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Audiencia

8/30/2017

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
«Hoy quisiera regresar sobre un tema importante: la relación entre la esperanza y la memoria, con particular referencia a la memoria de la vocación. Y tomó como imagen la llamada de los primeros discípulos de Jesús. En sus memorias se quedó tan marcada esta experiencia, que alguno registró incluso la hora: «Era alrededor de las cuatro de la tarde» (Jn 1,39). El evangelista Juan narra el episodio como un nítido recuerdo de juventud, que se quedó intacto en su memoria de anciano: porque Juan escribió estas cosas cuando era anciano.
El encuentro había sucedió en las inmediaciones del río Jordán, donde Juan Bautista bautizaba; y aquellos jóvenes galileos habían escogido al Bautista como guía espiritual. Un día llega Jesús, y se hizo bautizar en el río. Al día siguiente pasó de nuevo y entonces el que bautizaba –es decir, Juan Bautista– dijo a dos de sus discípulos: “Este es el Cordero de Dios” (v. 36).
Y para estos dos fue la ‘chispa’. Dejaron a su primer maestro y se pusieron en el seguimiento de Jesús. Por el camino, Él se gira hacia ellos y les plantea la pregunta decisiva:  “¿Qué quieren?” (v. 38).
Jesús aparece en el Evangelio como un experto del corazón humano. En ese momento había encontrado a dos jóvenes en búsqueda, sanamente inquietos. De hecho, ¿qué juventud es una juventud satisfecha, sin una pregunta de sentido? Los jóvenes que no buscan nada, no son jóvenes, son jubilados, se han envejecido antes de tiempo. Es triste ver jóvenes jubilados. (aplausos)
Y Jesús, a través de todo el Evangelio, en todos los encuentros que le suceden a lo largo del camino, se presenta como un ‘incendiario’ de los corazones. De aquí ésta pregunta que busca hacer emerger el deseo de vida y de felicidad que cada joven se lleva dentro: “¿Qué cosa buscas?”.
También yo hoy quiero preguntarle a los jóvenes que están aquí en la Plaza y a aquellos que nos escuchan a través de los medios de comunicación: “¿Tú, que eres joven, qué cosa buscas? ¿Qué cosa buscas en tu corazón?”.
La vocación de Juan y de Andrés comienza así: es el inicio de una amistad con Jesús tan fuerte que impone una comunión de vida y de pasiones con Él. Los dos discípulos comienzan a estar con Jesús y enseguida se transforman en misioneros, porque cuando termina el encuentro no regresan a casa tranquilos: tanto es así que sus respectivos hermanos, Simón y Santiago, son rápidamente incluidos en el seguimiento.
Fueron donde estaban ellos y les han dicho: “¡Hemos encontrado al Mesías, hemos encontrado a un gran profeta!”, dan la noticia. Son misioneros de ese encuentro. Fue un encuentro tan conmovedor, tan feliz que los discípulos recordaran por siempre ese día que iluminó y orientó su juventud.
¿Cómo se descubre la propia vocación en este mundo? Es posible descubrirla de varios modos, pero esta página del Evangelio nos dice que el primer indicador es la alegría del encuentro con Jesús.
Matrimonio, vida consagrada, sacerdocio: cada vocación verdadera inicia con un encuentro con Jesús que nos dona una alegría y una esperanza nueva; y nos conduce, incluso a través de pruebas y dificultades, a un encuentro siempre más pleno, crece, ese encuentro, más grande, ese encuentro con Él y a la plenitud de la alegría.
El Señor no quiere hombres y mujeres que caminan detrás de Él de mala gana, sin tener en el corazón el viento de la alegría. Ustedes, que están aquí en la Plaza, les pregunto –cada uno responda a sí mismo –ustedes, ¿tienen en el corazón el viento de la alegría? Cada uno se pregunte: ¿Yo tengo dentro de mí, en el corazón, el viento de la alegría?
Jesús quiere personas que han experimentado que estar con Él nos da una felicidad inmensa, que se puede renovar cada día de la vida. Un discípulo del Reino de Dios que no sea gozoso no evangeliza este mundo, es uno triste.
Se convierte en predicador de Jesús no afinando las armas de la retórica: tú puedes hablar, hablar, hablar pero si no hay otra cosa. ¿Cómo se convierte en predicador de Jesús? Custodiando en los ojos el brillo de la verdadera felicidad. Vemos a tantos cristianos incluso entre nosotros, que con los ojos nos transmiten la alegría de la fe: con los ojos.
Por este motivo el cristiano, como la Virgen María, custodia la llama de su enamoramiento: enamorados de Jesús. Cierto, hay pruebas en la vida, existen momentos en los cuales se necesita ir adelante no obstante el frío y el viento contrario, no obstante tantas amarguras. Pero los cristianos conocen el camino que conduce a aquel sagrado fuego que los ha encendido una vez por siempre.
Y por favor, les recomiendo: no escuchemos a personas desilusionadas e infelices; no escuchemos a quien recomienda cínicamente no cultivar la esperanza en la vida; no confiemos en quien apaga desde su nacimiento todo entusiasmo diciendo que ningún proyecto vale el sacrificio de toda una vida; no escuchemos a los “viejos” de corazón que sofocan la euforia juvenil.
Vayamos donde los viejos que tienen los ojos brillantes de esperanza. Cultivemos en cambio, sanas utopías: Dios nos quiere capaces de soñar como Él y con Él, mientras caminamos bien atentos a la realidad. Soñar en un mundo diferente.
Y si un sueño se apaga, volver a soñarlo de nuevo, yendo con esperanza a la memoria de los orígenes, a esas brazas que, tal vez después de una vida no tan buena, son brazas que están escondidas bajo las cenizas del primer encuentro con Jesús.
Esta es la una dinámica fundamental de la vida cristiana: recordarse de Jesús. Pablo decía a su discípulo: “Recuérdate de Jesucristo” (2 Tim 2,8); este es el consejo del gran San Pablo: “Recuérdate de Jesucristo”. Recordarse de Jesús, del fuego de amor con el cual un día hemos concebido nuestra vida como un proyecto de bien, y a vivificar con esta llama nuestra esperanza. Gracias».
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AUDIENCIA

8/23/2017

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«Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos escuchado la palabra de Dios en el libro del Apocalipsis, y dice así: ‘Yo hago nuevas todas las cosas’ (21,5). La esperanza cristiana se basa en la fe en Dios que siempre crea novedad en la vida del hombre, crea novedad en la historia y crea novedad en el cosmos. Nuestro Dios es el Dios que crea novedad, porque es el Dios de las sorpresas. Novedad y sorpresas.
No es cristiano caminar con la mirada baja –como hacen los cerdos: siempre van así– sin levantar los ojos al horizonte. Como si todo nuestro camino se apagara aquí, en una distancia de pocos metros de viaje; como si en nuestra vida no hubiera ninguna meta y ninguna llegada, y nosotros estuviéramos obligados a un eterno errar, sin ninguna razón de tantas nuestras fatigas. Esto no es cristiano.
Las páginas finales de la Biblia nos muestran el horizonte último del camino del creyente: la Jerusalén del Cielo, la Jerusalén celestial. Esta es imaginada antes de todo como una inmensa carpa, donde Dios recibirá a todos los hombres para habitar definitivamente con ellos (Ap 21,3). Y esta es nuestra esperanza.
Y ¿Qué cosa hará Dios, cuando finalmente estaremos con Él? Usará una ternura infinita hacia nosotros, como un padre que recibe a sus hijos quienes han fatigado y sufrido mucho.
Juan en el Apocalipsis, profetiza: ‘Esta es la morada de Dios entre los hombres (…) – ¿qué cosa hará Dios?. Él secará todas sus lágrimas, y no habrá más muerte, ni penas, ni quejas, ni dolor, porque todo lo de antes pasó (…) Yo hago nuevas todas las cosas’ (21, 3-5). Es el Dios de la novedad.
Intenten meditar este pasaje de la Sagrada Escritura no de manera abstracta, sino después de haber leído una crónica de nuestros días, después de haber visto la televisión o la portada de un diario, donde se registran tragedias, donde se reportan noticias tristes a las cuales todos corremos el riesgo de acostumbrarnos.
He saludado a algunos de Barcelona: cuantas noticias tristes de allí. He saludado a algunos del Congo, y cuantas noticias tristes de allá. Y tantas otras. Sólo para nombrar a dos quienes están aquí.
Intenten imaginar los rostros de los niños aterrorizados por la guerra, el llanto de las madres, los sueños rotos de tantos jóvenes, las penurias de tantos prófugos que enfrentan viajes terribles, y tantas veces son explotados… La vida lamentablemente es también esto. Algunas veces se podría decir que es sobre todo esto.
Puede ser. Pero existe un Padre que llora con nosotros; existe un Padre que llora lágrimas de infinita piedad en relación de sus hijos. Nosotros tenemos un Padre que sabe llorar, que llora con nosotros. Un Padre que nos espera para consolarnos, porque conoce nuestros sufrimientos y ha preparado para nosotros un futuro diferente.
Esta es la gran visión de la esperanza cristiana, que se dilata todos los días de nuestra existencia, y nos quiere consolar.
Dios no ha querido nuestras vidas por equivocación, obligando a Sí mismo y a nosotros a duras noches de angustia. En cambio, nos ha creado porque quiere que seamos felices. Es nuestro Padre y si nosotros aquí, ahora, llevamos una vida que no es aquella que Él ha querido para nosotros, Jesús nos garantiza que Dios mismo está obrando su rescate. Él trabaja para rescatarnos.
Nosotros creemos y sabemos que la muerte y el odio no son las últimas palabras pronunciadas sobre la parábola de la existencia humana. Ser cristianos implica una nueva perspectiva: una mirada llena de esperanza.
Alguno cree que la vida contiene todas sus felicidades en la juventud y en el pasado, y que el vivir sea un lento decaimiento. Otros aún piensan que nuestras alegrías sean sólo ocasionales y pasajeras, y en la vida de los hombres está escrito que no tiene sentido. Aquellos que ante tantas calamidades dicen: “Pero la vida no tiene sentido. Nuestro camino es sin sentido”.
Pero nosotros los cristianos no creemos en esto. En cambio, creemos que en el horizonte del hombre existe un sol que ilumina por siempre. Creemos que nuestros días más bellos deben todavía llegar. Somos gente más de primavera que de otoño.
Me gustaría preguntarles, ahora, cada uno responda en su corazón, en silencio, pero responda: ¿yo soy un hombre, una mujer, un joven, una joven, de primavera o de otoño? ¿Mi alma es de primavera o de otoño? Cada uno responda.
Entrevemos los gérmenes de un mundo nuevo en vez de las hojas amarillentas de sus ramas. No nos quedamos en nostalgias, añoranzas y lamentos: sabemos que Dios nos quiere herederos de una promesa e incansables cultivadores de sueños.
No se olvide de esta pregunta: ¿Yo soy una persona de primavera o de otoño? De primavera, que espera la flor, que espera el fruto, que espera el sol que es Jesús; o de otoño, que está siempre con la mirada hacia abajo, amargado, y como a veces he dicho, con la cara de pepinillos al vinagre, ¿no?
El cristiano sabe que el Reino de Dios, su Señoría de amor está creciendo como un gran campo de trigo, a pesar de que en medio esté la cizaña. Siempre existen problemas, existen las habladurías, existen las guerras, existen las enfermedades… existen los problemas. Pero el trigo crece, y al final el mal será eliminado.
El futuro no nos pertenece, pero sabemos que Jesucristo es la gracia más grande de la vida: es el abrazo de Dios que nos espera al final, pero que ya, desde ahora nos acompaña y nos consuela en el camino. Él nos conduce a la gran “morada” de Dios entre los hombres (Cfr. Ap. 21,3), con tantos otros hermanos y hermanas, y llevaremos a Dios el recuerdo de los días vividos aquí abajo.
Y será bello descubrir en ese instante que nada se ha perdido, nada, ni siquiera una lágrima: nada se ha perdido; ninguna sonrisa, ni ninguna lágrima. Por cuanto nuestra vida haya sido larga, nos parecerá que hemos vivido en un momento. Y que la creación no se ha quedado en el sexto día del Génesis, la creación no ha terminado el sexto día, sino que ha proseguido incansablemente, porque Dios siempre se ha preocupado de nosotros.
Hasta el día en el que todo se cumplirá, la mañana en la que se terminarán las lágrimas, el instante mismo en el que Dios pronunciará su última palabra de bendición: ‘Yo hago nuevas todas las cosas’ (v. 5). Si, nuestro Padre es el Dios de la novedad y el Dios de las sorpresas. Y aquel día nosotros seremos verdaderamente felices, y ¿lloraremos?, sí, pero lloraremos de alegría. Gracias».
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Angelus

8/20/2017

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días!.
El evangelio de hoy (Mt 15, 21-28), nos presenta un ejemplo sorprendente de fe en el encuentro de Jesús con una mujer cananea, una extranjera en relación a los judíos.
La escena se desarrolla cuando caminaba hacia las ciudades de Tiro y de Sidón, al noroeste de Galilea: cuando la mujer sale a su encuentro e implora a Jesús que cure a su hija que “está muy atormentada por un demonio” (v. 22).
En un primer momento, el Señor parece no escuchar el grito de dolor, hasta el punto de suscitar la intervención de los discípulos que interceden por ella.
La despreocupación aparente de Jesús no desanima a esta madre, sino que insiste en llamarlo. La fuerza interior de esta mujer, que le permite superar todo obstáculo, está en buscar en su amor materno y en la confianza de que Jesús puede escuchar su petición. Podemos decir que este es el amor que construye la fe y la fe, por su parte se convierte en la recompensa del amor.
Su amor doloroso por su hija la conduce “a gritar: Ten piedad de mí, Señor, hijo de David!” (v. 22). Es su fe perseverante en Jesús la que le permite no desanimarse incluso a su rechazo inicial. Así, la mujer “se prosterna delante de él diciendo: “Señor, ayúdame!” (v. 25).
Finalmente, delante de tanta perseverancia, Jesús se llena de admiración, casi estupefacto, por la fe de una mujer pagana. Por lo tanto en consecuencia le dice: “Mujer, grande es tu fe! Que se haga según tu deseo. Y a partir de ese momento su hija fue curada” (v. 28).
Esta mujer humilde es presentada por Jesús como un ejemplo de fe inquebrantable. Su insistencia en invocar la intervención de Cristo es para nosotros un estímulo a no desanimarnos cuando estamos oprimidos por las duras pruebas de la vida.
El Señor no nos da la espalda ante nuestras adversidades, y, si a veces parece insensible a las peticiones de ayuda es para poner nuestra fe a prueba y fortalecerla. Debemos continuar gritando como esta mujer: ”Señor, ayúdame! Señor, ayúdame!”. Así, con perseverancia y valentía. Esta es la valentía que hay que tener en la oración.
Este episodio evangélico nos ayuda a comprender que todos tenemos necesidad de crecer en la fe y de fortalecer nuestra confianza en Jesús.
Él puede ayudarnos a encontrar el camino, cuando hemos perdido la brújula de nuestro camino, cuando la vida no aparece llana sino áspera y dura; cuando es doloroso ser fieles a nuestros compromisos.
Es importante alimentar nuestra fe cada día con la escucha atenta de la Palabra de Dios, con la celebración de los sacramentos, con la oración personal como un “grito” hacia Él, y con actitudes concretas de caridad hacia el prójimo.
Confiémonos al Espíritu Santo para que nos ayude a perseverar en la fe. El Espíritu infunde la gracia en el corazón de los creyentes, da a nuestra vida y a nuestro testimonio cristiano la fuerza de convicción y de la persuasión. Nos anima a vencer la incredulidad hacia Dios y la indiferencia hacia nuestros hermanos.
Que la Virgen María nos haga siempre más conscientes de nuestra necesidad del Señor y de su Espíritu; que ella nos obtenga una fe fuerte, llena de amor, y un amor que se hace súplica valiente hacia Dios.
Angelus Domini….
Después del ángelus
Queridos hermanos y hermanas, llevamos en nuestro corazón el dolor de los atentados terroristas que han causado numerosas víctimas en los últimos días en Burkina Faso, en España y en Finlandia. Oremos por los difuntos, por los heridos y por sus familias. Y supliquemos al Señor, Dios de misericordia y de paz, liberar al mundo de esta violencia inhumana.
Os saludo cordialmente, queridos peregrinos italianos y de diferentes países. Saludo en particular a los miembros de la asociación francesa ‘Rodemos por la esperanza’, venidos en bicicleta de Besanson; a los nuevos seminaristas y a los superiores del Colegio norteamericano de Roma; a los niños del coro de Rivoltella (Brescia) y a los jóvenes chicos y chicas de Zevio (Verona).
Os deseo a todos un buen domingo. Por favor, no os olvidéis de orar por mí. ¡Buen almuerzo y adiós!.
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Angelus

8/13/2017

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Hoy la página del Evangelio (Mt 14, 22-33) describe el episodio de Jesús que, después de haber orado toda la noche a la orilla del lago de Galilea, se dirige hacia la barca de sus discípulos, caminando sobre las aguas.
La barca se encuentra en medio del lago, bloqueada por un fuerte viento contrario. Cuando ven a Jesús venir caminando sobre las aguas, los discípulos lo confundieron con un fantasma y se asustaron. Pero él les tranquiliza “Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!” (v. 27). Pedro, con su típico ímpetu, le dice: “Señor, si eres tú, mándame ir a ti sobre las aguas”; y Jesús lo llama: “Ven!”(vv.28-29). Pedro desciende de la barca y se pone a caminar sobre las aguas hacia Jesús; pero al sentir la fuerza del viento le entró miedo y comenzó a hundirse y gritó “Señor, sálvame!”,  y enseguida Jesús le tendió la mano y lo agarró. (vv. 30-31).
Este relato del Evangelio contiene un rico simbolismo y nos hace reflexionar sobre nuestra fe, ya sea como individuos ya sea como comunidad eclesial,  nuestra fe, la de todos nosotros que estamos aquí en la plaza. La comunidad eclesial, esta comunidad eclesial, ¿tiene fe?, ¿Cómo es la fe de cada uno de nosotros y la fe de nuestra comunidad?.
La barca, es la vida de cada uno de nosotros pero también es la vida de la Iglesia; el viento contrario representa las dificultades y las pruebas. La invocación de Pedro: “Señor, mándame ir hacia ti!”  y su grito: “Señor sálvame!” se asemejan tanto a nuestro deseo de sentir la cercanía del Señor, pero también el miedo y la angustia que acompañan a los momentos más duros de nuestra vida y la de nuestras comunidades, marcadas por la fragilidad interna y las dificultades externas.
A Pedro, en aquel momento no le bastan las palabras seguras de Jesús, que era como la cuerda tendida a la cuál aferrarse para afrontar las aguas hostiles y turbulentas. Es lo que nos puede pasar también a nosotros. Cuando no nos agarramos a la Palabra del Señor, sino que para tener más seguridad consultamos horóscopos, cartomancia, se comienza a hundir. Esto quiere decir que la fe no es fuerte. El Evangelio de hoy nos recuerda que la fe en el Señor y en su palabra no nos abre un camino  donde todo es fácil y tranquilo, no nos libra de las tempestades de la vida.
La fe nos da la seguridad de una Presencia, no olvidemos esto. La fe nos da la seguridad de una Presencia, la presencia de Jesús que nos empuja a superar las tempestades existenciales, la certeza de una mano que nos aferra para ayudarnos a afrontar las dificultades indicándonos el camino aun cuando está  oscuro, la fe, no es una escapatoria de los problemas de la vida, sino que nos sostiene en el camino y le da un sentido.
Este episodio es una imagen magnífica de la realidad de la Iglesia de todos los tiempos: una barca que, a lo largo de la travesía debe afrontar los vientos contrarios y tempestades que amenazan con volcarla. Lo que la salva, no es el coraje y las cualidades de los hombres: la garantía contra el naufragio es la fe en Jesús y en su palabra. Esta es la garantía, la fe en Jesús y en su palabra.
Sobre esta barca estamos seguros, a pesar de nuestras miserias y de nuestras debilidades, sobre todo cuando nos ponemos de rodillas  y adoramos al Señor, como los discípulos que, al final, “se postraron delante de él, diciendo: ”Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios!”  (v.33). Qué hermoso es decirle a Jesús estas palabras! [Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios!], lo decimos todos juntos fuerte!, “Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios” Una vez más! [Verdaderamente, tú eres el Hijo de Dios]
La Virgen María nos ayuda a perdurar firmes en la fe para resistir a las tempestades de la vida, a permanecer en la barca de la Iglesia, huyendo de la tentación de subir sobre barcas fascinantes pero inseguras, de las ideologías, de las modas y de los slogans.
Palabras Del Papa francisco después del ángelus
Queridos hermanos y hermanas,
Os saludo a todos afectuosamente, romanos y peregrinos  que estáis presentes: familias, parroquias, asociaciones y a cada fiel.
Hoy también tengo la alegría de saludar  a los grupos de jóvenes: los scouts de trevise y de vincence (son numerosos!), los participantes del Congreso nacional de la juventud franciscana.
Saludo también a las Hermanas de la Virgen de los Dolores de Nápoles y al grupo de peregrinos que han recorrido a pie la Via Francigena de Siena a Roma.
A todos os deseo un buen domingo y un buen almuerzo. Por favor, no os olvidéis de orar por mí. Adios!
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