, ayudar, preparada para donar todo, también a sí misma. Esa es la imagen que sugiere este término. Un amor, por tanto, que se puede definir en buen sentido como “visceral”.
Después está escrito que el Señor es “bondadoso”, en el sentido que hace gracia, tiene compasión y, en su grandeza, se inclina sobre quien es débil y pobre, siempre listo para acoger, comprender, perdonar. Es como el padre de la parábola del Evangelio de Lucas: un padre que no se cierra en el resentimiento por el abandono del hijo menor, sino al contrario, continúa a esperarlo, lo ha generado, y después corre a su encuentro y lo abraza, no lo deja ni siquiera terminar su confesión, como si le cubriera la boca, qué grande es el amor y la alegría por haberlo reencontrado; y después va también a llamar al hijo mayor, que está indignado y no quiere hacer fiesta, el hijo que ha permanecido siempre en la casa, pero viviendo como un siervo más que como un hijo. Y también sobre él el padre se inclina, lo invita a entrar, trata de abrir su corazón al amor, para que ninguno quede excluido de la fiesta de la misericordia. La misericordia es una fiesta.
De este Dios misericordioso se dice también que es “lento a la ira”, literalmente, “largo de respiración”, es decir, con la respiración amplio de la paciencia y de la capacidad de soportar. Dios sabe esperar, sus tiempos no son aquellos impacientes de los hombres; Es como un sabio agricultor que sabe esperar, da tiempo a la buena semilla para que crezca, a pesar de la cizaña.
Y por último, el Señor se proclama “grande en el amor y en la fidelidad”. ¡Qué hermosa es esta definición de Dios! Aquí está todo porque Dios es grande y poderoso. Pero esta grandeza y poder se despliegan en el amarnos, nosotros así de pequeños, así de incapaces. La palabra “amor”, aquí utilizada, indica el afecto, la gracia, la bondad. No es un amor de telenovela. Es el amor que da el primer paso, que no depende de los méritos humanos sino de una inmensa gratuidad. Es la solicitud divina que nada la puede detener, ni siquiera el pecado, porque sabe ir más allá del pecado, vencer el mal y perdonarlo.
Una “fidelidad” sin límites: he aquí la última palabra de la revelación de Dios a Moisés. La fidelidad de Dios nunca falla, porque el Señor es el Custodio que, como dice el Salmo, no se duerme sino que nos vigila continuamente para llevarnos a la vida:
«El no dejará que resbale tu pie, dice el Salmo,
¡tu guardián no duerme!
No, no duerme ni dormita
el guardián de Israel.
[…]
El Señor te protegerá de todo mal
y cuidará tu vida.
Él te protegerá en la partida y el regreso,
ahora y para siempre».
Y este Dios misericordioso es fiel en su misericordia. Y Pablo dice algo bello: si tú, delante a Él, no eres fiel, Él permanecerá fiel porque no puede renegarse a sí mismo, la fidelidad en la misericordia es el ser de Dios. Y por esto Dios es totalmente y siempre fiable. Una presencia sólida y estable. Es esta la certeza de nuestra fe. Y entonces, en este Jubileo de la Misericordia, confiemos totalmente en Él, y experimentemos la alegría de ser amados por este “Dios misericordioso y bondadoso, lento a la ira y grande en el amor y en la fidelidad”.
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