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Audiencia

9/29/2016

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días. 
Las palabras que Jesús pronuncia durante su Pasión encuentra su cúlmen en el perdón. Jesús perdona. “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23,34). No son solamente palabras, porque se convierten en un acto concreto en el perdón ofrecido al “buen ladrón”, que está junto a Él. San Lucas habla de dos ladrones crucificados con Jesús, que se dirigen a Él con actitudes opuestas. 
El primero lo insulta, como hacía toda la gente allí, como hacen los jefes del pueblo, como un pobre hombre empujado por la desesperación. “¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros” (Lc 23,39). Este grito testimonia la angustia del hombre frente al misterio de la muerte y la trágica conciencia de que solo Dios puede ser la respuesta liberadora: por eso es impensable que el Mesías, el enviado de Dios, pueda estar sobre la cruz sin hacer nada para salvarse. 
Y no entendían esto, no entendían el misterio del sacrificio de Jesús. Y sin embargo, Jesús nos ha salvado permaneciendo en la cruz. Todos sabemos que no es fácil quedarse en la cruz, en nuestras pequeñas cruces de cada día, no es fácil. Él, en esta gran cruz, en este gran sufrimiento, se ha quedado así y allí nos ha salvado, ahí nos ha mostrado su omnipotencia, y ahí nos ha perdonado. Ahí se cumple su donación de amor y brota para siempre nuestra salvación. Muriendo en la cruz, inocente entre dos criminales, Él espera que la salvación de Dios pueda alcanzar a cualquier hombre en cualquier condición, también la más negativa y dolorosa. La salvación de Dios es para todos, para todos. Sin excluir a nadie, se ofrece a todos.
Por esto el Jubileo es tiempo de gracia y de misericordia para todos, buenos y malos, los que tienen salud y los que sufren. Hay que recordar la parábola que cuenta Jesús, sobre la fiesta de la boda del hijo de un poderoso de la tierra. Cuando los invitados no quisieron ir, dice a sus siervos “ir a los cruces de los caminos, llamar a todos, buenos y malos”. 
Todos somos llamados, buenos y malos. La Iglesia no es solamente para los buenos o los que parecen buenos o se creen buenos. La Iglesia es para todos, y además preferentemente para los malos, porque la Iglesia es misericordia.
Este tiempo de gracia y misericordia nos hace recordar que nada nos puede separar del amor de Cristo (cfr Rm 8,39). A quién está postrado en la cama de un hospital, a quien vive encerrado en una prisión, a los que están atrapados en las guerras, yo digo: hay que mirar el Crucifijo; Dios está con vosotros, permanece con vosotros sobre la cruz y a todos se ofrece como Salvador. Él nos acompaña a todos, a quienes sufren tanto, crucificado por vosotros, por nosotros, por todos. Hay dejar que la fuerza del Evangelio penetre en el corazón y nos consuele, nos dé esperanza y la íntima certeza de que nadie está excluido del perdón. Pero podrán preguntarme, ‘pero diga, padre, ese que ha hecho las cosas más feas en la vida, ¿tiene posibilidad de ser perdonado?’.
Sí. Nadie está excluido del perdón de Dios. Solamente, se acerque a Jesús, arrepentido y con el deseo de ser abrazado. 

Este era el primer ladrón. El otro es el llamado “ladrón bueno”. Sus palabras son un maravilloso modelo de arrepentimiento, una catequesis concentrada para aprender a pedir perdón a Jesús. Antes, él se dirige a su compañero: “¿No tienes temor de Dios, tú que sufres la misma pena que él?” (Lc 23,40). 
Así destaca el punto de partida del arrepentimiento: el temor de Dios. No el miedo de Dio, el temor filial de Dios, no es el miedo, sino ese respeto que se debe a Dios porque Él es Dios, es un respeto filial porque Él es Padre. 
El buen ladrón reclama la actitud fundamental que abre a la confianza en Dios: la conciencia de su omnipotencia y de su infinita bondad. Es este respeto confiado que ayuda a hacer sitio a Dios y a encomendarse a su misericordia.
Después, el buen ladrón declara la inocencia de Jesús y confiesa abiertamente la propia culpa: “Nosotros la sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero Él no ha hecho nada malo” (Lc 23,41). Por tanto Jesús está allí, en la cruz para estar con los culpables: a través de esta cercanía, Él les ofrece la salvación. 
Esto que es escándalo para los jefes, para el primer ladrón, para los que estaban allí, y se burlaban de Jesús, sin embargo es fundamento de su fe. Y así el buen ladrón se convierte en testigo de la gracia; lo imposible ha sucedido. Dios me ha amado hasta tal punto que ha muerto en la cruz por mí. L
a fe misma de este hombre es fruto de la gracia de Cristo: sus ojos contemplan en el Crucifijo el amor de Dios para él, pobre pecador. Era un ladrón, es verdad. Había robado toda la vida. Pero al final, arrepentido de lo que había hecho, mirando a Jesús bueno y misericordioso, ha conseguido “robarse” el cielo. Es un buen ladrón este. 
El buen ladrón se dirige finalmente a Jesús, invocando su ayuda: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino” (Lc 23,42). Lo llama por su nombre, “Jesús”, con confianza, y así confiesa lo que ese nombre indica: “el Señor salva”. Esto significa Jesús. Ese hombre pide a Jesús que se acuerde de él. Cuánta ternura en esta expresión, ¡cuánta humanidad! Es la necesidad del ser humano de no ser abandonado, de que Dios esté siempre cerca. En este modo un condenado a muerte se convierte en modelo del cristiano que se encomienda a Jesús. Esto es profundo. Un condenado a muerte es un modelo para nosotros, un modelo de un hombre, un cristiano que se fía de Jesús.  Y también un modelo de la Iglesia, que en la liturgia muchas veces invoca al Señor diciendo, “acuérdate…acuérdate de tu amor.”. 
Mientras el buen ladrón habla al futuro: “cuando estés en tu reino”, la respuesta de Jesús no se hace esperar, habla al presente, dice “hoy estarás conmigo en el Paraíso” (v. 43). En la hora de la cruz, la salvación de Cristo alcanza su culmen; y su promesa al buen ladrón revela el cumplimiento de su misión: salvar a los pecadores. Al inicio de su ministerio, en la sinagoga de Nazaret, Jesús había proclamado “la liberación a los prisioneros” (Lc 4,18); en Jericó, en la casa del pecador público Zaqueo, había declarado que “el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19,9). En la cruz, el último acto confirma el realizarse de este diseño salvífico. Desde el inicio al final, Él se ha revelado Misericordia, se ha revelado encarnación definitiva e irrepetible del amor del Padre. Jesús es realmente el rostro de la misericordia del Padre. 
El buen ladrón lo ha llamado por su nombre, Jesús. Es una oración breve, y todos podemos hacerlo durante el día muchas veces, Jesús, Jesús, simplemente. Lo hacemos juntos tres veces, adelante: Jesús, Jesús, Jesús. Y así hacedlo durante todo el día. Gracias.
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Audiencia

9/21/2016

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“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hemos escuchado el pasaje del Evangelio de Lucas (6,36-38) del cual es tomado el lema de este Año santo extraordinario: Misericordiosos como el Padre. La expresión completa es: «Sean misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso» (v. 36). No se trata de un slogan, sino de un compromiso de vida.
Para comprender bien esta expresión, podemos confrontarla con aquella paralela del Evangelio de Mateo, donde Jesús dice: «Por lo tanto, sean perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo» (5,48). En el llamado discurso de la montaña, que inicia con las Bienaventuranzas, el Señor enseña que la perfección consiste en el amor, cumplimiento de todos los preceptos de la Ley.
En esta misma perspectiva, San Lucas precisa que la perfección es el amor misericordioso: ser perfectos significa ser misericordiosos. ¿Una persona que no es misericordiosa es perfecta? ¡No! ¿Una persona que no es misericordiosa es buena? ¡No! La bondad y la perfección radican en la misericordia.
Seguro, Dios es perfecto. Entretanto si lo consideramos así, se hace imposible para los hombres alcanzar esta absoluta perfección. En cambio, tenerlo ante los ojos como misericordioso, nos permite comprender mejor en que consiste su perfección y nos impulsa a ser como Él, llenos de amor, compasión y misericordia.
Pero me pregunto: ¿Las palabras de Jesús son reales? ¿Es de verdad posible amar como ama Dios y ser misericordiosos como Él? Si miramos la historia de la salvación, vemos que toda la revelación de Dios es un incesante e inagotable amor de los hombres: Dios es como un padre o como una madre que ama con un amor infinito y lo derrama con abundancia sobre toda criatura.
La muerte de Jesús en la cruz es el culmen de la historia de amor de Dios con el hombre. Un amor talmente grande que solo Dios lo puede realizar. Es evidente que, relacionado con este amor que no tiene medidas, nuestro amor siempre será imperfecto.
Pero, ¡cuando Jesús nos pide ser misericordiosos como el Padre, no piensa en la cantidad! Él pide a sus discípulos convertirse en signo, canales, testigos de su misericordia. Y la Iglesia no puede dejar de ser sacramento de la misericordia de Dios en el mundo, en todos los tiempos y hacia toda la humanidad. Todo cristiano, por lo tanto, está llamado a ser testigo de la misericordia, y esto sucede en el camino a la santidad.
¡Pensemos en tantos santos que se volvieron misericordiosos porque se dejaron llenar el corazón con la divina misericordia! Han dado cuerpo al amor del Señor derramándolo en las múltiples necesidades de la humanidad que sufre. En este florecer de tantas formas de caridad es posible reconocer los reflejos del rostro misericordioso de Cristo.
Nos preguntamos: ¿Qué significa para los discípulos ser misericordiosos? Y esto lo explica Jesús con dos verbos: “perdonar” (v. 37) y “donar” (v. 38). La misericordia se expresa sobre todo en el perdón: “No juzguen y no serán juzgados; no condenen y no serán condenados; perdonen y serán perdonados” (v. 37). Jesús no pretende alterar el curso de la justicia humana, entretanto recuerda a los discípulos que para tener relaciones fraternas es necesario suspender los juicios y las condenas. De hecho, es el perdón el pilar que sostiene la vida de la comunidad cristiana, porque en ella se manifiesta la gratuidad del amor con el cual Dios nos ha amado primero.
¡El cristiano debe perdonar! Pero ¿Por qué? Porque ha sido perdonado. Todos nosotros que estamos aquí, hoy, en la Plaza, todos nosotros, hemos sido perdonados. No hay ninguno de nosotros, que en su vida, no haya tenido necesidad del perdón de Dios. Y porque nosotros hemos sido perdonados, debemos perdonar.
Y lo recitamos todos los días en el Padre Nuestro: “Perdona nuestros pecados; perdona nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Es decir, perdonar las ofensas, perdonar tantas cosas, porque nosotros hemos sido perdonados de tantas ofensas, de tantos pecados. Y así es fácil perdonar. Si Dios me ha perdonado, ¿por qué no debo perdonar a los demás? ¿Soy más grande que Dios? ¿Entienden esto?
Este pilar del perdón nos muestra la gratuidad del amor de Dios, que nos ha amado primero. Juzgar y condenar al hermano que peca es equivocado. No porque no se quiera reconocer el pecado, sino porque condenar al pecador rompe la relación de fraternidad con él y desprecia la misericordia de Dios, que en cambio no quiere renunciar a ninguno de sus hijos.
No tenemos el poder de condenar a nuestro hermano que se equivoca, no estamos por encima él: al contrario tenemos el deber de llevarlo nuevamente a la dignidad de hijo del Padre y de acompañarlo en su camino de conversión.
A su Iglesia, a nosotros, Jesús nos indica también un segundo pilar: “donar”. Perdonar es el primer pilar; donar es el segundo pilar. «Den, y se les dará […] con la medida con que ustedes midan también serán medidos» (v. 38).
Dios dona muy por encima de nuestros méritos, pero será todavía más generoso con cuantos aquí en la tierra serán generosos. Jesús no dice que cosa sucederá a quienes no donan, pero la imagen de la “medida” constituye una exhortación: con la medida del amor que damos, seremos nosotros mismos a decidir cómo seremos juzgados, como seremos amados. Si observamos bien, existe una lógica coherente: ¡en la medida con la cual se recibe de Dios, se dona al hermano, y en la medida con la cual se dona al hermano, se recibe de Dios!
El amor misericordioso es por esto la única vía que es necesario seguir. Tenemos todos mucha necesidad de ser un poco misericordiosos, de no hablar mal de los demás, de no juzgar, de no “desplumar” a los demás con las críticas, con las envidias, con los celos.
Tenemos que perdonar, ser misericordiosos, vivir nuestra vida en el amor y donar. Este amor permite a los discípulos de Jesús no perder la identidad recibida de Él, y de reconocerse como hijos del mismo Padre. En el amor que ellos practican en la vida se refleja así aquella Misericordia que no tendrá jamás fin (Cfr. 1 Cor 13,1-12).
Pero no se olviden de esto: misericordia y don; perdón y don. Así el corazón crece, crece en el amor. En cambio, el egoísmo, la rabia, vuelve al corazón pequeño, pequeño, pequeño, pequeño y se endurece como una piedra. ¿Qué cosa prefieren ustedes? ¿Un corazón de piedra? Les pregunto, respondan: “No”. No escucho bien… “No”. ¿Un corazón lleno de amor? “Si”. ¡Si prefieren un corazón lleno de amor, sean misericordiosos!”.
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Angelus

9/19/2016

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“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy Jesús nos invita a reflexionar sobre dos estilos de vida contrapuestos: uno el mundano y otro el del Evangelio. El espíritu del mundo no es el espíritu de Jesús. Y lo hace mediante la narración de la parábola del administrador infiel y corrupto, que es alabado por Jesús no obstante su deshonestidad. Es necesario precisar en seguida, que este administrador no es presentado como un modelo que debemos seguir, sino como un ejemplo de astucia.
Este hombre es acusado de una mala gestión de los negocios de su patrón y, antes de ser echado, busca astutamente obtener la benevolencia de los deudores, condonando a ellos una parte de sus deudas para asegurarse así un futuro.
Comentando este comportamiento, Jesús observa: “Los hijos de este mundo son más astutos en su trato con lo demás que los hijos de la luz”.
A tal astucia mundana nosotros estamos llamados a responder con la astucia cristiana, que es un don del Espíritu Santo. Se trata de alejarse del espíritu y de los valores del mundo, que tanto le gustan al demonio, para vivir según el Evangelio.
¿Y la mundanidad cómo se manifiesta? La mundanidad se manifiesta con actitudes de corrupción, de engaño, de prepotencia y constituyen el camino más equivocado, el camino del pecado, porque uno lleva al otro, ¿verdad? Es como una cadena, si bien es verdad que generalmente ese es el camino más cómodo de recorrer.
En cambio, el espíritu del Evangelio requiere un estilo de vida serio –serio pero gozoso, lleno de alegría y comprometido, impostado en la honestidad, en la rectitud, en el respeto a los demás y a su dignidad, con el sentido del deber. ¡Y esta es la astucia cristiana!
El recorrido de la vida necesariamente implica elegir entre estos dos caminos: entre honestidad y deshonestidad, entre la fidelidad y la infidelidad, entre egoísmo y altruismo, entre el bien y el mal. No se puede oscilar entre uno y otro, porque se mueven sobre lógicas diversas y contrapuestas.
El profeta Elías decía al pueblo de Israel que caminaba sobre estas vías: “Ustedes cojean con los dos pies”. Es una bella imagen. Es importante decidir qué dirección tomar y después, una vez decidida aquella justa, caminar con arrojo y determinación, encomendándose a la gracia del Señor y a la ayuda de su Espíritu.
Fuerte y categórico es la conclusión del pasaje evangélico: “Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se interesará por el primero y menospreciará al segundo”.
Con esta enseñanza, Jesús hoy nos exhorta a hacer una elección clara entre Él y el espíritu del mundo, entre la lógica de la corrupción, de la prepotencia y de la avidez y aquella de la rectitud, de la mansedumbre y del compartir.
Alguno se comporta con la corrupción como con las drogas: piensa de poderlas usar y dejarlas cuando quiere. Se comienza con poco: un manojo de aquí y una coima de allá… Y entre esta y aquella lentamente se pierde la libertad.
También la corrupción produce dependencia, y genera pobreza, explotación, sufrimiento. ¡Y cuantas víctimas existen hoy en el mundo! Cuántas víctimas de esta difundida corrupción.
En cambio, cuando buscamos seguir la lógica evangélica de la integridad, de la transparencia en las intenciones y en los comportamientos, de la fraternidad, nosotros nos convertimos en artesanos de justicia y abrimos horizontes de esperanza para la humanidad. En la gratuidad y en la donación de nosotros mismos a nuestros hermanos, servimos al amo justo: Dios.
La Virgen María nos ayude a escoger en cada ocasión y a todo costo el camino justo, encontrando también el coraje de caminar contra corriente, para poder seguir a Jesús y a su Evangelio”.
Después de rezar la oración mariana dirigió las siguientes palabras
“Queridos hermanos y hermanas
Ayer en la ciudad de Codrongianos (en Sassari) fue proclamada beata Elisabetta Sanna, madre de familia. Cuando se quedó viuda se dedicó totalmente a la oración y al servicio de los enfermos y de los pobres. Su testimonio es modelo de caridad evangélica animada por la fe.
Hoy en Génova se clausura el Congreso Eucarístico Nacional. Envío un saludo especial a todos los fieles que se encuentran allí reunidos y deseo que este evento de gracia reavive en el pueblo italiano la fe en el santísimo sacramento de la eucaristía, en el cual adoramos a Cristo, manantial de vida y de esperanza para cada hombre.
El próximo martes iré a Asís para el encuentro de oración por la paz, treinta años después de aquel histórico que convocó san Juan Pablo II. Invito a las parroquias, asociaciones eclesiásticas, individualmente a los fieles de todo el mundo para que vivan ese día como una Jornada de oración por la paz.
Hoy más que nunca tenemos necesidad de paz en esta guerra que existe en todas las partes del mundo. Recemos por la paz siguiendo el ejemplo de san Francisco, hombre de fraternidad y de mansedumbre. Estamos todos llamados a ofrecer al mundo un fuerte testimonio de nuestro empeño común por la paz y la reconciliación entre los pueblos. Así el martes, todos, unidos en oración. Recemos por la paz: cada uno se tome un poco de tiempo, el que pueda para rezar por la paz. Todo el mundo unido.
Saludo con cariño a todos los romanos y peregrinos provenientes de diversos países. En particular saludo a los fieles de la diócesis de Colonia y a los de Marianopoli.
Y a todos les deseo que tengan un bueno domingo y por favor no se olviden de rezar por mi”.
El Papa concluyó con su ya famoso “buon pranzo e arrivederci”.
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