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Angelus

6/28/2015

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de hoy presenta la historia de la resurrección de una niña de doce años, hija de uno de los jefes de la sinagoga, el cual se postra a los pies de Jesús y le suplica: “Mi niña está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva” (Mc 5,23). En esta oración escuchamos la preocupación de todo padre por la vida y por el bien de sus hijos. Pero escuchamos también la gran fe que ese hombre tiene en Jesús. Y cuando llega la noticia de que la niña está muerta, Jesús le dice: “No temas; basta que tengas fe” (v.36). Da aliento esta palabra de Jesús, y también nos lo dice a nosotros muchas veces. ‘No temas, basta que tengas fe’. Al entrar en la casa, el Señor echa a la gente que llora y grita y se dirige a la niña muerta diciendo: “Niña, yo te digo: ¡álzate!” (v.41). Y en seguida la niña se alzó y se puso a caminar. Aquí se ve el poder absoluto de Jesús sobre la muerte que para Él es como un sueño del cual poder despertarse. Jesús ha vencido a la muerte, también tiene poder sobre la muerte física.

Dentro de esta historia, el Evangelista introduce otro episodio: la sanación de una mujer que desde hace doce años sufría pérdidas de sangre. A causa de esta enfermedad que, según la cultura del tiempo la hacía “impura”, ella debía evitar todo contacto humano: pobrecilla, estaba condenada a una muerte civil. Esta mujer anónima, en medio de la multitud que sigue a Jesús, se dice a sí misma: “Si logro tan solo tocarle sus vestidos, seré salvada” (v.28).  Y así fue: la necesidad de ser liberada la empuja a osar y la fe “arranca”, por así decir, al Señor la sanación. Quien cree “toca” a Jesús y espera de Él la Gracia que salva.  La fe es esto, tocar a Jesús y esperar de él la Gracia que salva, nos salva, nos salva la vida espiritual, nos salva de tantos problemas. Jesús se da cuenta y, en medio de la gente, busca el rostro de esa mujer. Ella se adelanta temblando y Él le dice: “Hija, tu fe te ha salvado” (v.34). Es la voz del Padre celeste que habla en Jesús: “¡Hija, no eres maldita, no eres excluida, eres mi hija!” Cada vez que Jesús se acerca a nosotros, cuando nosotros vamos a Él con fe. Escuchamos esto del Padre: ‘hijo, tú eres mi hijo, tú eres mi hija, eres salvado, eres salvada. Yo perdono a todos, todo, yo sano a todos y todo’.

Estos dos episodios --una sanación y una resurrección-- tienen un único centro: la fe. El mensaje es claro, y se puede resumir en una pregunta, una pregunta para hacernos: ¿creemos que Jesús nos puede sanar y nos puede despertar de la muerte? Todo el Evangelio está escrito a la luz de esta fe: Jesús ha resucitado, ha vencido a la muerte y por su victoria también nosotros resucitaremos. Esta fe, que para los primeros cristianos era segura, puede nublarse y hacerse incierta, hasta el punto que algunos confunden resurrección con reencarnación. La Palabra de Dios de este domingo nos invita a vivir en la certeza de la resurrección: Jesús es el Señor, tiene poder sobre el mal y sobre la muerte, y quiere llevarnos a la casa del Padre, donde reina la vida. Y allí nos encontraremos todos, todos los que estamos aquí en la plaza hoy, nos encontraremos en la Casa del Padre, en la vida que Jesús nos dará.             

La Resurrección de Cristo actúa en la historia como principio de renovación y de esperanza. Quien está desesperado y cansado hasta la muerte, si se encomienda a Jesús y a su amor puede recomenzar a vivir. La fe es una fuerza de vida, da plenitud a nuestra humanidad; y quien cree en Cristo se debe reconocer porque promueve la vida en cada situación, para hacer experimentar a todos, especialmente a los más débiles, el amor de Dios que libera y salva.

Pidamos al Señor, por intercesión de la Virgen María, el don de una fe fuerte y valiente, que nos empuja a ser difusores de esperanza y de vida entre nuestros hermanos.


Al finalizar el ángelus, el Santo Padre ha añadido:

Queridos hermanos y hermanas,

os saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos.

saludo en particular a los participantes de la marcha “Una tierra, una familia humana”. Animo la colaboración entre personas y asociaciones de diferentes religiones para la promoción de una ecología integral. Doy las gracias a FOCSIV, OurVoices y los otras organizaciones y deseo buen trabajo a los jóvenes de las distintas localidades que en estos días debaten sobre el cuidado de la casa común.

 Veo muchas banderas bolivianas. Saludo cordialmente al grupo de bolivianos residentes en Italia, que han traído hasta aquí algunas de las imágenes de la Virgen más representativas de su país. La Virgen de Urkupiña, la Virgen de Copacabana y tantas otras. La semana que viene estaré en vuestra patria. Que nuestra Madre del cielo los proteja. Un saludo también para el grupo de jóvenes de Ibiza que se preparan para recibir la Confirmación. Se lo ruego, recen por mí.

Saludo a las Guías, es decir a las mujeres-scout. Son muy buenas estas mujeres, muy buenas, y hacen mucho bien. Son las mujeres-scout que pertenecen a la Conferencia Internacional Católica y las renuevo mi aliento. Merci beaucoup.

Saludo a los fieles de Novoli, la coral polifónica de Augusta, los chicos de algunas parroquias de la diócesis de Padua que han recibido la confirmación, los “Abuelos de Sydney”, asociaciones de ancianos emigrantes en Australia aquí reunidos con sus nietos, los niños de Chernobyl y las familias de Este y de Ospedaletto que les acogen; los ciclistas y motociclistas procedentes de Cardito y los amantes de coches antiguos.                

Os deseo a todos un feliz domingo y un buen almuerzo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Hasta pronto!                 

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Angelus 

6/22/2015

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“Al final de esta celebración, nuestro pensamiento se dirige a la Virgen María, Madre amorosa y premurosa con todos sus hijos, que Jesús le ha confiado desde la cruz, mientras ofrecía a sí mismo en el gesto de amor más grande.

Icono de este amor es la Síndone, que también esta vez ha atraído a mucha gente aquí en Turín. La Sábana Santa atrae hacia el rostro y el cuerpo martirizado de Jesús y, al mismo tiempo, impulsa hacia el rostro de toda persona sufriente e injustamente perseguida. Nos impulsa en la misma dirección del don de amor de Jesús. “El amor de Cristo nos apremia”: estas palabras de san Pablo eran el lema de san José Benito Cottolengo.

Recordando el ardor apostólico de tantos sacerdotes santos de esta tierra, desde Don Bosco, de quien recordamos el bicentenario de su nacimiento, los saludo con gratitud a ustedes, sacerdotes y religiosos. Ustedes se dedican con empeño al trabajo pastoral y son cercanos a la gente y a sus problemas. Los animo a llevar adelante con alegría su ministerio, apuntando siempre a lo que es esencial en el anuncio del Evangelio. Y mientras les agradezco a ustedes, hermanos obispos del Piamonte y del Valle de Aosta, por su presencia, los exhorto a estar junto a sus sacerdotes con afecto paterno y calurosa cercanía.

A la Virgen Santa le confío esta ciudad y su territorio, y aquellos que lo habitan, para que puedan vivir en la justicia, en la paz y en la fraternidad. De manera particular encomiendo a las familias, a los jóvenes, a los ancianos, a los presos y a todos los que sufren; hoy un recuerdo especial para los enfermos de leucemia en el Día Nacional contra la leucemia, el linfoma y el mieloma. María de la Consolación, reina de Turín y del Piamonte, fortalezca vuestra fe, asegure vuestra esperanza y fecunde vuestra caridad, para ser “sal y luz” de esta tierra bendita, de la que yo soy nieto”.

Al término de estas palabras, el Santo Padre rezó la tradicional oración mariana:

Angelus Domini nuntiavit Mariae...

Al concluir la plegaria, el Papa impartió la bendición apostólica y pidió que, por favor, “no se olviden de rezar por mí”.

Antes de abandonar la plaza en el papamóvil, Francisco dijo también: “¡Buen almuerzo!”



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Audiencia

6/18/2015

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días. 

Durante el recorrido de catequesis sobre la familia, hoy tomamos directamente la inspiración en el episodio narrado por el evangelista Lucas, que acabamos de escuchar (cfr Lc 7, 11-15). Es una escena muy conmovedora, que nos muestra la compasión de Jesús por quien sufre --en este caso un viuda que ha perdido a su único hijo -- y nos muestra también el poder de Jesús sobre la muerte.

La muerte es una experiencia que afecta a todas las familias, sin ninguna excepción. Forma parte de la vida y, cuanto toca los afectos familiares, la muerte nunca nos parecerá natural. Para los padres, sobrevivir a los propios hijos es algo particularmente desgarrador, que contradice la naturaleza elemental de las propias relaciones que dan sentido a la familia misma. La pérdida de un hijo o de una hija es como si parase el tiempo: se abre un abismo que se traga el pasado y también el futuro.

La muerte, que se lleva al hijo pequeño o joven, es una bofetada a las promesas, a los dones y sacrificios de amor alegremente entregados a la vida que hemos hecho nacer. Tantas veces vienen a misa a Santa Marta padres con la foto de un hijo, una hija, niño, muchacho, muchacha y me dicen: “se fue”.

La mirada tiene tanto dolor. La muerte toca y cuando es un hijo toca profundamente. Toda la familia queda como paralizada, enmudecida. Y algo similar sufre el niño que se queda solo, por la pérdida de un padre, o de ambos. Esa pregunta: -“¿Dónde está papá?” “¿Dónde está mamá?”.
- Está en el cielo.
- “¿Pero por qué no lo veo?”.
Esta pregunta que cubre una angustia en el corazón del niño o la niña. Se queda solo. El vacío del abandono que se abre dentro de él es aún más angustian​te por el hecho que no tiene ni siquiera la experiencia suficiente para dar un nombre a aquello que ha sucedido. “¿Cuándo vuelve papá?” “¿Cuándo vuelve mamá?” ¿Qué se responde? Y el niño sufre. Y así es la muerte en familia.

En estos casos la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y al que no sabemos dar ninguna explicación. Y a veces se llega incluso a culpar a Dios.Pero cuánta gente, yo les entiendo, se enfada con Dios, blasfema, “¿por qué me has quitado al hijo, la hija? Pero Dios no está, no existe. ¿Por qué ha hecho esto?”.

Muchas veces hemos escuchado esto, pero esta rabia es un poco lo que viene del corazón, del dolor grande. La pérdida de un hijo, una hija, del papá, de la mamá, es un gran dolor. Y esto sucede continuamente en las familias. En estos casos la muerte es como un agujero.

Pero la muerte física tiene “cómplices” que son también peores que ella, y que se llaman odio, envidia, soberbia, avaricia; en resumen, el pecado del mundo que trabaja para la muerte y la hace aún más dolorosa e injusta. Los afectos familiares aparecen como las víctimas predestinadas e indefensas de estos poderes auxiliares de la muerte, que acompañan la historia del hombre.

Pensemos en la absurda “normalidad” con la cual, en ciertos momentos y en ciertos lugares, los eventos que añaden horror a la muerte son provocados por el odio y la indiferencia de otros seres humanos. ¡El Señor nos libre de acostumbrarnos a esto!

En el pueblo de Dios, con la gracia de su compasión donada en Jesús, muchas familias demuestran con los hechos que la muerte no tiene la última palabra. Y esto es un verdadero acto de fe. Todas las veces que la familia en luto --también terrible-- encuentra la fuerza de cuidar la fe y el amor que nos unen a los que amamos, impide ya ahora, a la muerte, llevarse todo.  

La oscuridad de la muerte se afronta con un trabajo más intenso de amor. “¡Dios mío, aclara mis tinieblas!”, es la invocación de la liturgia de la noche. En la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de los que le ha confiado el Padre, podemos quitar a la muerte su “aguijón” como decía el apóstol Pablo (1 Cor 15,55); podemos impedir que nos envenene la vida, hacer vanos nuestros afectos, hacernos caer en el vacío más oscuro.

En esta fe, podemos consolarnos el uno al otro, sabiendo que el Señor ha vencido a la muerte una vez por todas. Nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte.

Por esto el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos cuidará hasta el día en el que la lágrima será secada, cuando “no habrá más muerte, ni luto, ni lamento, ni pena” (Ap 21,4). Si nos dejamos sostener por esta fe, la experiencia del luto puede generar una más fuerte solidaridad de los vínculos familiares, una nueva apertura al dolor de otras familias, una nueva fraternidad con las familias que nacen y renacen en la esperanza. Nacer y renacer en la esperanza, esto nos da la fe.

Pero yo quisiera subrayar la última frase del Evangelio que hoy hemos escuchado. Después que Jesús trae de nuevo a la vida a este joven, hijo de la mamá que era viuda, dice el Evangelio: “Jesús lo devolvió a su madre”. ¡Y ésta es nuestra esperanza! ¡Todos nuestros seres queridos que se han ido, todos, el Señor los restituirá a nosotros y con ellos nos encontraremos juntos y esta esperanza no decepciona! Recordemos bien este gesto de Jesús; “Y Jesús lo restituyó a su madre”. ¡Así hará el Señor con todos nuestros seres queridos de la familia!

Esta fe, esta esperanza, nos protege de la visión nihilista de la muerte, como también de las falsas consolaciones del mundo, de modo que la verdad cristiana no “corra el riesgo de mezclarse con mitologías de varios géneros cediendo a los ritos de la superstición, antigua o moderna” (Benedicto XVI, Ángelus del 2 de noviembre 2008).

Hoy es necesario que los Pastores y todos los cristianos expresen de manera más concreta el sentido de la fe en relación a la experiencia familiar del luto. No se debe negar el derecho al llanto - ¡debemos llorar en el luto! También Jesús “rompió a llorar” y estaba “profundamente turbado” por el grave luto de una familia que amaba (Jn 11,33-37).

Podemos más bien tomar del testimonio simple y fuerte de tantas familias que han sabido captar, en el durísimo pasaje de la muerte, también el seguro pasaje del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de resurrección de los muertos. El trabajo del amor de Dios es más fuerte del trabajo de la muerte. ¡Es de aquel amor, es precisamente de aquel amor, que debemos hacernos “cómplices” activos con nuestra fe!

Y recordemos aquel gesto de Jesús: “Y Jesús lo restituyó a su madre”, así hará con todos nuestros seres queridos y con nosotros cuando nos encontraremos, cuando la muerte será definitivamente vencida en nosotros. Ella está vencida por la cruz de Jesús. ¡Jesús nos restituirá en familia a todos! Gracias.

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