
Este viaje no fue en vano. Al regresar a Paula se había decantado por la vida monástica. Sus padres le ayudaban en el camino de discernimiento. Y en 1435, en unos terrenos que pusieron a su disposición a las afueras de la ciudad, inició una vía de oración, penitencia y mortificaciones. Apenas había sobrepasado la adolescencia y la severa austeridad que caracterizaba su vida comenzó a atraer el interés de otros nuevos aspirantes que se unieron a él. Unos años más tarde, Mons. Pirro Caracciolo, arzobispo de Cosenza, sabedor del núcleo monástico que Francisco había impulsado les dio su bendición y les dotó de un oratorio. La fama de virtud del santo traspasó los confines de Paula y se hizo notar en todo Nápoles. Enterado Pablo II de la misión que llevaba a cabo no dudó en ayudarle directa e indirectamente, concediendo indulgencias a los que contribuían económicamente para la construcción de la iglesia. El 17 de mayo de 1474 la «Congregación eremítica paolana de San Francisco de Asís» obtuvo la aprobación pontificia. En muchos lugares anhelaban la presencia de estos religiosos y demandaban la apertura de nuevas fundaciones. Los nacientes eremitorios, sustentados por las limosnas, comenzaron a surgir por doquier.
El único deseo de Francisco era cumplir la voluntad de Dios y junto a la oración extremaba sus disciplinas. Por lo demás, no había prebendas para nadie. Fuesen pobres o ricos, nobles o plebeyos, a todos los trataba sin acepción, manteniendo viva la profunda religiosidad y fe de su entorno que cautivó a numerosos peregrinos. Los pobres en particular tuvieron en él a un acérrimo partidario de sus causas. Alzando su voz les defendía frente a los poderosos. Fue un gran taumaturgo. Se ocupó de enseñar a quienes acudían pidiendo su amparo que la clave de todo milagro es la fe. Es el único requisito que Cristo exige. Al respecto, se destaca el caso del joven que tenía una llaga abierta en un brazo, herida que no se cerró pese a haber visitado a distintos médicos. Su madre le sugirió ir en busca del santo, quien al verle simplemente le entregó una hierba que segó al paso, y le indicó que se la aplicase después de hervirla. El joven la conocía por tratarse de una especie común que crecía en su entorno. Incrédulo, quiso saber cómo era posible que tal arbusto hiciera el milagro. Francisco respondió: «Es la fe la que hace milagros». Tantos fueron sus prodigios y tan renombrados que su eco llegó a Francia. Allí se encontraba postrado en su lecho de muerte el rey Luís XI, quien rogó a Sixto IV que le enviase a Francisco. El pontífice, seguramente constreñido por intereses diplomáticos, accedió. Pero aquél se hizo rogar varios meses y solamente partió cuando el papa se lo impuso. No era una situación grata. La clara vocación a la vida austera que abrazaba desde hacía varias décadas se contraponía a la de palacio, pero siempre antepuso el bien ajeno al suyo y se volcó en esa nueva misión. Su presencia no deparó la curación al monarca, pero le reconcilió con Dios y murió aceptando su voluntad. Antes le había encomendado la dirección espiritual de su hijo y sucesor Carlos VIII. Además, las relaciones entre el papado, Francia y los reinos de España, Bohemia y Nápoles salieron beneficiados con el generoso gesto del santo. Permaneció en el país galo durante veinticinco años, siendo aclamado por todos. Le precedía su fama de hombre penitente y austero. Su estilo de vida eremítico fue seguido por miembros de otras familias religiosas. Benedictinos y franciscanos, entre otros, se unieron a él. Así surgió la Orden de los Mínimos en Calabria, y luego la creación de la Tercera Orden seglar, a la que después se unió la de las monjas. Murió a los 91 años, el 2 de abril de 1507 en la localidad francesa de Plessis-les-Tours. León X lo beatificó el 7 de julio de 1513. Él mismo lo canonizó el 1 de mayo de 1519.