Angelus 9 de marzo 2014
«Queridos hermanos y hermanas el evangelio del primer domingo de cuaresma presenta cada año el episodio de la tentación de Jesús, cuando el Espíritu Santo descendió sobre él después del Bautismo en el Jordán, y lo llevó a enfrentar abiertamente a Satanás en el desierto por 40 días antes de iniciar su misión pública.
El tentador intenta desviar a Jesús del proyecto del Padre, o sea de la vía del sacrificio, del amor que ofrece a sí mismo en expiación, para hacerle tomar un camino fácil, de éxito y de potencia. El duelo entre Jesús y Satanás se realiza a fuerza de citaciones de la sagrada escritura. El diablo de hecho, para desviar a Jesús de la vía de la cruz le propone falsas experiencias mesiánicas: el bienestar económico, indicado por la posibilidad de transformar las piedras en pan; el estilo espectacular y milagrero, con la idea de arrojarse al vacío desde el punto más alto del templo de Jerusalén para hacerse salvar por los ángeles; y al final el atajo del poder y del dominio en cambio de adorar a Satanás.
Son tres grupos de tentaciones, también nosotros las conocemos bien. Jesús rechaza con decisión todas estas tentaciones y reitera la firme voluntad de seguir el camino establecido por el Padre, sin ningún compromiso con el pecado y con la lógica del mundo.
Noten bien como responde Jesús. Él no dialoga con Satanás como había hecho Eva en el paraíso terrenal. Jesús sabe bien que con Satanás no se puede dialogar, como había hecho Eva, y elige refugiarse en la palabra de Dios, y responde con la fuerza de esta palabra.
Recordémos ésto en el momento de la tentación, de nuestras tentaciones. No argumentar con Satanás, sino defendersesiempre non la palabra de Dios, y ésto nos salvará.
En sus respuestas a Satanás, el Señor usando la palabras de Dios nos recuerda antes todo que “no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca del Dios”.
Esto nos da fuerza y nos sostiene en la lucha contra la mentalidad mundana que reduce al hombre al nivel de necesidades primarias, haciéndole perder el hambre de lo que es verdadero, bueno y bello: el hambre de Dios y de su amor.
Recuerda además que está escrito también: 'No tentarás a tu Dios y Señor”. Porque el camino de la fe pasa también a través de la oscuridad, de la duda, y se nutre de paciencia y de espera perseverante. El Señor Jesús al final recuerda que está escrito: 'Adorarás al Señor, tu Dios: a él solamente rendirás culto'. O sea, tenemos que deshacernos de los ídolos, de las cosas vanas y construir nuestra vida sobre lo esencial.
Estas palabras de Jesús encontrarán después confirmación en sus acciones. Su absoluta fidelidad al diseño del amor del Padre lo conducirá después de aproximadamente tres años al enfrentamiento final con el 'príncipe de este mundo' en la hora de la pasión de la cruz, y allí Jesús tendrá su victoria definitiva, ¡la victoria del amor!
Queridos hermanos, el tiempo de la cuaresma es una ocasión propicia para todos nosotros, para realizar un camino de conversión, interrogándonos sinceramente ante esta página del evangelio.
Renovemos las promesas de nuestro bautismo: renunciamos a Satanás y a todas sus obras y seducciones -porque él es un seductor-, para caminar en los senderos de Dios y 'llegar a la pascua en la alegría del Espíritu'».
El papa Francisco entonces rezó el ángelus y al concluir dirigió los siguientes saludos:
«Dirijo un cordial saludo a los fieles de Roma y a todos los peregrinos. Saludo a los grupos parroquiales que llegan de Biella y Vercelli, de Laura Paestum, San Marziano, Aosta Latina, Avellino y Pachino. Saludo al “Colegio Santa María” de Elche, España.
Un pensamiento especial dirijo a los jóvenes de Rosolina, que el próximo domingo recibirán la Confirmación, y a los de Toscana que harán en Roma la 'promesa' de seguir a Jesús; y a los de Paderno Duragnano, Seregno, Bellaria y Curno. Saludo también a los papás y niños de Cabiate.
Durante esta cuaresma tengamos presentes la invitación de la Caritas Internacional contra el hambre en el mundo.
Les deseo a todos que el camino de la cuaresma iniciado hace poco sea fructífero, y les pido a ustedes que se acuerden de mi en la oración y de mis colaboradores de la curia romana, que esta tarde iniciaremos la semana de ejercicios espirituales. Gracias».
«Y concluyó con su ya famoso saludo: “¡Buona domenica e buon pranzo. Arrivederci!»
El tentador intenta desviar a Jesús del proyecto del Padre, o sea de la vía del sacrificio, del amor que ofrece a sí mismo en expiación, para hacerle tomar un camino fácil, de éxito y de potencia. El duelo entre Jesús y Satanás se realiza a fuerza de citaciones de la sagrada escritura. El diablo de hecho, para desviar a Jesús de la vía de la cruz le propone falsas experiencias mesiánicas: el bienestar económico, indicado por la posibilidad de transformar las piedras en pan; el estilo espectacular y milagrero, con la idea de arrojarse al vacío desde el punto más alto del templo de Jerusalén para hacerse salvar por los ángeles; y al final el atajo del poder y del dominio en cambio de adorar a Satanás.
Son tres grupos de tentaciones, también nosotros las conocemos bien. Jesús rechaza con decisión todas estas tentaciones y reitera la firme voluntad de seguir el camino establecido por el Padre, sin ningún compromiso con el pecado y con la lógica del mundo.
Noten bien como responde Jesús. Él no dialoga con Satanás como había hecho Eva en el paraíso terrenal. Jesús sabe bien que con Satanás no se puede dialogar, como había hecho Eva, y elige refugiarse en la palabra de Dios, y responde con la fuerza de esta palabra.
Recordémos ésto en el momento de la tentación, de nuestras tentaciones. No argumentar con Satanás, sino defendersesiempre non la palabra de Dios, y ésto nos salvará.
En sus respuestas a Satanás, el Señor usando la palabras de Dios nos recuerda antes todo que “no sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca del Dios”.
Esto nos da fuerza y nos sostiene en la lucha contra la mentalidad mundana que reduce al hombre al nivel de necesidades primarias, haciéndole perder el hambre de lo que es verdadero, bueno y bello: el hambre de Dios y de su amor.
Recuerda además que está escrito también: 'No tentarás a tu Dios y Señor”. Porque el camino de la fe pasa también a través de la oscuridad, de la duda, y se nutre de paciencia y de espera perseverante. El Señor Jesús al final recuerda que está escrito: 'Adorarás al Señor, tu Dios: a él solamente rendirás culto'. O sea, tenemos que deshacernos de los ídolos, de las cosas vanas y construir nuestra vida sobre lo esencial.
Estas palabras de Jesús encontrarán después confirmación en sus acciones. Su absoluta fidelidad al diseño del amor del Padre lo conducirá después de aproximadamente tres años al enfrentamiento final con el 'príncipe de este mundo' en la hora de la pasión de la cruz, y allí Jesús tendrá su victoria definitiva, ¡la victoria del amor!
Queridos hermanos, el tiempo de la cuaresma es una ocasión propicia para todos nosotros, para realizar un camino de conversión, interrogándonos sinceramente ante esta página del evangelio.
Renovemos las promesas de nuestro bautismo: renunciamos a Satanás y a todas sus obras y seducciones -porque él es un seductor-, para caminar en los senderos de Dios y 'llegar a la pascua en la alegría del Espíritu'».
El papa Francisco entonces rezó el ángelus y al concluir dirigió los siguientes saludos:
«Dirijo un cordial saludo a los fieles de Roma y a todos los peregrinos. Saludo a los grupos parroquiales que llegan de Biella y Vercelli, de Laura Paestum, San Marziano, Aosta Latina, Avellino y Pachino. Saludo al “Colegio Santa María” de Elche, España.
Un pensamiento especial dirijo a los jóvenes de Rosolina, que el próximo domingo recibirán la Confirmación, y a los de Toscana que harán en Roma la 'promesa' de seguir a Jesús; y a los de Paderno Duragnano, Seregno, Bellaria y Curno. Saludo también a los papás y niños de Cabiate.
Durante esta cuaresma tengamos presentes la invitación de la Caritas Internacional contra el hambre en el mundo.
Les deseo a todos que el camino de la cuaresma iniciado hace poco sea fructífero, y les pido a ustedes que se acuerden de mi en la oración y de mis colaboradores de la curia romana, que esta tarde iniciaremos la semana de ejercicios espirituales. Gracias».
«Y concluyó con su ya famoso saludo: “¡Buona domenica e buon pranzo. Arrivederci!»
Angelus Domingo 23 de febrero 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
en el segunda Lectura de este domingo, san Pablo afirma: "Ninguno ponga su orgullo en los hombres, porque todo es vuestro: Pablo, Apolo, Cefa (es decir Pedro), el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro: ¡todo es vuestro! Pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios". ¿Por qué dice esto el apóstol? El problema que el Apóstol se encuentra de frente es el de las divisiones en la comunidad de Corinto, donde se habían formado grupos que se referían a varios predicadores considerándoles sus jefes; decían: "Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefa...". San Pablo explica que este modo de pensar es equivocado, porque la comunidad no pertenece a los apóstoles, pero son ellos, los apóstoles, los que pertenecen a la comunidad; ¡pero la comunidad, toda entera, pertenece a Cristo!
De esta pertenencia deriva que en las comunidades cristianas - diócesis, parroquias, asociaciones, movimientos - las diferencias no pueden contradecir el hecho que todos, por el bautismo, tenemos la misma dignidad: todos, en Jesucristo, somos hijos de Dios. Y esta es nuestra dignidad. En Cristo somos hijos de Dios.
Aquellos que han recibido un ministerio de guía, de predicación, de administrar los Sacramentos, no deben considerarse propietarios de poderes especiales, sino ponerse al servicio de la comunidad, ayudándola a recorrer con alegría el camino de la santidad.
La Iglesia hoy confía el testimonio de este estilo de vida pastoral a los nuevos cardenales, con los cuales he celebrado esta mañana la santa Misa. ¿Podemos saludar todos a los nuevos cardenales con un aplauso? ¡Saludamos a todos! El Consistorio ayer y la celebración eucarística hoy, nos han ofrecido una ocasión preciosa para experimentar la catolicidad, la universalidad de la Iglesia, bien representada por la variada procedencia de los miembros del colegio cardenalicio, recogidos en estrecha comunión entorno al sucesor de Pedro. Y que el Señor nos dé la gracia de trabajar para la unidad de la Iglesia. De construir esta unidad, porque la unidad es más importante que los conflictos. La unidad de la Iglesia es en Cristo. Los conflictos son problemas que no siempre son de Cristo.
Los momentos litúrgicos y de fiesta, que hemos tenido la oportunidad de vivir en el curso de las últimas jornadas, refuercen en todos nosotros la fe, el amor por Cristo y ¡por su Iglesia! Os invito a sostener estos pastores y asistirles con la oración, para que guíen siempre con celo el pueblo que se les ha confiado, mostrando a todos la ternura y el amor del Señor. Pero, ¿cuánto necesitan de oraciones un obispo, un cardenal, un Papa para que pueda ayudar a llevar adelante el pueblo de Dios? Digo ayudar, es decir, servir al pueblo de Dios. Porque la vocación de la Iglesia o de los cardenales o del Papa es precisamente esta. Ser servidores, servir en nombre de Cristo. Rezad por nosotros, para que todos seamos buenos servidores. Buenos servidores, no buenos propietarios.
Todos juntos, obispos, presbíteros, personas consagradas y fieles laicos debemos ofrecer el testimonio de una Iglesia fiel a Cristo, animada por el deseo de servir a los hermanos y lista para ir al encuentro con valor profético a la espera y a las exigencias espirituales de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo. La Virgen nos acompaña y nos proteja en este camino.
A continuación, el Papa ha rezado el ángelus.
Para concluir ha saludado a los presentes con estas palabras:
Saludo a todos los peregrinos presentes, en particular a los venidos con ocasión del Consistorio para acompañar a los nuevos cardenales; y agradezco mucho a los países que han querido estar presentes en este evento con delegaciones oficiales.
Saludos a los estudiantes de Tolosa y la comunidad de los venezolanos residentes en Italia.
Saludo a los fieles de Caltanissetta, Reggio Calabria, Sortino, Altamura, Ruvo y Lido degli Estensi; los jóvenes de Reggio Emilia y los de la diócesis de Lodi; la Asociación ciclista de Agrigento y los voluntarios de la Protección Civil de la Bassa Padovana.
A todos os deseo un feliz domingo y buena comida. ¡Hasta pronto!
en el segunda Lectura de este domingo, san Pablo afirma: "Ninguno ponga su orgullo en los hombres, porque todo es vuestro: Pablo, Apolo, Cefa (es decir Pedro), el mundo, la vida, la muerte, el presente, el futuro: ¡todo es vuestro! Pero vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios". ¿Por qué dice esto el apóstol? El problema que el Apóstol se encuentra de frente es el de las divisiones en la comunidad de Corinto, donde se habían formado grupos que se referían a varios predicadores considerándoles sus jefes; decían: "Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo, yo soy de Cefa...". San Pablo explica que este modo de pensar es equivocado, porque la comunidad no pertenece a los apóstoles, pero son ellos, los apóstoles, los que pertenecen a la comunidad; ¡pero la comunidad, toda entera, pertenece a Cristo!
De esta pertenencia deriva que en las comunidades cristianas - diócesis, parroquias, asociaciones, movimientos - las diferencias no pueden contradecir el hecho que todos, por el bautismo, tenemos la misma dignidad: todos, en Jesucristo, somos hijos de Dios. Y esta es nuestra dignidad. En Cristo somos hijos de Dios.
Aquellos que han recibido un ministerio de guía, de predicación, de administrar los Sacramentos, no deben considerarse propietarios de poderes especiales, sino ponerse al servicio de la comunidad, ayudándola a recorrer con alegría el camino de la santidad.
La Iglesia hoy confía el testimonio de este estilo de vida pastoral a los nuevos cardenales, con los cuales he celebrado esta mañana la santa Misa. ¿Podemos saludar todos a los nuevos cardenales con un aplauso? ¡Saludamos a todos! El Consistorio ayer y la celebración eucarística hoy, nos han ofrecido una ocasión preciosa para experimentar la catolicidad, la universalidad de la Iglesia, bien representada por la variada procedencia de los miembros del colegio cardenalicio, recogidos en estrecha comunión entorno al sucesor de Pedro. Y que el Señor nos dé la gracia de trabajar para la unidad de la Iglesia. De construir esta unidad, porque la unidad es más importante que los conflictos. La unidad de la Iglesia es en Cristo. Los conflictos son problemas que no siempre son de Cristo.
Los momentos litúrgicos y de fiesta, que hemos tenido la oportunidad de vivir en el curso de las últimas jornadas, refuercen en todos nosotros la fe, el amor por Cristo y ¡por su Iglesia! Os invito a sostener estos pastores y asistirles con la oración, para que guíen siempre con celo el pueblo que se les ha confiado, mostrando a todos la ternura y el amor del Señor. Pero, ¿cuánto necesitan de oraciones un obispo, un cardenal, un Papa para que pueda ayudar a llevar adelante el pueblo de Dios? Digo ayudar, es decir, servir al pueblo de Dios. Porque la vocación de la Iglesia o de los cardenales o del Papa es precisamente esta. Ser servidores, servir en nombre de Cristo. Rezad por nosotros, para que todos seamos buenos servidores. Buenos servidores, no buenos propietarios.
Todos juntos, obispos, presbíteros, personas consagradas y fieles laicos debemos ofrecer el testimonio de una Iglesia fiel a Cristo, animada por el deseo de servir a los hermanos y lista para ir al encuentro con valor profético a la espera y a las exigencias espirituales de los hombres y de las mujeres de nuestro tiempo. La Virgen nos acompaña y nos proteja en este camino.
A continuación, el Papa ha rezado el ángelus.
Para concluir ha saludado a los presentes con estas palabras:
Saludo a todos los peregrinos presentes, en particular a los venidos con ocasión del Consistorio para acompañar a los nuevos cardenales; y agradezco mucho a los países que han querido estar presentes en este evento con delegaciones oficiales.
Saludos a los estudiantes de Tolosa y la comunidad de los venezolanos residentes en Italia.
Saludo a los fieles de Caltanissetta, Reggio Calabria, Sortino, Altamura, Ruvo y Lido degli Estensi; los jóvenes de Reggio Emilia y los de la diócesis de Lodi; la Asociación ciclista de Agrigento y los voluntarios de la Protección Civil de la Bassa Padovana.
A todos os deseo un feliz domingo y buena comida. ¡Hasta pronto!
Audiencia del miércoles 19 de febrero de 2014
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
A través de los Sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora bien, todos lo sabemos, llevamos esta vida “en vasijas de barro” (2 Cor 4, 7), todavía estamos sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la vida nueva. Por esta razón el Señor Jesús ha querido que la Iglesia continúe su obra de salvación, incluso a través de sus propios miembros, en particular con el sacramento de la Reconciliación y la Unción de los Enfermos, que pueden unirse bajo el nombre de "Sacramentos de curación". El Sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación, cuando voy a confesarme es para curarme, curarme el alma, curarme el corazón, de algo que he hecho que no está bien. El icono bíblico que mejor los expresa, en su profundo vínculo, es el episodio del perdón y la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y de los cuerpos (cf. Mc 2, 1-12 / Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26).
1. El sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación, también nosotros lo llamamos de la Confesión, surge directamente del misterio pascual. De hecho, la misma noche de la Pascua, el Señor se apareció a los discípulos encerrados en el cenáculo, y, después de dirigirles el saludo "¡La paz con vosotros!", sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados" (Jn 20, 21-23). Este pasaje nos revela la dinámica más profunda que contiene este Sacramento. En primer lugar, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podemos darnos a nosotros mismos. No puedo decir: “Me perdono los pecados”. El perdón se pide, se pide a Otro. Y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es el fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, un don del Espíritu Santo, que nos llena con el baño de misericordia y de gracia que fluye sin cesar del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que solo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en paz. Y esto lo hemos sentido todos en el corazón cuando nos vamos a confesar, con un peso en el alma, un poco de tristeza y cuando sentimos el perdón de Jesús estamos en paz, con esa paz en el alma tan bella que solo Jesús nos puede dar. ¡Sólo Él!
2. Con el tiempo, la celebración de este sacramento ha pasado de una forma pública, porque al principio se hacía públicamente... Ha pasado de esta forma pública a aquella personal, a aquella forma reservada de la Confesión. Sin embargo, esto no debe hacernos perder la matriz eclesial, que constituye el contexto vital. De hecho, la comunidad cristiana es el lugar donde se hace presente el Espíritu, el cual renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una cosa sola, en Cristo Jesús. He aquí la razón por la que no basta pedir perdón al Señor en la propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar humildemente y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la celebración de este sacramento, el sacerdote no representa sólo a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con él, que lo alienta y lo acompaña en el camino de conversión y de maduración humana y cristiana.
Uno puede decir: "Yo me confieso solo con Dios". Sí, tú puedes decir Dios perdóname, puedes decirle tus pecados, pero nuestros pecados son también contra los hermanos, contra la Iglesia. Y por esto es necesario pedir perdón a la Iglesia y a los hermanos en la persona del sacerdote. “Pero padre, me da vergüenza”. También la vergüenza es buena, es saludable tener un poco de vergüenza. Porque avergonzarse es saludable. Porque cuando una persona no tiene vergüenza en mi país decimos que es un 'sin vergüenza', un "sinvergüenza" (lo dice en español), un 'sin vergüenza'. Pero la vergüenza también nos hace bien, porque nos hace más humildes. Y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión y en el nombre de Dios perdona. También desde el punto de vista humano, para desahogarse es bueno hablar con el hermano y decir al sacerdote estas cosas con son tan pesadas en mi corazón, y uno siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia, con el hermano. ¡No tengáis miedo de la Confesión! Uno, cuando está en la cola para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la vergüenza. Pero cuando termina la confesión, sale libre, grande, hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la confesión!
Yo quisiera preguntaros, pero no decirlo en voz alta, cada uno se contesta en su corazón: ¿Cuándo ha sido la última vez que te has confesado? Que cada uno piense… ¿Eh? ¿Dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? Que cada uno haga la cuenta. Que cada uno se diga: "¿Cuándo ha sido la última vez que me he confesado?" Y si ha pasado mucho tiempo, no pierdas un día más, ve adelante, que el sacerdote será bueno. Está Jesús ahí. Y Jesús es más bueno que los sacerdotes. Y Jesús te recibe. Te recibe con mucho amor. ¡Eres valiente y vas adelante a la Confesión!
Queridos amigos, celebrar el Sacramento de la Reconciliación significa estar envueltos en un cálido abrazo: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordamos esa hermosa, ¡hermosa!, parábola del hijo que se ha ido de su casa con el dinero de la herencia, ha malgastado todo ese dinero y después, cuando no tenia nada, ha decidido volver a casa, pero no como hijo sino como siervo. Tenía tanta culpa en su corazón y tanta vergüenza. ¿Eh? La sorpresa ha sido que, cuando comenzó a hablar y pedir perdón, el padre no le dejó hablar. Lo abrazó, lo besó e hizo fiesta. Pero yo os digo, ¿eh?: Cada vez que nosotros nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta. ¡Vayamos adelante en este camino! ¡Qué el Señor os bendiga!
A través de los Sacramentos de la iniciación cristiana, el Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía, el hombre recibe la vida nueva en Cristo. Ahora bien, todos lo sabemos, llevamos esta vida “en vasijas de barro” (2 Cor 4, 7), todavía estamos sometidos a la tentación, al sufrimiento, a la muerte y, a causa del pecado, podemos incluso perder la vida nueva. Por esta razón el Señor Jesús ha querido que la Iglesia continúe su obra de salvación, incluso a través de sus propios miembros, en particular con el sacramento de la Reconciliación y la Unción de los Enfermos, que pueden unirse bajo el nombre de "Sacramentos de curación". El Sacramento de la Reconciliación es un sacramento de curación, cuando voy a confesarme es para curarme, curarme el alma, curarme el corazón, de algo que he hecho que no está bien. El icono bíblico que mejor los expresa, en su profundo vínculo, es el episodio del perdón y la curación del paralítico, donde el Señor Jesús se revela al mismo tiempo médico de las almas y de los cuerpos (cf. Mc 2, 1-12 / Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26).
1. El sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación, también nosotros lo llamamos de la Confesión, surge directamente del misterio pascual. De hecho, la misma noche de la Pascua, el Señor se apareció a los discípulos encerrados en el cenáculo, y, después de dirigirles el saludo "¡La paz con vosotros!", sopló sobre ellos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados" (Jn 20, 21-23). Este pasaje nos revela la dinámica más profunda que contiene este Sacramento. En primer lugar, el hecho de que el perdón de nuestros pecados no es algo que podemos darnos a nosotros mismos. No puedo decir: “Me perdono los pecados”. El perdón se pide, se pide a Otro. Y en la Confesión pedimos el perdón a Jesús. El perdón no es el fruto de nuestros esfuerzos, sino que es un regalo, un don del Espíritu Santo, que nos llena con el baño de misericordia y de gracia que fluye sin cesar del corazón abierto de par en par de Cristo crucificado y resucitado. En segundo lugar, nos recuerda que solo si nos dejamos reconciliar en el Señor Jesús con el Padre y con los hermanos podemos estar verdaderamente en paz. Y esto lo hemos sentido todos en el corazón cuando nos vamos a confesar, con un peso en el alma, un poco de tristeza y cuando sentimos el perdón de Jesús estamos en paz, con esa paz en el alma tan bella que solo Jesús nos puede dar. ¡Sólo Él!
2. Con el tiempo, la celebración de este sacramento ha pasado de una forma pública, porque al principio se hacía públicamente... Ha pasado de esta forma pública a aquella personal, a aquella forma reservada de la Confesión. Sin embargo, esto no debe hacernos perder la matriz eclesial, que constituye el contexto vital. De hecho, la comunidad cristiana es el lugar donde se hace presente el Espíritu, el cual renueva los corazones en el amor de Dios y hace de todos los hermanos una cosa sola, en Cristo Jesús. He aquí la razón por la que no basta pedir perdón al Señor en la propia mente y en el propio corazón, sino que es necesario confesar humildemente y confiadamente los propios pecados al ministro de la Iglesia. En la celebración de este sacramento, el sacerdote no representa sólo a Dios, sino a toda la comunidad, que se reconoce en la fragilidad de cada uno de sus miembros, que escucha conmovida su arrepentimiento, que se reconcilia con él, que lo alienta y lo acompaña en el camino de conversión y de maduración humana y cristiana.
Uno puede decir: "Yo me confieso solo con Dios". Sí, tú puedes decir Dios perdóname, puedes decirle tus pecados, pero nuestros pecados son también contra los hermanos, contra la Iglesia. Y por esto es necesario pedir perdón a la Iglesia y a los hermanos en la persona del sacerdote. “Pero padre, me da vergüenza”. También la vergüenza es buena, es saludable tener un poco de vergüenza. Porque avergonzarse es saludable. Porque cuando una persona no tiene vergüenza en mi país decimos que es un 'sin vergüenza', un "sinvergüenza" (lo dice en español), un 'sin vergüenza'. Pero la vergüenza también nos hace bien, porque nos hace más humildes. Y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión y en el nombre de Dios perdona. También desde el punto de vista humano, para desahogarse es bueno hablar con el hermano y decir al sacerdote estas cosas con son tan pesadas en mi corazón, y uno siente que se desahoga ante Dios, con la Iglesia, con el hermano. ¡No tengáis miedo de la Confesión! Uno, cuando está en la cola para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la vergüenza. Pero cuando termina la confesión, sale libre, grande, hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la confesión!
Yo quisiera preguntaros, pero no decirlo en voz alta, cada uno se contesta en su corazón: ¿Cuándo ha sido la última vez que te has confesado? Que cada uno piense… ¿Eh? ¿Dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? Que cada uno haga la cuenta. Que cada uno se diga: "¿Cuándo ha sido la última vez que me he confesado?" Y si ha pasado mucho tiempo, no pierdas un día más, ve adelante, que el sacerdote será bueno. Está Jesús ahí. Y Jesús es más bueno que los sacerdotes. Y Jesús te recibe. Te recibe con mucho amor. ¡Eres valiente y vas adelante a la Confesión!
Queridos amigos, celebrar el Sacramento de la Reconciliación significa estar envueltos en un cálido abrazo: es el abrazo de la infinita misericordia del Padre. Recordamos esa hermosa, ¡hermosa!, parábola del hijo que se ha ido de su casa con el dinero de la herencia, ha malgastado todo ese dinero y después, cuando no tenia nada, ha decidido volver a casa, pero no como hijo sino como siervo. Tenía tanta culpa en su corazón y tanta vergüenza. ¿Eh? La sorpresa ha sido que, cuando comenzó a hablar y pedir perdón, el padre no le dejó hablar. Lo abrazó, lo besó e hizo fiesta. Pero yo os digo, ¿eh?: Cada vez que nosotros nos confesamos, Dios nos abraza, Dios hace fiesta. ¡Vayamos adelante en este camino! ¡Qué el Señor os bendiga!
Angelus 2 de febrero de 2014
Queridos hermanos y hermanas, buen día, ¡Veo a muchos en la plaza, abajo la lluvia, tienen mucho coraje!
Hoy celebramos la fiesta de la Presentación de Jesús al templo. Esta fecha es también la Jornada de la Vida Consagrada, que destaca la importancia que la Iglesia da a quienes han acogido la vocación de seguir a Jesús de cerca siguiendo el camino de los consejos evangélicos.
El evangelio de hoy nos cuenta que cuarenta días después del nacimiento de Jesús, María y José llevaron al Niño al templo para ofrecerlo y consagrarlo a Dios, como indicado por la ley judía. Este episodio evangélico constituye también una imagen aquellos por un don de Dios donan la propia vida, asumiendo así las facciones de Jesús, pobre y obediente.
Este ofrecimiento de sí mismos a Dios se refiere a todos los cristianos, porque todos hemos sido consagrados a Él mediante el bautismo. Todos hemos sido llamados a ofrecernos al Padre con Jesús y como Jesús, hacier de nuestra vida un don generoso en la familia, en el trabajo, en el servicio de la Iglesia, en las obras de misericordia.
Entretanto tal consagración es vivida de una manera particular por los religiosos, monjes, laicos consagrados, que tras profesar los votos pertenecen a Dios de manera plena y exclusiva.
Esta pertenencia al Señor permite a quienes la viven de manera auténtica, ofrecer un testimonio especial del evangelio del reino de Dios. Totalmente consagrados a Dios se encuentran enteramente entregados a los hermanos, para llevar la luz de Cristo allí donde las tinieblas son más densas y para difundir la esperanza en los corazones que perdieron la confianza.
Las personas consagradas son el signo de Dios en los diversos ambientes de la vida, son la levadura para el crecimiento de una sociedad más justa y fraterna, profecía de compartir con los pequeños y los pobres. Así entendida y vivida, la vida consagrada nos aparece realmente como és: ¡un don de Dios!
Cada persona consagrada es un don para el pueblo de Dios en camino. Necesitamos tanto de estas presencias, que refuerzan y renuevan con empeño la difusión del evangelio, de la educación cristiana, de la caridad hacia los más necesitados, de la oración contemplativa, el empeño de la formación humana y espiritual de los jóvenes, de las familias, el empeño por la justicia y la paz en la familia humana.
Pensemos un poco que sucedería si no existieran las monjas, sin las monjas en los hospitales,sin las monjas en las misiones, en las escuelas. Pensemos a una Iglesia sin las monjas, es impensable. Son este don y esta levadura que lleva al pueblo de Dios hacia adelante. Son grandes estas mujeres que consagran su vida y llevan adelante el mensaje de Jesús.
La Iglesia y el mundo necesitan de este testimonio del amor y de la misericordia de Dios. Los consagrados, los religiosos y religiosas son este testimonio de que Dios es bueno, de que Dios es misericordioso. Por ello es necesario valorizar con gratitud las experiencias de la vida consagrada y profundizar el conocimiento de los diversos carismas y espiritualidades.
Es necesario rezar para que tantos jóvenes respondan “sí” al Señor que los llama a consagrase totalmente al Él, y para dar un servicio desinteresado a los hermanos. Consagrar la vida para servir a Dios y a los hermanos.
Por todos estos motivos, como ya fue anunciado, el año próximo será dedicado de una manera especial a la vida consagrada. Confiamos desde ahora esta iniciativa a la intercesión de la Virgen María y de san José, que en cuanto padres de Jesús fueron los primeros a ser consagrados por Él y a consagrar su vida a Él.
Hoy celebramos la fiesta de la Presentación de Jesús al templo. Esta fecha es también la Jornada de la Vida Consagrada, que destaca la importancia que la Iglesia da a quienes han acogido la vocación de seguir a Jesús de cerca siguiendo el camino de los consejos evangélicos.
El evangelio de hoy nos cuenta que cuarenta días después del nacimiento de Jesús, María y José llevaron al Niño al templo para ofrecerlo y consagrarlo a Dios, como indicado por la ley judía. Este episodio evangélico constituye también una imagen aquellos por un don de Dios donan la propia vida, asumiendo así las facciones de Jesús, pobre y obediente.
Este ofrecimiento de sí mismos a Dios se refiere a todos los cristianos, porque todos hemos sido consagrados a Él mediante el bautismo. Todos hemos sido llamados a ofrecernos al Padre con Jesús y como Jesús, hacier de nuestra vida un don generoso en la familia, en el trabajo, en el servicio de la Iglesia, en las obras de misericordia.
Entretanto tal consagración es vivida de una manera particular por los religiosos, monjes, laicos consagrados, que tras profesar los votos pertenecen a Dios de manera plena y exclusiva.
Esta pertenencia al Señor permite a quienes la viven de manera auténtica, ofrecer un testimonio especial del evangelio del reino de Dios. Totalmente consagrados a Dios se encuentran enteramente entregados a los hermanos, para llevar la luz de Cristo allí donde las tinieblas son más densas y para difundir la esperanza en los corazones que perdieron la confianza.
Las personas consagradas son el signo de Dios en los diversos ambientes de la vida, son la levadura para el crecimiento de una sociedad más justa y fraterna, profecía de compartir con los pequeños y los pobres. Así entendida y vivida, la vida consagrada nos aparece realmente como és: ¡un don de Dios!
Cada persona consagrada es un don para el pueblo de Dios en camino. Necesitamos tanto de estas presencias, que refuerzan y renuevan con empeño la difusión del evangelio, de la educación cristiana, de la caridad hacia los más necesitados, de la oración contemplativa, el empeño de la formación humana y espiritual de los jóvenes, de las familias, el empeño por la justicia y la paz en la familia humana.
Pensemos un poco que sucedería si no existieran las monjas, sin las monjas en los hospitales,sin las monjas en las misiones, en las escuelas. Pensemos a una Iglesia sin las monjas, es impensable. Son este don y esta levadura que lleva al pueblo de Dios hacia adelante. Son grandes estas mujeres que consagran su vida y llevan adelante el mensaje de Jesús.
La Iglesia y el mundo necesitan de este testimonio del amor y de la misericordia de Dios. Los consagrados, los religiosos y religiosas son este testimonio de que Dios es bueno, de que Dios es misericordioso. Por ello es necesario valorizar con gratitud las experiencias de la vida consagrada y profundizar el conocimiento de los diversos carismas y espiritualidades.
Es necesario rezar para que tantos jóvenes respondan “sí” al Señor que los llama a consagrase totalmente al Él, y para dar un servicio desinteresado a los hermanos. Consagrar la vida para servir a Dios y a los hermanos.
Por todos estos motivos, como ya fue anunciado, el año próximo será dedicado de una manera especial a la vida consagrada. Confiamos desde ahora esta iniciativa a la intercesión de la Virgen María y de san José, que en cuanto padres de Jesús fueron los primeros a ser consagrados por Él y a consagrar su vida a Él.
Angelus 12 de enero 2014
El Santo Padre se ha asomado a la ventana del estudio en el Palacio Apostólico al medio día, para recitar el Ángelus, acompañado de los fieles presentes en la plaza de San Pedro.
Estas son las palabras del santo padre Francisco para introducir la oración mariana:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
hoy es la fiesta del Bautismo del Señor y esta mañana he bautizado a treinta y dos niños.
Doy gracias con vosotros al Señor por estas criaturas y por cada vida nueva. ¡Cuánto me gusta bautizar niños! ¡Me gusta muchos! Cada niño que nace es un don de alegría y de esperanza, y cada niño que es bautizado es un prodigio de la fe y una fiesta para la familia de Dios.
El Evangelio de hoy subraya que, cuando Jesús recibió el bautismo de Juan en el río Jordán "se abrieron a él los cielos". Esta cumple las profecías. De hecho, hay una invocación que la liturgia nos hace repetir en el tiempo de Adviento: " Si rasgaras el cielo y descendieras". Si los cielos permanecen cerrados, nuestro horizonte en esta vida terrena está oscuro, sin esperanza. Sin embargo, celebrando la Navidad, la fe una vez más nos ha dado la certeza de que los cielos se han desgarrado con la venida de Jesús. Y en el día del bautismo de Cristo todavía contemplamos los cielos abiertos. La manifestación del Hijo de Dios sobre la tierra marca el inicio del gran tiempo de la misericordia, después que el pecado había cerrado los cielos, elevando como una barrera entre el ser humano y su Creador. ¡Con el nacimiento de Jesús los cielos se abren! Dios nos da en Cristo la garantía de una amor indestructible. Desde que el Verbo se ha hecho carne y es por tanto posible ver los cielos abiertos. Fue posible para los pastores de Belén, para los Magos de Oriente, para el Bautista, para los Apóstoles de Jesús, para san Esteban, el primer mártir, que exclamó: "¡Contemplo los cielos abiertos!". Y es posible también para cada uno de nosotros, si nos dejamos invadir por el amor de Dios, que nos es donado la primera vez en el Bautismo por medio del Espíritu Santo. Dejémonos inundar por el amor de Dios. Este es el gran tiempo de la misericordia.No lo olvidéis. Este es el gran tiempo de la misericordia. Cuando Jesús recibió el bautismo de penitencia de Juan Bautista, solidarizando con el pueblo penitente - Él sin pecado y no necesitado de conversión -, Dios Padre hizo escuchar su voz desde el cielo: "Este es mi Hijo amado: en Él me complazco". Jesús recibe la aprobación del Padre celeste, que lo ha enviado precisamente para que acepte compartir nuestra condición, nuestra pobreza. Compartir es la verdadera forma de amar. Jesús no se disocia de nosotros, nos considera hermanos y comparte con nosotros. Y así nos hace hijos, junto a Él, de Dios Padres. Esta es la revelación y la fuente del verdadero amor. Y este es el gran tiempo de la misericordia. ¿No os parece que en nuestro tiempo haya necesidad de un suplemento de compartir fraterno y de amor? ¿No os parece que todos tengamos la necesidad de un suplemento de caridad? No esa que se conforma con la ayuda improvisada que no implica, que no pone en juego, sino esa caridad que comparte, que se hace cargo del malestar y del sufrimiento del hermano. ¡Ese sabor adquiere la vida cuando nos dejamos inundar por el amor de Dios! Pidamos a la Virgen Santa que nos apoye con su intercesión en nuestro compromiso de seguir a Cristo sobre el camino de la fe y de la caridad, la vida trazada por nuestro Bautismo.
Al finalizar estas palabras, se ha realizado la oración del Ángelus. A continuación, Francisco ha proseguido:
Queridos hermanos y hermanas,
dirijo a todos vosotros mi saludo cordial, en particular a las familias y a los fieles venidos de diversas parroquias de Italia y de otros países, como también a las asociaciones y a los diferentes grupos.
Hoy quisiera dirigir un pensamiento especial a los padres que han llevado a sus hijos al bautismo y a aquellos que están preparando el bautismo de un hijo. Me uno a la alegría de estas familias, doy gracias con ellos al Señor, y rezo para que el bautismo de los niños ayude a los mismos padres a redescubrir la belleza de la fe y a volver de una forma nueva a los sacramentos y a la comunidad.
A todos os deseo un feliz domingo y una buena comida. ¡Hasta pronto!
Estas son las palabras del santo padre Francisco para introducir la oración mariana:
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
hoy es la fiesta del Bautismo del Señor y esta mañana he bautizado a treinta y dos niños.
Doy gracias con vosotros al Señor por estas criaturas y por cada vida nueva. ¡Cuánto me gusta bautizar niños! ¡Me gusta muchos! Cada niño que nace es un don de alegría y de esperanza, y cada niño que es bautizado es un prodigio de la fe y una fiesta para la familia de Dios.
El Evangelio de hoy subraya que, cuando Jesús recibió el bautismo de Juan en el río Jordán "se abrieron a él los cielos". Esta cumple las profecías. De hecho, hay una invocación que la liturgia nos hace repetir en el tiempo de Adviento: " Si rasgaras el cielo y descendieras". Si los cielos permanecen cerrados, nuestro horizonte en esta vida terrena está oscuro, sin esperanza. Sin embargo, celebrando la Navidad, la fe una vez más nos ha dado la certeza de que los cielos se han desgarrado con la venida de Jesús. Y en el día del bautismo de Cristo todavía contemplamos los cielos abiertos. La manifestación del Hijo de Dios sobre la tierra marca el inicio del gran tiempo de la misericordia, después que el pecado había cerrado los cielos, elevando como una barrera entre el ser humano y su Creador. ¡Con el nacimiento de Jesús los cielos se abren! Dios nos da en Cristo la garantía de una amor indestructible. Desde que el Verbo se ha hecho carne y es por tanto posible ver los cielos abiertos. Fue posible para los pastores de Belén, para los Magos de Oriente, para el Bautista, para los Apóstoles de Jesús, para san Esteban, el primer mártir, que exclamó: "¡Contemplo los cielos abiertos!". Y es posible también para cada uno de nosotros, si nos dejamos invadir por el amor de Dios, que nos es donado la primera vez en el Bautismo por medio del Espíritu Santo. Dejémonos inundar por el amor de Dios. Este es el gran tiempo de la misericordia.No lo olvidéis. Este es el gran tiempo de la misericordia. Cuando Jesús recibió el bautismo de penitencia de Juan Bautista, solidarizando con el pueblo penitente - Él sin pecado y no necesitado de conversión -, Dios Padre hizo escuchar su voz desde el cielo: "Este es mi Hijo amado: en Él me complazco". Jesús recibe la aprobación del Padre celeste, que lo ha enviado precisamente para que acepte compartir nuestra condición, nuestra pobreza. Compartir es la verdadera forma de amar. Jesús no se disocia de nosotros, nos considera hermanos y comparte con nosotros. Y así nos hace hijos, junto a Él, de Dios Padres. Esta es la revelación y la fuente del verdadero amor. Y este es el gran tiempo de la misericordia. ¿No os parece que en nuestro tiempo haya necesidad de un suplemento de compartir fraterno y de amor? ¿No os parece que todos tengamos la necesidad de un suplemento de caridad? No esa que se conforma con la ayuda improvisada que no implica, que no pone en juego, sino esa caridad que comparte, que se hace cargo del malestar y del sufrimiento del hermano. ¡Ese sabor adquiere la vida cuando nos dejamos inundar por el amor de Dios! Pidamos a la Virgen Santa que nos apoye con su intercesión en nuestro compromiso de seguir a Cristo sobre el camino de la fe y de la caridad, la vida trazada por nuestro Bautismo.
Al finalizar estas palabras, se ha realizado la oración del Ángelus. A continuación, Francisco ha proseguido:
Queridos hermanos y hermanas,
dirijo a todos vosotros mi saludo cordial, en particular a las familias y a los fieles venidos de diversas parroquias de Italia y de otros países, como también a las asociaciones y a los diferentes grupos.
Hoy quisiera dirigir un pensamiento especial a los padres que han llevado a sus hijos al bautismo y a aquellos que están preparando el bautismo de un hijo. Me uno a la alegría de estas familias, doy gracias con ellos al Señor, y rezo para que el bautismo de los niños ayude a los mismos padres a redescubrir la belleza de la fe y a volver de una forma nueva a los sacramentos y a la comunidad.
A todos os deseo un feliz domingo y una buena comida. ¡Hasta pronto!
Angelus 17 de noviembre 2013
"Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo (Lc 21, 5-19) consiste en la primera parte de un razonamiento de Jesús: el de los últimos tiempos. Jesús lo pronuncia en Jerusalén, cerca del templo; y la idea se la da precisamente la gente que hablaba del templo y de su belleza. ¡Porque era bello aquel templo!
Entonces Jesús dijo: “Esto que ven, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida” (Lc 21, 6). Naturalmente le preguntan: ¿cuándo sucederá esto?, ¿cuáles serán los signos? Pero Jesús dirige la atención de estos aspectos secundarios – ¿cuándo será?, ¿cómo será? – la dirige a las verdaderas cuestiones. Y son dos:
Primero: no dejarse engañar por falsos mesías y no dejarse paralizar por el miedo. Segundo: vivir el tiempo de la espera como tiempo del testimonio y de la perseverancia. Y nosotros estamos en este tiempo de la espera, de la espera de la venida del Señor.
Esta alocución de Jesús es siempre actual, también para nosotros que vivimos en el Siglo XXI. Él nos repite: “Miren, no se dejen engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre” (v. 8).
Es una invitación al discernimiento. Esta virtud cristiana de comprender dónde está el Espíritu del Señor y dónde está el mal espíritu. También hoy, en efecto, hay falsos “salvadores”, que tratan de sustituir a Jesús: líderes de este mundo, santones, también brujos, personajes que quieren atraer a sí las mentes y los corazones, especialmente de los jóvenes. Jesús nos pone en guardia: “¡No los sigan!”. “¡No los sigan!”.
Y el Señor también nos ayuda a no tener miedo: frente a las guerras, a las revoluciones, pero también a las calamidades naturales, a las epidemias, Jesús nos libera del fatalismo y de las falsas visiones apocalípticas.
El segundo aspecto nos interpela precisamente como cristianos y como Iglesia: Jesús preanuncia pruebas dolorosas y persecuciones que sus discípulos deberán padecer, por su causa. Sin embargo asegura: “Pero no perecerá ni un cabello de su cabeza” (v. 18). ¡Nos recuerda que estamos totalmente en las manos de Dios!
Las adversidades que encontramos por nuestra fe y nuestra adhesión al Evangelio son ocasiones de testimonio; no deben alejarnos del Señor, sino impulsarnos a abandonarnos aún más en Él, en la fuerza de su Espíritu y de su gracia.
En este momento pienso y pensamos todos, eh, hagámoslo juntos, pensemos en tantos hermanos cristianos que sufren persecuciones a causa de su fe. ¡Hay tantos! Quizá más que en los primeros siglos. Jesús está con ellos. También nosotros estamos unidos a ellos con nuestra oración y nuestro afecto. También sentimos admiración por su coraje y su testimonio. Son nuestros hermanos y hermanas que en tantas partes del mundo sufren a causa de ser fieles a Jesucristo. Los saludamos de corazón y con afecto.
Al final, Jesús hace una promesa que es garantía de victoria: “Con su perseverancia salvarán sus almas” (v. 19). ¡Cuánta esperanza en estas palabras! Son un llamamiento a la esperanza y a la paciencia, a saber esperar los frutos seguros de la salvación, confiando en el sentido profundo de la vida y de la historia: las pruebas y las dificultades forman parte de un designio más grande; el Señor, dueño de la historia, lleva todo a su cumplimiento. ¡A pesar de los desórdenes y de los desastres que turban al mundo, el designio de bondad y de misericordia de Dios se cumplirá!
Y esta es nuestra esperanza. Ir así, por este camino, en el designio de Dios que se cumplirá. Es nuestra esperanza.
Este mensaje de Jesús nos hace reflexionar sobre nuestro presente y nos da la fuerza para afrontarlo con coraje y esperanza, en compañía de la Virgen, que camina siempre con nosotros".
Después del Ángelus:
"Saludo a todos ustedes, familias, asociaciones y grupos que han venido a Roma, de Italia y de tantas partes del mundo: España, Francia, Finlandia, Países Bajos. En particular, saludo a los peregrinos provenientes de Vercelli, Salerno, Lizzanello; el Motoclub de Lucania de Potenza, los chicos de Montecassino y de Caserta.
Hoy es la ‘Jornada de las víctimas de la carretera’. Aseguro mi oración y los aliento a seguir con el ejemplo de la prevención, porque la prudencia y el respeto de las normas son la primera forma de protección de uno mismo y de los demás.
Querría sugerir a todos ustedes que están aquí en la plaza un modo para concretar los frutos del Año de la Fe, que llega al final. Se trata de una ‘medicina espiritual’, llamada Misericordina. Es el contenido de una cajita, que algunos voluntarios distribuirán mientras dejan la plaza. Hay una corona del Rosario, con la cual se puede rezar también la “Coronilla de la Divina Misericordia”, ayuda espiritual para nuestra alma y para difundir en todas partes el amor, el perdón y la fraternidad.
A todos les deseo un buen domingo. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!"
El Evangelio de este domingo (Lc 21, 5-19) consiste en la primera parte de un razonamiento de Jesús: el de los últimos tiempos. Jesús lo pronuncia en Jerusalén, cerca del templo; y la idea se la da precisamente la gente que hablaba del templo y de su belleza. ¡Porque era bello aquel templo!
Entonces Jesús dijo: “Esto que ven, llegarán días en que no quedará piedra sobre piedra que no sea derruida” (Lc 21, 6). Naturalmente le preguntan: ¿cuándo sucederá esto?, ¿cuáles serán los signos? Pero Jesús dirige la atención de estos aspectos secundarios – ¿cuándo será?, ¿cómo será? – la dirige a las verdaderas cuestiones. Y son dos:
Primero: no dejarse engañar por falsos mesías y no dejarse paralizar por el miedo. Segundo: vivir el tiempo de la espera como tiempo del testimonio y de la perseverancia. Y nosotros estamos en este tiempo de la espera, de la espera de la venida del Señor.
Esta alocución de Jesús es siempre actual, también para nosotros que vivimos en el Siglo XXI. Él nos repite: “Miren, no se dejen engañar. Porque vendrán muchos usurpando mi nombre” (v. 8).
Es una invitación al discernimiento. Esta virtud cristiana de comprender dónde está el Espíritu del Señor y dónde está el mal espíritu. También hoy, en efecto, hay falsos “salvadores”, que tratan de sustituir a Jesús: líderes de este mundo, santones, también brujos, personajes que quieren atraer a sí las mentes y los corazones, especialmente de los jóvenes. Jesús nos pone en guardia: “¡No los sigan!”. “¡No los sigan!”.
Y el Señor también nos ayuda a no tener miedo: frente a las guerras, a las revoluciones, pero también a las calamidades naturales, a las epidemias, Jesús nos libera del fatalismo y de las falsas visiones apocalípticas.
El segundo aspecto nos interpela precisamente como cristianos y como Iglesia: Jesús preanuncia pruebas dolorosas y persecuciones que sus discípulos deberán padecer, por su causa. Sin embargo asegura: “Pero no perecerá ni un cabello de su cabeza” (v. 18). ¡Nos recuerda que estamos totalmente en las manos de Dios!
Las adversidades que encontramos por nuestra fe y nuestra adhesión al Evangelio son ocasiones de testimonio; no deben alejarnos del Señor, sino impulsarnos a abandonarnos aún más en Él, en la fuerza de su Espíritu y de su gracia.
En este momento pienso y pensamos todos, eh, hagámoslo juntos, pensemos en tantos hermanos cristianos que sufren persecuciones a causa de su fe. ¡Hay tantos! Quizá más que en los primeros siglos. Jesús está con ellos. También nosotros estamos unidos a ellos con nuestra oración y nuestro afecto. También sentimos admiración por su coraje y su testimonio. Son nuestros hermanos y hermanas que en tantas partes del mundo sufren a causa de ser fieles a Jesucristo. Los saludamos de corazón y con afecto.
Al final, Jesús hace una promesa que es garantía de victoria: “Con su perseverancia salvarán sus almas” (v. 19). ¡Cuánta esperanza en estas palabras! Son un llamamiento a la esperanza y a la paciencia, a saber esperar los frutos seguros de la salvación, confiando en el sentido profundo de la vida y de la historia: las pruebas y las dificultades forman parte de un designio más grande; el Señor, dueño de la historia, lleva todo a su cumplimiento. ¡A pesar de los desórdenes y de los desastres que turban al mundo, el designio de bondad y de misericordia de Dios se cumplirá!
Y esta es nuestra esperanza. Ir así, por este camino, en el designio de Dios que se cumplirá. Es nuestra esperanza.
Este mensaje de Jesús nos hace reflexionar sobre nuestro presente y nos da la fuerza para afrontarlo con coraje y esperanza, en compañía de la Virgen, que camina siempre con nosotros".
Después del Ángelus:
"Saludo a todos ustedes, familias, asociaciones y grupos que han venido a Roma, de Italia y de tantas partes del mundo: España, Francia, Finlandia, Países Bajos. En particular, saludo a los peregrinos provenientes de Vercelli, Salerno, Lizzanello; el Motoclub de Lucania de Potenza, los chicos de Montecassino y de Caserta.
Hoy es la ‘Jornada de las víctimas de la carretera’. Aseguro mi oración y los aliento a seguir con el ejemplo de la prevención, porque la prudencia y el respeto de las normas son la primera forma de protección de uno mismo y de los demás.
Querría sugerir a todos ustedes que están aquí en la plaza un modo para concretar los frutos del Año de la Fe, que llega al final. Se trata de una ‘medicina espiritual’, llamada Misericordina. Es el contenido de una cajita, que algunos voluntarios distribuirán mientras dejan la plaza. Hay una corona del Rosario, con la cual se puede rezar también la “Coronilla de la Divina Misericordia”, ayuda espiritual para nuestra alma y para difundir en todas partes el amor, el perdón y la fraternidad.
A todos les deseo un buen domingo. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!"
Audiencia del miércoles 4 de septiembre 2013
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Continuamos nuestro camino de las catequesis después de las vacaciones de agosto, y hoy quiero contarles acerca de mi viaje a Brasil, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. Ha pasado más de un mes, pero creo que es importante volver sobre este evento, que a la distancia del tiempo permite captar mejor el sentido.
En primer lugar quiero dar gracias al Señor, porque es Él quien ha guiado todo con su Providencia. Para mí , que provengo de las Américas, ¡fue un bonito regalo! Y por esto agradezco también a Nuestra Señora de Aparecida, que acompañó todo este viaje: hice la peregrinación al gran santuario nacional del Brasil, y su venerada imagen estaba siempre presente en el escenario de la Jornada Mundial de la Juventud .
Yo estaba muy feliz por eso, porque Nuestra Señora de Aparecida es muy importante para la historia de la Iglesia en Brasil, pero también para toda la América Latina; en Aparecida los obispos latinoamericanos y del Caribe tuvieron una Asamblea General, con el papa Benedicto: una etapa muy importante del camino pastoral en esa parte del mundo, donde vive la mayor parte de la Iglesia Católica.
Aunque ya lo he hecho, quiero renovar el agradecimiento a todas las autoridades civiles y eclesiásticas, a los voluntarios, a la seguridad, a las comunidades parroquiales de Río de Janeiro y de otras ciudades del Brasil, donde los peregrinos fueron recibidos con gran fraternidad. De hecho, la recepción dada por las familias brasileñas y las parroquias fue una de las cosas más bellas de esta Jornada Mundial de la Juventud. Gente buena estos brasileños... ¡Buena gente! Tienen realmente un corazón muy grande.
La peregrinación siempre implica malestar, pero la acogida ayuda a superarlos y, de hecho, lo transforma en ocasión para el conocimiento y la amistad. Nacen lazos que luego se mantienen, sobre todo en la oración. También así crece la Iglesia en todo el mundo, como una red de verdadera amistad en Jesucristo, una red que a la vez que te toma, te libera. Por lo tanto, acogida: esta es la primera palabra que surge de la experiencia del viaje a Brasil. ¡Acogida!
Otra palabra resumen puede ser fiesta. La Jornada Mundial de la Juventud es siempre una fiesta, porque cuando una ciudad se llena de muchachos y muchachas que van por las calles con banderas de todo el mundo, saludándose, abrazándose, esto es una verdadera fiesta. Es una señal para todos, no solo para los creyentes. Y después está la celebración más grande que es la fiesta de la fe, cuando se alaba juntos al Señor, se canta, se escucha la Palabra de Dios, se permanece en una silenciosa adoración: todo esto es el culmen de la Jornada Mundial de la Juventud, es el verdadero propósito de esta gran peregrinación, y se vive de una manera particular en la gran Vigilia del sábado por la noche y en la Misa final. He aquí la gran fiesta, la fiesta de la fe y de la fraternidad, que se inicia en este mundo y no tendrá fin. ¡Pero esto solo es posible con el Señor! ¡Sin el amor de Dios no hay verdadera fiesta para el hombre!
Acogida, fiesta. Pero no puede faltar un tercer elemento: la misión. Esta Jornada Mundial de la Juventud se caracterizó por un tema misionero: "Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las naciones". Hemos escuchado la palabra de Jesús: ¡es la misión que Él le da a todos! Este es el mandato de Cristo resucitado a sus discípulos: ¡"Vayan", salgan de ustedes mismos, de cada cerrazón para llevar la luz y el amor del Evangelio a todos, hasta los extremos periféricos de la existencia! Y fue este mandato de Jesús lo que les he confiado a los jóvenes que llenaban completamente la playa de Copacabana. Un lugar simbólico, a la orilla del mar, que hacía pensar en la orilla del lago de Galilea. Sí, porque aún hoy en día el Señor repite: " “Vayan…" y agrega: "Yo estoy con ustedes, todos los días...". ¡Esto es fundamental! Solo con Cristo podemos llevar el Evangelio. Sin Él no podemos hacer nada --nos lo ha dicho él mismo (cf. Jn. 15,5) . Con él, sin embargo, unidos a él, podemos hacer mucho. Incluso un niño, una niña, que a los ojos del mundo cuenta poco o nada a los ojos de Dios es un apóstol del Reino, ¡es una esperanza para Dios!
A todos los jóvenes quisiera preguntarles en voz alta: pero no sé si hay gente joven hoy en la Plaza: ¿hay jóvenes en la Plaza? ¡Hay algunos! Me gustaría, a todos ustedes, preguntarles en voz alta:¿quieren ser una esperanza para Dios? [Jóvenes: “¡Si!”] ¿Quieren ser una esperanza para la Iglesia? [Jóvenes: “¡Si!”] Un corazón joven que acoge el amor de Cristo, se convierte en esperanza para otros. ¡Es una fuerza inmensa! Pero ustedes, chicos y chicas, todos los jóvenes, ¡ustedes tienen que transformarnos y transformarse en esperanza! Abrir las puertas a un nuevo mundo de esperanza. Esta es su tarea. ¿Quieren ser la esperanza para todos nosotros? [Jóvenes: "¡Sí!"]. Pensemos en lo que significa aquella multitud de jóvenes que han encontrado a Cristo resucitado en Río de Janeiro, y llevan su amor en la vida de cada día, lo viven, lo comunican. No terminan en los periódicos, porque no cometen actos violentos; no hacen escándalos, y por lo tanto no son noticia. Pero si permanecen unidos a Jesús, construyen su reino, construyen fraternidad, el compartir, obras de misericordia, son una fuerza poderosa para que el mundo sea más justo y más hermoso, ¡para transformarlo! Pido ahora a los niños y niñas que están aquí en la Plaza: ¿tienen el coraje de asumir este reto? [Jóvenes: "¡Sí!"] ¿Tienen el coraje, o no? No he escuchado bien… [Jóvenes: "¡Sí!"]. ¿Se animan a ser esta fuerza de amor y de misericordia que tiene el coraje de querer cambiar el mundo? [Jóvenes: "¡Sí!"].
Queridos amigos, la experiencia de la Jornada Mundial de la Juventud nos recuerda la verdadera gran noticia de la historia, la Buena Noticia, a pesar de que no aparece en los periódicos ni en la televisión: somos amados por Dios, que es nuestro Padre y que envió a su Hijo Jesús para hacerse cercano a cada uno de nosotros y salvarnos. Ha enviado a Jesús a salvarnos, a perdonarnos todo, porque Él siempre perdona: Él siempre perdona, porque es bueno y misericordioso. Recuérdenlo: acogida, fiesta y misión. Tres palabras: acogida, fiesta y misión. Que estas palabras no sean solo un recuerdo de lo que sucedió en Río, sino que sean el alma de nuestra vida y de la vida de nuestras comunidades. ¡Gracias!
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
Continuamos nuestro camino de las catequesis después de las vacaciones de agosto, y hoy quiero contarles acerca de mi viaje a Brasil, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud. Ha pasado más de un mes, pero creo que es importante volver sobre este evento, que a la distancia del tiempo permite captar mejor el sentido.
En primer lugar quiero dar gracias al Señor, porque es Él quien ha guiado todo con su Providencia. Para mí , que provengo de las Américas, ¡fue un bonito regalo! Y por esto agradezco también a Nuestra Señora de Aparecida, que acompañó todo este viaje: hice la peregrinación al gran santuario nacional del Brasil, y su venerada imagen estaba siempre presente en el escenario de la Jornada Mundial de la Juventud .
Yo estaba muy feliz por eso, porque Nuestra Señora de Aparecida es muy importante para la historia de la Iglesia en Brasil, pero también para toda la América Latina; en Aparecida los obispos latinoamericanos y del Caribe tuvieron una Asamblea General, con el papa Benedicto: una etapa muy importante del camino pastoral en esa parte del mundo, donde vive la mayor parte de la Iglesia Católica.
Aunque ya lo he hecho, quiero renovar el agradecimiento a todas las autoridades civiles y eclesiásticas, a los voluntarios, a la seguridad, a las comunidades parroquiales de Río de Janeiro y de otras ciudades del Brasil, donde los peregrinos fueron recibidos con gran fraternidad. De hecho, la recepción dada por las familias brasileñas y las parroquias fue una de las cosas más bellas de esta Jornada Mundial de la Juventud. Gente buena estos brasileños... ¡Buena gente! Tienen realmente un corazón muy grande.
La peregrinación siempre implica malestar, pero la acogida ayuda a superarlos y, de hecho, lo transforma en ocasión para el conocimiento y la amistad. Nacen lazos que luego se mantienen, sobre todo en la oración. También así crece la Iglesia en todo el mundo, como una red de verdadera amistad en Jesucristo, una red que a la vez que te toma, te libera. Por lo tanto, acogida: esta es la primera palabra que surge de la experiencia del viaje a Brasil. ¡Acogida!
Otra palabra resumen puede ser fiesta. La Jornada Mundial de la Juventud es siempre una fiesta, porque cuando una ciudad se llena de muchachos y muchachas que van por las calles con banderas de todo el mundo, saludándose, abrazándose, esto es una verdadera fiesta. Es una señal para todos, no solo para los creyentes. Y después está la celebración más grande que es la fiesta de la fe, cuando se alaba juntos al Señor, se canta, se escucha la Palabra de Dios, se permanece en una silenciosa adoración: todo esto es el culmen de la Jornada Mundial de la Juventud, es el verdadero propósito de esta gran peregrinación, y se vive de una manera particular en la gran Vigilia del sábado por la noche y en la Misa final. He aquí la gran fiesta, la fiesta de la fe y de la fraternidad, que se inicia en este mundo y no tendrá fin. ¡Pero esto solo es posible con el Señor! ¡Sin el amor de Dios no hay verdadera fiesta para el hombre!
Acogida, fiesta. Pero no puede faltar un tercer elemento: la misión. Esta Jornada Mundial de la Juventud se caracterizó por un tema misionero: "Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las naciones". Hemos escuchado la palabra de Jesús: ¡es la misión que Él le da a todos! Este es el mandato de Cristo resucitado a sus discípulos: ¡"Vayan", salgan de ustedes mismos, de cada cerrazón para llevar la luz y el amor del Evangelio a todos, hasta los extremos periféricos de la existencia! Y fue este mandato de Jesús lo que les he confiado a los jóvenes que llenaban completamente la playa de Copacabana. Un lugar simbólico, a la orilla del mar, que hacía pensar en la orilla del lago de Galilea. Sí, porque aún hoy en día el Señor repite: " “Vayan…" y agrega: "Yo estoy con ustedes, todos los días...". ¡Esto es fundamental! Solo con Cristo podemos llevar el Evangelio. Sin Él no podemos hacer nada --nos lo ha dicho él mismo (cf. Jn. 15,5) . Con él, sin embargo, unidos a él, podemos hacer mucho. Incluso un niño, una niña, que a los ojos del mundo cuenta poco o nada a los ojos de Dios es un apóstol del Reino, ¡es una esperanza para Dios!
A todos los jóvenes quisiera preguntarles en voz alta: pero no sé si hay gente joven hoy en la Plaza: ¿hay jóvenes en la Plaza? ¡Hay algunos! Me gustaría, a todos ustedes, preguntarles en voz alta:¿quieren ser una esperanza para Dios? [Jóvenes: “¡Si!”] ¿Quieren ser una esperanza para la Iglesia? [Jóvenes: “¡Si!”] Un corazón joven que acoge el amor de Cristo, se convierte en esperanza para otros. ¡Es una fuerza inmensa! Pero ustedes, chicos y chicas, todos los jóvenes, ¡ustedes tienen que transformarnos y transformarse en esperanza! Abrir las puertas a un nuevo mundo de esperanza. Esta es su tarea. ¿Quieren ser la esperanza para todos nosotros? [Jóvenes: "¡Sí!"]. Pensemos en lo que significa aquella multitud de jóvenes que han encontrado a Cristo resucitado en Río de Janeiro, y llevan su amor en la vida de cada día, lo viven, lo comunican. No terminan en los periódicos, porque no cometen actos violentos; no hacen escándalos, y por lo tanto no son noticia. Pero si permanecen unidos a Jesús, construyen su reino, construyen fraternidad, el compartir, obras de misericordia, son una fuerza poderosa para que el mundo sea más justo y más hermoso, ¡para transformarlo! Pido ahora a los niños y niñas que están aquí en la Plaza: ¿tienen el coraje de asumir este reto? [Jóvenes: "¡Sí!"] ¿Tienen el coraje, o no? No he escuchado bien… [Jóvenes: "¡Sí!"]. ¿Se animan a ser esta fuerza de amor y de misericordia que tiene el coraje de querer cambiar el mundo? [Jóvenes: "¡Sí!"].
Queridos amigos, la experiencia de la Jornada Mundial de la Juventud nos recuerda la verdadera gran noticia de la historia, la Buena Noticia, a pesar de que no aparece en los periódicos ni en la televisión: somos amados por Dios, que es nuestro Padre y que envió a su Hijo Jesús para hacerse cercano a cada uno de nosotros y salvarnos. Ha enviado a Jesús a salvarnos, a perdonarnos todo, porque Él siempre perdona: Él siempre perdona, porque es bueno y misericordioso. Recuérdenlo: acogida, fiesta y misión. Tres palabras: acogida, fiesta y misión. Que estas palabras no sean solo un recuerdo de lo que sucedió en Río, sino que sean el alma de nuestra vida y de la vida de nuestras comunidades. ¡Gracias!
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
Papa Francisco: "el amor de Dios tiene un nombre y un rostro: Jesucristo" Angelus 11 de agosto 2013
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El Evangelio de este domingo (Lc 12, 32-48) nos habla del deseo del encuentro definitivo con Cristo, un deseo que nos hace estar siempre preparados, con el espíritu despierto, porque esperamos este encuentro con todo el corazón, con todo nuestro ser. Esto es un aspecto fundamental de la vida. Hay un deseo que todos nosotros, sea explícito sea escondido, tenemos en el corazón. Todos nosotros tenemos este deseo en el corazón.
También esta enseñanza de Jesús es importante verla en el contexto concreto, existencial en la que Él la ha transmitido. En este caso, el evangelista Lucas nos muestra Jesús que está caminando con sus discípulos hacia Jerusalén, hacia su Pascua de muerte y resurrección, y en este camino les educa confiándoles lo que Él mismo lleva en el corazón, las actitudes profundas de su alma.
Entre estas actitudes están el desapego de los bienes terrenos, la confianza en la providencia del Padre y, también, la vigilancia interior, la espera activa del Reino de Dios. Para Jesús es la espera de la vuelta a la casa del Padre. Para nosotros es la espera de Cristo mismo, que vendrá a cogernos para llevarnos a la fiesta sin fin, como ya ha hecho con su Madre María Santísima, que la ha llevado al Cielo con Él.
Este Evangelio quiere decirnos que el cristiano es uno que lleva dentro de sí un deseo grande, un deseo profundo: el de encontrarse con su Señor junto a los hermanos, a los compañeros de camino. Y todo esto que Jesús nos dice, se resume en un famoso dicho de Jesús: "Dónde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón" (Lc 12, 34). El corazón que desea, todos nosotros tenemos un deseo. La pobre gente que no tiene deseos, deseo de ir hacia adelante, hacia el horizonte. Para nosotros cristianos este horizonte es el encuentro con Jesús, el encuentro precisamente con Él, que es nuestra vida, nuestra alegría, lo que nos hace felices. Yo os haría dos preguntas: la primera, todos vosotros, ¿tenéis un corazón deseoso, un corazón que desea? Pensad y responded en silencio en vuestro corazón. Tú, ¿tienes un corazón que desea o tienes un corazón cerrado, un corazón dormido, un corazón anestesiado por las cosas de la vida? El deseo, ir adelante al encuentro con Jesús. Y la segunda pregunta: ¿dónde está este tesoro, lo que tú deseas? Porqué Jesús nos ha dicho que donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón. Y yo pregunto: ¿dónde está tu tesoro? ¿cuál es para ti la realidad más importante más preciosa, la realidad que atrae a mi corazón como un imán? ¿qué atrae tu corazón? ¿puedo decir que es el amor de Dios? ¿que es el querer hacer bien a los demás? ¿de vivir por el Señor y nuestros hermanos? ¿puedo decir esto? Cada uno responde en su corazón.
Pero alguno puede decirme: Padre, pero yo trabajo, tengo familia, para mí la realidad más importante es sacar adelante mi familia, el trabajo. Cierto, es verdad, es importante ¿pero cuál es la fuerza que mantiene unida la familia? Es precisamente el amor, ¿y quién sembra el amor en nuestros corazones? Dios, el amor de Dios. Es precisamente el amor de Dios que da sentido a los pequeños compromisos cotidianos y también ayuda a afrontar las grandes pruebas. Esto es el verdadero tesoro del hombre. Ir adelante en la vida con amor, con ese amor que el Señor ha sembrado en el corazón, con el amor de Dios. Y esto es el verdadero tesoro. Pero, ¿el amor de Dios qué es? No es algo vago, un sentimiento genérico; el amor de Dios tiene un nombre y un rostro: Jesucristo. Jesús. El amor de Dios se manifiesta en Jesús. Porque nosotros no podemos amar el aire. Pero amamos el aire, amamos el todo, no, no se puede. Amamos personas y la persona a la que amamos es Jesús, el don del Padre entre nosotros. Y es un amor que da valor y belleza a todo lo demás. Un amor que da fuerza a la familia, al trabajo, al estudio, a la amistad, al arte, a toda actividad humana. Y da sentido también a las experiencias negativas, porque nos permite este amor de ir más allá de estas experiencias, de ir más allá, de no permanecer prisioneros del mal, sino que nos hace ir más allá, nos abre siempre a la esperanza. Así es, el amor de Dios y Jesús siempre se abre a la esperanza, ese horizonte de esperanza, al horizonte final de nuestro peregrinaje. Así también las fatigas y las caídas encuentran un sentido. También nuestros pecados encuentran un sentido en el amor de Dios, porque este amor de Dios en Jesucristo nos perdona siempre, nos ama tanto que nos perdona siempre.
Queridos hermanos, hoy en la Iglesia hacemos memoria de santa Clara de Asís, que sobre las huellas de Francisco dejó todo para consagrarse a Cristo en la pobreza. Santa Clara nos da un testimonio muy bonito de este Evangelio de hoy: que nos ayude ella, junto con la Virgen María, a vivirlo también nosotros, cada uno según su vocación.
[Rezo del Ángelus]
Queridos hermanos y hermanas, recordamos que el próximo jueves es la solemnidad de la Asunción de María. Pensamos en nuestra madre que ha llegado al Cielo con Jesús, y ese día hacemos fiesta a ella.
Quisiera dirigir un saludo a los musulmanes de mundo entero, nuestros hermanos, que hace poco han celebrado la conclusión del mes del Ramadán, dedicado de forma particular al ayuno, a la oración y a la limosna. Como he escrito en mi mensaje para esta ocasión, deseo que cristianos y musulmanes se comprometan para promover el respeto recíproco, especialmente a través de la educación de las nuevas generaciones.
Saludo con afecto a todos los romanos y los peregrinos presentes. También hoy tiene la alegría de saluda algunos grupos de jóvenes: en primer lugar a los venidos desde Chicago, en peregrinaje a Lourdes y Roma; y después a los jóvenes de Locate, de Predore y Tavernola Bergamasca, y los Scout de Vittoria. Os repito también a vosotros las palabras que han sido el tema del gran encuentro de Río: "Id y haced discípulos entre todas las naciones".
¡A todos vosotros, a todos, os deseo un feliz domingo y buen provecho! ¡Hasta luego!
Traducido del italiano por Rocío Lancho García
El Evangelio de este domingo (Lc 12, 32-48) nos habla del deseo del encuentro definitivo con Cristo, un deseo que nos hace estar siempre preparados, con el espíritu despierto, porque esperamos este encuentro con todo el corazón, con todo nuestro ser. Esto es un aspecto fundamental de la vida. Hay un deseo que todos nosotros, sea explícito sea escondido, tenemos en el corazón. Todos nosotros tenemos este deseo en el corazón.
También esta enseñanza de Jesús es importante verla en el contexto concreto, existencial en la que Él la ha transmitido. En este caso, el evangelista Lucas nos muestra Jesús que está caminando con sus discípulos hacia Jerusalén, hacia su Pascua de muerte y resurrección, y en este camino les educa confiándoles lo que Él mismo lleva en el corazón, las actitudes profundas de su alma.
Entre estas actitudes están el desapego de los bienes terrenos, la confianza en la providencia del Padre y, también, la vigilancia interior, la espera activa del Reino de Dios. Para Jesús es la espera de la vuelta a la casa del Padre. Para nosotros es la espera de Cristo mismo, que vendrá a cogernos para llevarnos a la fiesta sin fin, como ya ha hecho con su Madre María Santísima, que la ha llevado al Cielo con Él.
Este Evangelio quiere decirnos que el cristiano es uno que lleva dentro de sí un deseo grande, un deseo profundo: el de encontrarse con su Señor junto a los hermanos, a los compañeros de camino. Y todo esto que Jesús nos dice, se resume en un famoso dicho de Jesús: "Dónde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón" (Lc 12, 34). El corazón que desea, todos nosotros tenemos un deseo. La pobre gente que no tiene deseos, deseo de ir hacia adelante, hacia el horizonte. Para nosotros cristianos este horizonte es el encuentro con Jesús, el encuentro precisamente con Él, que es nuestra vida, nuestra alegría, lo que nos hace felices. Yo os haría dos preguntas: la primera, todos vosotros, ¿tenéis un corazón deseoso, un corazón que desea? Pensad y responded en silencio en vuestro corazón. Tú, ¿tienes un corazón que desea o tienes un corazón cerrado, un corazón dormido, un corazón anestesiado por las cosas de la vida? El deseo, ir adelante al encuentro con Jesús. Y la segunda pregunta: ¿dónde está este tesoro, lo que tú deseas? Porqué Jesús nos ha dicho que donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón. Y yo pregunto: ¿dónde está tu tesoro? ¿cuál es para ti la realidad más importante más preciosa, la realidad que atrae a mi corazón como un imán? ¿qué atrae tu corazón? ¿puedo decir que es el amor de Dios? ¿que es el querer hacer bien a los demás? ¿de vivir por el Señor y nuestros hermanos? ¿puedo decir esto? Cada uno responde en su corazón.
Pero alguno puede decirme: Padre, pero yo trabajo, tengo familia, para mí la realidad más importante es sacar adelante mi familia, el trabajo. Cierto, es verdad, es importante ¿pero cuál es la fuerza que mantiene unida la familia? Es precisamente el amor, ¿y quién sembra el amor en nuestros corazones? Dios, el amor de Dios. Es precisamente el amor de Dios que da sentido a los pequeños compromisos cotidianos y también ayuda a afrontar las grandes pruebas. Esto es el verdadero tesoro del hombre. Ir adelante en la vida con amor, con ese amor que el Señor ha sembrado en el corazón, con el amor de Dios. Y esto es el verdadero tesoro. Pero, ¿el amor de Dios qué es? No es algo vago, un sentimiento genérico; el amor de Dios tiene un nombre y un rostro: Jesucristo. Jesús. El amor de Dios se manifiesta en Jesús. Porque nosotros no podemos amar el aire. Pero amamos el aire, amamos el todo, no, no se puede. Amamos personas y la persona a la que amamos es Jesús, el don del Padre entre nosotros. Y es un amor que da valor y belleza a todo lo demás. Un amor que da fuerza a la familia, al trabajo, al estudio, a la amistad, al arte, a toda actividad humana. Y da sentido también a las experiencias negativas, porque nos permite este amor de ir más allá de estas experiencias, de ir más allá, de no permanecer prisioneros del mal, sino que nos hace ir más allá, nos abre siempre a la esperanza. Así es, el amor de Dios y Jesús siempre se abre a la esperanza, ese horizonte de esperanza, al horizonte final de nuestro peregrinaje. Así también las fatigas y las caídas encuentran un sentido. También nuestros pecados encuentran un sentido en el amor de Dios, porque este amor de Dios en Jesucristo nos perdona siempre, nos ama tanto que nos perdona siempre.
Queridos hermanos, hoy en la Iglesia hacemos memoria de santa Clara de Asís, que sobre las huellas de Francisco dejó todo para consagrarse a Cristo en la pobreza. Santa Clara nos da un testimonio muy bonito de este Evangelio de hoy: que nos ayude ella, junto con la Virgen María, a vivirlo también nosotros, cada uno según su vocación.
[Rezo del Ángelus]
Queridos hermanos y hermanas, recordamos que el próximo jueves es la solemnidad de la Asunción de María. Pensamos en nuestra madre que ha llegado al Cielo con Jesús, y ese día hacemos fiesta a ella.
Quisiera dirigir un saludo a los musulmanes de mundo entero, nuestros hermanos, que hace poco han celebrado la conclusión del mes del Ramadán, dedicado de forma particular al ayuno, a la oración y a la limosna. Como he escrito en mi mensaje para esta ocasión, deseo que cristianos y musulmanes se comprometan para promover el respeto recíproco, especialmente a través de la educación de las nuevas generaciones.
Saludo con afecto a todos los romanos y los peregrinos presentes. También hoy tiene la alegría de saluda algunos grupos de jóvenes: en primer lugar a los venidos desde Chicago, en peregrinaje a Lourdes y Roma; y después a los jóvenes de Locate, de Predore y Tavernola Bergamasca, y los Scout de Vittoria. Os repito también a vosotros las palabras que han sido el tema del gran encuentro de Río: "Id y haced discípulos entre todas las naciones".
¡A todos vosotros, a todos, os deseo un feliz domingo y buen provecho! ¡Hasta luego!
Traducido del italiano por Rocío Lancho García
Angelus 1 enero 2012
Queridos hermanos y hermanas:
¡Feliz año nuevo a todos! En este primer día del 2013 quiero hacer llegar a cada hombre y mujer del mundo la bendición de Dios. Lo hago con la antigua fórmula contenida en la Sagrada Escritura: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26).
Como la luz y el calor del sol, son una bendición para la tierra, así la luz de Dios lo es para la humanidad, cuando Él hace brillar sobre ella su rostro. Y esto sucedió con el nacimiento de Jesucristo. Dios ha hecho resplandecer para nosotros su rostro: al inicio en modo muy humilde, escondido –en Belén solamente María y José y algunos pastores fueron testigos de esta revelación-; pero poco a poco, como el sol que del alba llega al mediodía, la luz de Cristo ha crecido y se ha difundido en todas partes. Desde el breve tiempo de su vida terrena, Jesús de Nazaret hizo resplandecer el rostro de Dios sobre la Tierra Santa; y luego, mediante la Iglesia animada por su Espíritu, extendió a todas las gentes el Evangelio de la paz. « ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!"» (Lc 2,14). Este es el canto de los ángeles en Navidad, y es el canto de los cristianos bajo cada cielo; un canto que desde los corazones y los labios pasa mediante gestos concretos, en las acciones del amor que construyen diálogo, comprensión y reconciliación.
Por esto, ocho días después de Navidad, cuando la Iglesia, como la Virgen Madre María, muestra al mundo a Jesús recién nacido, Príncipe de la Paz, celebramos la Jornada Mundial de la Paz. Sí, aquel Niño, que es el Verbo de Dios hecho carne, vino para traer a los hombres una paz que el mundo no puede dar (cfr Jn 14,27). Su misión es la de romper el «muro de enemistad que los separaba» (cfr Ef 2,14). Y cuando a las orillas del lago de Galilea, Él proclama sus «Bienaventuranzas», entre estas está también «Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). ¿Quiénes son los que trabajan por la paz? Son todos aquellos que, día a día, buscan de vencer el mal con el bien, con la fuerza de la verdad, con las armas de la oración y del perdón, con el trabajo honesto y bien hecho, con la búsqueda científica al servicio de la vida, con las obras de misericordia corporal y espiritual. Los que trabajan por la paz son muchos, pero no hacen ruido. Como levadura en la masa, hacen crecer a la humanidad según el diseño de Dios.
En este primer Angelus del nuevo año, pedimos a María Santísima Madre de Dios, que nos bendiga, como la madre bendice a sus hijos que deben partir de viaje. Un nuevo año es como un viaje: que con la luz y la gracia de Dios, pueda ser un camino de paz para cada hombre y cada familia, para cada País y para el mundo entero.
Saludos en español
Saludo a los fieles de lengua española aquí presentes y a cuantos participan en el rezo del Ángelus a través de los medios de comunicación social. En esta solemnidad de Santa María, Madre de Dios, deseo hacer llegar mi cercanía espiritual y mi sincero afecto a todos los que, inspirados en la Palabra de Jesucristo, Luz de los pueblos, se esfuerzan por construir un mundo más justo y fraterno, cada vez más digno del hombre, y en el que no haya espacio para la guerra, las enemistades y las discordias. Encomiendo esta noble causa a las manos amorosas de la Virgen Santísima, Reina de la Paz. ¡Feliz año nuevo!
Traducción de P. Jáuregui - Radio Vaticano
¡Feliz año nuevo a todos! En este primer día del 2013 quiero hacer llegar a cada hombre y mujer del mundo la bendición de Dios. Lo hago con la antigua fórmula contenida en la Sagrada Escritura: «Que el Señor te bendiga y te proteja. Que el Señor haga brillar su rostro sobre ti y te muestre su gracia. Que el Señor te descubra su rostro y te conceda la paz» (Nm 6,24-26).
Como la luz y el calor del sol, son una bendición para la tierra, así la luz de Dios lo es para la humanidad, cuando Él hace brillar sobre ella su rostro. Y esto sucedió con el nacimiento de Jesucristo. Dios ha hecho resplandecer para nosotros su rostro: al inicio en modo muy humilde, escondido –en Belén solamente María y José y algunos pastores fueron testigos de esta revelación-; pero poco a poco, como el sol que del alba llega al mediodía, la luz de Cristo ha crecido y se ha difundido en todas partes. Desde el breve tiempo de su vida terrena, Jesús de Nazaret hizo resplandecer el rostro de Dios sobre la Tierra Santa; y luego, mediante la Iglesia animada por su Espíritu, extendió a todas las gentes el Evangelio de la paz. « ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra, paz a los hombres amados por él!"» (Lc 2,14). Este es el canto de los ángeles en Navidad, y es el canto de los cristianos bajo cada cielo; un canto que desde los corazones y los labios pasa mediante gestos concretos, en las acciones del amor que construyen diálogo, comprensión y reconciliación.
Por esto, ocho días después de Navidad, cuando la Iglesia, como la Virgen Madre María, muestra al mundo a Jesús recién nacido, Príncipe de la Paz, celebramos la Jornada Mundial de la Paz. Sí, aquel Niño, que es el Verbo de Dios hecho carne, vino para traer a los hombres una paz que el mundo no puede dar (cfr Jn 14,27). Su misión es la de romper el «muro de enemistad que los separaba» (cfr Ef 2,14). Y cuando a las orillas del lago de Galilea, Él proclama sus «Bienaventuranzas», entre estas está también «Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5,9). ¿Quiénes son los que trabajan por la paz? Son todos aquellos que, día a día, buscan de vencer el mal con el bien, con la fuerza de la verdad, con las armas de la oración y del perdón, con el trabajo honesto y bien hecho, con la búsqueda científica al servicio de la vida, con las obras de misericordia corporal y espiritual. Los que trabajan por la paz son muchos, pero no hacen ruido. Como levadura en la masa, hacen crecer a la humanidad según el diseño de Dios.
En este primer Angelus del nuevo año, pedimos a María Santísima Madre de Dios, que nos bendiga, como la madre bendice a sus hijos que deben partir de viaje. Un nuevo año es como un viaje: que con la luz y la gracia de Dios, pueda ser un camino de paz para cada hombre y cada familia, para cada País y para el mundo entero.
Saludos en español
Saludo a los fieles de lengua española aquí presentes y a cuantos participan en el rezo del Ángelus a través de los medios de comunicación social. En esta solemnidad de Santa María, Madre de Dios, deseo hacer llegar mi cercanía espiritual y mi sincero afecto a todos los que, inspirados en la Palabra de Jesucristo, Luz de los pueblos, se esfuerzan por construir un mundo más justo y fraterno, cada vez más digno del hombre, y en el que no haya espacio para la guerra, las enemistades y las discordias. Encomiendo esta noble causa a las manos amorosas de la Virgen Santísima, Reina de la Paz. ¡Feliz año nuevo!
Traducción de P. Jáuregui - Radio Vaticano
El Credo explicado por Benedicto XVI Audiencia 17 de octubre 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quisiera presentar el nuevo ciclo de catequesis, que se lleva a cabo durante todo el Año de la Fe que acaba de empezar y que interrumpe --por este período--, el ciclo dedicado a la escuela de oración. Con la Carta apostólica Porta Fidei elegí este Año especial, justamente para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo, único Salvador del mundo, reavive la alegría de caminar por la vía que nos ha mostrado, y testifique en modo concreto la fuerza transformante de la fe.
El aniversario de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II es una gran oportunidad para volver a Dios, para profundizar y vivir con mayor valentía la propia fe, para fortalecer la pertenencia a la Iglesia, "maestra en humanidad", y que, a través de la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos y las obras de caridad nos lleve a encontrar y conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma profundamente, revelándonos nuestra verdadera identidad como hijos de Dios. El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, dirigiéndolas, de día en día, hacia una mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor.
Tener fe en el Señor no es algo que interesa solamente a nuestra inteligencia, al área del conocimiento intelectual, sino que es un cambio que implica toda la vida, a nosotros mismos: sentimiento, corazón, intelecto, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe realmente cambia todo en nosotros y por nosotros, y se revela claramente nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el significado de la vida, la alegría de ser peregrinos hacia la Patria celeste.
Pero --nos preguntamos--, ¿la fe es verdaderamente una fuerza transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O solo es uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser aquello determinante que la implica por completo?
Con la catequesis de este Año de la Fe nos gustaría realizar un camino para fortalecer o reencontrar la alegría de la fe, entendiendo que ella no es algo ajeno, desconectada de la vida real, sino que es el alma. La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y entregándose a sí mismo en la cruz para salvarnos y reabrirnos las puertas del Cielo, indica de modo luminoso, que solo en el amor está la plenitud del hombre. Es necesario repetirlo con claridad, que mientras las transformaciones culturales de hoy muestran a menudo muchas formas de barbarie, que pasan bajo el signo de "conquistas de la civilización": la fe afirma que no existe una verdadera humanidad si no es en los lugares, en los gestos, dentro del plazo y en la forma en la que el hombre está animado por el amor que viene de Dios; que se expresa como un don, se manifiesta en relaciones llenas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado frente a los demás. Donde hay dominación, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde está la arrogancia del yo encerrado en sí mismo, el hombre termina empobrecido, desfigurado, degradado. La fe cristiana, activa en el amor y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida, más áun, la vuelve plenamente humana.
La fe es acoger este mensaje transformante en nuestra vida, es acoger la revelación de Dios, que nos hace saber quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus planes para nosotros. Es cierto que el misterio de Dios permanece siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de nuestros rituales y oraciones. Sin embargo, con la revelación Dios mismo se autocomunica, se relata, se vuelve accesible. Y nosotros somos capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros --a través de la obra del Espíritu Santo--, las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de ponerse en contacto con nosotros, de estar presente en nuestra historia, nos permite escucharlo y acogerlo. San Pablo lo expresa así con alegría y gratitud: "No cesamos de dar gracias a Dios porque, al recibir la palabra de Dios que les predicamos, la acogieron, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece activa en ustedes, los creyentes " (1 Ts. 2,13).
Dios se ha revelado con palabras y hechos a través de una larga historia de amistad con el hombre, que culmina en la Encarnación del Hijo de Dios y en su misterio de la Muerte y Resurrección. Dios no solo se ha revelado en la historia de un pueblo, no solo habló por medio de los profetas, sino que ha cruzado su Cielo para entrar en la tierra de los hombres como un hombre, para que pudiéramos encontrarle y escucharle. Y desde Jerusalén, el anuncio del Evangelio de la salvación se ha extendido hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida del costado de Cristo, se ha vuelto portadora de una sólida y nueva esperanza: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del mundo, que está sentado a la diestra del Padre y es el juez de vivos y muertos. Este es el kerigma, el anuncio central y rompedor de la fe. Pero desde el principio, surgió el problema de la "regla de la fe", es decir, de la fidelidad de los creyentes a la verdad del Evangelio en la cual permanecer con solidez, a la verdad salvífica sobre Dios y sobre el hombre, para preservarla y transmitirla. San Pablo escribe: "Serán salvados, si lo guardan [el evangelio] tal como se lo prediqué... Si no, ¡habrán creído en vano!" (1 Cor. 15,2).
Pero, ¿dónde encontramos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde encontramos la verdad que se nos ha transmitido fielmente y que es la luz para nuestra vida diaria? La respuesta es simple: en el Credo, en la Profesión de Fe o Símbolo de la Fe, nosotros nos remitimos al hecho original de la Persona y de la Historia de Jesús de Nazaret; se hace concreto lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de Corinto: "Porque yo les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día." (1 Cor. 15,3).
Incluso hoy tenemos necesidad de que el Credo sea mejor conocido, entendido y orado. Sobre todo, es importante que el Credo sea, por así decirlo, "reconocido". Conocer, en realidad, podría ser una operación tan solo intelectual, mientras "reconocer" significa la necesidad de descubrir la profunda conexión entre la verdad que profesamos en el Credo y nuestra vida cotidiana, para que estas verdades sean real y efectivamente --como siempre fueron--, luz para los pasos en nuestro vivir, y vida que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se engrana la vida moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su justificación.
No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de la Iglesia Católica, norma segura para la enseñanza de la fe y fuente fiable para una catequesis renovada, fuese configurado sobre el Credo. Se ha tratado de confirmar y proteger este núcleo central de las verdades de la fe, convirtiéndolo a un lenguaje más inteligible a los hombres de nuestro tiempo, a nosotros. Es un deber de la Iglesia transmitir la fe, comunicar el Evangelio, para que las verdades cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales, y los cristianos sean capaces de dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe. 3,14).
Hoy vivimos en una sociedad profundamente cambiada, incluso en comparación con el pasado reciente y en constante movimiento. Los procesos de la secularización y de una extendida mentalidad nihilista, en lo que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad general. Por lo tanto, la vida es vivida con frecuencia a la ligera, sin ideales claros y esperanzas sólidas, dentro de relaciones sociales y familiares líquidas, provisionales. Sobretodo las nuevas generaciones no están siendo educadas en la búsqueda de la verdad y del sentido profundo de la existencia que supere lo contingente, en pos de una estabilidad de los afectos, de la confianza. Por el contrario, el relativismo lleva a no tener puntos fijos; la sospecha y la volubilidad provocan rupturas en las relaciones humanas, a la vez que se vive con experimentos que duran poco, sin asumir una responsabilidad.
Si el individualismo y el relativismo parecen dominar el ánimo de muchos contemporáneos, no podemos decir que los creyentes sigan siendo totalmente inmunes a estos peligros con los que nos enfrentamos en la transmisión de la fe. La consulta promovida en todos los continentes, para la celebración del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, ha puesto de relieve algunos: una fe vivida de un modo pasivo y privado, la negación de la educación en la fe, la diferencia entre vida y fe.
El cristiano a menudo ni siquiera conoce el núcleo central de su propia fe católica, el Credo, dejando así espacio a un cierto sincretismo y relativismo religioso, sin claridad sobre las verdades a creer y la unicidad salvífica del cristianismo. No está muy lejos hoy el riesgo de construir, por así decirlo, una religión "hágalo usted mismo". Por el contrario, debemos volver a Dios, al Dios de Jesucristo, debemos redescubrir el mensaje del Evangelio, hacerlo entrar en modo más profundo en nuestras conciencias y en la vida cotidiana.
En las catequesis de este Año de la Fe quisiera ofrecer una ayuda para hacer este viaje, para retomar y profundizar las verdades centrales de la fe sobre Dios, sobre el hombre, sobre la Iglesia, sobre toda la realidad social y cósmica, meditando y reflexionando sobre las afirmaciones del Credo. Y quisiera dejar en evidencia que estos contenidos o verdades de la fe (fides quae) se conectan directamente a nuestras vidas; exigen una conversión de vida, dando paso a una nueva manera de creer en Dios (fides qua). Conocer a Dios, encontrarle, explorar los rasgos de su rostro ponen en juego nuestra vida, porque Él entra en la dinámica profunda del ser humano.
Que el camino que realizaremos este año nos haga crecer a todos en la fe y en el amor a Cristo, para que podamos aprender a vivir, en las decisiones y acciones diarias, la vida buena y hermosa del Evangelio. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
Hoy quisiera presentar el nuevo ciclo de catequesis, que se lleva a cabo durante todo el Año de la Fe que acaba de empezar y que interrumpe --por este período--, el ciclo dedicado a la escuela de oración. Con la Carta apostólica Porta Fidei elegí este Año especial, justamente para que la Iglesia renueve el entusiasmo de creer en Jesucristo, único Salvador del mundo, reavive la alegría de caminar por la vía que nos ha mostrado, y testifique en modo concreto la fuerza transformante de la fe.
El aniversario de los cincuenta años de la apertura del Concilio Vaticano II es una gran oportunidad para volver a Dios, para profundizar y vivir con mayor valentía la propia fe, para fortalecer la pertenencia a la Iglesia, "maestra en humanidad", y que, a través de la proclamación de la Palabra, la celebración de los sacramentos y las obras de caridad nos lleve a encontrar y conocer a Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Se trata del encuentro no con una idea o con un proyecto de vida, sino con una Persona viva que nos transforma profundamente, revelándonos nuestra verdadera identidad como hijos de Dios. El encuentro con Cristo renueva nuestras relaciones humanas, dirigiéndolas, de día en día, hacia una mayor solidaridad y fraternidad, en la lógica del amor.
Tener fe en el Señor no es algo que interesa solamente a nuestra inteligencia, al área del conocimiento intelectual, sino que es un cambio que implica toda la vida, a nosotros mismos: sentimiento, corazón, intelecto, voluntad, corporeidad, emociones, relaciones humanas. Con la fe realmente cambia todo en nosotros y por nosotros, y se revela claramente nuestro destino futuro, la verdad de nuestra vocación en la historia, el significado de la vida, la alegría de ser peregrinos hacia la Patria celeste.
Pero --nos preguntamos--, ¿la fe es verdaderamente una fuerza transformadora en nuestra vida, en mi vida? ¿O solo es uno de los elementos que forman parte de la existencia, sin ser aquello determinante que la implica por completo?
Con la catequesis de este Año de la Fe nos gustaría realizar un camino para fortalecer o reencontrar la alegría de la fe, entendiendo que ella no es algo ajeno, desconectada de la vida real, sino que es el alma. La fe en un Dios que es amor, y que se ha hecho cercano al hombre encarnándose y entregándose a sí mismo en la cruz para salvarnos y reabrirnos las puertas del Cielo, indica de modo luminoso, que solo en el amor está la plenitud del hombre. Es necesario repetirlo con claridad, que mientras las transformaciones culturales de hoy muestran a menudo muchas formas de barbarie, que pasan bajo el signo de "conquistas de la civilización": la fe afirma que no existe una verdadera humanidad si no es en los lugares, en los gestos, dentro del plazo y en la forma en la que el hombre está animado por el amor que viene de Dios; que se expresa como un don, se manifiesta en relaciones llenas de amor, de compasión, de atención y de servicio desinteresado frente a los demás. Donde hay dominación, posesión, explotación, mercantilización del otro para el propio egoísmo, donde está la arrogancia del yo encerrado en sí mismo, el hombre termina empobrecido, desfigurado, degradado. La fe cristiana, activa en el amor y fuerte en la esperanza, no limita, sino que humaniza la vida, más áun, la vuelve plenamente humana.
La fe es acoger este mensaje transformante en nuestra vida, es acoger la revelación de Dios, que nos hace saber quién es Él, cómo actúa, cuáles son sus planes para nosotros. Es cierto que el misterio de Dios permanece siempre más allá de nuestros conceptos y de nuestra razón, de nuestros rituales y oraciones. Sin embargo, con la revelación Dios mismo se autocomunica, se relata, se vuelve accesible. Y nosotros somos capaces de escuchar su Palabra y de recibir su verdad. He aquí la maravilla de la fe: Dios, en su amor, crea en nosotros --a través de la obra del Espíritu Santo--, las condiciones adecuadas para que podamos reconocer su Palabra. Dios mismo, en su voluntad de manifestarse, de ponerse en contacto con nosotros, de estar presente en nuestra historia, nos permite escucharlo y acogerlo. San Pablo lo expresa así con alegría y gratitud: "No cesamos de dar gracias a Dios porque, al recibir la palabra de Dios que les predicamos, la acogieron, no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como palabra de Dios, que permanece activa en ustedes, los creyentes " (1 Ts. 2,13).
Dios se ha revelado con palabras y hechos a través de una larga historia de amistad con el hombre, que culmina en la Encarnación del Hijo de Dios y en su misterio de la Muerte y Resurrección. Dios no solo se ha revelado en la historia de un pueblo, no solo habló por medio de los profetas, sino que ha cruzado su Cielo para entrar en la tierra de los hombres como un hombre, para que pudiéramos encontrarle y escucharle. Y desde Jerusalén, el anuncio del Evangelio de la salvación se ha extendido hasta los confines de la tierra. La Iglesia, nacida del costado de Cristo, se ha vuelto portadora de una sólida y nueva esperanza: Jesús de Nazaret, crucificado y resucitado, salvador del mundo, que está sentado a la diestra del Padre y es el juez de vivos y muertos. Este es el kerigma, el anuncio central y rompedor de la fe. Pero desde el principio, surgió el problema de la "regla de la fe", es decir, de la fidelidad de los creyentes a la verdad del Evangelio en la cual permanecer con solidez, a la verdad salvífica sobre Dios y sobre el hombre, para preservarla y transmitirla. San Pablo escribe: "Serán salvados, si lo guardan [el evangelio] tal como se lo prediqué... Si no, ¡habrán creído en vano!" (1 Cor. 15,2).
Pero, ¿dónde encontramos la fórmula esencial de la fe? ¿Dónde encontramos la verdad que se nos ha transmitido fielmente y que es la luz para nuestra vida diaria? La respuesta es simple: en el Credo, en la Profesión de Fe o Símbolo de la Fe, nosotros nos remitimos al hecho original de la Persona y de la Historia de Jesús de Nazaret; se hace concreto lo que el Apóstol de los gentiles decía a los cristianos de Corinto: "Porque yo les transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día." (1 Cor. 15,3).
Incluso hoy tenemos necesidad de que el Credo sea mejor conocido, entendido y orado. Sobre todo, es importante que el Credo sea, por así decirlo, "reconocido". Conocer, en realidad, podría ser una operación tan solo intelectual, mientras "reconocer" significa la necesidad de descubrir la profunda conexión entre la verdad que profesamos en el Credo y nuestra vida cotidiana, para que estas verdades sean real y efectivamente --como siempre fueron--, luz para los pasos en nuestro vivir, y vida que vence ciertos desiertos de la vida contemporánea. En el Credo se engrana la vida moral del cristiano, que en él encuentra su fundamento y su justificación.
No es casualidad que el beato Juan Pablo II quisiera que el Catecismo de la Iglesia Católica, norma segura para la enseñanza de la fe y fuente fiable para una catequesis renovada, fuese configurado sobre el Credo. Se ha tratado de confirmar y proteger este núcleo central de las verdades de la fe, convirtiéndolo a un lenguaje más inteligible a los hombres de nuestro tiempo, a nosotros. Es un deber de la Iglesia transmitir la fe, comunicar el Evangelio, para que las verdades cristianas sean luz en las nuevas transformaciones culturales, y los cristianos sean capaces de dar razón de su esperanza (cf. 1 Pe. 3,14).
Hoy vivimos en una sociedad profundamente cambiada, incluso en comparación con el pasado reciente y en constante movimiento. Los procesos de la secularización y de una extendida mentalidad nihilista, en lo que todo es relativo, han marcado fuertemente la mentalidad general. Por lo tanto, la vida es vivida con frecuencia a la ligera, sin ideales claros y esperanzas sólidas, dentro de relaciones sociales y familiares líquidas, provisionales. Sobretodo las nuevas generaciones no están siendo educadas en la búsqueda de la verdad y del sentido profundo de la existencia que supere lo contingente, en pos de una estabilidad de los afectos, de la confianza. Por el contrario, el relativismo lleva a no tener puntos fijos; la sospecha y la volubilidad provocan rupturas en las relaciones humanas, a la vez que se vive con experimentos que duran poco, sin asumir una responsabilidad.
Si el individualismo y el relativismo parecen dominar el ánimo de muchos contemporáneos, no podemos decir que los creyentes sigan siendo totalmente inmunes a estos peligros con los que nos enfrentamos en la transmisión de la fe. La consulta promovida en todos los continentes, para la celebración del Sínodo de los Obispos sobre la Nueva Evangelización, ha puesto de relieve algunos: una fe vivida de un modo pasivo y privado, la negación de la educación en la fe, la diferencia entre vida y fe.
El cristiano a menudo ni siquiera conoce el núcleo central de su propia fe católica, el Credo, dejando así espacio a un cierto sincretismo y relativismo religioso, sin claridad sobre las verdades a creer y la unicidad salvífica del cristianismo. No está muy lejos hoy el riesgo de construir, por así decirlo, una religión "hágalo usted mismo". Por el contrario, debemos volver a Dios, al Dios de Jesucristo, debemos redescubrir el mensaje del Evangelio, hacerlo entrar en modo más profundo en nuestras conciencias y en la vida cotidiana.
En las catequesis de este Año de la Fe quisiera ofrecer una ayuda para hacer este viaje, para retomar y profundizar las verdades centrales de la fe sobre Dios, sobre el hombre, sobre la Iglesia, sobre toda la realidad social y cósmica, meditando y reflexionando sobre las afirmaciones del Credo. Y quisiera dejar en evidencia que estos contenidos o verdades de la fe (fides quae) se conectan directamente a nuestras vidas; exigen una conversión de vida, dando paso a una nueva manera de creer en Dios (fides qua). Conocer a Dios, encontrarle, explorar los rasgos de su rostro ponen en juego nuestra vida, porque Él entra en la dinámica profunda del ser humano.
Que el camino que realizaremos este año nos haga crecer a todos en la fe y en el amor a Cristo, para que podamos aprender a vivir, en las decisiones y acciones diarias, la vida buena y hermosa del Evangelio. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
Jesus salva de la incomunicacion Angelus 9 de septiembre 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
En el corazón del Evangelio de hoy (Mc .7,31-37) hay una palabra corta, pero muy importante. Una palabra que --en su sentido profundo--, resume todo el mensaje y la obra de Cristo. El evangelista Marcos la presenta en la lengua de Jesús, en la que Jesús la pronunció, por lo que la sentimos más viva. Esta palabra es "effatá", que significa "ábrete". Veamos el contexto en el que es insertada.
Jesús estaba pasando por la región conocida como la "Decápolis", entre la costa de Tiro y de Sidón, y la Galilea; un área por lo tanto que no era judía. Le trajeron a un sordomudo, para que lo curase, -evidentemente, la fama de Jesús se había extendido hasta allá. Jesús lo llevó aparte, le tocó los oídos y la lengua, y luego, levantando los ojos al cielo, con un profundo suspiro dijo: "Effatá", que significa: "Ábrete". Y al instante el hombre empezó a oír y hablar con fluidez (cf. Mc. 7,35). Este es entonces el significado histórico, literal de esta palabra: aquel sordomudo, gracias a la intervención de Jesús, "se abrió"; antes estaba cerrado, aislado, para él era muy difícil comunicarse; la curación fue para él una "apertura" a los demás y al mundo, una apertura que, partiendo de los órganos de la audición y del habla, envuelve a la persona y a toda su vida: finalmente fue capaz de comunicarse y relacionarse de una manera nueva.
Pero todos sabemos que la cerrazón del hombre, su aislamiento, no solo depende de los órganos de los sentidos. Hay un cierre interior, que cubre el núcleo más profundo de la persona, eso que la Biblia llama el "corazón". Eso es lo que Jesús ha venido a "abrir", a liberar, para que podamos vivir plenamente la relación con Dios y con los demás. Por eso he dicho que esta pequeña palabra "effatá-ábrete", resume en sí misma toda la misión de Cristo. Él se hizo hombre para que el hombre, que se ha vuelto interiormente sordo y mudo por el pecado, fuese capaz de escuchar la voz de Dios, la voz del Amor que le habla a su corazón, y así se aprende a hablar a la vez, el lenguaje del amor, a comunicarse con Dios y con los demás. Por esta razón, la palabra y el gesto del "Effatá" han sido incluidas en el Rito del Bautismo, como uno de los signos que explican el significado: el sacerdote tocando la boca y las orejas del recién bautizado, dice: "Effatá", orando para que pronto pueda escuchar la Palabra de Dios y profesar la fe. Por el Bautismo, el hombre comienza, por así decirlo, a "respirar" el Espíritu Santo, a quien Jesús había invocado del Padre con esa respiración profunda, para curar al sordomudo.
Nos dirigimos ahora en oración a María Santísima, de quien ayer hemos celebrado la Natividad. Debido a su singular relación con el Verbo Encarnado, María está totalmente "abierta" al amor del Señor, su corazón está en constante escucha de su Palabra. Su intercesión maternal nos permita experimentar cada día, en la fe, el milagro del "Effatá", para vivir en comunión con Dios y con los hermanos.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
En el corazón del Evangelio de hoy (Mc .7,31-37) hay una palabra corta, pero muy importante. Una palabra que --en su sentido profundo--, resume todo el mensaje y la obra de Cristo. El evangelista Marcos la presenta en la lengua de Jesús, en la que Jesús la pronunció, por lo que la sentimos más viva. Esta palabra es "effatá", que significa "ábrete". Veamos el contexto en el que es insertada.
Jesús estaba pasando por la región conocida como la "Decápolis", entre la costa de Tiro y de Sidón, y la Galilea; un área por lo tanto que no era judía. Le trajeron a un sordomudo, para que lo curase, -evidentemente, la fama de Jesús se había extendido hasta allá. Jesús lo llevó aparte, le tocó los oídos y la lengua, y luego, levantando los ojos al cielo, con un profundo suspiro dijo: "Effatá", que significa: "Ábrete". Y al instante el hombre empezó a oír y hablar con fluidez (cf. Mc. 7,35). Este es entonces el significado histórico, literal de esta palabra: aquel sordomudo, gracias a la intervención de Jesús, "se abrió"; antes estaba cerrado, aislado, para él era muy difícil comunicarse; la curación fue para él una "apertura" a los demás y al mundo, una apertura que, partiendo de los órganos de la audición y del habla, envuelve a la persona y a toda su vida: finalmente fue capaz de comunicarse y relacionarse de una manera nueva.
Pero todos sabemos que la cerrazón del hombre, su aislamiento, no solo depende de los órganos de los sentidos. Hay un cierre interior, que cubre el núcleo más profundo de la persona, eso que la Biblia llama el "corazón". Eso es lo que Jesús ha venido a "abrir", a liberar, para que podamos vivir plenamente la relación con Dios y con los demás. Por eso he dicho que esta pequeña palabra "effatá-ábrete", resume en sí misma toda la misión de Cristo. Él se hizo hombre para que el hombre, que se ha vuelto interiormente sordo y mudo por el pecado, fuese capaz de escuchar la voz de Dios, la voz del Amor que le habla a su corazón, y así se aprende a hablar a la vez, el lenguaje del amor, a comunicarse con Dios y con los demás. Por esta razón, la palabra y el gesto del "Effatá" han sido incluidas en el Rito del Bautismo, como uno de los signos que explican el significado: el sacerdote tocando la boca y las orejas del recién bautizado, dice: "Effatá", orando para que pronto pueda escuchar la Palabra de Dios y profesar la fe. Por el Bautismo, el hombre comienza, por así decirlo, a "respirar" el Espíritu Santo, a quien Jesús había invocado del Padre con esa respiración profunda, para curar al sordomudo.
Nos dirigimos ahora en oración a María Santísima, de quien ayer hemos celebrado la Natividad. Debido a su singular relación con el Verbo Encarnado, María está totalmente "abierta" al amor del Señor, su corazón está en constante escucha de su Palabra. Su intercesión maternal nos permita experimentar cada día, en la fe, el milagro del "Effatá", para vivir en comunión con Dios y con los hermanos.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
La oración en la primera parte del Apocalipsis Audiencia 5 septiembre 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, después de las vacaciones, retomamos las audiencias en el Vaticano, continuando en esa "escuela de oración", que estoy viviendo junto a ustedes en estas Catequesis de los miércoles.
Hoy quisiera hablar de la oración en el libro del Apocalipsis, que, como ustedes saben, es el último del Nuevo Testamento. Es un libro difícil, pero que contiene una gran riqueza. Este nos pone en contacto con la oración viva y palpitante de la asamblea cristiana, reunida "en el día del Señor" (Ap. 1,10); es esta, en efecto, la traza de fondo en el que se mueve el texto.
Un lector presenta a la asamblea un mensaje confiado por el Señor al evangelista Juan. El lector y la asamblea son, por así decirlo, los dos protagonistas del desarrollo del libro; a ellos, desde el principio, se les dirige un saludo festivo: "Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía" (1,3). Mediante el diálogo constante entre ellos, surge una sinfonía de oración, que se desarrolla con una gran variedad de formas hasta la conclusión. Escuchando al lector que presenta el mensaje, escuchando y observando a la asamblea que responde, su oración tiende a ser nuestra.
La primera parte del Apocalipsis (1,4-3,22) tiene, en la actitud de la asamblea que ora, tres etapas sucesivas. La primera (1,4-8) consiste en un diálogo --único caso en el Nuevo Testamento--, que se lleva a cabo entre la asamblea apenas reunida y el lector, el cual le dirige un saludo de bendición: "Gracia y paz a ustedes" (1,4). El lector subraya el origen de este saludo: este deriva de la Trinidad, del Padre, del Espíritu Santo, de Jesucristo, que participan juntos en llevar adelante el proyecto creativo y de salvación para la humanidad. La asamblea escucha, y cuando siente nombrar a Jesucristo, es como una explosión de alegría y responde con entusiasmo, elevando la siguiente oración de alabanza: "Al que nos ama, y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén" (1,5b-6). La asamblea, rodeada por el amor de Cristo, se siente liberada de la esclavitud del pecado y se proclama "reino" de Jesucristo, que le pertenece por completo.
Reconoce la gran misión que por el bautismo se le ha confiado para llevar al mundo la presencia de Dios.
Y concluye su celebración de alabanza mirando de nuevo directamente a Jesús y, con creciente entusiasmo, le reconoce "la gloria y el poder" para salvar a la humanidad. El "amén" final, concluye el himno de alabanza a Cristo. Ya estos primeros cuatro versículos contienen una gran riqueza de indicios para nosotros; nos dicen que nuestra oración debe ser, ante todo, escucha de Dios que nos habla. Inundados de tantas palabras, no estamos acostumbrados a escuchar, sobre todo ponernos en la disposición del silencio interior y exterior para estar atentos a lo que Dios nos quiere decir. Estos versículos nos enseñan también que nuestra oración, a menudo solo de súplica, debe ser antetodo de alabanza a Dios por su amor, por el don de Jesucristo, que nos ha traído la fuerza, la esperanza y la salvación.
Una nueva intervención del lector señala a la asamblea, aferrada al amor de Cristo, el compromiso de captar su presencia en la propia vida. Dice: "Miren, viene acompañado de nubes; todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas" (1,7a). Después de ascender al cielo en una "nube", símbolo de la trascendencia (cf. Hch. 1,9), Jesucristo regresará así como subió a los cielos (cf. Hch. 1,11b). Entonces todos los pueblos lo reconocerán y, como exhorta san Juan en el cuarto evangelio, "Mirarán al que traspasaron" (19,37). Pensarán en sus pecados, causa de su crucifixión, y, como aquellos que lo habían visto directamente en el Calvario, "se golpearán el pecho" (cf. Lc. 23,48) pidiéndole perdón, para seguir en la vida y así preparar la plena comunión con Él, después de su regreso definitivo. La asamblea reflexiona sobre este mensaje y dice: "Sí. ¡Amén!"(Ap. 1,7 b). Expresa con su "sí", la acogida plena de lo que se le ha comunicado y pide que esto pueda convertirse en realidad. Es la oración de la asamblea, que medita sobre el amor de Dios manifiestado de modo supremo en la Cruz, y pide de vivir con coherencia como discípulos de Cristo.
Y esta es la respuesta de Dios: "Yo soy el Alfa y la Omega, Aquel que es, que era y que va a venir, el Todopoderoso" (1,8). Dios, que se revela como el principio y el final de la historia, acepta y toma en serio la petición de la asamblea. Él ha estado, está y estará presente y activo con su amor en los asuntos humanos, en el presente, en el futuro, así como en el pasado, hasta llegar a la meta final. Esta es la promesa de Dios. Y aquí nos encontramos con otro elemento importante: la oración constante despierta en nosotros un sentido de la presencia del Señor en nuestra vida y en la historia, y la suya es una presencia que nos sostiene, nos guía y nos da una gran esperanza, aún en medio de la oscuridad de ciertos acontecimientos humanos; además, cada oración, incluso aquella en la soledad más radical, nunca es un aislarse y nunca es estéril, sino que es el elemento vital para alimentar una vida cristiana cada vez más comprometida y coherente.
La segunda fase de la oración de la asamblea (1,9-22) profundiza aún más la relación con Jesucristo: el Señor aparece, habla, actúa, y la comunidad más cercana a él, escucha, reacciona y acoge. En el mensaje presentado por el lector, san Juan relata su experiencia personal de encuentro con Cristo: se encuentra en la isla de Patmos por causa de la "palabra de Dios y del testimonio de Jesús" (1,9), y es el "día del Señor" (1,10a), el domingo, en el que se celebra la Resurrección. Y san Juan está "tomado por el Espíritu" (1,10a). El Espíritu Santo lo llena y lo renueva, ampliando su capacidad de aceptar a Jesús, quien lo invita a escribir. La oración de la asamblea que escucha, poco a poco asume una actitud contemplativa, marcada por los verbos "ve", "mira": completa, es decir, lo que el lector le propone, internalizándolo y haciéndolo suyo.
Juan oyó "una gran voz, como de trompeta" (1,10b), la voz lo obliga a enviar un mensaje "a las siete Iglesias" (1,11) que se encuentran en Asia Menor y, por su intermedio, a todas las Iglesias de todos los tiempos, junto con sus Pastores. El término "voz… de trompeta", tomada del libro del Éxodo (cf. 20,18), recuerda la manifestación divina a Moisés en el Monte Sinaí e indica la voz de Dios que habla desde su cielo, desde su trascendencia. Aquí es atribuida a Jesucristo Resucitado, que de la gloria del Padre habla, con la voz de Dios, a la asamblea en oración. Dando la vuelta "para ver la voz" (1,12), Juan ve "siete candeleros de oro, y en medio de los candeleros, como a un Hijo de hombre" (1,12-13), término particularmente familiar para Juan, que le indica al mismo Jesús. Los candeleros de oro, con sus velas encendidas, indican la Iglesia de todos los tiempos en actitud de oración en la Liturgia: Jesús Resucitado, el "Hijo del hombre", está en medio de ella, y, revestido con las vestiduras del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, desarrolla la función sacerdotal de mediador ante el Padre. En el mensaje simbólico de Juan, sigue una manifestación luminosa de Cristo resucitado, con las características propias de Dios, que se producen en el Antiguo Testamento. Se habla de "... cabellos blancos, como la lana blanca, como la nieve" (1,14), símbolo de la eternidad de Dios (cf. Dn. 7,9) y de la Resurrección. Un segundo símbolo es el del fuego, que en el Antiguo Testamento se refiere a menudo a Dios para indicar dos propiedades. La primera es la intensidad celosa de su amor, que anima su pacto con el hombre (cf. Dt. 4,24).
Y es esta misma intensidad ardiente del amor, que se lee en los ojos de Jesús resucitado: "Sus ojos como llama de fuego" (Ap. 1,14a). El segundo es la capacidad incontenible de vencer el mal como un "fuego devorador" (Dt. 9,3). Así que incluso "los pies" de Jesús, en camino para enfrentar y destruir el mal, tienen el brillo del "metal precioso" (Ap. 1,15). La voz de Jesucristo, entonces, "como voz de grandes aguas" (1,15c), tiene el rugido impresionante "de la gloria del Dios de Israel", que se traslada a Jerusalén, mencionado por el profeta Ezequiel (cf. 43,2).
Siguen todavía otros tres elementos simbólicos que muestran lo que Jesús Resucitado está haciendo por su Iglesia: la mantiene firmemente en su mano derecha –una imagen muy importante: Jesús tiene a la Iglesia en la mano--, le habla con el poder penetrante de una espada afilada, y le muestra el esplendor de su divinidad: "Su rostro, como el sol cuando brilla con toda su fuerza" (Ap.1,16). Juan quedó tan impresionado por esta maravillosa experiencia del Resucitado, que se siente desfallecido y cae como muerto.
Después de esta experiencia de la revelación, el Apóstol tiene delante al Señor Jesús hablando con él, lo tranquiliza, le coloca una mano sobre la cabeza, le revela su identidad como el Crucificado Resucitado, y le encarga transmitir su mensaje a las Iglesias (Ap. 1,17-18). Una cosa hermosa de este Dios, ante el cual desfallece y cae como muerto. Es el amigo de la vida, y le pone su mano sobre la cabeza. Y así será también con nosotros: somos amigos de Jesús. Por tanto, la revelación del Dios Resucitado, del Cristo Resucitado, no será terrible, sino será el encuentro con el amigo. Incluso la asamblea vive con Juan un momento particular de luz delante del Señor, unido, sin embargo, a la experiencia del encuentro cotidiano con Jesús, experimentando la riqueza del contacto con el Señor, que llena cada espacio de la existencia.
En la tercera y última fase de la primera parte del Apocalipsis (Ap.2-3), el lector propone a la asamblea un mensaje séptuplo en el cual Jesús habla en primera persona. Dirigido a las siete Iglesias en Asia Menor situadas alrededor de Éfeso, el discurso de Jesús parte de la situación particular de cada Iglesia, para luego extenderse a las Iglesias de todos los tiempos. Jesús entra en el corazón de la situación de cada iglesia, haciendo énfasis en las luces y sombras, y dirigiéndoles un llamamiento urgente: "Arrepiéntanse" (2,5.16; 3,19c), "Mantén lo que tienes" (3,11), "vuelve a tu conducta primera" (2,5)," Sé pues ferviente y arrepiéntete" (3,19b) ... Esta palabra de Jesús, si es escuchada con fe, de inmediato comienza a ser efectiva: la Iglesia en oración, acogiendo la Palabra del Señor, se transforma.
Todas las iglesias deben ponerse en una escucha atenta al Señor, abriéndose al Espíritu como Jesús pide con insistencia repitiendo esta indicación siete veces: "El que tiene oídos, oiga lo que el Espíritu le dice a las Iglesias" (2,7.11.17.29;3,6.13.22). La asamblea escucha el mensaje recibiendo un estímulo para el arrepentimiento, la conversión, la perseverancia, el crecimiento en el amor, la orientación para el camino.
Queridos amigos, el Apocalipsis nos presenta una comunidad reunida en oración, porque es justamente en la oración donde experimentamos siempre en aumento, la presencia de Jesús con nosotros y en nosotros. Cuanto más y mejor oremos con constancia, con intensidad, tanto más nos asemejamos a Él, y Él realmente entra en nuestra vida y la guía, dándole alegría y paz. Y cuanto más conocemos, amamos y seguimos a Jesús, más sentimos la necesidad de permanecer en oración con Él, recibiendo serenidad, esperanza y fuerza en nuestra vida. Gracias por su atención.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
© Librería Editorial Vaticana
Hoy, después de las vacaciones, retomamos las audiencias en el Vaticano, continuando en esa "escuela de oración", que estoy viviendo junto a ustedes en estas Catequesis de los miércoles.
Hoy quisiera hablar de la oración en el libro del Apocalipsis, que, como ustedes saben, es el último del Nuevo Testamento. Es un libro difícil, pero que contiene una gran riqueza. Este nos pone en contacto con la oración viva y palpitante de la asamblea cristiana, reunida "en el día del Señor" (Ap. 1,10); es esta, en efecto, la traza de fondo en el que se mueve el texto.
Un lector presenta a la asamblea un mensaje confiado por el Señor al evangelista Juan. El lector y la asamblea son, por así decirlo, los dos protagonistas del desarrollo del libro; a ellos, desde el principio, se les dirige un saludo festivo: "Dichoso el que lea y los que escuchen las palabras de esta profecía" (1,3). Mediante el diálogo constante entre ellos, surge una sinfonía de oración, que se desarrolla con una gran variedad de formas hasta la conclusión. Escuchando al lector que presenta el mensaje, escuchando y observando a la asamblea que responde, su oración tiende a ser nuestra.
La primera parte del Apocalipsis (1,4-3,22) tiene, en la actitud de la asamblea que ora, tres etapas sucesivas. La primera (1,4-8) consiste en un diálogo --único caso en el Nuevo Testamento--, que se lleva a cabo entre la asamblea apenas reunida y el lector, el cual le dirige un saludo de bendición: "Gracia y paz a ustedes" (1,4). El lector subraya el origen de este saludo: este deriva de la Trinidad, del Padre, del Espíritu Santo, de Jesucristo, que participan juntos en llevar adelante el proyecto creativo y de salvación para la humanidad. La asamblea escucha, y cuando siente nombrar a Jesucristo, es como una explosión de alegría y responde con entusiasmo, elevando la siguiente oración de alabanza: "Al que nos ama, y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un Reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén" (1,5b-6). La asamblea, rodeada por el amor de Cristo, se siente liberada de la esclavitud del pecado y se proclama "reino" de Jesucristo, que le pertenece por completo.
Reconoce la gran misión que por el bautismo se le ha confiado para llevar al mundo la presencia de Dios.
Y concluye su celebración de alabanza mirando de nuevo directamente a Jesús y, con creciente entusiasmo, le reconoce "la gloria y el poder" para salvar a la humanidad. El "amén" final, concluye el himno de alabanza a Cristo. Ya estos primeros cuatro versículos contienen una gran riqueza de indicios para nosotros; nos dicen que nuestra oración debe ser, ante todo, escucha de Dios que nos habla. Inundados de tantas palabras, no estamos acostumbrados a escuchar, sobre todo ponernos en la disposición del silencio interior y exterior para estar atentos a lo que Dios nos quiere decir. Estos versículos nos enseñan también que nuestra oración, a menudo solo de súplica, debe ser antetodo de alabanza a Dios por su amor, por el don de Jesucristo, que nos ha traído la fuerza, la esperanza y la salvación.
Una nueva intervención del lector señala a la asamblea, aferrada al amor de Cristo, el compromiso de captar su presencia en la propia vida. Dice: "Miren, viene acompañado de nubes; todo ojo le verá, hasta los que le traspasaron, y por él harán duelo todas las razas" (1,7a). Después de ascender al cielo en una "nube", símbolo de la trascendencia (cf. Hch. 1,9), Jesucristo regresará así como subió a los cielos (cf. Hch. 1,11b). Entonces todos los pueblos lo reconocerán y, como exhorta san Juan en el cuarto evangelio, "Mirarán al que traspasaron" (19,37). Pensarán en sus pecados, causa de su crucifixión, y, como aquellos que lo habían visto directamente en el Calvario, "se golpearán el pecho" (cf. Lc. 23,48) pidiéndole perdón, para seguir en la vida y así preparar la plena comunión con Él, después de su regreso definitivo. La asamblea reflexiona sobre este mensaje y dice: "Sí. ¡Amén!"(Ap. 1,7 b). Expresa con su "sí", la acogida plena de lo que se le ha comunicado y pide que esto pueda convertirse en realidad. Es la oración de la asamblea, que medita sobre el amor de Dios manifiestado de modo supremo en la Cruz, y pide de vivir con coherencia como discípulos de Cristo.
Y esta es la respuesta de Dios: "Yo soy el Alfa y la Omega, Aquel que es, que era y que va a venir, el Todopoderoso" (1,8). Dios, que se revela como el principio y el final de la historia, acepta y toma en serio la petición de la asamblea. Él ha estado, está y estará presente y activo con su amor en los asuntos humanos, en el presente, en el futuro, así como en el pasado, hasta llegar a la meta final. Esta es la promesa de Dios. Y aquí nos encontramos con otro elemento importante: la oración constante despierta en nosotros un sentido de la presencia del Señor en nuestra vida y en la historia, y la suya es una presencia que nos sostiene, nos guía y nos da una gran esperanza, aún en medio de la oscuridad de ciertos acontecimientos humanos; además, cada oración, incluso aquella en la soledad más radical, nunca es un aislarse y nunca es estéril, sino que es el elemento vital para alimentar una vida cristiana cada vez más comprometida y coherente.
La segunda fase de la oración de la asamblea (1,9-22) profundiza aún más la relación con Jesucristo: el Señor aparece, habla, actúa, y la comunidad más cercana a él, escucha, reacciona y acoge. En el mensaje presentado por el lector, san Juan relata su experiencia personal de encuentro con Cristo: se encuentra en la isla de Patmos por causa de la "palabra de Dios y del testimonio de Jesús" (1,9), y es el "día del Señor" (1,10a), el domingo, en el que se celebra la Resurrección. Y san Juan está "tomado por el Espíritu" (1,10a). El Espíritu Santo lo llena y lo renueva, ampliando su capacidad de aceptar a Jesús, quien lo invita a escribir. La oración de la asamblea que escucha, poco a poco asume una actitud contemplativa, marcada por los verbos "ve", "mira": completa, es decir, lo que el lector le propone, internalizándolo y haciéndolo suyo.
Juan oyó "una gran voz, como de trompeta" (1,10b), la voz lo obliga a enviar un mensaje "a las siete Iglesias" (1,11) que se encuentran en Asia Menor y, por su intermedio, a todas las Iglesias de todos los tiempos, junto con sus Pastores. El término "voz… de trompeta", tomada del libro del Éxodo (cf. 20,18), recuerda la manifestación divina a Moisés en el Monte Sinaí e indica la voz de Dios que habla desde su cielo, desde su trascendencia. Aquí es atribuida a Jesucristo Resucitado, que de la gloria del Padre habla, con la voz de Dios, a la asamblea en oración. Dando la vuelta "para ver la voz" (1,12), Juan ve "siete candeleros de oro, y en medio de los candeleros, como a un Hijo de hombre" (1,12-13), término particularmente familiar para Juan, que le indica al mismo Jesús. Los candeleros de oro, con sus velas encendidas, indican la Iglesia de todos los tiempos en actitud de oración en la Liturgia: Jesús Resucitado, el "Hijo del hombre", está en medio de ella, y, revestido con las vestiduras del sumo sacerdote del Antiguo Testamento, desarrolla la función sacerdotal de mediador ante el Padre. En el mensaje simbólico de Juan, sigue una manifestación luminosa de Cristo resucitado, con las características propias de Dios, que se producen en el Antiguo Testamento. Se habla de "... cabellos blancos, como la lana blanca, como la nieve" (1,14), símbolo de la eternidad de Dios (cf. Dn. 7,9) y de la Resurrección. Un segundo símbolo es el del fuego, que en el Antiguo Testamento se refiere a menudo a Dios para indicar dos propiedades. La primera es la intensidad celosa de su amor, que anima su pacto con el hombre (cf. Dt. 4,24).
Y es esta misma intensidad ardiente del amor, que se lee en los ojos de Jesús resucitado: "Sus ojos como llama de fuego" (Ap. 1,14a). El segundo es la capacidad incontenible de vencer el mal como un "fuego devorador" (Dt. 9,3). Así que incluso "los pies" de Jesús, en camino para enfrentar y destruir el mal, tienen el brillo del "metal precioso" (Ap. 1,15). La voz de Jesucristo, entonces, "como voz de grandes aguas" (1,15c), tiene el rugido impresionante "de la gloria del Dios de Israel", que se traslada a Jerusalén, mencionado por el profeta Ezequiel (cf. 43,2).
Siguen todavía otros tres elementos simbólicos que muestran lo que Jesús Resucitado está haciendo por su Iglesia: la mantiene firmemente en su mano derecha –una imagen muy importante: Jesús tiene a la Iglesia en la mano--, le habla con el poder penetrante de una espada afilada, y le muestra el esplendor de su divinidad: "Su rostro, como el sol cuando brilla con toda su fuerza" (Ap.1,16). Juan quedó tan impresionado por esta maravillosa experiencia del Resucitado, que se siente desfallecido y cae como muerto.
Después de esta experiencia de la revelación, el Apóstol tiene delante al Señor Jesús hablando con él, lo tranquiliza, le coloca una mano sobre la cabeza, le revela su identidad como el Crucificado Resucitado, y le encarga transmitir su mensaje a las Iglesias (Ap. 1,17-18). Una cosa hermosa de este Dios, ante el cual desfallece y cae como muerto. Es el amigo de la vida, y le pone su mano sobre la cabeza. Y así será también con nosotros: somos amigos de Jesús. Por tanto, la revelación del Dios Resucitado, del Cristo Resucitado, no será terrible, sino será el encuentro con el amigo. Incluso la asamblea vive con Juan un momento particular de luz delante del Señor, unido, sin embargo, a la experiencia del encuentro cotidiano con Jesús, experimentando la riqueza del contacto con el Señor, que llena cada espacio de la existencia.
En la tercera y última fase de la primera parte del Apocalipsis (Ap.2-3), el lector propone a la asamblea un mensaje séptuplo en el cual Jesús habla en primera persona. Dirigido a las siete Iglesias en Asia Menor situadas alrededor de Éfeso, el discurso de Jesús parte de la situación particular de cada Iglesia, para luego extenderse a las Iglesias de todos los tiempos. Jesús entra en el corazón de la situación de cada iglesia, haciendo énfasis en las luces y sombras, y dirigiéndoles un llamamiento urgente: "Arrepiéntanse" (2,5.16; 3,19c), "Mantén lo que tienes" (3,11), "vuelve a tu conducta primera" (2,5)," Sé pues ferviente y arrepiéntete" (3,19b) ... Esta palabra de Jesús, si es escuchada con fe, de inmediato comienza a ser efectiva: la Iglesia en oración, acogiendo la Palabra del Señor, se transforma.
Todas las iglesias deben ponerse en una escucha atenta al Señor, abriéndose al Espíritu como Jesús pide con insistencia repitiendo esta indicación siete veces: "El que tiene oídos, oiga lo que el Espíritu le dice a las Iglesias" (2,7.11.17.29;3,6.13.22). La asamblea escucha el mensaje recibiendo un estímulo para el arrepentimiento, la conversión, la perseverancia, el crecimiento en el amor, la orientación para el camino.
Queridos amigos, el Apocalipsis nos presenta una comunidad reunida en oración, porque es justamente en la oración donde experimentamos siempre en aumento, la presencia de Jesús con nosotros y en nosotros. Cuanto más y mejor oremos con constancia, con intensidad, tanto más nos asemejamos a Él, y Él realmente entra en nuestra vida y la guía, dándole alegría y paz. Y cuanto más conocemos, amamos y seguimos a Jesús, más sentimos la necesidad de permanecer en oración con Él, recibiendo serenidad, esperanza y fuerza en nuestra vida. Gracias por su atención.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
© Librería Editorial Vaticana
Angelus domingo 29 de julio 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo hemos iniciado la lectura del capítulo 6 del Evangelio de Juan. El capítulo se abre con la escena de la multiplicación de los panes, que después Jesús comenta en la sinagoga de Cafarnaúm, indicando a sí mismo como el "pan" que da la vida. Las acciones de Jesús son paralelas a las de la Última Cena: "Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados", como lo dice el Evangelio (Jn. 6,11). La insistencia en el tema del "pan", que es compartido, y sobre el dar gracias (v.11 eucharistesasen griego), recuerdan la Eucaristía, el sacrificio de Cristo para la salvación del mundo.
El evangelista señala que la Pascua, la fiesta, estaba cerca (cf. v. 4). La mirada se dirige hacia la Cruz, el don del amor y hacia la Eucaristía, la perpetuación de este don: Cristo se hace pan de vida para los hombres. San Agustín lo comenta así: "¿Quién, sino Cristo es el pan del cielo? Pero para que el hombre pueda comer el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles se hizo hombre. Si esto no se hubiera realizado, no tendríamos su cuerpo; al no tener su propio cuerpo, no comeríamos el pan del altar" (Sermón 130,2). La Eucaristía es el mayor y más permanente encuentro del hombre con Dios, en el cual el Señor se hace nuestro alimento, se da a sí mismo para transformarnos en él mismo.
En la escena de la multiplicación, se describe también la presencia de un niño que, ante la dificultad de alimentar a tantas personas, ofrece compartir lo poco que tenía: cinco panes y dos peces (cf. Jn. 6,8). El milagro no se produce de la nada, sino de un modesto compartir inicial de lo que un muchacho sencillo tenía con él. Jesús no nos pide lo que no tenemos, sino nos hace ver que si cada uno ofrece lo poco que tiene, puede lograrse una y otra vez el milagro: Dios es capaz de multiplicar nuestro pequeño gesto de amor y hacernos partícipes de su don. La multitud fue sorprendida por el prodigio: ve en Jesús al nuevo Moisés, digno de poder, y en el nuevo maná, el futuro asegurado; pero se detienen en el elemento material, en lo que habían comido, y el Señor, "a sabiendas de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo" (Jn. 6,15). Jesús no es un rey terrenal, que ejerce su dominio, sino un rey que sirve, que se acerca hasta el hombre para satisfacer no solo el hambre material, sino sobre todo un hambre más profundo, el hambre de orientación, de sentido, de verdad, el hambre de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que nos ayude a redescubrir la importancia de alimentarnos no solo de pan, sino de verdad, de amor, de Cristo, del cuerpo de Cristo, participando fielmente y con gran conciencia de la Eucaristía, para estar cada vez más íntimamente unidos a Él. En efecto, no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; «nos atrae hacia sí» (Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis, 70). Al mismo tiempo, oremos para que nunca le falte a nadie el pan necesario para una vida digna, y que se terminen las desigualdades no con las armas de la violencia, sino con el compartir y el amor.
Nos confiamos a la Virgen María, a la vez que invocamos sobre nosotros y nuestros seres queridos, su maternal intercesión.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
© Librería Editorial Vaticana
Este domingo hemos iniciado la lectura del capítulo 6 del Evangelio de Juan. El capítulo se abre con la escena de la multiplicación de los panes, que después Jesús comenta en la sinagoga de Cafarnaúm, indicando a sí mismo como el "pan" que da la vida. Las acciones de Jesús son paralelas a las de la Última Cena: "Tomó entonces Jesús los panes y, después de dar gracias, los repartió entre los que estaban recostados", como lo dice el Evangelio (Jn. 6,11). La insistencia en el tema del "pan", que es compartido, y sobre el dar gracias (v.11 eucharistesasen griego), recuerdan la Eucaristía, el sacrificio de Cristo para la salvación del mundo.
El evangelista señala que la Pascua, la fiesta, estaba cerca (cf. v. 4). La mirada se dirige hacia la Cruz, el don del amor y hacia la Eucaristía, la perpetuación de este don: Cristo se hace pan de vida para los hombres. San Agustín lo comenta así: "¿Quién, sino Cristo es el pan del cielo? Pero para que el hombre pueda comer el pan de los ángeles, el Señor de los ángeles se hizo hombre. Si esto no se hubiera realizado, no tendríamos su cuerpo; al no tener su propio cuerpo, no comeríamos el pan del altar" (Sermón 130,2). La Eucaristía es el mayor y más permanente encuentro del hombre con Dios, en el cual el Señor se hace nuestro alimento, se da a sí mismo para transformarnos en él mismo.
En la escena de la multiplicación, se describe también la presencia de un niño que, ante la dificultad de alimentar a tantas personas, ofrece compartir lo poco que tenía: cinco panes y dos peces (cf. Jn. 6,8). El milagro no se produce de la nada, sino de un modesto compartir inicial de lo que un muchacho sencillo tenía con él. Jesús no nos pide lo que no tenemos, sino nos hace ver que si cada uno ofrece lo poco que tiene, puede lograrse una y otra vez el milagro: Dios es capaz de multiplicar nuestro pequeño gesto de amor y hacernos partícipes de su don. La multitud fue sorprendida por el prodigio: ve en Jesús al nuevo Moisés, digno de poder, y en el nuevo maná, el futuro asegurado; pero se detienen en el elemento material, en lo que habían comido, y el Señor, "a sabiendas de que intentaban venir a tomarle por la fuerza para hacerle rey, huyó de nuevo al monte él solo" (Jn. 6,15). Jesús no es un rey terrenal, que ejerce su dominio, sino un rey que sirve, que se acerca hasta el hombre para satisfacer no solo el hambre material, sino sobre todo un hambre más profundo, el hambre de orientación, de sentido, de verdad, el hambre de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, pidamos al Señor que nos ayude a redescubrir la importancia de alimentarnos no solo de pan, sino de verdad, de amor, de Cristo, del cuerpo de Cristo, participando fielmente y con gran conciencia de la Eucaristía, para estar cada vez más íntimamente unidos a Él. En efecto, no es el alimento eucarístico el que se transforma en nosotros, sino que somos nosotros los que gracias a él acabamos por ser cambiados misteriosamente. Cristo nos alimenta uniéndonos a él; «nos atrae hacia sí» (Exhortación Apostólica Sacramentum caritatis, 70). Al mismo tiempo, oremos para que nunca le falte a nadie el pan necesario para una vida digna, y que se terminen las desigualdades no con las armas de la violencia, sino con el compartir y el amor.
Nos confiamos a la Virgen María, a la vez que invocamos sobre nosotros y nuestros seres queridos, su maternal intercesión.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
© Librería Editorial Vaticana
'No hay futuro en la humanidad sin la familia' Audiencia 6 de junio 2012
Queridos hermanos y hermanas:
"La Familia, el trabajo y la fiesta": este fue el tema del VII Encuentro Mundial de las Familias, que se celebró recientemente en Milán. Todavía conservo en los ojos y en el corazón, las imágenes y las emociones de este inolvidable y maravilloso evento, que ha transformado a Milán en una ciudad de las familias: familias de todo el mundo, unidas por la alegría de creer en Jesucristo. Estoy profundamente agradecido a Dios por haberme permitido vivir esta cita "con" las familias y "para" la familia. En cuantos me han escuchado en los últimos días, he encontrado una sincera disponibilidad a acoger y testimoniar el "Evangelio de la familia". Sí, porque no hay futuro en la humanidad sin la familia; especialmente los jóvenes, para aprender los valores que dan sentido a la existencia, tienen necesidad de nacer y crecer en esa comunidad de vida y amor que Dios ha querido para el hombre y la mujer.
El encuentro con las numerosas familias provenientes de los diferentes continentes, me ha dado la feliz oportunidad de visitar por primera vez como Sucesor de Pedro, la archidiócesis de Milán. Me acogieron con gran cordialidad --por lo cual estoy profundamente agradecido--, el cardenal Angelo Scola, los presbíteros y todos los fieles, así como el alcalde y las demás autoridades. He podido experimentar así tan de cerca, la fe de la población ambrosiana, rica en historia, cultura, humanidad y de ejercicio de la caridad.
En la Plaza del Duomo, símbolo y corazón de la ciudad, se tuvo el primer evento de esta intensa visita pastoral de tres días. No puedo olvidar ese abrazo tan cálido de la multitud de milaneses, y de los participantes en el VII Encuentro Mundial de las Familias, que me han acompañado también a través de todo el recorrido de mi visita, con calles llenas de personas. Una vastedad de familias en fiesta, que con sentimientos de profunda participación se han unido al pensamiento afectuoso y solidario que dirigí a quienes tienen necesidad de ayuda y de consuelo, y que son afectados por varias preocupaciones, especialmente a las familias más afectadas por la crisis económica, así como a las queridas poblaciones del terremoto. En este primer encuentro con la ciudad, he querido sobretodo hablar al corazón de los fieles ambrosianos, exhortándolos a vivir la fe en su propia experiencia privada y pública, a fin de favorecer un auténtico “bienestar”, a partir de la familia, que se le redescubre como principal patrimonio de la humanidad. Desde lo alto del Duomo (Catedral de Milán ndr), la estatua de la Virgen con los brazos abiertos parecía acoger con ternura maternal a todas las familias de Milán y del mundo entero.
Milán me ha reservado también un singular y noble saludo en uno de los lugares más sugestivos y significativos de la ciudad, como es el Teatro alla Scala, donde se escribieron páginas importantes en la historia del país, bajo el impulso de grandes valores espirituales e ideales. En este templo de la música, las notas de la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven han dado voz a esa instancia de universalidad y de fraternidad, que la Iglesia continúa presentando incansablemente, con el anuncio del Evangelio. Y justamente, fue un contraste entre este ideal y los dramas de la historia, y la exigencia de un Dios cercano que comparta nuestros sufrimientos, con que hice referencia al final del concierto, dedicándolo a tantos hermanos y hermanas probados por el terremoto. Hice hincapié de que en Jesús de Nazaret, Dios se vuelve cercano y carga con nosotros nuestro sufrimiento. Al final de ese intenso momento artístico y espiritual, he querido referirme a la familia del tercer milenio, recordando que es en familia donde se experimenta por primera vez cómo la persona humana no ha sido creada para vivir encerrada en sí misma, sino en relación con los demás; y es en la familia que se empieza a encender en el corazón la luz de la paz para iluminar nuestro mundo.
Al día siguiente en el Duomo, rebosante de sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas, en presencia de numerosos cardenales y obispos que llegaron a Milán de diversos países del mundo, he celebrado la Hora Tercia según la liturgia ambrosiana. Allí he querido subrayar el valor del celibato y de la virginidad consagrada, tan querida por el gran san Ambrosio. El celibato y la virginidad en la Iglesia son un signo luminoso del amor a Dios y a los hermanos, que parte de una relación cada vez más íntima con Cristo, que se expresa en la oración y en el don total de sí mismo.
Un momento lleno de gran emoción fue luego la cita en el estadio "Meazza", donde experimenté el abrazo de una multitud gozosa de adolescentes que este año han recibido o están a punto de recibir el sacramento de la Confirmación. La cuidadosa preparación del evento, con textos significativos y oraciones, así como coreografías, hicieron aún más estimulante el encuentro. A los muchachos ambrosianos les dirigí un llamado a dar un “sí” libre y consciente al Evangelio de Jesús, acogiendo el don del Espíritu Santo, que les permita como cristianos vivir el Evangelio y a ser miembros activos de la comunidad. Los animé a comprometerse, en particular en el estudio y en el servicio generoso al prójimo.
El encuentro con los representantes de las autoridades institucionales, de los empresarios y de los trabajadores, del mundo de la cultura y de la educación de la sociedad milanese y lombarda, me permitió relevar la importancia de que la legislación y las obras de las instituciones del Estado estén al servicio y protejan a la persona en todos sus aspectos, empezando por el derecho a la vida, de la cual no se puede jamás consentir su eliminación deliberada, así como el reconocimiento de la identidad misma de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer.
Después de esta última cita dedicada a la realidad diocesana y ciudadana, me dirigí la extensa área del Parque Norte, en el territorio de Bresso, donde he participado de la estimulante Fiesta de los Testimonios, que llevaba el título "Un mundo, familia, amor". Aquí he tenido el placer de encontrar a millones de personas, un arco iris de familias italianas y de todo el mundo, ya reunidos desde la primera tarde en un ambiente festivo y de genuina calidez familiar. Respondiendo a las preguntas de algunas familias, surgidas de sus vidas y de sus experiencias, he querido dar una señal del diálogo abierto que existe entre las familias y la Iglesia, entre el mundo y la Iglesia. Me quedé muy impresionado por los testimonios conmovedores de los cónyuges y de los hijos de diferentes continentes, sobre cuestiones candentes de nuestro tiempo: la crisis económica, la dificultad de conciliar los tiempos de trabajo con los de la familia, la proliferación de las separaciones y divorcios, así como las preguntas existenciales que afectan a adultos, niños y jóvenes. Aquí quisiera recordar lo que dije en defensa del tiempo para la familia, amenazada por una especie de "acoso" de los compromisos de trabajo: el domingo es el día del Señor y del hombre, un día en que todo el mundo debería estar libre, libre para la familia y libre para Dios. ¡Defendiendo el domingo, defendemos la libertad del hombre!
La Santa Misa del domingo 3 de junio, conclusiva del VII Encuentro Mundial de las Familias, ha contado con la participación de una gran asamblea de oración, que llenó toda el área del aeropuerto de Bresso, convertida casi en una gran catedral al aire, gracias también a las reproducción de los magníficos vitrales policromados del Duomo, que destacaban en el escenario. Ante esa gran cantidad de fieles, provenientes de diversas naciones y profundamente participativos en una liturgia muy bien cuidada, he lanzado un llamado a construir comunidades eclesiales que sean cada vez más familia, capaces de reflejar la belleza de la Santísima Trinidad y de evangelizar no solo con la palabra, sino por irradiación, con la fuerza de un amor vivido, porque el amor es la única fuerza que puede transformar el mundo.
También hice hincapié en la importancia de la "tríada" familia, trabajo y fiesta. Son tres dones de Dios, tres dimensiones de nuestra vida que deben encontrar un equilibrio armónico para construir sociedades con rostro humano.
Siento una profunda gratitud por estos maravillosos días en Milán. Gracias al cardenal Ennio Antonelli y al Consejo Pontificio para la Familia, a todas las autoridades, por su presencia y la colaboración con el evento; gracias también al Presidente del Consejo de Ministros de la República Italiana por su participación en la Santa Misa del domingo. Y renuevo un "gracias" cordial a las diferentes instituciones que han colaborado generosamente con la Santa Sede y con la Arquidiócesis de Milán para la organización del Encuentro, que ha tenido un gran éxito pastoral y eclesial, como se ha informado ampliamente en todo el mundo. Este, de hecho, ha convocado a Milán más de un millón de personas, que durante varios días han invadido pacíficamente las calles, testimoniando la belleza de la familia, esperanza para la humanidad.
El Encuentro Mundial de Milán fue una elocuente «epifanía» de la familia, que se mostró en sus diversas expresiones, así como también en la singularidad de su identidad sustancial: la de una comunión de amor, fundada sobre el matrimonio y llamada a ser un santuario de la vida, pequeña Iglesia, célula de la sociedad. Desde Milán se ha lanzado al mundo un mensaje de esperanza, fundamentada por las experiencias vividas: de que es posible y gozoso, aunque difícil, experimentar el amor fiel, "para siempre", abierto a la vida; que es posible participar como familia a la misión de la Iglesia y a la construcción de la sociedad. Que con la ayuda de Dios y la especial protección de María Santísima, Reina de la Familia, la experiencia vivida en Milán sea portadora de frutos abundantes para el camino de la Iglesia, y el auspicio de una mayor atención a la causa de la familia, que es la causa misma del hombre y de la civilización. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
"La Familia, el trabajo y la fiesta": este fue el tema del VII Encuentro Mundial de las Familias, que se celebró recientemente en Milán. Todavía conservo en los ojos y en el corazón, las imágenes y las emociones de este inolvidable y maravilloso evento, que ha transformado a Milán en una ciudad de las familias: familias de todo el mundo, unidas por la alegría de creer en Jesucristo. Estoy profundamente agradecido a Dios por haberme permitido vivir esta cita "con" las familias y "para" la familia. En cuantos me han escuchado en los últimos días, he encontrado una sincera disponibilidad a acoger y testimoniar el "Evangelio de la familia". Sí, porque no hay futuro en la humanidad sin la familia; especialmente los jóvenes, para aprender los valores que dan sentido a la existencia, tienen necesidad de nacer y crecer en esa comunidad de vida y amor que Dios ha querido para el hombre y la mujer.
El encuentro con las numerosas familias provenientes de los diferentes continentes, me ha dado la feliz oportunidad de visitar por primera vez como Sucesor de Pedro, la archidiócesis de Milán. Me acogieron con gran cordialidad --por lo cual estoy profundamente agradecido--, el cardenal Angelo Scola, los presbíteros y todos los fieles, así como el alcalde y las demás autoridades. He podido experimentar así tan de cerca, la fe de la población ambrosiana, rica en historia, cultura, humanidad y de ejercicio de la caridad.
En la Plaza del Duomo, símbolo y corazón de la ciudad, se tuvo el primer evento de esta intensa visita pastoral de tres días. No puedo olvidar ese abrazo tan cálido de la multitud de milaneses, y de los participantes en el VII Encuentro Mundial de las Familias, que me han acompañado también a través de todo el recorrido de mi visita, con calles llenas de personas. Una vastedad de familias en fiesta, que con sentimientos de profunda participación se han unido al pensamiento afectuoso y solidario que dirigí a quienes tienen necesidad de ayuda y de consuelo, y que son afectados por varias preocupaciones, especialmente a las familias más afectadas por la crisis económica, así como a las queridas poblaciones del terremoto. En este primer encuentro con la ciudad, he querido sobretodo hablar al corazón de los fieles ambrosianos, exhortándolos a vivir la fe en su propia experiencia privada y pública, a fin de favorecer un auténtico “bienestar”, a partir de la familia, que se le redescubre como principal patrimonio de la humanidad. Desde lo alto del Duomo (Catedral de Milán ndr), la estatua de la Virgen con los brazos abiertos parecía acoger con ternura maternal a todas las familias de Milán y del mundo entero.
Milán me ha reservado también un singular y noble saludo en uno de los lugares más sugestivos y significativos de la ciudad, como es el Teatro alla Scala, donde se escribieron páginas importantes en la historia del país, bajo el impulso de grandes valores espirituales e ideales. En este templo de la música, las notas de la Novena Sinfonía de Ludwig van Beethoven han dado voz a esa instancia de universalidad y de fraternidad, que la Iglesia continúa presentando incansablemente, con el anuncio del Evangelio. Y justamente, fue un contraste entre este ideal y los dramas de la historia, y la exigencia de un Dios cercano que comparta nuestros sufrimientos, con que hice referencia al final del concierto, dedicándolo a tantos hermanos y hermanas probados por el terremoto. Hice hincapié de que en Jesús de Nazaret, Dios se vuelve cercano y carga con nosotros nuestro sufrimiento. Al final de ese intenso momento artístico y espiritual, he querido referirme a la familia del tercer milenio, recordando que es en familia donde se experimenta por primera vez cómo la persona humana no ha sido creada para vivir encerrada en sí misma, sino en relación con los demás; y es en la familia que se empieza a encender en el corazón la luz de la paz para iluminar nuestro mundo.
Al día siguiente en el Duomo, rebosante de sacerdotes, religiosos, religiosas y seminaristas, en presencia de numerosos cardenales y obispos que llegaron a Milán de diversos países del mundo, he celebrado la Hora Tercia según la liturgia ambrosiana. Allí he querido subrayar el valor del celibato y de la virginidad consagrada, tan querida por el gran san Ambrosio. El celibato y la virginidad en la Iglesia son un signo luminoso del amor a Dios y a los hermanos, que parte de una relación cada vez más íntima con Cristo, que se expresa en la oración y en el don total de sí mismo.
Un momento lleno de gran emoción fue luego la cita en el estadio "Meazza", donde experimenté el abrazo de una multitud gozosa de adolescentes que este año han recibido o están a punto de recibir el sacramento de la Confirmación. La cuidadosa preparación del evento, con textos significativos y oraciones, así como coreografías, hicieron aún más estimulante el encuentro. A los muchachos ambrosianos les dirigí un llamado a dar un “sí” libre y consciente al Evangelio de Jesús, acogiendo el don del Espíritu Santo, que les permita como cristianos vivir el Evangelio y a ser miembros activos de la comunidad. Los animé a comprometerse, en particular en el estudio y en el servicio generoso al prójimo.
El encuentro con los representantes de las autoridades institucionales, de los empresarios y de los trabajadores, del mundo de la cultura y de la educación de la sociedad milanese y lombarda, me permitió relevar la importancia de que la legislación y las obras de las instituciones del Estado estén al servicio y protejan a la persona en todos sus aspectos, empezando por el derecho a la vida, de la cual no se puede jamás consentir su eliminación deliberada, así como el reconocimiento de la identidad misma de la familia fundada en el matrimonio entre un hombre y una mujer.
Después de esta última cita dedicada a la realidad diocesana y ciudadana, me dirigí la extensa área del Parque Norte, en el territorio de Bresso, donde he participado de la estimulante Fiesta de los Testimonios, que llevaba el título "Un mundo, familia, amor". Aquí he tenido el placer de encontrar a millones de personas, un arco iris de familias italianas y de todo el mundo, ya reunidos desde la primera tarde en un ambiente festivo y de genuina calidez familiar. Respondiendo a las preguntas de algunas familias, surgidas de sus vidas y de sus experiencias, he querido dar una señal del diálogo abierto que existe entre las familias y la Iglesia, entre el mundo y la Iglesia. Me quedé muy impresionado por los testimonios conmovedores de los cónyuges y de los hijos de diferentes continentes, sobre cuestiones candentes de nuestro tiempo: la crisis económica, la dificultad de conciliar los tiempos de trabajo con los de la familia, la proliferación de las separaciones y divorcios, así como las preguntas existenciales que afectan a adultos, niños y jóvenes. Aquí quisiera recordar lo que dije en defensa del tiempo para la familia, amenazada por una especie de "acoso" de los compromisos de trabajo: el domingo es el día del Señor y del hombre, un día en que todo el mundo debería estar libre, libre para la familia y libre para Dios. ¡Defendiendo el domingo, defendemos la libertad del hombre!
La Santa Misa del domingo 3 de junio, conclusiva del VII Encuentro Mundial de las Familias, ha contado con la participación de una gran asamblea de oración, que llenó toda el área del aeropuerto de Bresso, convertida casi en una gran catedral al aire, gracias también a las reproducción de los magníficos vitrales policromados del Duomo, que destacaban en el escenario. Ante esa gran cantidad de fieles, provenientes de diversas naciones y profundamente participativos en una liturgia muy bien cuidada, he lanzado un llamado a construir comunidades eclesiales que sean cada vez más familia, capaces de reflejar la belleza de la Santísima Trinidad y de evangelizar no solo con la palabra, sino por irradiación, con la fuerza de un amor vivido, porque el amor es la única fuerza que puede transformar el mundo.
También hice hincapié en la importancia de la "tríada" familia, trabajo y fiesta. Son tres dones de Dios, tres dimensiones de nuestra vida que deben encontrar un equilibrio armónico para construir sociedades con rostro humano.
Siento una profunda gratitud por estos maravillosos días en Milán. Gracias al cardenal Ennio Antonelli y al Consejo Pontificio para la Familia, a todas las autoridades, por su presencia y la colaboración con el evento; gracias también al Presidente del Consejo de Ministros de la República Italiana por su participación en la Santa Misa del domingo. Y renuevo un "gracias" cordial a las diferentes instituciones que han colaborado generosamente con la Santa Sede y con la Arquidiócesis de Milán para la organización del Encuentro, que ha tenido un gran éxito pastoral y eclesial, como se ha informado ampliamente en todo el mundo. Este, de hecho, ha convocado a Milán más de un millón de personas, que durante varios días han invadido pacíficamente las calles, testimoniando la belleza de la familia, esperanza para la humanidad.
El Encuentro Mundial de Milán fue una elocuente «epifanía» de la familia, que se mostró en sus diversas expresiones, así como también en la singularidad de su identidad sustancial: la de una comunión de amor, fundada sobre el matrimonio y llamada a ser un santuario de la vida, pequeña Iglesia, célula de la sociedad. Desde Milán se ha lanzado al mundo un mensaje de esperanza, fundamentada por las experiencias vividas: de que es posible y gozoso, aunque difícil, experimentar el amor fiel, "para siempre", abierto a la vida; que es posible participar como familia a la misión de la Iglesia y a la construcción de la sociedad. Que con la ayuda de Dios y la especial protección de María Santísima, Reina de la Familia, la experiencia vivida en Milán sea portadora de frutos abundantes para el camino de la Iglesia, y el auspicio de una mayor atención a la causa de la familia, que es la causa misma del hombre y de la civilización. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
'El amén de nuestra oración transformará nuestra vida' Audiencia general 30 de mayo 2012
Queridos hermanos y hermanas:
En estas catequesis estamos meditando sobre la oración en las cartas de san Pablo y tratamos de ver la oración cristiana como un verdadero y encuentro personal con Dios Padre, en Cristo, por medio del Espíritu Santo. Hoy en este encuentro entablan un diálogo el«sí»fiel de Dios y el«amén»confiado de los creyentes. Y quisiera destacar esta dinámica, deteniéndome en la Segunda Carta a los Corintios. San Pablo envía esta carta apasionada a una Iglesia que ha cuestionado reiteradamente su apostolado, y él abre su corazón para que los beneficiarios tengan la garantía de su lealtad a Cristo y al evangelio. Esta Segunda Carta a los Corintios comienza con una de las oraciones de bendición más elevadas del Nuevo Testamento. Dice:«¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas tribulación nuestra, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios»(2 Co. 1,3-4).
Por lo tanto, Pablo vive en gran tribulación, son muchas las dificultades y las tribulaciones que tuvo que pasar, pero sin ceder al desaliento, sostenido por la gracia y por la cercanía del Señor Jesucristo, por el cual se convirtió en apóstol y testigo entregando en sus manos toda su existencia. Precisamente por esta razón, Pablo comienza esta carta con una oración de bendición y acción de gracias a Dios, porque no hubo momento de su vida como apóstol de Cristo, en el que no hubiera sentido el apoyo del Padre misericordioso, del Dios de todo consuelo. Ha sufrido terriblemente, lo dice en esta carta, pero en todas estas situaciones, en las que parecía no haber una salida, recibió el consuelo y el consuelo de Dios. Por anunciar a Cristo también sufrió persecución, hasta ser encerrado en la cárcel, pero siempre se ha sentido interiormente libre, animado por la presencia de Cristo y deseoso de proclamar la palabra de esperanza del evangelio. Desde la cárcel, le escribe así a Timoteo, su fiel colaborador. Encadenado escribe:«La Palabra de Dios no está encadenada. Por esto todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos obtengan la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna»(2 Tm. 2,9b-10). En su sufrimiento por Cristo, experimenta el consuelo de Dios y escribe:«Pues, así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación»(2 Co. 1,5).
En la oración de bendición, que introduce la Segunda Carta a los Corintios domina entonces, junto al tema de la aflicción, el tema del consuelo, que no debe interpretarse solo como un simple consuelo, sino sobretodo como un estímulo y exhortación a no dejarse vencer por la tribulación y las dificultades. La invitación es a vivir cada situación unida a Cristo, que carga sobre sí todo el sufrimiento y el pecado del mundo para traer luz, esperanza, redención. Y así Jesús nos capacita para consolar a la vez a quienes están en cualquier tipo de tribulación. La profunda unión con Cristo en la oración, la confianza en su presencia, nos llevan a la disponibilidad de compartir los sufrimientos y las aflicciones de los demás. Pablo escribe:«¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase?»(2 Co. 11,29). Este intercambio no surge a partir de una simple benevolencia, ni solo por la generosidad humana o de un espíritu de altruismo, sino que surge del consuelo del Señor, por el firme apoyo de«una fuerza tan extraordinaria que es de Dios y no de nosotros»(2 Co. 4,7).
Queridos hermanos y hermanas, nuestra vida y nuestro camino a menudo están caracterizados por dificultades, incomprensiones, por sufrimientos. Todos lo sabemos. En la relación de fidelidad con el Señor, en la oración constante, diaria, también nosotros podemos, en realidad, sentir el consuelo que viene de Dios. Y esto fortalece nuestra fe, porque nos hace experimentar de forma concreta el «sí» de Dios al hombre, a nosotros, a mí, en Cristo; hace sentir la fidelidad de su amor, que llega hasta el don de su Hijo en la cruz. San Pablo afirma: «Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien les predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no; en él no hubo más que «sí». Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos por él«Amén» a la gloria de Dios» (2 Co. 1,19-20). El«sí»de Dios no se reduce, no va entre el«sí» y el«no», sino que es un simple y seguro«sí». Y a este«sí»respondemos con nuestro«sí», con nuestro«amén», y así estamos seguros del «sí» de Dios.
La fe no es principalmente acción humana, sino don gratuito de Dios, que tiene sus raíces en su lealtad, en su «sí», que nos hace comprender cómo vivir nuestras vidas amándolo a él y a los hermanos. Toda la historia de la salvación es una revelación progresiva de esta fidelidad de Dios, a pesar de nuestras infidelidades y de nuestros rechazos, con la certeza de que «¡los dones y el llamado de Dios son irrevocables!», como dice el Apóstol en la Carta a los Romanos (11, 29).
Queridos hermanos y hermanas, el modo de actuar de Dios --muy diferente del nuestro--, nos da consuelo, fortaleza y esperanza, porque Dios no retira su«sí». De frente a los conflictos en las relaciones humanas, a menudo familiares, estamos inclinados a no perseverar en el amor gratuito, que cuesta esfuerzo y sacrificio. En cambio, Dios no se cansa con nosotros, nunca se cansa de ser paciente con nosotros y con su inmensa misericordia nos precede siempre, viene a nuestro encuentro antes, es absolutamente confiable su«sí».
En el evento de la Cruz nos muestra la medida de su amor, que no calcula y que no tiene medida. San Pablo escribe en la Carta a Tito:«Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres»(Tt. 3,4). Y debido a que este«sí»se renueva cada día con«el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones»(2 Co. 1,21b-22).
Y es el Espíritu Santo el que hace constantemente presente y vivo el«sí»de Dios en Jesucristo y crea en nuestro corazón el deseo de seguirlo para entrar totalmente, un día, en su amor, cuando recibiremos una morada no hecha con manos humanas en los cielos. No hay ninguna persona que no sea alcanzada e interpelada por este amor fiel, capaz de esperar incluso por aquellos que siguen respondiendo con el«no»del rechazo o del endurecimiento del corazón. Dios nos espera, nos busca siempre, quiere acogernos en la comunión con sí para darnos a cada uno de nosotros plenitud de vida, de esperanza y de paz.
En el «sí»fiel de Dios se injerta el «amén» de la Iglesia que resuena en cada acción de la liturgia: «amén» es la respuesta de la fe que siempre cierra nuestra oración personal y comunitaria, y que expresa nuestro «sí» a la iniciativa de Dios. A menudo respondemos como una costumbre con nuestro «amén»en la oración, sin comprender el significado profundo. Este término viene de 'aman, que en hebreo y en arameo significa«estabilizar»,«consolidar» y, por tanto,«estar seguro»,«decir la verdad». " Si nos fijamos en las Escrituras, vemos que este«amén» se dice al final de los salmos de bendición y de alabanza, como, por ejemplo, el salmo 41:«En cuanto a mí, me mantendrás en mi inocencia, me admitirás por siempre en tu presencia. ¡Bendito sea Yahvé, Dios de Israel, desde siempre y hasta siempre! ¡Amén!¡Amén!» (vv. 13-14). O, expresa lealtad a Dios, cuando el pueblo de Israel regresa lleno de alegría del exilio de Babilonia y dice su«sí», su «amén» a Dios y a su Ley. En el Libro de Nehemías se relata que después de este retorno,«Esdras abrió el libro (de la Ley), a los ojos de todo el pueblo –pues estaba más alto que todo el pueblo—y al abrirlo, el pueblo entero se puso en pie. Esdras bendijo al Señor, Dios grande; y todo el pueblo, alzando las manos, respondió:‘¡Amén!¡Amén!’» (Ne. 8,5-6).
Desde el principio entonces, el «amén»de la liturgia judía se ha convertido en el «amén»de las primeras comunidades cristianas. Y el libro de la liturgia cristiana por excelencia, el Apocalipsis de San Juan, comienza con el «amén» de la Iglesia: «Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap. 1,5b-6). Así es en el primer capítulo de Apocalipsis. Y el mismo libro termina con la invocación:«¡Amén!, ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap. 22,20).
Queridos amigos, la oración es el encuentro con una persona viva a quien escuchar y con quien comunicarse; es el encuentro con Dios que renueva su lealtad inquebrantable, su«sí»al hombre, a cada uno de nosotros, para darnos su consuelo en medio de lo tormentoso de la vida y hacernos vivir, unidos a Él, una vida llena de alegría y de bien, que encontrará su plenitud en la vida eterna.
En nuestra oración somos llamados a decir«sí»a Dios, a responder a este«amén»de la adhesión, de la fidelidad a Él a lo largo de nuestras vidas. Esta fidelidad no la podemos obtener con nuestras fuerzas, no es sólo un fruto de nuestro compromiso diario; esta viene de Dios y se basa sobre el«sí»de Cristo, que afirma: mi alimento es hacer la voluntad del Padre (cf. Jn. 4, 34).
Es en este«sí» que debemosentrar, entrar en este «sí» de Cristo, en la adhesión a la voluntad de Dios, para llegar a afirmar con san Pablo que nos somos nosotros los que vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros. Entonces el«amén»de nuestra oración personal y comunitariaenvolveráy transformará toda nuestra vida, una vida con el consuelo de Dios, una vida inmersa en el amor eterno e inconmovible. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
En estas catequesis estamos meditando sobre la oración en las cartas de san Pablo y tratamos de ver la oración cristiana como un verdadero y encuentro personal con Dios Padre, en Cristo, por medio del Espíritu Santo. Hoy en este encuentro entablan un diálogo el«sí»fiel de Dios y el«amén»confiado de los creyentes. Y quisiera destacar esta dinámica, deteniéndome en la Segunda Carta a los Corintios. San Pablo envía esta carta apasionada a una Iglesia que ha cuestionado reiteradamente su apostolado, y él abre su corazón para que los beneficiarios tengan la garantía de su lealtad a Cristo y al evangelio. Esta Segunda Carta a los Corintios comienza con una de las oraciones de bendición más elevadas del Nuevo Testamento. Dice:«¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, que nos consuela en todas tribulación nuestra, para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios»(2 Co. 1,3-4).
Por lo tanto, Pablo vive en gran tribulación, son muchas las dificultades y las tribulaciones que tuvo que pasar, pero sin ceder al desaliento, sostenido por la gracia y por la cercanía del Señor Jesucristo, por el cual se convirtió en apóstol y testigo entregando en sus manos toda su existencia. Precisamente por esta razón, Pablo comienza esta carta con una oración de bendición y acción de gracias a Dios, porque no hubo momento de su vida como apóstol de Cristo, en el que no hubiera sentido el apoyo del Padre misericordioso, del Dios de todo consuelo. Ha sufrido terriblemente, lo dice en esta carta, pero en todas estas situaciones, en las que parecía no haber una salida, recibió el consuelo y el consuelo de Dios. Por anunciar a Cristo también sufrió persecución, hasta ser encerrado en la cárcel, pero siempre se ha sentido interiormente libre, animado por la presencia de Cristo y deseoso de proclamar la palabra de esperanza del evangelio. Desde la cárcel, le escribe así a Timoteo, su fiel colaborador. Encadenado escribe:«La Palabra de Dios no está encadenada. Por esto todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos obtengan la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna»(2 Tm. 2,9b-10). En su sufrimiento por Cristo, experimenta el consuelo de Dios y escribe:«Pues, así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación»(2 Co. 1,5).
En la oración de bendición, que introduce la Segunda Carta a los Corintios domina entonces, junto al tema de la aflicción, el tema del consuelo, que no debe interpretarse solo como un simple consuelo, sino sobretodo como un estímulo y exhortación a no dejarse vencer por la tribulación y las dificultades. La invitación es a vivir cada situación unida a Cristo, que carga sobre sí todo el sufrimiento y el pecado del mundo para traer luz, esperanza, redención. Y así Jesús nos capacita para consolar a la vez a quienes están en cualquier tipo de tribulación. La profunda unión con Cristo en la oración, la confianza en su presencia, nos llevan a la disponibilidad de compartir los sufrimientos y las aflicciones de los demás. Pablo escribe:«¿Quién desfallece sin que desfallezca yo? ¿Quién sufre escándalo sin que yo me abrase?»(2 Co. 11,29). Este intercambio no surge a partir de una simple benevolencia, ni solo por la generosidad humana o de un espíritu de altruismo, sino que surge del consuelo del Señor, por el firme apoyo de«una fuerza tan extraordinaria que es de Dios y no de nosotros»(2 Co. 4,7).
Queridos hermanos y hermanas, nuestra vida y nuestro camino a menudo están caracterizados por dificultades, incomprensiones, por sufrimientos. Todos lo sabemos. En la relación de fidelidad con el Señor, en la oración constante, diaria, también nosotros podemos, en realidad, sentir el consuelo que viene de Dios. Y esto fortalece nuestra fe, porque nos hace experimentar de forma concreta el «sí» de Dios al hombre, a nosotros, a mí, en Cristo; hace sentir la fidelidad de su amor, que llega hasta el don de su Hijo en la cruz. San Pablo afirma: «Porque el Hijo de Dios, Cristo Jesús, a quien les predicamos Silvano, Timoteo y yo, no fue sí y no; en él no hubo más que «sí». Pues todas las promesas hechas por Dios han tenido su sí en él; y por eso decimos por él«Amén» a la gloria de Dios» (2 Co. 1,19-20). El«sí»de Dios no se reduce, no va entre el«sí» y el«no», sino que es un simple y seguro«sí». Y a este«sí»respondemos con nuestro«sí», con nuestro«amén», y así estamos seguros del «sí» de Dios.
La fe no es principalmente acción humana, sino don gratuito de Dios, que tiene sus raíces en su lealtad, en su «sí», que nos hace comprender cómo vivir nuestras vidas amándolo a él y a los hermanos. Toda la historia de la salvación es una revelación progresiva de esta fidelidad de Dios, a pesar de nuestras infidelidades y de nuestros rechazos, con la certeza de que «¡los dones y el llamado de Dios son irrevocables!», como dice el Apóstol en la Carta a los Romanos (11, 29).
Queridos hermanos y hermanas, el modo de actuar de Dios --muy diferente del nuestro--, nos da consuelo, fortaleza y esperanza, porque Dios no retira su«sí». De frente a los conflictos en las relaciones humanas, a menudo familiares, estamos inclinados a no perseverar en el amor gratuito, que cuesta esfuerzo y sacrificio. En cambio, Dios no se cansa con nosotros, nunca se cansa de ser paciente con nosotros y con su inmensa misericordia nos precede siempre, viene a nuestro encuentro antes, es absolutamente confiable su«sí».
En el evento de la Cruz nos muestra la medida de su amor, que no calcula y que no tiene medida. San Pablo escribe en la Carta a Tito:«Mas cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres»(Tt. 3,4). Y debido a que este«sí»se renueva cada día con«el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones»(2 Co. 1,21b-22).
Y es el Espíritu Santo el que hace constantemente presente y vivo el«sí»de Dios en Jesucristo y crea en nuestro corazón el deseo de seguirlo para entrar totalmente, un día, en su amor, cuando recibiremos una morada no hecha con manos humanas en los cielos. No hay ninguna persona que no sea alcanzada e interpelada por este amor fiel, capaz de esperar incluso por aquellos que siguen respondiendo con el«no»del rechazo o del endurecimiento del corazón. Dios nos espera, nos busca siempre, quiere acogernos en la comunión con sí para darnos a cada uno de nosotros plenitud de vida, de esperanza y de paz.
En el «sí»fiel de Dios se injerta el «amén» de la Iglesia que resuena en cada acción de la liturgia: «amén» es la respuesta de la fe que siempre cierra nuestra oración personal y comunitaria, y que expresa nuestro «sí» a la iniciativa de Dios. A menudo respondemos como una costumbre con nuestro «amén»en la oración, sin comprender el significado profundo. Este término viene de 'aman, que en hebreo y en arameo significa«estabilizar»,«consolidar» y, por tanto,«estar seguro»,«decir la verdad». " Si nos fijamos en las Escrituras, vemos que este«amén» se dice al final de los salmos de bendición y de alabanza, como, por ejemplo, el salmo 41:«En cuanto a mí, me mantendrás en mi inocencia, me admitirás por siempre en tu presencia. ¡Bendito sea Yahvé, Dios de Israel, desde siempre y hasta siempre! ¡Amén!¡Amén!» (vv. 13-14). O, expresa lealtad a Dios, cuando el pueblo de Israel regresa lleno de alegría del exilio de Babilonia y dice su«sí», su «amén» a Dios y a su Ley. En el Libro de Nehemías se relata que después de este retorno,«Esdras abrió el libro (de la Ley), a los ojos de todo el pueblo –pues estaba más alto que todo el pueblo—y al abrirlo, el pueblo entero se puso en pie. Esdras bendijo al Señor, Dios grande; y todo el pueblo, alzando las manos, respondió:‘¡Amén!¡Amén!’» (Ne. 8,5-6).
Desde el principio entonces, el «amén»de la liturgia judía se ha convertido en el «amén»de las primeras comunidades cristianas. Y el libro de la liturgia cristiana por excelencia, el Apocalipsis de San Juan, comienza con el «amén» de la Iglesia: «Al que nos ama y nos ha lavado con su sangre de nuestros pecados, y ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre, a él la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén» (Ap. 1,5b-6). Así es en el primer capítulo de Apocalipsis. Y el mismo libro termina con la invocación:«¡Amén!, ¡Ven, Señor Jesús!» (Ap. 22,20).
Queridos amigos, la oración es el encuentro con una persona viva a quien escuchar y con quien comunicarse; es el encuentro con Dios que renueva su lealtad inquebrantable, su«sí»al hombre, a cada uno de nosotros, para darnos su consuelo en medio de lo tormentoso de la vida y hacernos vivir, unidos a Él, una vida llena de alegría y de bien, que encontrará su plenitud en la vida eterna.
En nuestra oración somos llamados a decir«sí»a Dios, a responder a este«amén»de la adhesión, de la fidelidad a Él a lo largo de nuestras vidas. Esta fidelidad no la podemos obtener con nuestras fuerzas, no es sólo un fruto de nuestro compromiso diario; esta viene de Dios y se basa sobre el«sí»de Cristo, que afirma: mi alimento es hacer la voluntad del Padre (cf. Jn. 4, 34).
Es en este«sí» que debemosentrar, entrar en este «sí» de Cristo, en la adhesión a la voluntad de Dios, para llegar a afirmar con san Pablo que nos somos nosotros los que vivimos, sino que es Cristo quien vive en nosotros. Entonces el«amén»de nuestra oración personal y comunitariaenvolveráy transformará toda nuestra vida, una vida con el consuelo de Dios, una vida inmersa en el amor eterno e inconmovible. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: En la Ascensión nuestra humanidad es llevada a las alturas de Dios Regina 20 de mayo 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
Cuarenta días después de la Resurrección --según el libro de los Hechos de los Apóstoles--, Jesús asciende al Cielo, o sea retorna al Padre que lo había enviado al mundo. En muchos países este misterio se celebra no el jueves, sino hoy, el domingo siguiente. La Ascensión del Señor marca el cumplimiento de la salvación iniciada con la Encarnación.
Después de haber instruido por última vez a sus discípulos Jesús sube al cielo (cfr. Mc. 16,19). Él entretanto “no se separó de nuestra condición” (cfr. Prefacio); de hecho en su humanidad asumió consigo a los hombres en la intimidad del Padre y así ha revelado el destino final de nuestra peregrinación terrena.
Así como por nosotros descendió del cielo y por nosotros sufrió y murió en la cruz, así también por nosotros resucitó y subió a Dios, por lo tanto no está más lejano, sino que es “Dios nuestro”, “Padre nuestro” (cfr. Jn. 20,17).
La Ascensión es el último acto de nuestra liberación del yugo del pecado, como escribe el apóstol Pablo: “Subiendo a la altura, llevó cautivos” (Ef. 4,8). San León Magno explica que con este misterio “se proclama no solamente la inmortalidad del alma sino también la de la carne. Hoy de hecho no solamente estamos confirmados como poseedores del paraíso, sino también hemos penetrado en Cristo en las alturas de los cielos”. (De Ascensione Domini, Tractatus 73, 2.4: CCL 138 A, 451.453). Por esto los discípulos cuando vieron al Maestro levitar de la tierra y elevarse hacia lo alto, no sintieron una sensación de malestar, sino una gran alegría y se sintieron empujados a proclamar la victoria de Cristo sobre la muerte (cfr. Mc. 16,20). Y el Señor resucitado obraba con ellos, distribuyendo a cada uno un carisma para que la comunidad cristiana, en su conjunto, reflejase la armoniosa riqueza de los Cielos.
Lo escribe nuevamente san Pablo: “Repartió dones a los hombres... dispuso que unos fueran apóstoles; otros, profetas; otros, evangelizadores; otros, pastores y maestros... para la edificación del cuerpo de Cristo... hasta que lleguemos todos a la plena madurez de Cristo” (Ef. 4,8.11-13).
Queridos amigos, la Ascensión nos dice que en Cristo nuestra humanidad es llevada a las alturas de Dios; así cada vez que rezamos, la tierra se une con el Cielo. Y como el incienso cuando se quema hace subir hacia lo alto su humo suave y perfumado, así cuando elevamos al Señor nuestra fervorosa oración llena de confianza a Cristo, esta atraviesa los cielos y alcanza el Trono de Dios, y es por Él escuchada y satisfecha.
En la celebre obra de san Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, leemos que para “ver realizados los deseos de nuestro corazón no hay nada mejor que poner la fuerza de nuestra oración en lo que más le gusta a Dios. Entonces Él no nos dará solamente lo que le pedimos, o sea la salvación, sino también lo que Él ve que sea conveniente y bueno para nosotros, aún si no se lo pedimos” (Libro III, cap. 44, 2, Roma 1991, 335).
Supliquemos a la Virgen María para que nos ayude a contemplar los bienes celestiales que el Señor nos promete, y a volvernos testimonios siempre más creíbles de la vida divina.
© Librería Editorial Vaticana
Traducido del original italiano por Sergio H. Mora
Cuarenta días después de la Resurrección --según el libro de los Hechos de los Apóstoles--, Jesús asciende al Cielo, o sea retorna al Padre que lo había enviado al mundo. En muchos países este misterio se celebra no el jueves, sino hoy, el domingo siguiente. La Ascensión del Señor marca el cumplimiento de la salvación iniciada con la Encarnación.
Después de haber instruido por última vez a sus discípulos Jesús sube al cielo (cfr. Mc. 16,19). Él entretanto “no se separó de nuestra condición” (cfr. Prefacio); de hecho en su humanidad asumió consigo a los hombres en la intimidad del Padre y así ha revelado el destino final de nuestra peregrinación terrena.
Así como por nosotros descendió del cielo y por nosotros sufrió y murió en la cruz, así también por nosotros resucitó y subió a Dios, por lo tanto no está más lejano, sino que es “Dios nuestro”, “Padre nuestro” (cfr. Jn. 20,17).
La Ascensión es el último acto de nuestra liberación del yugo del pecado, como escribe el apóstol Pablo: “Subiendo a la altura, llevó cautivos” (Ef. 4,8). San León Magno explica que con este misterio “se proclama no solamente la inmortalidad del alma sino también la de la carne. Hoy de hecho no solamente estamos confirmados como poseedores del paraíso, sino también hemos penetrado en Cristo en las alturas de los cielos”. (De Ascensione Domini, Tractatus 73, 2.4: CCL 138 A, 451.453). Por esto los discípulos cuando vieron al Maestro levitar de la tierra y elevarse hacia lo alto, no sintieron una sensación de malestar, sino una gran alegría y se sintieron empujados a proclamar la victoria de Cristo sobre la muerte (cfr. Mc. 16,20). Y el Señor resucitado obraba con ellos, distribuyendo a cada uno un carisma para que la comunidad cristiana, en su conjunto, reflejase la armoniosa riqueza de los Cielos.
Lo escribe nuevamente san Pablo: “Repartió dones a los hombres... dispuso que unos fueran apóstoles; otros, profetas; otros, evangelizadores; otros, pastores y maestros... para la edificación del cuerpo de Cristo... hasta que lleguemos todos a la plena madurez de Cristo” (Ef. 4,8.11-13).
Queridos amigos, la Ascensión nos dice que en Cristo nuestra humanidad es llevada a las alturas de Dios; así cada vez que rezamos, la tierra se une con el Cielo. Y como el incienso cuando se quema hace subir hacia lo alto su humo suave y perfumado, así cuando elevamos al Señor nuestra fervorosa oración llena de confianza a Cristo, esta atraviesa los cielos y alcanza el Trono de Dios, y es por Él escuchada y satisfecha.
En la celebre obra de san Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, leemos que para “ver realizados los deseos de nuestro corazón no hay nada mejor que poner la fuerza de nuestra oración en lo que más le gusta a Dios. Entonces Él no nos dará solamente lo que le pedimos, o sea la salvación, sino también lo que Él ve que sea conveniente y bueno para nosotros, aún si no se lo pedimos” (Libro III, cap. 44, 2, Roma 1991, 335).
Supliquemos a la Virgen María para que nos ayude a contemplar los bienes celestiales que el Señor nos promete, y a volvernos testimonios siempre más creíbles de la vida divina.
© Librería Editorial Vaticana
Traducido del original italiano por Sergio H. Mora
Sin la oración no hacemos el bien que queremos, sino más bien el mal que no queremos Audiencia 16 de mayo 2012
Queridos hermanos y hermanas:
En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, hoy quisiera iniciar a hablar de la oración en las cartas de san Pablo, el apóstol de las gentes. Antes de todo querría notar como no es causal que sus cartas sean introducidas y se cierren con expresiones de oración: al inicio agradecimiento y oración, al final la esperanza de que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a la cual está dirigida el escrito. Entre la fórmula de apertura: “agradezco a mi Dios por medio de Jesucristo” (Rm. 1,8), y del deseo final: la “gracia del Señor Jesucristo esté con todos ustedes” (1Cor. 16,23), se desarrollan los contenidos de las cartas del apóstol. La de san Pablo son una oración que se manifiesta en una gran riqueza de formas que van del agradecimiento a la bendición, de la alabanza a la solicitud y a la intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que demuestra como la oración involucra y penetra todas las situaciones de la vida, sean aquellas personales, sean aquellas de la comunidad a la que se dirige.
Un primer elemento que el apóstol nos quiere hacer entender es que la oración no tiene que ser vista como una simple obra buena realizada por nosotros hacia Dios, una acción nuestra. Es sobre todo un don, fruto de la presencia viva, vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En la carta a los Romanos escribe: “Del mismo modo también el Espíritu viene para ayudar a nuestra debilidad: no sabemos de hecho cómo rezar de manera adecuada, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inexpresables” (8,26). Y sabemos cuanto sea verdad lo que dice el apóstol: “No sabemos cómo rezar de manera conveniente”. Queremos rezar pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento.
Solamente podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que Él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El apóstol dice: justamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, o este deseo de entrar en contacto con Dios es oración que el Espíritu Santo no sólo entiende, pero lleva, interpreta hacia Dios. Justamente esta debilidad nuestra se vuelve –gracias al Espíritu Santo–, verdadera oración, verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es casi el intérprete que nos hace entender a nosotros mismos y a Dios qué es lo que queremos decirle.
En la oración nosotros experimentamos más que en otras dimensiones de la existencia, nuestra debilidad, nuestra pobreza, el ser creaturas, pues somos puestos delante de la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en el escuchar y dialogar con Dios –de manera que la oración se vuelve la respiración cotidiana de nuestra alma–, tanto más percibimos también el sentido de nuestro límite, no solamente delante a las situaciones concretas de cada día, pero también en la misma relación con el Señor. Crece entones en nosotros la necesidad de confiar, de confiarnos siempre a Él; entendemos que “no sabemos … cómo rezar de manera conveniente”. (Rm. 8,26). Y es el Espíritu Santo que ayuda nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestro dirigirse a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo el operar del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres atados a la realidad material, a hombres espirituales.
En la primera carta a los Corintios dice: “Por lo tanto, nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios que nos permite conocer lo que Dios nos ha donado. De estas cosas nosotros hablamos con palabras que no son sugeridas por la sabiduría humana, en cambio enseñadas por el Espíritu, expresando cosas espirituales en términos espirituales” (2,12-13). Con su habitar en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia, intercede por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios. (cfr Rm 8,26).
Con esta presencia del Espíritu Santo se realiza nuestra unión con Cristo, pues se trata del espíritu del Hijo de Dios, en el cual nos hemos vuelto hijos. San Pablo habla del espíritu de Cristo (cfr. Rm. 8,9) y no solamente del Espíritu de Dios. Es obvio: si Cristo es el Hijo de Dios, su espíritu es también el Espíritu de Dios, y así si el Espíritu de Dios se vuelve muy cercano a nosotros en el Hijo de Dios y el Hijo del hombre, el Espíritu de Dios se vuelve también espíritu humano y nos toca, y podemos entrar en la comunión del Espíritu.
Es como si se dijera que no solamente Dios Padre se hizo visible en la encarnación del Hijo, sino también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la acción de Jesús, de Jesucristo que vivió, fue crucificado, murió y resucitó.
El apóstol recuerda que “nadie puede decir 'Jesús es el Señor', si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor. 12,3). Por lo tanto el Espíritu orienta nuestro corazón hacia Jesucristo, de manera que “no vivimos más nosotros, sino es Cristo que vive en nosotros” (cfr. Gal. 2,20).
En su catequesis sobre los sacramentos, al reflexionar sobre la Eucaristía, san Ambrosio afirma: “Quien se inebria del Espíritu está radicado en Cristo” (5, 3, 17: PL 16, 450).
Y querría ahora evidenciar tres consecuencias en nuestra vida cristiana cuando permitimos operar en nosotros no al espíritu del mundo, sino al espíritu de Cristo como principio interior de todo nuestro actuar.
Sobre todo con la oración animada por el Espíritu somos puesto en condiciones de abandonar y superar toda forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica libertad de hijos de Dios. Sin la oración que alimenta cada día nuestro estar en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos encontramos en la condición descrita por san Pablo en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino más bien el mal que no queremos (cfr. Rm. 7,19). Y esta es la expresión de la alienación del ser humano, de la destrucción de nuestra libertad, debido a las circunstancias de nuestro ser por el pecado original: queremos el bien que no hacemos y hacemos lo que no queremos, el mal.
El apóstol quiere hacernos entender que no es antes de todo nuestra voluntad la que nos libera de estas condiciones, y ni siquiera la Ley, sino más bien el Espíritu Santo. Y visto que “dónde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Cor. 3,17), con la oración experimentamos la libertad que nos dona el Espíritu: una libertad auténtica que liberarnos del mal y del pecado en favor del bien y la vida, y por Dios. La libertad del Espíritu, prosigue san Pablo, no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de elegir el mal, sino con el fruto del Espíritu que es amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí” (Gal. 5,22). Esta es la verdadera libertad: poder realmente seguir el deseo de bien, de verdadera alegría, de comunión con Dios y no estar oprimido por las circunstancias que nos indican otras direcciones.
Una segunda consecuencia se verifica en nuestra vida cuando dejamos operar en nosotros al espíritu de Cristo, de esta manera la relación con Dios se vuelve tan profunda que no puede ser afectada por ninguna realidad o situación.
Entendamos entonces que con la oración no nos liberamos de las pruebas o de los sufrimientos, pero los podemos vivir en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cfr. Rm. 8,17). Muchas veces, en nuestra oración, le pedimos a Dios que nos libere del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza. Entretanto muchas veces tenemos la impresión de que no somos escuchados y entonces corremos el riesgo de desanimarnos y de no perseverar. En realidad no hay grito humano que no sea escuchado por Dios y justamente en la oración constante y fiel que entendemos con san Pablo que “los sufrimientos del tiempo presente no son un obstáculo a la gloria futura que será revelada en nosotros” (Rm. 8,18). La oración no nos exenta de las pruebas o de los sufrimientos, mas bien –dice san Pablo–, nosotros “gemimos interiormente esperando ser adoptados como hijos, la redención de nuestro cuerpo” (Rm. 8,26).
Él nos dice que la oración no nos exenta del sufrimiento si bien la oración nos permite vivirla y enfrentarla con una fuerza nueva, con la misma confianza de Jesús, quien --según la Carta a los Hebreos--, “en los días de su vida terrena ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos y lágrimas a Dios que podía salvarlo de la muerte, y que debido a su pleno abandono en Él fue escuchado” (5,7). La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y lágrimas no fue la liberación de los sufrimientos, pero un exaudir mucho más grande, una respuesta mucho más profunda: a través de la cruz y de la muerte, Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva vida. La oración animada por el Espíritu Santo nos lleva además a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, con plena esperanza en la confianza de Dios que responde como respondió al Hijo.
Y en tercer lugar, la oración del creyente se abre también a las dimensiones de la humanidad y de todo lo creado, haciéndose cargo de la “ardiente expectativa de la creación, inclinada hacia la revelación de los hijos de Dios” (Rm 8,19). Esto significa que la oración, sostenida por el espíritu de Cristo que habla en lo íntimo de nosotros mismos nunca se queda cerrada en si misma, nunca es una oración solamente por mi, pero se abre para compartir los sufrimientos de nuestro tiempo y de los otros. Se vuelve intercesión hacia los otros y así liberación para mi, y canal de esperanza para toda la creación, expresión de aquel amor de Dios que se ha volcado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos fue dado (cfr. Rm. 5,5). Es justamente esto un signo de una oración verdadera que no termina en nosotros mismos sino que se abre a los otros y así me libera y ayuda para la redención del mundo.
Queridos hermanos y hermanas, san Pablo nos enseña que en nuestra oración tenemos que abrirnos a la presencia del Espíritu Santo, quien reza en nosotros con gemidos inexpresables, para llevarnos a adherir a Dios con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser. El espíritu de Cristo se vuelve la fuerza de nuestra oración 'débil', la luz de nuestra oración 'apagada', el fuego de nuestra oración 'árida', donándonos la verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir enfrentando las pruebas de la existencia, con la certeza de no estar solos, abriéndonos a los horizontes de la humanidad y de la creación “que gime y sufre dolores de parto” (Rm. 8,22).
Gracias.
En las últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración en los Hechos de los Apóstoles, hoy quisiera iniciar a hablar de la oración en las cartas de san Pablo, el apóstol de las gentes. Antes de todo querría notar como no es causal que sus cartas sean introducidas y se cierren con expresiones de oración: al inicio agradecimiento y oración, al final la esperanza de que la gracia de Dios guíe el camino de la comunidad a la cual está dirigida el escrito. Entre la fórmula de apertura: “agradezco a mi Dios por medio de Jesucristo” (Rm. 1,8), y del deseo final: la “gracia del Señor Jesucristo esté con todos ustedes” (1Cor. 16,23), se desarrollan los contenidos de las cartas del apóstol. La de san Pablo son una oración que se manifiesta en una gran riqueza de formas que van del agradecimiento a la bendición, de la alabanza a la solicitud y a la intercesión, del himno a la súplica: una variedad de expresiones que demuestra como la oración involucra y penetra todas las situaciones de la vida, sean aquellas personales, sean aquellas de la comunidad a la que se dirige.
Un primer elemento que el apóstol nos quiere hacer entender es que la oración no tiene que ser vista como una simple obra buena realizada por nosotros hacia Dios, una acción nuestra. Es sobre todo un don, fruto de la presencia viva, vivificante del Padre y de Jesucristo en nosotros. En la carta a los Romanos escribe: “Del mismo modo también el Espíritu viene para ayudar a nuestra debilidad: no sabemos de hecho cómo rezar de manera adecuada, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inexpresables” (8,26). Y sabemos cuanto sea verdad lo que dice el apóstol: “No sabemos cómo rezar de manera conveniente”. Queremos rezar pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento.
Solamente podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que Él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El apóstol dice: justamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, o este deseo de entrar en contacto con Dios es oración que el Espíritu Santo no sólo entiende, pero lleva, interpreta hacia Dios. Justamente esta debilidad nuestra se vuelve –gracias al Espíritu Santo–, verdadera oración, verdadero contacto con Dios. El Espíritu Santo es casi el intérprete que nos hace entender a nosotros mismos y a Dios qué es lo que queremos decirle.
En la oración nosotros experimentamos más que en otras dimensiones de la existencia, nuestra debilidad, nuestra pobreza, el ser creaturas, pues somos puestos delante de la omnipotencia y la trascendencia de Dios. Y cuanto más progresamos en el escuchar y dialogar con Dios –de manera que la oración se vuelve la respiración cotidiana de nuestra alma–, tanto más percibimos también el sentido de nuestro límite, no solamente delante a las situaciones concretas de cada día, pero también en la misma relación con el Señor. Crece entones en nosotros la necesidad de confiar, de confiarnos siempre a Él; entendemos que “no sabemos … cómo rezar de manera conveniente”. (Rm. 8,26). Y es el Espíritu Santo que ayuda nuestra incapacidad, ilumina nuestra mente y calienta nuestro corazón, guiando nuestro dirigirse a Dios. Para san Pablo la oración es sobre todo el operar del Espíritu en nuestra humanidad, para hacerse cargo de nuestra debilidad y transformarnos de hombres atados a la realidad material, a hombres espirituales.
En la primera carta a los Corintios dice: “Por lo tanto, nosotros no hemos recibido el espíritu del mundo, sino el Espíritu de Dios que nos permite conocer lo que Dios nos ha donado. De estas cosas nosotros hablamos con palabras que no son sugeridas por la sabiduría humana, en cambio enseñadas por el Espíritu, expresando cosas espirituales en términos espirituales” (2,12-13). Con su habitar en nuestra fragilidad humana, el Espíritu Santo nos cambia, intercede por nosotros y nos conduce hacia las alturas de Dios. (cfr Rm 8,26).
Con esta presencia del Espíritu Santo se realiza nuestra unión con Cristo, pues se trata del espíritu del Hijo de Dios, en el cual nos hemos vuelto hijos. San Pablo habla del espíritu de Cristo (cfr. Rm. 8,9) y no solamente del Espíritu de Dios. Es obvio: si Cristo es el Hijo de Dios, su espíritu es también el Espíritu de Dios, y así si el Espíritu de Dios se vuelve muy cercano a nosotros en el Hijo de Dios y el Hijo del hombre, el Espíritu de Dios se vuelve también espíritu humano y nos toca, y podemos entrar en la comunión del Espíritu.
Es como si se dijera que no solamente Dios Padre se hizo visible en la encarnación del Hijo, sino también el Espíritu de Dios se manifiesta en la vida y en la acción de Jesús, de Jesucristo que vivió, fue crucificado, murió y resucitó.
El apóstol recuerda que “nadie puede decir 'Jesús es el Señor', si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor. 12,3). Por lo tanto el Espíritu orienta nuestro corazón hacia Jesucristo, de manera que “no vivimos más nosotros, sino es Cristo que vive en nosotros” (cfr. Gal. 2,20).
En su catequesis sobre los sacramentos, al reflexionar sobre la Eucaristía, san Ambrosio afirma: “Quien se inebria del Espíritu está radicado en Cristo” (5, 3, 17: PL 16, 450).
Y querría ahora evidenciar tres consecuencias en nuestra vida cristiana cuando permitimos operar en nosotros no al espíritu del mundo, sino al espíritu de Cristo como principio interior de todo nuestro actuar.
Sobre todo con la oración animada por el Espíritu somos puesto en condiciones de abandonar y superar toda forma de miedo o de esclavitud, viviendo la auténtica libertad de hijos de Dios. Sin la oración que alimenta cada día nuestro estar en Cristo, en una intimidad que crece progresivamente, nos encontramos en la condición descrita por san Pablo en la Carta a los Romanos: no hacemos el bien que queremos, sino más bien el mal que no queremos (cfr. Rm. 7,19). Y esta es la expresión de la alienación del ser humano, de la destrucción de nuestra libertad, debido a las circunstancias de nuestro ser por el pecado original: queremos el bien que no hacemos y hacemos lo que no queremos, el mal.
El apóstol quiere hacernos entender que no es antes de todo nuestra voluntad la que nos libera de estas condiciones, y ni siquiera la Ley, sino más bien el Espíritu Santo. Y visto que “dónde está el Espíritu del Señor hay libertad” (2 Cor. 3,17), con la oración experimentamos la libertad que nos dona el Espíritu: una libertad auténtica que liberarnos del mal y del pecado en favor del bien y la vida, y por Dios. La libertad del Espíritu, prosigue san Pablo, no se identifica nunca ni con el libertinaje ni con la posibilidad de elegir el mal, sino con el fruto del Espíritu que es amor, alegría, paz, magnanimidad, benevolencia, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí” (Gal. 5,22). Esta es la verdadera libertad: poder realmente seguir el deseo de bien, de verdadera alegría, de comunión con Dios y no estar oprimido por las circunstancias que nos indican otras direcciones.
Una segunda consecuencia se verifica en nuestra vida cuando dejamos operar en nosotros al espíritu de Cristo, de esta manera la relación con Dios se vuelve tan profunda que no puede ser afectada por ninguna realidad o situación.
Entendamos entonces que con la oración no nos liberamos de las pruebas o de los sufrimientos, pero los podemos vivir en unión con Cristo, con sus sufrimientos, en la perspectiva de participar también de su gloria (cfr. Rm. 8,17). Muchas veces, en nuestra oración, le pedimos a Dios que nos libere del mal físico y espiritual, y lo hacemos con gran confianza. Entretanto muchas veces tenemos la impresión de que no somos escuchados y entonces corremos el riesgo de desanimarnos y de no perseverar. En realidad no hay grito humano que no sea escuchado por Dios y justamente en la oración constante y fiel que entendemos con san Pablo que “los sufrimientos del tiempo presente no son un obstáculo a la gloria futura que será revelada en nosotros” (Rm. 8,18). La oración no nos exenta de las pruebas o de los sufrimientos, mas bien –dice san Pablo–, nosotros “gemimos interiormente esperando ser adoptados como hijos, la redención de nuestro cuerpo” (Rm. 8,26).
Él nos dice que la oración no nos exenta del sufrimiento si bien la oración nos permite vivirla y enfrentarla con una fuerza nueva, con la misma confianza de Jesús, quien --según la Carta a los Hebreos--, “en los días de su vida terrena ofreció oraciones y súplicas con fuertes gritos y lágrimas a Dios que podía salvarlo de la muerte, y que debido a su pleno abandono en Él fue escuchado” (5,7). La respuesta de Dios Padre al Hijo, a sus fuertes gritos y lágrimas no fue la liberación de los sufrimientos, pero un exaudir mucho más grande, una respuesta mucho más profunda: a través de la cruz y de la muerte, Dios respondió con la resurrección del Hijo, con la nueva vida. La oración animada por el Espíritu Santo nos lleva además a vivir cada día el camino de la vida con sus pruebas y sufrimientos, con plena esperanza en la confianza de Dios que responde como respondió al Hijo.
Y en tercer lugar, la oración del creyente se abre también a las dimensiones de la humanidad y de todo lo creado, haciéndose cargo de la “ardiente expectativa de la creación, inclinada hacia la revelación de los hijos de Dios” (Rm 8,19). Esto significa que la oración, sostenida por el espíritu de Cristo que habla en lo íntimo de nosotros mismos nunca se queda cerrada en si misma, nunca es una oración solamente por mi, pero se abre para compartir los sufrimientos de nuestro tiempo y de los otros. Se vuelve intercesión hacia los otros y así liberación para mi, y canal de esperanza para toda la creación, expresión de aquel amor de Dios que se ha volcado en nuestros corazones por medio del Espíritu que nos fue dado (cfr. Rm. 5,5). Es justamente esto un signo de una oración verdadera que no termina en nosotros mismos sino que se abre a los otros y así me libera y ayuda para la redención del mundo.
Queridos hermanos y hermanas, san Pablo nos enseña que en nuestra oración tenemos que abrirnos a la presencia del Espíritu Santo, quien reza en nosotros con gemidos inexpresables, para llevarnos a adherir a Dios con todo nuestro corazón y con todo nuestro ser. El espíritu de Cristo se vuelve la fuerza de nuestra oración 'débil', la luz de nuestra oración 'apagada', el fuego de nuestra oración 'árida', donándonos la verdadera libertad interior, enseñándonos a vivir enfrentando las pruebas de la existencia, con la certeza de no estar solos, abriéndonos a los horizontes de la humanidad y de la creación “que gime y sufre dolores de parto” (Rm. 8,22).
Gracias.
María siempre quiere consolar a sus hijos Regina 13 de mayo 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
Al concluir esta celebración litúrgica, el momento de la oración mariana nos invita a todos a acercarnos espiritualmente delante de la imagen de la ‘Virgen del Consuelo’, conservada en la catedral.
Como Madre de la Iglesia, María Santísima quiere siempre consolar a sus hijos en los momentos de mayor dificultad y sufrimiento. Y esta ciudad ha experimentado muchas veces su maternal ayuda. Por lo tanto también hoy nosotros confiamos a su intercesión a todas las personas y las familias de su comunidad que se encuentran en mayor necesidad.
Al mismo tiempo, mediante María invocamos de Dios el consuelo moral para que la comunidad de la ciudad de Arezzo, y toda Italia, reaccione a la tentación del desánimo y, tomando fuerza de la gran tradición humanística retome con decisión la vía de la renovación espiritual y ética, la que solamente puede conducir a una auténtica mejoría de la vida social y civil. Cada uno en esto, puede y debe dar su contribución.
¡Oh María, ‘Virgen del Consuelo’, ruega por nosotros!
Traducido del italiano por Sergio H. Mora
Al concluir esta celebración litúrgica, el momento de la oración mariana nos invita a todos a acercarnos espiritualmente delante de la imagen de la ‘Virgen del Consuelo’, conservada en la catedral.
Como Madre de la Iglesia, María Santísima quiere siempre consolar a sus hijos en los momentos de mayor dificultad y sufrimiento. Y esta ciudad ha experimentado muchas veces su maternal ayuda. Por lo tanto también hoy nosotros confiamos a su intercesión a todas las personas y las familias de su comunidad que se encuentran en mayor necesidad.
Al mismo tiempo, mediante María invocamos de Dios el consuelo moral para que la comunidad de la ciudad de Arezzo, y toda Italia, reaccione a la tentación del desánimo y, tomando fuerza de la gran tradición humanística retome con decisión la vía de la renovación espiritual y ética, la que solamente puede conducir a una auténtica mejoría de la vida social y civil. Cada uno en esto, puede y debe dar su contribución.
¡Oh María, ‘Virgen del Consuelo’, ruega por nosotros!
Traducido del italiano por Sergio H. Mora
'La oración es una valiosa herramienta para superar las pruebas' Audiencia 9 mayo 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy quisiera detenerme en el último episodio en la vida de san Pedro narrado en los Hechos de los Apóstoles: su encarcelamiento por orden de Herodes Agripa y su puesta en libertad por la intervención milagrosa del Ángel del Señor, en la víspera de su juicio en Jerusalén (cf. Hch. 12,1-17).
La historia está una vez más marcada por la oración de la Iglesia. San Lucas, en efecto, escribe: "Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la Iglesia no cesaba de orar a Dios por él" (Hch. 12,5). Y, después de que salió milagrosamente de la cárcel, con motivo de su visita a la casa de María, la madre de Juan llamado Marcos, se dice que "un grupo numeroso se hallaba reunido en oración" (Hch. 12,12). Entre estas dos notas importantes de la actitud de la comunidad cristiana de cara al peligro y a la persecución, viene contada la detención y la liberación de Pedro, que abarca toda la noche. La fuerza de la oración incesante de la Iglesia se eleva a Dios y el Señor escucha y realiza una impensable e inesperada liberación, mediante el envío de su ángel.
La historia recuerda los grandes elementos de la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto, la Pascua hebrea. Como sucede en aquel evento fundamental, también en este caso la acción principal se lleva a cabo por el Ángel del Señor que libera a Pedro. Y las mismas acciones del Apóstol --que se le pide que se ponga de pie rápidamente, ponerse el cinturón y ceñirse las caderas-- reflejan a aquel pueblo elegido en la noche de la liberación por la intervención de Dios, cuando fue invitado a comer a toda prisa el cordero, con las caderas ceñidos, las sandalias en los pies, el bastón en mano, listo para salir del país (cf. Ex. 12,11). Así, Pedro pudo exclamar: "¡Ahora sé que realmente el Señor envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes" (Hch.12,11). Pero el ángel recuerda no sólo la liberación de Israel de Egipto, sino también la Resurrección de Cristo. Nos dicen, en efecto, los Hechos de los Apóstoles: "De pronto apareció el ángel del Señor y una luz resplandeció en el calabozo. El ángel sacudió a Pedro y lo hizo levantar" (Hch. 12,7). La luz que llena la habitación
de la cárcel, el acto mismo de despertar al Apóstol, nos refieren a la luz liberadora de la Pascua del Señor, que vence a las tinieblas de la noche y del mal. La invitación, por último, "Pónte el cinturón y sígueme» (Hch. 12,8), se hace eco en nuestros corazones las palabras de la primera llamada de Jesús (cf. Mc. 1,17), que se repite después de la resurrección en el lago de Tiberíades, donde el Señor dice dos veces a Pedro: "Sígueme" (Jn. 21,19.22). Es una apremiante invitación a seguirlo: solo saliendo de sí mismo para entrar en el camino del Señor y hacer su voluntad, se vive la verdadera libertad.
Me gustaría hacer hincapié en otro aspecto de la actitud de Pedro en la cárcel; se observa, en efecto, que mientras la comunidad cristiana ora fervientemente por él, Pedro, "dormía" (Hch. 12,6). En una situación así crítica y de serio peligro, es una actitud que puede parecer extraña, pero que denota tranquilidad y confianza; él se fía en Dios, sabe que está rodeado por la solidaridad y la oración de los suyos y se abandona totalmente en las manos de Señor. Así debe ser nuestra oración: asidua, en solidaridad con los demás, confiando plenamente en que Dios nos conoce en el fondo y cuida de nosotros al punto que --dice Jesús-- "hasta los cabellos de sus cabezas están todos contados. Así que no teman..." (Mt. 10, 30-31). Pedro vive la noche del cautiverio y de la liberación de la cárcel como un tiempo de su seguimiento al Señor, que vence las tinieblas de la noche y libera de la esclavitud de las cadenas y del peligro de la muerte. Su liberación es prodigiosa, marcada por varios momentos descritos cuidadosamente: guiado por el ángel, a pesar de la vigilancia de los guardias, atraviesa el primero y el segundo puesto de guardia hasta la puerta de hierro que conduce a la ciudad: y la puerta se abre sola frente a ellos (cf. Hch. 12,10). Pedro y el ángel del Señor realizan juntos un largo trecho de camino, hasta que, entrado en sí mismo, el Apóstol es consciente de que el Señor verdaderamente lo ha liberado y, tras haberlo pensado, va a la casa de María, la madre de Marcos, donde muchos de los discípulos están reunidos en oración; una vez más, la respuesta de la comunidad a la dificultad y al peligro es confiar en Dios, fortalecer su relación con Él. Aquí me parece útil recordar otra situación difícil que ha vivido la comunidad cristiana de los orígenes. Santiago habla de ello en su Carta.
Es una comunidad en crisis, en dificultad, no a causa de la persecución, sino porque en su interior hay celos y contiendas (cf. St. 3,14-16). Y el Apóstol se pregunta la razón de esta situación. Se encuentra con dos razones principales: la primera es el dejarse dominar por las pasiones, por la dictadura de sus propios deseos, del egoísmo (cf. St. 4,1-2a); el segundo es la falta de oración: "no piden" (St. 4, 2b) --o la presencia de una oración que no se puede definir como tal-- "Piden y no reciben, porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus pasiones" (St. 4,3). Esta situación cambiaría, según Santiago, si toda la comunidad hablase con Dios, rezando asiduamente y unánime de verdad. Incluso el discurso sobre Dios, de hecho, puede perder su fuerza interior y hasta el testimonio se seca si no están animadas, apoyadas y acompañadas por la oración, por la continuidad de un diálogo vivo con el Señor. Un recordatorio importante para nosotros y nuestras comunidades, tanto las pequeñas como la familia, así como las más amplias como la parroquia, la diócesis, la Iglesia entera. Me hace pensar que han orado en esta comunidad de Santiago, pero han orado mal, sólo para sus propias pasiones. Continuamente debemos aprender a orar bien, realmente orar, orientarla hacia Dios y no hacia el propio bien.
La comunidad, en cambio, que acompaña la prisión de Pedro es realmente una comunidad que ora toda la noche, unida. Y es una alegría que llena los corazones de todos, cuando el apóstol llama a la puerta inesperadamente. Es la alegría y el asombro ante la acción de Dios que escucha. Así que de la Iglesia sale la oración por Pedro y a la Iglesia él regresa para contar "cómo el Señor lo había sacado de la cárcel" (Hch. 12,17). En aquella iglesia, donde él es colocado como roca (cf. Mt 16:18), Pedro cuenta su "Pascua" de liberación: él experimenta que en el seguir a Jesús está la verdadera libertad, está rodeado por la luz radiante de la resurrección, y por esto puede testimoniar hasta el martirio que el Señor es el Resucitado y que "realmente envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes" (Hch. 12,11). El martirio que sufrirá después en Roma, lo unirá definitivamente a Cristo, quien le había dicho: Cuando seas viejo, otro te llevará donde no quieras, para indicar de con qué muerte había de glorificar a Dios (cf. Jn. 21,18-19).
Queridos hermanos y hermanas, el episodio de la liberación de Pedro contado por Lucas nos dice que la Iglesia, cualquiera de nosotros, atraviesa la noche de la prueba, pero es la incesante vigilancia de la oración la que nos sostiene. Yo también, desde el primer momento de mi elección como Sucesor de San Pedro, me he sentido siempre sostenido por las oraciones de ustedes, la oración de la Iglesia, especialmente en los momentos más difíciles. Gracias. Con la oración constante y confiada, el Señor nos libera de las cadenas, nos guía para atravesar cualquier noche de prisión que pueda atenazar nuestro corazón, nos da la paz del corazón para hacer frente a las dificultades de la vida, incluso el rechazo, la oposición, la persecución. El episodio de Pedro muestra el poder de la oración.
Y el Apóstol, aunque en cadenas, se siente confiado, en la certeza de no estar nunca solo: la comunidad está orando por él, el Señor está cerca; él sabe que "el poder de Cristo triunfa en la debilidad" (2 Cor. 12,9). La oración unánime y constante es una valiosa herramienta para superar las pruebas que puedan surgir en el camino de la vida, porque es el estar profundamente unidos con Dios, lo que nos permite también estar profundamente unidos a los demás.
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
Hoy quisiera detenerme en el último episodio en la vida de san Pedro narrado en los Hechos de los Apóstoles: su encarcelamiento por orden de Herodes Agripa y su puesta en libertad por la intervención milagrosa del Ángel del Señor, en la víspera de su juicio en Jerusalén (cf. Hch. 12,1-17).
La historia está una vez más marcada por la oración de la Iglesia. San Lucas, en efecto, escribe: "Mientras Pedro estaba bajo custodia en la prisión, la Iglesia no cesaba de orar a Dios por él" (Hch. 12,5). Y, después de que salió milagrosamente de la cárcel, con motivo de su visita a la casa de María, la madre de Juan llamado Marcos, se dice que "un grupo numeroso se hallaba reunido en oración" (Hch. 12,12). Entre estas dos notas importantes de la actitud de la comunidad cristiana de cara al peligro y a la persecución, viene contada la detención y la liberación de Pedro, que abarca toda la noche. La fuerza de la oración incesante de la Iglesia se eleva a Dios y el Señor escucha y realiza una impensable e inesperada liberación, mediante el envío de su ángel.
La historia recuerda los grandes elementos de la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto, la Pascua hebrea. Como sucede en aquel evento fundamental, también en este caso la acción principal se lleva a cabo por el Ángel del Señor que libera a Pedro. Y las mismas acciones del Apóstol --que se le pide que se ponga de pie rápidamente, ponerse el cinturón y ceñirse las caderas-- reflejan a aquel pueblo elegido en la noche de la liberación por la intervención de Dios, cuando fue invitado a comer a toda prisa el cordero, con las caderas ceñidos, las sandalias en los pies, el bastón en mano, listo para salir del país (cf. Ex. 12,11). Así, Pedro pudo exclamar: "¡Ahora sé que realmente el Señor envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes" (Hch.12,11). Pero el ángel recuerda no sólo la liberación de Israel de Egipto, sino también la Resurrección de Cristo. Nos dicen, en efecto, los Hechos de los Apóstoles: "De pronto apareció el ángel del Señor y una luz resplandeció en el calabozo. El ángel sacudió a Pedro y lo hizo levantar" (Hch. 12,7). La luz que llena la habitación
de la cárcel, el acto mismo de despertar al Apóstol, nos refieren a la luz liberadora de la Pascua del Señor, que vence a las tinieblas de la noche y del mal. La invitación, por último, "Pónte el cinturón y sígueme» (Hch. 12,8), se hace eco en nuestros corazones las palabras de la primera llamada de Jesús (cf. Mc. 1,17), que se repite después de la resurrección en el lago de Tiberíades, donde el Señor dice dos veces a Pedro: "Sígueme" (Jn. 21,19.22). Es una apremiante invitación a seguirlo: solo saliendo de sí mismo para entrar en el camino del Señor y hacer su voluntad, se vive la verdadera libertad.
Me gustaría hacer hincapié en otro aspecto de la actitud de Pedro en la cárcel; se observa, en efecto, que mientras la comunidad cristiana ora fervientemente por él, Pedro, "dormía" (Hch. 12,6). En una situación así crítica y de serio peligro, es una actitud que puede parecer extraña, pero que denota tranquilidad y confianza; él se fía en Dios, sabe que está rodeado por la solidaridad y la oración de los suyos y se abandona totalmente en las manos de Señor. Así debe ser nuestra oración: asidua, en solidaridad con los demás, confiando plenamente en que Dios nos conoce en el fondo y cuida de nosotros al punto que --dice Jesús-- "hasta los cabellos de sus cabezas están todos contados. Así que no teman..." (Mt. 10, 30-31). Pedro vive la noche del cautiverio y de la liberación de la cárcel como un tiempo de su seguimiento al Señor, que vence las tinieblas de la noche y libera de la esclavitud de las cadenas y del peligro de la muerte. Su liberación es prodigiosa, marcada por varios momentos descritos cuidadosamente: guiado por el ángel, a pesar de la vigilancia de los guardias, atraviesa el primero y el segundo puesto de guardia hasta la puerta de hierro que conduce a la ciudad: y la puerta se abre sola frente a ellos (cf. Hch. 12,10). Pedro y el ángel del Señor realizan juntos un largo trecho de camino, hasta que, entrado en sí mismo, el Apóstol es consciente de que el Señor verdaderamente lo ha liberado y, tras haberlo pensado, va a la casa de María, la madre de Marcos, donde muchos de los discípulos están reunidos en oración; una vez más, la respuesta de la comunidad a la dificultad y al peligro es confiar en Dios, fortalecer su relación con Él. Aquí me parece útil recordar otra situación difícil que ha vivido la comunidad cristiana de los orígenes. Santiago habla de ello en su Carta.
Es una comunidad en crisis, en dificultad, no a causa de la persecución, sino porque en su interior hay celos y contiendas (cf. St. 3,14-16). Y el Apóstol se pregunta la razón de esta situación. Se encuentra con dos razones principales: la primera es el dejarse dominar por las pasiones, por la dictadura de sus propios deseos, del egoísmo (cf. St. 4,1-2a); el segundo es la falta de oración: "no piden" (St. 4, 2b) --o la presencia de una oración que no se puede definir como tal-- "Piden y no reciben, porque piden mal, con el único fin de satisfacer sus pasiones" (St. 4,3). Esta situación cambiaría, según Santiago, si toda la comunidad hablase con Dios, rezando asiduamente y unánime de verdad. Incluso el discurso sobre Dios, de hecho, puede perder su fuerza interior y hasta el testimonio se seca si no están animadas, apoyadas y acompañadas por la oración, por la continuidad de un diálogo vivo con el Señor. Un recordatorio importante para nosotros y nuestras comunidades, tanto las pequeñas como la familia, así como las más amplias como la parroquia, la diócesis, la Iglesia entera. Me hace pensar que han orado en esta comunidad de Santiago, pero han orado mal, sólo para sus propias pasiones. Continuamente debemos aprender a orar bien, realmente orar, orientarla hacia Dios y no hacia el propio bien.
La comunidad, en cambio, que acompaña la prisión de Pedro es realmente una comunidad que ora toda la noche, unida. Y es una alegría que llena los corazones de todos, cuando el apóstol llama a la puerta inesperadamente. Es la alegría y el asombro ante la acción de Dios que escucha. Así que de la Iglesia sale la oración por Pedro y a la Iglesia él regresa para contar "cómo el Señor lo había sacado de la cárcel" (Hch. 12,17). En aquella iglesia, donde él es colocado como roca (cf. Mt 16:18), Pedro cuenta su "Pascua" de liberación: él experimenta que en el seguir a Jesús está la verdadera libertad, está rodeado por la luz radiante de la resurrección, y por esto puede testimoniar hasta el martirio que el Señor es el Resucitado y que "realmente envió a su ángel y me libró de las manos de Herodes" (Hch. 12,11). El martirio que sufrirá después en Roma, lo unirá definitivamente a Cristo, quien le había dicho: Cuando seas viejo, otro te llevará donde no quieras, para indicar de con qué muerte había de glorificar a Dios (cf. Jn. 21,18-19).
Queridos hermanos y hermanas, el episodio de la liberación de Pedro contado por Lucas nos dice que la Iglesia, cualquiera de nosotros, atraviesa la noche de la prueba, pero es la incesante vigilancia de la oración la que nos sostiene. Yo también, desde el primer momento de mi elección como Sucesor de San Pedro, me he sentido siempre sostenido por las oraciones de ustedes, la oración de la Iglesia, especialmente en los momentos más difíciles. Gracias. Con la oración constante y confiada, el Señor nos libera de las cadenas, nos guía para atravesar cualquier noche de prisión que pueda atenazar nuestro corazón, nos da la paz del corazón para hacer frente a las dificultades de la vida, incluso el rechazo, la oposición, la persecución. El episodio de Pedro muestra el poder de la oración.
Y el Apóstol, aunque en cadenas, se siente confiado, en la certeza de no estar nunca solo: la comunidad está orando por él, el Señor está cerca; él sabe que "el poder de Cristo triunfa en la debilidad" (2 Cor. 12,9). La oración unánime y constante es una valiosa herramienta para superar las pruebas que puedan surgir en el camino de la vida, porque es el estar profundamente unidos con Dios, lo que nos permite también estar profundamente unidos a los demás.
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
El martirio de san Esteban, fructífera relación entre la palabra de Dios y la oración Audiencia General 3 de mayo 2012
Queridos hermanos y hermanas:
En la última catequesis hemos visto cómo, en la oración personal y comunitaria, la lectura y la meditación de la sagrada escritura nos abren a la escucha de Dios, que nos habla e infunde luz para entender el presente. Hoy me gustaría hablar sobre el testimonio y la oración del primer mártir de la Iglesia, san Esteban, uno de los siete elegidos para el servicio de la caridad hacia los necesitados. En el momento de su martirio, narrado en los Hechos de los Apóstoles, se manifiesta, nuevamente, la fructífera relación entre la palabra de Dios y la oración.
Esteban es llevado a juicio ante el Sanedrín, donde se le acusa de haber declarado que "Jesús... destruiría este Lugar [el templo], y cambiaría las costumbres que Moisés nos transmitió" (Hch. 6,14). Durante su vida pública, Jesús había predicho efectivamente la destrucción del Templo de Jerusalén: "Destruyan este santuario y en tres días lo levantaré" (Jn. 2,19). Sin embargo, como señala el evangelista Juan, "hablaba del santuario de su cuerpo. Cuando, fue levantado, pues de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús" (Jn. 2,21-22).
El discurso de Esteban ante el tribunal, el más largo de los Hechos de los Apóstoles, se desarrolla justamente sobre esta profecía de Jesús, el cual es el nuevo templo, inaugura el nuevo culto, y reemplaza con la ofrenda de sí mismo en la cruz, los sacrificios antiguos. Esteban quiere demostrar lo infundado de la acusación de que está subvertiendo la ley de Moisés y presenta su visión de la historia de la salvación, la alianza entre Dios y el hombre. Relee así todo el relato bíblico, itinerario contenido en la Sagrada Escritura, para mostrar que aquel conduce al "lugar" de la presencia definitiva de Dios, que es Jesucristo, especialmente en su Pasión, Muerte y Resurrección. En esta perspectiva, Esteban también lee su condición de discípulo de Jesús, siguiéndolo hasta el martirio. La meditación sobre la Sagrada Escritura le permite entender así su misión, su vida, su presente. En esto está guiado por la luz del Espíritu Santo, por su relación íntima con el Señor, tanto que los miembros del Sanedrín vieron su rostro "como el de un ángel" (Hch. 6,15). Este signo de la asistencia divina, refiere al rostro radiante de Moisés bajado del Monte Sinaí después de haberse encontrado con Dios (cf. Ex. 34,29-35, 2 Cor. 3,7-8).
En su discurso, Esteban comienza a partir de la llamada de Abraham, un peregrino en la tierra dada por Dios y que tenía sólo una promesa; después va a José, vendido por sus hermanos, pero asistido y liberado por Dios; para llegar a Moisés, que se convierte en un instrumento de Dios para liberar a su pueblo, pero que encuentra muchas veces el rechazo de su propio pueblo. En estos acontecimientos narrados en la Sagrada Escritura, los que Esteban demuestra estar en escucha religiosa, surge siempre Dios, que no se cansa de ir al encuentro del hombre, a pesar de encontrar a menudo una oposición obstinada. Y esto en el pasado, en el presente y en el futuro. Por lo tanto, en todo el Antiguo Testamento él ve una prefiguración del acontecimiento de Jesús mismo, el Hijo de Dios hecho carne, que como los antiguos padres, encuentra obstáculos, rechazo, muerte. Esteban se refiere luego a Josué, a David y a Salomón, puestos en relación con la construcción del templo de Jerusalén, y concluye con las palabras del profeta Isaías (66,1-2): "Los cielos son mi trono y la tierra la alfombra de mis pies. Pues ¿qué casa me van a edificar, o qué lugar de reposo, si el universo lo hizo mi mano y todo vino al ser? –oráculo del Señor--?" (Hch. 7,49-50). En su reflexión sobre la acción de Dios en la historia de la salvación, poniendo de relieve la perenne tentación de rechazar a Dios y su acción, él dice que Jesús es el Justo anunciado por los profetas; en Él, Dios mismo se ha hecho presente de una manera única y definitiva: Jesús es el "lugar" del verdadero culto. Esteban no niega la importancia del templo, pero hace hincapié en que "Dios no habita en casas prefabricadas por manos humanas" (Hch. 7,48). El nuevo templo verdadero en el cual habita Dios es su Hijo, que tomó forma humana, es la humanidad de Cristo, el Resucitado, que reúne a los pueblos y los une en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La expresión acerca del templo "no prefabricado por manos humanas", se encuentra también en la teología de san Pablo y en la Carta a los Hebreos: el cuerpo de Jesús, que Él ha asumido para ofrecerse a sí mismo como sacrificio para expiar los pecados, es el nuevo templo de Dios, el lugar de la presencia del Dios vivo; en Él, Dios y hombre, Dios y el mundo están realmente en contacto: Jesús carga sobre sí todo el pecado de la humanidad para llevarlo al amor de Dios y "quemarlo" con ese amor. Aproximarse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, es entrar en esta transformación. Y esto es entrar en contacto con Dios, entrar en el templo real.
La vida y el discurso de Esteban se interrumpen repentinamente por la lapidación, pero justamente su martirio es el cumplimiento de su vida y de su mensaje: se hace uno con Cristo. Así, su reflexión sobre la acción de Dios en la historia, sobre la palabra de Dios que en Jesús ha encontrado su realización, se convierte en una participación en la oración de la Cruz. Antes de morir, dice: "Señor Jesús, recibe mi espíritu" (Hch. 7,59), apropiándose de las palabras del Salmo 31, 6, y haciéndose eco de las últimas palabras de Jesús en el Calvario: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc. 23,46); y, por último, al igual que Jesús, grita a gran voz frente a los que lo apedreaban: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado" (Hch. 7,60). Notamos que, mientras que la oración de Esteban retoma la de Jesús, el destinatario es diferente, porque la invocación se dirige al mismo Señor, es decir a Jesús que contempla glorificado a la derecha del Padre: "Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios" (v. 55).
Queridos hermanos y hermanas, el testimonio de san Esteban nos da algunas pistas para nuestra oración y nuestra vida. Nos podemos preguntar: ¿De dónde este primer mártir cristiano sacó la fuerza para hacer frente a sus perseguidores y llegar hasta la entrega de sí mismo? La respuesta es simple: de su relación con Dios, de su comunión con Cristo, por la meditación sobre la historia de la salvación, de ver la acción de Dios, que en Jesucristo llegó al culmen. También nuestra oración debe ser alimentada por la escucha de la palabra de Dios, en la comunión con Jesús y con su iglesia.
Un segundo elemento: san Esteban ve prefigurada, en la historia de la relación de amor entre Dios y el hombre, la figura y la misión de Jesús, Él --el Hijo de Dios--, es el templo "no prefabricado por manos humanas" en donde la presencia de Dios Padre se hizo así de cercana, como para entrar en nuestra carne humana y llevarnos a Dios, para abrirnos las puertas del Cielo. Nuestra oración, entonces, debe ser la contemplación de Jesús a la diestra de Dios, de Jesús como Señor de la nuestra, de mi existencia diaria. En él, bajo la guía del Espíritu Santo, nosotros también podemos dirigirnos a Dios, entrar en contacto real con Dios con la confianza y el abandono de los hijos que acuden a un Padre que los ama infinitamente. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
En la última catequesis hemos visto cómo, en la oración personal y comunitaria, la lectura y la meditación de la sagrada escritura nos abren a la escucha de Dios, que nos habla e infunde luz para entender el presente. Hoy me gustaría hablar sobre el testimonio y la oración del primer mártir de la Iglesia, san Esteban, uno de los siete elegidos para el servicio de la caridad hacia los necesitados. En el momento de su martirio, narrado en los Hechos de los Apóstoles, se manifiesta, nuevamente, la fructífera relación entre la palabra de Dios y la oración.
Esteban es llevado a juicio ante el Sanedrín, donde se le acusa de haber declarado que "Jesús... destruiría este Lugar [el templo], y cambiaría las costumbres que Moisés nos transmitió" (Hch. 6,14). Durante su vida pública, Jesús había predicho efectivamente la destrucción del Templo de Jerusalén: "Destruyan este santuario y en tres días lo levantaré" (Jn. 2,19). Sin embargo, como señala el evangelista Juan, "hablaba del santuario de su cuerpo. Cuando, fue levantado, pues de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús" (Jn. 2,21-22).
El discurso de Esteban ante el tribunal, el más largo de los Hechos de los Apóstoles, se desarrolla justamente sobre esta profecía de Jesús, el cual es el nuevo templo, inaugura el nuevo culto, y reemplaza con la ofrenda de sí mismo en la cruz, los sacrificios antiguos. Esteban quiere demostrar lo infundado de la acusación de que está subvertiendo la ley de Moisés y presenta su visión de la historia de la salvación, la alianza entre Dios y el hombre. Relee así todo el relato bíblico, itinerario contenido en la Sagrada Escritura, para mostrar que aquel conduce al "lugar" de la presencia definitiva de Dios, que es Jesucristo, especialmente en su Pasión, Muerte y Resurrección. En esta perspectiva, Esteban también lee su condición de discípulo de Jesús, siguiéndolo hasta el martirio. La meditación sobre la Sagrada Escritura le permite entender así su misión, su vida, su presente. En esto está guiado por la luz del Espíritu Santo, por su relación íntima con el Señor, tanto que los miembros del Sanedrín vieron su rostro "como el de un ángel" (Hch. 6,15). Este signo de la asistencia divina, refiere al rostro radiante de Moisés bajado del Monte Sinaí después de haberse encontrado con Dios (cf. Ex. 34,29-35, 2 Cor. 3,7-8).
En su discurso, Esteban comienza a partir de la llamada de Abraham, un peregrino en la tierra dada por Dios y que tenía sólo una promesa; después va a José, vendido por sus hermanos, pero asistido y liberado por Dios; para llegar a Moisés, que se convierte en un instrumento de Dios para liberar a su pueblo, pero que encuentra muchas veces el rechazo de su propio pueblo. En estos acontecimientos narrados en la Sagrada Escritura, los que Esteban demuestra estar en escucha religiosa, surge siempre Dios, que no se cansa de ir al encuentro del hombre, a pesar de encontrar a menudo una oposición obstinada. Y esto en el pasado, en el presente y en el futuro. Por lo tanto, en todo el Antiguo Testamento él ve una prefiguración del acontecimiento de Jesús mismo, el Hijo de Dios hecho carne, que como los antiguos padres, encuentra obstáculos, rechazo, muerte. Esteban se refiere luego a Josué, a David y a Salomón, puestos en relación con la construcción del templo de Jerusalén, y concluye con las palabras del profeta Isaías (66,1-2): "Los cielos son mi trono y la tierra la alfombra de mis pies. Pues ¿qué casa me van a edificar, o qué lugar de reposo, si el universo lo hizo mi mano y todo vino al ser? –oráculo del Señor--?" (Hch. 7,49-50). En su reflexión sobre la acción de Dios en la historia de la salvación, poniendo de relieve la perenne tentación de rechazar a Dios y su acción, él dice que Jesús es el Justo anunciado por los profetas; en Él, Dios mismo se ha hecho presente de una manera única y definitiva: Jesús es el "lugar" del verdadero culto. Esteban no niega la importancia del templo, pero hace hincapié en que "Dios no habita en casas prefabricadas por manos humanas" (Hch. 7,48). El nuevo templo verdadero en el cual habita Dios es su Hijo, que tomó forma humana, es la humanidad de Cristo, el Resucitado, que reúne a los pueblos y los une en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La expresión acerca del templo "no prefabricado por manos humanas", se encuentra también en la teología de san Pablo y en la Carta a los Hebreos: el cuerpo de Jesús, que Él ha asumido para ofrecerse a sí mismo como sacrificio para expiar los pecados, es el nuevo templo de Dios, el lugar de la presencia del Dios vivo; en Él, Dios y hombre, Dios y el mundo están realmente en contacto: Jesús carga sobre sí todo el pecado de la humanidad para llevarlo al amor de Dios y "quemarlo" con ese amor. Aproximarse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, es entrar en esta transformación. Y esto es entrar en contacto con Dios, entrar en el templo real.
La vida y el discurso de Esteban se interrumpen repentinamente por la lapidación, pero justamente su martirio es el cumplimiento de su vida y de su mensaje: se hace uno con Cristo. Así, su reflexión sobre la acción de Dios en la historia, sobre la palabra de Dios que en Jesús ha encontrado su realización, se convierte en una participación en la oración de la Cruz. Antes de morir, dice: "Señor Jesús, recibe mi espíritu" (Hch. 7,59), apropiándose de las palabras del Salmo 31, 6, y haciéndose eco de las últimas palabras de Jesús en el Calvario: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc. 23,46); y, por último, al igual que Jesús, grita a gran voz frente a los que lo apedreaban: "Señor, no les tengas en cuenta este pecado" (Hch. 7,60). Notamos que, mientras que la oración de Esteban retoma la de Jesús, el destinatario es diferente, porque la invocación se dirige al mismo Señor, es decir a Jesús que contempla glorificado a la derecha del Padre: "Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios" (v. 55).
Queridos hermanos y hermanas, el testimonio de san Esteban nos da algunas pistas para nuestra oración y nuestra vida. Nos podemos preguntar: ¿De dónde este primer mártir cristiano sacó la fuerza para hacer frente a sus perseguidores y llegar hasta la entrega de sí mismo? La respuesta es simple: de su relación con Dios, de su comunión con Cristo, por la meditación sobre la historia de la salvación, de ver la acción de Dios, que en Jesucristo llegó al culmen. También nuestra oración debe ser alimentada por la escucha de la palabra de Dios, en la comunión con Jesús y con su iglesia.
Un segundo elemento: san Esteban ve prefigurada, en la historia de la relación de amor entre Dios y el hombre, la figura y la misión de Jesús, Él --el Hijo de Dios--, es el templo "no prefabricado por manos humanas" en donde la presencia de Dios Padre se hizo así de cercana, como para entrar en nuestra carne humana y llevarnos a Dios, para abrirnos las puertas del Cielo. Nuestra oración, entonces, debe ser la contemplación de Jesús a la diestra de Dios, de Jesús como Señor de la nuestra, de mi existencia diaria. En él, bajo la guía del Espíritu Santo, nosotros también podemos dirigirnos a Dios, entrar en contacto real con Dios con la confianza y el abandono de los hijos que acuden a un Padre que los ama infinitamente. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
'En la Iglesia se descubre que la vida de cada hombre es una historia de amor' Regina 29 de abril 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
Acaba de terminar, en la basílica de San Pedro, la celebración eucarística en la que he ordenado a nueve presbíteros nuevos para la diócesis de Roma. Demos gracias a Dios por este regalo, ¡un signo de su amor providente y fiel a la iglesia! Estrechémonos espiritualmente en torno a estos nuevos sacerdotes y recemos para que acojan plenamente la gracia del sacramento que los ha conformado con Cristo Sacerdote y Pastor. Y recemos para que todos los jóvenes estén atentos a la voz de Dios que habla interiomente a su corazón y los llama a desprenderse de todo para que le sirvan. A este objetivo está dedicada la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones de hoy. En efecto, el Señor llama siempre, pero muchas veces no lo escuchamos. Estamos distraídos por muchas cosas, por otras voces más superficiales; y después tenemos miedo de escuchar la voz del Señor, porque pensamos que puede cortarnos la libertad. En realidad, cada uno de nosotros es fruto del amor: ciertamente, del amor de los padres, pero, más profundamente, del amor de Dios. La biblia dice: si aunque tu madre no te quisiera, yo te quiero, porque te conozco y te amo (cf. Is. 49,15). En el momento que me doy cuenta de este amor, mi vida cambia: se convierte en una respuesta a este amor, más grande que cualquier otro, y así se realiza plenamente mi libertad.
Los jóvenes que hoy he consagrado sacerdotes no son diferentes de otros jóvenes, pero han sido profundamente tocados por la belleza del amor de Dios, y no podían dejar de responder con toda su vida. ¿Cómo han conocido el amor de Dios? Lo han encontrado en Jesucristo, en su evangelio, en la eucaristía y en la comunidad eclesial. En la Iglesia se descubre que la vida de cada hombre es una historia de amor. Lo muestra claramente la sagrada escritura, y lo confirma el testimonio de los santos. Un ejemplo es la expresión de san Agustín en sus Confesiones, que se vuelve a Dios y le dice: «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo fuera ... Tú estabas conmigo, y yo no estaba contigo ... Pero me has llamado, y tu grito le ha ganado a mi sordera" (X, 27.38).
Queridos amigos, recemos por la iglesia, por cada comunidad local, para que sea como un jardín regado, donde pueden germinar y crecer todas las semillas de la vocación que Dios siembra en abundancia. Oremos para que todos cultiven este jardín, en la alegría de sentirse todos llamados, en la variedad de los dones. En particular, que las familias sean el primer lugar en el que se "respire" el amor de Dios, que da la fuerza interior, incluso en medio de las dificultades y las pruebas de la vida. Quien vive en familia la experiencia del amor de Dios, recibe un don inestimable, que da fruto a su tiempo. Que nos conceda todo esto la Santísima Virgen María, modelo de acogida libre y obediente a la llamada divina, Madre de toda vocación en la iglesia.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
Acaba de terminar, en la basílica de San Pedro, la celebración eucarística en la que he ordenado a nueve presbíteros nuevos para la diócesis de Roma. Demos gracias a Dios por este regalo, ¡un signo de su amor providente y fiel a la iglesia! Estrechémonos espiritualmente en torno a estos nuevos sacerdotes y recemos para que acojan plenamente la gracia del sacramento que los ha conformado con Cristo Sacerdote y Pastor. Y recemos para que todos los jóvenes estén atentos a la voz de Dios que habla interiomente a su corazón y los llama a desprenderse de todo para que le sirvan. A este objetivo está dedicada la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones de hoy. En efecto, el Señor llama siempre, pero muchas veces no lo escuchamos. Estamos distraídos por muchas cosas, por otras voces más superficiales; y después tenemos miedo de escuchar la voz del Señor, porque pensamos que puede cortarnos la libertad. En realidad, cada uno de nosotros es fruto del amor: ciertamente, del amor de los padres, pero, más profundamente, del amor de Dios. La biblia dice: si aunque tu madre no te quisiera, yo te quiero, porque te conozco y te amo (cf. Is. 49,15). En el momento que me doy cuenta de este amor, mi vida cambia: se convierte en una respuesta a este amor, más grande que cualquier otro, y así se realiza plenamente mi libertad.
Los jóvenes que hoy he consagrado sacerdotes no son diferentes de otros jóvenes, pero han sido profundamente tocados por la belleza del amor de Dios, y no podían dejar de responder con toda su vida. ¿Cómo han conocido el amor de Dios? Lo han encontrado en Jesucristo, en su evangelio, en la eucaristía y en la comunidad eclesial. En la Iglesia se descubre que la vida de cada hombre es una historia de amor. Lo muestra claramente la sagrada escritura, y lo confirma el testimonio de los santos. Un ejemplo es la expresión de san Agustín en sus Confesiones, que se vuelve a Dios y le dice: «¡Tarde te amé, belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, y yo fuera ... Tú estabas conmigo, y yo no estaba contigo ... Pero me has llamado, y tu grito le ha ganado a mi sordera" (X, 27.38).
Queridos amigos, recemos por la iglesia, por cada comunidad local, para que sea como un jardín regado, donde pueden germinar y crecer todas las semillas de la vocación que Dios siembra en abundancia. Oremos para que todos cultiven este jardín, en la alegría de sentirse todos llamados, en la variedad de los dones. En particular, que las familias sean el primer lugar en el que se "respire" el amor de Dios, que da la fuerza interior, incluso en medio de las dificultades y las pruebas de la vida. Quien vive en familia la experiencia del amor de Dios, recibe un don inestimable, que da fruto a su tiempo. Que nos conceda todo esto la Santísima Virgen María, modelo de acogida libre y obediente a la llamada divina, Madre de toda vocación en la iglesia.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
El primado de la oración y del anuncio de la Palabra de Dios Audiencia 25 abril de 2012
Queridos hermanos y hermanas:
En la última catequesis, mostré que la Iglesia desde el inicio de su recorrido, ha debido afrontar situaciones imprevistas, cuestiones nuevas y situaciones de emergencia a las que ha tratado de responder a la luz de la fe, dejándose guiar por el Espíritu Santo. Hoy quisiera detenerme a reflexionar sobre otra de estas situaciones, un problema serio que la primera comunidad cristiana de Jerusalén tuvo que enfrentar y resolver, como san Lucas narra en el sexto capítulo de los Hechos de los Apóstoles, referido al ministerio de la caridad ante las personas solas y necesitadas de asistencia y ayuda. La cuestión no es secundaria para la Iglesia y amenazó en ese momento con crear divisiones dentro de la misma; el número de discípulos, de hecho, fue en aumento, pero los de lengua griega comenzaron a quejarse contra los de lengua hebrea, porque sus viudas eran desatendidas en la distribución diaria (cf. Hch. 6,1). Frente a esta emergencia relacionada con un aspecto esencial en la vida de la comunidad, es decir, la caridad con los débiles, los pobres, los indefensos y la justicia, los apóstoles convocaron a todo el grupo de discípulos. En este tiempo de emergencia pastoral sobresale el discernimiento hecho por los apóstoles. Ellos se enfrentan a la exigencia primordial de proclamar la palabra de Dios de acuerdo con el mandato del Señor, pero aún siendo esta la primera exigencia de la Iglesia, consideran igualmente en serio el deber de la caridad y la justicia, es decir, el deber de ayudar a las viudas, a los pobres, de proveer con amor a las necesidades en que se encuentran los hermanos y hermanas, para responder al mandato de Jesús: ámense unos a otros como yo os los he amado (cf. Jn. 15,12.17 ).
Así, las dos realidades que se deben vivir en la Iglesia: la predicación de la palabra, la primacía de Dios, y la caridad práctica, la justicia, están creando dificultades y se debe encontrar una solución, para que ambas puedan tener su lugar, su relación justa. La reflexión de los apóstoles es muy clara, dicen, como hemos escuchado: "No está bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, busquen de entre ustedes a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de saber, y los pondremos al frente de esta tarea; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra" (Hch. 6, 2-4).
Hay dos cosas que aparecen: en primer lugar, existe desde aquel momento en la iglesia, un ministerio de la caridad. La Iglesia no solo debe proclamar la palabra, sino también cumplir la palabra, que es amor y verdad. Y, en segundo lugar, estos hombres no solo deben gozar de buena reputación, sino que deben ser hombres llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, es decir, que no pueden ser solo organizadores que saben cómo "hacer" sino que deben "hacer" según el espíritu de la fe con la la luz de Dios, en la sabiduría del corazón; y por lo tanto su función --si bien es sobretodo práctica--, es sin embargo una función espiritual. La caridad y la justicia no son solo acciones sociales, sino son acciones espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo. Así que podemos decir que esta situación se enfrenta con una gran responsabilidad por parte de los apóstoles que toman esta decisión: son elegidos siete hombres; los apóstoles oran para pedir la fuerza del Espíritu Santo; y luego les imponen las manos para que se dediquen de manera particular a este servicio de la caridad. Por lo tanto, en la vida de la iglesia, en los primeros pasos que realiza, se refleja en un cierto modo lo que sucedió durante la vida pública de Jesús, en casa de Marta y María en Betania. Marta estaba abrumada con el servicio de ofrecer hospitalidad a Jesús y a sus discípulos; María, sin embargo, se dedica a la escucha de la palabra del Señor (cf. Lc. 10,38-42). En ambos casos, no se oponen los momentos de oración y escucha de Dios, con la actividad diaria, con el ejercicio de la caridad. El llamado de Jesús: "Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada" (Lc. 10,41-42), así como la reflexión de los apóstoles: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch. 6,4), muestran la prioridad que debemos darle a Dios; yo no entraría ahora en la interpretación de esta perícopa Marta-María. En cualquier caso, no se condena la actividad por el prójimo, por el otro, pero se subraya que debe ser penetrada interiormente también por el espíritu de la contemplación. Por otro lado, san Agustín dice que esta realidad de María es una visión de nuestra situación en el cielo, por lo que en la tierra nunca podremos tenerlo toda, pero un poco de la anticipación sí debe estar presente en toda nuestra actividad. Debe estar presente también la contemplación de Dios. No debemos perdernos en el activismo puro, sino siempre dejarnos penetrar en nuestras actividades de la luz de la palabra de Dios y así aprender la verdadera caridad, el verdadero servicio a los demás, que no necesita de tantas cosas --necesita sin duda de las cosas necesarias--, pero sobre todo tiene necesidad del afecto de nuestro corazón, de la luz de Dios.
San Ambrosio, comentando el episodio de Marta y María, exhorta de este modo a sus fieles y también a nosotros: "Buscamos tener también nosotros, aquello que no se nos puede quitar, dándole a la palabra del Señor una diligente atención, no distraída: ocurre también con las semillas de la palabra divina, que se pierden si se plantan a lo largo del camino. Te estimule también a ti, como a María, el deseo de saber: este es la más grande, la obra más perfecta" Y añade también que: "el cuidado por el ministerio no distraiga la atención de la palabra divina", por la oración (Expositio Evangelii secundum Lucam, VII, 85: PL 15, 1720). Los santos, por lo tanto, han experimentado una profunda unidad de vida entre la oración y la acción, entre el amor total a Dios y el amor a los hermanos. San Bernardo, que es un modelo de armonía entre la contemplación y la actividad, en su libro De consideratione, dirigido al papa Inocencio II para ofrecerle algunas reflexiones sobre su ministerio, insiste precisamente en la importancia del recogimiento interior, de la oración para defenderse de los peligros de una actividad excesiva, cualquiera que sea la condición en la que se encuentra y la tarea que se esté llevando a cabo. San Bernardo dice que las muchas ocupaciones, una vida frenética, a menudo terminan endureciendo el corazón y hacen sufrir el espíritu (cf. II, 3).
Es un valioso recordatorio para nosotros hoy, acostumbrados a evaluar todo con el criterio de la productividad y de la eficiencia. El pasaje de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda la importancia del trabajo --sin duda se crea un verdadero ministerio--, del compromiso en la actividad diaria que se lleva a cabo con responsabilidad y dedicación, pero también nuestra necesidad de Dios, de su orientación, de su luz que nos da fortaleza y esperanza. Sin la oración diaria fielmente vivida, nuestra acción se vacía, pierde su alma profunda, se reduce a un simple activismo sencillo que con el tiempo nos deja insatisfechos. Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana para ser recitada antes de una actividad, que dice: «Actiones nostras, quæsumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur», es decir, "Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar, tenga siempre en ti su principio y en ti su cumplimiento". Cada paso de nuestra vida, cada acción, incluso en la iglesia, debe estar realizada ante Dios, a la luz de su palabra.
En la catequesis del pasado miércoles, había subrayado la oración unánime de la primera comunidad cristiana frente a la prueba y cómo, justamente en la oración, en la meditación de la sagrada escritura, ha podido entender los acontecimientos que estaban ocurriendo. Cuando la oración se nutre de la palabra de Dios, podemos ver la realidad con nuevos ojos, con los ojos de la fe y el Señor, que habla a la mente y al corazón, da una nueva luz al camino en todo momento y en cualquier situación. Creemos en el poder de la palabra de Dios y en la oración. Incluso la dificultad que estaba experimentando la Iglesia frente al problema del servicio a los pobres, a la cuestión de la caridad, viene superada a través de la oración, a la luz de Dios, del Espíritu Santo. Los apóstoles no se limitan a ratificar la elección de Esteban y de los demás hombres. Sino "habiendo hecho oración, les impusieron las manos" (Hch. 6,6). El evangelista recordará estos gestos de nuevo en la elección de Pablo y Bernabé, donde leemos: "Después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y los enviaron" (Hch. 13,3). Confirma una vez más que el servicio práctico de la caridad es un servicio espiritual. Ambas realidades deben ir juntas.
Con el gesto de la imposición de las manos, los apóstoles confieren un ministerio particular a siete hombres, para que se les diera la correspondiente gracia. El énfasis de la oración, "después de haber rezado", es importante porque pone de relieve la dimensión espiritual del gesto; no se trata simplemente de asignar un encargo como en una organización social, sino que es un acontecimiento eclesial en que el Espíritu Santo toma posesión de siete hombres escogidos por la iglesia, consagrándolos en la Verdad que es Jesucristo: Él es el protagonista silencioso, presente en la imposición de las manos para que los elegidos sean transformados por su poder y santificados para hacer frente a los desafíos prácticos, los desafíos pastorales. Y el énfasis en la oración nos recuerda también que solo por la relación íntima con Dios, cultivada todos los días, nace la respuesta a la elección del Señor y se le confían todos los ministerios en la iglesia.
Queridos hermanos y hermanas, el problema pastoral que llevó a los apóstoles a elegir y a imponer las manos sobre siete varones encargados del servicio de la caridad, para dedicarse ellos a la oración y a la proclamación de la Palabra, nos señala también a nosotros, la primacía de la oración y de la palabra de Dios, que, sin embargo, produce luego también la acción pastoral. Para los pastores esta es la primera y más valiosa forma de servicio a la grey a ellos confiada. Si los pulmones de la oración y la palabra de Dios no alimentan la respiración de nuestra vida espiritual, corremos el riesgo de asfixiarnos en medio de miles de cosas todos los días: la oración es la respiración del alma y de la vida. Y hay otro valioso llamado que me gustaría destacar: en la relación con Dios, en la escucha de su Palabra, en el diálogo con Dios, incluso cuando estamos en el silencio de una Iglesia o en nuestra habitación, estamos unidos en el Señor con muchos hermanos y hermanas en la fe, como un conjunto de instrumentos que, a pesar de su individualidad, elevan una única y gran sinfonía de intercesiones a Dios, de acción de gracias y de alabanzas.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
En la última catequesis, mostré que la Iglesia desde el inicio de su recorrido, ha debido afrontar situaciones imprevistas, cuestiones nuevas y situaciones de emergencia a las que ha tratado de responder a la luz de la fe, dejándose guiar por el Espíritu Santo. Hoy quisiera detenerme a reflexionar sobre otra de estas situaciones, un problema serio que la primera comunidad cristiana de Jerusalén tuvo que enfrentar y resolver, como san Lucas narra en el sexto capítulo de los Hechos de los Apóstoles, referido al ministerio de la caridad ante las personas solas y necesitadas de asistencia y ayuda. La cuestión no es secundaria para la Iglesia y amenazó en ese momento con crear divisiones dentro de la misma; el número de discípulos, de hecho, fue en aumento, pero los de lengua griega comenzaron a quejarse contra los de lengua hebrea, porque sus viudas eran desatendidas en la distribución diaria (cf. Hch. 6,1). Frente a esta emergencia relacionada con un aspecto esencial en la vida de la comunidad, es decir, la caridad con los débiles, los pobres, los indefensos y la justicia, los apóstoles convocaron a todo el grupo de discípulos. En este tiempo de emergencia pastoral sobresale el discernimiento hecho por los apóstoles. Ellos se enfrentan a la exigencia primordial de proclamar la palabra de Dios de acuerdo con el mandato del Señor, pero aún siendo esta la primera exigencia de la Iglesia, consideran igualmente en serio el deber de la caridad y la justicia, es decir, el deber de ayudar a las viudas, a los pobres, de proveer con amor a las necesidades en que se encuentran los hermanos y hermanas, para responder al mandato de Jesús: ámense unos a otros como yo os los he amado (cf. Jn. 15,12.17 ).
Así, las dos realidades que se deben vivir en la Iglesia: la predicación de la palabra, la primacía de Dios, y la caridad práctica, la justicia, están creando dificultades y se debe encontrar una solución, para que ambas puedan tener su lugar, su relación justa. La reflexión de los apóstoles es muy clara, dicen, como hemos escuchado: "No está bien que nosotros abandonemos la palabra de Dios por servir a las mesas. Por tanto, hermanos, busquen de entre ustedes a siete hombres, de buena fama, llenos de Espíritu y de saber, y los pondremos al frente de esta tarea; mientras que nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la palabra" (Hch. 6, 2-4).
Hay dos cosas que aparecen: en primer lugar, existe desde aquel momento en la iglesia, un ministerio de la caridad. La Iglesia no solo debe proclamar la palabra, sino también cumplir la palabra, que es amor y verdad. Y, en segundo lugar, estos hombres no solo deben gozar de buena reputación, sino que deben ser hombres llenos del Espíritu Santo y de sabiduría, es decir, que no pueden ser solo organizadores que saben cómo "hacer" sino que deben "hacer" según el espíritu de la fe con la la luz de Dios, en la sabiduría del corazón; y por lo tanto su función --si bien es sobretodo práctica--, es sin embargo una función espiritual. La caridad y la justicia no son solo acciones sociales, sino son acciones espirituales realizadas a la luz del Espíritu Santo. Así que podemos decir que esta situación se enfrenta con una gran responsabilidad por parte de los apóstoles que toman esta decisión: son elegidos siete hombres; los apóstoles oran para pedir la fuerza del Espíritu Santo; y luego les imponen las manos para que se dediquen de manera particular a este servicio de la caridad. Por lo tanto, en la vida de la iglesia, en los primeros pasos que realiza, se refleja en un cierto modo lo que sucedió durante la vida pública de Jesús, en casa de Marta y María en Betania. Marta estaba abrumada con el servicio de ofrecer hospitalidad a Jesús y a sus discípulos; María, sin embargo, se dedica a la escucha de la palabra del Señor (cf. Lc. 10,38-42). En ambos casos, no se oponen los momentos de oración y escucha de Dios, con la actividad diaria, con el ejercicio de la caridad. El llamado de Jesús: "Marta, Marta, te preocupas y te agitas por muchas cosas; y hay necesidad de pocas, o mejor, de una sola. María ha elegido la mejor parte, que no le será quitada" (Lc. 10,41-42), así como la reflexión de los apóstoles: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al ministerio de la Palabra" (Hch. 6,4), muestran la prioridad que debemos darle a Dios; yo no entraría ahora en la interpretación de esta perícopa Marta-María. En cualquier caso, no se condena la actividad por el prójimo, por el otro, pero se subraya que debe ser penetrada interiormente también por el espíritu de la contemplación. Por otro lado, san Agustín dice que esta realidad de María es una visión de nuestra situación en el cielo, por lo que en la tierra nunca podremos tenerlo toda, pero un poco de la anticipación sí debe estar presente en toda nuestra actividad. Debe estar presente también la contemplación de Dios. No debemos perdernos en el activismo puro, sino siempre dejarnos penetrar en nuestras actividades de la luz de la palabra de Dios y así aprender la verdadera caridad, el verdadero servicio a los demás, que no necesita de tantas cosas --necesita sin duda de las cosas necesarias--, pero sobre todo tiene necesidad del afecto de nuestro corazón, de la luz de Dios.
San Ambrosio, comentando el episodio de Marta y María, exhorta de este modo a sus fieles y también a nosotros: "Buscamos tener también nosotros, aquello que no se nos puede quitar, dándole a la palabra del Señor una diligente atención, no distraída: ocurre también con las semillas de la palabra divina, que se pierden si se plantan a lo largo del camino. Te estimule también a ti, como a María, el deseo de saber: este es la más grande, la obra más perfecta" Y añade también que: "el cuidado por el ministerio no distraiga la atención de la palabra divina", por la oración (Expositio Evangelii secundum Lucam, VII, 85: PL 15, 1720). Los santos, por lo tanto, han experimentado una profunda unidad de vida entre la oración y la acción, entre el amor total a Dios y el amor a los hermanos. San Bernardo, que es un modelo de armonía entre la contemplación y la actividad, en su libro De consideratione, dirigido al papa Inocencio II para ofrecerle algunas reflexiones sobre su ministerio, insiste precisamente en la importancia del recogimiento interior, de la oración para defenderse de los peligros de una actividad excesiva, cualquiera que sea la condición en la que se encuentra y la tarea que se esté llevando a cabo. San Bernardo dice que las muchas ocupaciones, una vida frenética, a menudo terminan endureciendo el corazón y hacen sufrir el espíritu (cf. II, 3).
Es un valioso recordatorio para nosotros hoy, acostumbrados a evaluar todo con el criterio de la productividad y de la eficiencia. El pasaje de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda la importancia del trabajo --sin duda se crea un verdadero ministerio--, del compromiso en la actividad diaria que se lleva a cabo con responsabilidad y dedicación, pero también nuestra necesidad de Dios, de su orientación, de su luz que nos da fortaleza y esperanza. Sin la oración diaria fielmente vivida, nuestra acción se vacía, pierde su alma profunda, se reduce a un simple activismo sencillo que con el tiempo nos deja insatisfechos. Hay una hermosa invocación de la tradición cristiana para ser recitada antes de una actividad, que dice: «Actiones nostras, quæsumus, Domine, aspirando præveni et adiuvando prosequere, ut cuncta nostra oratio et operatio a te semper incipiat, et per te coepta finiatur», es decir, "Inspira nuestras acciones, Señor, y acompáñalas con tu ayuda, para que todo nuestro hablar y actuar, tenga siempre en ti su principio y en ti su cumplimiento". Cada paso de nuestra vida, cada acción, incluso en la iglesia, debe estar realizada ante Dios, a la luz de su palabra.
En la catequesis del pasado miércoles, había subrayado la oración unánime de la primera comunidad cristiana frente a la prueba y cómo, justamente en la oración, en la meditación de la sagrada escritura, ha podido entender los acontecimientos que estaban ocurriendo. Cuando la oración se nutre de la palabra de Dios, podemos ver la realidad con nuevos ojos, con los ojos de la fe y el Señor, que habla a la mente y al corazón, da una nueva luz al camino en todo momento y en cualquier situación. Creemos en el poder de la palabra de Dios y en la oración. Incluso la dificultad que estaba experimentando la Iglesia frente al problema del servicio a los pobres, a la cuestión de la caridad, viene superada a través de la oración, a la luz de Dios, del Espíritu Santo. Los apóstoles no se limitan a ratificar la elección de Esteban y de los demás hombres. Sino "habiendo hecho oración, les impusieron las manos" (Hch. 6,6). El evangelista recordará estos gestos de nuevo en la elección de Pablo y Bernabé, donde leemos: "Después de haber ayunado y orado, les impusieron las manos y los enviaron" (Hch. 13,3). Confirma una vez más que el servicio práctico de la caridad es un servicio espiritual. Ambas realidades deben ir juntas.
Con el gesto de la imposición de las manos, los apóstoles confieren un ministerio particular a siete hombres, para que se les diera la correspondiente gracia. El énfasis de la oración, "después de haber rezado", es importante porque pone de relieve la dimensión espiritual del gesto; no se trata simplemente de asignar un encargo como en una organización social, sino que es un acontecimiento eclesial en que el Espíritu Santo toma posesión de siete hombres escogidos por la iglesia, consagrándolos en la Verdad que es Jesucristo: Él es el protagonista silencioso, presente en la imposición de las manos para que los elegidos sean transformados por su poder y santificados para hacer frente a los desafíos prácticos, los desafíos pastorales. Y el énfasis en la oración nos recuerda también que solo por la relación íntima con Dios, cultivada todos los días, nace la respuesta a la elección del Señor y se le confían todos los ministerios en la iglesia.
Queridos hermanos y hermanas, el problema pastoral que llevó a los apóstoles a elegir y a imponer las manos sobre siete varones encargados del servicio de la caridad, para dedicarse ellos a la oración y a la proclamación de la Palabra, nos señala también a nosotros, la primacía de la oración y de la palabra de Dios, que, sin embargo, produce luego también la acción pastoral. Para los pastores esta es la primera y más valiosa forma de servicio a la grey a ellos confiada. Si los pulmones de la oración y la palabra de Dios no alimentan la respiración de nuestra vida espiritual, corremos el riesgo de asfixiarnos en medio de miles de cosas todos los días: la oración es la respiración del alma y de la vida. Y hay otro valioso llamado que me gustaría destacar: en la relación con Dios, en la escucha de su Palabra, en el diálogo con Dios, incluso cuando estamos en el silencio de una Iglesia o en nuestra habitación, estamos unidos en el Señor con muchos hermanos y hermanas en la fe, como un conjunto de instrumentos que, a pesar de su individualidad, elevan una única y gran sinfonía de intercesiones a Dios, de acción de gracias y de alabanzas.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: la fe permite a los discípulos entender las cosas escritas sobre Cristo Regina 22 abril de 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, tercer domingo de Pascua, encontramos en el evangelio de Lucas a Jesús resucitado que se presenta en medio de los discípulos (cf. Lc. 24,36), los cuales, incrédulos y atemorizados, pensaban que veían un espíritu (cf. Lc. 24,37). Romano Guardini escribe: "El Señor ha cambiado. No vive ya como antes. Su existencia ... no es comprensible. Sin embargo, es corpórea, incluye... todo lo que vivió; el destino atravesado, su pasión y su muerte. Todo es real. Aunque sea cambiada, pero siempre una tangible realidad" (Il Signore. Meditazioni sulla persona e la vita di N.S. Gesù Cristo, Milano 1949, 433). Dado que la resurrección no borra los signos de la crucifixión, Jesús muestra sus manos y sus pies a los apóstoles. Y para convencerlos, les pide algo de comer. Así que los discípulos "le ofrecieron un trozo de pescado. Lo tomó y comió delante de ellos" (Lc. 24,42-43). San Gregorio Magno comenta que "el pescado asado al fuego no significa otra cosa que la pasión de Jesús, Mediador entre Dios y los hombres. De hecho, él se dignó esconderse en las aguas de la raza humana, aceptó ser atrapado por el lazo de nuestra muerte y fue como colocado en el fuego dado los dolores sufridos en el momento de la pasión" (Hom. in Evang XXIV, 5:. CCL 141 , Turnhout, 1999, 201).
Gracias a estos signos muy reales, los discípulos superaron la duda inicial y se abrieron al don de la fe; y es esta fe lo que les permite entender las cosas escritas sobre Cristo "en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos" (Lc. 24,44). Leemos, por cierto, que Jesús «abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras y les dijo: 'Así está escrito: que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día y que se predicaría en su nombre la conversión para perdón de los pecados ... Ustedes son testigos'» (Lc. 24, 45-48). El Salvador nos asegura su presencia real entre nosotros a través de la Palabra y la Eucaristía. Tal como los discípulos de Emaús, que reconocieron a Jesús al partir el pan (cf. Lc. 24,35), así también nosotros encontramos al Señor en la celebración eucarística. Explica, en este sentido, santo Tomás de Aquino que "es necesario reconocer de acuerdo a la fe católica, que Cristo todo está presente en este sacramento... por qué jamás la divinidad ha abandonado el cuerpo que ha asumido" (S. Th. III q. 76, a.1).
Queridos amigos, en el tiempo pascual, generalmente la Iglesia suele administrar la primera comunión a los niños. Por lo tanto, insto a los párrocos, a los padres y catequistas, a preparar bien esta fiesta de la fe, con gran fervor, pero también con sobriedad. "Este día queda grabado en la memoria, con razón, como el primer momento en que... se percibe la importancia del encuentro personal con Jesús" (Exhort. ap. postsin. Sacramentum Caritatis, 19). Que la Madre de Dios nos ayude a participar dignamente en la mesa del sacrificio eucarístico, para convertirnos en testigos de la nueva humanidad.
Traducido del italiano por José Antonio Varela Vidal
©Librería Editorial Vaticana
Hoy, tercer domingo de Pascua, encontramos en el evangelio de Lucas a Jesús resucitado que se presenta en medio de los discípulos (cf. Lc. 24,36), los cuales, incrédulos y atemorizados, pensaban que veían un espíritu (cf. Lc. 24,37). Romano Guardini escribe: "El Señor ha cambiado. No vive ya como antes. Su existencia ... no es comprensible. Sin embargo, es corpórea, incluye... todo lo que vivió; el destino atravesado, su pasión y su muerte. Todo es real. Aunque sea cambiada, pero siempre una tangible realidad" (Il Signore. Meditazioni sulla persona e la vita di N.S. Gesù Cristo, Milano 1949, 433). Dado que la resurrección no borra los signos de la crucifixión, Jesús muestra sus manos y sus pies a los apóstoles. Y para convencerlos, les pide algo de comer. Así que los discípulos "le ofrecieron un trozo de pescado. Lo tomó y comió delante de ellos" (Lc. 24,42-43). San Gregorio Magno comenta que "el pescado asado al fuego no significa otra cosa que la pasión de Jesús, Mediador entre Dios y los hombres. De hecho, él se dignó esconderse en las aguas de la raza humana, aceptó ser atrapado por el lazo de nuestra muerte y fue como colocado en el fuego dado los dolores sufridos en el momento de la pasión" (Hom. in Evang XXIV, 5:. CCL 141 , Turnhout, 1999, 201).
Gracias a estos signos muy reales, los discípulos superaron la duda inicial y se abrieron al don de la fe; y es esta fe lo que les permite entender las cosas escritas sobre Cristo "en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos" (Lc. 24,44). Leemos, por cierto, que Jesús «abrió sus inteligencias para que comprendieran las Escrituras y les dijo: 'Así está escrito: que el Cristo debía padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día y que se predicaría en su nombre la conversión para perdón de los pecados ... Ustedes son testigos'» (Lc. 24, 45-48). El Salvador nos asegura su presencia real entre nosotros a través de la Palabra y la Eucaristía. Tal como los discípulos de Emaús, que reconocieron a Jesús al partir el pan (cf. Lc. 24,35), así también nosotros encontramos al Señor en la celebración eucarística. Explica, en este sentido, santo Tomás de Aquino que "es necesario reconocer de acuerdo a la fe católica, que Cristo todo está presente en este sacramento... por qué jamás la divinidad ha abandonado el cuerpo que ha asumido" (S. Th. III q. 76, a.1).
Queridos amigos, en el tiempo pascual, generalmente la Iglesia suele administrar la primera comunión a los niños. Por lo tanto, insto a los párrocos, a los padres y catequistas, a preparar bien esta fiesta de la fe, con gran fervor, pero también con sobriedad. "Este día queda grabado en la memoria, con razón, como el primer momento en que... se percibe la importancia del encuentro personal con Jesús" (Exhort. ap. postsin. Sacramentum Caritatis, 19). Que la Madre de Dios nos ayude a participar dignamente en la mesa del sacrificio eucarístico, para convertirnos en testigos de la nueva humanidad.
Traducido del italiano por José Antonio Varela Vidal
©Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: "Ante el peligro, la primera comunidad cristiana empieza a rezar" Audiencia 18 de abril 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Después de las grandes fiestas, reanudamos las catequesis sobre la oración. En la audiencia antes de Semana Santa, nos centramos en la figura de la Beata Virgen María, presente entre los Apóstoles en oración, cuando esperaban la venida del Espíritu Santo. Una atmósfera de oración acompaña los primeros pasos de la Iglesia. Pentecostés no es un episodio aislado, ya que la presencia y la acción del Espíritu Santo guían y animan de manera constante el camino de la comunidad cristiana. En los Hechos de los Apóstoles, de hecho, san Lucas, además de contar la gran efusión que tuvo lugar en el Cenáculo cincuenta días después de la Pascua (cf. Hch 2, 1-13), informa de otras irrupciones extraordinarias del Espíritu Santo, que vuelven en la historia de la Iglesia. Hoy quiero centrarme en lo que se ha llamado el "pequeño Pentecostés", que tuvo lugar en la culminación de una etapa difícil en la vida de la Iglesia naciente.
Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que, después de la curación de un paralítico a la entrada del Templo de Jerusalén (cf. Hch 3, 1-10), Pedro y Juan fueron arrestados (Hechos 4, 1) porque anunciaban la resurrección de Jesús a todo el pueblo (cf. Hch 3, 11-26). Tras un juicio sumario, fueron puestos en libertad. Regresaron con sus hermanos y les contaron cuanto habían sufrido debido al testimonio de Jesús resucitado. En ese pasaje dice san Lucas que "todos unánimemente elevaron su voz a Dios" (Hechos 4, 24). Aquí San Lucas registra la mayor oración de la Iglesia que encontramos en el Nuevo Testamento, al final de la cual como hemos escuchado " tembló el lugar donde estaban reunidos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo y anunciaban decididamente la Palabra de Dios " (Hch 4, 31).
Antes de considerar esta hermosa oración, se observa una actitud subyacente importante: ante el peligro, la dificultad, la amenaza, la primera comunidad cristiana no trata de hacer un análisis sobre cómo reaccionar, encontrar estrategias de cómo defenderse a sí mismos, o qué medidas tomar, sino que ante la prueba empiezan a rezar, se ponen en contacto con Dios.
¿Qué característica tiene esta oración? Se trata de una oración unánime y que coincide con toda la comunidad, que se enfrenta a una situación de persecución por causa de Jesús. En el original griego, san Lucas utiliza el vocablo homothumadon "todos juntos" “de acuerdo ", un término que aparece en otras partes de los Hechos de los Apóstoles, para enfatizar esta oración perseverante y unida (cf. Hch 1, 14, 2, 46). Esta concordia es el elemento fundamental de la primera comunidad y debería ser siempre fundamental para la Iglesia. No sólo es la oración de Pedro y Juan, que se encontraban en peligro, sino de toda la comunidad, porque lo que viven los dos apóstoles, no se refiere y afecta solo a ellos, sino a toda la Iglesia. Frente a las persecuciones sufridas por causa de Jesús, la comunidad no sólo no tiene miedo y no se divide, sino que está profundamente unida en la oración, como una sola persona, para invocar al Señor. Esto, creo, es el primer prodigio que se produce cuando los creyentes son desafiados a causa de su fe: la unidad se refuerza, en lugar de verse comprometida, ya que está sostenida por una oración inquebrantable. La Iglesia no debe temer las persecuciones que en su historia se ve obligada a soportar, sino que debe confiar siempre, como Jesús en Getsemaní, en la presencia, en la ayuda y el poder de Dios, invocado en la oración.
Demos un paso más: ¿Qué es lo que pide la comunidad cristiana a Dios en este momento de prueba? No pide la seguridad por vida frente a la persecución, ni que el Señor castigue a los que han encarcelado a Pedro y a Juan; piden solamente que se les conceda "proclamar con toda libertad" la Palabra de Dios (cf. Hch 4:29). Pide no perder la valentía de la fe, el coraje de anunciar la fe. Pero antes trata de comprender en profundidad lo que ha sucedido, trata de leer los acontecimientos a la luz de la fe y lo hace precisamente a través de la Palabra de Dios, que nos permite descifrar la realidad del mundo.
En la oración que se eleva al Señor, la comunidad, ante todo, recuerda e invoca la grandeza y la inmensidad de Dios: "Señor, tú que creaste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos" (Hechos 4, 24). En la Invocación al Creador, sabemos que todo viene de Él, que todo está en sus manos, este es el conocimiento que nos da confianza y el coraje de que todo viene de Él, de que todo está en sus manos. A continuación, pasa a reconocer cómo Dios ha actuado en la historia. Comienza con la creación y continúa en la historia. Cómo ha estado cerca de su pueblo, mostrándose un Dios interesado en el hombre, que no se retira, que no abandona al hombre, y aquí se menciona explícitamente el Salmo 2, a la luz del cual viene leída la situación de dificultad que está viviendo en aquel momento la Iglesia.
El Salmo 2 celebra la entronización del rey de Judea, pero se refiere proféticamente a la venida del Mesías, contra el cual nada podrán hacer la rebelión, la persecución, ni las injusticias de los hombres: «¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos hacen vanos proyectos? Los reyes de la tierra se rebelaron y los príncipes se aliaron contra el Señor y contra su Ungido». (Hch 4, 25) Es lo que nos dice proféticamente el Salmo sobre el Mesías. Y en toda la historia vemos esta característica rebelión de los poderosos contra el poder de Dios. Justo leyendo la Sagrada Escritura, que es Palabra de Dios, la comunidad puede decirle a Dios en su oración: «realmente se aliaron en esta ciudad..., contra tu santo servidor Jesús, a quien tú has ungido. Así ellos cumplieron todo lo que tu poder y tu sabiduría habían determinado de antemano». (Hch 4, 27).
Lo que ha sucedido se lee a la luz de Cristo, que es la clave para comprender también la persecución, la cruz que es siempre la clave para la Resurrección. La oposición contra Jesús, su Pasión y Muerte, se releen a través del Salmo 2, como actuación del proyecto de Dios Padre por la salvación del mundo. Y aquí se encuentra también el sentido de la experiencia de persecución, que la primera comunidad cristiana está viviendo; primera comunidad que no es una simple asociación, sino una comunidad que vive en Cristo; por lo tanto, lo que le sucede forma parte del diseño de Dios. Como le sucedió a Jesús, también sus discípulos encuentran oposición, incomprensión, persecución. En la oración, la meditación sobre la Sagrada Escritura a la luz del misterio de Cristo ayuda a leer la realidad presente dentro de la historia de salvación que Dios actúa en el mundo, siempre a su modo.
Precisamente por este motivo, la solicitud que la primera comunidad cristiana de Jerusalén dirige a Dios en la oración no es la de ser defendida, ni de que se le ahorre la prueba, o la de lograr éxito, sino solamente la de poder proclamar con «parresia» es decir con franqueza, con libertad, con valentía, la Palabra de Dios (cfr Hch 4,29).
El ruego añade luego el que este anuncio esté acompañado por la mano de Dios, para que se realicen curaciones, signos y prodigios (cfr Hch 4,30), para que sea visible la bondad de Dios, es decir, una fuerza que trasforme la realidad, que cambie el corazón, la mente, la vida de los hombres y traiga la novedad radical del Evangelio.
Cuando terminaron de orar --anota san Lucas- «tembló el lugar donde estaban reunidos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo y anunciaban decididamente la Palabra de Dios». (Hch 4, 31). Tembló el lugar, es decir que la fe tiene la fuerza de transformar la tierra y el mundo. El mismo Espíritu que habló por medio del Salmo 2 en la oración de la Iglesia, irrumpe en la casa e inunda el corazón de todos aquellos que han invocado al Señor. Éste es el fruto de la oración coral que la comunidad cristiana eleva a Dios: la efusión del Espíritu, don del Resucitado que sostiene y guía el anuncio libre y valiente de la Palabra de Dios, que impulsa a los discípulos del Señor a salir sin miedo para llevar la buena nueva hasta los confines del mundo.
También nosotros, queridos hermanos y hermanas, debemos saber presentar los acontecimientos de nuestra vida cotidiana en nuestra oración, para buscar su significado profundo. Y así como la primera comunidad cristiana, también nosotros, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, a través de la meditación sobre la Sagrada Escritura, podemos aprender a ver que Dios está presente en nuestra vida, presente aun en los momentos difíciles, y que todo –también las cosas incomprensibles– forma parte de un diseño de amor superior, en el que la victoria final sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte es verdaderamente la del bien, de la gracia, de la vida, de Dios.
Así como a la primera comunidad cristiana, la oración nos ayuda a leer la historia personal y colectiva en la perspectiva más justa y fiel, la de Dios. Y también nosotros queremos renovar el pedido del don del Espíritu Santo, que caliente el corazón e ilumine la mente, para reconocer cómo el Señor realiza nuestras invocaciones según su voluntad de amor y no según nuestras ideas. Guiados por el Espíritu de Jesucristo, seremos capaces de vivir con serenidad, valentía y alegría en cada situación de la vida y, con san Pablo gloriarnos «de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5, 3-5). Gracias.
Traducido del italiano por Eduardo Rubió y Cecilia de Malak, de Radio Vaticano.
©Librería Editorial Vaticana
Después de las grandes fiestas, reanudamos las catequesis sobre la oración. En la audiencia antes de Semana Santa, nos centramos en la figura de la Beata Virgen María, presente entre los Apóstoles en oración, cuando esperaban la venida del Espíritu Santo. Una atmósfera de oración acompaña los primeros pasos de la Iglesia. Pentecostés no es un episodio aislado, ya que la presencia y la acción del Espíritu Santo guían y animan de manera constante el camino de la comunidad cristiana. En los Hechos de los Apóstoles, de hecho, san Lucas, además de contar la gran efusión que tuvo lugar en el Cenáculo cincuenta días después de la Pascua (cf. Hch 2, 1-13), informa de otras irrupciones extraordinarias del Espíritu Santo, que vuelven en la historia de la Iglesia. Hoy quiero centrarme en lo que se ha llamado el "pequeño Pentecostés", que tuvo lugar en la culminación de una etapa difícil en la vida de la Iglesia naciente.
Los Hechos de los Apóstoles nos dicen que, después de la curación de un paralítico a la entrada del Templo de Jerusalén (cf. Hch 3, 1-10), Pedro y Juan fueron arrestados (Hechos 4, 1) porque anunciaban la resurrección de Jesús a todo el pueblo (cf. Hch 3, 11-26). Tras un juicio sumario, fueron puestos en libertad. Regresaron con sus hermanos y les contaron cuanto habían sufrido debido al testimonio de Jesús resucitado. En ese pasaje dice san Lucas que "todos unánimemente elevaron su voz a Dios" (Hechos 4, 24). Aquí San Lucas registra la mayor oración de la Iglesia que encontramos en el Nuevo Testamento, al final de la cual como hemos escuchado " tembló el lugar donde estaban reunidos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo y anunciaban decididamente la Palabra de Dios " (Hch 4, 31).
Antes de considerar esta hermosa oración, se observa una actitud subyacente importante: ante el peligro, la dificultad, la amenaza, la primera comunidad cristiana no trata de hacer un análisis sobre cómo reaccionar, encontrar estrategias de cómo defenderse a sí mismos, o qué medidas tomar, sino que ante la prueba empiezan a rezar, se ponen en contacto con Dios.
¿Qué característica tiene esta oración? Se trata de una oración unánime y que coincide con toda la comunidad, que se enfrenta a una situación de persecución por causa de Jesús. En el original griego, san Lucas utiliza el vocablo homothumadon "todos juntos" “de acuerdo ", un término que aparece en otras partes de los Hechos de los Apóstoles, para enfatizar esta oración perseverante y unida (cf. Hch 1, 14, 2, 46). Esta concordia es el elemento fundamental de la primera comunidad y debería ser siempre fundamental para la Iglesia. No sólo es la oración de Pedro y Juan, que se encontraban en peligro, sino de toda la comunidad, porque lo que viven los dos apóstoles, no se refiere y afecta solo a ellos, sino a toda la Iglesia. Frente a las persecuciones sufridas por causa de Jesús, la comunidad no sólo no tiene miedo y no se divide, sino que está profundamente unida en la oración, como una sola persona, para invocar al Señor. Esto, creo, es el primer prodigio que se produce cuando los creyentes son desafiados a causa de su fe: la unidad se refuerza, en lugar de verse comprometida, ya que está sostenida por una oración inquebrantable. La Iglesia no debe temer las persecuciones que en su historia se ve obligada a soportar, sino que debe confiar siempre, como Jesús en Getsemaní, en la presencia, en la ayuda y el poder de Dios, invocado en la oración.
Demos un paso más: ¿Qué es lo que pide la comunidad cristiana a Dios en este momento de prueba? No pide la seguridad por vida frente a la persecución, ni que el Señor castigue a los que han encarcelado a Pedro y a Juan; piden solamente que se les conceda "proclamar con toda libertad" la Palabra de Dios (cf. Hch 4:29). Pide no perder la valentía de la fe, el coraje de anunciar la fe. Pero antes trata de comprender en profundidad lo que ha sucedido, trata de leer los acontecimientos a la luz de la fe y lo hace precisamente a través de la Palabra de Dios, que nos permite descifrar la realidad del mundo.
En la oración que se eleva al Señor, la comunidad, ante todo, recuerda e invoca la grandeza y la inmensidad de Dios: "Señor, tú que creaste el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos" (Hechos 4, 24). En la Invocación al Creador, sabemos que todo viene de Él, que todo está en sus manos, este es el conocimiento que nos da confianza y el coraje de que todo viene de Él, de que todo está en sus manos. A continuación, pasa a reconocer cómo Dios ha actuado en la historia. Comienza con la creación y continúa en la historia. Cómo ha estado cerca de su pueblo, mostrándose un Dios interesado en el hombre, que no se retira, que no abandona al hombre, y aquí se menciona explícitamente el Salmo 2, a la luz del cual viene leída la situación de dificultad que está viviendo en aquel momento la Iglesia.
El Salmo 2 celebra la entronización del rey de Judea, pero se refiere proféticamente a la venida del Mesías, contra el cual nada podrán hacer la rebelión, la persecución, ni las injusticias de los hombres: «¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos hacen vanos proyectos? Los reyes de la tierra se rebelaron y los príncipes se aliaron contra el Señor y contra su Ungido». (Hch 4, 25) Es lo que nos dice proféticamente el Salmo sobre el Mesías. Y en toda la historia vemos esta característica rebelión de los poderosos contra el poder de Dios. Justo leyendo la Sagrada Escritura, que es Palabra de Dios, la comunidad puede decirle a Dios en su oración: «realmente se aliaron en esta ciudad..., contra tu santo servidor Jesús, a quien tú has ungido. Así ellos cumplieron todo lo que tu poder y tu sabiduría habían determinado de antemano». (Hch 4, 27).
Lo que ha sucedido se lee a la luz de Cristo, que es la clave para comprender también la persecución, la cruz que es siempre la clave para la Resurrección. La oposición contra Jesús, su Pasión y Muerte, se releen a través del Salmo 2, como actuación del proyecto de Dios Padre por la salvación del mundo. Y aquí se encuentra también el sentido de la experiencia de persecución, que la primera comunidad cristiana está viviendo; primera comunidad que no es una simple asociación, sino una comunidad que vive en Cristo; por lo tanto, lo que le sucede forma parte del diseño de Dios. Como le sucedió a Jesús, también sus discípulos encuentran oposición, incomprensión, persecución. En la oración, la meditación sobre la Sagrada Escritura a la luz del misterio de Cristo ayuda a leer la realidad presente dentro de la historia de salvación que Dios actúa en el mundo, siempre a su modo.
Precisamente por este motivo, la solicitud que la primera comunidad cristiana de Jerusalén dirige a Dios en la oración no es la de ser defendida, ni de que se le ahorre la prueba, o la de lograr éxito, sino solamente la de poder proclamar con «parresia» es decir con franqueza, con libertad, con valentía, la Palabra de Dios (cfr Hch 4,29).
El ruego añade luego el que este anuncio esté acompañado por la mano de Dios, para que se realicen curaciones, signos y prodigios (cfr Hch 4,30), para que sea visible la bondad de Dios, es decir, una fuerza que trasforme la realidad, que cambie el corazón, la mente, la vida de los hombres y traiga la novedad radical del Evangelio.
Cuando terminaron de orar --anota san Lucas- «tembló el lugar donde estaban reunidos; todos quedaron llenos del Espíritu Santo y anunciaban decididamente la Palabra de Dios». (Hch 4, 31). Tembló el lugar, es decir que la fe tiene la fuerza de transformar la tierra y el mundo. El mismo Espíritu que habló por medio del Salmo 2 en la oración de la Iglesia, irrumpe en la casa e inunda el corazón de todos aquellos que han invocado al Señor. Éste es el fruto de la oración coral que la comunidad cristiana eleva a Dios: la efusión del Espíritu, don del Resucitado que sostiene y guía el anuncio libre y valiente de la Palabra de Dios, que impulsa a los discípulos del Señor a salir sin miedo para llevar la buena nueva hasta los confines del mundo.
También nosotros, queridos hermanos y hermanas, debemos saber presentar los acontecimientos de nuestra vida cotidiana en nuestra oración, para buscar su significado profundo. Y así como la primera comunidad cristiana, también nosotros, dejándonos iluminar por la Palabra de Dios, a través de la meditación sobre la Sagrada Escritura, podemos aprender a ver que Dios está presente en nuestra vida, presente aun en los momentos difíciles, y que todo –también las cosas incomprensibles– forma parte de un diseño de amor superior, en el que la victoria final sobre el mal, sobre el pecado y sobre la muerte es verdaderamente la del bien, de la gracia, de la vida, de Dios.
Así como a la primera comunidad cristiana, la oración nos ayuda a leer la historia personal y colectiva en la perspectiva más justa y fiel, la de Dios. Y también nosotros queremos renovar el pedido del don del Espíritu Santo, que caliente el corazón e ilumine la mente, para reconocer cómo el Señor realiza nuestras invocaciones según su voluntad de amor y no según nuestras ideas. Guiados por el Espíritu de Jesucristo, seremos capaces de vivir con serenidad, valentía y alegría en cada situación de la vida y, con san Pablo gloriarnos «de las mismas tribulaciones, porque sabemos que la tribulación produce la constancia; la constancia, la virtud probada; la virtud probada, la esperanza. Y la esperanza no quedará defraudada, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado» (Rm 5, 3-5). Gracias.
Traducido del italiano por Eduardo Rubió y Cecilia de Malak, de Radio Vaticano.
©Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: el culto cristiano es un encuentro con el Señor resucitado Regina 15 de abril 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
Cada año, celebrando la Pascua, revivimos la experiencia de los primeros discípulos de Jesús, la experiencia del encuentro con Él resucitado: el evangelio de Juan dice que lo vieron aparecer en medio de ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la Resurrección,«el primero de la semana», y luego«ocho días después»(cf. Jn. 20,19.26). Ese día, llamado después«domingo»,«Día del Señor»es el día de la asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su propio culto, que es la Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio, de aquel judío del sábado. De hecho, la celebración del Día del Señor es una evidencia muy fuerte de la Resurrección de Cristo, porque sólo un evento extraordinario e inquietante podría inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto diferente al sábado judío.
Entonces, como ahora, el culto cristiano no es sólo una conmemoración de los acontecimientos pasados, ni una experiencia mística en particular, interior, sino fundamentalmente un encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, más allá del tiempo y del espacio, y sin embargo, está realmente presente en medio de la comunidad, nos habla en las sagradas escrituras, y parte para nosotros el pan de vida eterna. A través de estos signos vivimos lo que los discípulos experimentaron, que es el hecho de ver a Jesús y, al mismo tiempo no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo real, que sin embargo está libre de ataduras terrenales.
Es muy importante lo que refiere el evangelio, de que Jesús, en las dos apariciones a los apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias veces el saludo: «La paz con ustedes»(Jn. 20,19.21.26). El saludo tradicional, con la que se desea el shalom, la paz, se convierte aquí en algo nuevo: se convierte en el don de aquella paz que sólo Jesús puede dar, porque es el fruto de su victoria radical sobre el mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de Dios que lo llevó a morir en la cruz, para derramar toda su sangre, como cordero manso y humilde,«lleno de gracia y verdad» (Jn. 1,14). Por eso el beato Juan Pablo II quiso denominar este domingo después de Pascua, como de la Divina Misericordia, con una imagen bien precisa: aquella del costado traspasado de Cristo, del que salió sangre y agua, según el testimonio presencial del apóstol Juan (cf. Jn. 19,34-37). Mas ahora Cristo ha resucitado, y de Él vivo, brotarán los sacramentos pascuales del Bautismo y de la Eucaristía: los que se les acercan con fe a ellos, reciben el don de la vida eterna.
Queridos hermanos y hermanas, acojamos el don de la paz que Jesús resucitado nos ofrece, ¡dejémonos llenar el corazón de su misericordia! De esta manera, con el poder del Espíritu Santo, el Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos, también nosotros podemos llevar a los otros estos dones pascuales. Que nos lo obtenga María Santísima, Madre de Misericordia.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
Cada año, celebrando la Pascua, revivimos la experiencia de los primeros discípulos de Jesús, la experiencia del encuentro con Él resucitado: el evangelio de Juan dice que lo vieron aparecer en medio de ellos, en el cenáculo, la tarde del mismo día de la Resurrección,«el primero de la semana», y luego«ocho días después»(cf. Jn. 20,19.26). Ese día, llamado después«domingo»,«Día del Señor»es el día de la asamblea, de la comunidad cristiana que se reúne para su propio culto, que es la Eucaristía, culto nuevo y distinto desde el principio, de aquel judío del sábado. De hecho, la celebración del Día del Señor es una evidencia muy fuerte de la Resurrección de Cristo, porque sólo un evento extraordinario e inquietante podría inducir a los primeros cristianos a iniciar un culto diferente al sábado judío.
Entonces, como ahora, el culto cristiano no es sólo una conmemoración de los acontecimientos pasados, ni una experiencia mística en particular, interior, sino fundamentalmente un encuentro con el Señor resucitado, que vive en la dimensión de Dios, más allá del tiempo y del espacio, y sin embargo, está realmente presente en medio de la comunidad, nos habla en las sagradas escrituras, y parte para nosotros el pan de vida eterna. A través de estos signos vivimos lo que los discípulos experimentaron, que es el hecho de ver a Jesús y, al mismo tiempo no reconocerlo; de tocar su cuerpo, un cuerpo real, que sin embargo está libre de ataduras terrenales.
Es muy importante lo que refiere el evangelio, de que Jesús, en las dos apariciones a los apóstoles reunidos en el cenáculo, repitió varias veces el saludo: «La paz con ustedes»(Jn. 20,19.21.26). El saludo tradicional, con la que se desea el shalom, la paz, se convierte aquí en algo nuevo: se convierte en el don de aquella paz que sólo Jesús puede dar, porque es el fruto de su victoria radical sobre el mal. La «paz» que Jesús ofrece a sus amigos es el fruto del amor de Dios que lo llevó a morir en la cruz, para derramar toda su sangre, como cordero manso y humilde,«lleno de gracia y verdad» (Jn. 1,14). Por eso el beato Juan Pablo II quiso denominar este domingo después de Pascua, como de la Divina Misericordia, con una imagen bien precisa: aquella del costado traspasado de Cristo, del que salió sangre y agua, según el testimonio presencial del apóstol Juan (cf. Jn. 19,34-37). Mas ahora Cristo ha resucitado, y de Él vivo, brotarán los sacramentos pascuales del Bautismo y de la Eucaristía: los que se les acercan con fe a ellos, reciben el don de la vida eterna.
Queridos hermanos y hermanas, acojamos el don de la paz que Jesús resucitado nos ofrece, ¡dejémonos llenar el corazón de su misericordia! De esta manera, con el poder del Espíritu Santo, el Espíritu que resucitó a Cristo de entre los muertos, también nosotros podemos llevar a los otros estos dones pascuales. Que nos lo obtenga María Santísima, Madre de Misericordia.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
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Urbi et Orbi 2012
Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero:
«Surrexit Christus, spes mea» – «Resucitó Cristo, mi esperanza» (Secuencia pascual).
Llegue a todos vosotros la voz exultante de la Iglesia, con las palabras que el antiguo himno pone en labios de María Magdalena, la primera en encontrar en la maña de Pascua a Jesús resucitado. Ella corrió hacia los otros discípulos y, con el corazón sobrecogido, les anunció: «He visto al Señor» (Jn 20,18). También nosotros, que hemos atravesado el desierto de la Cuaresma y los días dolorosos de la Pasión, hoy abrimos las puertas al grito de victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!».
Todo cristiano revive la experiencia de María Magdalena. Es un encuentro que cambia la vida: el encuentro con un hombre único, que nos hace sentir toda la bondad y la verdad de Dios, que nos libra del mal, no de un modo superficial, momentáneo, sino que nos libra de él radicalmente, nos cura completamente y nos devuelve nuestra dignidad. He aquí porqué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»: porque ha sido Él quien la ha hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una existencia buena, libre del mal. «Cristo, mi esperanza», significa que cada deseo mío de bien encuentra en Él una posibilidad real: con Él puedo esperar que mi vida sea buena y sea plena, eterna, porque es Dios mismo que se ha hecho cercano hasta entrar en nuestra humanidad.
Pero María Magdalena, como los otros discípulos, han tenido que ver a Jesús rechazado por los jefes del pueblo, capturado, flagelado, condenado a muerte y crucificado. Debe haber sido insoportable ver la Bondad en persona sometida a la maldad humana, la Verdad escarnecida por la mentira, la Misericordia injuriada por la venganza. Con la muerte de Jesús, parecía fracasar la esperanza de cuantos confiaron en Él. Pero aquella fe nunca dejó de faltar completamente: sobre todo en el corazón de la Virgen María, la madre de Jesús, la llama quedó encendida con viveza también en la oscuridad de la noche. En este mundo, la esperanza no puede dejar de hacer cuentas con la dureza del mal. No es solamente el muro de la muerte lo que la obstaculiza, sino más aún las puntas aguzadas de la envidia y el orgullo, de la mentira y de la violencia. Jesús ha pasado por esta trama mortal, para abrirnos el paso hacia el reino de la vida. Hubo un momento en el que Jesús aparecía derrotado: las tinieblas habían invadido la tierra, el silencio de Dios era total, la esperanza una palabra que ya parecía vana.
Y he aquí que, al alba del día después del sábado, se encuentra el sepulcro vacío. Después, Jesús se manifiesta a la Magdalena, a las otras mujeres, a los discípulos. La fe renace más viva y más fuerte que nunca, ya invencible, porque fundada en una experiencia decisiva: «Lucharon vida y muerte / en singular batalla, / y, muerto el que es Vida, triunfante se levanta». Las señales de la resurrección testimonian la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la venganza: «Mi Señor glorioso, / la tumba abandonada, / los ángeles testigos, / sudarios y mortaja».
Queridos hermanos y hermanas: si Jesús ha resucitado, entonces – y sólo entonces – ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la condición del hombre y del mundo. Entonces Él, Jesús, es alguien del que podemos fiarnos de modo absoluto, y no solamente confiar en su mensaje, sino precisamente en Él, porque el resucitado no pertenece al pasado, sino que está presente hoy, vivo. Cristo es esperanza y consuelo de modo particular para las comunidades cristianas que más pruebas padecen a causa de la fe, por discriminaciones y persecuciones. Y está presente como fuerza de esperanza a través de su Iglesia, cercano a cada situación humana de sufrimiento e injusticia.
Que Cristo resucitado otorgue esperanza a Oriente Próximo, para que todos los componentes étnicos, culturales y religiosos de esa Región colaboren en favor del bien común y el respeto de los derechos humanos. En particular, que en Siria cese el derramamiento de sangre y se emprenda sin demora la vía del respeto, del diálogo y de la reconciliación, como auspicia también la comunidad internacional. Y que los numerosos prófugos provenientes de ese país y necesitados de asistencia humanitaria, encuentren la acogida y solidaridad que alivien sus penosos sufrimientos. Que la victoria pascual aliente al pueblo iraquí a no escatimar ningún esfuerzo para avanzar en el camino de la estabilidad y del desarrollo. Y, en Tierra Santa, que israelíes y palestinos reemprendan el proceso de paz.
Que el Señor, vencedor del mal y de la muerte, sustente a las comunidades cristianas del Continente africano, las dé esperanza para afrontar las dificultades y las haga agentes de paz y artífices del desarrollo de las sociedades a las que pertenecen.
Que Jesús resucitado reconforte a las poblaciones del Cuerno de África y favorezca su reconciliación; que ayude a la Región de los Grandes Lagos, a Sudán y Sudán del Sur, concediendo a sus respectivos habitantes la fuerza del perdón. Y que a Malí, que atraviesa un momento político delicado, Cristo glorioso le dé paz y estabilidad. Que a Nigeria, teatro en los últimos tiempos de sangrientos atentados terroristas, la alegría pascual le infunda las energías necesarias para recomenzar a construir una sociedad pacífica y respetuosa de la libertad religiosa de sus ciudadanos. ¡Feliz Pascua a todos!
© Librería Editorial Vaticana
«Surrexit Christus, spes mea» – «Resucitó Cristo, mi esperanza» (Secuencia pascual).
Llegue a todos vosotros la voz exultante de la Iglesia, con las palabras que el antiguo himno pone en labios de María Magdalena, la primera en encontrar en la maña de Pascua a Jesús resucitado. Ella corrió hacia los otros discípulos y, con el corazón sobrecogido, les anunció: «He visto al Señor» (Jn 20,18). También nosotros, que hemos atravesado el desierto de la Cuaresma y los días dolorosos de la Pasión, hoy abrimos las puertas al grito de victoria: «¡Ha resucitado! ¡Ha resucitado verdaderamente!».
Todo cristiano revive la experiencia de María Magdalena. Es un encuentro que cambia la vida: el encuentro con un hombre único, que nos hace sentir toda la bondad y la verdad de Dios, que nos libra del mal, no de un modo superficial, momentáneo, sino que nos libra de él radicalmente, nos cura completamente y nos devuelve nuestra dignidad. He aquí porqué la Magdalena llama a Jesús «mi esperanza»: porque ha sido Él quien la ha hecho renacer, le ha dado un futuro nuevo, una existencia buena, libre del mal. «Cristo, mi esperanza», significa que cada deseo mío de bien encuentra en Él una posibilidad real: con Él puedo esperar que mi vida sea buena y sea plena, eterna, porque es Dios mismo que se ha hecho cercano hasta entrar en nuestra humanidad.
Pero María Magdalena, como los otros discípulos, han tenido que ver a Jesús rechazado por los jefes del pueblo, capturado, flagelado, condenado a muerte y crucificado. Debe haber sido insoportable ver la Bondad en persona sometida a la maldad humana, la Verdad escarnecida por la mentira, la Misericordia injuriada por la venganza. Con la muerte de Jesús, parecía fracasar la esperanza de cuantos confiaron en Él. Pero aquella fe nunca dejó de faltar completamente: sobre todo en el corazón de la Virgen María, la madre de Jesús, la llama quedó encendida con viveza también en la oscuridad de la noche. En este mundo, la esperanza no puede dejar de hacer cuentas con la dureza del mal. No es solamente el muro de la muerte lo que la obstaculiza, sino más aún las puntas aguzadas de la envidia y el orgullo, de la mentira y de la violencia. Jesús ha pasado por esta trama mortal, para abrirnos el paso hacia el reino de la vida. Hubo un momento en el que Jesús aparecía derrotado: las tinieblas habían invadido la tierra, el silencio de Dios era total, la esperanza una palabra que ya parecía vana.
Y he aquí que, al alba del día después del sábado, se encuentra el sepulcro vacío. Después, Jesús se manifiesta a la Magdalena, a las otras mujeres, a los discípulos. La fe renace más viva y más fuerte que nunca, ya invencible, porque fundada en una experiencia decisiva: «Lucharon vida y muerte / en singular batalla, / y, muerto el que es Vida, triunfante se levanta». Las señales de la resurrección testimonian la victoria de la vida sobre la muerte, del amor sobre el odio, de la misericordia sobre la venganza: «Mi Señor glorioso, / la tumba abandonada, / los ángeles testigos, / sudarios y mortaja».
Queridos hermanos y hermanas: si Jesús ha resucitado, entonces – y sólo entonces – ha ocurrido algo realmente nuevo, que cambia la condición del hombre y del mundo. Entonces Él, Jesús, es alguien del que podemos fiarnos de modo absoluto, y no solamente confiar en su mensaje, sino precisamente en Él, porque el resucitado no pertenece al pasado, sino que está presente hoy, vivo. Cristo es esperanza y consuelo de modo particular para las comunidades cristianas que más pruebas padecen a causa de la fe, por discriminaciones y persecuciones. Y está presente como fuerza de esperanza a través de su Iglesia, cercano a cada situación humana de sufrimiento e injusticia.
Que Cristo resucitado otorgue esperanza a Oriente Próximo, para que todos los componentes étnicos, culturales y religiosos de esa Región colaboren en favor del bien común y el respeto de los derechos humanos. En particular, que en Siria cese el derramamiento de sangre y se emprenda sin demora la vía del respeto, del diálogo y de la reconciliación, como auspicia también la comunidad internacional. Y que los numerosos prófugos provenientes de ese país y necesitados de asistencia humanitaria, encuentren la acogida y solidaridad que alivien sus penosos sufrimientos. Que la victoria pascual aliente al pueblo iraquí a no escatimar ningún esfuerzo para avanzar en el camino de la estabilidad y del desarrollo. Y, en Tierra Santa, que israelíes y palestinos reemprendan el proceso de paz.
Que el Señor, vencedor del mal y de la muerte, sustente a las comunidades cristianas del Continente africano, las dé esperanza para afrontar las dificultades y las haga agentes de paz y artífices del desarrollo de las sociedades a las que pertenecen.
Que Jesús resucitado reconforte a las poblaciones del Cuerno de África y favorezca su reconciliación; que ayude a la Región de los Grandes Lagos, a Sudán y Sudán del Sur, concediendo a sus respectivos habitantes la fuerza del perdón. Y que a Malí, que atraviesa un momento político delicado, Cristo glorioso le dé paz y estabilidad. Que a Nigeria, teatro en los últimos tiempos de sangrientos atentados terroristas, la alegría pascual le infunda las energías necesarias para recomenzar a construir una sociedad pacífica y respetuosa de la libertad religiosa de sus ciudadanos. ¡Feliz Pascua a todos!
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"Les invito a experimentar la grandeza del amor de Jesucristo" Angelus 1 de abril 2012 Domingo de Ramos
¡Queridos hermanos y hermanas!
Al final de esta celebración, quiero extender un cordial saludo a todos los presentes: a los señores cardenales, a mis hermanos en el episcopado, sacerdotes, religiosos y religiosas y a todos los fieles. Un saludo especial a la comisión organizadora de la última Jornada Mundial de la Juventud de Madrid y a la que está organizando la próxima, en Río de Janeiro; así como a los delegados de la reunión internacional sobre la Jornada Mundial de la Juventud, patrocinado por el Consejo Pontificio para los Laicos, aquí representado por su presidente, el cardenal Rylko, y del secretario, monseñor Clemens.
Luego el papa habló a los distintos grupos lingüísticos.
A los peregrinos de habla hispana les dijo: "Saludo cordialmente a los jóvenes y demás peregrinos de lengua española, que participan en la liturgia del Domingo de Ramos y en la Jornada Mundial de la Juventud de este año. En particular, a los jóvenes madrileños acompañados por su pastor, el cardenal Antonio María Rouco Varela. En el comienzo de la Semana Santa les invito a todos a participar con fe y devoción en la celebración anual de los misterios de la Pasión y Resurrección de Jesucristo y experimentar la grandeza de su amor, que nos libra del pecado y de la muerte, y nos abre las puertas a la auténtica alegría. Feliz Domingo. Feliz Semana Santa".
© Librería Editorial Vaticana
Al final de esta celebración, quiero extender un cordial saludo a todos los presentes: a los señores cardenales, a mis hermanos en el episcopado, sacerdotes, religiosos y religiosas y a todos los fieles. Un saludo especial a la comisión organizadora de la última Jornada Mundial de la Juventud de Madrid y a la que está organizando la próxima, en Río de Janeiro; así como a los delegados de la reunión internacional sobre la Jornada Mundial de la Juventud, patrocinado por el Consejo Pontificio para los Laicos, aquí representado por su presidente, el cardenal Rylko, y del secretario, monseñor Clemens.
Luego el papa habló a los distintos grupos lingüísticos.
A los peregrinos de habla hispana les dijo: "Saludo cordialmente a los jóvenes y demás peregrinos de lengua española, que participan en la liturgia del Domingo de Ramos y en la Jornada Mundial de la Juventud de este año. En particular, a los jóvenes madrileños acompañados por su pastor, el cardenal Antonio María Rouco Varela. En el comienzo de la Semana Santa les invito a todos a participar con fe y devoción en la celebración anual de los misterios de la Pasión y Resurrección de Jesucristo y experimentar la grandeza de su amor, que nos libra del pecado y de la muerte, y nos abre las puertas a la auténtica alegría. Feliz Domingo. Feliz Semana Santa".
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"Nuestros ojos se dirigen espiritualmente al cerro del Tepeyac", dijo el papa Angelus del Papa en Mexico 25 marzo 2012
Queridos hermanos y hermanas:
En el Evangelio de este domingo, Jesús habla del grano de trigo que cae en tierra, muere y se multiplica, respondiendo a algunos griegos que se acercan al apóstol Felipe para pedirle: «Quisiéramos ver a Jesús» (Jn 12,21). Nosotros hoy invocamos a María Santísima y le suplicamos: «Muéstranos a Jesús».
Al rezar ahora el Ángelus, recordando la Anunciación del Señor, nuestros ojos también se dirigen espiritualmente hacia el cerro del Tepeyac, al lugar donde la Madre de Dios, bajo el título de «la siempre virgen santa María de Guadalupe», es honrada con fervor desde hace siglos, como signo de reconciliación y de la infinita bondad de Dios para con el mundo.
Mis predecesores en la Cátedra de san Pedro la honraron con títulos tan entrañables como Señora de México, celestial Patrona de Latinoamérica, Madre y Emperatriz de este Continente. Sus fieles hijos, a su vez, que experimentan sus auxilios, la invocan llenos de confianza con nombres tan afectuosos y familiares como Rosa de México, Señora del Cielo, Virgen Morena, Madre del Tepeyac, Noble Indita.
Queridos hermanos, no olviden que la verdadera devoción a la Virgen María nos acerca siempre a Jesús, y «no consiste ni en un estéril y transitorio sentimentalismo, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, que nos lleva a reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos inclina a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes» (Lumen Gentium, 67). Amarla es comprometerse a escuchar a su Hijo, venerar a la Guadalupana es vivir según las palabras del fruto bendito de su vientre.
En estos momentos en que tantas familias se encuentran divididas o forzadas a la migración, cuando muchas padecen a causa de la pobreza, la corrupción, la violencia doméstica, el narcotráfico, la crisis de valores o la criminalidad, acudimos a María en busca de consuelo, fortaleza y esperanza. Es la Madre del verdadero Dios, que invita a estar con la fe y la caridad bajo su sombra, para superar así todo mal e instaurar una sociedad más justa y solidaria.
Con estos sentimientos, deseo poner nuevamente bajo la dulce mirada de Nuestra Señora de Guadalupe a este País y a toda Latinoamérica y el Caribe. Confío a cada uno de sus hijos a la Estrella de la primera y de la nueva evangelización, que ha animado con su amor materno su historia cristiana, dando expresión propia a sus gestas patrias, a sus iniciativas comunitarias y sociales, a la vida familiar, a la devoción personal y a la Misión continental que ahora se está desarrollando en estas nobles tierras. En tiempos de prueba y dolor, ella ha sido invocada por tantos mártires que, a la voz de «viva Cristo Rey y María de Guadalupe», han dado testimonio inquebrantable de fidelidad al Evangelio y entrega a la Iglesia. Le suplico ahora que su presencia en esta querida Nación continúe llamando al respeto, defensa y promoción de la vida humana y al fomento de la fraternidad, evitando la inútil venganza y desterrando el odio que divide. Santa María de Guadalupe nos bendiga y nos alcance por su intercesión abundantes gracias del Cielo.
©Librería Editorial Vaticana
En el Evangelio de este domingo, Jesús habla del grano de trigo que cae en tierra, muere y se multiplica, respondiendo a algunos griegos que se acercan al apóstol Felipe para pedirle: «Quisiéramos ver a Jesús» (Jn 12,21). Nosotros hoy invocamos a María Santísima y le suplicamos: «Muéstranos a Jesús».
Al rezar ahora el Ángelus, recordando la Anunciación del Señor, nuestros ojos también se dirigen espiritualmente hacia el cerro del Tepeyac, al lugar donde la Madre de Dios, bajo el título de «la siempre virgen santa María de Guadalupe», es honrada con fervor desde hace siglos, como signo de reconciliación y de la infinita bondad de Dios para con el mundo.
Mis predecesores en la Cátedra de san Pedro la honraron con títulos tan entrañables como Señora de México, celestial Patrona de Latinoamérica, Madre y Emperatriz de este Continente. Sus fieles hijos, a su vez, que experimentan sus auxilios, la invocan llenos de confianza con nombres tan afectuosos y familiares como Rosa de México, Señora del Cielo, Virgen Morena, Madre del Tepeyac, Noble Indita.
Queridos hermanos, no olviden que la verdadera devoción a la Virgen María nos acerca siempre a Jesús, y «no consiste ni en un estéril y transitorio sentimentalismo, ni en una vana credulidad, sino que procede de la fe verdadera, que nos lleva a reconocer la excelencia de la Madre de Dios y nos inclina a un amor filial hacia nuestra Madre y a la imitación de sus virtudes» (Lumen Gentium, 67). Amarla es comprometerse a escuchar a su Hijo, venerar a la Guadalupana es vivir según las palabras del fruto bendito de su vientre.
En estos momentos en que tantas familias se encuentran divididas o forzadas a la migración, cuando muchas padecen a causa de la pobreza, la corrupción, la violencia doméstica, el narcotráfico, la crisis de valores o la criminalidad, acudimos a María en busca de consuelo, fortaleza y esperanza. Es la Madre del verdadero Dios, que invita a estar con la fe y la caridad bajo su sombra, para superar así todo mal e instaurar una sociedad más justa y solidaria.
Con estos sentimientos, deseo poner nuevamente bajo la dulce mirada de Nuestra Señora de Guadalupe a este País y a toda Latinoamérica y el Caribe. Confío a cada uno de sus hijos a la Estrella de la primera y de la nueva evangelización, que ha animado con su amor materno su historia cristiana, dando expresión propia a sus gestas patrias, a sus iniciativas comunitarias y sociales, a la vida familiar, a la devoción personal y a la Misión continental que ahora se está desarrollando en estas nobles tierras. En tiempos de prueba y dolor, ella ha sido invocada por tantos mártires que, a la voz de «viva Cristo Rey y María de Guadalupe», han dado testimonio inquebrantable de fidelidad al Evangelio y entrega a la Iglesia. Le suplico ahora que su presencia en esta querida Nación continúe llamando al respeto, defensa y promoción de la vida humana y al fomento de la fraternidad, evitando la inútil venganza y desterrando el odio que divide. Santa María de Guadalupe nos bendiga y nos alcance por su intercesión abundantes gracias del Cielo.
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Benedicto XVI: "La cruz de Cristo es la cumbre del amor" Angelus 18 de marzo 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
En nuestro camino hacia la Pascua, hemos llegado al cuarto domingo de Cuaresma. Es un camino con Jesús a través del "desierto", es decir, un período para escuchar más la voz de Dios y también para desenmascarar a las tentaciones que hablan dentro de nosotros. En el horizonte del desierto se vislumbra la Cruz. Jesús sabe que esa es la culminación de su misión: en efecto, la cruz de Cristo es la cumbre del amor, que nos da la salvación. Él mismo lo dice en el Evangelio de hoy: "Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna" (Jn. 3,14-15). La referencia es al episodio en el que, durante el éxodo de Egipto, los judíos fueron atacados por serpientes venenosas y muchos murieron; entonces Dios ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera sobre un asta: si alguno era mordido por las serpientes, mirando la serpiente de bronce, era sanado (cf. Nm. 21,4-9).
Incluso Jesús será levantado sobre la cruz, para que todo el que se encuentre en peligro de muerte a causa del pecado, dirigiéndose con fe a Él, que murió por nosotros, sea salvado. "Porque Dios --escribe san Juan--, no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn. 3,17).
San Agustín comenta: "El médico, por lo que le concierne, viene a curar al enfermo. Si uno no sigue las prescripciones del médico, se arruina a sí mismo. El Salvador vino al mundo... Si tú no quieres ser salvado por él, te juzgarás por ti mismo" (Sul Vangelo di Giovanni, 12, 12: PL 35, 1190). Así pues, si infinito es el amor misericordioso de Dios, que ha llegado al punto de dar a su Hijo único como rescate de nuestra vida, grande es también nuestra responsabilidad: cada uno, por tanto, debe reconocer que está enfermo para poder ser sanado; cada uno debe confesar su propio pecado, para que el perdón de Dios, ya dado en la Cruz, pueda tener efecto en su corazón y en su vida. San Agustín escribe: "Dios condena tus pecados; y si tú los condenas, te unes a Dios... Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces comienzan tus buenas obras, porque condenas tus malas obras. Las buenas obras comienzan con el reconocimiento de las malas obras" (ibid., 13: PL 35, 1191).
A veces, el hombre ama más las tinieblas que la luz, porque está apegado a sus pecados. Sin embargo, sólo abriéndose a la luz, y sólo confesando con franqueza las propias culpas a Dios, es que se encuentra la verdadera paz y la verdadera alegría. Es importante, entonces, acercarse al sacramento de la penitencia con regularidad, especialmente en la Cuaresma, para recibir el perdón del Señor y fortalecer nuestro camino de conversión.
Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de san José. Agradezco sinceramente a todos aquellos que me recordarán en la oración, en el día de mi onomástico. En particular, les pido que oren por el viaje apostólico a México y Cuba, que haré a partir del próximo viernes. Confiémoslo a la intercesión de la bienaventurada Virgen María, tan amada y venerada en estos dos países que visitaré.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
En nuestro camino hacia la Pascua, hemos llegado al cuarto domingo de Cuaresma. Es un camino con Jesús a través del "desierto", es decir, un período para escuchar más la voz de Dios y también para desenmascarar a las tentaciones que hablan dentro de nosotros. En el horizonte del desierto se vislumbra la Cruz. Jesús sabe que esa es la culminación de su misión: en efecto, la cruz de Cristo es la cumbre del amor, que nos da la salvación. Él mismo lo dice en el Evangelio de hoy: "Y como Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga en él la vida eterna" (Jn. 3,14-15). La referencia es al episodio en el que, durante el éxodo de Egipto, los judíos fueron atacados por serpientes venenosas y muchos murieron; entonces Dios ordenó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera sobre un asta: si alguno era mordido por las serpientes, mirando la serpiente de bronce, era sanado (cf. Nm. 21,4-9).
Incluso Jesús será levantado sobre la cruz, para que todo el que se encuentre en peligro de muerte a causa del pecado, dirigiéndose con fe a Él, que murió por nosotros, sea salvado. "Porque Dios --escribe san Juan--, no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él" (Jn. 3,17).
San Agustín comenta: "El médico, por lo que le concierne, viene a curar al enfermo. Si uno no sigue las prescripciones del médico, se arruina a sí mismo. El Salvador vino al mundo... Si tú no quieres ser salvado por él, te juzgarás por ti mismo" (Sul Vangelo di Giovanni, 12, 12: PL 35, 1190). Así pues, si infinito es el amor misericordioso de Dios, que ha llegado al punto de dar a su Hijo único como rescate de nuestra vida, grande es también nuestra responsabilidad: cada uno, por tanto, debe reconocer que está enfermo para poder ser sanado; cada uno debe confesar su propio pecado, para que el perdón de Dios, ya dado en la Cruz, pueda tener efecto en su corazón y en su vida. San Agustín escribe: "Dios condena tus pecados; y si tú los condenas, te unes a Dios... Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces comienzan tus buenas obras, porque condenas tus malas obras. Las buenas obras comienzan con el reconocimiento de las malas obras" (ibid., 13: PL 35, 1191).
A veces, el hombre ama más las tinieblas que la luz, porque está apegado a sus pecados. Sin embargo, sólo abriéndose a la luz, y sólo confesando con franqueza las propias culpas a Dios, es que se encuentra la verdadera paz y la verdadera alegría. Es importante, entonces, acercarse al sacramento de la penitencia con regularidad, especialmente en la Cuaresma, para recibir el perdón del Señor y fortalecer nuestro camino de conversión.
Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de san José. Agradezco sinceramente a todos aquellos que me recordarán en la oración, en el día de mi onomástico. En particular, les pido que oren por el viaje apostólico a México y Cuba, que haré a partir del próximo viernes. Confiémoslo a la intercesión de la bienaventurada Virgen María, tan amada y venerada en estos dos países que visitaré.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: aprender de María a ser una comunidad que ora Audiencia 14 de marzo 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Con la catequesis de hoy me gustaría empezar a hablar de la oración en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de San Pablo. San Lucas nos ha dado, como sabemos, uno de los cuatro evangelios, dedicado a la vida terrena de Jesús, pero también nos ha dejado aquello que se ha denominado el primer libro sobre la historia de la Iglesia, es decir, los Hechos de los Apóstoles. En estos dos libros, uno de los elementos recurrentes es justamente la oración, sea la de Jesús, sea la de María, de los discípulos, de las mujeres y de la comunidad cristiana. El camino inicial de la Iglesia está marcado principalmente por la acción del Espíritu Santo, que transforma a los apóstoles en testigos de Cristo resucitado hasta el derramamiento de sangre, y de la rápida difusión de la palabra de Dios en oriente y occidente. Sin embargo, antes que la proclamación del evangelio se propague, Lucas narra la historia de la ascensión del Resucitado (cf. Hch. 1,6-9). A los discípulos el Señor les entrega su programa de vida, dedicada a la evangelización, y les dice: "Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra". (Hch. 1,8). En Jerusalén, los apóstoles que eran once, por la traición de Judas Iscariote, se reunieron en la casa a orar, y justamente en oración esperan el don prometido de Cristo resucitado, el Espíritu Santo.
En este contexto de espera, entre la ascensión y Pentecostés, san Lucas menciona por última vez a María, la madre de Jesús, y su familia (v. 14). A María le ha dedicado los inicios de su Evangelio, desde el anuncio del ángel hasta el nacimiento y la infancia del Hijo de Dios hecho hombre. Con María comienza la vida terrena de Jesús y con María comienzan también los primeros pasos de la Iglesia; en ambas ocasiones el clima es de escucha de Dios, de recogimiento. Hoy, por lo tanto, quisiera detenerme sobre esta presencia orante de la Virgen en el grupo de los discípulos, que serán la primera Iglesia naciente. María siguió con discreción todo el camino de su Hijo durante la vida pública, hasta el pie de la cruz, y ahora continúa siguiendo, con una oración silenciosa, el camino de la Iglesia. En la anunciación, en la casa de Nazaret, María recibe al ángel de Dios, y atenta a sus palabras, lo acoge y responde al designio divino, expresando su total disponibilidad: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (cf. Lc 1,38). María, por la misma actitud interior de escucha, es capaz de leer su propia historia, reconociendo con humildad que es el Señor el que actúa. En la visita a su pariente Isabel, prorrumpe en una oración de alabanza y de alegría, de celebración de la gracia divina que ha llenado su corazón y su vida, haciéndola la Madre del Señor (cf. Lc. 1,46-55). Alabanza, acción de gracias, alegría: en el cántico del Magnificat, María no ve solo lo que Dios ha hecho en ella, sino también a lo que hizo y hace continuamente en la historia. San Ambrosio, en un famoso comentario sobre el Magnificat, invita a tener el mismo espíritu en la oración y dice: "Que en cada uno esté el espíritu de María para alabar al Señor, y esté en cada uno el espíritu individual de María para exultar a Dios" (Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 26: PL 15, 1561).
Incluso en el cenáculo de Jerusalén, en la "habitación del piso alto, donde solían reunirse" los discípulos de Jesús (cf. Hch. 1,13), en un clima de escucha y de oración, ella está presente, antes de que las puertas se abran de par en par y comiencen a anunciar a Cristo el Señor a todos los pueblos, enseñándoles a guardar todo lo que les había mandado (cf. Mt. 28,19-20). Las etapas del camino de María, de la casa de Nazaret a la de Jerusalén, a través de la cruz donde su Hijo la encomienda al apóstol Juan, se caracterizan por la capacidad de mantener un clima persistente de recogimiento, para meditar cada evento en el silencio de su corazón frente a Dios (cf. Lc. 2,19-51) y en la meditación delante de Dios, hasta entender su voluntad y ser capaz de aceptarla en su interior. La presencia de la Madre de Dios con los once, después de la Ascensión, no es sólo un registro histórico de una cosa del pasado, sino que adquiere un significado de gran valor, porque Ella comparte con ellos lo más valioso: la memoria viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: preservar la memoria de Jesús y así mantener su presencia.
La última mención de María en los dos escritos de san Lucas se dan en el sábado: el día del descanso de Dios después de la creación, el día de silencio después de la muerte de Jesús y de la espera de su Resurrección. Y en este episodio tiene sus raíces la tradición de Santa María en sábado. Entre la Ascensión del Resucitado y el primer pentecostés cristiano, los apóstoles y la Iglesia se reúnen con María para esperar con ella el don del Espíritu Santo, sin el cual no se puede llegar a ser testigos. Ella, que ya lo ha recibido por haber generado el Verbo encarnado, comparte con toda la Iglesia la espera del mismo don, para que en el corazón de cada creyente "sea formado Cristo" (cf. Ga. 4,19). Si no hay Iglesia sin Pentecostés, no hay tampoco Pentecostés sin la Madre de Jesús, porque ella ha vivido de una forma única, lo que la Iglesia experimenta cada día bajo la acción del Espíritu Santo. San Cromacio de Aquilea comenta así el registro de los Hechos de los Apóstoles: "Se reunió por lo tanto la Iglesia, en la habitación del piso superior junto con María, la Madre de Jesús, y junto a sus hermanos. Por consiguiente, no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor... La iglesia de Cristo está allí donde se predica la Encarnación de Cristo en la Virgen, y, donde predican los apóstoles, que son los hermanos del Señor, allí se escucha el evangelio" (Sermo 30,1: SC 164, 135).
El Concilio Vaticano II ha querido poner de relieve, en particular, este vínculo que se manifiesta visiblemente en el orar junto con María y con los Apóstoles, en el mismo lugar, a la espera del Espíritu Santo. La constitución dogmática Lumen Gentium afirma: "Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos que los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, «perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Hch 1, 14), y que también María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto a ella con su sombra." (n. 59). El lugar privilegiado de María es la Iglesia, que es "proclamada como miembro excelentísimo y enteramente singular…, tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad, (ib., n. 53).
Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia, significa entonces aprender de ella a ser una comunidad que ora: esta es una de las características esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana descrita en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42). La oración está a menudo referida a situaciones difíciles, de problemas personales que llevan a dirigirse a su vez al Señor para tener luz, consuelo y ayuda. María nos invita a abrir las dimensiones de la oración, a dirigirnos a Dios no solo en la necesidad y no solo para sí mismo, sino de modo unánime, perseverante, fiel, con un "solo corazón y una sola alma" (cf. Hch. 4,32 ).
Queridos amigos, la vida humana atraviesa diversas etapas de transición, a menudo difíciles y exigentes, que requieren decisiones obligatorias, renuncias y sacrificios. La Madre de Jesús ha sido colocada por el Señor en momentos decisivos de la historia de la salvación y ha sabido responder siempre con plena disponibilidad, fruto de una profunda relación con Dios, madurada en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y el domingo de la Resurrección, a ella se le confió el discípulo amado, y con él a toda la comunidad de los discípulos (cf. Jn. 19,26). Entre la Ascensión y Pentecostés, ella está con y en la Iglesia en oración (cf. Hch. 1,14). Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María ejerce su maternidad hasta el final de la historia. Le encomendamos todas las fases del paso de nuestra existencia personal y eclesial, no menos que la de nuestro tránsito final. María nos enseña la necesidad de la oración y nos muestra que sólo con un vínculo constante, íntimo, lleno de amor con su hijo, podemos salir de "nuestra casa", de nosotros mismos, con coraje, para llegar a los confines del mundo y proclamar en todas partes al Señor Jesús, salvador del mundo.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
Con la catequesis de hoy me gustaría empezar a hablar de la oración en los Hechos de los Apóstoles y en las cartas de San Pablo. San Lucas nos ha dado, como sabemos, uno de los cuatro evangelios, dedicado a la vida terrena de Jesús, pero también nos ha dejado aquello que se ha denominado el primer libro sobre la historia de la Iglesia, es decir, los Hechos de los Apóstoles. En estos dos libros, uno de los elementos recurrentes es justamente la oración, sea la de Jesús, sea la de María, de los discípulos, de las mujeres y de la comunidad cristiana. El camino inicial de la Iglesia está marcado principalmente por la acción del Espíritu Santo, que transforma a los apóstoles en testigos de Cristo resucitado hasta el derramamiento de sangre, y de la rápida difusión de la palabra de Dios en oriente y occidente. Sin embargo, antes que la proclamación del evangelio se propague, Lucas narra la historia de la ascensión del Resucitado (cf. Hch. 1,6-9). A los discípulos el Señor les entrega su programa de vida, dedicada a la evangelización, y les dice: "Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra". (Hch. 1,8). En Jerusalén, los apóstoles que eran once, por la traición de Judas Iscariote, se reunieron en la casa a orar, y justamente en oración esperan el don prometido de Cristo resucitado, el Espíritu Santo.
En este contexto de espera, entre la ascensión y Pentecostés, san Lucas menciona por última vez a María, la madre de Jesús, y su familia (v. 14). A María le ha dedicado los inicios de su Evangelio, desde el anuncio del ángel hasta el nacimiento y la infancia del Hijo de Dios hecho hombre. Con María comienza la vida terrena de Jesús y con María comienzan también los primeros pasos de la Iglesia; en ambas ocasiones el clima es de escucha de Dios, de recogimiento. Hoy, por lo tanto, quisiera detenerme sobre esta presencia orante de la Virgen en el grupo de los discípulos, que serán la primera Iglesia naciente. María siguió con discreción todo el camino de su Hijo durante la vida pública, hasta el pie de la cruz, y ahora continúa siguiendo, con una oración silenciosa, el camino de la Iglesia. En la anunciación, en la casa de Nazaret, María recibe al ángel de Dios, y atenta a sus palabras, lo acoge y responde al designio divino, expresando su total disponibilidad: "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (cf. Lc 1,38). María, por la misma actitud interior de escucha, es capaz de leer su propia historia, reconociendo con humildad que es el Señor el que actúa. En la visita a su pariente Isabel, prorrumpe en una oración de alabanza y de alegría, de celebración de la gracia divina que ha llenado su corazón y su vida, haciéndola la Madre del Señor (cf. Lc. 1,46-55). Alabanza, acción de gracias, alegría: en el cántico del Magnificat, María no ve solo lo que Dios ha hecho en ella, sino también a lo que hizo y hace continuamente en la historia. San Ambrosio, en un famoso comentario sobre el Magnificat, invita a tener el mismo espíritu en la oración y dice: "Que en cada uno esté el espíritu de María para alabar al Señor, y esté en cada uno el espíritu individual de María para exultar a Dios" (Expositio Evangelii secundum Lucam 2, 26: PL 15, 1561).
Incluso en el cenáculo de Jerusalén, en la "habitación del piso alto, donde solían reunirse" los discípulos de Jesús (cf. Hch. 1,13), en un clima de escucha y de oración, ella está presente, antes de que las puertas se abran de par en par y comiencen a anunciar a Cristo el Señor a todos los pueblos, enseñándoles a guardar todo lo que les había mandado (cf. Mt. 28,19-20). Las etapas del camino de María, de la casa de Nazaret a la de Jerusalén, a través de la cruz donde su Hijo la encomienda al apóstol Juan, se caracterizan por la capacidad de mantener un clima persistente de recogimiento, para meditar cada evento en el silencio de su corazón frente a Dios (cf. Lc. 2,19-51) y en la meditación delante de Dios, hasta entender su voluntad y ser capaz de aceptarla en su interior. La presencia de la Madre de Dios con los once, después de la Ascensión, no es sólo un registro histórico de una cosa del pasado, sino que adquiere un significado de gran valor, porque Ella comparte con ellos lo más valioso: la memoria viva de Jesús, en la oración; comparte esta misión de Jesús: preservar la memoria de Jesús y así mantener su presencia.
La última mención de María en los dos escritos de san Lucas se dan en el sábado: el día del descanso de Dios después de la creación, el día de silencio después de la muerte de Jesús y de la espera de su Resurrección. Y en este episodio tiene sus raíces la tradición de Santa María en sábado. Entre la Ascensión del Resucitado y el primer pentecostés cristiano, los apóstoles y la Iglesia se reúnen con María para esperar con ella el don del Espíritu Santo, sin el cual no se puede llegar a ser testigos. Ella, que ya lo ha recibido por haber generado el Verbo encarnado, comparte con toda la Iglesia la espera del mismo don, para que en el corazón de cada creyente "sea formado Cristo" (cf. Ga. 4,19). Si no hay Iglesia sin Pentecostés, no hay tampoco Pentecostés sin la Madre de Jesús, porque ella ha vivido de una forma única, lo que la Iglesia experimenta cada día bajo la acción del Espíritu Santo. San Cromacio de Aquilea comenta así el registro de los Hechos de los Apóstoles: "Se reunió por lo tanto la Iglesia, en la habitación del piso superior junto con María, la Madre de Jesús, y junto a sus hermanos. Por consiguiente, no se puede hablar de Iglesia si no está presente María, la Madre del Señor... La iglesia de Cristo está allí donde se predica la Encarnación de Cristo en la Virgen, y, donde predican los apóstoles, que son los hermanos del Señor, allí se escucha el evangelio" (Sermo 30,1: SC 164, 135).
El Concilio Vaticano II ha querido poner de relieve, en particular, este vínculo que se manifiesta visiblemente en el orar junto con María y con los Apóstoles, en el mismo lugar, a la espera del Espíritu Santo. La constitución dogmática Lumen Gentium afirma: "Por no haber querido Dios manifestar solemnemente el misterio de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos que los Apóstoles, antes del día de Pentecostés, «perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María, la Madre de Jesús, y con los hermanos de éste» (Hch 1, 14), y que también María imploraba con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación ya la había cubierto a ella con su sombra." (n. 59). El lugar privilegiado de María es la Iglesia, que es "proclamada como miembro excelentísimo y enteramente singular…, tipo y ejemplar acabadísimo de la misma en la fe y en la caridad, (ib., n. 53).
Venerar a la Madre de Jesús en la Iglesia, significa entonces aprender de ella a ser una comunidad que ora: esta es una de las características esenciales de la primera descripción de la comunidad cristiana descrita en los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,42). La oración está a menudo referida a situaciones difíciles, de problemas personales que llevan a dirigirse a su vez al Señor para tener luz, consuelo y ayuda. María nos invita a abrir las dimensiones de la oración, a dirigirnos a Dios no solo en la necesidad y no solo para sí mismo, sino de modo unánime, perseverante, fiel, con un "solo corazón y una sola alma" (cf. Hch. 4,32 ).
Queridos amigos, la vida humana atraviesa diversas etapas de transición, a menudo difíciles y exigentes, que requieren decisiones obligatorias, renuncias y sacrificios. La Madre de Jesús ha sido colocada por el Señor en momentos decisivos de la historia de la salvación y ha sabido responder siempre con plena disponibilidad, fruto de una profunda relación con Dios, madurada en la oración asidua e intensa. Entre el viernes de la Pasión y el domingo de la Resurrección, a ella se le confió el discípulo amado, y con él a toda la comunidad de los discípulos (cf. Jn. 19,26). Entre la Ascensión y Pentecostés, ella está con y en la Iglesia en oración (cf. Hch. 1,14). Madre de Dios y Madre de la Iglesia, María ejerce su maternidad hasta el final de la historia. Le encomendamos todas las fases del paso de nuestra existencia personal y eclesial, no menos que la de nuestro tránsito final. María nos enseña la necesidad de la oración y nos muestra que sólo con un vínculo constante, íntimo, lleno de amor con su hijo, podemos salir de "nuestra casa", de nosotros mismos, con coraje, para llegar a los confines del mundo y proclamar en todas partes al Señor Jesús, salvador del mundo.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.
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Benedicto XVI: "La violencia es contraria al Reino de Dios" Angelus 11 marzo 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
El evangelio de este tercer domingo de Cuaresma se refiere, en el escrito de san Juan, al famoso episodio en el que Jesús expulsa del templo de Jerusalén a los vendedores de animales a los cambistas (cf. Jn 2,13-25). El hecho, señalado por todos los evangelistas, tuvo lugar en las proximidades de la fiesta de la Pascua despertando gran impresión en la multitud y entre sus discípulos. ¿Como debemos interpretar este gesto de Jesús? En primer lugar hay que señalar que esto no provoca ninguna represión de los guardianes del orden público, porque fue visto como una típica acción profética: de hecho, los profetas, en nombre de Dios, a menudo denunciaban los abusos, y lo hacían a veces con gestos simbólicos. El problema, en todo caso, era su autoridad. Por eso los judíos le preguntaron a Jesús: ¿Qué signo nos muestras para obrar así? (Jn. 2,18), que nos muestre que realmente actúa en nombre de Dios.
La expulsión de los mercaderes del templo fue también interpretada en sentido político revolucionario, colocando a Jesús en la línea del movimiento de los zelotes. Estos eran, de hecho, “celosos” de la ley de Dios y dispuestos a usar la violencia para hacerla cumplir. En la época de Jesús esperaban a un mesías que liberase a Israel del dominio romano. Pero Jesús decepcionó esta espera, por lo que algunos discípulos lo abandonaron, y Judas Iscariote incluso lo traicionó. En realidad, es imposible interpretar a Jesús como violento: la violencia es contraria al reino de Dios, y un instrumento del anticristo. La violencia nunca le sirve a la humanidad, es más, la deshumaniza.
Escuchamos a continuación las palabras que Jesús dijo haciendo ese gesto: “Quiten esto de aquí. No hagan de la casa de mi Padre una casa de mercado. Y entonces los discípulos se acordaron de lo que está escrito en el salmo: “El celo por tu Casa me devora” (69,10). Este salmo es una invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa, lo llevará hasta la cruz: el suyo es el celo del amor que paga con su propia persona, no el que querría servir a Dios mediante la violencia.De hecho el “signo” que Jesús dará como prueba de su autoridad será sólo el de su muerte y resurrección. “Destruyan este santuario –dijo--, y en tres días lo levantaré”. Y san Juan observa: “Él hablaba del santuario de su cuerpo” (Jn. 2,20-21). Con la pascua de Jesús se inicia un nuevo culto, el culto del amor, y un nuevo templo que es Él mismo, Cristo resucitado, por el cual cada creyente puede adorar a Dios Padre “en espíritu y en verdad” (Jn. 4,23).
Queridos amigos, el Espíritu Santo ha comenzado a construir este nuevo templo en el vientre materno de la Virgen María. A través de su intercesión, oramos para que cada cristiano sea piedra viva de este edificio espiritual.
Traducido del italiano por José Antonio Varela Vidal
©Librería Editorial Vaticana
El evangelio de este tercer domingo de Cuaresma se refiere, en el escrito de san Juan, al famoso episodio en el que Jesús expulsa del templo de Jerusalén a los vendedores de animales a los cambistas (cf. Jn 2,13-25). El hecho, señalado por todos los evangelistas, tuvo lugar en las proximidades de la fiesta de la Pascua despertando gran impresión en la multitud y entre sus discípulos. ¿Como debemos interpretar este gesto de Jesús? En primer lugar hay que señalar que esto no provoca ninguna represión de los guardianes del orden público, porque fue visto como una típica acción profética: de hecho, los profetas, en nombre de Dios, a menudo denunciaban los abusos, y lo hacían a veces con gestos simbólicos. El problema, en todo caso, era su autoridad. Por eso los judíos le preguntaron a Jesús: ¿Qué signo nos muestras para obrar así? (Jn. 2,18), que nos muestre que realmente actúa en nombre de Dios.
La expulsión de los mercaderes del templo fue también interpretada en sentido político revolucionario, colocando a Jesús en la línea del movimiento de los zelotes. Estos eran, de hecho, “celosos” de la ley de Dios y dispuestos a usar la violencia para hacerla cumplir. En la época de Jesús esperaban a un mesías que liberase a Israel del dominio romano. Pero Jesús decepcionó esta espera, por lo que algunos discípulos lo abandonaron, y Judas Iscariote incluso lo traicionó. En realidad, es imposible interpretar a Jesús como violento: la violencia es contraria al reino de Dios, y un instrumento del anticristo. La violencia nunca le sirve a la humanidad, es más, la deshumaniza.
Escuchamos a continuación las palabras que Jesús dijo haciendo ese gesto: “Quiten esto de aquí. No hagan de la casa de mi Padre una casa de mercado. Y entonces los discípulos se acordaron de lo que está escrito en el salmo: “El celo por tu Casa me devora” (69,10). Este salmo es una invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa, lo llevará hasta la cruz: el suyo es el celo del amor que paga con su propia persona, no el que querría servir a Dios mediante la violencia.De hecho el “signo” que Jesús dará como prueba de su autoridad será sólo el de su muerte y resurrección. “Destruyan este santuario –dijo--, y en tres días lo levantaré”. Y san Juan observa: “Él hablaba del santuario de su cuerpo” (Jn. 2,20-21). Con la pascua de Jesús se inicia un nuevo culto, el culto del amor, y un nuevo templo que es Él mismo, Cristo resucitado, por el cual cada creyente puede adorar a Dios Padre “en espíritu y en verdad” (Jn. 4,23).
Queridos amigos, el Espíritu Santo ha comenzado a construir este nuevo templo en el vientre materno de la Virgen María. A través de su intercesión, oramos para que cada cristiano sea piedra viva de este edificio espiritual.
Traducido del italiano por José Antonio Varela Vidal
©Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: Necesitamos la luz interior para superar las pruebas de la vida Angelus 4 de marzo 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
Este domingo, el segundo de Cuaresma, se caracteriza por ser el domingo de la Transfiguración de Cristo. De hecho, durante la Cuaresma, la liturgia, después de habernos invitado a seguir a Jesús en el desierto, para enfrentar y superar con Él las tentaciones, nos propone subir con él al "monte" de la oración, para contemplar sobre su rostro humano la luz gloriosa de Dios. El episodio de la transfiguración de Cristo es atestiguado de manera concorde por los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas. Los elementos esenciales son dos: en primer lugar, Jesús sube con sus discípulos Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta, “y se transfiguró delante de ellos” (Mc. 9,2), su rostro y su ropa irradiaban una luz brillante, mientras que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y en segundo lugar, una nube envolvió la cumbre y de ella salió una voz diciendo: “Este es mi Hijo amado, escúchenle” (Mc. 9,7). Por lo tanto, la luz y la voz: la luz divina que resplandece en el rostro de Jesús, y la voz del Padre Celestial que da testimonio de Él y nos manda a escucharlo.
El misterio de la Transfiguración no se separa del contexto del camino que Jesús está haciendo. Él se ha ya decididamente dirigido hacia el cumplimiento de su misión, a sabiendas de que, para llegar a la resurrección, tendrá que pasar a través de la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales no han entendido, sino más bien han rechazado esta perspectiva porque no razonan de acuerdo con Dios, sino con los hombres (cf. Mt. 16,23). Por eso Jesús lleva a tres de ellos a la montaña y les revela su gloria divina, el esplendor de la Verdad y del Amor. Jesús quiere que esta luz pueda iluminar sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y muerte, cuando el escándalo de la cruz será insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en Él. Por lo tanto, después de este evento, Él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los ataques de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con una bella expresión, y dice: "Lo que para los ojos del cuerpo es el sol que vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón" (Sermo 78, 2: PL 38, 490).
Queridos hermanos y hermanas, todos necesitamos la luz interior para superar las pruebas de la vida. Esta luz proviene de Dios, y es Cristo quien nos la da, Él, en quien habita toda la plenitud de la divinidad (cf. Col. 2,9). Subamos con Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejémonos colmar interiormente de su luz. Pidamos a la Virgen María, nuestra guía en el camino de la fe, que nos ayude a vivir esta experiencia en el tiempo de la Cuaresma, encontrando algún momento en el día para la oración en silencio y para la escucha de la Palabra de Dios.
Traducido del italiano por José Antonio Varela Vidal
©Librería Editorial Vaticana
Este domingo, el segundo de Cuaresma, se caracteriza por ser el domingo de la Transfiguración de Cristo. De hecho, durante la Cuaresma, la liturgia, después de habernos invitado a seguir a Jesús en el desierto, para enfrentar y superar con Él las tentaciones, nos propone subir con él al "monte" de la oración, para contemplar sobre su rostro humano la luz gloriosa de Dios. El episodio de la transfiguración de Cristo es atestiguado de manera concorde por los evangelistas Mateo, Marcos y Lucas. Los elementos esenciales son dos: en primer lugar, Jesús sube con sus discípulos Pedro, Santiago y Juan a una montaña alta, “y se transfiguró delante de ellos” (Mc. 9,2), su rostro y su ropa irradiaban una luz brillante, mientras que junto a él aparecieron Moisés y Elías; y en segundo lugar, una nube envolvió la cumbre y de ella salió una voz diciendo: “Este es mi Hijo amado, escúchenle” (Mc. 9,7). Por lo tanto, la luz y la voz: la luz divina que resplandece en el rostro de Jesús, y la voz del Padre Celestial que da testimonio de Él y nos manda a escucharlo.
El misterio de la Transfiguración no se separa del contexto del camino que Jesús está haciendo. Él se ha ya decididamente dirigido hacia el cumplimiento de su misión, a sabiendas de que, para llegar a la resurrección, tendrá que pasar a través de la pasión y la muerte de cruz. De esto les ha hablado abiertamente a sus discípulos, los cuales no han entendido, sino más bien han rechazado esta perspectiva porque no razonan de acuerdo con Dios, sino con los hombres (cf. Mt. 16,23). Por eso Jesús lleva a tres de ellos a la montaña y les revela su gloria divina, el esplendor de la Verdad y del Amor. Jesús quiere que esta luz pueda iluminar sus corazones cuando pasen por la densa oscuridad de su pasión y muerte, cuando el escándalo de la cruz será insoportable para ellos. Dios es luz, y Jesús quiere dar a sus amigos más íntimos la experiencia de esta luz, que habita en Él. Por lo tanto, después de este evento, Él será en ellos una luz interior, capaz de protegerlos de los ataques de las tinieblas. Incluso en la noche más oscura, Jesús es la luz que nunca se apaga. San Agustín resume este misterio con una bella expresión, y dice: "Lo que para los ojos del cuerpo es el sol que vemos, lo es [Cristo] para los ojos del corazón" (Sermo 78, 2: PL 38, 490).
Queridos hermanos y hermanas, todos necesitamos la luz interior para superar las pruebas de la vida. Esta luz proviene de Dios, y es Cristo quien nos la da, Él, en quien habita toda la plenitud de la divinidad (cf. Col. 2,9). Subamos con Jesús al monte de la oración y, contemplando su rostro lleno de amor y de verdad, dejémonos colmar interiormente de su luz. Pidamos a la Virgen María, nuestra guía en el camino de la fe, que nos ayude a vivir esta experiencia en el tiempo de la Cuaresma, encontrando algún momento en el día para la oración en silencio y para la escucha de la Palabra de Dios.
Traducido del italiano por José Antonio Varela Vidal
©Librería Editorial Vaticana
El Señor quiso sufrir la tentación para enseñarnos con su ejemplo Angelus 26 de febrero 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!En este primer domingo de Cuaresma, encontramos a Jesús que, después de haber recibido el bautismo en el río Jordán por Juan el Bautista (cf. Mc. 1,9), es tentado en el desierto (cf. Mc. 1,12-13). La narración de san Marcos es concisa, desprovista de detalles que leemos en los otros dos evangelios de Mateo y de Lucas. El desierto del que se habla tiene diversos significados. Puede indicar el estado de abandono y de soledad, el "lugar" de la debilidad del hombre, donde no existe apoyo ni seguridad, donde la tentación se hace más fuerte. Pero también puede indicar un lugar de refugio y amparo, como lo fue para el pueblo de Israel, escapado de la esclavitud egipcia, donde se puede experimentar de una manera especial la presencia de Dios. Jesús "permaneció en el desierto cuarenta días, siendo tentado por Satanás." (Mc. 1,13). San León Magno comenta que "el Señor ha querido sufrir el ataque del tentador para defendernos con su ayuda y enseñarnos con su ejemplo" (Tractatus XXXIX, 3 De ieiunio quadragesimae: CCL 138 / A Turnholti, 1973, 214-215) .
¿Qué puede enseñarnos este episodio? Como leemos en el libro de la Imitación de Cristo, "el hombre nunca está totalmente libre de la tentación, mientras viva... pero con la paciencia y con la verdadera humildad nos haremos más fuertes que cualquier enemigo." (Liber I, c. XIII , Ciudad del Vaticano 1982, 37); la paciencia y la humildad para seguir todos los días al Señor, aprendiendo a construir nuestra vida no fuera de él o como si no existiera, sino en Él y con Él, porque es la fuente de la vida verdadera. La tentación de quitar a Dios, de poner orden solos en sí mismos y en el mundo, contando solo con las propias capacidades, ha estado siempre presente en la historia del hombre.
Jesús proclama que "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca"(Mc. 1,15), anuncia que en él sucede algo nuevo: Dios habla al hombre de una manera inesperada, con una cercanía única, concreta, llena de amor; Dios se encarna y entra en el mundo del hombre a tomar sobre sí el pecado, para vencer el mal y traer a la persona al mundo de Dios. Pero este anuncio está acompañado de la obligación de corresponder por un regalo así de grande. De hecho, Jesús añade: "Conviértanse y crean en el Evangelio" (Mc. 1,15); es una invitación a tener fe en Dios y a adecuar cada día de nuestras vidas a su voluntad, dirigiendo todas nuestras acciones y pensamientos hacia el bien. El tiempo de Cuaresma es el momento preciso para renovar y mejorar nuestra relación con Dios mediante la oración diaria, los actos de penitencia, las obras de caridad fraterna.
Roguemos fervientemente a la Santísima Virgen María, que acompañe nuestro camino cuaresmal con su protección y nos ayude a inculcar en nuestros corazones y en nuestra vida las palabras de Jesucristo, para convertirnos a Él. Encomiendo también a vuestras oraciones, la semana de ejercicios espirituales que esta tarde empezaré con mis colaboradores de la Curia Romana.
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
¿Qué puede enseñarnos este episodio? Como leemos en el libro de la Imitación de Cristo, "el hombre nunca está totalmente libre de la tentación, mientras viva... pero con la paciencia y con la verdadera humildad nos haremos más fuertes que cualquier enemigo." (Liber I, c. XIII , Ciudad del Vaticano 1982, 37); la paciencia y la humildad para seguir todos los días al Señor, aprendiendo a construir nuestra vida no fuera de él o como si no existiera, sino en Él y con Él, porque es la fuente de la vida verdadera. La tentación de quitar a Dios, de poner orden solos en sí mismos y en el mundo, contando solo con las propias capacidades, ha estado siempre presente en la historia del hombre.
Jesús proclama que "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca"(Mc. 1,15), anuncia que en él sucede algo nuevo: Dios habla al hombre de una manera inesperada, con una cercanía única, concreta, llena de amor; Dios se encarna y entra en el mundo del hombre a tomar sobre sí el pecado, para vencer el mal y traer a la persona al mundo de Dios. Pero este anuncio está acompañado de la obligación de corresponder por un regalo así de grande. De hecho, Jesús añade: "Conviértanse y crean en el Evangelio" (Mc. 1,15); es una invitación a tener fe en Dios y a adecuar cada día de nuestras vidas a su voluntad, dirigiendo todas nuestras acciones y pensamientos hacia el bien. El tiempo de Cuaresma es el momento preciso para renovar y mejorar nuestra relación con Dios mediante la oración diaria, los actos de penitencia, las obras de caridad fraterna.
Roguemos fervientemente a la Santísima Virgen María, que acompañe nuestro camino cuaresmal con su protección y nos ayude a inculcar en nuestros corazones y en nuestra vida las palabras de Jesucristo, para convertirnos a Él. Encomiendo también a vuestras oraciones, la semana de ejercicios espirituales que esta tarde empezaré con mis colaboradores de la Curia Romana.
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.
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El tiempo de desierto puede transformarse en un tiempo de gracia Angelus 22 de febrero 2012
Queridos hermanos y hermanas:
En esta catequesis me gustaría detenerme brevemente sobre el tiempo de Cuaresma, que comienza hoy con la liturgia del Miércoles de Ceniza. Es un viaje de cuarenta días que nos llevará al Triduo Pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. En los primeros siglos de vida de la Iglesia, este era el momento en que los que habían oído y aceptado el mensaje de Cristo empezaban, paso a paso, su camino de fe y de conversión para llegar a recibir el sacramento del bautismo. Se trataba de un acercamiento al Dios vivo y de una iniciación a la fe que se realizaba gradualmente, mediante un cambio interior de parte de los catecúmenos, es decir, de aquellos que querían ser cristianos y ser incorporados a Cristo en la Iglesia.
Posteriormente, también los penitentes, y luego todos los fieles, fueron invitados a experimentar este camino de renovación espiritual, para conformar más la propia existencia a la de Cristo. La participación de toda la comunidad en las diferentes etapas del camino de la Cuaresma, enfatiza una dimensión importante de la espiritualidad cristiana: es la redención no de algunos, sino de todos, al estar disponible gracias a la muerte y resurrección de Cristo. Por lo tanto, tanto los que recorrían un viaje de fe como catecúmenos para recibir el bautismo, como los que se habían alejado de Dios y de la comunidad de fe y buscaban la reconciliación, o los que vivían su fe en plena comunión con la Iglesia, todos juntos sabían que el tiempo antes de la Pascua era un tiempo de metanoia, es decir, de cambio interior, de arrepentimiento; tiempo que identifica nuestra vida humana y toda nuestra historia como un proceso de conversión que se pone en marcha ahora para encontrar al Señor al final de los tiempos.
Con una expresión que es típica en la liturgia, la Iglesia llama al período en el que hemos entrado hoy, «Cuaresma», es decir, un tiempo de cuarenta días y, con una clara referencia a la sagrada escritura, nos introduce en un contexto espiritual específico. Cuarenta es, de hecho, el número simbólico con el que el Antiguo y el Nuevo Testamento representan los aspectos más destacados de la experiencia de fe del Pueblo de Dios. Es una cifra que expresa el tiempo de la espera, de la purificación, de la vuelta al Señor, de la conciencia de que Dios es fiel a sus promesas. Este número no es un tiempo cronológico exacto, dividido por la suma de los días. Más bien indica una perseverancia paciente, una larga prueba, un periodo suficiente para ver las obras de Dios, un tiempo en el que es necesario decidirse y asumir las propias responsabilidades, sin dilaciones adicionales. Es el tiempo de las decisiones maduras.
El número cuarenta aparece por primera vez en la historia de Noé.Este hombre justo, a causa del diluvio pasa cuarenta días y cuarenta noches en el arca, junto a su familia y a los animales que Dios le había dicho que llevara consigo. Y espera por otros cuarenta días, después del diluvio, antes de llegar a tierra firme, salvado de la destrucción (cf. Gn. 7,4.12, 8.6). Después la siguiente etapa: Moisés permanece en el monte Sinaí, en presencia del Señor por cuarenta días y cuarenta noches, para acoger la ley. En todo este tiempo ayuna (cf. Ex. 24,18). Cuarenta son los años del viaje del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra Prometida, momento adecuado para experimentar la fidelidad de Dios. "Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años... No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años", dice Moisés en el Deuteronomio al final de estos cuarenta años de migración (Dt. 8,2.4). Los años de la paz, de los que goza Israel bajo los jueces, son cuarenta (cf. Jc. 3, 11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el olvido de los dones de Dios y el retorno al pecado. El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al Horeb, el monte donde encuentra a Dios (cf. 1 Re.19, 8). Cuarenta son los días durante los cuales los ciudadanos de Nínive hacen penitencia para obtener el perdón de Dios (cf. Gn. 3,4). Cuarenta son también los años del reinado de Saúl (Cf. Hechos 13,21), de David (cf. 2 Sam. 5,4-5) y de Salomón (cf. 1 Reyes 11,41), los tres primeros reyes de Israel. También los salmos reflexionan sobre el significado bíblico de los cuarenta años, como el Salmo 95, del que hemos escuchado un pasaje: "Si quieres escuchar su voz hoy mismo! “¡Oh, si escucharan hoy su voz! No endurezcan su corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, donde me pusieron a prueba sus padres, me tentaron aunque habían visto mi obra. Cuarenta años me asqueó aquella generación, y dije: Pueblo son de corazón torcido, que mis caminos no conocen.” (vv. 7c-10).
En el Nuevo Testamento Jesús, antes de comenzar su vida pública, se retira al desierto durante cuarenta días sin comer ni beber (cf. Mt. 4,2): se alimenta de la palabra de Dios, que utiliza como un arma para vencer al diablo. Las tentaciones de Jesús recuerdan aquello que el pueblo judío afrontó en el desierto, pero que no supo vencer. Cuarenta son los días en que Jesús resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el Espíritu Santo (cf. Hch. 1,3).
Con este recurrente número de cuarenta está descrito un contexto espiritual que se mantiene actual y válido, y la Iglesia, precisamente a través del periodo cuaresmal, intenta mantener el valor permanente y hacernos actual la eficacia. La liturgia cristiana de la Cuaresma tiene el propósito de facilitar un camino de renovación espiritual, a la luz de esta larga experiencia bíblica y, sobre todo, para aprender a imitar a Jesús, que en los cuarenta días pasados en el desierto enseñó a vencer la tentación con la Palabra de Dios. Los cuarenta años de la peregrinación de Israel en el desierto tienen actitudes y situaciones ambivalentes. Por un lado son la temporada del primer amor con Dios y entre Dios y su pueblo, cuando les hablaba al corazón, señalándoles siempre el camino a seguir. Dios se había hecho, por así decirlo, casa en medio de Israel, lo precedía en una nube o en una columna de fuego, proveía todos los días la comida haciendo bajar el maná, y haciendo surgir el agua de la roca. Por lo tanto, los años pasados por Israel en el desierto se pueden ver como el tiempo de la elección especial de Dios y de la adhesión a Él por parte del pueblo: el tiempo del primer amor. Por otro lado, la Biblia también muestra otra imagen de la peregrinación de Israel en el desierto: es también el tiempo de las tentaciones y de los mayores peligros, cuando Israel murmura contra su Dios y quisiera regresar al paganismo y se construye sus propios ídolos, porque ve la necesidad de adorar a un Dios más cercano y tangible. Es también el tiempo de la rebelión contra el Dios grande e invisible.
Esta ambivalencia, tiempo de la especial cercanía de Dios –tiempo del primer amor--, y tiempo de la tentación --la tentación de volver al paganismo--, la reencontramos en modo sorprendente en el camino terrenal de Jesús, por supuesto que sin ningún tipo de compromiso con el pecado. Después del bautismo de penitencia en el Jordán, en el que asume sobre sí el destino del Siervo de Dios que se sacrifica a sí mismo y vive para los demás y se coloca entre los pecadores, para tomar sobre sí los pecados del mundo, Jesús va al desierto por cuarenta días para estar en unión profunda con el Padre, repitiendo así la historia de Israel, todos aquellos ritmos de cuarenta días o años a los que me he referido. Esta dinámica es una constante en la vida terrenal de Jesús, que busca siempre momentos de soledad para orar a su Padre y permanecer en íntima soledad con Él, en exclusiva comunión con él, y luego volver en medio de la gente. Pero en este tiempo de "desierto" y de encuentro especial con el Padre, Jesús está expuesto al peligro y se ve asaltado por la tentación y la seducción del Maligno, que le ofrece otro camino mesiánico, lejos del plan de Dios, por que pasa a través del poder, el éxito, el dominio y no a través de la entrega total en la Cruz. Esta es la disyuntiva: un poder mesiánico, de éxito, o un mesianismo de amor, de don de sí.
Esta ambivalencia describe también la condición de la Iglesia peregrina en el "desierto" del mundo y de la historia. En este "desierto", ciertamente los creyentes tenemos la oportunidad de vivir una profunda experiencia de Dios que hace fuerte el espíritu, confirma la fe, nutre la esperanza, anima la caridad; una experiencia que nos hace partícipes de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte por el sacrificio de amor en la Cruz. Pero el "desierto" es también el aspecto negativo de la realidad que nos rodea: la aridez, la pobreza de palabras de vida y de valores, el secularismo y la cultura materialista, que encierran a la persona en el horizonte mundano del existir, sustrayéndole toda referencia a la trascendencia. Es este también el ambiente en el que el cielo sobre nosotros es oscuro, porque está cubierto por las nubes del egoísmo, de la incomprensión y del engaño. A pesar de esto, incluso para la Iglesia de hoy, el tiempo del desierto puede transformarse en un tiempo de gracia, porque tenemos la certeza de que incluso de la roca más dura, Dios puede hacer brotar el agua viva que refresca y restaura.
Queridos hermanos y hermanas, en estos cuarenta días que nos llevarán a la Pascua de Resurrección, podemos encontrar un nuevo valor para aceptar con paciencia y con fe cada situación de dificultad, de aflicción y de prueba, conscientes de que de las tinieblas el Señor hará surgir el día nuevo. Y si hemos sido fieles a Jesús y siguiéndolo por el camino de la cruz, el mundo luminoso de Dios, el mundo de la luz, de la verdad y de la alegría se nos devolverá: será el nuevo amanecer creado por Dios mismo. ¡Buen camino de Cuaresma a todos!
Traducción del italiano por José Antonio Varela Vidal
En esta catequesis me gustaría detenerme brevemente sobre el tiempo de Cuaresma, que comienza hoy con la liturgia del Miércoles de Ceniza. Es un viaje de cuarenta días que nos llevará al Triduo Pascual, memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, corazón del misterio de nuestra salvación. En los primeros siglos de vida de la Iglesia, este era el momento en que los que habían oído y aceptado el mensaje de Cristo empezaban, paso a paso, su camino de fe y de conversión para llegar a recibir el sacramento del bautismo. Se trataba de un acercamiento al Dios vivo y de una iniciación a la fe que se realizaba gradualmente, mediante un cambio interior de parte de los catecúmenos, es decir, de aquellos que querían ser cristianos y ser incorporados a Cristo en la Iglesia.
Posteriormente, también los penitentes, y luego todos los fieles, fueron invitados a experimentar este camino de renovación espiritual, para conformar más la propia existencia a la de Cristo. La participación de toda la comunidad en las diferentes etapas del camino de la Cuaresma, enfatiza una dimensión importante de la espiritualidad cristiana: es la redención no de algunos, sino de todos, al estar disponible gracias a la muerte y resurrección de Cristo. Por lo tanto, tanto los que recorrían un viaje de fe como catecúmenos para recibir el bautismo, como los que se habían alejado de Dios y de la comunidad de fe y buscaban la reconciliación, o los que vivían su fe en plena comunión con la Iglesia, todos juntos sabían que el tiempo antes de la Pascua era un tiempo de metanoia, es decir, de cambio interior, de arrepentimiento; tiempo que identifica nuestra vida humana y toda nuestra historia como un proceso de conversión que se pone en marcha ahora para encontrar al Señor al final de los tiempos.
Con una expresión que es típica en la liturgia, la Iglesia llama al período en el que hemos entrado hoy, «Cuaresma», es decir, un tiempo de cuarenta días y, con una clara referencia a la sagrada escritura, nos introduce en un contexto espiritual específico. Cuarenta es, de hecho, el número simbólico con el que el Antiguo y el Nuevo Testamento representan los aspectos más destacados de la experiencia de fe del Pueblo de Dios. Es una cifra que expresa el tiempo de la espera, de la purificación, de la vuelta al Señor, de la conciencia de que Dios es fiel a sus promesas. Este número no es un tiempo cronológico exacto, dividido por la suma de los días. Más bien indica una perseverancia paciente, una larga prueba, un periodo suficiente para ver las obras de Dios, un tiempo en el que es necesario decidirse y asumir las propias responsabilidades, sin dilaciones adicionales. Es el tiempo de las decisiones maduras.
El número cuarenta aparece por primera vez en la historia de Noé.Este hombre justo, a causa del diluvio pasa cuarenta días y cuarenta noches en el arca, junto a su familia y a los animales que Dios le había dicho que llevara consigo. Y espera por otros cuarenta días, después del diluvio, antes de llegar a tierra firme, salvado de la destrucción (cf. Gn. 7,4.12, 8.6). Después la siguiente etapa: Moisés permanece en el monte Sinaí, en presencia del Señor por cuarenta días y cuarenta noches, para acoger la ley. En todo este tiempo ayuna (cf. Ex. 24,18). Cuarenta son los años del viaje del pueblo judío desde Egipto hasta la Tierra Prometida, momento adecuado para experimentar la fidelidad de Dios. "Acuérdate de todo el camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años... No se gastó el vestido que llevabas ni se hincharon tus pies a lo largo de esos cuarenta años", dice Moisés en el Deuteronomio al final de estos cuarenta años de migración (Dt. 8,2.4). Los años de la paz, de los que goza Israel bajo los jueces, son cuarenta (cf. Jc. 3, 11.30), pero, transcurrido este tiempo, comienza el olvido de los dones de Dios y el retorno al pecado. El profeta Elías emplea cuarenta días para llegar al Horeb, el monte donde encuentra a Dios (cf. 1 Re.19, 8). Cuarenta son los días durante los cuales los ciudadanos de Nínive hacen penitencia para obtener el perdón de Dios (cf. Gn. 3,4). Cuarenta son también los años del reinado de Saúl (Cf. Hechos 13,21), de David (cf. 2 Sam. 5,4-5) y de Salomón (cf. 1 Reyes 11,41), los tres primeros reyes de Israel. También los salmos reflexionan sobre el significado bíblico de los cuarenta años, como el Salmo 95, del que hemos escuchado un pasaje: "Si quieres escuchar su voz hoy mismo! “¡Oh, si escucharan hoy su voz! No endurezcan su corazón como en Meribá, como el día de Massá en el desierto, donde me pusieron a prueba sus padres, me tentaron aunque habían visto mi obra. Cuarenta años me asqueó aquella generación, y dije: Pueblo son de corazón torcido, que mis caminos no conocen.” (vv. 7c-10).
En el Nuevo Testamento Jesús, antes de comenzar su vida pública, se retira al desierto durante cuarenta días sin comer ni beber (cf. Mt. 4,2): se alimenta de la palabra de Dios, que utiliza como un arma para vencer al diablo. Las tentaciones de Jesús recuerdan aquello que el pueblo judío afrontó en el desierto, pero que no supo vencer. Cuarenta son los días en que Jesús resucitado instruye a los suyos, antes de ascender al cielo y enviar el Espíritu Santo (cf. Hch. 1,3).
Con este recurrente número de cuarenta está descrito un contexto espiritual que se mantiene actual y válido, y la Iglesia, precisamente a través del periodo cuaresmal, intenta mantener el valor permanente y hacernos actual la eficacia. La liturgia cristiana de la Cuaresma tiene el propósito de facilitar un camino de renovación espiritual, a la luz de esta larga experiencia bíblica y, sobre todo, para aprender a imitar a Jesús, que en los cuarenta días pasados en el desierto enseñó a vencer la tentación con la Palabra de Dios. Los cuarenta años de la peregrinación de Israel en el desierto tienen actitudes y situaciones ambivalentes. Por un lado son la temporada del primer amor con Dios y entre Dios y su pueblo, cuando les hablaba al corazón, señalándoles siempre el camino a seguir. Dios se había hecho, por así decirlo, casa en medio de Israel, lo precedía en una nube o en una columna de fuego, proveía todos los días la comida haciendo bajar el maná, y haciendo surgir el agua de la roca. Por lo tanto, los años pasados por Israel en el desierto se pueden ver como el tiempo de la elección especial de Dios y de la adhesión a Él por parte del pueblo: el tiempo del primer amor. Por otro lado, la Biblia también muestra otra imagen de la peregrinación de Israel en el desierto: es también el tiempo de las tentaciones y de los mayores peligros, cuando Israel murmura contra su Dios y quisiera regresar al paganismo y se construye sus propios ídolos, porque ve la necesidad de adorar a un Dios más cercano y tangible. Es también el tiempo de la rebelión contra el Dios grande e invisible.
Esta ambivalencia, tiempo de la especial cercanía de Dios –tiempo del primer amor--, y tiempo de la tentación --la tentación de volver al paganismo--, la reencontramos en modo sorprendente en el camino terrenal de Jesús, por supuesto que sin ningún tipo de compromiso con el pecado. Después del bautismo de penitencia en el Jordán, en el que asume sobre sí el destino del Siervo de Dios que se sacrifica a sí mismo y vive para los demás y se coloca entre los pecadores, para tomar sobre sí los pecados del mundo, Jesús va al desierto por cuarenta días para estar en unión profunda con el Padre, repitiendo así la historia de Israel, todos aquellos ritmos de cuarenta días o años a los que me he referido. Esta dinámica es una constante en la vida terrenal de Jesús, que busca siempre momentos de soledad para orar a su Padre y permanecer en íntima soledad con Él, en exclusiva comunión con él, y luego volver en medio de la gente. Pero en este tiempo de "desierto" y de encuentro especial con el Padre, Jesús está expuesto al peligro y se ve asaltado por la tentación y la seducción del Maligno, que le ofrece otro camino mesiánico, lejos del plan de Dios, por que pasa a través del poder, el éxito, el dominio y no a través de la entrega total en la Cruz. Esta es la disyuntiva: un poder mesiánico, de éxito, o un mesianismo de amor, de don de sí.
Esta ambivalencia describe también la condición de la Iglesia peregrina en el "desierto" del mundo y de la historia. En este "desierto", ciertamente los creyentes tenemos la oportunidad de vivir una profunda experiencia de Dios que hace fuerte el espíritu, confirma la fe, nutre la esperanza, anima la caridad; una experiencia que nos hace partícipes de la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte por el sacrificio de amor en la Cruz. Pero el "desierto" es también el aspecto negativo de la realidad que nos rodea: la aridez, la pobreza de palabras de vida y de valores, el secularismo y la cultura materialista, que encierran a la persona en el horizonte mundano del existir, sustrayéndole toda referencia a la trascendencia. Es este también el ambiente en el que el cielo sobre nosotros es oscuro, porque está cubierto por las nubes del egoísmo, de la incomprensión y del engaño. A pesar de esto, incluso para la Iglesia de hoy, el tiempo del desierto puede transformarse en un tiempo de gracia, porque tenemos la certeza de que incluso de la roca más dura, Dios puede hacer brotar el agua viva que refresca y restaura.
Queridos hermanos y hermanas, en estos cuarenta días que nos llevarán a la Pascua de Resurrección, podemos encontrar un nuevo valor para aceptar con paciencia y con fe cada situación de dificultad, de aflicción y de prueba, conscientes de que de las tinieblas el Señor hará surgir el día nuevo. Y si hemos sido fieles a Jesús y siguiéndolo por el camino de la cruz, el mundo luminoso de Dios, el mundo de la luz, de la verdad y de la alegría se nos devolverá: será el nuevo amanecer creado por Dios mismo. ¡Buen camino de Cuaresma a todos!
Traducción del italiano por José Antonio Varela Vidal
Rojo, color de la sangre y del amor Angelus 19 febrero 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
Este domingo es especialmente festivo aquí en el Vaticano, con motivo del Consistorio realizado ayer, en el cual he creado 22 nuevos cardenales. Con ellos he tenido la alegría esta mañana, de concelebrar la eucaristía en la basílica de San Pedro, junto a la tumba del Apóstol a quien Jesús llamó a ser la "roca" sobre la cual edificaría su Iglesia (cf. Mt. 16,18). Por eso les invito a todos a unir su oración por estos venerables hermanos, que ahora están aún más comprometidos a trabajar conmigo en la dirección de la Iglesia universal y a dar testimonio del Evangelio hasta el sacrificio de sus vidas. Esto significa el color rojo de sus vestidos: el color de la sangre y del amor. Algunos de ellos trabajan en Roma, al servicio de la Santa Sede, otros son pastores de importantes iglesias diocesanas; mientras que otros son conocidos por una larga y valiosa actividad en el estudio y en la enseñanza.
Ahora forman parte del Colegio que ayuda al Papa más de cerca en su ministerio de comunión y de evangelización: los recibimos con alegría, recordando lo que Jesús dijo a los doce apóstoles: "el que quiera ser el primero entre ustedes, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos."(Marcos 10,44-45).
Este evento eclesial tiene como fondo la fiesta litúrgica de la Cátedra de San Pedro, adelantada a hoy, porque el próximo 22 de febrero --la fecha de esta fiesta--, será el Miércoles de Ceniza, inicio de la Cuaresma.
La "cátedra" es el asiento reservado para el obispo, de ahí el nombre de "catedral" dado a la iglesia donde, precisamente, el obispo preside la liturgia y enseña al pueblo. La Cátedra de San Pedro, representada en el ábside de la basílica de San Pedro por una escultura monumental de Bernini, es el símbolo de la misión especial de Pedro y de sus sucesores de pastorear el rebaño de Cristo, manteniéndolo unido en la fe y en la caridad. Ya en el siglo II, Ignacio de Antioquía, atribuía a la Iglesia que estaba en Roma un singular primado, saludándola, en su carta a los Romanos, como la que "preside en la caridad". Esta función especial de servicio le viene a la comunidad romana y a su obispo por el hecho de que en esta ciudad han derramado su sangre los apóstoles Pedro y Pablo, junto a numerosos otros mártires. Volvemos, entonces, al testimonio de la sangre y de la caridad. La Cátedra de Pedro, por lo tanto, es sí un signo de autoridad, pero la de Cristo, basada en la fe y en el amor.
Queridos amigos, encomendamos a los nuevos cardenales a la protección maternal de María santísima, para que siempre les ayude en su servicio eclesial y los sostenga en la prueba. María, Madre de la Iglesia, ayúdame a mí y a mis colaboradores a trabajar incansablemente por la unidad del Pueblo de Dios y proclamar a todos los pueblos el mensaje de la salvación, cumpliendo con humildad y valentía, el servicio a la verdad en la caridad.
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
Este domingo es especialmente festivo aquí en el Vaticano, con motivo del Consistorio realizado ayer, en el cual he creado 22 nuevos cardenales. Con ellos he tenido la alegría esta mañana, de concelebrar la eucaristía en la basílica de San Pedro, junto a la tumba del Apóstol a quien Jesús llamó a ser la "roca" sobre la cual edificaría su Iglesia (cf. Mt. 16,18). Por eso les invito a todos a unir su oración por estos venerables hermanos, que ahora están aún más comprometidos a trabajar conmigo en la dirección de la Iglesia universal y a dar testimonio del Evangelio hasta el sacrificio de sus vidas. Esto significa el color rojo de sus vestidos: el color de la sangre y del amor. Algunos de ellos trabajan en Roma, al servicio de la Santa Sede, otros son pastores de importantes iglesias diocesanas; mientras que otros son conocidos por una larga y valiosa actividad en el estudio y en la enseñanza.
Ahora forman parte del Colegio que ayuda al Papa más de cerca en su ministerio de comunión y de evangelización: los recibimos con alegría, recordando lo que Jesús dijo a los doce apóstoles: "el que quiera ser el primero entre ustedes, será esclavo de todos, que tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos."(Marcos 10,44-45).
Este evento eclesial tiene como fondo la fiesta litúrgica de la Cátedra de San Pedro, adelantada a hoy, porque el próximo 22 de febrero --la fecha de esta fiesta--, será el Miércoles de Ceniza, inicio de la Cuaresma.
La "cátedra" es el asiento reservado para el obispo, de ahí el nombre de "catedral" dado a la iglesia donde, precisamente, el obispo preside la liturgia y enseña al pueblo. La Cátedra de San Pedro, representada en el ábside de la basílica de San Pedro por una escultura monumental de Bernini, es el símbolo de la misión especial de Pedro y de sus sucesores de pastorear el rebaño de Cristo, manteniéndolo unido en la fe y en la caridad. Ya en el siglo II, Ignacio de Antioquía, atribuía a la Iglesia que estaba en Roma un singular primado, saludándola, en su carta a los Romanos, como la que "preside en la caridad". Esta función especial de servicio le viene a la comunidad romana y a su obispo por el hecho de que en esta ciudad han derramado su sangre los apóstoles Pedro y Pablo, junto a numerosos otros mártires. Volvemos, entonces, al testimonio de la sangre y de la caridad. La Cátedra de Pedro, por lo tanto, es sí un signo de autoridad, pero la de Cristo, basada en la fe y en el amor.
Queridos amigos, encomendamos a los nuevos cardenales a la protección maternal de María santísima, para que siempre les ayude en su servicio eclesial y los sostenga en la prueba. María, Madre de la Iglesia, ayúdame a mí y a mis colaboradores a trabajar incansablemente por la unidad del Pueblo de Dios y proclamar a todos los pueblos el mensaje de la salvación, cumpliendo con humildad y valentía, el servicio a la verdad en la caridad.
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.
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Benedicto XVI: Jesús en la cruz nos da la certeza de no caer nunca fuera de las manos de Dios Audiencia 16 de febrero 2012
Queridos hermanos y hermanas:
En nuestra escuela de oración, el miércoles pasado, hablé sobre la oración de Jesús en la cruz tomada del Salmo 22: “Dios, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Ahora quisiera seguir meditando sobre la oración de Jesús en la cruz, en la inminencia de lamuerte y me gustaría centrarme hoy en la narración que encontramos en el evangelio de san Lucas. El evangelista nos ha transmitido tres palabras de Jesús en la cruz, dos de las cuales --la primera y la tercera--, son oraciones dirigidas explícitamente al Padre. La segunda, por el contrario, consiste en la promesa hecha al llamado buen ladrón crucificado con él; respondiendo a la oración del ladrón, Jesús le asegura: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.” (Lc. 23, 43). En Lucas están entrelazadas sugestivamente las dos oraciones que Jesús agonizante dirige al Padre y la acogida de la súplica que le dirige el pecador arrepentido. Jesús invoca al Padre y al mismo tiempo escucha la oración de este hombre que a menudo es llamado latro poenitens, "el ladrón arrepentido."
Detengámonos en estas tres oraciones de Jesús. La primera la pronuncia inmediatamente después de ser clavado en la cruz, mientras los soldados se están dividiendo sus vestidos como triste recompensa de su servicio. En cierto modo, con este gesto se cierra el proceso de la crucifixión. San Lucas escribe: “Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» Se repartieron sus vestidos, echando a suertes.” (23,33-34). La primera oración que Jesús dirige al Padre es de intercesión, pide perdón por sus verdugos. Con esto, Jesús cumple en primera personalo que había enseñado en el Sermón de la Montaña cuando dijo: “Pero yo les digo a los que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odien.” (Lc. 6,27) y también había prometido a los que supieran perdonar: “su recompensa será grande, y serán hijos del Altísimo” (v.35). Ahora, desde la cruz, no solo perdona a sus verdugos, sino que se dirige directamente al Padre intercediendo en su favor.
Esta actitud de Jesús encuentra una “imitación” conmovedora en el relato de la lapidación de san Esteban, el primer mártir. Esteban, llegando a su fin, “dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: 'Señor, no les tengas en cuenta este pecado'. Y diciendo esto, murió”. (Hch 7,60): esta fue su última palabra. La comparación de la oración de perdón de Jesús con la del protomártir es significativa. Esteban se dirige al Señor resucitado y le pide que su muerte --un gesto claramente definido por la expresión “este pecado”--, no se la impute a sus asesinos. Jesús en la cruz se dirige al Padre y no solo pide perdón por sus verdugos, sino que también ofrece una lectura de lo que está sucediendo. En sus palabras, de hecho, los hombres que lo crucifican "no saben lo que hacen" (Lc. 23,34). Él sitúa la ignorancia, el "no saber", como la razón para la petición de perdón al Padre, porque esta ignorancia deja abierto el camino a la conversión, como es el caso de las palabras que dijo el centurión ante la muerte de Jesús: “Ciertamente este hombre era justo" (v. 47), era el Hijo de Dios. “Sigue siendo un consuelo para todos los tiempos y para todos los hombres el hecho de que el Señor, tanto sobre aquellos que realmente no sabían --los verdugos--, como los que sabían y lo condenaron, pone la ignorancia como la razón para pedir perdón, la ve como una puerta que se nos puede abrir hacia la conversión.” (Gesù di Nazaret, II, 233).
La segunda palabra de Jesús en la cruz reportada por san Lucas es una palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con Él. El buen ladrón frente a Jesús volvió en sí y se arrepiente, se da cuenta que está frente al Hijo de Dios, que revela el rostro mismo de Dios, y le pide: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino” (v. 42). La respuesta del Señor a esta oración va mucho más allá de la petición y le dice: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (v. 43). Jesús es consciente de entrar directamente en la comunión con el Padre y de volver a abrir el camino al hombre hacia el paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último momento de la vida, y que la oración sincera, incluso después de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera el regreso del hijo.
Pero detengámonos en las últimas palabras de Jesús agonizante. El evangelista dice: “Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» y, dicho esto, expiró” (vv. 44-46). Algunos aspectos de esta narración son diferentes a la imagen ofrecida en Marcos y en Mateo. Las tres horas de oscuridad no se describen, mientras que en Mateo se relacionan con una serie de eventos apocalípticos, como el terremoto, la apertura de los sepulcros, los muertos que resucitan (cf. Mt 27,51-53). En Lucas, las horas de oscuridad tienen su causa en el eclipsarse del sol, pero en ese momento se da el desgarramiento del velo del templo. De este modo, el relato de Lucas presenta dos signos, con cierto paralelismo con el cielo y el templo. El cielo pierde su luz, se hunde la tierra, mientras que en el templo, el lugar de la presencia de Dios, se rasga el velo que protege el santuario. La muerte de Jesús está explícitamente caracterizada como un evento cósmico y litúrgico; en particular, marca el inicio de un nuevo culto, en un templo no construido por hombres, porque es el mismo cuerpo de Jesús muerto y resucitado, el que reúne a los pueblos y los une en el sacramento de su cuerpo y de su sangre.
La oración de Jesús, en este momento de sufrimiento, “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”, es un fuerte grito de extrema y total confianza en Dios. Esta oración expresa el pleno conocimiento de no ser abandonado. La invocación inicial “Padre”, recuerda su primera declaración de niño de doce años. Entonces había permanecido tres días en el templo de Jerusalén, cuyo velo ahora está rasgado. Y cuando sus padres le habían expresado su preocupación, él respondió: “Y ¿por qué me buscaban? ¿No saben que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc. 2,49). De principio a fin, lo que determina por completo el sentir de Jesús, su palabra y su acción, es su relación única con el Padre. En la cruz Él vive plenamente, en el amor, esta relación filial con Dios, que anima su oración.
Las palabras pronunciadas por Jesús, después de la invocación “Padre”, retoman una expresión del salmo 31: “En tus manos mi espíritu encomiendo” (Sal. 31,6). Estas palabras, sin embargo, no son una simple cita, sino más bien muestran una firme decisión: Jesús se “entrega” al Padre en un acto de total abandono. Estas palabras son una oración de “entrega”, llena de confianza en el amor de Dios. La oración de Jesús antes de su muerte es trágica, como lo es para cada hombre, pero al mismo tiempo, está impregnada por aquella profunda calma que viene de la confianza en el Padre y del deseo de entregarse totalmente a Él. En Getsemaní, cuando entró en la lucha final y en la oración más intensa y estaba a punto de ser “entregado en manos de los hombres” (Lc. 9,44), su sudor se hizo “como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (Lc. 22,44). Pero su corazón era totalmente obediente a la voluntad del Padre, y por eso “un ángel venido del cielo” había venido a confortarlo (cf. Lc. 22,42-43). Ahora, en sus últimos momentos, Jesús se dirige al Padre, diciendo cuáles son realmente las manos a las que él entrega toda su existencia. Antes de partir para el viaje a Jerusalén, Jesús había insistido a sus discípulos: “Escuchen estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres” (Lc. 9,44). Ahora, que la vida está por dejarlo, sella en la oración su decisión final: Jesús permitió ser entregado “en manos de los hombres”, pero es en las manos del Padre donde ponesu espíritu; así, --como dice el evangelista Juan--, todo se ha cumplido, el supremo acto de amor ha llegado a su fin, al límite que va más allá del límite.
Queridos hermanos y hermanas, las palabras de Jesús en la cruz en los últimos momentos de su vida terrena ofrecen indicaciones exigentes a nuestra oración, pero abren también a una confianza serena y a una esperanza firme. Jesús que pide al Padre que perdone a aquellos que lo están crucificando, nos invita al difícil gesto de orar también por aquellos que nos hacen mal, que nos han dañado, sabiendo perdonar siempre, a fin de que la luz de Dios ilumine sus corazones; y nos invita a tener, en nuestra oración, la misma actitud de misericordia y de amor que Dios tiene hacia nosotros: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, decimos todos los días en el Padre Nuestro. Al mismo tiempo, Jesús, en el momento extremo de la muerte se entrega totalmente en las manos de Dios Padre, nos da la certeza de que, mientras más duras sean las pruebas, difíciles los problemas y pesado el sufrimiento, no caeremos nunca fuera de las manos de Dios, esas manos que nos crearon, nos sostienen y nos acompañan en el camino de la vida, porque están conducidas por un amor infinito y fiel. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela Vidal
©Librería Editorial Vaticana
En nuestra escuela de oración, el miércoles pasado, hablé sobre la oración de Jesús en la cruz tomada del Salmo 22: “Dios, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. Ahora quisiera seguir meditando sobre la oración de Jesús en la cruz, en la inminencia de lamuerte y me gustaría centrarme hoy en la narración que encontramos en el evangelio de san Lucas. El evangelista nos ha transmitido tres palabras de Jesús en la cruz, dos de las cuales --la primera y la tercera--, son oraciones dirigidas explícitamente al Padre. La segunda, por el contrario, consiste en la promesa hecha al llamado buen ladrón crucificado con él; respondiendo a la oración del ladrón, Jesús le asegura: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso.” (Lc. 23, 43). En Lucas están entrelazadas sugestivamente las dos oraciones que Jesús agonizante dirige al Padre y la acogida de la súplica que le dirige el pecador arrepentido. Jesús invoca al Padre y al mismo tiempo escucha la oración de este hombre que a menudo es llamado latro poenitens, "el ladrón arrepentido."
Detengámonos en estas tres oraciones de Jesús. La primera la pronuncia inmediatamente después de ser clavado en la cruz, mientras los soldados se están dividiendo sus vestidos como triste recompensa de su servicio. En cierto modo, con este gesto se cierra el proceso de la crucifixión. San Lucas escribe: “Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» Se repartieron sus vestidos, echando a suertes.” (23,33-34). La primera oración que Jesús dirige al Padre es de intercesión, pide perdón por sus verdugos. Con esto, Jesús cumple en primera personalo que había enseñado en el Sermón de la Montaña cuando dijo: “Pero yo les digo a los que me escuchan: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odien.” (Lc. 6,27) y también había prometido a los que supieran perdonar: “su recompensa será grande, y serán hijos del Altísimo” (v.35). Ahora, desde la cruz, no solo perdona a sus verdugos, sino que se dirige directamente al Padre intercediendo en su favor.
Esta actitud de Jesús encuentra una “imitación” conmovedora en el relato de la lapidación de san Esteban, el primer mártir. Esteban, llegando a su fin, “dobló las rodillas y dijo con fuerte voz: 'Señor, no les tengas en cuenta este pecado'. Y diciendo esto, murió”. (Hch 7,60): esta fue su última palabra. La comparación de la oración de perdón de Jesús con la del protomártir es significativa. Esteban se dirige al Señor resucitado y le pide que su muerte --un gesto claramente definido por la expresión “este pecado”--, no se la impute a sus asesinos. Jesús en la cruz se dirige al Padre y no solo pide perdón por sus verdugos, sino que también ofrece una lectura de lo que está sucediendo. En sus palabras, de hecho, los hombres que lo crucifican "no saben lo que hacen" (Lc. 23,34). Él sitúa la ignorancia, el "no saber", como la razón para la petición de perdón al Padre, porque esta ignorancia deja abierto el camino a la conversión, como es el caso de las palabras que dijo el centurión ante la muerte de Jesús: “Ciertamente este hombre era justo" (v. 47), era el Hijo de Dios. “Sigue siendo un consuelo para todos los tiempos y para todos los hombres el hecho de que el Señor, tanto sobre aquellos que realmente no sabían --los verdugos--, como los que sabían y lo condenaron, pone la ignorancia como la razón para pedir perdón, la ve como una puerta que se nos puede abrir hacia la conversión.” (Gesù di Nazaret, II, 233).
La segunda palabra de Jesús en la cruz reportada por san Lucas es una palabra de esperanza, es la respuesta a la oración de uno de los dos hombres crucificados con Él. El buen ladrón frente a Jesús volvió en sí y se arrepiente, se da cuenta que está frente al Hijo de Dios, que revela el rostro mismo de Dios, y le pide: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino” (v. 42). La respuesta del Señor a esta oración va mucho más allá de la petición y le dice: “Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el Paraíso” (v. 43). Jesús es consciente de entrar directamente en la comunión con el Padre y de volver a abrir el camino al hombre hacia el paraíso de Dios. Así, a través de esta respuesta da la firme esperanza de que la bondad de Dios puede tocarnos incluso en el último momento de la vida, y que la oración sincera, incluso después de una vida equivocada, encuentra los brazos abiertos del Padre bueno que espera el regreso del hijo.
Pero detengámonos en las últimas palabras de Jesús agonizante. El evangelista dice: “Era ya cerca de la hora sexta cuando, al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu» y, dicho esto, expiró” (vv. 44-46). Algunos aspectos de esta narración son diferentes a la imagen ofrecida en Marcos y en Mateo. Las tres horas de oscuridad no se describen, mientras que en Mateo se relacionan con una serie de eventos apocalípticos, como el terremoto, la apertura de los sepulcros, los muertos que resucitan (cf. Mt 27,51-53). En Lucas, las horas de oscuridad tienen su causa en el eclipsarse del sol, pero en ese momento se da el desgarramiento del velo del templo. De este modo, el relato de Lucas presenta dos signos, con cierto paralelismo con el cielo y el templo. El cielo pierde su luz, se hunde la tierra, mientras que en el templo, el lugar de la presencia de Dios, se rasga el velo que protege el santuario. La muerte de Jesús está explícitamente caracterizada como un evento cósmico y litúrgico; en particular, marca el inicio de un nuevo culto, en un templo no construido por hombres, porque es el mismo cuerpo de Jesús muerto y resucitado, el que reúne a los pueblos y los une en el sacramento de su cuerpo y de su sangre.
La oración de Jesús, en este momento de sufrimiento, “Padre, en tus manos pongo mi espíritu”, es un fuerte grito de extrema y total confianza en Dios. Esta oración expresa el pleno conocimiento de no ser abandonado. La invocación inicial “Padre”, recuerda su primera declaración de niño de doce años. Entonces había permanecido tres días en el templo de Jerusalén, cuyo velo ahora está rasgado. Y cuando sus padres le habían expresado su preocupación, él respondió: “Y ¿por qué me buscaban? ¿No saben que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc. 2,49). De principio a fin, lo que determina por completo el sentir de Jesús, su palabra y su acción, es su relación única con el Padre. En la cruz Él vive plenamente, en el amor, esta relación filial con Dios, que anima su oración.
Las palabras pronunciadas por Jesús, después de la invocación “Padre”, retoman una expresión del salmo 31: “En tus manos mi espíritu encomiendo” (Sal. 31,6). Estas palabras, sin embargo, no son una simple cita, sino más bien muestran una firme decisión: Jesús se “entrega” al Padre en un acto de total abandono. Estas palabras son una oración de “entrega”, llena de confianza en el amor de Dios. La oración de Jesús antes de su muerte es trágica, como lo es para cada hombre, pero al mismo tiempo, está impregnada por aquella profunda calma que viene de la confianza en el Padre y del deseo de entregarse totalmente a Él. En Getsemaní, cuando entró en la lucha final y en la oración más intensa y estaba a punto de ser “entregado en manos de los hombres” (Lc. 9,44), su sudor se hizo “como gotas espesas de sangre que caían en tierra” (Lc. 22,44). Pero su corazón era totalmente obediente a la voluntad del Padre, y por eso “un ángel venido del cielo” había venido a confortarlo (cf. Lc. 22,42-43). Ahora, en sus últimos momentos, Jesús se dirige al Padre, diciendo cuáles son realmente las manos a las que él entrega toda su existencia. Antes de partir para el viaje a Jerusalén, Jesús había insistido a sus discípulos: “Escuchen estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres” (Lc. 9,44). Ahora, que la vida está por dejarlo, sella en la oración su decisión final: Jesús permitió ser entregado “en manos de los hombres”, pero es en las manos del Padre donde ponesu espíritu; así, --como dice el evangelista Juan--, todo se ha cumplido, el supremo acto de amor ha llegado a su fin, al límite que va más allá del límite.
Queridos hermanos y hermanas, las palabras de Jesús en la cruz en los últimos momentos de su vida terrena ofrecen indicaciones exigentes a nuestra oración, pero abren también a una confianza serena y a una esperanza firme. Jesús que pide al Padre que perdone a aquellos que lo están crucificando, nos invita al difícil gesto de orar también por aquellos que nos hacen mal, que nos han dañado, sabiendo perdonar siempre, a fin de que la luz de Dios ilumine sus corazones; y nos invita a tener, en nuestra oración, la misma actitud de misericordia y de amor que Dios tiene hacia nosotros: “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, decimos todos los días en el Padre Nuestro. Al mismo tiempo, Jesús, en el momento extremo de la muerte se entrega totalmente en las manos de Dios Padre, nos da la certeza de que, mientras más duras sean las pruebas, difíciles los problemas y pesado el sufrimiento, no caeremos nunca fuera de las manos de Dios, esas manos que nos crearon, nos sostienen y nos acompañan en el camino de la vida, porque están conducidas por un amor infinito y fiel. Gracias.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela Vidal
©Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: El amor de Dios es más fuerte que cualquier mal Angelus 12 febrero 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
El domingo pasado vimos que Jesús, en su vida pública sanó a muchos enfermos, revelando que Dios quiere para el hombre la vida y la vida en abundancia. El evangelio de este domingo (Mc. 1,40-45) nos muestra a Jesús en contacto con una forma de enfermedad considerada en ese momento como la más seria, tanto que volvía a la persona "impura" y la excluía de las relaciones sociales: hablamos de la lepra. Una ley especial (cf. Lv 13-14) reservaba a los sacerdotes la tarea de declarar a la persona leprosa, es decir impura; y también correspondía al sacerdote declarar la curación y readmitir al enfermo sanado a la vida normal.
Mientras Jesús estaba predicando en las aldeas de Galilea, un leproso se le acercó y le dijo: "Si quieres, puedes limpiarme". Jesús no evade el contacto con este hombre, sino, impulsado por una íntima participación de su condición, extiende su mano y le toca --superando la prohibición legal--, y le dice: "Quiero, queda limpio." En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, donde está incorporada la voluntad de Dios de sanarnos y purificarnos del mal que nos desfigura y que arruina nuestras relaciones. En aquel contacto entre la mano de Jesús y el leproso, fue derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana, entre lo sagrado y su opuesto, no para negar el mal y su fuerza negativa, sino para demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier mal, incluso de lo más contagioso y horrible. Jesús tomó sobre sí nuestras enfermedades, se convirtió en "leproso" para que nosotros fuésemos purificados.
Un maravilloso comentario existencial a este Evangelio es la famosa experiencia de san Francisco de Asís, que lo resume al principio de su Testamento:“El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: cuando estaba en el pecado, me parecía algo demasiadoe amargo ver a los leprosos.Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos.Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me quedé un poco, y salí del mundo”.(FF 110). En los leprosos, que Francisco encontró cuando todavía estaba "en el pecado” --como él dice--, Jesús estaba presente, y cuando Francisco se acercó a uno de ellos, y, venciendo la repugnancia que sentía lo abrazó, Jesús lo sanó de su lepra, es decir de su orgullo, y lo convirtió al amor de Dios. ¡Esta es la victoria de Cristo, que es nuestra sanación profunda y nuestra resurrección a una vida nueva!
Queridos amigos, dirijámonos en oración a la Virgen María, a quien hemos celebrado ayer por el recuerdo de sus apariciones en Lourdes. A santa Bernardita, la Virgen le dio un mensaje siempre actual: la llamada a la oración y a la penitencia. A través de su Madre, está siempre Jesús que viene a nuestro encuentro para liberarnos de toda enfermedad del cuerpo y del alma. ¡Dejémonos tocar y purificar por Él, y seamos misericordiosos con nuestros hermanos!
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
El domingo pasado vimos que Jesús, en su vida pública sanó a muchos enfermos, revelando que Dios quiere para el hombre la vida y la vida en abundancia. El evangelio de este domingo (Mc. 1,40-45) nos muestra a Jesús en contacto con una forma de enfermedad considerada en ese momento como la más seria, tanto que volvía a la persona "impura" y la excluía de las relaciones sociales: hablamos de la lepra. Una ley especial (cf. Lv 13-14) reservaba a los sacerdotes la tarea de declarar a la persona leprosa, es decir impura; y también correspondía al sacerdote declarar la curación y readmitir al enfermo sanado a la vida normal.
Mientras Jesús estaba predicando en las aldeas de Galilea, un leproso se le acercó y le dijo: "Si quieres, puedes limpiarme". Jesús no evade el contacto con este hombre, sino, impulsado por una íntima participación de su condición, extiende su mano y le toca --superando la prohibición legal--, y le dice: "Quiero, queda limpio." En ese gesto y en esas palabras de Cristo está toda la historia de la salvación, donde está incorporada la voluntad de Dios de sanarnos y purificarnos del mal que nos desfigura y que arruina nuestras relaciones. En aquel contacto entre la mano de Jesús y el leproso, fue derribada toda barrera entre Dios y la impureza humana, entre lo sagrado y su opuesto, no para negar el mal y su fuerza negativa, sino para demostrar que el amor de Dios es más fuerte que cualquier mal, incluso de lo más contagioso y horrible. Jesús tomó sobre sí nuestras enfermedades, se convirtió en "leproso" para que nosotros fuésemos purificados.
Un maravilloso comentario existencial a este Evangelio es la famosa experiencia de san Francisco de Asís, que lo resume al principio de su Testamento:“El Señor me dio de esta manera a mí, hermano Francisco, el comenzar a hacer penitencia: cuando estaba en el pecado, me parecía algo demasiadoe amargo ver a los leprosos.Y el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos.Y al apartarme de los mismos, aquello que me parecía amargo, se me convirtió en dulzura del alma y del cuerpo; y después me quedé un poco, y salí del mundo”.(FF 110). En los leprosos, que Francisco encontró cuando todavía estaba "en el pecado” --como él dice--, Jesús estaba presente, y cuando Francisco se acercó a uno de ellos, y, venciendo la repugnancia que sentía lo abrazó, Jesús lo sanó de su lepra, es decir de su orgullo, y lo convirtió al amor de Dios. ¡Esta es la victoria de Cristo, que es nuestra sanación profunda y nuestra resurrección a una vida nueva!
Queridos amigos, dirijámonos en oración a la Virgen María, a quien hemos celebrado ayer por el recuerdo de sus apariciones en Lourdes. A santa Bernardita, la Virgen le dio un mensaje siempre actual: la llamada a la oración y a la penitencia. A través de su Madre, está siempre Jesús que viene a nuestro encuentro para liberarnos de toda enfermedad del cuerpo y del alma. ¡Dejémonos tocar y purificar por Él, y seamos misericordiosos con nuestros hermanos!
Traducido del italiano por José Antonio Varela V.
©Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: Jesús en la cruz triunfa sobre nuestro sufrimiento 8 febrero 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy me gustaría reflexionar con ustedes sobre la oración de Jesús ante la inminencia de su muerte, reflexionando sobre lo que nos refieren san Marcos y san Mateo. Los dos evangelistas describen la oración de Jesús agonizante no solo en la lengua griega, en la que está escrita su historia, sino por la importancia de esas palabras, también en una mezcla de hebreo y arameo. De esta manera han transmitido no sólo el contenido sino incluso el sonido que esta oración ha tenido en los labios de Jesús: escuchamos realmente las palabras de Jesús tal como fueron. Al mismo tiempo, han descrito la actitud de los presentes en la crucifixión, que no entienden --o no quieren entender-- esta oración.
Escribe san Marcos, como hemos escuchado: "Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: "Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?", que quiere decir: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" (15,34). En la estructura de la historia, la oración, el grito de Jesús se sitúa al final de tres horas de oscuridad, que desde el mediodía hasta las tres de la tarde, cayó sobre toda la tierra. Estas tres horas de oscuridad, a su vez, son una continuación de un anterior lapso de tiempo, también de tres horas, que comenzó con la crucifixión de Jesús. El evangelista san Marcos nos informa por cierto que: "Eran las nueve de la mañana cuando le crucificaron" (cf. 15,25). De todas las indicaciones de tiempo de la historia, las seis horas de Jesús en la cruz se dividen en dos partes equivalentes cronológicamente.
En las primeras tres horas, desde las nueve hasta las doce, vienen las burlas de los diferentes grupos de personas que muestran su escepticismo, que dicen no creer. San Marcos escribe: "Los que pasaban por allí lo insultaban" (15,29), "igualmente los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas" (15,31), "también le injuriaban los que con él estaban crucificados" (15,32). En las siguientes tres horas, desde el mediodía "hasta las tres de la tarde", el evangelista habla sólo de la oscuridad que descendió sobre toda la tierra: la oscuridad ocupa sola toda la escena sin ninguna referencia a movimientos de personajes o a palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez más a la muerte, solo está la oscuridad que cae "sobre toda la tierra." Incluso el cosmos participa en este evento: la oscuridad envuelve personas y cosas, pero incluso en esta hora oscura Dios está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la oscuridad tiene un significado ambivalente: es un signo de la presencia y de la actividad del mal, pero también de una misteriosa presencia y acción de Dios que es capaz de vencer toda tiniebla. En el libro del Éxodo, por ejemplo, leemos: "Yahvé dijo a Moisés: ‘Yo me acercaré a ti en una densa nube’" (19,9) y otra vez: "Y la gente se mantuvo a distancia mientras Moisés se acercaba a la densa nube donde estaba Dios" (20,21). Y en los discursos del Deuteronomio, Moisés dice: "La montaña ardía en llamas hasta el mismo cielo, entre tenebrosa nube y nubarrón" (4,11); ustedes "oyeron la voz que salía de las tinieblas, mientras la montaña ardía" (5,23). En la escena de la crucifixión de Jesús las tinieblas envuelven la tierra y son tinieblas de muerte en las que el Hijo de Dios se sumerge para dar vida, con su acto de amor.
Volviendo a la narración de san Marcos, frente a los insultos de los diversos tipos de personas, en la oscuridad que se cierne sobre todo, en el momento en que está frente a la muerte, Jesús con el grito de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte, en que parece haber abandono, ausencia de Dios, Él tiene la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto supremo de amor, de entrega total de sí mismo, a pesar de que no se escuche, como en otras ocasiones, la voz que viene de lo alto. Leyendo los evangelios, nos damos cuenta que en otros momentos importantes de su vida terrena, Jesús había visto signos asociados con la presencia del Padre y la aprobación de su camino de amor, incluso la voz clarificadora de Dios. Así, en la historia que sigue al bautismo en el Jordán, al abrirse los cielos, había escuchado la palabra del Padre: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (Mc 1,11). Después en la transfiguración, al signo de la nube le acompañó la palabra: "Este es mi Hijo amado, escúchenle" (Mc 9,7). En cambio, al acercarse la muerte del Crucificado, enmudece, no se oye ninguna voz, pero la mirada del amor del Padre permanece fija en el don del amor del Hijo.
Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que lanza al Padre: "Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado", ¿la duda de su misión, de la presencia del Padre? ¿En esta oración no es quizás la propia conciencia de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse abandonado y la conciencia cierta de la presencia de Dios entre su pueblo. El salmista reza: "Clamo de día, Dios mío, y no respondes, también de noche, sin ahorrar palabras. ¡Pero tú eres el Santo, entronizado en medio de la alabanza de Israel!" (vv. 3-4). El salmista habla de "grito" para expresar todo el sufrimiento de su oración ante Dios aparentemente ausente: en el momento de la angustia, la oración se convierte en un grito.
Y esto ocurre también en nuestra relación con el Señor: frente a las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no temamos en confiarle todo el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento, debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque aparentemente calla.
Al repetir desde la cruz las mismas palabras iniciales del Salmo, " Elì, Elì, lemà sabactàni?" --"¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt. 27,46)--, gritando las palabras del Salmo, Jesús ora en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; ora, sin embargo, con el Salmo, conciente de la presencia de Dios Padre aún en esta hora, en la que se siente el drama humano de la muerte. Sin embargo surge en nosotros una pregunta: ¿cómo es posible que un Dios tan poderoso no intervenga para evitarle a su Hijo esta terrible experiencia? Es importante comprender que la oración de Jesús no es el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación, ni es el grito de quien se sabe abandonado. Jesús en aquel momento hace suyo todo el Salmo 22, el salmo del pueblo de Israel que sufre, y de este modo toma sobre sí no solo el castigo de su pueblo, sino también el de todos los hombres que sufren por la opresión del mal; y al mismo tiempo, lleva todo esto al corazón de Dios mismo en la certeza de que su grito será atendido en la resurrección, "el grito en el extremo tormento es al mismo tiempo la certeza de la respuesta divina --certeza de la salvación no sólo para Jesús mismo--, sino para «muchos»" (Gesù di Nazaret II, 239-240). En esta oración de Jesús se encierra la máxima confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso cuando parece ausente y cuando parece permanecer en silencio, siguiendo un designio para nosotros incomprensible. En el Catecismo de la Iglesia Católica se lee así: "En el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió en nuestra separación de Dios a causa del pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: ‘¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’" (n. 603). El suyo es un sufrimiento en comunión con nosotros y por nosotros, que viene del amor y lleva en sí la redención, la victoria del amor.
Las personas presentes bajo la cruz de Jesús no pueden entender y piensan que su grito es una oración dirigida a Elías. En una escena conmocionada, tratan de saciarle la sed para prolongarle la vida y ver si Elías realmente viene en su rescate, pero un fuerte grito pone fin a su deseo, y a la vida terrena de Jesús. En el momento último, Jesús dejó que su corazón expresara el dolor, pero deja salir, al mismo tiempo, el sentido de la presencia del Padre y el consentimiento de su plan de salvación para la humanidad. También nosotros nos situamos siempre y de nuevo de frente al "hoy" del sufrimiento, del silencio de Dios --lo expresamos muchas veces en nuestra oración--, pero también estamos frente al "hoy" de la resurrección, de la respuesta de Dios que ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos, para llevarlos junto con nosotros y darnos la firme esperanza de que serán vencidos (cf. Enc. Spe salvi, 35-40).
Queridos amigos, en la oración traemos a Dios nuestras cruces diariamente, en la certeza de que Él está presente y nos escucha. El grito de Jesús nos recuerda que en la oración, debemos superar las barreras de nuestro "yo" y de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y sufrimientos de los demás. La oración de Jesús agonizante en la cruz nos enseña a orar con amor por tantos hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que permanecen en el dolor, sin una palabra de consuelo; traigamos todo esto al corazón de Dios, para que ellos puedan sentir también el amor de Dios que nunca nos abandona. Gracias.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.
Hoy me gustaría reflexionar con ustedes sobre la oración de Jesús ante la inminencia de su muerte, reflexionando sobre lo que nos refieren san Marcos y san Mateo. Los dos evangelistas describen la oración de Jesús agonizante no solo en la lengua griega, en la que está escrita su historia, sino por la importancia de esas palabras, también en una mezcla de hebreo y arameo. De esta manera han transmitido no sólo el contenido sino incluso el sonido que esta oración ha tenido en los labios de Jesús: escuchamos realmente las palabras de Jesús tal como fueron. Al mismo tiempo, han descrito la actitud de los presentes en la crucifixión, que no entienden --o no quieren entender-- esta oración.
Escribe san Marcos, como hemos escuchado: "Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona. A la hora nona gritó Jesús con fuerte voz: "Eloí, Eloí, ¿lemá sabactaní?", que quiere decir: "¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?" (15,34). En la estructura de la historia, la oración, el grito de Jesús se sitúa al final de tres horas de oscuridad, que desde el mediodía hasta las tres de la tarde, cayó sobre toda la tierra. Estas tres horas de oscuridad, a su vez, son una continuación de un anterior lapso de tiempo, también de tres horas, que comenzó con la crucifixión de Jesús. El evangelista san Marcos nos informa por cierto que: "Eran las nueve de la mañana cuando le crucificaron" (cf. 15,25). De todas las indicaciones de tiempo de la historia, las seis horas de Jesús en la cruz se dividen en dos partes equivalentes cronológicamente.
En las primeras tres horas, desde las nueve hasta las doce, vienen las burlas de los diferentes grupos de personas que muestran su escepticismo, que dicen no creer. San Marcos escribe: "Los que pasaban por allí lo insultaban" (15,29), "igualmente los sumos sacerdotes se burlaban entre ellos junto con los escribas" (15,31), "también le injuriaban los que con él estaban crucificados" (15,32). En las siguientes tres horas, desde el mediodía "hasta las tres de la tarde", el evangelista habla sólo de la oscuridad que descendió sobre toda la tierra: la oscuridad ocupa sola toda la escena sin ninguna referencia a movimientos de personajes o a palabras. Cuando Jesús se acerca cada vez más a la muerte, solo está la oscuridad que cae "sobre toda la tierra." Incluso el cosmos participa en este evento: la oscuridad envuelve personas y cosas, pero incluso en esta hora oscura Dios está presente, no abandona. En la tradición bíblica, la oscuridad tiene un significado ambivalente: es un signo de la presencia y de la actividad del mal, pero también de una misteriosa presencia y acción de Dios que es capaz de vencer toda tiniebla. En el libro del Éxodo, por ejemplo, leemos: "Yahvé dijo a Moisés: ‘Yo me acercaré a ti en una densa nube’" (19,9) y otra vez: "Y la gente se mantuvo a distancia mientras Moisés se acercaba a la densa nube donde estaba Dios" (20,21). Y en los discursos del Deuteronomio, Moisés dice: "La montaña ardía en llamas hasta el mismo cielo, entre tenebrosa nube y nubarrón" (4,11); ustedes "oyeron la voz que salía de las tinieblas, mientras la montaña ardía" (5,23). En la escena de la crucifixión de Jesús las tinieblas envuelven la tierra y son tinieblas de muerte en las que el Hijo de Dios se sumerge para dar vida, con su acto de amor.
Volviendo a la narración de san Marcos, frente a los insultos de los diversos tipos de personas, en la oscuridad que se cierne sobre todo, en el momento en que está frente a la muerte, Jesús con el grito de su oración muestra que, junto al peso del sufrimiento y de la muerte, en que parece haber abandono, ausencia de Dios, Él tiene la plena certeza de la cercanía del Padre, que aprueba este acto supremo de amor, de entrega total de sí mismo, a pesar de que no se escuche, como en otras ocasiones, la voz que viene de lo alto. Leyendo los evangelios, nos damos cuenta que en otros momentos importantes de su vida terrena, Jesús había visto signos asociados con la presencia del Padre y la aprobación de su camino de amor, incluso la voz clarificadora de Dios. Así, en la historia que sigue al bautismo en el Jordán, al abrirse los cielos, había escuchado la palabra del Padre: "Tú eres mi Hijo amado, en ti me complazco" (Mc 1,11). Después en la transfiguración, al signo de la nube le acompañó la palabra: "Este es mi Hijo amado, escúchenle" (Mc 9,7). En cambio, al acercarse la muerte del Crucificado, enmudece, no se oye ninguna voz, pero la mirada del amor del Padre permanece fija en el don del amor del Hijo.
Pero, ¿qué significado tiene la oración de Jesús, aquel grito que lanza al Padre: "Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado", ¿la duda de su misión, de la presencia del Padre? ¿En esta oración no es quizás la propia conciencia de haber sido abandonado? Las palabras que Jesús dirige al Padre son el inicio del salmo 22, donde el salmista manifiesta a Dios la tensión entre sentirse abandonado y la conciencia cierta de la presencia de Dios entre su pueblo. El salmista reza: "Clamo de día, Dios mío, y no respondes, también de noche, sin ahorrar palabras. ¡Pero tú eres el Santo, entronizado en medio de la alabanza de Israel!" (vv. 3-4). El salmista habla de "grito" para expresar todo el sufrimiento de su oración ante Dios aparentemente ausente: en el momento de la angustia, la oración se convierte en un grito.
Y esto ocurre también en nuestra relación con el Señor: frente a las situaciones más difíciles y dolorosas, cuando parece que Dios no escucha, no temamos en confiarle todo el peso que llevamos en nuestro corazón, no debemos tener miedo de gritarle nuestro sufrimiento, debemos estar convencidos de que Dios está cerca, aunque aparentemente calla.
Al repetir desde la cruz las mismas palabras iniciales del Salmo, " Elì, Elì, lemà sabactàni?" --"¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?" (Mt. 27,46)--, gritando las palabras del Salmo, Jesús ora en el momento del último rechazo de los hombres, en el momento del abandono; ora, sin embargo, con el Salmo, conciente de la presencia de Dios Padre aún en esta hora, en la que se siente el drama humano de la muerte. Sin embargo surge en nosotros una pregunta: ¿cómo es posible que un Dios tan poderoso no intervenga para evitarle a su Hijo esta terrible experiencia? Es importante comprender que la oración de Jesús no es el grito de quien va al encuentro de la muerte con desesperación, ni es el grito de quien se sabe abandonado. Jesús en aquel momento hace suyo todo el Salmo 22, el salmo del pueblo de Israel que sufre, y de este modo toma sobre sí no solo el castigo de su pueblo, sino también el de todos los hombres que sufren por la opresión del mal; y al mismo tiempo, lleva todo esto al corazón de Dios mismo en la certeza de que su grito será atendido en la resurrección, "el grito en el extremo tormento es al mismo tiempo la certeza de la respuesta divina --certeza de la salvación no sólo para Jesús mismo--, sino para «muchos»" (Gesù di Nazaret II, 239-240). En esta oración de Jesús se encierra la máxima confianza y el abandono en las manos de Dios, incluso cuando parece ausente y cuando parece permanecer en silencio, siguiendo un designio para nosotros incomprensible. En el Catecismo de la Iglesia Católica se lee así: "En el amor redentor que le unía siempre al Padre (cf. Jn 8, 29), nos asumió en nuestra separación de Dios a causa del pecado hasta el punto de poder decir en nuestro nombre en la cruz: ‘¿Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’" (n. 603). El suyo es un sufrimiento en comunión con nosotros y por nosotros, que viene del amor y lleva en sí la redención, la victoria del amor.
Las personas presentes bajo la cruz de Jesús no pueden entender y piensan que su grito es una oración dirigida a Elías. En una escena conmocionada, tratan de saciarle la sed para prolongarle la vida y ver si Elías realmente viene en su rescate, pero un fuerte grito pone fin a su deseo, y a la vida terrena de Jesús. En el momento último, Jesús dejó que su corazón expresara el dolor, pero deja salir, al mismo tiempo, el sentido de la presencia del Padre y el consentimiento de su plan de salvación para la humanidad. También nosotros nos situamos siempre y de nuevo de frente al "hoy" del sufrimiento, del silencio de Dios --lo expresamos muchas veces en nuestra oración--, pero también estamos frente al "hoy" de la resurrección, de la respuesta de Dios que ha tomado sobre sí nuestros sufrimientos, para llevarlos junto con nosotros y darnos la firme esperanza de que serán vencidos (cf. Enc. Spe salvi, 35-40).
Queridos amigos, en la oración traemos a Dios nuestras cruces diariamente, en la certeza de que Él está presente y nos escucha. El grito de Jesús nos recuerda que en la oración, debemos superar las barreras de nuestro "yo" y de nuestros problemas y abrirnos a las necesidades y sufrimientos de los demás. La oración de Jesús agonizante en la cruz nos enseña a orar con amor por tantos hermanos y hermanas que sienten el peso de la vida cotidiana, que viven momentos difíciles, que permanecen en el dolor, sin una palabra de consuelo; traigamos todo esto al corazón de Dios, para que ellos puedan sentir también el amor de Dios que nunca nos abandona. Gracias.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela V.
Benedicto XVI: la enfermedad puede ser un momento que restaura Angellus 5 febrero 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús que cura a los enfermos: primero a la suegra de Simón Pedro, que estaba en cama con fiebre, y Él, tomándola de la mano, la sanó y la levantó; y luego a todos los enfermos en Cafarnaún, probados en el cuerpo, en la mente y en el espíritu; Él "curó a muchos ... y expulsó muchos demonios" (Mc 1,34). Los cuatro evangelistas coinciden en testimoniar que la liberación de enfermedades y padecimientos de cualquier tipo, constituían, junto con la predicación, la principal actividad de Jesús en su vida pública. De hecho, las enfermedades son un signo de la acción del mal en el mundo y en el hombre, mientras que las curaciones demuestran que el Reino de Dios --y Dios mismo--, está cerca. Jesucristo vino para vencer el mal desde la raíz, y las curaciones son un anticipo de su victoria, obtenida con su muerte y resurrección.
Un día Jesús dijo: "No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal" (Mc. 2,17). En aquella ocasión se refería a los pecadores, que Él había venido a llamar y a salvar. Sigue siendo cierto que la enfermedad es una condición típicamente humana, en la cual experimentamos realmente que no somos autosuficientes, sino que necesitamos de los demás. En este sentido podríamos decir, de modo paradójico, que la enfermedad puede ser un momento que restaura, en el cual experimentar la atención de los otros y ¡prestar atención a los otros! Sin embargo, esta será siempre una prueba, que puede llegar a ser larga y difícil. Cuando la curación no llega y el sufrimiento se alarga, podemos permanecer como abrumados, aislados, y entonces nuestra vida se deprime y se deshumaniza. ¿Cómo debemos reaccionar ante este ataque del mal? Por supuesto que con la cura apropiada --la medicina en las últimas décadas ha dado grandes pasos, y estamos agradecidos--, pero la Palabra de Dios nos enseña que hay una actitud determinante y de fondo para hacer frente a la enfermedad, y es la fe en Dios, en su bondad. Lo repite siempre Jesús a la gente que sana: Tu fe te ha salvado (cf. Mc 5,34.36). Incluso de frente a la muerte, la fe puede hacer posible lo que es humanamente imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios. He aquí la respuesta verdadera, que derrota radicalmente al mal. Así como Jesús se enfrentó al Maligno con la fuerza del amor que viene del Padre, así nosotros podemos afrontar y vencer la prueba de la enfermedad, teniendo nuestro corazón inmerso en el amor de Dios. Todos conocemos personas que han soportado terribles sufrimientos, debido a que Dios les daba una profunda serenidad. Pienso en el reciente ejemplo de la beata Chiara Badano, segada en la flor de la juventud de un mal sin remedio: cuantos iban a visitarla, ¡recibían de ella luz y confianza! Pero en la enfermedad, todos necesitamos del calor humano: para consolar a una persona enferma, más que palabras, cuenta la cercanía serena y sincera.
Queridos amigos, este próximo sábado 11 de febrero, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, se celebra la Jornada Mundial del Enfermo. Hagamos también como la gente en tiempos de Jesús: presentémosle espiritualmente a todos los enfermos, confiando en que Él quiere y puede curarlos. E invoquemos la intercesión de Nuestra Señora, en especial por las situaciones de mayor sufrimiento y abandono. María, Salud de los enfermos, ¡ruega por nosotros!
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
© Librería Editorial Vaticana
El Evangelio de este domingo nos presenta a Jesús que cura a los enfermos: primero a la suegra de Simón Pedro, que estaba en cama con fiebre, y Él, tomándola de la mano, la sanó y la levantó; y luego a todos los enfermos en Cafarnaún, probados en el cuerpo, en la mente y en el espíritu; Él "curó a muchos ... y expulsó muchos demonios" (Mc 1,34). Los cuatro evangelistas coinciden en testimoniar que la liberación de enfermedades y padecimientos de cualquier tipo, constituían, junto con la predicación, la principal actividad de Jesús en su vida pública. De hecho, las enfermedades son un signo de la acción del mal en el mundo y en el hombre, mientras que las curaciones demuestran que el Reino de Dios --y Dios mismo--, está cerca. Jesucristo vino para vencer el mal desde la raíz, y las curaciones son un anticipo de su victoria, obtenida con su muerte y resurrección.
Un día Jesús dijo: "No necesitan médico los que están fuertes, sino los que están mal" (Mc. 2,17). En aquella ocasión se refería a los pecadores, que Él había venido a llamar y a salvar. Sigue siendo cierto que la enfermedad es una condición típicamente humana, en la cual experimentamos realmente que no somos autosuficientes, sino que necesitamos de los demás. En este sentido podríamos decir, de modo paradójico, que la enfermedad puede ser un momento que restaura, en el cual experimentar la atención de los otros y ¡prestar atención a los otros! Sin embargo, esta será siempre una prueba, que puede llegar a ser larga y difícil. Cuando la curación no llega y el sufrimiento se alarga, podemos permanecer como abrumados, aislados, y entonces nuestra vida se deprime y se deshumaniza. ¿Cómo debemos reaccionar ante este ataque del mal? Por supuesto que con la cura apropiada --la medicina en las últimas décadas ha dado grandes pasos, y estamos agradecidos--, pero la Palabra de Dios nos enseña que hay una actitud determinante y de fondo para hacer frente a la enfermedad, y es la fe en Dios, en su bondad. Lo repite siempre Jesús a la gente que sana: Tu fe te ha salvado (cf. Mc 5,34.36). Incluso de frente a la muerte, la fe puede hacer posible lo que es humanamente imposible. ¿Pero fe en qué? En el amor de Dios. He aquí la respuesta verdadera, que derrota radicalmente al mal. Así como Jesús se enfrentó al Maligno con la fuerza del amor que viene del Padre, así nosotros podemos afrontar y vencer la prueba de la enfermedad, teniendo nuestro corazón inmerso en el amor de Dios. Todos conocemos personas que han soportado terribles sufrimientos, debido a que Dios les daba una profunda serenidad. Pienso en el reciente ejemplo de la beata Chiara Badano, segada en la flor de la juventud de un mal sin remedio: cuantos iban a visitarla, ¡recibían de ella luz y confianza! Pero en la enfermedad, todos necesitamos del calor humano: para consolar a una persona enferma, más que palabras, cuenta la cercanía serena y sincera.
Queridos amigos, este próximo sábado 11 de febrero, fiesta de Nuestra Señora de Lourdes, se celebra la Jornada Mundial del Enfermo. Hagamos también como la gente en tiempos de Jesús: presentémosle espiritualmente a todos los enfermos, confiando en que Él quiere y puede curarlos. E invoquemos la intercesión de Nuestra Señora, en especial por las situaciones de mayor sufrimiento y abandono. María, Salud de los enfermos, ¡ruega por nosotros!
Traducido del original italiano por José Antonio Varela V.
© Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: Pidamos a Dios fuerza para renovarle nuestro 'sí' Audiencia 1 febrero 2012
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy me gustaría hablar de la oración de Jesús en Getsemaní, en el Huerto de los Olivos. El escenario de la narración evangélica de esta oración es particularmente significativo. Jesús se fue al monte de los Olivos después de la Última Cena, y ora junto con sus discípulos. El evangelista Marcos relata: "Después de haber cantado el himno, salieron hacia el Monte de los Olivos" (14,26). Es probable que aluda al canto de algunos salmos del Hallèl, con los que se agradece a Dios por la liberación del pueblo de la esclavitud, y se pide su ayuda en las dificultades y amenazas siempre nuevas del presente. El camino a Getsemaní está lleno de expresiones de Jesús que hacen sentir próximo su destino de muerte y anuncian la inminente dispersión de los discípulos.
Una vez en el Monte de los Olivos, también esa noche Jesús se preparó para la oración personal. Pero esta vez sucede algo nuevo: parece que no quiere estar solo. Muchas veces Jesús se retiraba aparte de la muchedumbre y de los propios discípulos, deteniéndose "en lugares desérticos" (cf. Mc 1,35) o subiendo "a la montaña", dice San Marcos (cf. Mc 6,46). En Getsemaní, en cambio, invita a Pedro, a Santiago y a Juan a estar más cerca de él. Son los discípulos que fueron llamados a estar con Él en el monte de la Transfiguración (cf. Mc 9,2-13). Esta cercanía de los tres durante la oración en Getsemaní es significativa. Incluso aquella noche, Jesús orará al Padre "a solas", porque su relación con él es única y singular: es la relación del Hijo Unigénito. Parece, en efecto, que sobre todo aquella noche nadie puede acercarse verdaderamente al Hijo, que se presenta ante el Padre en su identidad absolutamente única, exclusiva. Jesús, sin embargo, a pesar de venir "solo" al punto donde se detendrá a rezar, quiere por lo menos que tres de sus discípulos permanezcan no muy lejos, en una relación más estrecha con Él. Se trata de un acercamiento especial, una petición de solidaridad en el momento en que siente aproximarse la muerte, pero es sobre todo una cercanía en la oración, para expresar, de alguna manera, la sintonía con Él, en el momento en que está a punto de cumplirse totalmente la voluntad del Padre, y es una invitación a cada discípulo a seguirlo en el camino de la cruz. El evangelista Marcos narra: "Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y empezó a sentir miedo y ansiedad. Les dijo: "Mi alma está triste hasta la muerte. Quédense aquí y velen"(14,33-34).
En las palabras dirigidas a los tres, Jesús, una vez más, se expresa en el lenguaje de los Salmos: "Mi alma está triste", una expresión del Salmo 43 (cf. Sal 43,5). La dura determinación "hasta la muerte", lleva a una situación vivida por muchos de los mensajeros de Dios en el Antiguo Testamento y que se expresa en sus oraciones. No es raro, de hecho, que llevar a cabo la misión confiada signifique encontrar hostilidad, rechazo, persecución. Moisés siente en modo dramático la prueba que experimenta cuando guía al pueblo en el desierto, y le dice a Dios: "No puedo yo solo soportar la carga de todo este pueblo; es demasiado pesado para mí. Si me tratas así, déjame morir más bien, si he hallado gracia a tus ojos." (Num. 11,14-15). Incluso para el profeta Elías no es fácil llevar a cabo el servicio a Dios y a su pueblo. En el Primer Libro de los Reyes se dice: "Se adentró en el desierto una jornada de camino y se sentó debajo de una retama. Deseoso de morir, dijo: "¡Basta, Señor! Toma mi vida, porque yo no soy mejor que mis padres" (19,4).
Las palabras de Jesús a los tres discípulos que quiere cerca durante la oración en Getsemaní, revela cómo siente miedo y angustia en aquella “Hora", experimenta la última profunda soledad mientras el plan de Dios se está llevando a cabo. Y en este miedo y angustia de Jesús se resume todo el horror del hombre ante su propia muerte, la certeza de su inexorabilidad y la percepción del peso del mal que rozanuestras vidas.
Después de la invitación dirigida a los tres, a quedarse y velar en oración, Jesús "solo" se dirige al Padre. El evangelista Marcos relata que Él "fue más adelante, cayó al suelo y rezó para que, si fuese posible, pasara de él esa hora" (14,35). Jesús cae cara a tierra: es una posición de oración que expresa la obediencia a la voluntad del Padre, la entrega a Dios con plena confianza. Es un gesto que se repite al inicio de la celebración de la Pasión del Viernes Santo, como también en la profesión monástica y en las ordenaciones diaconales, presbiterales y episcopales, para expresar, en la oración, y también corporalmente, el completo abandonarse a Dios, confiar en Él. Entonces Jesús le pide al Padre que, si fuera posible, pasara de él esa hora. No es sólo el miedo y la angustia del hombre ante la muerte, sino la perturbación del Hijo de Dios que ve el terrible fardodel mal que deberá tomar sobre sí para superarlo, para privarlo de poder.
Queridos amigos, también nosotros, en la oración debemos ser capaces de llevar ante Dios nuestras fatigas, el sufrimiento de ciertas situaciones, de ciertas jornadas, el compromiso cotidiano de seguirlo, de ser cristianos, y también el peso del mal que vemos en y alrededor de nosotros, porque Él nos da esperanza, nos hace sentir su cercanía, nos da un poco de luz en el camino de la vida.
Jesús continúa su oración: "¡Abbà! ¡Padre! Todo es posible para ti: aleja de mi este cáliz! Sin embargo, que no sea lo que yo quiero, sino lo que tú quieres" (Mc. 14,36a). En esta invocación, hay tres pasajes reveladores. Al principio tenemos la repetición de la palabra con la que Jesús se dirige a Dios: "¡Abbà! ¡Padre!" (Mc. 14,36a). Sabemos bien que la palabra aramea Abbà es la utilizada por el niño para dirigirse al papá y expresa por eso la relación de Jesús con Dios Padre, una relación de ternura, de afecto, de confianza, de abandono. En la parte central de la invocación está el segundo elemento: la conciencia de la omnipotencia del Padre --"todo es posible para ti"--, que introduce una petición en la cual, una vez más, aparece el drama de la voluntad humana de Jesús ante la muerte y el mal "¡aleja de mí este cáliz!". Pero es la tercera expresión de la oración de Jesús la que es decisiva, en la que la voluntad humana se adhiere completamente a la voluntad divina. De hecho, Jesús concluye diciendo con firmeza: "Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres" (Mc. 14,36c). En la unidad de la persona divina del Hijo, la voluntad humana encuentra su plena realización en el abandono completo del Yo al Tú del padre, llamado Abbà. San Máximo confesor dice que desde la creación del hombre y la mujer, la voluntad humana está orientada a lo divino y que en el "sí" a Dios la voluntad humana es plenamente libre y encuentra su realización. Por desgracia, a causa del pecado, este "sí" a Dios se ha transformado en oposición: Adán y Eva han pensado que el "no" a Dios fue la cumbre de la libertad, el ser plenamente ellos mismos. Jesús en el monte de los Olivos, reconducela voluntad humana a un "sí" pleno a Dios. En Él, la voluntad natural está plenamente integrada en la orientación que le da la persona divina. Jesús vive su vida de acuerdo con el centro de su Persona: el ser el Hijo de Dios. Su voluntad humana se traza en el Yo del Hijo que se abandona totalmente al Padre. Así, Jesús nos dice que sólo en el conformar su propia voluntad a la voluntad divina, el ser humano llega a su verdadera altura, se vuelve "divino"; sólo saliendo de sí, sólo en el "sí" a Dios, se cumple el deseo de Adán, de todos nosotros, el ser completamente libres. Es lo que hizo Jesús en Getsemaní: transfiriendo la voluntad humana a la voluntad de Dios nace el hombre verdadero, y somos redimidos.
El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica enseña claramente: "La oración de Jesús durante su agonía en el Huerto de Getsemaní y sus últimas palabras en la cruz revelan la profundidad de su oración filial: Jesús lleva a cumplimiento el designio de amor del Padre y toma sobre sí todas las angustias de la humanidad, todas las peticiones e intercesiones de la historia de la salvación. Él las presenta al Padre que las acepta y las concede, más allá de toda esperanza, resucitándolo de entre los muertos" (No.543). En realidad, "en ninguna otra parte de la Sagrada Escritura miramos tan profundamente dentro el misterio íntimo de Jesús, como en la oración en el Monte de los Olivos". (Gesù di Nazaret II, 177).
Queridos hermanos y hermanas, cada día en la oración del Padre Nuestro le pedimos al Señor: "Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt. 6,10). Reconocemos, por ello, que hay una voluntad de Dios con nosotros y para nosotros, una voluntad de Dios en nuestras vidas, que debe convertirse cada día más en la referencia de nuestro querer y de nuestro ser; reconocemos entonces que es en el "cielo" donde se hace la voluntad de Dios y que la "tierra" se vuelve "cielo", lugar de la presencia del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza divina, solo si en ella se hace la voluntad de Dios.
En la oración de Jesús al Padre, en aquella noche terrible y maravillosa de Getsemaní, la "tierra" se ha convertido en "cielo"; la "tierra" de su voluntad humana, sacudida por el miedo y la angustia, fue asumida por su voluntad divina, de modo que la voluntad de Dios se cumplió en la tierra. Y esto también es importante en nuestra oración: debemos aprender a confiar más en la divina Providencia, pedirle a Dios la fuerza para salir de nosotros mismos para renovarle nuestro "sí", para repetirle "Hágase tu voluntad", para adecuar nuestra voluntad a la suya. Es una oración que hacemos a diario, ya que no siempre es fácil confiar en la voluntad de Dios, repetir el "sí" de Jesús, el "sí" de María. Los relatos del evangelio de Getsemaní muestran dolorosamente que los tres discípulos elegidos por Jesús para estar cerca a él, no fueron capaces de velar con Él, de compartir su oración, su adhesión al Padre, y se sintieron abrumados por el sueño.
Queridos amigos, pidamos al Señor ser capaces de velar con Él en la oración, de seguir la voluntad de Dios cada día, incluso si habla de Cruz, de vivir en intimidad cada vez mayor con el Señor, para traer a esta «tierra», un poco del «cielo» de Dios. Gracias.
Traducido del italiano por José Antonio Varela
© Librería Editorial Vaticana
Hoy me gustaría hablar de la oración de Jesús en Getsemaní, en el Huerto de los Olivos. El escenario de la narración evangélica de esta oración es particularmente significativo. Jesús se fue al monte de los Olivos después de la Última Cena, y ora junto con sus discípulos. El evangelista Marcos relata: "Después de haber cantado el himno, salieron hacia el Monte de los Olivos" (14,26). Es probable que aluda al canto de algunos salmos del Hallèl, con los que se agradece a Dios por la liberación del pueblo de la esclavitud, y se pide su ayuda en las dificultades y amenazas siempre nuevas del presente. El camino a Getsemaní está lleno de expresiones de Jesús que hacen sentir próximo su destino de muerte y anuncian la inminente dispersión de los discípulos.
Una vez en el Monte de los Olivos, también esa noche Jesús se preparó para la oración personal. Pero esta vez sucede algo nuevo: parece que no quiere estar solo. Muchas veces Jesús se retiraba aparte de la muchedumbre y de los propios discípulos, deteniéndose "en lugares desérticos" (cf. Mc 1,35) o subiendo "a la montaña", dice San Marcos (cf. Mc 6,46). En Getsemaní, en cambio, invita a Pedro, a Santiago y a Juan a estar más cerca de él. Son los discípulos que fueron llamados a estar con Él en el monte de la Transfiguración (cf. Mc 9,2-13). Esta cercanía de los tres durante la oración en Getsemaní es significativa. Incluso aquella noche, Jesús orará al Padre "a solas", porque su relación con él es única y singular: es la relación del Hijo Unigénito. Parece, en efecto, que sobre todo aquella noche nadie puede acercarse verdaderamente al Hijo, que se presenta ante el Padre en su identidad absolutamente única, exclusiva. Jesús, sin embargo, a pesar de venir "solo" al punto donde se detendrá a rezar, quiere por lo menos que tres de sus discípulos permanezcan no muy lejos, en una relación más estrecha con Él. Se trata de un acercamiento especial, una petición de solidaridad en el momento en que siente aproximarse la muerte, pero es sobre todo una cercanía en la oración, para expresar, de alguna manera, la sintonía con Él, en el momento en que está a punto de cumplirse totalmente la voluntad del Padre, y es una invitación a cada discípulo a seguirlo en el camino de la cruz. El evangelista Marcos narra: "Tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan, y empezó a sentir miedo y ansiedad. Les dijo: "Mi alma está triste hasta la muerte. Quédense aquí y velen"(14,33-34).
En las palabras dirigidas a los tres, Jesús, una vez más, se expresa en el lenguaje de los Salmos: "Mi alma está triste", una expresión del Salmo 43 (cf. Sal 43,5). La dura determinación "hasta la muerte", lleva a una situación vivida por muchos de los mensajeros de Dios en el Antiguo Testamento y que se expresa en sus oraciones. No es raro, de hecho, que llevar a cabo la misión confiada signifique encontrar hostilidad, rechazo, persecución. Moisés siente en modo dramático la prueba que experimenta cuando guía al pueblo en el desierto, y le dice a Dios: "No puedo yo solo soportar la carga de todo este pueblo; es demasiado pesado para mí. Si me tratas así, déjame morir más bien, si he hallado gracia a tus ojos." (Num. 11,14-15). Incluso para el profeta Elías no es fácil llevar a cabo el servicio a Dios y a su pueblo. En el Primer Libro de los Reyes se dice: "Se adentró en el desierto una jornada de camino y se sentó debajo de una retama. Deseoso de morir, dijo: "¡Basta, Señor! Toma mi vida, porque yo no soy mejor que mis padres" (19,4).
Las palabras de Jesús a los tres discípulos que quiere cerca durante la oración en Getsemaní, revela cómo siente miedo y angustia en aquella “Hora", experimenta la última profunda soledad mientras el plan de Dios se está llevando a cabo. Y en este miedo y angustia de Jesús se resume todo el horror del hombre ante su propia muerte, la certeza de su inexorabilidad y la percepción del peso del mal que rozanuestras vidas.
Después de la invitación dirigida a los tres, a quedarse y velar en oración, Jesús "solo" se dirige al Padre. El evangelista Marcos relata que Él "fue más adelante, cayó al suelo y rezó para que, si fuese posible, pasara de él esa hora" (14,35). Jesús cae cara a tierra: es una posición de oración que expresa la obediencia a la voluntad del Padre, la entrega a Dios con plena confianza. Es un gesto que se repite al inicio de la celebración de la Pasión del Viernes Santo, como también en la profesión monástica y en las ordenaciones diaconales, presbiterales y episcopales, para expresar, en la oración, y también corporalmente, el completo abandonarse a Dios, confiar en Él. Entonces Jesús le pide al Padre que, si fuera posible, pasara de él esa hora. No es sólo el miedo y la angustia del hombre ante la muerte, sino la perturbación del Hijo de Dios que ve el terrible fardodel mal que deberá tomar sobre sí para superarlo, para privarlo de poder.
Queridos amigos, también nosotros, en la oración debemos ser capaces de llevar ante Dios nuestras fatigas, el sufrimiento de ciertas situaciones, de ciertas jornadas, el compromiso cotidiano de seguirlo, de ser cristianos, y también el peso del mal que vemos en y alrededor de nosotros, porque Él nos da esperanza, nos hace sentir su cercanía, nos da un poco de luz en el camino de la vida.
Jesús continúa su oración: "¡Abbà! ¡Padre! Todo es posible para ti: aleja de mi este cáliz! Sin embargo, que no sea lo que yo quiero, sino lo que tú quieres" (Mc. 14,36a). En esta invocación, hay tres pasajes reveladores. Al principio tenemos la repetición de la palabra con la que Jesús se dirige a Dios: "¡Abbà! ¡Padre!" (Mc. 14,36a). Sabemos bien que la palabra aramea Abbà es la utilizada por el niño para dirigirse al papá y expresa por eso la relación de Jesús con Dios Padre, una relación de ternura, de afecto, de confianza, de abandono. En la parte central de la invocación está el segundo elemento: la conciencia de la omnipotencia del Padre --"todo es posible para ti"--, que introduce una petición en la cual, una vez más, aparece el drama de la voluntad humana de Jesús ante la muerte y el mal "¡aleja de mí este cáliz!". Pero es la tercera expresión de la oración de Jesús la que es decisiva, en la que la voluntad humana se adhiere completamente a la voluntad divina. De hecho, Jesús concluye diciendo con firmeza: "Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres" (Mc. 14,36c). En la unidad de la persona divina del Hijo, la voluntad humana encuentra su plena realización en el abandono completo del Yo al Tú del padre, llamado Abbà. San Máximo confesor dice que desde la creación del hombre y la mujer, la voluntad humana está orientada a lo divino y que en el "sí" a Dios la voluntad humana es plenamente libre y encuentra su realización. Por desgracia, a causa del pecado, este "sí" a Dios se ha transformado en oposición: Adán y Eva han pensado que el "no" a Dios fue la cumbre de la libertad, el ser plenamente ellos mismos. Jesús en el monte de los Olivos, reconducela voluntad humana a un "sí" pleno a Dios. En Él, la voluntad natural está plenamente integrada en la orientación que le da la persona divina. Jesús vive su vida de acuerdo con el centro de su Persona: el ser el Hijo de Dios. Su voluntad humana se traza en el Yo del Hijo que se abandona totalmente al Padre. Así, Jesús nos dice que sólo en el conformar su propia voluntad a la voluntad divina, el ser humano llega a su verdadera altura, se vuelve "divino"; sólo saliendo de sí, sólo en el "sí" a Dios, se cumple el deseo de Adán, de todos nosotros, el ser completamente libres. Es lo que hizo Jesús en Getsemaní: transfiriendo la voluntad humana a la voluntad de Dios nace el hombre verdadero, y somos redimidos.
El Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica enseña claramente: "La oración de Jesús durante su agonía en el Huerto de Getsemaní y sus últimas palabras en la cruz revelan la profundidad de su oración filial: Jesús lleva a cumplimiento el designio de amor del Padre y toma sobre sí todas las angustias de la humanidad, todas las peticiones e intercesiones de la historia de la salvación. Él las presenta al Padre que las acepta y las concede, más allá de toda esperanza, resucitándolo de entre los muertos" (No.543). En realidad, "en ninguna otra parte de la Sagrada Escritura miramos tan profundamente dentro el misterio íntimo de Jesús, como en la oración en el Monte de los Olivos". (Gesù di Nazaret II, 177).
Queridos hermanos y hermanas, cada día en la oración del Padre Nuestro le pedimos al Señor: "Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo" (Mt. 6,10). Reconocemos, por ello, que hay una voluntad de Dios con nosotros y para nosotros, una voluntad de Dios en nuestras vidas, que debe convertirse cada día más en la referencia de nuestro querer y de nuestro ser; reconocemos entonces que es en el "cielo" donde se hace la voluntad de Dios y que la "tierra" se vuelve "cielo", lugar de la presencia del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza divina, solo si en ella se hace la voluntad de Dios.
En la oración de Jesús al Padre, en aquella noche terrible y maravillosa de Getsemaní, la "tierra" se ha convertido en "cielo"; la "tierra" de su voluntad humana, sacudida por el miedo y la angustia, fue asumida por su voluntad divina, de modo que la voluntad de Dios se cumplió en la tierra. Y esto también es importante en nuestra oración: debemos aprender a confiar más en la divina Providencia, pedirle a Dios la fuerza para salir de nosotros mismos para renovarle nuestro "sí", para repetirle "Hágase tu voluntad", para adecuar nuestra voluntad a la suya. Es una oración que hacemos a diario, ya que no siempre es fácil confiar en la voluntad de Dios, repetir el "sí" de Jesús, el "sí" de María. Los relatos del evangelio de Getsemaní muestran dolorosamente que los tres discípulos elegidos por Jesús para estar cerca a él, no fueron capaces de velar con Él, de compartir su oración, su adhesión al Padre, y se sintieron abrumados por el sueño.
Queridos amigos, pidamos al Señor ser capaces de velar con Él en la oración, de seguir la voluntad de Dios cada día, incluso si habla de Cruz, de vivir en intimidad cada vez mayor con el Señor, para traer a esta «tierra», un poco del «cielo» de Dios. Gracias.
Traducido del italiano por José Antonio Varela
© Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: Para Dios, la autoridad significa servicio Angelus 29 enero 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este domingo (Mc 1,21-28) nos presenta a Jesús que, en el sábado, predica en la sinagoga de Cafarnaún, la pequeña ciudad sobre el lago de Galilea donde habitaban Pedro y su hermano Andrés. A su enseñanza, que despierta la admiración de la gente, sigue la liberación de "un hombre poseído por un espíritu inmundo" (v. 23), que reconoce en Jesús "al santo de Dios", es decir al Mesías. En poco tiempo, su fama se extendió por toda la región, que Él recorre anunciando el Reino de Dios y curando a los enfermos de todo tipo: palabra y acción. San Juan Crisóstomo nos hace ver cómo el Señor "alterna el discurso en beneficio de los oyentes, en un proceso que va de los prodigios a las palabras y pasando de nuevo de la enseñanza de su doctrina a los milagros" (Hom. in Matthæum 25, 1: PG 57, 328).
La palabra que Jesús dirige a los hombres abre inmediatamente el acceso a la voluntad del Padre y a la verdad propia. No les sucedía así, sin embargo, a los escribas, que debían esforzarse en interpretar las Sagradas Escrituras con innumerables reflexiones. Además, a la eficacia de la palabra, Jesús unía la de los signos de liberación del mal. San Atanasio observa que "mandar sobre los demonios y expulsarlos no es obra humana sino divina"; de hecho, el Señor “alejaba de los hombres todos los males y las enfermedades. ¿Quién, viendo su poder... hubiera podido aún dudar que Él fuese el Hijo, la sabiduría y la potencia de Dios?” (Oratio de Incarnatione Verbi 18.19: PG 25, 128 BC.129 B). La autoridad divina no es una fuerza de la naturaleza. Es el poder del amor de Dios que crea el universo y, encarnándose en el Hijo unigénito, abajándose a nuestra humanidad, sana al mundo corrompido por el pecado. Romano Guardini escribe: "Toda la vida de Jesús es una traducción del poder en la humildad ... es la soberanía que se abaja a la forma de siervo" (Il Potere, Brescia 1999, 141.142).
A menudo, para el hombre la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor; significa entrar en la lógica de Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos (cf. Jn. 13,5), que busca el verdadero bien del hombre, que cura las heridas, que es capaz de un amor tan grande como para dar la vida, porque es Amor. En una de sus Cartas, Santa Catalina de Siena dice: "Es necesario que veamos y conozcamos, en realidad, con la luz de la fe, que Dios es el amor supremo y eterno, y no se puede desear otra cosa que no sea nuestro bien" (Ep. 13 en: Le Lettere, vol. 3, Bologna 1999, 206.).
Queridos amigos, el próximo 2 de febrero, celebraremos la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo y la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Invoquemos con confianza a María Santísima, para que guíe nuestros corazones a alimentarse siempre de la misericordia divina, que libera y sana nuestra humanidad, colmándola de toda gracia y benevolencia con el poder del amor.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela
El Evangelio de este domingo (Mc 1,21-28) nos presenta a Jesús que, en el sábado, predica en la sinagoga de Cafarnaún, la pequeña ciudad sobre el lago de Galilea donde habitaban Pedro y su hermano Andrés. A su enseñanza, que despierta la admiración de la gente, sigue la liberación de "un hombre poseído por un espíritu inmundo" (v. 23), que reconoce en Jesús "al santo de Dios", es decir al Mesías. En poco tiempo, su fama se extendió por toda la región, que Él recorre anunciando el Reino de Dios y curando a los enfermos de todo tipo: palabra y acción. San Juan Crisóstomo nos hace ver cómo el Señor "alterna el discurso en beneficio de los oyentes, en un proceso que va de los prodigios a las palabras y pasando de nuevo de la enseñanza de su doctrina a los milagros" (Hom. in Matthæum 25, 1: PG 57, 328).
La palabra que Jesús dirige a los hombres abre inmediatamente el acceso a la voluntad del Padre y a la verdad propia. No les sucedía así, sin embargo, a los escribas, que debían esforzarse en interpretar las Sagradas Escrituras con innumerables reflexiones. Además, a la eficacia de la palabra, Jesús unía la de los signos de liberación del mal. San Atanasio observa que "mandar sobre los demonios y expulsarlos no es obra humana sino divina"; de hecho, el Señor “alejaba de los hombres todos los males y las enfermedades. ¿Quién, viendo su poder... hubiera podido aún dudar que Él fuese el Hijo, la sabiduría y la potencia de Dios?” (Oratio de Incarnatione Verbi 18.19: PG 25, 128 BC.129 B). La autoridad divina no es una fuerza de la naturaleza. Es el poder del amor de Dios que crea el universo y, encarnándose en el Hijo unigénito, abajándose a nuestra humanidad, sana al mundo corrompido por el pecado. Romano Guardini escribe: "Toda la vida de Jesús es una traducción del poder en la humildad ... es la soberanía que se abaja a la forma de siervo" (Il Potere, Brescia 1999, 141.142).
A menudo, para el hombre la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor; significa entrar en la lógica de Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos (cf. Jn. 13,5), que busca el verdadero bien del hombre, que cura las heridas, que es capaz de un amor tan grande como para dar la vida, porque es Amor. En una de sus Cartas, Santa Catalina de Siena dice: "Es necesario que veamos y conozcamos, en realidad, con la luz de la fe, que Dios es el amor supremo y eterno, y no se puede desear otra cosa que no sea nuestro bien" (Ep. 13 en: Le Lettere, vol. 3, Bologna 1999, 206.).
Queridos amigos, el próximo 2 de febrero, celebraremos la fiesta de la Presentación del Señor en el Templo y la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Invoquemos con confianza a María Santísima, para que guíe nuestros corazones a alimentarse siempre de la misericordia divina, que libera y sana nuestra humanidad, colmándola de toda gracia y benevolencia con el poder del amor.
Traducción del original italiano por José Antonio Varela
Benedicto XVI: La Iglesia nace de la oración de Jesús Audiencia 25 enero 2012
Queridos hermanos y hermanas:
En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17,1-26). Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: "La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración 'sacerdotal' de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su 'paso' [pascua] hacia el Padre donde es “consagrado” enteramente al Padre" (n. 2747).
Esta oración de Jesús es entendida en su extrema riqueza, sobre todo si colocamos como fondo la fiesta judía de la expiación, el Yom Kippur. Ese día, el sumo sacerdote hace primero la expiación por sí mismo, luego por la clase sacerdotal, y finalmente por todo el pueblo. El objetivo es devolverle al pueblo de Israel, después de los pecados de un año, la conciencia de la reconciliación con Dios, la conciencia de ser el pueblo elegido, "pueblo santo" en medio de otros pueblos. La oración de Jesús en el capítulo 17 del Evangelio según San Juan, está basada en la estructura de esta fiesta. Aquella noche, Jesús se dirige al Padre en el momento en que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, ora por él mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en Él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17,20).
La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de la propia "elevación" en su "hora". En realidad, es más una declaración de plena disposición a entrar, libre y generosamente, en el diseño de Dios Padre que se cumple al ser entregado, y en la muerte y resurrección. La "hora" se inició con la traición de Jesús (cf. Jn 13,31) y culminará con la subida de Jesús resucitado al Padre (Jn 20,17). La salida de Judas del cenáculo es comentada por Jesús con estas palabras:“Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él”(Jn 13,31). No es casual que comience la oración sacerdotal diciendo: "Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti" (Jn 17,1). La glorificación que Jesús pide para sí mismo como Sumo Sacerdote, es la entrada en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lleva a la más plena condición filial: "Y ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese"(Juan 17,5). Es esta disponibilidad y esta petición es el primer acto del nuevo sacerdocio de Jesús, que es un donarse por completo en la cruz, y justamente sobre la cruz --el supremo acto de amor--, Él es glorificado, porque el amor es la verdadera gloria, la gloria divina.
El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que estaban con Él. Son aquellos de los que Jesús puede decir al Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu palabra" (Jn 17,6). "Manifestar el nombre de Dios a los hombres" es el resultado de una nueva presencia del Padre en medio de la gente, de la humanidad. Este "manifestar" no es sólo una palabra, sino que es realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre --su presencia entre nosotros, el ser uno de nosotros--, se "ha realizado". Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús, Dios entra en la carne humana, se hace cercano en modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús hace en su Pascua de muerte y resurrección.
En el centro de esta oración de intercesión y de expiación a favor de los discípulos está la petición de consagración; Jesús dice al Padre: "Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17,16-19). Me pregunto: ¿Qué significa "consagrar" en este caso? Sobre todo debemos decir que "Consagrado" o "Santo", en propiedad sólo es Dios. Entonces consagrar quiere decir transferir una realidad --una persona o cosa--, a la propiedad de Dios. Y en esto están presentes dos aspectos complementarios: por una parte quitar las cosas corrientes, segregar, "apartar" la vida personal del hombre para ser donados totalmente a Dios; y por otra, esta segregación, esta transferencia a la esfera de Dios, tiene el significado propio de “envío”, de misión: precisamente porque entregada a Dios, la realidad, la persona consagrada existe "para" los otros, es donada a los otros. Darse a Dios significa no vivir más para sí, sino para todos. Y es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios en vista de una tarea y, como tal, está a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, ser entregado a Dios para estar así en misión para todos. En la tarde de la Pascua, el Resucitado, apareciéndose a sus discípulos, les dice: "¡La paz con vosotros! Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21).
El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada al final de los tiempos. En ella, Jesús se dirige al Padre para interceder a favor de todos aquellos que serán llevados a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles, y continuada en la historia: "No ruego solo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí". Jesús ora por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros (Jn 17,20). El Catecismo de la Iglesia Católica dice:“Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la Hora de Jesús llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación”(No. 2749).
La petición central de la oración sacerdotal de Jesús, dedicada a sus discípulos de todos los tiempos, es aquella de la futura unidad de todos los que creerán en Él. Tal unidad no es un producto mundano. Proviene exclusivamente de la unidad divina y viene a nosotros del Padre mediante el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que viene del cielo, y que tiene su efecto --real y perceptible-- en la tierra. Ora “para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). La unidad de los cristianos, por un lado, es una realidad oculta en el corazón de las personas que creen. Pero al mismo tiempo, esta debe aparecer claramente en la historia, debe aparecer para que el mundo crea, tiene un propósito muy práctico y concreto y debe aparecer para que todos sean realmente uno. La unidad de los futuros discípulos, siendo unidad con Jesús --que el Padre ha enviado al mundo--, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.
"Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se realiza la institución de la Iglesia... Propiamente aquí, en la última cena, Jesús crea la Iglesia. Por qué, ¿qué otra cosa es la Iglesia, si no la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se implica en la misión de Jesús para salvar al mundo, conduciéndolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia. La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es sólo de palabra: es la acción por la que Él se "consagra" a sí mismo, es decir, se "sacrifica" para la vida del mundo (cfr. Gesù di Nazaret, II, 117s).
Jesús ora para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y mantenida, la Iglesia puede caminar “en el mundo” sin ser "del mundo" (cf. Jn 17,16) y vivir la misión confiada a ella para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces, en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: llevar al "mundo" fuera de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, fuera del pecado, a fin de que vuelva a ser el mundo de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, hemos tomado algunos elementos de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que les invito a leer y meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor y nos enseñe a orar. También nosotros, por ello, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, más de lleno, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle ser "consagrados" a Él, pertenecerle cada vez más, para poder amar cada vez más a los otros, cercanos y lejanos; pidámosle ser siempre capaces de abrir nuestra oración a la amplitud del mundo, no cerrándola en la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando delante del Señor a nuestro prójimo, aprendiendo la belleza de interceder por los demás; le pedimos el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo --la hemos invocado con fuerza en esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos--, recemos para estar siempre dispuestos a responder a cualquiera que nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P 3,15). Gracias.
Traducción del italiano por José Antonio Varela
©Librería Editorial Vaticana
En la catequesis de hoy centramos nuestra atención en la oración que Jesús dirige al Padre en la «hora» de su elevación y glorificación (cf. Jn 17,1-26). Como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica: "La tradición cristiana acertadamente la denomina la oración 'sacerdotal' de Jesús. Es la oración de nuestro Sumo Sacerdote, inseparable de su sacrificio, de su 'paso' [pascua] hacia el Padre donde es “consagrado” enteramente al Padre" (n. 2747).
Esta oración de Jesús es entendida en su extrema riqueza, sobre todo si colocamos como fondo la fiesta judía de la expiación, el Yom Kippur. Ese día, el sumo sacerdote hace primero la expiación por sí mismo, luego por la clase sacerdotal, y finalmente por todo el pueblo. El objetivo es devolverle al pueblo de Israel, después de los pecados de un año, la conciencia de la reconciliación con Dios, la conciencia de ser el pueblo elegido, "pueblo santo" en medio de otros pueblos. La oración de Jesús en el capítulo 17 del Evangelio según San Juan, está basada en la estructura de esta fiesta. Aquella noche, Jesús se dirige al Padre en el momento en que se está ofreciendo a sí mismo. Él, sacerdote y víctima, ora por él mismo, por los apóstoles y por todos aquellos que creerán en Él, por la Iglesia de todos los tiempos (cf. Jn 17,20).
La oración que Jesús hace por sí mismo es la petición de su propia glorificación, de la propia "elevación" en su "hora". En realidad, es más una declaración de plena disposición a entrar, libre y generosamente, en el diseño de Dios Padre que se cumple al ser entregado, y en la muerte y resurrección. La "hora" se inició con la traición de Jesús (cf. Jn 13,31) y culminará con la subida de Jesús resucitado al Padre (Jn 20,17). La salida de Judas del cenáculo es comentada por Jesús con estas palabras:“Ahora ha sido glorificado el Hijo del hombre y Dios ha sido glorificado en él”(Jn 13,31). No es casual que comience la oración sacerdotal diciendo: "Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti" (Jn 17,1). La glorificación que Jesús pide para sí mismo como Sumo Sacerdote, es la entrada en la plena obediencia al Padre, una obediencia que lleva a la más plena condición filial: "Y ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes de que el mundo fuese"(Juan 17,5). Es esta disponibilidad y esta petición es el primer acto del nuevo sacerdocio de Jesús, que es un donarse por completo en la cruz, y justamente sobre la cruz --el supremo acto de amor--, Él es glorificado, porque el amor es la verdadera gloria, la gloria divina.
El segundo momento de esta oración es la intercesión que Jesús hace por los discípulos que estaban con Él. Son aquellos de los que Jesús puede decir al Padre: "He manifestado tu Nombre a los hombres que tú me has dado tomándolos del mundo. Tuyos eran y tú me los has dado; y han guardado tu palabra" (Jn 17,6). "Manifestar el nombre de Dios a los hombres" es el resultado de una nueva presencia del Padre en medio de la gente, de la humanidad. Este "manifestar" no es sólo una palabra, sino que es realidad en Jesús; Dios está con nosotros, y así el nombre --su presencia entre nosotros, el ser uno de nosotros--, se "ha realizado". Por lo tanto, esta manifestación se realiza en la encarnación del Verbo. En Jesús, Dios entra en la carne humana, se hace cercano en modo único y nuevo. Y esta presencia alcanza su cumbre en el sacrificio que Jesús hace en su Pascua de muerte y resurrección.
En el centro de esta oración de intercesión y de expiación a favor de los discípulos está la petición de consagración; Jesús dice al Padre: "Ellos no son del mundo, como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es verdad. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo. Y por ellos me santifico a mí mismo, para que ellos también sean santificados en la verdad" (Jn 17,16-19). Me pregunto: ¿Qué significa "consagrar" en este caso? Sobre todo debemos decir que "Consagrado" o "Santo", en propiedad sólo es Dios. Entonces consagrar quiere decir transferir una realidad --una persona o cosa--, a la propiedad de Dios. Y en esto están presentes dos aspectos complementarios: por una parte quitar las cosas corrientes, segregar, "apartar" la vida personal del hombre para ser donados totalmente a Dios; y por otra, esta segregación, esta transferencia a la esfera de Dios, tiene el significado propio de “envío”, de misión: precisamente porque entregada a Dios, la realidad, la persona consagrada existe "para" los otros, es donada a los otros. Darse a Dios significa no vivir más para sí, sino para todos. Y es consagrado quien, como Jesús, es separado del mundo y apartado para Dios en vista de una tarea y, como tal, está a disposición de todos. Para los discípulos, será continuar la misión de Jesús, ser entregado a Dios para estar así en misión para todos. En la tarde de la Pascua, el Resucitado, apareciéndose a sus discípulos, les dice: "¡La paz con vosotros! Como el Padre me envió, también yo os envío” (Jn 20,21).
El tercer acto de esta oración sacerdotal extiende la mirada al final de los tiempos. En ella, Jesús se dirige al Padre para interceder a favor de todos aquellos que serán llevados a la fe mediante la misión inaugurada por los apóstoles, y continuada en la historia: "No ruego solo por éstos, sino también por aquellos que, por medio de su palabra, creerán en mí". Jesús ora por la Iglesia de todos los tiempos, ruega también por nosotros (Jn 17,20). El Catecismo de la Iglesia Católica dice:“Jesús ha cumplido toda la obra del Padre, y su oración, al igual que su sacrificio, se extiende hasta la consumación de los siglos. La oración de la Hora de Jesús llena los últimos tiempos y los lleva hacia su consumación”(No. 2749).
La petición central de la oración sacerdotal de Jesús, dedicada a sus discípulos de todos los tiempos, es aquella de la futura unidad de todos los que creerán en Él. Tal unidad no es un producto mundano. Proviene exclusivamente de la unidad divina y viene a nosotros del Padre mediante el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús invoca un don que viene del cielo, y que tiene su efecto --real y perceptible-- en la tierra. Ora “para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado" (Jn 17,21). La unidad de los cristianos, por un lado, es una realidad oculta en el corazón de las personas que creen. Pero al mismo tiempo, esta debe aparecer claramente en la historia, debe aparecer para que el mundo crea, tiene un propósito muy práctico y concreto y debe aparecer para que todos sean realmente uno. La unidad de los futuros discípulos, siendo unidad con Jesús --que el Padre ha enviado al mundo--, es también la fuente originaria de la eficacia de la misión cristiana en el mundo.
"Podemos decir que en la oración sacerdotal de Jesús se realiza la institución de la Iglesia... Propiamente aquí, en la última cena, Jesús crea la Iglesia. Por qué, ¿qué otra cosa es la Iglesia, si no la comunidad de los discípulos que, mediante la fe en Jesucristo como enviado del Padre, recibe su unidad y se implica en la misión de Jesús para salvar al mundo, conduciéndolo al conocimiento de Dios? Aquí encontramos realmente una verdadera definición de la Iglesia. La Iglesia nace de la oración de Jesús. Y esta oración no es sólo de palabra: es la acción por la que Él se "consagra" a sí mismo, es decir, se "sacrifica" para la vida del mundo (cfr. Gesù di Nazaret, II, 117s).
Jesús ora para que sus discípulos sean uno. En virtud de esa unidad, recibida y mantenida, la Iglesia puede caminar “en el mundo” sin ser "del mundo" (cf. Jn 17,16) y vivir la misión confiada a ella para que el mundo crea en el Hijo y en el Padre que lo envió. La Iglesia se convierte entonces, en el lugar donde continúa la misión misma de Cristo: llevar al "mundo" fuera de la alienación del hombre de Dios y de sí mismo, fuera del pecado, a fin de que vuelva a ser el mundo de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, hemos tomado algunos elementos de la gran riqueza de la oración sacerdotal de Jesús, que les invito a leer y meditar, para que nos guíe en el diálogo con el Señor y nos enseñe a orar. También nosotros, por ello, en nuestra oración, pidamos a Dios que nos ayude a entrar, más de lleno, en el proyecto que tiene para cada uno de nosotros; pidámosle ser "consagrados" a Él, pertenecerle cada vez más, para poder amar cada vez más a los otros, cercanos y lejanos; pidámosle ser siempre capaces de abrir nuestra oración a la amplitud del mundo, no cerrándola en la petición de ayuda para nuestros problemas, sino recordando delante del Señor a nuestro prójimo, aprendiendo la belleza de interceder por los demás; le pedimos el don de la unidad visible entre todos los creyentes en Cristo --la hemos invocado con fuerza en esta Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos--, recemos para estar siempre dispuestos a responder a cualquiera que nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P 3,15). Gracias.
Traducción del italiano por José Antonio Varela
©Librería Editorial Vaticana
La oración por la unidad de los cristianos, central en el ecumenismo de la Iglesia Angelus 22 enero 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
Este domingo se sitúa en medio de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que se celebra del 18 al 25 de enero. Invito cordialmente a todos a unirse a la oración de Jesús al Padre en la víspera de su pasión: "Que ellos también sean uno, para que el mundo crea" (Jn 17,21). Este año en particular, nuestra meditación durante la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos se refiere a un pasaje de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios, con el lema: Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor (cf. 1 Cor 15,51-58). Estamos llamados a contemplar la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, es decir su resurrección, que es un acontecimiento que transforma radicalmente a los que creen en Él y les abre el camino a una vida incorruptible e inmortal. Reconocer y aceptar el poder transformador de la fe en Jesucristo, sostiene a los cristianos también en la búsqueda de la plena unidad entre sí.
Este año los materialespara la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos fueron preparados por un grupo polaco. De hecho, Polonia ha tenido una larga historia de luchas valientes contra las adversidades y ha dado repetidas muestras de una gran determinación, animada por la fe. Por eso que las palabras que conforman el tema mencionado anteriormente, tienen una resonancia y una fuerza particular en Polonia. A través de los siglos, los cristianos polacos han intuido de forma espontánea una dimensión espiritual en su deseo de libertad, y han comprendido que la verdadera victoria sólo puede alcanzarse si se acompaña de una profunda transformación interna. Ellos nos recuerdan que nuestra búsqueda puede ser conducida de manera realista si el cambio se da principalmente en nosotros mismos, si dejamos que Dios actúe, si nos dejamos transformar a imagen de Cristo, si nos adentramos en la vida nueva que es Cristo, la verdadera victoria. La unidad visible de todos los cristianos es siempre una obra que viene de lo alto, de Dios, obra que exige la humildad de reconocer nuestra debilidad y de acoger el don. Pero, usando una frase a menudo repetida por el beato Papa Juan Pablo II, cada regalo se convierte también en un compromiso. La unidad que viene de Dios requiere, por lo tanto, nuestro compromiso diario de abrirnos los unos a los otros en la caridad.
Durante muchas décadas, la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos es un elemento central en la actividad ecuménica de la Iglesia. El tiempo que dedicaremos a la oración por la plena comunión de los discípulos de Cristo, nos permitirá comprender más profundamente la forma en que seremos transformados por su victoria, por el poder de su resurrección. El próximo miércoles, como es costumbre, vamos a concluir la semana de oración con la celebración solemne de las vísperas de la solemnidad de la Conversión de San Pablo en la basílica de San Pablo Extramuros, en la cual participarán también los representantes de las otras Iglesias y comunidades cristianas. Espero que muchos estén presentes en este encuentro litúrgico para renovar juntos nuestra oración al Señor, fuente de unidad. Encomendémosla desde ahora, con confianza filial, a la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela
©Librería Editorial Vaticana
Este domingo se sitúa en medio de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que se celebra del 18 al 25 de enero. Invito cordialmente a todos a unirse a la oración de Jesús al Padre en la víspera de su pasión: "Que ellos también sean uno, para que el mundo crea" (Jn 17,21). Este año en particular, nuestra meditación durante la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos se refiere a un pasaje de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios, con el lema: Todos seremos transformados por la victoria de Jesucristo, nuestro Señor (cf. 1 Cor 15,51-58). Estamos llamados a contemplar la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte, es decir su resurrección, que es un acontecimiento que transforma radicalmente a los que creen en Él y les abre el camino a una vida incorruptible e inmortal. Reconocer y aceptar el poder transformador de la fe en Jesucristo, sostiene a los cristianos también en la búsqueda de la plena unidad entre sí.
Este año los materialespara la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos fueron preparados por un grupo polaco. De hecho, Polonia ha tenido una larga historia de luchas valientes contra las adversidades y ha dado repetidas muestras de una gran determinación, animada por la fe. Por eso que las palabras que conforman el tema mencionado anteriormente, tienen una resonancia y una fuerza particular en Polonia. A través de los siglos, los cristianos polacos han intuido de forma espontánea una dimensión espiritual en su deseo de libertad, y han comprendido que la verdadera victoria sólo puede alcanzarse si se acompaña de una profunda transformación interna. Ellos nos recuerdan que nuestra búsqueda puede ser conducida de manera realista si el cambio se da principalmente en nosotros mismos, si dejamos que Dios actúe, si nos dejamos transformar a imagen de Cristo, si nos adentramos en la vida nueva que es Cristo, la verdadera victoria. La unidad visible de todos los cristianos es siempre una obra que viene de lo alto, de Dios, obra que exige la humildad de reconocer nuestra debilidad y de acoger el don. Pero, usando una frase a menudo repetida por el beato Papa Juan Pablo II, cada regalo se convierte también en un compromiso. La unidad que viene de Dios requiere, por lo tanto, nuestro compromiso diario de abrirnos los unos a los otros en la caridad.
Durante muchas décadas, la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos es un elemento central en la actividad ecuménica de la Iglesia. El tiempo que dedicaremos a la oración por la plena comunión de los discípulos de Cristo, nos permitirá comprender más profundamente la forma en que seremos transformados por su victoria, por el poder de su resurrección. El próximo miércoles, como es costumbre, vamos a concluir la semana de oración con la celebración solemne de las vísperas de la solemnidad de la Conversión de San Pablo en la basílica de San Pablo Extramuros, en la cual participarán también los representantes de las otras Iglesias y comunidades cristianas. Espero que muchos estén presentes en este encuentro litúrgico para renovar juntos nuestra oración al Señor, fuente de unidad. Encomendémosla desde ahora, con confianza filial, a la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia.
Traducido del original italiano por José Antonio Varela
©Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: Esperamos el día glorioso en que podamos celebrar juntos los sacramentos Audiencia del miércoles 18 de enero 2012
¡Queridos hermanos y hermanas!
Empieza hoy la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos que, desde hace más de un siglo, se celebra cada año por cristianos de todas las Iglesias y comunidades eclesiales, para invocar aquél don extraordinario por el que el mismo Señor Jesús oró durante la Última Cena, antes de su pasión: “Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros, de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado”. La práctica de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos fue introducida en 1908 por el padre Paul Wattson, fundador de una comunidad religiosa anglicana que luego entró en la Iglesia católica. La iniciativa recibió la bendición del papa san Pío X y fue luego promovida por el papa Benedicto XV, que animó su celebración en toda la Iglesia católica con el breve Romanorum Pontificum, del 25 de febrero de 1916.
El octavario de oración fue desarrollado y perfeccionado en los años treinta del siglo pasado por el padre Paul Couturier de Lyon, que apoyó la oración “por la unidad de la Iglesia como quiere Cristo y conforme a los instrumentos que El quiere”. En sus últimos escritos, el padre Couturier ve tal Semana como un medio que permite a la oración universal de Cristo "entrar y penetrar dentro del Cuerpo cristiano"; debe crecer hasta convertirse en "un inmenso, unánime grito de todo el Pueblo de Dios", que pide a Dios este gran don. Y precisamente en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, el impulso del Concilio Vaticano II a la búsqueda de la plena comunión entre todos los discípulos de Cristo encuentra cada año una de sus más eficaces expresiones. Esta cita espiritual, que une a cristianos de todas las tradiciones, acrecienta nuestra conciencia del hecho que la unidad hacia la que tendemos no podrá ser sólo el resultado de nuestros esfuerzos, sino que mas bien será un don recibido de lo alto, que hay que pedir siempre.
Cada año, los materiales para la Semana de Oración los prepara un grupo ecuménico de una diferente parte del mundo. Querría detenerme en este punto. Este año, los textos han sido propuestos por un grupo mixto compuesto por representantes de la Iglesia católica y del Consejo Ecuménico Polaco, que comprende a varias Iglesias y comunidades eclesiales del país. La documentación ha sido luego revisada por una comisión integrada por miembros del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y por la Comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias. También este trabajo conjunto en dos etapas es un signo del deseo de unidad que anima a los cristianos y de la conciencia de que la oración es la vía primaria para lograr la plena comunión, para que unidos hacia el Señor andemos hacia la unidad. El tema de la Semana de este año –como hemos oído- está tomado de la I Carta a los Corintios: “Todos seremos transformados por la victoria de nuestro Señor Jesucristo” (cfr 1 Cor 15,51-58), su victoria nos transformará. Y este tema fue sugerido por el amplio grupo ecuménico polaco que he citado, el cual, reflexionando sobre su propia experiencia como país, quiso subrayar lo fuerte que el es apoyo de la fe cristiana en medio de las pruebas y trastornos, como los que caracterizan la historia de Polonia. Tras un amplio debate, fue elegido un tema centrado en el poder transformador de la fe en Cristo, en especial a la luz de la importancia que esta reviste para nuestra oración en favor de la unidad visible de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Inspiran esta reflexión las palabras de san Pablo que, dirigiéndose a la Iglesia de Corinto, habla de la naturaleza temporal de todo lo que pertenece a nuestra vida presente, marcada también por la experiencia de “derrota” del pecado y de la muerte, frente a lo que nos trae la “victoria” de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte en su Misterio pascual.
La historia particular de la nación polaca, que conoció períodos de convivencia democrática y de libertad religiosa, como en el siglo XVI, ha estado marcada, en los últimos siglos, por invasiones y derrotas, pero también por la constante lucha contra la opresión y la sed de libertad. Todo esto ha inducido al grupo ecuménico a reflexionar de manera más profunda sobre el verdadero significado de “victoria” --qué es la victoria- y de “derrota”. Respecto a la “victoria” entendida en términos triunfalistas, Cristo nos sugiere un camino bien diverso, que no pasa a través del poder y la potencia. De hecho, afirma: "Si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el siervo de todos" (Mc 9,35). Cristo habla de una victoria a través del amor que sufre, a través del servicio recíproco, la ayuda, la nueva esperanza y el concreto consuelo dado a los últimos, a los olvidados, a los rechazados. Para todos los cristianos, la más alta expresión de tan humilde servicio es Jesucristo mismo, el don total que hace de Sí mismo, la victoria de su amor sobre la muerte, en la cruz, que resplandece en la luz de la mañana de Pascua. Nosotros podemos tomar parte en esta "victoria" transformadora si nos dejamos transformar por Dios, sólo si realizamos una conversión de nuestra vida y la transformación se realiza en forma de conversión. He aquí el motivo por el que el grupo ecuménico polaco ha considerado especialmente adecuadas para el tema de la propia meditación las palabras de san Pablo: "Todos seremos transformados" por la victoria de Cristo, nuestro Señor" (cfr 1 Cor 15,51-58).
La plena y visible unidad de los cristianos, que anhelamos, exige que nos dejemos transformar y conformar, de manera cada vez más perfecta, a la imagen de Cristo. La unidad por la que oramos exige una conversión interior, tanto común como personal. No se trata simplemente de cordialidad o de cooperación, es necesario reforzar nuestra fe en Dios, en el Dios de Jesucristo, que nos ha hablado y se ha hecho uno de nosotros; hay que entrar en la nueva vida en Cristo, que es nuestra verdadera y definitiva victoria; hay que abrirse los unos a los otros, tomando todos los elementos de unidad que Dios ha guardado para nosotros y que siempre nuevamente nos da; hay que sentir la urgencia de dar testimonio al hombre de nuestro tiempo del Dios vivo, que se ha dado a conocer en Cristo.
El Concilio Vaticano II puso la búsqueda ecuménica en el centro de la vida y de la actuación de la Iglesia: "Este santo Concilio exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, cooperen diligentemente en la empresa ecuménica" (Unitatis Redintegratio, 4). El beato Juan Pablo II subrayó la naturaleza esencial de tal empeño, diciendo: "Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad". (Enc. Ut Unum Sint, 9). La tarea ecuménica es por tanto una responsabilidad de toda la Iglesia y de todos los bautizados, que deben hacer crecer la comunión parcial ya existente entre los cristianos hasta la plena comunión en la verdad y en la caridad. Por tanto, la oración por la unidad no está circunscrita a esta Semana de Oración, sino que debe convertirse en parte integrante de nuestra oración, de la vida orante de todos los cristianos, en todo lugar y en todo tiempo, sobre todo cuando personas de tradiciones diversas se encuentran y trabajan juntas por la victoria, en Cristo, sobre todo lo que es pecado, mal, injusticia, violación de la dignidad del hombre.
Desde que nació el movimiento ecuménico moderno, hace más de un siglo, siempre hubo una clara conciencia de que la falta de unidad entre los cristianos impide un anuncio más eficaz del Evangelio, porque pone en peligro nuestra credibilidad. ¿Cómo podemos dar testimonio convincente si estamos divididos? Ciertamente, por lo que se refiere a las verdades fundamentales de la fe, es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Pero las divisiones permanecen, y se refieren también a diversas cuestiones prácticas y éticas, suscitando confusión y desconfianza, debilitando nuestra capacidad de transmitir la Palabra salvífica de Cristo. En este sentido, debemos recordar las palabras del beato Juan Pablo II, que en su encíclica Ut Unum Sint habla del daño causado al testimonio cristiano y al anuncio del Evangelio por la falta de unidad (cfr nn. 98, 99). Es este un gran reto para la nueva evangelización, que puede ser más fructífera si todos los cristianos anuncian juntos la verdad del Evangelio de Jesucristo y dan una respuesta común a la sed espiritual de nuestro tiempo.
El camino de la Iglesia, como el de los pueblos, está en las manos de Cristo resucitado, victorioso sobre la muerte y sobre la injusticia que Él ha soportado y sufrido en nombre de todos. Él nos hace partícipes de su victoria. Sólo Él es capaz de transformarnos y convertirnos, de débiles y titubeantes, en fuertes y valientes para hacer el bien. Sólo Él puede salvarnos de las consecuencias negativas de nuestras divisiones. Queridos hermanos y hermanas, invito a todos a unirse en oración de modo más intenso durante esta Semana por la Unidad, para que crezca el testimonio común, la solidaridad y la colaboración entre los cristianos, esperando el día glorioso en el que podamos profesar juntos la fe transmitida por los apóstoles y celebrar juntos los sacramentos de nuestra transformación en Cristo. Gracias”.
Traducido del italiano por Nieves San Martín
©Librería Editorial Vaticana
Empieza hoy la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos que, desde hace más de un siglo, se celebra cada año por cristianos de todas las Iglesias y comunidades eclesiales, para invocar aquél don extraordinario por el que el mismo Señor Jesús oró durante la Última Cena, antes de su pasión: “Te pido que todos sean uno. Padre, lo mismo que tú estás en mí y yo en ti, que también ellos estén unidos a nosotros, de este modo, el mundo podrá creer que tú me has enviado”. La práctica de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos fue introducida en 1908 por el padre Paul Wattson, fundador de una comunidad religiosa anglicana que luego entró en la Iglesia católica. La iniciativa recibió la bendición del papa san Pío X y fue luego promovida por el papa Benedicto XV, que animó su celebración en toda la Iglesia católica con el breve Romanorum Pontificum, del 25 de febrero de 1916.
El octavario de oración fue desarrollado y perfeccionado en los años treinta del siglo pasado por el padre Paul Couturier de Lyon, que apoyó la oración “por la unidad de la Iglesia como quiere Cristo y conforme a los instrumentos que El quiere”. En sus últimos escritos, el padre Couturier ve tal Semana como un medio que permite a la oración universal de Cristo "entrar y penetrar dentro del Cuerpo cristiano"; debe crecer hasta convertirse en "un inmenso, unánime grito de todo el Pueblo de Dios", que pide a Dios este gran don. Y precisamente en la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, el impulso del Concilio Vaticano II a la búsqueda de la plena comunión entre todos los discípulos de Cristo encuentra cada año una de sus más eficaces expresiones. Esta cita espiritual, que une a cristianos de todas las tradiciones, acrecienta nuestra conciencia del hecho que la unidad hacia la que tendemos no podrá ser sólo el resultado de nuestros esfuerzos, sino que mas bien será un don recibido de lo alto, que hay que pedir siempre.
Cada año, los materiales para la Semana de Oración los prepara un grupo ecuménico de una diferente parte del mundo. Querría detenerme en este punto. Este año, los textos han sido propuestos por un grupo mixto compuesto por representantes de la Iglesia católica y del Consejo Ecuménico Polaco, que comprende a varias Iglesias y comunidades eclesiales del país. La documentación ha sido luego revisada por una comisión integrada por miembros del Consejo Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos y por la Comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias. También este trabajo conjunto en dos etapas es un signo del deseo de unidad que anima a los cristianos y de la conciencia de que la oración es la vía primaria para lograr la plena comunión, para que unidos hacia el Señor andemos hacia la unidad. El tema de la Semana de este año –como hemos oído- está tomado de la I Carta a los Corintios: “Todos seremos transformados por la victoria de nuestro Señor Jesucristo” (cfr 1 Cor 15,51-58), su victoria nos transformará. Y este tema fue sugerido por el amplio grupo ecuménico polaco que he citado, el cual, reflexionando sobre su propia experiencia como país, quiso subrayar lo fuerte que el es apoyo de la fe cristiana en medio de las pruebas y trastornos, como los que caracterizan la historia de Polonia. Tras un amplio debate, fue elegido un tema centrado en el poder transformador de la fe en Cristo, en especial a la luz de la importancia que esta reviste para nuestra oración en favor de la unidad visible de la Iglesia, Cuerpo de Cristo. Inspiran esta reflexión las palabras de san Pablo que, dirigiéndose a la Iglesia de Corinto, habla de la naturaleza temporal de todo lo que pertenece a nuestra vida presente, marcada también por la experiencia de “derrota” del pecado y de la muerte, frente a lo que nos trae la “victoria” de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte en su Misterio pascual.
La historia particular de la nación polaca, que conoció períodos de convivencia democrática y de libertad religiosa, como en el siglo XVI, ha estado marcada, en los últimos siglos, por invasiones y derrotas, pero también por la constante lucha contra la opresión y la sed de libertad. Todo esto ha inducido al grupo ecuménico a reflexionar de manera más profunda sobre el verdadero significado de “victoria” --qué es la victoria- y de “derrota”. Respecto a la “victoria” entendida en términos triunfalistas, Cristo nos sugiere un camino bien diverso, que no pasa a través del poder y la potencia. De hecho, afirma: "Si uno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el siervo de todos" (Mc 9,35). Cristo habla de una victoria a través del amor que sufre, a través del servicio recíproco, la ayuda, la nueva esperanza y el concreto consuelo dado a los últimos, a los olvidados, a los rechazados. Para todos los cristianos, la más alta expresión de tan humilde servicio es Jesucristo mismo, el don total que hace de Sí mismo, la victoria de su amor sobre la muerte, en la cruz, que resplandece en la luz de la mañana de Pascua. Nosotros podemos tomar parte en esta "victoria" transformadora si nos dejamos transformar por Dios, sólo si realizamos una conversión de nuestra vida y la transformación se realiza en forma de conversión. He aquí el motivo por el que el grupo ecuménico polaco ha considerado especialmente adecuadas para el tema de la propia meditación las palabras de san Pablo: "Todos seremos transformados" por la victoria de Cristo, nuestro Señor" (cfr 1 Cor 15,51-58).
La plena y visible unidad de los cristianos, que anhelamos, exige que nos dejemos transformar y conformar, de manera cada vez más perfecta, a la imagen de Cristo. La unidad por la que oramos exige una conversión interior, tanto común como personal. No se trata simplemente de cordialidad o de cooperación, es necesario reforzar nuestra fe en Dios, en el Dios de Jesucristo, que nos ha hablado y se ha hecho uno de nosotros; hay que entrar en la nueva vida en Cristo, que es nuestra verdadera y definitiva victoria; hay que abrirse los unos a los otros, tomando todos los elementos de unidad que Dios ha guardado para nosotros y que siempre nuevamente nos da; hay que sentir la urgencia de dar testimonio al hombre de nuestro tiempo del Dios vivo, que se ha dado a conocer en Cristo.
El Concilio Vaticano II puso la búsqueda ecuménica en el centro de la vida y de la actuación de la Iglesia: "Este santo Concilio exhorta a todos los fieles católicos a que, reconociendo los signos de los tiempos, cooperen diligentemente en la empresa ecuménica" (Unitatis Redintegratio, 4). El beato Juan Pablo II subrayó la naturaleza esencial de tal empeño, diciendo: "Esta unidad, que el Señor dio a su Iglesia y en la cual quiere abrazar a todos, no es accesoria, sino que está en el centro mismo de su obra. No equivale a un atributo secundario de la comunidad de sus discípulos. Pertenece en cambio al ser mismo de la comunidad". (Enc. Ut Unum Sint, 9). La tarea ecuménica es por tanto una responsabilidad de toda la Iglesia y de todos los bautizados, que deben hacer crecer la comunión parcial ya existente entre los cristianos hasta la plena comunión en la verdad y en la caridad. Por tanto, la oración por la unidad no está circunscrita a esta Semana de Oración, sino que debe convertirse en parte integrante de nuestra oración, de la vida orante de todos los cristianos, en todo lugar y en todo tiempo, sobre todo cuando personas de tradiciones diversas se encuentran y trabajan juntas por la victoria, en Cristo, sobre todo lo que es pecado, mal, injusticia, violación de la dignidad del hombre.
Desde que nació el movimiento ecuménico moderno, hace más de un siglo, siempre hubo una clara conciencia de que la falta de unidad entre los cristianos impide un anuncio más eficaz del Evangelio, porque pone en peligro nuestra credibilidad. ¿Cómo podemos dar testimonio convincente si estamos divididos? Ciertamente, por lo que se refiere a las verdades fundamentales de la fe, es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. Pero las divisiones permanecen, y se refieren también a diversas cuestiones prácticas y éticas, suscitando confusión y desconfianza, debilitando nuestra capacidad de transmitir la Palabra salvífica de Cristo. En este sentido, debemos recordar las palabras del beato Juan Pablo II, que en su encíclica Ut Unum Sint habla del daño causado al testimonio cristiano y al anuncio del Evangelio por la falta de unidad (cfr nn. 98, 99). Es este un gran reto para la nueva evangelización, que puede ser más fructífera si todos los cristianos anuncian juntos la verdad del Evangelio de Jesucristo y dan una respuesta común a la sed espiritual de nuestro tiempo.
El camino de la Iglesia, como el de los pueblos, está en las manos de Cristo resucitado, victorioso sobre la muerte y sobre la injusticia que Él ha soportado y sufrido en nombre de todos. Él nos hace partícipes de su victoria. Sólo Él es capaz de transformarnos y convertirnos, de débiles y titubeantes, en fuertes y valientes para hacer el bien. Sólo Él puede salvarnos de las consecuencias negativas de nuestras divisiones. Queridos hermanos y hermanas, invito a todos a unirse en oración de modo más intenso durante esta Semana por la Unidad, para que crezca el testimonio común, la solidaridad y la colaboración entre los cristianos, esperando el día glorioso en el que podamos profesar juntos la fe transmitida por los apóstoles y celebrar juntos los sacramentos de nuestra transformación en Cristo. Gracias”.
Traducido del italiano por Nieves San Martín
©Librería Editorial Vaticana
Audiencia del miércoles 11 de enero 2012
Queridos hermanos y hermanas,
En nuestro camino de reflexión sobre la oración de Jesús, presentada en los Evangelios, me gustaría meditar hoy sobre el momento, muy solemne, de su oración en la Última Cena.
El fondo temporal y emocional de la cena en el que Cristo se despide de sus amigos, es la inminencia de su muerte, que Él siente ya cerca. Durante mucho tiempo, Jesús había empezado a hablar de su pasión, tratando también de implicar cada vez más a sus discípulos en esta perspectiva. El Evangelio de Marcos nos dice que desde el inicio de su viaje a Jerusalén, en los pueblos de la lejana Cesarea de Filipo, Jesús había comenzado "a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días" (Marcos 8:31).
Además, justo en los días en que se estaba preparando para despedirse de los discípulos, la vida del pueblo estaba marcada por la proximidad de la Pascua, es decir, del recuerdo de la liberación de Israel de Egipto. Esta liberación, experimentada en el pasado y esperada de nuevo en el presente y en el futuro, tomaba vida en las celebraciones familiares de la Pascua. La Última Cena se enmarca en este contexto, pero con una novedad de fondo. Jesús mira su Pasión, Muerte y Resurrección, siendo plenamente consciente. Él quiere vivir esta Cena con sus discípulos, con un carácter totalmente especial y diferente de los otros convites; es su Cena, en la cual ofrece Algo totalmente nuevo: a Él mismo. De este modo, Jesús celebra su Pascua, anticipa su Cruz y su Resurrección.
Esta novedad se refleja en la historia de la Última Cena del Evangelio de Juan, el cual no la describe como la Pascua, justamente porque Jesús quiere inaugurar algo nuevo, celebrar su Pascua, relacionada sí, con los acontecimientos del Éxodo. Y para Juan, Jesús murió en la cruz en el momento mismo en que, en el templo de Jerusalén, los corderos de la Pascua estaban siendo inmolados.
Entonces, ¿cuál es el meollo de esta cena? Lo son aquellos gestos de la fracción del pan, de distribuirlo a los suyos y de compartir el cáliz del vino con las palabras que los acompañan, y en el contexto de la oración en la que se insertan: es la institución de la Eucaristía, es la gran oración de Jesús y de la Iglesia. Pero veamos más de cerca este momento.
En primer lugar, las tradiciones neotestamentarias de la institución de la Eucaristía (cf. 1 Co. 11:23-25, Lc. 22, 14-20, Mc.14:22-25, Mt. 26:26-29), indicando la oración que introduce los gestos y las palabras de Jesús sobre el pan y el vino, usan dos verbos paralelos y complementarios. Pablo y Lucas hablan de eucaristía/acción de gracias: "tomó pan, dio gracias, lo partió y lo dio" (Lucas 22:19). Marcos y Mateo, en vez, subrayan el aspecto de elogio/bendición: "tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio" (Mc 14:22). En ambos, los términos griegos eucaristeìn y eulogeìn se refieren a la berakha hebrea, que es la gran oración de acción de gracias y bendición de la tradición de Israel, que marcaba el inicio de las grandes fiestas. Las dos diversas palabras griegas indican las dos direcciones intrínsecas y complementarias de esta oración. La berakha, de hecho, es ante todo acción de gracias y alabanza que se eleva a Dios por el don recibido: la Última Cena de Jesús, este es el pan --elaborado a partir del trigo que Dios hace germinar y crecer de la tierra--, y del vino producido a partir del fruto madurado sobre la vid. Esta oración de alabanza y acción de gracias que se eleva a Dios, vuelve como una bendición, que viene de Dios sobre el don y lo enriquece. Dar gracias, alabar a Dios se vuelve así una bendición y la ofrenda dada a Dios retorna al hombre bendecida por el Todopoderoso. Las palabras de la institución de la Eucaristía se sitúan en este contexto de oración: en ellas, la alabanza y la bendición de la berakhase vuelven bendición y transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
Antes de las palabras de la institución vienen los gestos: aquello de la fracción del pan y del ofertorio del vino. Quien parte el pan y pasa la copa es sobre todo el cabeza de familia, que acoge en su mesa a los familiares, pero estos gestos son también los de la hospitalidad, de la acogida a la comunión cordial con los extranjeros, que no forman parte de la casa. Estos mismos gestos, en la cena con la que Jesús se despidió, adquieren una profundidad del todo nueva: Él da una señal visible de acogida a la mesa en la cual Dios se da. Jesús en el pan y en el vino se ofrece y se transmite a Sí mismo.
Pero, ¿cómo se puede realizar esto? ¿Cómo puede Jesús darse, en aquel momento, a Sí mismo? Jesús sabe que la vida está por serle quitada a través del tormento de la cruz --la pena de muerte de los hombres que no son libres--, aquella que Cicerón definió la mors turpissima crucis. Con el don del pan y del vino que ofrece en la Última Cena, Jesús anticipa su muerte y resurrección realizando aquello que había dicho en el discurso del Buen Pastor: "Yo doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita: yo la doy. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo. Este es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10:17-18). Por lo tanto Él ofrece de antemano la vida que le será quitada y de este modo transforma su muerte violenta en un acto libre de donación de sí para los demás y a los demás. La violencia se convierte en un sacrificio activo, libre y redentor.
Una vez más en la oración, iniciada según las formas rituales de la tradición bíblica, Jesús revela su identidad y su voluntad de cumplir totalmente su misión de amor total, de ofrenda en obediencia a la voluntad del Padre. La profunda originalidad del don de sí a los suyos, a través del memorial eucarístico, es la culminación de la oración que marca la cena de despedida con ellos. Al contemplar los gestos y las palabras de Jesús esa noche, vemos claramente que la relación íntima y constante con el Padre es el lugar donde Él realiza el gesto de dejar a los suyos, y a cada uno de nosotros, el Sacramento del amor, el"Sacramentum Caritatis". Dos veces en la Última Cena resuenan las palabras: "Hagan esto en memoria mía" (1 Cor. 11, 24.25). Con el don de Sí mismo, Él celebra su Pascua, convirtiéndose en el verdadero Cordero que lleva a cumplimiento todo el antiguo culto. Esta es la razón por la que San Pablo, hablando a los cristianos de Corinto afirma: "Cristo, nuestra Pascua, [nuestro Cordero pascual!], ha sido inmolado. Así que, celebramos la fiesta... con panes ázimos de sinceridad y verdad" (1 Cor 5,7-8).
El evangelista Lucas ha conservado un valioso elemento adicional de los acontecimientos de la Última Cena, que nos permite ver la profundidad conmovedora de la oración de Jesús por los suyos aquella noche, la atención por cada uno. Iniciando con la oración de acción de gracias y de bendición, Jesús añade al don de la Eucaristía, el don de Sí mismo, y, al mismo tiempo que da esta realidad sacramental decisiva, se dirige a Pedro. Al final de la cena, le dijo: "Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido el poder cribaros como trigo, pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos" (Lucas 22:31-32). La oración de Jesús cuando se acerca la prueba también para sus discípulos, los sostiene en su debilidad, en sus esfuerzos por comprender que el camino de Dios pasa a través del Misterio pascual de la muerte y resurrección, anticipado en la ofrenda del pan y del vino. La Eucaristía es el alimento de los peregrinos que se convierte en fuerza también para el que está cansado, agotado y desorientado. Y la oración es sobre todo para Pedro, para que una vez convertido, confirme a sus hermanos en la fe. El evangelista Lucas recuerda que fue justo la mirada de Jesús la que buscó el rostro de Pedro en el momento en que este acababa de realizar su triple negación, para darle la fuerza de continuar su camino detrás de Él: "En aquel mismo momento, mientras que aún estaba hablando, cantó un gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro. Recordó Pedro las palabras que le había dicho el Señor"(Lc 22,60-61).
Queridos hermanos y hermanas, participando de la Eucaristía, vivimos de una manera extraordinaria la oración que Jesús ha hecho y hace continuamente por cada uno, a fin de que el mal, que todos enfrentamos en la vida, no logre vencer, y actúe así en nosotros el poder transformador de la muerte y resurrección de Cristo. En la Eucaristía, la Iglesia responde a la indicación de Jesús: "Hagan esto en memoria mía" (Lc 22,19; cf 1 Co 11, 24-26.); repite la oración de acción de gracias y de bendición, y con ella, las palabras de la transustanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Nuestras Eucaristías se realizan en ese momento de oración, en un unirnos siempre y de nuevo a la oración de Jesús. Desde el principio, la Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración como parte de la oración realizada junto a Jesús; como una parte central de la alabanza llena de gratitud, a través de la cual el fruto de la tierra y del trabajo del hombre, nos viene nuevamente donados como cuerpo y sangre de Jesús, como auto donación de Dios mismo en el amor acogedor del Hijo (cf. Jesús de Nazaret, II, p. 146.). Participando en la Eucaristía, nutriéndonose de la Carne y la Sangre del Hijo de Dios, unimos nuestras oraciones a la del Cordero Pascual en la noche suprema, para que nuestra vida no se pierda, a pesar de nuestra debilidad y de nuestras infidelidades, sino que sea transformada.
Queridos amigos, pidamos al Señor que, después de habernos preparado debidamente, también con el Sacramento de la Penitencia, nuestra participación en su Eucaristía, que es esencial para la vida cristiana, sea siempre el punto más alto de todas nuestras oraciones. Pidamos que, unidos profundamente en su propia ofrenda al Padre, también nosotros podemos transformar nuestras cruces en sacrificio, libre y responsable, del amor a Dios y a los hermanos. Gracias.
Traducido del italiano por José Antonio Varela.
©Librería Editorial Vaticana.
En nuestro camino de reflexión sobre la oración de Jesús, presentada en los Evangelios, me gustaría meditar hoy sobre el momento, muy solemne, de su oración en la Última Cena.
El fondo temporal y emocional de la cena en el que Cristo se despide de sus amigos, es la inminencia de su muerte, que Él siente ya cerca. Durante mucho tiempo, Jesús había empezado a hablar de su pasión, tratando también de implicar cada vez más a sus discípulos en esta perspectiva. El Evangelio de Marcos nos dice que desde el inicio de su viaje a Jerusalén, en los pueblos de la lejana Cesarea de Filipo, Jesús había comenzado "a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días" (Marcos 8:31).
Además, justo en los días en que se estaba preparando para despedirse de los discípulos, la vida del pueblo estaba marcada por la proximidad de la Pascua, es decir, del recuerdo de la liberación de Israel de Egipto. Esta liberación, experimentada en el pasado y esperada de nuevo en el presente y en el futuro, tomaba vida en las celebraciones familiares de la Pascua. La Última Cena se enmarca en este contexto, pero con una novedad de fondo. Jesús mira su Pasión, Muerte y Resurrección, siendo plenamente consciente. Él quiere vivir esta Cena con sus discípulos, con un carácter totalmente especial y diferente de los otros convites; es su Cena, en la cual ofrece Algo totalmente nuevo: a Él mismo. De este modo, Jesús celebra su Pascua, anticipa su Cruz y su Resurrección.
Esta novedad se refleja en la historia de la Última Cena del Evangelio de Juan, el cual no la describe como la Pascua, justamente porque Jesús quiere inaugurar algo nuevo, celebrar su Pascua, relacionada sí, con los acontecimientos del Éxodo. Y para Juan, Jesús murió en la cruz en el momento mismo en que, en el templo de Jerusalén, los corderos de la Pascua estaban siendo inmolados.
Entonces, ¿cuál es el meollo de esta cena? Lo son aquellos gestos de la fracción del pan, de distribuirlo a los suyos y de compartir el cáliz del vino con las palabras que los acompañan, y en el contexto de la oración en la que se insertan: es la institución de la Eucaristía, es la gran oración de Jesús y de la Iglesia. Pero veamos más de cerca este momento.
En primer lugar, las tradiciones neotestamentarias de la institución de la Eucaristía (cf. 1 Co. 11:23-25, Lc. 22, 14-20, Mc.14:22-25, Mt. 26:26-29), indicando la oración que introduce los gestos y las palabras de Jesús sobre el pan y el vino, usan dos verbos paralelos y complementarios. Pablo y Lucas hablan de eucaristía/acción de gracias: "tomó pan, dio gracias, lo partió y lo dio" (Lucas 22:19). Marcos y Mateo, en vez, subrayan el aspecto de elogio/bendición: "tomó pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio" (Mc 14:22). En ambos, los términos griegos eucaristeìn y eulogeìn se refieren a la berakha hebrea, que es la gran oración de acción de gracias y bendición de la tradición de Israel, que marcaba el inicio de las grandes fiestas. Las dos diversas palabras griegas indican las dos direcciones intrínsecas y complementarias de esta oración. La berakha, de hecho, es ante todo acción de gracias y alabanza que se eleva a Dios por el don recibido: la Última Cena de Jesús, este es el pan --elaborado a partir del trigo que Dios hace germinar y crecer de la tierra--, y del vino producido a partir del fruto madurado sobre la vid. Esta oración de alabanza y acción de gracias que se eleva a Dios, vuelve como una bendición, que viene de Dios sobre el don y lo enriquece. Dar gracias, alabar a Dios se vuelve así una bendición y la ofrenda dada a Dios retorna al hombre bendecida por el Todopoderoso. Las palabras de la institución de la Eucaristía se sitúan en este contexto de oración: en ellas, la alabanza y la bendición de la berakhase vuelven bendición y transformación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Jesús.
Antes de las palabras de la institución vienen los gestos: aquello de la fracción del pan y del ofertorio del vino. Quien parte el pan y pasa la copa es sobre todo el cabeza de familia, que acoge en su mesa a los familiares, pero estos gestos son también los de la hospitalidad, de la acogida a la comunión cordial con los extranjeros, que no forman parte de la casa. Estos mismos gestos, en la cena con la que Jesús se despidió, adquieren una profundidad del todo nueva: Él da una señal visible de acogida a la mesa en la cual Dios se da. Jesús en el pan y en el vino se ofrece y se transmite a Sí mismo.
Pero, ¿cómo se puede realizar esto? ¿Cómo puede Jesús darse, en aquel momento, a Sí mismo? Jesús sabe que la vida está por serle quitada a través del tormento de la cruz --la pena de muerte de los hombres que no son libres--, aquella que Cicerón definió la mors turpissima crucis. Con el don del pan y del vino que ofrece en la Última Cena, Jesús anticipa su muerte y resurrección realizando aquello que había dicho en el discurso del Buen Pastor: "Yo doy mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita: yo la doy. Tengo poder para darla y poder para recobrarla de nuevo. Este es el mandato que he recibido de mi Padre" (Jn 10:17-18). Por lo tanto Él ofrece de antemano la vida que le será quitada y de este modo transforma su muerte violenta en un acto libre de donación de sí para los demás y a los demás. La violencia se convierte en un sacrificio activo, libre y redentor.
Una vez más en la oración, iniciada según las formas rituales de la tradición bíblica, Jesús revela su identidad y su voluntad de cumplir totalmente su misión de amor total, de ofrenda en obediencia a la voluntad del Padre. La profunda originalidad del don de sí a los suyos, a través del memorial eucarístico, es la culminación de la oración que marca la cena de despedida con ellos. Al contemplar los gestos y las palabras de Jesús esa noche, vemos claramente que la relación íntima y constante con el Padre es el lugar donde Él realiza el gesto de dejar a los suyos, y a cada uno de nosotros, el Sacramento del amor, el"Sacramentum Caritatis". Dos veces en la Última Cena resuenan las palabras: "Hagan esto en memoria mía" (1 Cor. 11, 24.25). Con el don de Sí mismo, Él celebra su Pascua, convirtiéndose en el verdadero Cordero que lleva a cumplimiento todo el antiguo culto. Esta es la razón por la que San Pablo, hablando a los cristianos de Corinto afirma: "Cristo, nuestra Pascua, [nuestro Cordero pascual!], ha sido inmolado. Así que, celebramos la fiesta... con panes ázimos de sinceridad y verdad" (1 Cor 5,7-8).
El evangelista Lucas ha conservado un valioso elemento adicional de los acontecimientos de la Última Cena, que nos permite ver la profundidad conmovedora de la oración de Jesús por los suyos aquella noche, la atención por cada uno. Iniciando con la oración de acción de gracias y de bendición, Jesús añade al don de la Eucaristía, el don de Sí mismo, y, al mismo tiempo que da esta realidad sacramental decisiva, se dirige a Pedro. Al final de la cena, le dijo: "Simón, Simón, mira que Satanás ha pedido el poder cribaros como trigo, pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Y tú, cuando hayas vuelto, confirma a tus hermanos" (Lucas 22:31-32). La oración de Jesús cuando se acerca la prueba también para sus discípulos, los sostiene en su debilidad, en sus esfuerzos por comprender que el camino de Dios pasa a través del Misterio pascual de la muerte y resurrección, anticipado en la ofrenda del pan y del vino. La Eucaristía es el alimento de los peregrinos que se convierte en fuerza también para el que está cansado, agotado y desorientado. Y la oración es sobre todo para Pedro, para que una vez convertido, confirme a sus hermanos en la fe. El evangelista Lucas recuerda que fue justo la mirada de Jesús la que buscó el rostro de Pedro en el momento en que este acababa de realizar su triple negación, para darle la fuerza de continuar su camino detrás de Él: "En aquel mismo momento, mientras que aún estaba hablando, cantó un gallo. El Señor se volvió y miró a Pedro. Recordó Pedro las palabras que le había dicho el Señor"(Lc 22,60-61).
Queridos hermanos y hermanas, participando de la Eucaristía, vivimos de una manera extraordinaria la oración que Jesús ha hecho y hace continuamente por cada uno, a fin de que el mal, que todos enfrentamos en la vida, no logre vencer, y actúe así en nosotros el poder transformador de la muerte y resurrección de Cristo. En la Eucaristía, la Iglesia responde a la indicación de Jesús: "Hagan esto en memoria mía" (Lc 22,19; cf 1 Co 11, 24-26.); repite la oración de acción de gracias y de bendición, y con ella, las palabras de la transustanciación del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Nuestras Eucaristías se realizan en ese momento de oración, en un unirnos siempre y de nuevo a la oración de Jesús. Desde el principio, la Iglesia ha comprendido las palabras de la consagración como parte de la oración realizada junto a Jesús; como una parte central de la alabanza llena de gratitud, a través de la cual el fruto de la tierra y del trabajo del hombre, nos viene nuevamente donados como cuerpo y sangre de Jesús, como auto donación de Dios mismo en el amor acogedor del Hijo (cf. Jesús de Nazaret, II, p. 146.). Participando en la Eucaristía, nutriéndonose de la Carne y la Sangre del Hijo de Dios, unimos nuestras oraciones a la del Cordero Pascual en la noche suprema, para que nuestra vida no se pierda, a pesar de nuestra debilidad y de nuestras infidelidades, sino que sea transformada.
Queridos amigos, pidamos al Señor que, después de habernos preparado debidamente, también con el Sacramento de la Penitencia, nuestra participación en su Eucaristía, que es esencial para la vida cristiana, sea siempre el punto más alto de todas nuestras oraciones. Pidamos que, unidos profundamente en su propia ofrenda al Padre, también nosotros podemos transformar nuestras cruces en sacrificio, libre y responsable, del amor a Dios y a los hermanos. Gracias.
Traducido del italiano por José Antonio Varela.
©Librería Editorial Vaticana.
Angellus e Urbi et Orbi Navidad
Queridos hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero:
Cristo nos ha nacido. Gloria a Dios en el cielo, y paz a los hombres que él ama. Que llegue a todos el eco del anuncio de Belén, que la Iglesia católica hace resonar en todos los continentes, más allá de todo confín de nacionalidad, lengua y cultura. El Hijo de la Virgen María ha nacido para todos, es el Salvador de todos.
Así lo invoca una antigua antífona litúrgica: «Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos, ven a salvarnos, Señor Dios nuestro». Veni ad salvandum nos. Este es el clamor del hombre de todos los tiempos, que siente no saber superar por sí solo las dificultades y peligros. Que necesita poner su mano en otra más grande y fuerte, una mano tendida hacia él desde lo alto. Queridos hermanos y hermanas, esta mano es Cristo, nacido en Belén de la Virgen María. Él es la mano que Dios ha tendido a la humanidad, para hacerla salir de las arenas movedizas del pecado y ponerla en pie sobre la roca, la roca firme de su verdad y de su amor (cf. Sal 40,3).
Sí, esto significa el nombre de aquel niño, el nombre que, por voluntad de Dios, le dieron María y José: se llama Jesús, que significa «Salvador» (cf. Mt 1,21; Lc 1,31). Él fue enviado por Dios Padre para salvarnos sobre todo del mal profundo arraigado en el hombre y en la historia: ese mal de la separación de Dios, del orgullo presuntuoso de actuar por sí solo, del ponerse en concurrencia con Dios y ocupar su puesto, del decidir lo que es bueno y es malo, del ser el dueño de la vida y de la muerte (cf. Gn 3,1-7). Este es el gran mal, el gran pecado, del cual nosotros los hombres no podemos salvarnos si no es encomendándonos a la ayuda de Dios, si no es implorándole: «Veni ad salvandum nos - Ven a salvarnos».
Ya el mero hecho de esta súplica al cielo nos pone en la posición justa, nos adentra en la verdad de nosotros mismos: nosotros, en efecto, somos los que clamaron a Dios y han sido salvados (cf. Est 10,3f [griego]). Dios es el Salvador, nosotros, los que estamos en peligro. Él es el médico, nosotros, los enfermos. Reconocerlo es el primer paso hacia la salvación, hacia la salida del laberinto en el que nosotros mismos nos encerramos con nuestro orgullo. Levantar los ojos al cielo, extender las manos e invocar ayuda, es la vía de salida, siempre y cuando haya Alguien que escucha, y que pueda venir en nuestro auxilio.
Jesucristo es la prueba de que Dios ha escuchado nuestro clamor. Y, no sólo. Dios tiene un amor tan fuerte por nosotros, que no puede permanecer en sí mismo, que sale de sí mismo y viene entre nosotros, compartiendo nuestra condición hasta el final (cf. Ex 3,7-12). La respuesta que Dios ha dado en Jesús al clamor del hombre supera infinitamente nuestras expectativas, llegando a una solidaridad tal, que no puede ser sólo humana, sino divina. Sólo el Dios que es amor y el amor que es Dios podía optar por salvarnos por esta vía, que es sin duda la más larga, pero es la que respeta su verdad y la nuestra: la vía de la reconciliación, el diálogo y la colaboración.
Por tanto, queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo, dirijámonos en esta Navidad 2011 al Niño de Belén, al Hijo de la Virgen María, y digamos: «Ven a salvarnos». Lo reiteramos unidos espiritualmente tantas personas que viven situaciones difíciles, y haciéndonos voz de los que no tienen voz.
Invoquemos juntos el auxilio divino para los pueblos del Cuerno de África, que sufren a causa del hambre y la carestía, a veces agravada por un persistente estado de inseguridad. Que la comunidad internacional no haga faltar su ayuda a los muchos prófugos de esta región, duramente probados en su dignidad.
Que el Señor conceda consuelo a la población del sureste asiático, especialmente de Tailandia y Filipinas, que se encuentran aún en grave situación de dificultad a causa de las recientes inundaciones.
Y que socorra a la humanidad afligida por tantos conflictos que todavía hoy ensangrientan el planeta. Él, que es el Príncipe de la paz, conceda la paz y la estabilidad a la Tierra en la que ha decidido entrar en el mundo, alentando a la reanudación del diálogo entre israelíes y palestinos. Que haga cesar la violencia en Siria, donde ya se ha derramado tanta sangre. Que favorezca la plena reconciliación y la estabilidad en Irak y Afganistán. Que dé un renovado vigor a la construcción del bien común en todos los sectores de la sociedad en los países del norte de África y Oriente Medio.
Que el nacimiento del Salvador afiance las perspectivas de diálogo y la colaboración en Myanmar, en la búsqueda de soluciones compartidas. Que el nacimiento del Redentor asegure estabilidad política en los países de la región africana de los Grandes Lagos y fortalezca el compromiso de los habitantes de Sudán del Sur para proteger los derechos de todos los ciudadanos
Queridos hermanos y hermanas, volvamos la vista a la gruta de Belén: el niño que contemplamos es nuestra salvación. Él ha traído al mundo un mensaje universal de reconciliación y de paz. Abrámosle nuestros corazones, démosle la bienvenida en nuestras vidas. Repitámosle con confianza y esperanza: «Veni ad salvandum nos».
Cristo nos ha nacido. Gloria a Dios en el cielo, y paz a los hombres que él ama. Que llegue a todos el eco del anuncio de Belén, que la Iglesia católica hace resonar en todos los continentes, más allá de todo confín de nacionalidad, lengua y cultura. El Hijo de la Virgen María ha nacido para todos, es el Salvador de todos.
Así lo invoca una antigua antífona litúrgica: «Oh Emmanuel, rey y legislador nuestro, esperanza de las naciones y salvador de los pueblos, ven a salvarnos, Señor Dios nuestro». Veni ad salvandum nos. Este es el clamor del hombre de todos los tiempos, que siente no saber superar por sí solo las dificultades y peligros. Que necesita poner su mano en otra más grande y fuerte, una mano tendida hacia él desde lo alto. Queridos hermanos y hermanas, esta mano es Cristo, nacido en Belén de la Virgen María. Él es la mano que Dios ha tendido a la humanidad, para hacerla salir de las arenas movedizas del pecado y ponerla en pie sobre la roca, la roca firme de su verdad y de su amor (cf. Sal 40,3).
Sí, esto significa el nombre de aquel niño, el nombre que, por voluntad de Dios, le dieron María y José: se llama Jesús, que significa «Salvador» (cf. Mt 1,21; Lc 1,31). Él fue enviado por Dios Padre para salvarnos sobre todo del mal profundo arraigado en el hombre y en la historia: ese mal de la separación de Dios, del orgullo presuntuoso de actuar por sí solo, del ponerse en concurrencia con Dios y ocupar su puesto, del decidir lo que es bueno y es malo, del ser el dueño de la vida y de la muerte (cf. Gn 3,1-7). Este es el gran mal, el gran pecado, del cual nosotros los hombres no podemos salvarnos si no es encomendándonos a la ayuda de Dios, si no es implorándole: «Veni ad salvandum nos - Ven a salvarnos».
Ya el mero hecho de esta súplica al cielo nos pone en la posición justa, nos adentra en la verdad de nosotros mismos: nosotros, en efecto, somos los que clamaron a Dios y han sido salvados (cf. Est 10,3f [griego]). Dios es el Salvador, nosotros, los que estamos en peligro. Él es el médico, nosotros, los enfermos. Reconocerlo es el primer paso hacia la salvación, hacia la salida del laberinto en el que nosotros mismos nos encerramos con nuestro orgullo. Levantar los ojos al cielo, extender las manos e invocar ayuda, es la vía de salida, siempre y cuando haya Alguien que escucha, y que pueda venir en nuestro auxilio.
Jesucristo es la prueba de que Dios ha escuchado nuestro clamor. Y, no sólo. Dios tiene un amor tan fuerte por nosotros, que no puede permanecer en sí mismo, que sale de sí mismo y viene entre nosotros, compartiendo nuestra condición hasta el final (cf. Ex 3,7-12). La respuesta que Dios ha dado en Jesús al clamor del hombre supera infinitamente nuestras expectativas, llegando a una solidaridad tal, que no puede ser sólo humana, sino divina. Sólo el Dios que es amor y el amor que es Dios podía optar por salvarnos por esta vía, que es sin duda la más larga, pero es la que respeta su verdad y la nuestra: la vía de la reconciliación, el diálogo y la colaboración.
Por tanto, queridos hermanos y hermanas de Roma y de todo el mundo, dirijámonos en esta Navidad 2011 al Niño de Belén, al Hijo de la Virgen María, y digamos: «Ven a salvarnos». Lo reiteramos unidos espiritualmente tantas personas que viven situaciones difíciles, y haciéndonos voz de los que no tienen voz.
Invoquemos juntos el auxilio divino para los pueblos del Cuerno de África, que sufren a causa del hambre y la carestía, a veces agravada por un persistente estado de inseguridad. Que la comunidad internacional no haga faltar su ayuda a los muchos prófugos de esta región, duramente probados en su dignidad.
Que el Señor conceda consuelo a la población del sureste asiático, especialmente de Tailandia y Filipinas, que se encuentran aún en grave situación de dificultad a causa de las recientes inundaciones.
Y que socorra a la humanidad afligida por tantos conflictos que todavía hoy ensangrientan el planeta. Él, que es el Príncipe de la paz, conceda la paz y la estabilidad a la Tierra en la que ha decidido entrar en el mundo, alentando a la reanudación del diálogo entre israelíes y palestinos. Que haga cesar la violencia en Siria, donde ya se ha derramado tanta sangre. Que favorezca la plena reconciliación y la estabilidad en Irak y Afganistán. Que dé un renovado vigor a la construcción del bien común en todos los sectores de la sociedad en los países del norte de África y Oriente Medio.
Que el nacimiento del Salvador afiance las perspectivas de diálogo y la colaboración en Myanmar, en la búsqueda de soluciones compartidas. Que el nacimiento del Redentor asegure estabilidad política en los países de la región africana de los Grandes Lagos y fortalezca el compromiso de los habitantes de Sudán del Sur para proteger los derechos de todos los ciudadanos
Queridos hermanos y hermanas, volvamos la vista a la gruta de Belén: el niño que contemplamos es nuestra salvación. Él ha traído al mundo un mensaje universal de reconciliación y de paz. Abrámosle nuestros corazones, démosle la bienvenida en nuestras vidas. Repitámosle con confianza y esperanza: «Veni ad salvandum nos».
Audiencia: Dios, tesoro precioso que hay que custodiar en la oración Audiencia 14 de diciembre 2011
Queridos hermanos y hermanas, hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre la oración de Jesús vinculada a su prodigiosa acción curativa. En los Evangelios se presentan distintas situaciones en las que Jesús reza frente a la obra benéfica y sanadora de Dios Padre, que actúa a través de Él. Se trata de una oración que, una vez más, manifiesta la relación única de conocimiento y de comunión con el Padre, mientras que Jesús se deja implicar con gran participación humana en el sufrimiento de sus amigos, por ejemplo Lázaro y su familia, o de los muchos pobres y enfermos que Él quiso ayudar concretamente.
Un caso significativo fue la curación del sordomudo (cfr Mc 7,32-37). El relato del evangelista Marco que apenas hemos escuchado, muestra que la acción sanadora de Jesús está conectada con su intensa relación con el prójimo, el enfermo, y con el Padre. La escena del milagro está descrita con atención, de esta manera: “Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y dijo:Efatá, que significa: 'Ábrete'(7,33-34). Jesús quiere que la curación suceda “aparte, lejos de la multitud”. Esto parece ser no solo para que el milagro se realice sin que la gente se dé cuenta, para evitar que se hagan interpretaciones limitadas o distorsionadas de la persona de Jesús. La elección de llevar al enfermo aparte, hace que, en el momento de la curación, Jesús y el sordomudo se encuentren solos, cercanos, en una relación particular. Con un gesto, el Señor toca los oídos y la lengua del enfermo, o sea los centros específicos de su enfermedad. La intensidad de la atención de Jesús se manifiesta también en los rasgos insólitos de la curación: Emplea sus propios dedos y su propia saliva. También el hecho de que el evangelista nos traslade la palabra original pronunciada por el Señor: Effatà que quiere decir “¡Ábrete!”, evidencia el carácter singular de la escena.
Pero el punto central de este episodio es el hecho de que Jesús en el momento de realizar la curación, busca directamente su relación con el Padre. El relato dice, de hecho, que Él “mirando hacia el cielo, suspiró” (v.34). La atención al enfermo, la atención de Jesús hacia él, están vinculados a una actitud profunda de oración dirigida a Dios. Y el suspiro se describe con un verbo que en el Nuevo Testamento indica la aspiración a algo bueno que todavía falta (cfr Rm 8,23). El conjunto del relato muestra que la implicación humana con el enfermo lleva a Jesús a la oración. Una vez más surge su relación única con el Padre, su identidad de Hijo Unigénito. En Él, a través de su persona, se hace presente la actuación benéfica y sanadora de Dios. No es un caso en el que el comentario conclusivo de la gente, después del milagro, recuerde la valoración de la creación en el inicio del Génesis: “Ha hecho bien todas las cosas” (Mc 7, 37). En la acción sanadora de Jesús, entra de un modo claro la oración, con su mirada hacia el cielo. La fuerza que ha sanado al sordomudo está ciertamente provocada por la compasión hacia él, pero proviene del recurso hacia el Padre. Se encuentran estas dos relaciones: la relación humana de compasión con el hombre, que entra en la relación con Dios, y se convierte así, en curación.
En el relato joánico sobre la resurrección de Lázaro, se testifica esta misma dinámica, con una evidencia todavía mayor (cfr. Jn 11, 1-44). También aquí se entrelazan, por una parte, el vínculo de Jesús con un amigo y con su sufrimiento y, por la otra, la relación filial que Él tiene con el Padre. La participación humana de Jesús en el asunto de Lázaro tiene detalles particulares. Durante todo el relato se recuerda varias veces la amistad con él, así como también con las hermanas Marta y María. Jesús mismo afirma: “Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo”(Jn 11,11). El afecto sincero por el amigo está evidenciado también por las hermanas de Lázaro, así como de los judíos (cfr Jn 11,3; 11,36), se manifiesta en la conmoción profunda de Jesús con la vista del dolor de Marta y de María y de todos los amigos de Lázaro y desemboca en el llanto --tan profundamente humano- al acercarse a la tumba: “Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: '¿Dónde lo pusieron?'. Le respondieron: 'Ven, Señor, y lo verás'. Y Jesús lloró” (Jn 11, 33-35).
Este vínculo de amistad, la participación y la conmoción de Jesús ante el dolor de los parientes y conocidos de Lázaro, se vincula, en todo el relato, con una continua e intensa relación con el Padre. Desde el principio, el suceso es interpretado por Jesús en relación con su propia identidad y misión y con la glorificación que lo espera. Al recibir la noticia de la enfermedad de Lázaro, de hecho, comenta: “Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn 11,4). También el anuncio de la muerte del amigo es acogido por Jesús con profundo dolor humano, pero siempre con una clara referencia a la relación con Dios y con la misión que Él le ha confiado. Dice: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Vayamos a verlo” (Jn 11, 14-15). El momento de la oración explícita de Jesús al Padre ante la tumba es la conclusión natural de toda la historia, dado el doble registro de la amistad con Lázaro y la relación filial con Dios. También aquí las dos relaciones van unidas. “Padre, te doy gracias porque me has escuchado” (Jn 11 41), es una eucaristía. La frase revela que Jesús no ha dejado ni siquiera un instante la oración de petición por la vida de Lázaro. Esta oración continua ha reforzado, incluso, el vínculo con el amigo, y ha confirmado, al mismo tiempo, la decisión de Jesús de permanecer en comunión con la voluntad del Padre, con su plan de amor, en el que la enfermedad y la muerte de Lázaro son consideradas como momentos en los que se manifiesta la gloria de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, leyendo esta narración, cada uno de nosotros está llamado a comprender que, en la oración de petición al Señor, no debemos esperar un cumplimiento inmediato de lo que pedimos, de nuestra voluntad, sino confiarnos sobre todo a la voluntad del Padre, leyendo cada suceso en la perspectiva de su gloria, de su diseño de amor, a menudo misterioso para nuestros ojos. Por esto, en nuestra oración, la petición, la alabanza y la acción de gracias deberían darse unidas, incluso cuando parece que Dios no responda a nuestras esperanzas concretas. El abandonarse en el amor de Dios, que nos precede y nos acompaña siempre, es una de las actitudes fundamentales en nuestro diálogo con Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica comenta de esta manera la oración de Jesús en el relato de la resurrección de Lázaro: “Así, apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el 'tesoro', y en Él está el corazón de su Hijo; el don se otorga como 'por añadidura' (cf Mt 6, 21. 33)” (2604). También para nosotros, más allá de lo que Dios nos da cuando le invocamos, el don más grande que nos puede dar es su amistad, su presencia, su amor. Él es el tesoro precioso que hay que pedir y custodiar siempre.
La oración que Jesús pronuncia mientras se retira la piedra que tapa la entrada de la tumba de Lázaro, tiene un resultado singular e inesperado. Él, de hecho, después de haber dado gracias a Dios Padre, añade: “Yo sé que siempre me escuchas, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado” (Jn 11,42). Con su oración, Jesús quiere llevarnos a la fe, a la confianza total en Dios y en su voluntad, y quiere mostrar que este Dios que tanto ha amado al hombre y al mundo, hasta el punto de mandar a su Hijo Unigénito (cfr Jn 3,16), es el Dios de la Vida, el Dios que lleva esperanza y es capaz de darle la vuelta a situaciones humanamente imposibles. La oración confiada de un creyente, por tanto, es un testimonio vivo de esta presencia de Dios en el mundo, de su interés en el hombre, de su acción para llevar a cabo su plan de salvación.
Las dos oraciones de Jesús meditadas ahora y que acompañan la curación del sordomudo y la resurrección de Lázaro, revelan que el profundo vínculo entre el amor a Dios y el amor al prójimo debe entrar también en nuestra oración. En Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, la atención hacia el otro, especialmente si está necesitado o sufre, el conmoverse ante el dolor de una familia amiga, lo llevan a dirigirse al Padre, en esa relación que dirige toda su vida. Pero también al revés: la comunión con el Padre, el diálogo constante con Él, empuja a Jesús a estar atento de un modo único a las situaciones concretas del hombre para llevarle el consuelo y el amor de Dios. La relación con el hombre nos guía hacia la relación con Dios, y la relación con Dios nos guía de nuevo hacia el prójimo.
Queridos hermanos y hermanas, nuestra oración abre la puerta a Dios, que nos enseña a salir constantemente a de nosotros mismos para ser capaces de acercarnos a los demás, especialmente en los momentos de la prueba, para llevarles consuelo, esperanza y luz. Que el Señor nos conceda ser capaces de una oración cada vez más intensa, para reforzar nuestra relación personal con Dios, agrandar nuestro corazón a la necesidad del que está a nuestro lado y sentir la belleza de ser “hijos en el Hijo”, junto a muchos hermanos. ¡Gracias!
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez ©Libreria Editrice Vaticana]
Un caso significativo fue la curación del sordomudo (cfr Mc 7,32-37). El relato del evangelista Marco que apenas hemos escuchado, muestra que la acción sanadora de Jesús está conectada con su intensa relación con el prójimo, el enfermo, y con el Padre. La escena del milagro está descrita con atención, de esta manera: “Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en los oídos y con su saliva le tocó la lengua. Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y dijo:Efatá, que significa: 'Ábrete'(7,33-34). Jesús quiere que la curación suceda “aparte, lejos de la multitud”. Esto parece ser no solo para que el milagro se realice sin que la gente se dé cuenta, para evitar que se hagan interpretaciones limitadas o distorsionadas de la persona de Jesús. La elección de llevar al enfermo aparte, hace que, en el momento de la curación, Jesús y el sordomudo se encuentren solos, cercanos, en una relación particular. Con un gesto, el Señor toca los oídos y la lengua del enfermo, o sea los centros específicos de su enfermedad. La intensidad de la atención de Jesús se manifiesta también en los rasgos insólitos de la curación: Emplea sus propios dedos y su propia saliva. También el hecho de que el evangelista nos traslade la palabra original pronunciada por el Señor: Effatà que quiere decir “¡Ábrete!”, evidencia el carácter singular de la escena.
Pero el punto central de este episodio es el hecho de que Jesús en el momento de realizar la curación, busca directamente su relación con el Padre. El relato dice, de hecho, que Él “mirando hacia el cielo, suspiró” (v.34). La atención al enfermo, la atención de Jesús hacia él, están vinculados a una actitud profunda de oración dirigida a Dios. Y el suspiro se describe con un verbo que en el Nuevo Testamento indica la aspiración a algo bueno que todavía falta (cfr Rm 8,23). El conjunto del relato muestra que la implicación humana con el enfermo lleva a Jesús a la oración. Una vez más surge su relación única con el Padre, su identidad de Hijo Unigénito. En Él, a través de su persona, se hace presente la actuación benéfica y sanadora de Dios. No es un caso en el que el comentario conclusivo de la gente, después del milagro, recuerde la valoración de la creación en el inicio del Génesis: “Ha hecho bien todas las cosas” (Mc 7, 37). En la acción sanadora de Jesús, entra de un modo claro la oración, con su mirada hacia el cielo. La fuerza que ha sanado al sordomudo está ciertamente provocada por la compasión hacia él, pero proviene del recurso hacia el Padre. Se encuentran estas dos relaciones: la relación humana de compasión con el hombre, que entra en la relación con Dios, y se convierte así, en curación.
En el relato joánico sobre la resurrección de Lázaro, se testifica esta misma dinámica, con una evidencia todavía mayor (cfr. Jn 11, 1-44). También aquí se entrelazan, por una parte, el vínculo de Jesús con un amigo y con su sufrimiento y, por la otra, la relación filial que Él tiene con el Padre. La participación humana de Jesús en el asunto de Lázaro tiene detalles particulares. Durante todo el relato se recuerda varias veces la amistad con él, así como también con las hermanas Marta y María. Jesús mismo afirma: “Nuestro amigo Lázaro duerme, pero yo voy a despertarlo”(Jn 11,11). El afecto sincero por el amigo está evidenciado también por las hermanas de Lázaro, así como de los judíos (cfr Jn 11,3; 11,36), se manifiesta en la conmoción profunda de Jesús con la vista del dolor de Marta y de María y de todos los amigos de Lázaro y desemboca en el llanto --tan profundamente humano- al acercarse a la tumba: “Jesús, al verla llorar a ella, y también a los judíos que la acompañaban, conmovido y turbado, preguntó: '¿Dónde lo pusieron?'. Le respondieron: 'Ven, Señor, y lo verás'. Y Jesús lloró” (Jn 11, 33-35).
Este vínculo de amistad, la participación y la conmoción de Jesús ante el dolor de los parientes y conocidos de Lázaro, se vincula, en todo el relato, con una continua e intensa relación con el Padre. Desde el principio, el suceso es interpretado por Jesús en relación con su propia identidad y misión y con la glorificación que lo espera. Al recibir la noticia de la enfermedad de Lázaro, de hecho, comenta: “Esta enfermedad no es mortal; es para gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella” (Jn 11,4). También el anuncio de la muerte del amigo es acogido por Jesús con profundo dolor humano, pero siempre con una clara referencia a la relación con Dios y con la misión que Él le ha confiado. Dice: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis. Vayamos a verlo” (Jn 11, 14-15). El momento de la oración explícita de Jesús al Padre ante la tumba es la conclusión natural de toda la historia, dado el doble registro de la amistad con Lázaro y la relación filial con Dios. También aquí las dos relaciones van unidas. “Padre, te doy gracias porque me has escuchado” (Jn 11 41), es una eucaristía. La frase revela que Jesús no ha dejado ni siquiera un instante la oración de petición por la vida de Lázaro. Esta oración continua ha reforzado, incluso, el vínculo con el amigo, y ha confirmado, al mismo tiempo, la decisión de Jesús de permanecer en comunión con la voluntad del Padre, con su plan de amor, en el que la enfermedad y la muerte de Lázaro son consideradas como momentos en los que se manifiesta la gloria de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, leyendo esta narración, cada uno de nosotros está llamado a comprender que, en la oración de petición al Señor, no debemos esperar un cumplimiento inmediato de lo que pedimos, de nuestra voluntad, sino confiarnos sobre todo a la voluntad del Padre, leyendo cada suceso en la perspectiva de su gloria, de su diseño de amor, a menudo misterioso para nuestros ojos. Por esto, en nuestra oración, la petición, la alabanza y la acción de gracias deberían darse unidas, incluso cuando parece que Dios no responda a nuestras esperanzas concretas. El abandonarse en el amor de Dios, que nos precede y nos acompaña siempre, es una de las actitudes fundamentales en nuestro diálogo con Dios. El Catecismo de la Iglesia Católica comenta de esta manera la oración de Jesús en el relato de la resurrección de Lázaro: “Así, apoyada en la acción de gracias, la oración de Jesús nos revela cómo pedir: antes de que lo pedido sea otorgado, Jesús se adhiere a Aquél que da y que se da en sus dones. El Dador es más precioso que el don otorgado, es el 'tesoro', y en Él está el corazón de su Hijo; el don se otorga como 'por añadidura' (cf Mt 6, 21. 33)” (2604). También para nosotros, más allá de lo que Dios nos da cuando le invocamos, el don más grande que nos puede dar es su amistad, su presencia, su amor. Él es el tesoro precioso que hay que pedir y custodiar siempre.
La oración que Jesús pronuncia mientras se retira la piedra que tapa la entrada de la tumba de Lázaro, tiene un resultado singular e inesperado. Él, de hecho, después de haber dado gracias a Dios Padre, añade: “Yo sé que siempre me escuchas, pero lo he dicho por esta gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado” (Jn 11,42). Con su oración, Jesús quiere llevarnos a la fe, a la confianza total en Dios y en su voluntad, y quiere mostrar que este Dios que tanto ha amado al hombre y al mundo, hasta el punto de mandar a su Hijo Unigénito (cfr Jn 3,16), es el Dios de la Vida, el Dios que lleva esperanza y es capaz de darle la vuelta a situaciones humanamente imposibles. La oración confiada de un creyente, por tanto, es un testimonio vivo de esta presencia de Dios en el mundo, de su interés en el hombre, de su acción para llevar a cabo su plan de salvación.
Las dos oraciones de Jesús meditadas ahora y que acompañan la curación del sordomudo y la resurrección de Lázaro, revelan que el profundo vínculo entre el amor a Dios y el amor al prójimo debe entrar también en nuestra oración. En Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, la atención hacia el otro, especialmente si está necesitado o sufre, el conmoverse ante el dolor de una familia amiga, lo llevan a dirigirse al Padre, en esa relación que dirige toda su vida. Pero también al revés: la comunión con el Padre, el diálogo constante con Él, empuja a Jesús a estar atento de un modo único a las situaciones concretas del hombre para llevarle el consuelo y el amor de Dios. La relación con el hombre nos guía hacia la relación con Dios, y la relación con Dios nos guía de nuevo hacia el prójimo.
Queridos hermanos y hermanas, nuestra oración abre la puerta a Dios, que nos enseña a salir constantemente a de nosotros mismos para ser capaces de acercarnos a los demás, especialmente en los momentos de la prueba, para llevarles consuelo, esperanza y luz. Que el Señor nos conceda ser capaces de una oración cada vez más intensa, para reforzar nuestra relación personal con Dios, agrandar nuestro corazón a la necesidad del que está a nuestro lado y sentir la belleza de ser “hijos en el Hijo”, junto a muchos hermanos. ¡Gracias!
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez ©Libreria Editrice Vaticana]
Nadie puede quitar la alegría a quien ha encontrado a Cristo Angelus 11 diciembre 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
Los textos litúrgicos de este periodo de Adviento nos renuevan la invitación a vivir a la espera de Jesús, a no dejar de esperar su venida, de tal modo que nos mantengamos en una actitud de apertura y disponibilidad al encuentro con Él. La vigilancia del corazón,que el cristiano está llamado a ejercer siempre, en la vida de todos los días, caracteriza en concreto este tiempo en el que nos preparamos con alegría al misterio de Navidad (cfr Prefacio de Adviento II). El ambiente exterior propone los habituales mensajes de tipo comercial, aunque quizá en tono menor a causa de la crisis económica. El cristiano está invitado a vivir el Adviento sin dejarnos distraer por las luces, pero sabiendo dar el justo valor a las cosas, para fijar la mirada interior en Cristo. Si de hecho perseveramos "vigilantes en la oración y exultantes en la alabanza" (ibid.), nuestros ojos serán capaces de reconocer en Él a la verdadera luz del mundo, que viene a iluminar nuestras tinieblas.
En concreto, la liturgia de este domingo, llamada de Gaudete, nos invita a la alegría, a una vigilancia no triste, sino gozosa. Gaudete in Domino semper –escribe san Pablo: "Gozáos siempre en el Señor" (Fil 4,4). La verdadera alegría no es fruto del divertirse, entendido en el sentido etimológico de la palabra di-vertere, es decir desentenderse de los empeños de la vida y de sus responsabilidades. La verdadera alegría está vinculada a algo más profundo. Cierto, en los ritmos diarios, a menudo frenéticos, es importante encontrar tiempo para el reposo, para la distensión, pero la alegría verdadera está ligada a la relación con Dios. Quien ha encontrado a Cristo en la propia vida, experimenta en el corazón una serenidad y una alegría que nadie ni ninguna situación pueden quitar. San Agustín lo había entendido muy bien; en su búsqueda de la verdad, de la paz, de la alegría, tras haber buscado en vano en múltiples cosas, concluye con la célebre frase de que el corazón del hombre está inquieto, no encuentra serenidad y paz hasta que no reposa en Dios (cfr Confesiones, I,1,1). La verdadera alegría no es un simple estado de ánimo pasajero, ni algo que se lograr con el propio esfuerzo, sino que es un don, nace del encuentro con la persona viva de Jesús, del hacerle espacio en nosotros, del acoger al Espíritu Santo que guía nuestra vida. Es la invitación que hace el apóstol Pablo, que dice: "El Dios de la paz os santifique por entero, y toda vuestra persona, espíritu, alma y cuerpo, se conserve irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1 Ts 5,23). En este tiempo de Adviento, reforcemos la certeza de que el Señor ha venido en medio de nosotros y continuamente renueva su presencia de consolación, de amor y de alegría. Confiamos en Él; como también afirma san Agustín, a la luz de la experiencia: el Señor es más íntimo a nosotros que nosotros mismos --interior intimo meo et superior summo meo--(Confesiones, III,6,11).
Confiemos nuestro camino a la Virgen Inmaculada, cuyo espíritu exultó en Dios Salvador. Sea Ella la que guíe nuestros corazones en la espera alegre de la venida de Jesús, una espera llena de oración y obras buenas.
Traducción del italiano por Nieves San Martín
©Librería Editorial Vaticana
Los textos litúrgicos de este periodo de Adviento nos renuevan la invitación a vivir a la espera de Jesús, a no dejar de esperar su venida, de tal modo que nos mantengamos en una actitud de apertura y disponibilidad al encuentro con Él. La vigilancia del corazón,que el cristiano está llamado a ejercer siempre, en la vida de todos los días, caracteriza en concreto este tiempo en el que nos preparamos con alegría al misterio de Navidad (cfr Prefacio de Adviento II). El ambiente exterior propone los habituales mensajes de tipo comercial, aunque quizá en tono menor a causa de la crisis económica. El cristiano está invitado a vivir el Adviento sin dejarnos distraer por las luces, pero sabiendo dar el justo valor a las cosas, para fijar la mirada interior en Cristo. Si de hecho perseveramos "vigilantes en la oración y exultantes en la alabanza" (ibid.), nuestros ojos serán capaces de reconocer en Él a la verdadera luz del mundo, que viene a iluminar nuestras tinieblas.
En concreto, la liturgia de este domingo, llamada de Gaudete, nos invita a la alegría, a una vigilancia no triste, sino gozosa. Gaudete in Domino semper –escribe san Pablo: "Gozáos siempre en el Señor" (Fil 4,4). La verdadera alegría no es fruto del divertirse, entendido en el sentido etimológico de la palabra di-vertere, es decir desentenderse de los empeños de la vida y de sus responsabilidades. La verdadera alegría está vinculada a algo más profundo. Cierto, en los ritmos diarios, a menudo frenéticos, es importante encontrar tiempo para el reposo, para la distensión, pero la alegría verdadera está ligada a la relación con Dios. Quien ha encontrado a Cristo en la propia vida, experimenta en el corazón una serenidad y una alegría que nadie ni ninguna situación pueden quitar. San Agustín lo había entendido muy bien; en su búsqueda de la verdad, de la paz, de la alegría, tras haber buscado en vano en múltiples cosas, concluye con la célebre frase de que el corazón del hombre está inquieto, no encuentra serenidad y paz hasta que no reposa en Dios (cfr Confesiones, I,1,1). La verdadera alegría no es un simple estado de ánimo pasajero, ni algo que se lograr con el propio esfuerzo, sino que es un don, nace del encuentro con la persona viva de Jesús, del hacerle espacio en nosotros, del acoger al Espíritu Santo que guía nuestra vida. Es la invitación que hace el apóstol Pablo, que dice: "El Dios de la paz os santifique por entero, y toda vuestra persona, espíritu, alma y cuerpo, se conserve irreprensible para la venida de nuestro Señor Jesucristo" (1 Ts 5,23). En este tiempo de Adviento, reforcemos la certeza de que el Señor ha venido en medio de nosotros y continuamente renueva su presencia de consolación, de amor y de alegría. Confiamos en Él; como también afirma san Agustín, a la luz de la experiencia: el Señor es más íntimo a nosotros que nosotros mismos --interior intimo meo et superior summo meo--(Confesiones, III,6,11).
Confiemos nuestro camino a la Virgen Inmaculada, cuyo espíritu exultó en Dios Salvador. Sea Ella la que guíe nuestros corazones en la espera alegre de la venida de Jesús, una espera llena de oración y obras buenas.
Traducción del italiano por Nieves San Martín
©Librería Editorial Vaticana
Benedicto XVI: La pureza de corazón permite reconocer el rostro de Dios Audiencia miércoles 7 diciembre 2011
Queridos hermanos y hermanas,
los evangelistas Mateo y Lucas (cfr Mt 11,25-30 e Lc 10, 21-22) nos han regalado una “joya” de la oración de Jesús, que frecuentemente recibe el nombre de Himno de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Es una oración de reconocimiento y alabanza, como hemos escuchado. En el griego original de los Evangelios el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a menudo como “doy gracias” (Mt 11,25 e Lc 10,21). Pero en los escritos del Nuevo Testamento este verbo indica principalmente dos cosas; la primera es “reconocer hasta el final”, por ejemplo san Juan Bautista pedía reconocer totalmente los propios pecados a quien quería que él lo bautizase (cfr Mt 3,6), la segunda es “estar de acuerdo”. Por tanto, la expresión con la que Jesús comienza su oración contiene su reconocimiento total de la voluntad de Dios Padre, y junto a esto, su estar completamente de acuerdo, consciente y gozoso con este modo de actuar, el proyecto del Padre. El himno de júbilo es la culminación de un camino de oración en el que surge claramente la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el Espíritu Santo, y se manifiesta su filiación divina. Jesús se dirige a Dios llamándole “Padre”. Este término expresa la conciencia y la certeza de Jesús de “ser el Hijo”, en íntima y constante comunión con Él, y este es punto fundamental y la fuente de toda oración de Jesús. Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina todo el texto. Jesús dice: “Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10, 22).
Jesús afirma, por tanto, que sólo el “Hijo” conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento entre las personas --lo experimentamos todos en nuestras relaciones humanas- comporta una implicación, un vínculo interior entre quien conoce y quien es conocido, a nivel más o menos profundo. No se puede conocer sin una comunión del ser. En el Himno de júbilo, como en todas sus oraciones, Jesús muestra que el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con Él. Sólo estando en comunión con el otro, comienzo a conocer; así también con Dios, sólo si tengo un contacto verdadero, si estoy en comunión puedo también conocerlo. Por tanto el verdadero conocimiento está reservado al “Hijo”, el Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cfr. Jn 1,18), en perfecta unidad con Él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, estando en comunión íntima del ser; sólo el Hijo nos puede revelar verdaderamente quien es Dios. El nombre “Padre” es seguido por una segundo título, “Señor del Cielo y de la Tierra”. Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y hace resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: “Al principio Dios creó el cielo y la tierra” (Gen 1,1). Rezando, Él recuerda la gran narración bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con el acto creador. Jesús se introduce en esta historia de amor, es el culmen y el cumplimiento. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura es iluminada y revive en su más completa amplitud: el anuncio del misterio de Dios y respuesta del hombre transformado. Pero, a través de la expresión “Señor del Cielo y de la Tierra” podemos reconocer también como en Jesús, el Revelador del Padre, se reabre al hombre la posibilidad de acceder a Dios.
Planteémonos la pregunta: ¿A quién quiere revelar el Hijo los misterios de Dios? Al principio del Himno, Jesús expresa su alegría porque la voluntad del Padre es la de esconder las cosas a los doctos y a los sabios y revelarlas a los pequeños (cfr Lc10,21).
En esta expresión de su oración, Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus misterios a quien tiene el corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una cosa sola con la del Padre. La revelación divina no sucede según la lógica terrena, por la que son los hombres cultos y potentes los que poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más sencilla, a los pequeños. Dios tiene otro estilo: los destinatarios de su comunicación son concretamente los “pequeños”. Esta es la voluntad del Padre y el Hijo la comparte con alegría.
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Su conmovedor '¡Sí, Padre!' expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el 'Fiat' de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9)” (2603). De aquí viene la invocación que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo”: junto a Cristo y en Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del Padre, convirtiéndonos también nosotros en hijos. Jesús, por tanto, en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su conocimiento filial de Dios a todos los que el Padre quiere hacer partícipes; y los que acogen este don don los “pequeños”. ¿Pero qué significa “ser pequeños”, sencillos? ¿Cuál es la pequeñez que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a acoger su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de base de nuestra oración? Observemos el Discurso de la Montaña donde Jesús afirma: “Beatos los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios” (Mt 5,8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; y tener el corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en sí mismo, pensando que no necesita a nadie, ni siquiera a Dios.
Es interesante destacar la ocasión en la que Jesús realiza este Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo está la alegría porque, no obstante todos los rechazos y las oposiciones, hay “pequeños” que acogen su palabra y se abren al don de la fe en Él. El Himno de júbilo, de hecho, está precedido por el contraste entre el elogio de Juan el Bautista, uno de los “pequeños” que han reconocido la actuación de Dios en Jesucristo (cfr Mt 11,2-19), y la acusación por la incredulidad de las ciudades del lago “en las que se habían producido la mayor parte de sus prodigios” (cfr Mt 11,20-24). Mateo considera este júbilo en relación con las palabras con las que Jesús constata la eficacia de su palabra y de su acción: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!” (Mt 11,4-6).
También san Lucas presente el Himno de júbilo en conexión con un momento de desarrollo del anuncio del Evangelio. Jesús envió a los “setenta y dos discípulos” (Lc 10,1) y estos partieron con una sensación de miedo por el posible fracaso de su misión. También Lucas destaca el rechazo recibido en las ciudades en las que el Señor ha predicado y ha realizado signos prodigiosos. Pero los setenta y dos vuelven llenos de alegría, porque su misión ha tenido éxito; han constatado que, con la potencia de la palabra de Jesús, los males del hombre son vencidos. Y Jesús comparte con ellos su satisfacción: “en aquella hora”, en aquel momento Él exultó de alegría.
Hay, todavía, dos elementos que quisiera destacar. El evangelista Lucas introduce la oración con una anotación: “En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo” (Lc 10, 21). Jesús se alegra en los más íntimo de sí mismo, en lo más profundo: la comunión única de conocimiento y de amor con el Padre, la plenitud del Espíritu Santo. Implicándonos en su filiación, Jesús nos invita, también a nosotros, a abrirnos a la luz del Espíritu Santo, porque --como afirma el apóstol Pablo- “No sabemos... cómo rezar de forma adecuada, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inefables... según los designios de Dios” (Rm 8, 26-27) y nos revela el amor del Padre. En el Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo encontramos uno de los llamamientos más apasionados de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Jesús pide que vayamos a Él, que esta es la verdadera sabiduría, a Él que es “manso y humilde de corazón”; propone “su yugo”, el camino de la sabiduría del Evangelio, que no es una doctrina que hay que aprender o una propuesta ética, sino una Persona a la que seguir: Él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el Padre.
Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado la riqueza de esta oración de Jesús. Que también nosotros, con el don de su Espíritu, podamos dirigirnos a Dios en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, Abbà.
Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de “los pobres en espíritu” (Mt 5,3), para reconocer que no somos auto-suficientes, que no podemos construir nuestra vida solos, que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarle, escucharle y hablarle.
La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para llevar a cabo la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así reposo en las fatigas de nuestro camino. ¡Gracias!.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
los evangelistas Mateo y Lucas (cfr Mt 11,25-30 e Lc 10, 21-22) nos han regalado una “joya” de la oración de Jesús, que frecuentemente recibe el nombre de Himno de júbilo o Himno de júbilo mesiánico. Es una oración de reconocimiento y alabanza, como hemos escuchado. En el griego original de los Evangelios el verbo con el que inicia este himno, y que expresa la actitud de Jesús al dirigirse al Padre, es exomologoumai, traducido a menudo como “doy gracias” (Mt 11,25 e Lc 10,21). Pero en los escritos del Nuevo Testamento este verbo indica principalmente dos cosas; la primera es “reconocer hasta el final”, por ejemplo san Juan Bautista pedía reconocer totalmente los propios pecados a quien quería que él lo bautizase (cfr Mt 3,6), la segunda es “estar de acuerdo”. Por tanto, la expresión con la que Jesús comienza su oración contiene su reconocimiento total de la voluntad de Dios Padre, y junto a esto, su estar completamente de acuerdo, consciente y gozoso con este modo de actuar, el proyecto del Padre. El himno de júbilo es la culminación de un camino de oración en el que surge claramente la profunda e íntima comunión de Jesús con la vida del Padre en el Espíritu Santo, y se manifiesta su filiación divina. Jesús se dirige a Dios llamándole “Padre”. Este término expresa la conciencia y la certeza de Jesús de “ser el Hijo”, en íntima y constante comunión con Él, y este es punto fundamental y la fuente de toda oración de Jesús. Lo vemos claramente en la última parte del Himno, que ilumina todo el texto. Jesús dice: “Todo me ha sido dado por mi Padre, y nadie sabe quién es el Hijo, sino el Padre, como nadie sabe quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Lc 10, 22).
Jesús afirma, por tanto, que sólo el “Hijo” conoce verdaderamente al Padre. Todo conocimiento entre las personas --lo experimentamos todos en nuestras relaciones humanas- comporta una implicación, un vínculo interior entre quien conoce y quien es conocido, a nivel más o menos profundo. No se puede conocer sin una comunión del ser. En el Himno de júbilo, como en todas sus oraciones, Jesús muestra que el verdadero conocimiento de Dios presupone la comunión con Él. Sólo estando en comunión con el otro, comienzo a conocer; así también con Dios, sólo si tengo un contacto verdadero, si estoy en comunión puedo también conocerlo. Por tanto el verdadero conocimiento está reservado al “Hijo”, el Unigénito que desde siempre está en el seno del Padre (cfr. Jn 1,18), en perfecta unidad con Él. Sólo el Hijo conoce verdaderamente a Dios, estando en comunión íntima del ser; sólo el Hijo nos puede revelar verdaderamente quien es Dios. El nombre “Padre” es seguido por una segundo título, “Señor del Cielo y de la Tierra”. Jesús, con esta expresión, recapitula la fe en la creación y hace resonar las primeras palabras de la Sagrada Escritura: “Al principio Dios creó el cielo y la tierra” (Gen 1,1). Rezando, Él recuerda la gran narración bíblica de la historia de amor de Dios por el hombre, que comienza con el acto creador. Jesús se introduce en esta historia de amor, es el culmen y el cumplimiento. En su experiencia de oración, la Sagrada Escritura es iluminada y revive en su más completa amplitud: el anuncio del misterio de Dios y respuesta del hombre transformado. Pero, a través de la expresión “Señor del Cielo y de la Tierra” podemos reconocer también como en Jesús, el Revelador del Padre, se reabre al hombre la posibilidad de acceder a Dios.
Planteémonos la pregunta: ¿A quién quiere revelar el Hijo los misterios de Dios? Al principio del Himno, Jesús expresa su alegría porque la voluntad del Padre es la de esconder las cosas a los doctos y a los sabios y revelarlas a los pequeños (cfr Lc10,21).
En esta expresión de su oración, Jesús manifiesta su comunión con la decisión del Padre que abre sus misterios a quien tiene el corazón sencillo: la voluntad del Hijo es una cosa sola con la del Padre. La revelación divina no sucede según la lógica terrena, por la que son los hombres cultos y potentes los que poseen los conocimientos importantes y los transmiten a la gente más sencilla, a los pequeños. Dios tiene otro estilo: los destinatarios de su comunicación son concretamente los “pequeños”. Esta es la voluntad del Padre y el Hijo la comparte con alegría.
Dice el Catecismo de la Iglesia Católica: “Su conmovedor '¡Sí, Padre!' expresa el fondo de su corazón, su adhesión al querer del Padre, de la que fue un eco el 'Fiat' de su Madre en el momento de su concepción y que preludia lo que dirá al Padre en su agonía. Toda la oración de Jesús está en esta adhesión amorosa de su corazón de hombre al “misterio de la voluntad” del Padre (Ef 1, 9)” (2603). De aquí viene la invocación que dirigimos a Dios en el Padrenuestro: “Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo”: junto a Cristo y en Cristo, también nosotros pedimos entrar en sintonía con la voluntad del Padre, convirtiéndonos también nosotros en hijos. Jesús, por tanto, en este Himno de júbilo expresa la voluntad de implicar en su conocimiento filial de Dios a todos los que el Padre quiere hacer partícipes; y los que acogen este don don los “pequeños”. ¿Pero qué significa “ser pequeños”, sencillos? ¿Cuál es la pequeñez que abre al hombre a la intimidad filial con Dios y a acoger su voluntad? ¿Cuál debe ser la actitud de base de nuestra oración? Observemos el Discurso de la Montaña donde Jesús afirma: “Beatos los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios” (Mt 5,8). Es la pureza del corazón la que permite reconocer el rostro de Dios en Jesucristo; y tener el corazón sencillo como el de los niños, sin la presunción de quien se cierra en sí mismo, pensando que no necesita a nadie, ni siquiera a Dios.
Es interesante destacar la ocasión en la que Jesús realiza este Himno al Padre. En la narración evangélica de Mateo está la alegría porque, no obstante todos los rechazos y las oposiciones, hay “pequeños” que acogen su palabra y se abren al don de la fe en Él. El Himno de júbilo, de hecho, está precedido por el contraste entre el elogio de Juan el Bautista, uno de los “pequeños” que han reconocido la actuación de Dios en Jesucristo (cfr Mt 11,2-19), y la acusación por la incredulidad de las ciudades del lago “en las que se habían producido la mayor parte de sus prodigios” (cfr Mt 11,20-24). Mateo considera este júbilo en relación con las palabras con las que Jesús constata la eficacia de su palabra y de su acción: “Id y contad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven y los paralíticos caminan; los leprosos son purificados y los sordos oyen; los muertos resucitan y la Buena Noticia es anunciada a los pobres. ¡Y feliz aquel para quien yo no sea motivo de escándalo!” (Mt 11,4-6).
También san Lucas presente el Himno de júbilo en conexión con un momento de desarrollo del anuncio del Evangelio. Jesús envió a los “setenta y dos discípulos” (Lc 10,1) y estos partieron con una sensación de miedo por el posible fracaso de su misión. También Lucas destaca el rechazo recibido en las ciudades en las que el Señor ha predicado y ha realizado signos prodigiosos. Pero los setenta y dos vuelven llenos de alegría, porque su misión ha tenido éxito; han constatado que, con la potencia de la palabra de Jesús, los males del hombre son vencidos. Y Jesús comparte con ellos su satisfacción: “en aquella hora”, en aquel momento Él exultó de alegría.
Hay, todavía, dos elementos que quisiera destacar. El evangelista Lucas introduce la oración con una anotación: “En aquel momento Jesús se estremeció de gozo, movido por el Espíritu Santo” (Lc 10, 21). Jesús se alegra en los más íntimo de sí mismo, en lo más profundo: la comunión única de conocimiento y de amor con el Padre, la plenitud del Espíritu Santo. Implicándonos en su filiación, Jesús nos invita, también a nosotros, a abrirnos a la luz del Espíritu Santo, porque --como afirma el apóstol Pablo- “No sabemos... cómo rezar de forma adecuada, pero el Espíritu mismo intercede con gemidos inefables... según los designios de Dios” (Rm 8, 26-27) y nos revela el amor del Padre. En el Evangelio de Mateo, después del Himno de júbilo encontramos uno de los llamamientos más apasionados de Jesús: “Venid a mí todos los que estáis afligidos y agobiados, y yo os aliviaré” (Mt 11,28). Jesús pide que vayamos a Él, que esta es la verdadera sabiduría, a Él que es “manso y humilde de corazón”; propone “su yugo”, el camino de la sabiduría del Evangelio, que no es una doctrina que hay que aprender o una propuesta ética, sino una Persona a la que seguir: Él mismo, el Hijo Unigénito en perfecta comunión con el Padre.
Queridos hermanos y hermanas, hemos gustado la riqueza de esta oración de Jesús. Que también nosotros, con el don de su Espíritu, podamos dirigirnos a Dios en la oración, con confianza de hijos, invocándolo con el nombre de Padre, Abbà.
Pero debemos tener el corazón de los pequeños, de “los pobres en espíritu” (Mt 5,3), para reconocer que no somos auto-suficientes, que no podemos construir nuestra vida solos, que necesitamos de Dios, necesitamos encontrarle, escucharle y hablarle.
La oración nos abre a recibir el don de Dios, su sabiduría, que es Jesús mismo, para llevar a cabo la voluntad del Padre en nuestra vida y encontrar así reposo en las fatigas de nuestro camino. ¡Gracias!.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Preparar en nuestra vida la venida del Emmanuel Angelus 4 diciembre 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
El domingo de hoy marca la segunda etapa del Tiempo de Adviento. Este periodo del año litúrgico pone de relieve a las dos figuras que han tenido un papel preeminente en la preparación de la venida histórica del Señor Jesús: la Virgen María y san Juan Bautista. Justo sobre este último se concentra el texto de hoy del Evangelio de Marcos. Describe la personalidad y la misión del Precursor de Cristo (cfr Mc 1,2-8). Empezando por el aspecto exterior, Juan es presentado como una figura muy ascética: vestido de piel de camello, se nutre de langostas y miel silvestre, que encuentra en el desierto de Judea (cfr Mc 1,6). Jesús mismo, una vez, lo contrapone a aquellos que "están en los palacios del rey" y que "visten con lujo" (Mt 11,8). El estilo de Juan Bautista debería llamar a todos los cristianos a optar por la sobriedad como estilo de vida, especialmente en preparación de la fiesta de Navidad, en la que el Señor –como diría san Pablo– "de rico que era, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros os hicièrais ricos por medio de su pobreza" (2 Cor 8,9).
Por lo que se refiere a la misión de Juan, fue un llamamiento extraordinario a la conversión: su bautismo "está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios" (Jesús de Nazaret, I, Madrid 2007, p. 36) y de la inminente aparición del Mesías, definido como "aquél que es más fuerte que yo" y que "bautizará en Espíritu Santo" (Mc 1,7.8). La llamada de Juan va por tanto más allá y más en profundidad respecto a la sobriedad del estilo de vida: llama a un cambio interior, a partir del reconocimiento y de la confesión del propio pecado. Mientras nos preparamos a la Navidad, es importante que entremos en nosotros mismos y hagamos un examen sincero de nuestra vida. Dejémonos iluminar por un rayo de la luz que proviene de Belén, la luz de Aquél que es "el más Grande" y se ha hecho pequeño, "el más Fuerte" y se ha hecho débil.
Los cuatro evangelistas describen la predicación de Juan Bautista refiriéndose a un pasaje del profeta Isaías: "Una voz grita: «En el desierto preparad el camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios»" (Is 40,3). Marcos inserta también una cita de otro profeta, Malaquías, que dice: "Mira, envío mi mensajero delante de tí, el que ha de preparar tu camino" (Mc 1,2; cfr Mal 3,1). Estas alusiones a las Escrituras del Antiguo Testamento "hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a É hay que abrirle la puerta, prepararle el camino" (Jesús de Nazaret, I, p. 37).
A la materna intercesión de María, Virgen de la espera, confiamos nuestro camino al encuentro del Señor que viene, mientras proseguimos nuestro itinerario de Adviento para preparar en nuestro corazón y en nuestra vida la venida del Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
[Traducción del italiano de Nieves San Martín
© Librería Editorial Vaticana]
El domingo de hoy marca la segunda etapa del Tiempo de Adviento. Este periodo del año litúrgico pone de relieve a las dos figuras que han tenido un papel preeminente en la preparación de la venida histórica del Señor Jesús: la Virgen María y san Juan Bautista. Justo sobre este último se concentra el texto de hoy del Evangelio de Marcos. Describe la personalidad y la misión del Precursor de Cristo (cfr Mc 1,2-8). Empezando por el aspecto exterior, Juan es presentado como una figura muy ascética: vestido de piel de camello, se nutre de langostas y miel silvestre, que encuentra en el desierto de Judea (cfr Mc 1,6). Jesús mismo, una vez, lo contrapone a aquellos que "están en los palacios del rey" y que "visten con lujo" (Mt 11,8). El estilo de Juan Bautista debería llamar a todos los cristianos a optar por la sobriedad como estilo de vida, especialmente en preparación de la fiesta de Navidad, en la que el Señor –como diría san Pablo– "de rico que era, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros os hicièrais ricos por medio de su pobreza" (2 Cor 8,9).
Por lo que se refiere a la misión de Juan, fue un llamamiento extraordinario a la conversión: su bautismo "está vinculado a un llamamiento ardiente a una nueva forma de pensar y actuar, está vinculado sobre todo al anuncio del juicio de Dios" (Jesús de Nazaret, I, Madrid 2007, p. 36) y de la inminente aparición del Mesías, definido como "aquél que es más fuerte que yo" y que "bautizará en Espíritu Santo" (Mc 1,7.8). La llamada de Juan va por tanto más allá y más en profundidad respecto a la sobriedad del estilo de vida: llama a un cambio interior, a partir del reconocimiento y de la confesión del propio pecado. Mientras nos preparamos a la Navidad, es importante que entremos en nosotros mismos y hagamos un examen sincero de nuestra vida. Dejémonos iluminar por un rayo de la luz que proviene de Belén, la luz de Aquél que es "el más Grande" y se ha hecho pequeño, "el más Fuerte" y se ha hecho débil.
Los cuatro evangelistas describen la predicación de Juan Bautista refiriéndose a un pasaje del profeta Isaías: "Una voz grita: «En el desierto preparad el camino al Señor, allanad en la estepa una calzada para nuestro Dios»" (Is 40,3). Marcos inserta también una cita de otro profeta, Malaquías, que dice: "Mira, envío mi mensajero delante de tí, el que ha de preparar tu camino" (Mc 1,2; cfr Mal 3,1). Estas alusiones a las Escrituras del Antiguo Testamento "hablan de la intervención salvadora de Dios, que sale de lo inescrutable para juzgar y salvar; a É hay que abrirle la puerta, prepararle el camino" (Jesús de Nazaret, I, p. 37).
A la materna intercesión de María, Virgen de la espera, confiamos nuestro camino al encuentro del Señor que viene, mientras proseguimos nuestro itinerario de Adviento para preparar en nuestro corazón y en nuestra vida la venida del Emmanuel, el Dios-con-nosotros.
[Traducción del italiano de Nieves San Martín
© Librería Editorial Vaticana]
¡Velad!, llamada saludable Angelus 27 de noviembre 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy iniciamos en toda la Iglesia el nuevo Año litúrgico: un nuevo camino de fe, a vivir juntos en las comunidades cristianas, pero también, como siempre, a recorrer dentro de la historia del mundo, para abrirla al misterio de Dios, a la salvación que viene de su amor. El Año litúrgico empieza con el Tiempo de Adviento: tiempo estupendo en el que se despierta en los corazones la espera de la vuelta de Cristo y la memoria de su primera venida, cuando se despojó de su gloria divina para asumir nuestra carne mortal.
“¡Velad!”. Este es el llamamiento de Jesús en el Evangelio de hoy. Lo dirige no sólo a sus discípulos, sino a todos: “¡Velad!” (Mt 13,37). Es una llamada saludable a recordar que la vida no tiene sólo la dimensión terrena, sino que es proyectada hacia un “más allá”, como una plantita que germina de la tierra y se abre hacia el cielo. Una plantita pensante, el hombre, dotada de libertad y responsabilidad,por lo que cada uno de nosotros será llamado a rendir cuentas de cómo ha vivido, de cómo ha usado las propias capacidades: si las ha conservado para sí o las ha hecho fructificar también para el bien de los hermanos.
También Isaías, el profeta del Adviento, nos hace reflexionar hoy con una sentida oración, dirigida a Dios en nombre del pueblo. Reconoce las faltas de su gente, y en un cierto momento dice: “Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a tí; porque tu nos escondías tu rostro y nos entregabas a nuestras maldades” (Is 64,6). ¿Cómo no quedar impresionados por esta descripción? Parece reflejar ciertos panoramas del mundo postmoderno: las ciudades donde la vida se hace anónima y horizontal, donde Dios parece ausente y el hombre el único amo, como si fuera él el artífice y el director de todo: construcciones, trabajo, economía, transportes, ciencias, técnica, todo parece depender sólo del hombre. Y a veces, en este mundo que parece casi perfecto, suceden cosas chocantes, o en la naturaleza, o en la sociedad, por las que pensamos que Dios pareciera haberse retirado, que nos hubiera, por así decir, abandonado a nosotros mismos.
En realidad, el verdadero “dueño” del mundo no es el hombre, sino Dios. El Evangelio dice: “Así que velad, porque no sabéis cuándo llegará el dueño de la casa, si al atardecer o a media noche, al canto del gallo o al amanecer. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos” (Mc 13,35-36). El Tiempo de Adviento viene cada año a recordarnos esto para que nuestra vida reencuentre su justa orientación hacia el rostro de Dios. El rostro no de un “amo”, sino de un Padre y de un Amigo. Con la Virgen María, que nos guía en el camino del Adviento, hagamos nuestras las palabras del profeta. "Señor, tu eres nuestro padre; nosotros somos de arcilla y tu el que nos plasma, todos nosotros somos obra de tus manos” (Is 64,7).
[Traducción del original italiano por Nieves San Martín]
Hoy iniciamos en toda la Iglesia el nuevo Año litúrgico: un nuevo camino de fe, a vivir juntos en las comunidades cristianas, pero también, como siempre, a recorrer dentro de la historia del mundo, para abrirla al misterio de Dios, a la salvación que viene de su amor. El Año litúrgico empieza con el Tiempo de Adviento: tiempo estupendo en el que se despierta en los corazones la espera de la vuelta de Cristo y la memoria de su primera venida, cuando se despojó de su gloria divina para asumir nuestra carne mortal.
“¡Velad!”. Este es el llamamiento de Jesús en el Evangelio de hoy. Lo dirige no sólo a sus discípulos, sino a todos: “¡Velad!” (Mt 13,37). Es una llamada saludable a recordar que la vida no tiene sólo la dimensión terrena, sino que es proyectada hacia un “más allá”, como una plantita que germina de la tierra y se abre hacia el cielo. Una plantita pensante, el hombre, dotada de libertad y responsabilidad,por lo que cada uno de nosotros será llamado a rendir cuentas de cómo ha vivido, de cómo ha usado las propias capacidades: si las ha conservado para sí o las ha hecho fructificar también para el bien de los hermanos.
También Isaías, el profeta del Adviento, nos hace reflexionar hoy con una sentida oración, dirigida a Dios en nombre del pueblo. Reconoce las faltas de su gente, y en un cierto momento dice: “Nadie invocaba tu nombre, nadie salía del letargo para adherirse a tí; porque tu nos escondías tu rostro y nos entregabas a nuestras maldades” (Is 64,6). ¿Cómo no quedar impresionados por esta descripción? Parece reflejar ciertos panoramas del mundo postmoderno: las ciudades donde la vida se hace anónima y horizontal, donde Dios parece ausente y el hombre el único amo, como si fuera él el artífice y el director de todo: construcciones, trabajo, economía, transportes, ciencias, técnica, todo parece depender sólo del hombre. Y a veces, en este mundo que parece casi perfecto, suceden cosas chocantes, o en la naturaleza, o en la sociedad, por las que pensamos que Dios pareciera haberse retirado, que nos hubiera, por así decir, abandonado a nosotros mismos.
En realidad, el verdadero “dueño” del mundo no es el hombre, sino Dios. El Evangelio dice: “Así que velad, porque no sabéis cuándo llegará el dueño de la casa, si al atardecer o a media noche, al canto del gallo o al amanecer. No sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos” (Mc 13,35-36). El Tiempo de Adviento viene cada año a recordarnos esto para que nuestra vida reencuentre su justa orientación hacia el rostro de Dios. El rostro no de un “amo”, sino de un Padre y de un Amigo. Con la Virgen María, que nos guía en el camino del Adviento, hagamos nuestras las palabras del profeta. "Señor, tu eres nuestro padre; nosotros somos de arcilla y tu el que nos plasma, todos nosotros somos obra de tus manos” (Is 64,7).
[Traducción del original italiano por Nieves San Martín]
Invitación a una laboriosa y alegre vigilancia Angelus 13 noviembre 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
La Palabra de Dios de este domingo --el penúltimo del año litúrgico- nos advierte de la fugacidad de la existencia terrenal y nos invita a vivirla como una peregrinación, manteniendo la mirada en la meta, en aquél Dios que nos ha creado y, porque nos ha hecho para sí (cfr San Agustín, Conf. 1,1), es nuestro destino último y el sentido de nuestro vivir. Paso obligado para llegar a tal realidad definitiva es la muerte, seguida del juicio final. El apóstol Pablo recuerda que “el día del Señor vendrá como un ladrón de noche” (1 Ts 5,2), es decir sin previo aviso. La conciencia del retorno glorioso del Señor Jesús nos impulsa a vivir en una actitud de vigilancia, esperando su manifestación en la constante memoria de su primera venida.
En la conocida parábola de los talentos –que narra el evangelista Mateo (cfr 25,14-30)--, Jesús relata la historia de tres siervos a los que el amo, en el momento de partir para un largo viaje, les confía sus fondos. Dos de ellos se comportan bien, porque hacen fructificar los bienes recibidos el doble. El tercero, en cambio, esconde el dinero recibido en un agujero. Al volver a casa, el amo pide cuentas a los servidores de lo que les había confiado y, mientras se complace con los dos primeros, se queda desilusionado con el tercero. Aquél servidor, en efecto, que mantuvo escondido el talento sin revalorizarlo, hizo mal sus cálculos: se comportó como si su amo ya no fuera a regresar, como si no hubiera un día en el que le pediría cuentas de su actuación. Con esta parábola, Jesús quiere enseñar a los discípulos a usar bien sus dones: Dios llama a cada hombre a la vida y le entre talentos, confiándole al mismo tiempo una misión que cumplir. Sería de tontos pensar que estos dones se nos deben, así como renunciar a emplearlos sería menoscabar el fin de la propia existencia. Comentando esta página evangélica, san Gregorio Magno nota que a nadie el Señor le hace falta el don de su caridad, del amor. Escribe: “Por esto es necesario, hermanos míos, que pongáis todo cuidado en la custodia de la caridad, en toda acción que tengáis que realizar” (Homilías sobre los Evangelios9,6). Y tras precisar que la verdadera caridad consiste en amar tanto a los amigos como a los enemigos, añade: “Si uno adolece de esta virtud, pierde todo bien que tiene, es privado del talento recibido y es arrojado fuera, a las tinieblas” (ibidem).
¡Queridos hermanos, acojamos la invitación a la vigilancia, a la que tantas veces nos llaman las Escrituras! Es la actitud de quien sabe que el Señor volverá y querrá ver en nosotros los frutos de su amor. La caridad es el bien fundamental que nadie puede dejar de hacer fructificar y sin el cual todo otro don es vano (cfr 1 Cor13,3). Si Jesús nos ha amado hasta el punto de dar su vida por nosotros (cfr 1 Jn 3,16), ¿cómo podríamos no amar a Dios con todas nuestras fuerzas y amarnos de verdadero corazón los unos a los otros? (cfr 1 Jn 4,11) Sólo practicando la caridad, también nostros podremos participar en la alegría del Señor. Que la Virgen María sea nuestra maestra de laboriosa y alegre vigilancia en el camino hacia el encuentro con Dios.
Después del Ángelus
Queridos amigos,
Se celebra hoy la Jornada Mundial de la Diabetes, enfermedad crónica que aflige a muchas personas, incluso jóvenes. Ruego por todos estos hermanos y hermanas, y por cuantos comparten cada día su fatiga; como también los profesionales de la salud y los voluntarios que les asisten.
Hoy la Iglesia italiana celebra la Jornada de Acción de Gracias. Mirando a los frutos de la tierra que también este año el Señor nos ha donado, reconocemos que el trabajo del hombre sería vano si Él no lo hiciera fecundo. “Sólo con Dios hay futuro en nuestros campos”. Mientras damos gracias, comprometámonos a respetar la tierra que Dios nos ha confiado.
*****
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que han participado en esta oración mariana del Ángelus. En la liturgia de hoy, la Palabra de Dios nos exhorta a la sobriedad, a la vigilancia y a una vida cristiana activa y diligente. Los dones que el Señor ha depositado en nosotros son un tesoro que hemos de enriquecer cada día, como tierra fértil que da buenos frutos, y contribuir así a la edificación de la Iglesia y de la sociedad. Que la Virgen María nos acompañe en este servicio a la obra salvadora de Cristo. Muchas gracias y feliz domingo.
[Traducción del italiano por Nieves San Martín]
La Palabra de Dios de este domingo --el penúltimo del año litúrgico- nos advierte de la fugacidad de la existencia terrenal y nos invita a vivirla como una peregrinación, manteniendo la mirada en la meta, en aquél Dios que nos ha creado y, porque nos ha hecho para sí (cfr San Agustín, Conf. 1,1), es nuestro destino último y el sentido de nuestro vivir. Paso obligado para llegar a tal realidad definitiva es la muerte, seguida del juicio final. El apóstol Pablo recuerda que “el día del Señor vendrá como un ladrón de noche” (1 Ts 5,2), es decir sin previo aviso. La conciencia del retorno glorioso del Señor Jesús nos impulsa a vivir en una actitud de vigilancia, esperando su manifestación en la constante memoria de su primera venida.
En la conocida parábola de los talentos –que narra el evangelista Mateo (cfr 25,14-30)--, Jesús relata la historia de tres siervos a los que el amo, en el momento de partir para un largo viaje, les confía sus fondos. Dos de ellos se comportan bien, porque hacen fructificar los bienes recibidos el doble. El tercero, en cambio, esconde el dinero recibido en un agujero. Al volver a casa, el amo pide cuentas a los servidores de lo que les había confiado y, mientras se complace con los dos primeros, se queda desilusionado con el tercero. Aquél servidor, en efecto, que mantuvo escondido el talento sin revalorizarlo, hizo mal sus cálculos: se comportó como si su amo ya no fuera a regresar, como si no hubiera un día en el que le pediría cuentas de su actuación. Con esta parábola, Jesús quiere enseñar a los discípulos a usar bien sus dones: Dios llama a cada hombre a la vida y le entre talentos, confiándole al mismo tiempo una misión que cumplir. Sería de tontos pensar que estos dones se nos deben, así como renunciar a emplearlos sería menoscabar el fin de la propia existencia. Comentando esta página evangélica, san Gregorio Magno nota que a nadie el Señor le hace falta el don de su caridad, del amor. Escribe: “Por esto es necesario, hermanos míos, que pongáis todo cuidado en la custodia de la caridad, en toda acción que tengáis que realizar” (Homilías sobre los Evangelios9,6). Y tras precisar que la verdadera caridad consiste en amar tanto a los amigos como a los enemigos, añade: “Si uno adolece de esta virtud, pierde todo bien que tiene, es privado del talento recibido y es arrojado fuera, a las tinieblas” (ibidem).
¡Queridos hermanos, acojamos la invitación a la vigilancia, a la que tantas veces nos llaman las Escrituras! Es la actitud de quien sabe que el Señor volverá y querrá ver en nosotros los frutos de su amor. La caridad es el bien fundamental que nadie puede dejar de hacer fructificar y sin el cual todo otro don es vano (cfr 1 Cor13,3). Si Jesús nos ha amado hasta el punto de dar su vida por nosotros (cfr 1 Jn 3,16), ¿cómo podríamos no amar a Dios con todas nuestras fuerzas y amarnos de verdadero corazón los unos a los otros? (cfr 1 Jn 4,11) Sólo practicando la caridad, también nostros podremos participar en la alegría del Señor. Que la Virgen María sea nuestra maestra de laboriosa y alegre vigilancia en el camino hacia el encuentro con Dios.
Después del Ángelus
Queridos amigos,
Se celebra hoy la Jornada Mundial de la Diabetes, enfermedad crónica que aflige a muchas personas, incluso jóvenes. Ruego por todos estos hermanos y hermanas, y por cuantos comparten cada día su fatiga; como también los profesionales de la salud y los voluntarios que les asisten.
Hoy la Iglesia italiana celebra la Jornada de Acción de Gracias. Mirando a los frutos de la tierra que también este año el Señor nos ha donado, reconocemos que el trabajo del hombre sería vano si Él no lo hiciera fecundo. “Sólo con Dios hay futuro en nuestros campos”. Mientras damos gracias, comprometámonos a respetar la tierra que Dios nos ha confiado.
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Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que han participado en esta oración mariana del Ángelus. En la liturgia de hoy, la Palabra de Dios nos exhorta a la sobriedad, a la vigilancia y a una vida cristiana activa y diligente. Los dones que el Señor ha depositado en nosotros son un tesoro que hemos de enriquecer cada día, como tierra fértil que da buenos frutos, y contribuir así a la edificación de la Iglesia y de la sociedad. Que la Virgen María nos acompañe en este servicio a la obra salvadora de Cristo. Muchas gracias y feliz domingo.
[Traducción del italiano por Nieves San Martín]
Benedicto XVI: "Si hoy estoy en la noche oscura, mañana Él me libera" Audiencia 19 octubre 2011
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy querría meditar con vosotros un Salmo que resume toda la historia de salvación de la que el Antiguo Testamento nos da testimonio. Se trata de un gran himno de alabanza que celebra al Señor en las múltiples, repetidas manifestaciones de su bondad a través de la historia de los hombres: es el Salmo 136, o 135 según la tradición greco-latina.
Solemne oración de acción de gracias, conocido como el “Gran Hallel”, este Salmo se canta tradicionalmente al final de la cena pascual hebrea y Jesús probablemente también lo rezó en la última Pascua celebrada con los discípulos; a eso parece que se refiere la nota de los Evangelistas: “Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos” (cf. Mt 26,30; Mc 14,26). El horizonte de la alabanza ilumina así el difícil camino hacia el Gólgota. Todo el Salmo 136 se desarrolla en forma de letanía con la repetición de la antífona “porque su amor es para siempre”. A través de la composición se enumeran los muchos prodigios de Dios en la historia de los hombres y sus continuas intervenciones a favor de su pueblo; y a cada proclamación de la acción salvífica del Señor responde la antífona con la motivación fundamental de la alabanza: el amor eterno de Dios, un amor que, según el término judío utilizado, implica fidelidad, misericordia, bondad, gracia, ternura. Y este es el motivo que une todo el Salmo, repetido siempre de forma similar, mientras cambian las manifestaciones puntuales y paradigmáticas: la creación, la liberación del éxodo, el don de la tierra, la ayuda providencial y constante del Señor hacia su pueblo y a cada criatura.
Después de una triple invitación al agradecimiento al Dios soberano (vv. 1-3), se celebra al Señor como aquel que hace “grandes maravillas” (v.4), la primera de las cuales es la creación: el cielo, la tierra, los astros (vv. 5-9). El mundo creado no es un simple escenario en el que se inserta la actuación salvífica de Dios, sino que es el inicio de esta actuación maravillosa. Con la Creación, el Señor se manifiesta en toda su bondad y belleza, se compromete con la vida, revelando una voluntad de bien de la que emana toda actuación de salvación. Y en nuestro Salmo, haciéndose eco del primer capítulo del Génesis, el mundo creado se resume es sus elementos principales, insistiendo, especialmente, en los astros, el sol, la luna, las estrellas, criaturas magníficas que gobiernan el día y la noche. No se habla aquí de la creación del ser humano, pero está presente; el sol y la luna son para él -para el hombre-, para calcular el tiempo del hombre, poniéndolo en relación con el Creador, sobre todo a través de la indicación de los tiempos litúrgicos.
Y es la misma fiesta de Pascua la que se evoca poco después, cuando pasando a la manifestación de Dios en la historia, se inicia el gran suceso de la liberación de la esclavitud de los egipcios, del éxodo, marcado con sus elementos más significativos: la liberación de Egipto con la plaga de los primogénitos egipcios, la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo, el camino en el desierto hasta la entrada a la tierra prometida (vv.10-20). Estamos en el momento originario de la historia de Israel. Dios ha intervenido potentemente para llevar a su pueblo a la libertad; a través de Moisés, su enviado, se ha impuesto al faraón revelándose en toda su grandeza y, finalmente, ha vencido la resistencia de los egipcios con el terrible flagelo de la muerte de los primogénitos. Así Israel puede dejar el país de la esclavitud, con el oro de sus opresores (cf. Ex 12,35-36), “con la mano alzada” (Ex 14,8), en el signo exultante de la victoria. También en el Mar Rojo, el Señor actúa con poder misericordioso.
Ante un Israel aterrorizado por la visión de los egipcios que los persiguen, hasta el punto de que se lamentan de haber dejado Egipto (cf. Ex 14,10-12), Dios, come dice nuestro Salmo, “el mar de Suf partió en dos […] por medio a Israel hizo pasar […] hundió en él al faraón con sus huestes” (vv. 13-15). La imagen del Mar Rojo “partido” en dos, parece evocar la idea del mar como un gran monstruo que se corta en dos trozos y que resulta inofensivo. El poder del Señor vence la peligrosidad de las fuerzas de la naturaleza y de las militares puestas en juego por los hombres: el mar, que parece bloquear el camino al pueblo de Dios, deja pasar a Israel a pie seco y después se cierra sobre los Egipcios ahogándolos. “Mano potente y tenso brazo” del Señor (cf. Dt 5,15; 7,19; 26,8) se muestran así en toda su fuerza salvífica: el injusto opresor ha sido vencido, ahogado en las aguas, mientras que el pueblo de Dios “pasa por medio” de ellas para continuar su camino hacia la libertad.
A este camino se refiere nuestro Salmo recordando, con una frase brevísima, el largo peregrinar de Israel hacia la tierra prometida: “Guió a su pueblo en el desierto, porque es eterno su amor” (v.16). Estas pocas palabras contienen una experiencia de cuarenta años, un tiempo decisivo para Israel que, dejándose guiar por el Señor, aprende a vivir en la fe, en la obediencia y en la docilidad a la ley de Dios. Son años difíciles, marcados por la dureza de la vida en el desierto, aunque también son años felices, de confianza en el Señor, de confianza filial; es el tiempo de la “juventud”, como lo define el profeta Jeremías hablando a Israel, en nombre del Señor, con expresiones llenas de ternura y de nostalgia: “De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada (Jr 2,2). El Señor, como el pastor del Salmo 23 que ya hemos visto en otra catequesis, durante cuarenta años guió a su pueblo, lo educó y amó, llevándolo hasta la tierra prometida, venciendo también las resistencias y hostilidades de pueblos enemigos que querían obstaculizar el camino de la salvación (cf. vv. 17-20).
En la descripción de las “grandes maravillas” que nuestro Salmo enumera, se llega al momento del don final, del cumplimiento de la promesa divina hecha a los Padres: “Y dio sus tierras en herencia, porque es eterno su amor; en herencia a su siervo Israel, porque es eterno su amor (vv. 21-22). En la celebración del amor eterno del Señor, se hace ahora memoria del don de la tierra, un don que el pueblo debe recibir pero sin poseer, viviendo continuamente con un comportamiento de acogida consciente y agradecida. Israel recibe el territorio donde habitar como “herencia”, un término que designa de un modo genérico la posesión de un bien recibido de otro, un derecho de propiedad que, de forma específica, hace referencia al patrimonio paterno. Una de las prerrogativas de Dios es la de “dar”; y ahora al final del camino del éxodo, Israel, destinatario del don, como un hijo, entra en el país de la promesa realizada. Ha terminado el tiempo del vagabundeo, bajo las tiendas, en una vida marcada por la precariedad. Ahora ha comenzado el tiempo feliz de la estabilidad, de la alegría de construir casas, de plantar las viñas, de vivir en la seguridad (cf. Dt 8,7-13). Pero es también el tiempo de la tentación de los ídolos, de la contaminación con los paganos, de la autosuficiencia que hace caer en el olvido el Origen del don. Por esto el Salmista menciona la humillación y los enemigos, una realidad de muerte en la que el Señor, de nuevo, se revela como Salvador: “En nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es eterno su amor; y nos libró de nuestros adversarios, ¡porque es eterno su amor! (vv. 23-24).
En este punto nace la pregunta: ¿Cómo podemos hacer de este Salmo nuestra oración, cómo podemos apropiarnos, por nuestra oración, de este Salmo? Es muy importante el marco del Salmo, al principio y al final: está la creación. Volveremos a este punto: la creación como el gran don de Dios del que vivimos, en el que Él se revela en su bondad y en su grandeza. Por tanto, tener presente la creación como don de Dios es un punto común para todos nosotros. Después continúa la historia de salvación. Naturalmente podemos decir: esta liberación de Egipto, el tiempo del desierto, la entrada en la Tierra Santa y después los demás problemas, están muy lejanos de nosotros, no es nuestra historia. Pero debemos estar atentos a la estructura fundamental de esta oración. La estructura fundamental es que Israel se acuerda de la bondad del Señor. En esta historia hay muchos valles oscuros, muchos momentos de dificultades y de muerte, pero Israel se acuerda de que Dios era bueno y puede sobrevivir en este valle oscuro, en este valle de muerte porque se acuerda. Tiene el recuerdo de la bondad del Señor, de su poder; su misericordia es eterna. Y esto es importante también para nosotros: acordarnos de la bondad del Señor. La memoria se convierte en fuerza de la esperanza. El recuerdo nos dice: Dios está, Dios es bueno, eterna es su misericordia. Y así el recuerdo abre, incluso en la oscuridad de un día, de un momento, el camino hacia el futuro: es la luz y la estrella que nos guía. También nosotros tenemos un recuerdo del bien, del amor misericordioso, eterno de Dios. La historia de Israel ya es un memorial también para nosotros, cómo se muestra Dios, cómo se ha creado un pueblo. Después Dios se ha hecho hombre, uno de nosotros: ha vivido con nosotros, ha sufrido con nosotros, ha muerto por nosotros. Permanece con nosotros en el Sacramento y en la Palabra. Es una historia, un memorial de la bondad de Dios que nos asegura su bondad: su amor es eterno. Y también en estos dos mil años de historia de la Iglesia, está siempre, la bondad del Señor. Después del periodo oscuro de la persecución nazi y comunista, Dios nos ha liberado, ha mostrado que es bueno, que tiene fuerza, que su misericordia vale para siempre. Y, como en la historia común, colectiva, está presente esta memoria de la bondad de Dios, nos ayuda, se convierte en estrella de esperanza, de manera que cada uno tiene su historia personal de salvación, y debemos hacer un tesoro de esta historia, tener siempre presentes en la memoria las grandes cosas que Dios ha hecho en mi vida, para tener confianza: su misericordia es eterna. Y si hoy estoy en la noche oscura, mañana Él me libera porque su misericordia es eterna.
Volvamos al Salmo, porque, al final, vuelve a la creación. El Señor -dice así- “Él da el pan a toda carne, porque es eterno su amor” (v. 25). La oración del Salmo se concluye con una invitación a la alabanza: “¡Dad gracias al Dios de los cielos, porque es eterno su amor!”. El Señor es el Padre bueno y providente, que da la herencia a sus propios hijos y el alimento para que todos vivan. El Dios que ha creado los cielos y la tierra y las grandes luces celestes, que entra en la historia de los hombres para llevar a la salvación a todos sus hijos, es el Dios que llena el universo con su presencia de bien, cuidando la vida y dando el pan. El invisible poder del Creador y Señor cantado en el Salmo se revela en la pequeña visibilidad del pan que nos da, con el que nos hace vivir. Y así este pan cotidiano simboliza y sintetiza el amor de Dios como Padre, y nos abre al cumplimiento del Nuevo Testamento, a aquel “pan de la vida”, la Eucaristía, que nos acompaña en nuestra existencia de creyentes, anticipando la alegría definitiva del banquete mesiánico en el Cielo.
Hermanos y hermanas, la alabanza del Salmo 136 nos ha hecho recorrer las etapas más importantes de la historia de la salvación, hasta alcanzar el misterio pascual, en el que la acción salvadora de Dios llega a su culmen. Con alegría consciente celebramos, por tanto, al Creador, Salvador y Padre fiel, que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios se hace hombre para dar vida, para salvarnos a cada uno de nosotros, y se da como pan en el misterio eucarístico para hacernos entrar en su alianza que nos convierte en hijos. A todo esto llega la misericordia de Dios y la sublimidad de “su amor eterno”.
Quisiera concluir esta catequesis haciendo mías las palabras que San Juan escribe en su Primera Carta y que debemos tener siempre presentes en nuestra oración “¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1Jn 3,1). Gracias.
[Después, saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En italiano, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas, dirijo una bienvenida cordial a los peregrinos de lengua italiana. En especial, un particular saludo a los fieles de Florencia, acompañados por su pastor monseñor Giuseppe Betori, que han venido aquí en ocasión del 25° aniversario de la beatificación de Sor Teresa María de la Cruz; espero que, con el ejemplo de tal discípula fiel de Cristo, todos puedan testificar, con renovado fervor, el Evangelio de la caridad. Saludo a los fieles de Rogliano y les animo a proseguir con generosidad en el camino de la fidelidad a la Iglesia.
Saludo, finalmente, a los enfermos, a los recién casados y a los jóvenes, en especial a los confirmandos de la diócesis de Faenza-Modigliana, dirigidos por monseñor Claudio Stagni. Ayer celebramos la fiesta de San Lucas evangelista. Que su amor por Cristo os sostenga a vosotros, enfermos, y os ayude a aceptar los sufrimientos en unión con el divino Maestro; os animo a vosotros, queridos recién casados, a vivir con plenitud el Sacramento del Matrimonio, y favorezca en vosotros, jóvenes, una adhesión cada vez más convencida a la Palabra de salvación para testimoniarla con alegría a vuestros coetáneos.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Hoy querría meditar con vosotros un Salmo que resume toda la historia de salvación de la que el Antiguo Testamento nos da testimonio. Se trata de un gran himno de alabanza que celebra al Señor en las múltiples, repetidas manifestaciones de su bondad a través de la historia de los hombres: es el Salmo 136, o 135 según la tradición greco-latina.
Solemne oración de acción de gracias, conocido como el “Gran Hallel”, este Salmo se canta tradicionalmente al final de la cena pascual hebrea y Jesús probablemente también lo rezó en la última Pascua celebrada con los discípulos; a eso parece que se refiere la nota de los Evangelistas: “Y cantados los himnos, salieron hacia el monte de los Olivos” (cf. Mt 26,30; Mc 14,26). El horizonte de la alabanza ilumina así el difícil camino hacia el Gólgota. Todo el Salmo 136 se desarrolla en forma de letanía con la repetición de la antífona “porque su amor es para siempre”. A través de la composición se enumeran los muchos prodigios de Dios en la historia de los hombres y sus continuas intervenciones a favor de su pueblo; y a cada proclamación de la acción salvífica del Señor responde la antífona con la motivación fundamental de la alabanza: el amor eterno de Dios, un amor que, según el término judío utilizado, implica fidelidad, misericordia, bondad, gracia, ternura. Y este es el motivo que une todo el Salmo, repetido siempre de forma similar, mientras cambian las manifestaciones puntuales y paradigmáticas: la creación, la liberación del éxodo, el don de la tierra, la ayuda providencial y constante del Señor hacia su pueblo y a cada criatura.
Después de una triple invitación al agradecimiento al Dios soberano (vv. 1-3), se celebra al Señor como aquel que hace “grandes maravillas” (v.4), la primera de las cuales es la creación: el cielo, la tierra, los astros (vv. 5-9). El mundo creado no es un simple escenario en el que se inserta la actuación salvífica de Dios, sino que es el inicio de esta actuación maravillosa. Con la Creación, el Señor se manifiesta en toda su bondad y belleza, se compromete con la vida, revelando una voluntad de bien de la que emana toda actuación de salvación. Y en nuestro Salmo, haciéndose eco del primer capítulo del Génesis, el mundo creado se resume es sus elementos principales, insistiendo, especialmente, en los astros, el sol, la luna, las estrellas, criaturas magníficas que gobiernan el día y la noche. No se habla aquí de la creación del ser humano, pero está presente; el sol y la luna son para él -para el hombre-, para calcular el tiempo del hombre, poniéndolo en relación con el Creador, sobre todo a través de la indicación de los tiempos litúrgicos.
Y es la misma fiesta de Pascua la que se evoca poco después, cuando pasando a la manifestación de Dios en la historia, se inicia el gran suceso de la liberación de la esclavitud de los egipcios, del éxodo, marcado con sus elementos más significativos: la liberación de Egipto con la plaga de los primogénitos egipcios, la salida de Egipto, el paso del Mar Rojo, el camino en el desierto hasta la entrada a la tierra prometida (vv.10-20). Estamos en el momento originario de la historia de Israel. Dios ha intervenido potentemente para llevar a su pueblo a la libertad; a través de Moisés, su enviado, se ha impuesto al faraón revelándose en toda su grandeza y, finalmente, ha vencido la resistencia de los egipcios con el terrible flagelo de la muerte de los primogénitos. Así Israel puede dejar el país de la esclavitud, con el oro de sus opresores (cf. Ex 12,35-36), “con la mano alzada” (Ex 14,8), en el signo exultante de la victoria. También en el Mar Rojo, el Señor actúa con poder misericordioso.
Ante un Israel aterrorizado por la visión de los egipcios que los persiguen, hasta el punto de que se lamentan de haber dejado Egipto (cf. Ex 14,10-12), Dios, come dice nuestro Salmo, “el mar de Suf partió en dos […] por medio a Israel hizo pasar […] hundió en él al faraón con sus huestes” (vv. 13-15). La imagen del Mar Rojo “partido” en dos, parece evocar la idea del mar como un gran monstruo que se corta en dos trozos y que resulta inofensivo. El poder del Señor vence la peligrosidad de las fuerzas de la naturaleza y de las militares puestas en juego por los hombres: el mar, que parece bloquear el camino al pueblo de Dios, deja pasar a Israel a pie seco y después se cierra sobre los Egipcios ahogándolos. “Mano potente y tenso brazo” del Señor (cf. Dt 5,15; 7,19; 26,8) se muestran así en toda su fuerza salvífica: el injusto opresor ha sido vencido, ahogado en las aguas, mientras que el pueblo de Dios “pasa por medio” de ellas para continuar su camino hacia la libertad.
A este camino se refiere nuestro Salmo recordando, con una frase brevísima, el largo peregrinar de Israel hacia la tierra prometida: “Guió a su pueblo en el desierto, porque es eterno su amor” (v.16). Estas pocas palabras contienen una experiencia de cuarenta años, un tiempo decisivo para Israel que, dejándose guiar por el Señor, aprende a vivir en la fe, en la obediencia y en la docilidad a la ley de Dios. Son años difíciles, marcados por la dureza de la vida en el desierto, aunque también son años felices, de confianza en el Señor, de confianza filial; es el tiempo de la “juventud”, como lo define el profeta Jeremías hablando a Israel, en nombre del Señor, con expresiones llenas de ternura y de nostalgia: “De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada (Jr 2,2). El Señor, como el pastor del Salmo 23 que ya hemos visto en otra catequesis, durante cuarenta años guió a su pueblo, lo educó y amó, llevándolo hasta la tierra prometida, venciendo también las resistencias y hostilidades de pueblos enemigos que querían obstaculizar el camino de la salvación (cf. vv. 17-20).
En la descripción de las “grandes maravillas” que nuestro Salmo enumera, se llega al momento del don final, del cumplimiento de la promesa divina hecha a los Padres: “Y dio sus tierras en herencia, porque es eterno su amor; en herencia a su siervo Israel, porque es eterno su amor (vv. 21-22). En la celebración del amor eterno del Señor, se hace ahora memoria del don de la tierra, un don que el pueblo debe recibir pero sin poseer, viviendo continuamente con un comportamiento de acogida consciente y agradecida. Israel recibe el territorio donde habitar como “herencia”, un término que designa de un modo genérico la posesión de un bien recibido de otro, un derecho de propiedad que, de forma específica, hace referencia al patrimonio paterno. Una de las prerrogativas de Dios es la de “dar”; y ahora al final del camino del éxodo, Israel, destinatario del don, como un hijo, entra en el país de la promesa realizada. Ha terminado el tiempo del vagabundeo, bajo las tiendas, en una vida marcada por la precariedad. Ahora ha comenzado el tiempo feliz de la estabilidad, de la alegría de construir casas, de plantar las viñas, de vivir en la seguridad (cf. Dt 8,7-13). Pero es también el tiempo de la tentación de los ídolos, de la contaminación con los paganos, de la autosuficiencia que hace caer en el olvido el Origen del don. Por esto el Salmista menciona la humillación y los enemigos, una realidad de muerte en la que el Señor, de nuevo, se revela como Salvador: “En nuestra humillación se acordó de nosotros, porque es eterno su amor; y nos libró de nuestros adversarios, ¡porque es eterno su amor! (vv. 23-24).
En este punto nace la pregunta: ¿Cómo podemos hacer de este Salmo nuestra oración, cómo podemos apropiarnos, por nuestra oración, de este Salmo? Es muy importante el marco del Salmo, al principio y al final: está la creación. Volveremos a este punto: la creación como el gran don de Dios del que vivimos, en el que Él se revela en su bondad y en su grandeza. Por tanto, tener presente la creación como don de Dios es un punto común para todos nosotros. Después continúa la historia de salvación. Naturalmente podemos decir: esta liberación de Egipto, el tiempo del desierto, la entrada en la Tierra Santa y después los demás problemas, están muy lejanos de nosotros, no es nuestra historia. Pero debemos estar atentos a la estructura fundamental de esta oración. La estructura fundamental es que Israel se acuerda de la bondad del Señor. En esta historia hay muchos valles oscuros, muchos momentos de dificultades y de muerte, pero Israel se acuerda de que Dios era bueno y puede sobrevivir en este valle oscuro, en este valle de muerte porque se acuerda. Tiene el recuerdo de la bondad del Señor, de su poder; su misericordia es eterna. Y esto es importante también para nosotros: acordarnos de la bondad del Señor. La memoria se convierte en fuerza de la esperanza. El recuerdo nos dice: Dios está, Dios es bueno, eterna es su misericordia. Y así el recuerdo abre, incluso en la oscuridad de un día, de un momento, el camino hacia el futuro: es la luz y la estrella que nos guía. También nosotros tenemos un recuerdo del bien, del amor misericordioso, eterno de Dios. La historia de Israel ya es un memorial también para nosotros, cómo se muestra Dios, cómo se ha creado un pueblo. Después Dios se ha hecho hombre, uno de nosotros: ha vivido con nosotros, ha sufrido con nosotros, ha muerto por nosotros. Permanece con nosotros en el Sacramento y en la Palabra. Es una historia, un memorial de la bondad de Dios que nos asegura su bondad: su amor es eterno. Y también en estos dos mil años de historia de la Iglesia, está siempre, la bondad del Señor. Después del periodo oscuro de la persecución nazi y comunista, Dios nos ha liberado, ha mostrado que es bueno, que tiene fuerza, que su misericordia vale para siempre. Y, como en la historia común, colectiva, está presente esta memoria de la bondad de Dios, nos ayuda, se convierte en estrella de esperanza, de manera que cada uno tiene su historia personal de salvación, y debemos hacer un tesoro de esta historia, tener siempre presentes en la memoria las grandes cosas que Dios ha hecho en mi vida, para tener confianza: su misericordia es eterna. Y si hoy estoy en la noche oscura, mañana Él me libera porque su misericordia es eterna.
Volvamos al Salmo, porque, al final, vuelve a la creación. El Señor -dice así- “Él da el pan a toda carne, porque es eterno su amor” (v. 25). La oración del Salmo se concluye con una invitación a la alabanza: “¡Dad gracias al Dios de los cielos, porque es eterno su amor!”. El Señor es el Padre bueno y providente, que da la herencia a sus propios hijos y el alimento para que todos vivan. El Dios que ha creado los cielos y la tierra y las grandes luces celestes, que entra en la historia de los hombres para llevar a la salvación a todos sus hijos, es el Dios que llena el universo con su presencia de bien, cuidando la vida y dando el pan. El invisible poder del Creador y Señor cantado en el Salmo se revela en la pequeña visibilidad del pan que nos da, con el que nos hace vivir. Y así este pan cotidiano simboliza y sintetiza el amor de Dios como Padre, y nos abre al cumplimiento del Nuevo Testamento, a aquel “pan de la vida”, la Eucaristía, que nos acompaña en nuestra existencia de creyentes, anticipando la alegría definitiva del banquete mesiánico en el Cielo.
Hermanos y hermanas, la alabanza del Salmo 136 nos ha hecho recorrer las etapas más importantes de la historia de la salvación, hasta alcanzar el misterio pascual, en el que la acción salvadora de Dios llega a su culmen. Con alegría consciente celebramos, por tanto, al Creador, Salvador y Padre fiel, que “tanto amó al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios se hace hombre para dar vida, para salvarnos a cada uno de nosotros, y se da como pan en el misterio eucarístico para hacernos entrar en su alianza que nos convierte en hijos. A todo esto llega la misericordia de Dios y la sublimidad de “su amor eterno”.
Quisiera concluir esta catequesis haciendo mías las palabras que San Juan escribe en su Primera Carta y que debemos tener siempre presentes en nuestra oración “¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1Jn 3,1). Gracias.
[Después, saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En italiano, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas, dirijo una bienvenida cordial a los peregrinos de lengua italiana. En especial, un particular saludo a los fieles de Florencia, acompañados por su pastor monseñor Giuseppe Betori, que han venido aquí en ocasión del 25° aniversario de la beatificación de Sor Teresa María de la Cruz; espero que, con el ejemplo de tal discípula fiel de Cristo, todos puedan testificar, con renovado fervor, el Evangelio de la caridad. Saludo a los fieles de Rogliano y les animo a proseguir con generosidad en el camino de la fidelidad a la Iglesia.
Saludo, finalmente, a los enfermos, a los recién casados y a los jóvenes, en especial a los confirmandos de la diócesis de Faenza-Modigliana, dirigidos por monseñor Claudio Stagni. Ayer celebramos la fiesta de San Lucas evangelista. Que su amor por Cristo os sostenga a vosotros, enfermos, y os ayude a aceptar los sufrimientos en unión con el divino Maestro; os animo a vosotros, queridos recién casados, a vivir con plenitud el Sacramento del Matrimonio, y favorezca en vosotros, jóvenes, una adhesión cada vez más convencida a la Palabra de salvación para testimoniarla con alegría a vuestros coetáneos.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: "Recordar la centralidad de la fe en perspectiva misionera" Angelus 16 de octubre 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
Ayer y hoy ha tenido lugar en el Vaticano un importante encuentro sobre el tema de la nueva evangelización, encuentro que concluyó esta mañana con la Celebración eucarística por mí presidida en la Basílica de San Pedro. La iniciativa, organizada por el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, tenía el objetivo principal de profundizar en los ámbitos de un renovado anuncio del Evangelio en los Países de antigua tradición cristiana, y al mismo tiempo ha propuesto algunos testimonios y experiencias significativas. A esta invitación han respondido numerosas personas de todas partes del mundo, comprometidas en esta misión, que ya el Beato Juan Pablo II había claramente indicado a la Iglesia como un urgente y apasionante desafío. Él, en la huella del Concilio Vaticano II y de aquel que puso en marcha su actuación -el Papa Pablo VI- ha sido de hecho tanto un incansable defensor de la misión ad gentes, o sea a los pueblos y a los territorios donde el Evangelio aún no ha echado raíces, como un heraldo de la nueva evangelización. Son, estos, aspectos de la única misión de la Iglesia, y es por lo tanto significativo considerarlos juntos en este mes de octubre, caracterizado por la celebración de la Jornada Misionera Mundial, precisamente el próximo domingo.
Como he hecho hace poco durante la homilía de la Misa, con gusto aprovecho de esta ocasión para anunciar que he decidido convocar un especial “Año de la Fe”, que comenzará el 11 de octubre de 2012 –50° aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II– y concluirá el 24 de noviembre de 2013, Solemnidad de Cristo Rey del universo. Las motivaciones, las finalidades y las líneas directivas de este “Año”, las he expuesto en una Carta Apostólica que será publicada en los próximos días. El Siervo de Dios Pablo VI convocó un análogo “Año de la fe” en 1967, con ocasión del décimo noveno centenario del martirio de los Apóstoles Pedro y Pablo, durante un periodo de grandes cambios culturales. Considero que, transcurrido medio siglo de la apertura del Concilio, ligada a la feliz memoria del Beato Juan XXIII, sea oportuno recordar la belleza y la centralidad de la fe, la exigencia de reforzarla y profundizarla a nivel personal y comunitario, y hacerlo en perspectiva no tanto celebrativa, sino más bien misionera, en la perspectiva, justamente, de la misión ad gentes y de la nueva evangelización.
Queridos amigos, en la Liturgia de este domingo se lee lo que san Pablo escribió a los Tesalonicenses: “Os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión”. Que esta palabra del Apóstol de las gentes sea auspicio y programa para los misioneros de hoy –sacerdotes, religiosos y laicos– comprometidos en anunciar a Cristo a quien no lo conoce, o a quien lo ha reducido a simple personaje histórico. Que la Virgen María ayude a cada cristiano a ser un válido testimonio del Evangelio.
[Después del Ángelus, saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana y a los que se unen a la misma a través de los medios de comunicación social. Invito a todos a identificarse cada día más con Jesucristo, para que, fieles a los compromisos bautismales y con la fuerza del Espíritu Santo, lleven por doquier la Buena Noticia del Evangelio, con una fe activa, una esperanza firme y una caridad ardiente. Encomendemos esta misión, siempre nueva, a la ayuda y protección de la Madre de Dios, María Santísima. Feliz Domingo.
[En polaco, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas polacos. Os saludo cordialmente a todos y especialmente a los participantes del encuentro sobre nueva evangelización. Saludo a todos los que se dedican a ella. Pidamos al Espíritu Santo que la fuerza del Evangelio penetre las familias, los ambientes de trabajo, el mundo de la cultura, la política, la vida social,… Que gracias a nuestro testimonio “la palabra de Dios crezca y se multiplique” (Hch 12,24). Os bendigo de todo corazón.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
Ayer y hoy ha tenido lugar en el Vaticano un importante encuentro sobre el tema de la nueva evangelización, encuentro que concluyó esta mañana con la Celebración eucarística por mí presidida en la Basílica de San Pedro. La iniciativa, organizada por el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, tenía el objetivo principal de profundizar en los ámbitos de un renovado anuncio del Evangelio en los Países de antigua tradición cristiana, y al mismo tiempo ha propuesto algunos testimonios y experiencias significativas. A esta invitación han respondido numerosas personas de todas partes del mundo, comprometidas en esta misión, que ya el Beato Juan Pablo II había claramente indicado a la Iglesia como un urgente y apasionante desafío. Él, en la huella del Concilio Vaticano II y de aquel que puso en marcha su actuación -el Papa Pablo VI- ha sido de hecho tanto un incansable defensor de la misión ad gentes, o sea a los pueblos y a los territorios donde el Evangelio aún no ha echado raíces, como un heraldo de la nueva evangelización. Son, estos, aspectos de la única misión de la Iglesia, y es por lo tanto significativo considerarlos juntos en este mes de octubre, caracterizado por la celebración de la Jornada Misionera Mundial, precisamente el próximo domingo.
Como he hecho hace poco durante la homilía de la Misa, con gusto aprovecho de esta ocasión para anunciar que he decidido convocar un especial “Año de la Fe”, que comenzará el 11 de octubre de 2012 –50° aniversario de la apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II– y concluirá el 24 de noviembre de 2013, Solemnidad de Cristo Rey del universo. Las motivaciones, las finalidades y las líneas directivas de este “Año”, las he expuesto en una Carta Apostólica que será publicada en los próximos días. El Siervo de Dios Pablo VI convocó un análogo “Año de la fe” en 1967, con ocasión del décimo noveno centenario del martirio de los Apóstoles Pedro y Pablo, durante un periodo de grandes cambios culturales. Considero que, transcurrido medio siglo de la apertura del Concilio, ligada a la feliz memoria del Beato Juan XXIII, sea oportuno recordar la belleza y la centralidad de la fe, la exigencia de reforzarla y profundizarla a nivel personal y comunitario, y hacerlo en perspectiva no tanto celebrativa, sino más bien misionera, en la perspectiva, justamente, de la misión ad gentes y de la nueva evangelización.
Queridos amigos, en la Liturgia de este domingo se lee lo que san Pablo escribió a los Tesalonicenses: “Os fue predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión”. Que esta palabra del Apóstol de las gentes sea auspicio y programa para los misioneros de hoy –sacerdotes, religiosos y laicos– comprometidos en anunciar a Cristo a quien no lo conoce, o a quien lo ha reducido a simple personaje histórico. Que la Virgen María ayude a cada cristiano a ser un válido testimonio del Evangelio.
[Después del Ángelus, saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana y a los que se unen a la misma a través de los medios de comunicación social. Invito a todos a identificarse cada día más con Jesucristo, para que, fieles a los compromisos bautismales y con la fuerza del Espíritu Santo, lleven por doquier la Buena Noticia del Evangelio, con una fe activa, una esperanza firme y una caridad ardiente. Encomendemos esta misión, siempre nueva, a la ayuda y protección de la Madre de Dios, María Santísima. Feliz Domingo.
[En polaco, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas polacos. Os saludo cordialmente a todos y especialmente a los participantes del encuentro sobre nueva evangelización. Saludo a todos los que se dedican a ella. Pidamos al Espíritu Santo que la fuerza del Evangelio penetre las familias, los ambientes de trabajo, el mundo de la cultura, la política, la vida social,… Que gracias a nuestro testimonio “la palabra de Dios crezca y se multiplique” (Hch 12,24). Os bendigo de todo corazón.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: "Debemos permanecer siempre abiertos a la esperanza" Audiencia del 12 de octubre 2011
Queridos hermanos y hermanas,
en las anteriores catequesis hemos meditado sobre algunos Salmos de lamento y de fe. Hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre un Salmo de tipo festivo, una oración que, en la alegría, habla de las maravillas de Dios. Es el Salmo 126 -según la numeración greco-latina el 125-, que celebra las grandes cosas que el Señor ha realizado en su pueblo y que continuamente realiza en todos los creyentes.
El Salmista, en nombre de todo Israel, comienza su oración recordando la experiencia exultante de la salvación:
“Cuando Yaveh hizo volver a los cautivos de Sión,
como soñando nos quedamos;
entonces se llenó de risa nuestra boca
y nuestros labios de gritos de alegría” (vv. 1-2a).
El Salmo habla de una “suerte restablecida”, es decir restituida a su estado original, en toda su anterior positividad. Es decir, se parte de una situación de sufrimiento y de necesidad a la que Dios responde dando la salvación y llevando al orante a la condición anterior, incluso enriquecida y mejorada. Es lo que le sucede a Job, cuando el Señor le devuelve todo lo que había perdido, redoblándolo y ampliando una bendición todavía mayor (cfr Jb 42,10-13), es lo que experimenta el pueblo de Israel cuando vuelve a su patria tras el exilio en Babilonia. Es justamente la referencia al fin de la deportación en tierra extranjera lo que se interpreta en este Salmo: la expresión “restablecer la suerte de Sión” es leída y comprendida por la tradición como un “hacer volver a los prisioneros de Sión”. En efecto, el retorno del exilio es el paradigma de toda intervención divina de salvación porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia han sido unas experiencias devastadoras para el pueblo elegido, no sólo sobre el plano político y social, sino también y sobre todo en el plano religioso y espiritual. La pérdida de la tierra, el final de la monarquía davídica y la destrucción del Templo parecen un desmentido de las promesas divinas, y el pueblo de la alianza, dispersado entre los paganos, se interroga dolorosamente sobre un Dios que parece haberlos abandonado. Por esto, el final de la deportación y el retorno a la patria se experimentan como un maravilloso retorno a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es un “restablecimiento de la suerte” que implica también la conversión del corazón, el perdón, la amistad reencontrada con Dios, la conciencia de su misericordia y la renovada posibilidad de alabarlo (cfr Jr 29,12-14; 30,18-20; 33,6-11; Ez 39,25-29). Se trata de una experiencia de alegría abrumadora, de sonrisas y de gritos de júbilo, talmente bella que “nos parece soñar”. Las intervenciones divinas tienen, a menudo, formas inesperadas, que van más allá de lo que el hombre pueda imaginar; de aquí la maravilla y el gozo que se expresan en la alabanza: “El Señor ha hecho cosas grandes”. Es lo que dicen las naciones y es lo que proclama Israel:
“Hasta los mismos paganos decían:
'¡El Señor hizo por ellos grandes cosas!'.
¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros
y estamos rebosantes de alegría!” (vv. 2b-3).
Dios hace maravillas en la historia de los hombres. Realizando la salvación, se revela a todos como Señor potente y misericordioso, refugio del oprimido, que no se olvida del lamento de los pobres (cfr Sal 9,10.13), que ama la justicia y el derecho y de cuyo amor está llena la tierra (cfr Sal 33,5).
Por esto, ante la liberación del pueblo de Israel, todas las gentes reconocen las cosas grandes y estupendas que Dios realiza para su pueblo y celebran al Señor en su realidad de Salvador. Israel se hace eco de la proclamación de las naciones y la repite, pero como protagonista, como directo destinatario de la acción divina: “Grandes cosas ha hecho el Señor por nosotros”; “por nosotros” o más precisamente “con nosotros”, en hebreo ‘immanû, afirmando así esta relación privilegiada que el Señor tiene con sus elegidos y que encontrará en el nombre Emmanuel, "Dios con nosotros", con el que se conoce a Jesús, su culmen y su plena manifestación (cfr Mt 1,23).
Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración debemos considerar más a menudo como, en los sucesos de nuestra vida, el Señor nos ha protegido, guiado, ayudado y así alabarlo por todo lo que ha hecho por nosotros. Debemos estar atentos a las cosas buenas que el Señor nos da. Estamos siempre pendientes de los problemas, las dificultades y casi no queremos darnos cuentas de las cosas buenas que vienen del Señor. Esta atención, que se convierte en gratitud, es muy importante para nosotros y nos crea un recuerdo del bien que nos ayuda también en las horas de oscuridad. Dios realiza cosas grandes, y quien experimenta esto -atento a la bondad del Señor con la atención del corazón- está lleno de alegría. Con esta nota festiva se concluye la primera parte del Salmo. Ser salvados y volver a la patria del exilio es como volver a la vida: la liberación abre a la risa, pero junto a la esperanza de un cumplimiento que todavía hay que desear y pedir. Esta es la segunda parte del Salmo que dice así:
“¡Cambia, Señor, nuestra suerte
como los torrentes del Négueb!
Los que siembran entre lágrimas
cosecharán entre canciones.
El sembrador va llorando
cuando esparce la semilla,
pero vuelve cantando
cuando trae las gavillas” (vv. 4-6)
Si al comienzo de la oración, el Salmista celebraba la alegría de una suerte restablecida por el Señor, ahora la pide como una cosa que no se ha realizado todavía. Si se aplica este Salmo a la vuelta del exilio, esta aparente contradicción se explicaría con la experiencia histórica, vivida por Israel, de vuelta a una patria difícil, sólo parcial, que induce al orante a solicitar una ulterior intervención divina para llevar a plenitud la restauración del pueblo.
Pero el Salmo va más allá del dato puramente histórico para abrirse a dimensiones más amplias, de tipo teológico. La experiencia consoladora de la liberación de Babilonia está inacabada, “ya” sucedida, pero “aún no” ha llegado a su plenitud. Así, mientras en la alegría se celebra la salvación recibida, la oración se abre a la esperanza de una plena realización. Por esto el Salmo utiliza imágenes particulares que, con su complejidad, remiten a la realidad misteriosa de la redención, en la que se entrelazan el don recibido y el que todavía no ha llegado, vida y muerte, alegría soñadora y lágrimas penosas. La primera imagen hace referencia a los torrentes secos del Négueb, que con las lluvias se colman de aguas impetuosas que devuelven la vida al terreno seco y lo hacen reflorecer. La petición del Salmista es, por tanto, que el restablecimiento de la suerte del pueblo y la vuelta del exilio sean como el agua, abrumadora e imparable, y capaz de transformar el desierto en una inmensa región de hierba verde y flores.
La segunda imagen se desplaza de las colinas áridas y rocosas del Négueb a los campos que los agricultores cultivan para obtener el alimento. Para hablar de salvación, se recuerda aquí la experiencia de cada año que se renueva en el mundo agrícola: el momento difícil y fatigoso de la siembra, y la alegría tremenda de la recogida. Una siembra que se acompaña con las lágrimas, porque se tira lo que todavía se podría convertir en pan, exponiéndose a una espera llena de inseguridades: campesino trabaja, prepara el terreno, esparce la semilla, pero, como tan bien ilustra la parábola del sembrador, no sabe donde acerá esta semilla, si los pájaros se la comerán, si se echará raíces, si se convertirá en espiga (cfr Mt 13,3-9; Mc 4,2-9; Lc 8,4-8). Esparcir la semilla es un gesto de confianza y de esperanza; es necesario el trabajo del hombre, pero luego se entra en una espera impotente, sabiendo que muchos factores serán determinantes para el buen resultado de la recogida y que el riesgo de un fracaso está siempre presente. Pero, año tras año, el campesino repite su gesto y lanza su semilla. Cuando esta se convierte en espiga y los campos se llenan de mies, entonces aparece la alegría de quien está ante un prodigio extraordinario. Jesús conocía bien esta experiencia y hablaba de ella con los suyos: “Decía: 'Así es el Reino de Dios: como un hombre que lanza la semilla en el terreno; duerma o vele, de noche o de día, la semilla germina y crece. Cómo, él mismo no lo sabe” (Mc 4,26-27). Es el misterio escondido de la vida, son las maravillosas “cosas grandes” de la salvación que el Señor realiza en la historia de los hombres y cuyo secreto los hombres ignoran. La intervención divina, cuando se manifiesta en plenitud, muestra una dimensión abrumadora, como los torrentes del Négueb y como el grano de los campos, evocador este último de la desproporción típica de las cosas de Dios: desproporción entre el cansancio de la siembra y la inmensa alegría de la recogida, entre el ansia de la espera y la visión tranquilizadora de los graneros llenos, entre las pequeñas semillas lanzadas a la tierra y la visión de las gavillas doradas por el sol. En la cosecha todo se transforma, el llanto termina, deja su lugar a gritos de alegría exultante.
A todo esto se refiere el Salmista para hablar de la salvación, de la liberación, del restablecimiento de la suerte, del retorno del exilio. La deportación a Babilonia, como toda situación de sufrimiento y de crisis, con su oscuridad dolorosa hecha de dudas y de aparente lejanía de Dios, en realidad, dice nuestro Salmo, es como una siembra. En el Misterio de Cristo, a la luz del Nuevo Testamento, el mensaje se hace más explícito y claro: el creyente que atraviesa esa oscuridad es como el grano de trigo que cae en tierra y muere, pero para dar mucho fruto (cfr Jn 12,24); o bien, retomando otra imagen querida por Jesús, es como la mujer que sufre con los dolores del parto para poder llegar a la gloria de haber dado a la luz una vida nueva (cfr Jn 16,21).
Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos enseña que, en nuestra oración, debemos permanecer siempre abiertos a la esperanza y firmes en la fe en Dios. Nuestra historia, aunque marcada a menudo por el dolor, las inseguridades y momentos de crisis, es una historia de salvación y de “restablecimiento de la suerte”. En Jesús termina nuestro exilio, toda lágrima se enjuga, en el misterio de su Cruz, de la muerte transformada en vida, como el grano de trigo que se destruye en la tierra y se convierte en espiga. También para nosotros este descubrimiento de que Jesús es la gran alegría del “sí”de Dios, del restablecimiento de nuestra suerte. Pero como aquellos que -volviendo de Babilonia llenos de alegría- encontraron una tierra empobrecida, devastada, como también las dificultades de la siembra hacen llorar a los que no saben si al final habrá cosecha. Así también nosotros, después del gran descubrimiento de Jesucristo -nuestra vida, camino y verdad- entrando en el terreno de la fe, en “la tierra de la Fe”, encontramos a menudo una vida oscura, dura difícil, una siembra con lágrimas, pero seguros de que la luz de Cristo, al final, nos da una gran cosecha. Debemos aprender esto también en las noches oscuras; no olvidar que la luz está, que Dios ya está en medio de nuestras vidas y que podemos sembrar con la gran confianza de que el “sí” de Dios es más fuerte que todos nosotros. Es importante no perder este recuerdo de la presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda de que Dios ha entrado en nuestra vida, liberándonos: es la gratitud por el descubrimiento de Jesucristo, que ha venido a nosotros. Y esta gratitud se transforma en esperanza, es estrella de la esperanza que nos da la confianza, es la luz porque los dolores de la siembra son el inicio de la nueva vida, de la grande y definitiva alegría de Dios.
[Después, el Papa saludó en diversas lenguas y lanzó el siguiente llamamiento:]
Estoy muy triste por los episodios de violencia que han tenido lugar en El Cairo el pasado domingo. Me uno al dolor de las familias de las víctimas y de todo el pueblo egipcio, herido por los intentos de minar la coexistencia pacífica entre sus comunidades, que es esencial salvaguardar en este momento de transición. Exhorto a los fieles a que recen para que esa sociedad disfrute de una paz verdadera, basada en la justicia, en el respeto a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos. Además, apoyo los esfuerzos de las autoridades egipcias, civiles y religiosas, a favor de una sociedad en la que se respeten los derechos humanos de todos y, en especial, de las minorías, para el bien de la unidad nacional.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
en las anteriores catequesis hemos meditado sobre algunos Salmos de lamento y de fe. Hoy quisiera reflexionar con vosotros sobre un Salmo de tipo festivo, una oración que, en la alegría, habla de las maravillas de Dios. Es el Salmo 126 -según la numeración greco-latina el 125-, que celebra las grandes cosas que el Señor ha realizado en su pueblo y que continuamente realiza en todos los creyentes.
El Salmista, en nombre de todo Israel, comienza su oración recordando la experiencia exultante de la salvación:
“Cuando Yaveh hizo volver a los cautivos de Sión,
como soñando nos quedamos;
entonces se llenó de risa nuestra boca
y nuestros labios de gritos de alegría” (vv. 1-2a).
El Salmo habla de una “suerte restablecida”, es decir restituida a su estado original, en toda su anterior positividad. Es decir, se parte de una situación de sufrimiento y de necesidad a la que Dios responde dando la salvación y llevando al orante a la condición anterior, incluso enriquecida y mejorada. Es lo que le sucede a Job, cuando el Señor le devuelve todo lo que había perdido, redoblándolo y ampliando una bendición todavía mayor (cfr Jb 42,10-13), es lo que experimenta el pueblo de Israel cuando vuelve a su patria tras el exilio en Babilonia. Es justamente la referencia al fin de la deportación en tierra extranjera lo que se interpreta en este Salmo: la expresión “restablecer la suerte de Sión” es leída y comprendida por la tradición como un “hacer volver a los prisioneros de Sión”. En efecto, el retorno del exilio es el paradigma de toda intervención divina de salvación porque la caída de Jerusalén y la deportación a Babilonia han sido unas experiencias devastadoras para el pueblo elegido, no sólo sobre el plano político y social, sino también y sobre todo en el plano religioso y espiritual. La pérdida de la tierra, el final de la monarquía davídica y la destrucción del Templo parecen un desmentido de las promesas divinas, y el pueblo de la alianza, dispersado entre los paganos, se interroga dolorosamente sobre un Dios que parece haberlos abandonado. Por esto, el final de la deportación y el retorno a la patria se experimentan como un maravilloso retorno a la fe, a la confianza, a la comunión con el Señor; es un “restablecimiento de la suerte” que implica también la conversión del corazón, el perdón, la amistad reencontrada con Dios, la conciencia de su misericordia y la renovada posibilidad de alabarlo (cfr Jr 29,12-14; 30,18-20; 33,6-11; Ez 39,25-29). Se trata de una experiencia de alegría abrumadora, de sonrisas y de gritos de júbilo, talmente bella que “nos parece soñar”. Las intervenciones divinas tienen, a menudo, formas inesperadas, que van más allá de lo que el hombre pueda imaginar; de aquí la maravilla y el gozo que se expresan en la alabanza: “El Señor ha hecho cosas grandes”. Es lo que dicen las naciones y es lo que proclama Israel:
“Hasta los mismos paganos decían:
'¡El Señor hizo por ellos grandes cosas!'.
¡Grandes cosas hizo el Señor por nosotros
y estamos rebosantes de alegría!” (vv. 2b-3).
Dios hace maravillas en la historia de los hombres. Realizando la salvación, se revela a todos como Señor potente y misericordioso, refugio del oprimido, que no se olvida del lamento de los pobres (cfr Sal 9,10.13), que ama la justicia y el derecho y de cuyo amor está llena la tierra (cfr Sal 33,5).
Por esto, ante la liberación del pueblo de Israel, todas las gentes reconocen las cosas grandes y estupendas que Dios realiza para su pueblo y celebran al Señor en su realidad de Salvador. Israel se hace eco de la proclamación de las naciones y la repite, pero como protagonista, como directo destinatario de la acción divina: “Grandes cosas ha hecho el Señor por nosotros”; “por nosotros” o más precisamente “con nosotros”, en hebreo ‘immanû, afirmando así esta relación privilegiada que el Señor tiene con sus elegidos y que encontrará en el nombre Emmanuel, "Dios con nosotros", con el que se conoce a Jesús, su culmen y su plena manifestación (cfr Mt 1,23).
Queridos hermanos y hermanas, en nuestra oración debemos considerar más a menudo como, en los sucesos de nuestra vida, el Señor nos ha protegido, guiado, ayudado y así alabarlo por todo lo que ha hecho por nosotros. Debemos estar atentos a las cosas buenas que el Señor nos da. Estamos siempre pendientes de los problemas, las dificultades y casi no queremos darnos cuentas de las cosas buenas que vienen del Señor. Esta atención, que se convierte en gratitud, es muy importante para nosotros y nos crea un recuerdo del bien que nos ayuda también en las horas de oscuridad. Dios realiza cosas grandes, y quien experimenta esto -atento a la bondad del Señor con la atención del corazón- está lleno de alegría. Con esta nota festiva se concluye la primera parte del Salmo. Ser salvados y volver a la patria del exilio es como volver a la vida: la liberación abre a la risa, pero junto a la esperanza de un cumplimiento que todavía hay que desear y pedir. Esta es la segunda parte del Salmo que dice así:
“¡Cambia, Señor, nuestra suerte
como los torrentes del Négueb!
Los que siembran entre lágrimas
cosecharán entre canciones.
El sembrador va llorando
cuando esparce la semilla,
pero vuelve cantando
cuando trae las gavillas” (vv. 4-6)
Si al comienzo de la oración, el Salmista celebraba la alegría de una suerte restablecida por el Señor, ahora la pide como una cosa que no se ha realizado todavía. Si se aplica este Salmo a la vuelta del exilio, esta aparente contradicción se explicaría con la experiencia histórica, vivida por Israel, de vuelta a una patria difícil, sólo parcial, que induce al orante a solicitar una ulterior intervención divina para llevar a plenitud la restauración del pueblo.
Pero el Salmo va más allá del dato puramente histórico para abrirse a dimensiones más amplias, de tipo teológico. La experiencia consoladora de la liberación de Babilonia está inacabada, “ya” sucedida, pero “aún no” ha llegado a su plenitud. Así, mientras en la alegría se celebra la salvación recibida, la oración se abre a la esperanza de una plena realización. Por esto el Salmo utiliza imágenes particulares que, con su complejidad, remiten a la realidad misteriosa de la redención, en la que se entrelazan el don recibido y el que todavía no ha llegado, vida y muerte, alegría soñadora y lágrimas penosas. La primera imagen hace referencia a los torrentes secos del Négueb, que con las lluvias se colman de aguas impetuosas que devuelven la vida al terreno seco y lo hacen reflorecer. La petición del Salmista es, por tanto, que el restablecimiento de la suerte del pueblo y la vuelta del exilio sean como el agua, abrumadora e imparable, y capaz de transformar el desierto en una inmensa región de hierba verde y flores.
La segunda imagen se desplaza de las colinas áridas y rocosas del Négueb a los campos que los agricultores cultivan para obtener el alimento. Para hablar de salvación, se recuerda aquí la experiencia de cada año que se renueva en el mundo agrícola: el momento difícil y fatigoso de la siembra, y la alegría tremenda de la recogida. Una siembra que se acompaña con las lágrimas, porque se tira lo que todavía se podría convertir en pan, exponiéndose a una espera llena de inseguridades: campesino trabaja, prepara el terreno, esparce la semilla, pero, como tan bien ilustra la parábola del sembrador, no sabe donde acerá esta semilla, si los pájaros se la comerán, si se echará raíces, si se convertirá en espiga (cfr Mt 13,3-9; Mc 4,2-9; Lc 8,4-8). Esparcir la semilla es un gesto de confianza y de esperanza; es necesario el trabajo del hombre, pero luego se entra en una espera impotente, sabiendo que muchos factores serán determinantes para el buen resultado de la recogida y que el riesgo de un fracaso está siempre presente. Pero, año tras año, el campesino repite su gesto y lanza su semilla. Cuando esta se convierte en espiga y los campos se llenan de mies, entonces aparece la alegría de quien está ante un prodigio extraordinario. Jesús conocía bien esta experiencia y hablaba de ella con los suyos: “Decía: 'Así es el Reino de Dios: como un hombre que lanza la semilla en el terreno; duerma o vele, de noche o de día, la semilla germina y crece. Cómo, él mismo no lo sabe” (Mc 4,26-27). Es el misterio escondido de la vida, son las maravillosas “cosas grandes” de la salvación que el Señor realiza en la historia de los hombres y cuyo secreto los hombres ignoran. La intervención divina, cuando se manifiesta en plenitud, muestra una dimensión abrumadora, como los torrentes del Négueb y como el grano de los campos, evocador este último de la desproporción típica de las cosas de Dios: desproporción entre el cansancio de la siembra y la inmensa alegría de la recogida, entre el ansia de la espera y la visión tranquilizadora de los graneros llenos, entre las pequeñas semillas lanzadas a la tierra y la visión de las gavillas doradas por el sol. En la cosecha todo se transforma, el llanto termina, deja su lugar a gritos de alegría exultante.
A todo esto se refiere el Salmista para hablar de la salvación, de la liberación, del restablecimiento de la suerte, del retorno del exilio. La deportación a Babilonia, como toda situación de sufrimiento y de crisis, con su oscuridad dolorosa hecha de dudas y de aparente lejanía de Dios, en realidad, dice nuestro Salmo, es como una siembra. En el Misterio de Cristo, a la luz del Nuevo Testamento, el mensaje se hace más explícito y claro: el creyente que atraviesa esa oscuridad es como el grano de trigo que cae en tierra y muere, pero para dar mucho fruto (cfr Jn 12,24); o bien, retomando otra imagen querida por Jesús, es como la mujer que sufre con los dolores del parto para poder llegar a la gloria de haber dado a la luz una vida nueva (cfr Jn 16,21).
Queridos hermanos y hermanas, este Salmo nos enseña que, en nuestra oración, debemos permanecer siempre abiertos a la esperanza y firmes en la fe en Dios. Nuestra historia, aunque marcada a menudo por el dolor, las inseguridades y momentos de crisis, es una historia de salvación y de “restablecimiento de la suerte”. En Jesús termina nuestro exilio, toda lágrima se enjuga, en el misterio de su Cruz, de la muerte transformada en vida, como el grano de trigo que se destruye en la tierra y se convierte en espiga. También para nosotros este descubrimiento de que Jesús es la gran alegría del “sí”de Dios, del restablecimiento de nuestra suerte. Pero como aquellos que -volviendo de Babilonia llenos de alegría- encontraron una tierra empobrecida, devastada, como también las dificultades de la siembra hacen llorar a los que no saben si al final habrá cosecha. Así también nosotros, después del gran descubrimiento de Jesucristo -nuestra vida, camino y verdad- entrando en el terreno de la fe, en “la tierra de la Fe”, encontramos a menudo una vida oscura, dura difícil, una siembra con lágrimas, pero seguros de que la luz de Cristo, al final, nos da una gran cosecha. Debemos aprender esto también en las noches oscuras; no olvidar que la luz está, que Dios ya está en medio de nuestras vidas y que podemos sembrar con la gran confianza de que el “sí” de Dios es más fuerte que todos nosotros. Es importante no perder este recuerdo de la presencia de Dios en nuestra vida, esta alegría profunda de que Dios ha entrado en nuestra vida, liberándonos: es la gratitud por el descubrimiento de Jesucristo, que ha venido a nosotros. Y esta gratitud se transforma en esperanza, es estrella de la esperanza que nos da la confianza, es la luz porque los dolores de la siembra son el inicio de la nueva vida, de la grande y definitiva alegría de Dios.
[Después, el Papa saludó en diversas lenguas y lanzó el siguiente llamamiento:]
Estoy muy triste por los episodios de violencia que han tenido lugar en El Cairo el pasado domingo. Me uno al dolor de las familias de las víctimas y de todo el pueblo egipcio, herido por los intentos de minar la coexistencia pacífica entre sus comunidades, que es esencial salvaguardar en este momento de transición. Exhorto a los fieles a que recen para que esa sociedad disfrute de una paz verdadera, basada en la justicia, en el respeto a la libertad y a la dignidad de todos los ciudadanos. Además, apoyo los esfuerzos de las autoridades egipcias, civiles y religiosas, a favor de una sociedad en la que se respeten los derechos humanos de todos y, en especial, de las minorías, para el bien de la unidad nacional.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Calabria, tierra de piedad mariana Angelus 9 de octubre 2011
Queridos hermanos y hermanas,
mientras llegamos al término de nuestra celebración, nos dirigimos con filial devoción a la Virgen María, a la que en este mes de octubre veneramos en particular con el título de Reina del Santo Rosario. Sé que hay muchos santuarios marianos presentes en esta tierra vuestra, y me alegro de saber que aquí en Calabria está viva la piedad popular. Os aliento a practicarla constantemente a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, de la Sede Apostólica y de vuestros Pastores. Confío a María con afecto vuestra comunidad diocesana, para que camine unida en la fe, en la esperanza y en la caridad. Que os ayude la Madre de la Iglesia a tener siempre en el corazón la comunión eclesial y el compromiso misionero. Que sostenga a los sacerdotes en su ministerio, ayude a los padres y a los maestros en su tarea educativa, consuele a los enfermos y a los que sufren, conserve a los jóvenes un alma pura y generosa. Invoquemos la intercesión de María también para los problemas sociales más graves de este territorio y de toda la Calabria, especialmente los del trabajo, de la juventud y del cuidado de las personas discapacitadas, que requieren creciente atención por parte de todos, en particular de las Instituciones. En comunión con vuestros obispos, os exhorto en particular a vosotros, fieles laicos, a que no falte la contribución de vuestra competencia y responsabilidad en la construcción del bien común.
Como sabéis, hoy por la tarde me dirigiré a Serra San Bruno para visitar la Cartuja. San Bruno vino a esta tierra hace nueve siglos, y dejó un signo profundo, con la fuerza de su fe. ¡La fe de los santos renueva el mundo! Con la misma fe, también vosotros, renovad hoy a vuestra amada Calabria!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
mientras llegamos al término de nuestra celebración, nos dirigimos con filial devoción a la Virgen María, a la que en este mes de octubre veneramos en particular con el título de Reina del Santo Rosario. Sé que hay muchos santuarios marianos presentes en esta tierra vuestra, y me alegro de saber que aquí en Calabria está viva la piedad popular. Os aliento a practicarla constantemente a la luz de las enseñanzas del Concilio Vaticano II, de la Sede Apostólica y de vuestros Pastores. Confío a María con afecto vuestra comunidad diocesana, para que camine unida en la fe, en la esperanza y en la caridad. Que os ayude la Madre de la Iglesia a tener siempre en el corazón la comunión eclesial y el compromiso misionero. Que sostenga a los sacerdotes en su ministerio, ayude a los padres y a los maestros en su tarea educativa, consuele a los enfermos y a los que sufren, conserve a los jóvenes un alma pura y generosa. Invoquemos la intercesión de María también para los problemas sociales más graves de este territorio y de toda la Calabria, especialmente los del trabajo, de la juventud y del cuidado de las personas discapacitadas, que requieren creciente atención por parte de todos, en particular de las Instituciones. En comunión con vuestros obispos, os exhorto en particular a vosotros, fieles laicos, a que no falte la contribución de vuestra competencia y responsabilidad en la construcción del bien común.
Como sabéis, hoy por la tarde me dirigiré a Serra San Bruno para visitar la Cartuja. San Bruno vino a esta tierra hace nueve siglos, y dejó un signo profundo, con la fuerza de su fe. ¡La fe de los santos renueva el mundo! Con la misma fe, también vosotros, renovad hoy a vuestra amada Calabria!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Tú estás conmigo: esta es nuestra certeza Audiencia 5 octubre 2011
Queridos hermanos y hermanas, dirigirse al Señor en la oración implica siempre un acto de confianza, con la conciencia de confiarse a un Dios que es bueno, “misericordioso, lento a la ira, rico en amor y fidelidad” (Ex34,6-7; Sal 86,15; cfr Jl 2,13; Gn 4,2; Sal 103,8; 145,8; Ne 9,17). Por esto, quisiera hoy reflexionar con vosotros sobre un Salmo impregnado de confianza en su totalidad, en el que el Salmista expresa su serena certeza de que es guiado y protegido, puesto a salvo de todo peligro, porque el Señor es su pastor. Se trata del Salmo 23 (según la tradición greco-latina el número 22), un texto familiar para todos y amado por todos. “El Señor es mi pastor: nada me falta”: así comienza esta bella oración, evocando el ambiente nómada del pastoreo y la experiencia de conocimiento recíproco que se establece entre el pastor y las ovejas que componen su pequeño rebaño. La imagen recrea una atmósfera de confianza, intimidad, ternura: el pastor conoce a sus ovejas una a una, las llama por su nombre y ellas lo siguen porque lo reconocen y se fían de él (cfr Jn 10,2-4). Él las cuida, las custodia como bienes preciosos, está preparado para defenderlas, para garantizar su bienestar, para hacerlas vivir en tranquilidad. Nada puede faltarles si el pastor está con ellas. A esta experiencia se refiere el Salmista, llamando a Dios su pastor, y dejándose guiar por Él hacia pastos seguros:
“El me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el recto sendero,
por amor de su Nombre”(vv. 2-3).
La visión que se abre a nuestros ojos es la de los prados verdes y fuentes de agua límpida, oasis de paz hacia donde el pastor acompaña a su rebaño, símbolos de lugares de vida hacia donde el Señor conduce al Salmista, que se siente como las ovejas recostadas en la hierba al lado de un manantial, en situación de reposo, no en tensión o en estado de alarma, sino confiadas y tranquilas, porque el sitio es seguro, el agua es fresca y el pastor vela por ellas. No olvidemos que la escena evocada por el Salmo está ambientada en una tierra en gran parte desértica, tostada por el sol abrasador, donde el pastor semi-nómada de Oriente Medio vive con su rebaño en las estepas áridas que se extienden alrededor de los pueblos. Pero el pastor sabe donde encontrar hierba y agua, esenciales para la vida, sabe guiar hacia el oasis donde el alma se “refresca” y es posible recuperar las fuerzas y coger nuevas energías para retomar el camino.
Como dice el Salmista, Dios lo guía hacia “verdes praderas” y “aguas tranquilas”, donde todo es abundante, donde todo se da copiosamente. Si el Señor es el pastor, incluso en el desierto, lugar de carencia y de muerte, no disminuye la certeza de una radical presencia de vida, hasta el punto que se puede decir: “nada me falta”. El pastor, de hecho, tiene en el corazón el bien de su grey, adecua sus propios ritmos y sus propias exigencias a las de sus ovejas, camina y vive con ellas, guiándolas por senderos “justos”, es decir adaptados a ellas, con atención a sus necesidades y no a las propias. La seguridad de su rebaño es su prioridad y a esto obedece su guía.
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como el Salmista, si caminamos detrás del “Pastor Bueno”, aunque puedan parecer difíciles, tortuosos o largos los senderos de la vida,incluso a menudo en zonas desérticas espiritualmente, sin agua y con un sol de racionalismo abrasador, bajo la guía del Señor debemos estar seguros de que estos son los “justos” para nosotros y que el Señor nos guía, está siempre cerca de nosotros y que no nos faltará nada. Por esto el Salmista puede declarar un tranquilidad y una seguridad sin dudas ni preocupaciones:
“ Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal,
porque tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me infunden confianza(v. 4).
Quien va con el Señor en los valles oscuros del sufrimiento, de las dudas y de todos los problemas humanos, se siente seguro. Tú estás conmigo: esta es nuestra certeza, la que nos sostiene. La oscuridad de la noche da miedo, con sus cambiantes sombras, la dificultad de distinguir los peligros, su silencio lleno de ruidos indescifrables. Si el rebaño se mueve después de la puesta de sol, cuando la visibilidad no es buena, es normal que las ovejas se inquieten, existe el riesgo de caerse o de alejarse y perderse, y también está el temor de posibles agresores que se escondan en la oscuridad. Para hablar del valle “oscuro”, el Salmista usa una expresión hebrea que evoca las tinieblas de la muerte, por tanto el valle que hay que atravesar es un lugar de angustia, de amenazas terribles, de peligros de muerte. Sin embargo, el orante camina seguro, sin miedo, porque sabe que el Señor está con él. Ese “tú estás conmigo” es una declaración de confianza inquebrantable, que resume una experiencia de fe radical; la cercanía de Dios transforma la realidad, el valle oscuro pierde toda su peligrosidad, se vacía de toda amenaza. El rebaño puede caminar tranquilo, acompañado del sonido familiar del bastón que golpea sobre el terreno y señala la presencia tranquilizadora del pastor.
Esta imagen confortadora cierra la primera parte del Salmo, y deja lugar a una escena distinta. Estamos todavía en el desierto, donde el pastor vive con su rebaño, pero ahora estamos bajo su tienda, que se abre para acoger:
“Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza
y mi copa rebosa”(v. 5).
Ahora el Señor se presenta como el que acoge al orante, con los signos de una hospitalidad generosa y llena de atenciones. El anfitrión divino prepara la comida en la “mesa”, un término que en hebreo significa, en su significado primitivo, la piel del animal que se extendía en la tierra y donde se colocaban los víveres para una comida en común. Es un gesto de compartir no sólo la comida sino también la vida, un oferta de comunión y de amistad que crea vínculos y que expresa solidaridad. Después está el generoso don del aceite perfumado sobre la cabeza, que alivia el calor del sol del desierto, refresca y suaviza la piel, y anima el espíritu con su fragancia. Finalmente la copa rebosante añade una nota de fiesta, con su vino exquisito, compartido con una generosidad abundante. Comida, aceite, vino: son los dones que hacen vivir y que dan alegría porque van más allá de lo que es estrictamente necesario y expresan la gratuidad y la abundancia del amor. Proclama el Salmo 104, celebrando la bondad que viene del Señor: “Haces brotar la hierba para el ganadoy las plantas que el hombre cultiva, para sacar de la tierra el pan y el vino que alegra el corazón del hombre, para que él haga brillar su rostro con el aceite y el pan reconforte su corazón” (v.14 y 15). El Salmista es objeto de muchas atenciones, por las que se ve a un viajero que encuentra refugio en una tienda acogedora, mientras sus enemigos deben detenerse a mirar, sin poder intervenir, porque al que consideraban su presa se le ha dado refugio, se ha convertido en huésped sagrado, intocable. El Salmista somos nosotros cuando somos realmente creyentes en comunión con Cristo.Cuando Dios abre su tienda para acogernos, nada nos puede hacer daño.
Al partir el viajero de nuevo, la protección divina continúa y lo acompaña en su viaje:
“Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo”(v. 6).
La bondad y la fidelidad de Dios son la escolta que acompaña al Salmista que sale de la tienda y se pone en camino de nuevo. Además es un camino que adquiere un nuevo sentido, se convierte en peregrinación hacia el Templo del Señor, el lugar santo en el que el orante quiere “habitar” para siempre y al que quiere “regresar”. El verbo hebreo que se utiliza aquí tiene el sentido de “volver” pero, con una pequeña modificación vocálica puede entenderse como “habitar” y así está traducido en las versiones antiguas y en la mayor parte de las traducciones modernas. Ambas se pueden mantener: volver al Templo y habitar en él es el deseo de todo israelita, y habitar cerca de Dios, en su cercanía y bondad es el anhelo y la nostalgia de todo creyente: poder habitar realmente donde está Dios, cerca de Él.
La estela del Pastor lleva a su casa, es la mitad de todo camino, oasis deseado en el desierto, tienda de refugio en la huida de los enemigos, lugar de paz donde experimentar la bondad y el amor fiel de Dios, día tras días, en la alegría serena de un tiempo sin fin.
Las imágenes de este Salmo, con su riqueza y profundidad, han acompañado toda la historia y la experiencia religiosa del pueblo de Israel y acompañan a los cristianos. La figura del pastor, en especial, evoca el tiempo del Éxodo, el largo camino en el desierto, como un rebaño bajo la guía del Pastor divino (cfr Is 63,11-14; Sal 77,20-21; 78,52-54). Y en la Tierra Prometida era el rey el que tenía el deber de pacer el rebaño del Señor, como David, pastor elegido por Dios y figura del Mesías (cfr 2Sam 5,1-2; 7,8; Sal 78,70-72). Después en el exilio en Babilonia, casi un nuevo Éxodo (cfr Is 40,3-5.9-11; 43,16-21), Israel es reconducido a la patria como ovejas dispersas y reencontradas, reconducidas por Dios a los exuberantes pastos y lugares de reposo (cfr Ez 34,11-16.23-31). Pero es en el Señor Jesús que toda la fuerza evocadora de nuestro Salmo llega a su plenitud, encuentra el culmen de su significado: Jesús es el “Buen Pastor” que va a buscar a la oveja perdida, que conoce a sus ovejas y que da la vida por ellas (cfr Mt 18,12-14; Lc 15,4-7; Jn 10,2-4.11-18), Él es la vía, el camino justo que lleva a la vida (cfr Jn 14,6), la luz que ilumina el valle oscuro y que vence nuestros miedos (cfr Jn 1,9; 8,12; 9,5; 12,46). Él es el anfitrión generoso que nos acoge y nos pone a salvo de los enemigos, preparándonos la mesa de su cuerpo y de su sangre (cfr Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-20) y es la definitiva del banquete mesiánico en el Cielo (cfr Lc 14,15ss; Ap 3,20; 19,9). Él es el Pastor real, rey en la dulzura y en el perdón, entronizado en el leño glorioso de la Cruz (cfr Jn 3,13-15; 12,32; 17,4-5).
Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 23 nos invita a renovar nuestra confianza en Dios, abandonándonos totalmente en sus manos. Pidamos con fe que el Señor nos conceda caminar para siempre por sus senderos como grey dócil y obediente, nos acoja en su casa, en su mesa y nos conduzca hacia “aguas tranquilas”, para que en la acogida del don de su Espíritu, podamos beber en sus fuentes, manantiales de esa agua viva que “salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14; cfr 7,37-39). Gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
“El me hace descansar en verdes praderas,
me conduce a las aguas tranquilas
y repara mis fuerzas;
me guía por el recto sendero,
por amor de su Nombre”(vv. 2-3).
La visión que se abre a nuestros ojos es la de los prados verdes y fuentes de agua límpida, oasis de paz hacia donde el pastor acompaña a su rebaño, símbolos de lugares de vida hacia donde el Señor conduce al Salmista, que se siente como las ovejas recostadas en la hierba al lado de un manantial, en situación de reposo, no en tensión o en estado de alarma, sino confiadas y tranquilas, porque el sitio es seguro, el agua es fresca y el pastor vela por ellas. No olvidemos que la escena evocada por el Salmo está ambientada en una tierra en gran parte desértica, tostada por el sol abrasador, donde el pastor semi-nómada de Oriente Medio vive con su rebaño en las estepas áridas que se extienden alrededor de los pueblos. Pero el pastor sabe donde encontrar hierba y agua, esenciales para la vida, sabe guiar hacia el oasis donde el alma se “refresca” y es posible recuperar las fuerzas y coger nuevas energías para retomar el camino.
Como dice el Salmista, Dios lo guía hacia “verdes praderas” y “aguas tranquilas”, donde todo es abundante, donde todo se da copiosamente. Si el Señor es el pastor, incluso en el desierto, lugar de carencia y de muerte, no disminuye la certeza de una radical presencia de vida, hasta el punto que se puede decir: “nada me falta”. El pastor, de hecho, tiene en el corazón el bien de su grey, adecua sus propios ritmos y sus propias exigencias a las de sus ovejas, camina y vive con ellas, guiándolas por senderos “justos”, es decir adaptados a ellas, con atención a sus necesidades y no a las propias. La seguridad de su rebaño es su prioridad y a esto obedece su guía.
Queridos hermanos y hermanas, también nosotros, como el Salmista, si caminamos detrás del “Pastor Bueno”, aunque puedan parecer difíciles, tortuosos o largos los senderos de la vida,incluso a menudo en zonas desérticas espiritualmente, sin agua y con un sol de racionalismo abrasador, bajo la guía del Señor debemos estar seguros de que estos son los “justos” para nosotros y que el Señor nos guía, está siempre cerca de nosotros y que no nos faltará nada. Por esto el Salmista puede declarar un tranquilidad y una seguridad sin dudas ni preocupaciones:
“ Aunque cruce por oscuras quebradas,
no temeré ningún mal,
porque tú estás conmigo:
tu vara y tu bastón me infunden confianza(v. 4).
Quien va con el Señor en los valles oscuros del sufrimiento, de las dudas y de todos los problemas humanos, se siente seguro. Tú estás conmigo: esta es nuestra certeza, la que nos sostiene. La oscuridad de la noche da miedo, con sus cambiantes sombras, la dificultad de distinguir los peligros, su silencio lleno de ruidos indescifrables. Si el rebaño se mueve después de la puesta de sol, cuando la visibilidad no es buena, es normal que las ovejas se inquieten, existe el riesgo de caerse o de alejarse y perderse, y también está el temor de posibles agresores que se escondan en la oscuridad. Para hablar del valle “oscuro”, el Salmista usa una expresión hebrea que evoca las tinieblas de la muerte, por tanto el valle que hay que atravesar es un lugar de angustia, de amenazas terribles, de peligros de muerte. Sin embargo, el orante camina seguro, sin miedo, porque sabe que el Señor está con él. Ese “tú estás conmigo” es una declaración de confianza inquebrantable, que resume una experiencia de fe radical; la cercanía de Dios transforma la realidad, el valle oscuro pierde toda su peligrosidad, se vacía de toda amenaza. El rebaño puede caminar tranquilo, acompañado del sonido familiar del bastón que golpea sobre el terreno y señala la presencia tranquilizadora del pastor.
Esta imagen confortadora cierra la primera parte del Salmo, y deja lugar a una escena distinta. Estamos todavía en el desierto, donde el pastor vive con su rebaño, pero ahora estamos bajo su tienda, que se abre para acoger:
“Tú preparas ante mí una mesa,
frente a mis enemigos;
unges con óleo mi cabeza
y mi copa rebosa”(v. 5).
Ahora el Señor se presenta como el que acoge al orante, con los signos de una hospitalidad generosa y llena de atenciones. El anfitrión divino prepara la comida en la “mesa”, un término que en hebreo significa, en su significado primitivo, la piel del animal que se extendía en la tierra y donde se colocaban los víveres para una comida en común. Es un gesto de compartir no sólo la comida sino también la vida, un oferta de comunión y de amistad que crea vínculos y que expresa solidaridad. Después está el generoso don del aceite perfumado sobre la cabeza, que alivia el calor del sol del desierto, refresca y suaviza la piel, y anima el espíritu con su fragancia. Finalmente la copa rebosante añade una nota de fiesta, con su vino exquisito, compartido con una generosidad abundante. Comida, aceite, vino: son los dones que hacen vivir y que dan alegría porque van más allá de lo que es estrictamente necesario y expresan la gratuidad y la abundancia del amor. Proclama el Salmo 104, celebrando la bondad que viene del Señor: “Haces brotar la hierba para el ganadoy las plantas que el hombre cultiva, para sacar de la tierra el pan y el vino que alegra el corazón del hombre, para que él haga brillar su rostro con el aceite y el pan reconforte su corazón” (v.14 y 15). El Salmista es objeto de muchas atenciones, por las que se ve a un viajero que encuentra refugio en una tienda acogedora, mientras sus enemigos deben detenerse a mirar, sin poder intervenir, porque al que consideraban su presa se le ha dado refugio, se ha convertido en huésped sagrado, intocable. El Salmista somos nosotros cuando somos realmente creyentes en comunión con Cristo.Cuando Dios abre su tienda para acogernos, nada nos puede hacer daño.
Al partir el viajero de nuevo, la protección divina continúa y lo acompaña en su viaje:
“Tu bondad y tu gracia me acompañan
a lo largo de mi vida;
y habitaré en la Casa del Señor,
por muy largo tiempo”(v. 6).
La bondad y la fidelidad de Dios son la escolta que acompaña al Salmista que sale de la tienda y se pone en camino de nuevo. Además es un camino que adquiere un nuevo sentido, se convierte en peregrinación hacia el Templo del Señor, el lugar santo en el que el orante quiere “habitar” para siempre y al que quiere “regresar”. El verbo hebreo que se utiliza aquí tiene el sentido de “volver” pero, con una pequeña modificación vocálica puede entenderse como “habitar” y así está traducido en las versiones antiguas y en la mayor parte de las traducciones modernas. Ambas se pueden mantener: volver al Templo y habitar en él es el deseo de todo israelita, y habitar cerca de Dios, en su cercanía y bondad es el anhelo y la nostalgia de todo creyente: poder habitar realmente donde está Dios, cerca de Él.
La estela del Pastor lleva a su casa, es la mitad de todo camino, oasis deseado en el desierto, tienda de refugio en la huida de los enemigos, lugar de paz donde experimentar la bondad y el amor fiel de Dios, día tras días, en la alegría serena de un tiempo sin fin.
Las imágenes de este Salmo, con su riqueza y profundidad, han acompañado toda la historia y la experiencia religiosa del pueblo de Israel y acompañan a los cristianos. La figura del pastor, en especial, evoca el tiempo del Éxodo, el largo camino en el desierto, como un rebaño bajo la guía del Pastor divino (cfr Is 63,11-14; Sal 77,20-21; 78,52-54). Y en la Tierra Prometida era el rey el que tenía el deber de pacer el rebaño del Señor, como David, pastor elegido por Dios y figura del Mesías (cfr 2Sam 5,1-2; 7,8; Sal 78,70-72). Después en el exilio en Babilonia, casi un nuevo Éxodo (cfr Is 40,3-5.9-11; 43,16-21), Israel es reconducido a la patria como ovejas dispersas y reencontradas, reconducidas por Dios a los exuberantes pastos y lugares de reposo (cfr Ez 34,11-16.23-31). Pero es en el Señor Jesús que toda la fuerza evocadora de nuestro Salmo llega a su plenitud, encuentra el culmen de su significado: Jesús es el “Buen Pastor” que va a buscar a la oveja perdida, que conoce a sus ovejas y que da la vida por ellas (cfr Mt 18,12-14; Lc 15,4-7; Jn 10,2-4.11-18), Él es la vía, el camino justo que lleva a la vida (cfr Jn 14,6), la luz que ilumina el valle oscuro y que vence nuestros miedos (cfr Jn 1,9; 8,12; 9,5; 12,46). Él es el anfitrión generoso que nos acoge y nos pone a salvo de los enemigos, preparándonos la mesa de su cuerpo y de su sangre (cfr Mt 26,26-29; Mc 14,22-25; Lc 22,19-20) y es la definitiva del banquete mesiánico en el Cielo (cfr Lc 14,15ss; Ap 3,20; 19,9). Él es el Pastor real, rey en la dulzura y en el perdón, entronizado en el leño glorioso de la Cruz (cfr Jn 3,13-15; 12,32; 17,4-5).
Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 23 nos invita a renovar nuestra confianza en Dios, abandonándonos totalmente en sus manos. Pidamos con fe que el Señor nos conceda caminar para siempre por sus senderos como grey dócil y obediente, nos acoja en su casa, en su mesa y nos conduzca hacia “aguas tranquilas”, para que en la acogida del don de su Espíritu, podamos beber en sus fuentes, manantiales de esa agua viva que “salta hasta la vida eterna” (Jn 4,14; cfr 7,37-39). Gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Dios se pone en nuestras manos Angelus 2 de octubre 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este domingo se cierra con una amonestación de Jesús, particularmente severa, dirigida a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos del Pueblo: “Por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos” (Mt 21,43). Son palabras que hacen pensar en la gran responsabilidad de quien en cada época, está llamado a trabajar en la viña del Señor, especialmente con función de autoridad, e impulsan a renovar la plena fidelidad a Cristo. Él es “la piedra que los constructores desecharon”, (cf. Mt 21,42), porque lo han juzgado enemigo de la ley y peligroso para el orden público, pero Él mismo, rechazado y crucificado, ha resucitado, convirtiéndose en la “piedra angular” en la que se pueden apoyar con absoluta seguridad los fundamentos de cada existencia humana y del mundo entero. De esta verdad habla la parábola de los viñadores infieles, a los cuales un hombre había confiado su propia viña para que la cultivaran y recogieran los frutos. El propietario de la viña representa a Dios mismo, mientras la viña simboliza a su pueblo, así como la vida que Él nos dona para que, con su gracia y nuestro compromiso, hagamos el bien. San Agustín comenta que “Dios nos cultiva como un campo para hacernos mejores” (Sermo 87, 1, 2: PL 38, 531). Dios tiene un proyecto para sus amigos, pero por desgracia la respuesta del hombre se orienta muy a menudo a la infidelidad, que se traduce en rechazo. El orgullo y el egoísmo impiden reconocer y acoger incluso el don más valioso de Dios: su Hijo unigénito. Cuando, de hecho, “les envió a su hijo –escribe el evangelista Mateo- … [los labradores] agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron” (Mt 21,37.39). Dios se pone en nuestras manos, acepta hacerse misterio insondable de debilidad y manifiesta su omnipotencia en la fidelidad a un designio de amor, que al final prevé también la justa punición para los malvados. (cf. Mt 21,41).
Firmemente anclados en la fe en la piedra angular que es Cristo, permanezcamos en Él como el sarmiento que no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid. Solamente en Él, por Él y con Él se edifica la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza. Al respecto escribió el Siervo de Dios Pablo VI: “El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su vital relación con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada”. (Enc. Ecclesiam suam, 6 agosto 1964: AAS 56 [1964], 622).
Queridos amigos, el Señor es siempre cercano y operante en la historia de la humanidad, y nos acompaña también con la singular presencia de sus Ángeles, que hoy la Iglesia venera como “Custodios”, es decir, ministros de la divina premura por cada hombre. Desde el inicio hasta la hora de la muerte, la vida humana está rodeada de su incesante protección. Y los Ángeles coronan a la Augusta Reina de las Victorias, la Bienaventurada Virgen María del Rosario, que en el primer domingo de octubre, precisamente en estos momentos, desde el Santuario de Pompeya y desde el mundo entero, acoge la súplica ferviente para que sea abatido el mal y se revele, en plenitud, la bondad de Dios.
[Después del Ángelus, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas, esta tarde en Ivrea, sor Antonia María Verna, fundadora del Instituto de las Hermanas de la Caridad de la Inmaculada Concepción de Ivrea será proclamada Beata. El rito será celebrado por el Cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado. Demos gracias a Dios por la luminosa figura de la nueva Beata, que vivió entre los siglos XVIII y XIX, modelo de mujer consagrada y de educadora.
También este año, a comienzos de octubre, mes misionero, el Servicio de Pastoral Juvenil de la Diócesis de Roma promueve la misión llamada “Jesús en el Centro”. Aseguro mi oración por esta iniciativa, que se dirigirá en particular a los numerosos chicos y chicas de la zona de Ponte Milvio.
[Después saludó en distintas lenguas. En francés, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos francófonos, y particularmente a los marfileños residentes en Italia. En estos días del inicio del curso universitario, quisiera invitar a los profesores a transmitir, a través de la enseñanza, el amor al saber y a la verdad. El conocimiento es importante, pero aún más la formación de la persona, para que pueda discernir dónde se encuentra la verdad y tomar así decisiones libres. Educad también a los jóvenes en los valores morales y espirituales auténticos para que les ayuden a encontrar un sentido a su vida. ¡En este mes de octubre, que la Virgen María, Nuestra Señora del Rosario, acompañe a todas las personas comprometidas en la formación y en la educación! Les bendigo de corazón. Buen domingo a todos.
[En inglés, dijo:]
Saludo cordialmente a todos los peregrinos de lengua inglesa y a los visitantes presentes en este Ángelus. De forma particular extiendo mi saludo cordial a los participantes en el II Congreso Internacional de la Divina Misericordia en Cracovia, y a los estudiantes del Iona College, Australia. El Evangelio de la liturgia de hoy nos induce a rezar por todos los que trabajan en la viña del Señor, especialmente allí donde se enfrentan a la violencia y a las amenazas a causa de su fe. Que Dios les conceda, y a todos nosotros, la fortaleza en nuestro servicio a Él y al prójimo. ¡Que Dios os bendiga a todos!
[En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular al Grupo de Carabineros de Chile. En la liturgia de este día, Dios es presentado por el profeta Isaías como un agricultor enamorado de su viña, a la cual entrega su corazón, sentimientos, pensamientos, fatigas y desvelos para hacerla más bella y fecunda. Se nos está invitando así a dar buenos frutos, ya sea como labradores o como viña, pues es nuestro deber devolver a Dios Padre todo lo que somos o lo que tenemos, y que Él nos ha regalado. Que la intercesión de la Santísima Virgen María nos alcance esta bendita gracia. Feliz domingo.
[En croata, dijo:]
Saludo de corazón y bendigo a todos los peregrinos croatas, especialmente a los fieles de la misión católica de Kelkheim. Queridos amigos, ¡hemos comenzado el mes dedicado a la beata Virgen María! Os exhorto a rezarle diariamente en vuestras familias para que la bendición de Dios permanezca con vosotros. ¡Alabados sean Jesús y María!
[En polaco, dijo:]
Saludo cordialmente a los polacos. Con un saludo particular me dirijo a los organizadores y los participantes en el Congreso Internacional de la Divina Misericordia, que se celebra estos días en Cracovia-Lagiewniki. Muy queridos, reforzad vuestra confianza en el Señor a través de la reflexión común y la oración para que llevéis eficazmente al mundo el alegre mensaje de que “la Misericordia es fuente de esperanza”. Que Dios os bendiga.
[En italiano, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua italiana, en particular a los fieles procedentes de Corte Madama in Castelleone y de Sant’Arcangelo di Romagna, así como a los arqueros de la Federación Italiana Tiro con Arco. Animo el esfuerzo de las instituciones y las asociaciones de voluntariado para abatir las barreras arquitectónicas. ¡Os deseo a todos un feliz domingo!
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
El Evangelio de este domingo se cierra con una amonestación de Jesús, particularmente severa, dirigida a los jefes de los sacerdotes y a los ancianos del Pueblo: “Por eso os digo: Se os quitará el Reino de Dios para dárselo a un pueblo que rinda sus frutos” (Mt 21,43). Son palabras que hacen pensar en la gran responsabilidad de quien en cada época, está llamado a trabajar en la viña del Señor, especialmente con función de autoridad, e impulsan a renovar la plena fidelidad a Cristo. Él es “la piedra que los constructores desecharon”, (cf. Mt 21,42), porque lo han juzgado enemigo de la ley y peligroso para el orden público, pero Él mismo, rechazado y crucificado, ha resucitado, convirtiéndose en la “piedra angular” en la que se pueden apoyar con absoluta seguridad los fundamentos de cada existencia humana y del mundo entero. De esta verdad habla la parábola de los viñadores infieles, a los cuales un hombre había confiado su propia viña para que la cultivaran y recogieran los frutos. El propietario de la viña representa a Dios mismo, mientras la viña simboliza a su pueblo, así como la vida que Él nos dona para que, con su gracia y nuestro compromiso, hagamos el bien. San Agustín comenta que “Dios nos cultiva como un campo para hacernos mejores” (Sermo 87, 1, 2: PL 38, 531). Dios tiene un proyecto para sus amigos, pero por desgracia la respuesta del hombre se orienta muy a menudo a la infidelidad, que se traduce en rechazo. El orgullo y el egoísmo impiden reconocer y acoger incluso el don más valioso de Dios: su Hijo unigénito. Cuando, de hecho, “les envió a su hijo –escribe el evangelista Mateo- … [los labradores] agarrándole, le echaron fuera de la viña y le mataron” (Mt 21,37.39). Dios se pone en nuestras manos, acepta hacerse misterio insondable de debilidad y manifiesta su omnipotencia en la fidelidad a un designio de amor, que al final prevé también la justa punición para los malvados. (cf. Mt 21,41).
Firmemente anclados en la fe en la piedra angular que es Cristo, permanezcamos en Él como el sarmiento que no puede dar fruto por sí mismo si no permanece en la vid. Solamente en Él, por Él y con Él se edifica la Iglesia, pueblo de la nueva Alianza. Al respecto escribió el Siervo de Dios Pablo VI: “El primer fruto de la conciencia profundizada de la Iglesia sobre sí misma es el renovado descubrimiento de su vital relación con Cristo. Cosa conocidísima, pero fundamental, indispensable y nunca bastante sabida, meditada y exaltada”. (Enc. Ecclesiam suam, 6 agosto 1964: AAS 56 [1964], 622).
Queridos amigos, el Señor es siempre cercano y operante en la historia de la humanidad, y nos acompaña también con la singular presencia de sus Ángeles, que hoy la Iglesia venera como “Custodios”, es decir, ministros de la divina premura por cada hombre. Desde el inicio hasta la hora de la muerte, la vida humana está rodeada de su incesante protección. Y los Ángeles coronan a la Augusta Reina de las Victorias, la Bienaventurada Virgen María del Rosario, que en el primer domingo de octubre, precisamente en estos momentos, desde el Santuario de Pompeya y desde el mundo entero, acoge la súplica ferviente para que sea abatido el mal y se revele, en plenitud, la bondad de Dios.
[Después del Ángelus, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas, esta tarde en Ivrea, sor Antonia María Verna, fundadora del Instituto de las Hermanas de la Caridad de la Inmaculada Concepción de Ivrea será proclamada Beata. El rito será celebrado por el Cardenal Tarcisio Bertone, mi secretario de Estado. Demos gracias a Dios por la luminosa figura de la nueva Beata, que vivió entre los siglos XVIII y XIX, modelo de mujer consagrada y de educadora.
También este año, a comienzos de octubre, mes misionero, el Servicio de Pastoral Juvenil de la Diócesis de Roma promueve la misión llamada “Jesús en el Centro”. Aseguro mi oración por esta iniciativa, que se dirigirá en particular a los numerosos chicos y chicas de la zona de Ponte Milvio.
[Después saludó en distintas lenguas. En francés, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos francófonos, y particularmente a los marfileños residentes en Italia. En estos días del inicio del curso universitario, quisiera invitar a los profesores a transmitir, a través de la enseñanza, el amor al saber y a la verdad. El conocimiento es importante, pero aún más la formación de la persona, para que pueda discernir dónde se encuentra la verdad y tomar así decisiones libres. Educad también a los jóvenes en los valores morales y espirituales auténticos para que les ayuden a encontrar un sentido a su vida. ¡En este mes de octubre, que la Virgen María, Nuestra Señora del Rosario, acompañe a todas las personas comprometidas en la formación y en la educación! Les bendigo de corazón. Buen domingo a todos.
[En inglés, dijo:]
Saludo cordialmente a todos los peregrinos de lengua inglesa y a los visitantes presentes en este Ángelus. De forma particular extiendo mi saludo cordial a los participantes en el II Congreso Internacional de la Divina Misericordia en Cracovia, y a los estudiantes del Iona College, Australia. El Evangelio de la liturgia de hoy nos induce a rezar por todos los que trabajan en la viña del Señor, especialmente allí donde se enfrentan a la violencia y a las amenazas a causa de su fe. Que Dios les conceda, y a todos nosotros, la fortaleza en nuestro servicio a Él y al prójimo. ¡Que Dios os bendiga a todos!
[En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular al Grupo de Carabineros de Chile. En la liturgia de este día, Dios es presentado por el profeta Isaías como un agricultor enamorado de su viña, a la cual entrega su corazón, sentimientos, pensamientos, fatigas y desvelos para hacerla más bella y fecunda. Se nos está invitando así a dar buenos frutos, ya sea como labradores o como viña, pues es nuestro deber devolver a Dios Padre todo lo que somos o lo que tenemos, y que Él nos ha regalado. Que la intercesión de la Santísima Virgen María nos alcance esta bendita gracia. Feliz domingo.
[En croata, dijo:]
Saludo de corazón y bendigo a todos los peregrinos croatas, especialmente a los fieles de la misión católica de Kelkheim. Queridos amigos, ¡hemos comenzado el mes dedicado a la beata Virgen María! Os exhorto a rezarle diariamente en vuestras familias para que la bendición de Dios permanezca con vosotros. ¡Alabados sean Jesús y María!
[En polaco, dijo:]
Saludo cordialmente a los polacos. Con un saludo particular me dirijo a los organizadores y los participantes en el Congreso Internacional de la Divina Misericordia, que se celebra estos días en Cracovia-Lagiewniki. Muy queridos, reforzad vuestra confianza en el Señor a través de la reflexión común y la oración para que llevéis eficazmente al mundo el alegre mensaje de que “la Misericordia es fuente de esperanza”. Que Dios os bendiga.
[En italiano, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua italiana, en particular a los fieles procedentes de Corte Madama in Castelleone y de Sant’Arcangelo di Romagna, así como a los arqueros de la Federación Italiana Tiro con Arco. Animo el esfuerzo de las instituciones y las asociaciones de voluntariado para abatir las barreras arquitectónicas. ¡Os deseo a todos un feliz domingo!
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Dios da a nuestra vida un sentido profundo Audiencia del 28 septiembre 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
Como sabéis, desde el jueves hasta el domingo realicé una Visita Pastoral a Alemania; estoy contento, por tanto, de acoger la ocasión de la actual Audiencia para recorrer con vosotros las intensas y estupendas jornadas transcurridas en mi país de origen. He atravesado Alemania de norte a sur, del este al oeste: desde Berlín a Erfurt y de Eichsfeld hasta, finalmente, Friburgo, ciudad cercana a la frontera con Francia y Suiza. Doy gracias, en primer lugar al Señor, por la posibilidad que me ha ofrecido de reunirme con la gente y hablar de Dios, de rezar unidos y de confirmar a los hermanos y hermanas en la fe, según el especial mandato que el Señor encargó a Pedro y a sus sucesores. Esta visita, desarrollada bajo el lema “Donde está Dios, allí hay futuro”, ha sido realmente una fiesta de la fe: en los distintos encuentros y coloquios, en las celebraciones especialmente en las solemnes misas con el pueblo de Dios. Estos momentos han sido un precioso regalo que nos ha hecho percibir, de nuevo, cómo Dios da a nuestra vida el sentido profundo, la verdadera plenitud, que sólo Él nos da, concediendo a todos un futuro.
Con profunda gratitud recuerdo la acogida calurosa y entusiasta como también la atención y el afecto que me demostraron en los distintos lugares que visité. Agradezco de corazón a los obispos alemanes, especialmente a aquellos cuyas diócesis me han acogido, por su invitación y por todo lo que han hecho junto a sus colaboradores, para preparar este viaje. Un sentido agradecimiento también para el Presidente Federal y el resto de autoridades políticas y civiles a nivel federal y regional. Estoy profundamente agradecido a todos los que han contribuido de varios modos al buen resultado de la Visita, sobre todo a los numerosos voluntarios. Así esta ha sido un gran regalo para mí y ha suscitado alegría, esperanza y un nuevo empuje en la fe y de compromiso para el futuro.
En la capital federal Berlín, el Presidente Federal me acogió en su residencia y me dio la bienvenida en su nombre y en el de sus compatriotas, expresando la estima y el afecto hacia un Papa natural de la tierra alemana. Por mi parte, he podido hacer una pequeña reflexión sobre la relación recíproca entre religión y libertad, recordando una frase del gran obispo y reformador social Wilhelm von Ketteler: “Como la religión necesita libertad, también esta tiene necesidad de la religión”.
Muy contento acepté la invitación de ir al Bundestag, que ha sido uno de los momentos más importantes de mi viaje. Por primera vez un Papa dio un discurso delante de los miembros del Parlamento alemán. En esa ocasión quise exponer el fundamento del derecho y del libre estado de derecho, es decir la medida de todo derecho, inscrito por el Creador en el mismo ser de su creación. Es necesario ampliar nuestro concepto de naturaleza, comprendiéndola no sólo como un conjunto de funciones sino, más allá de esto, como un lenguaje del Creador para ayudarnos a discernir el bien del mal. Sucesivamente tuvo lugar el encuentro con algunos representantes de la comunidad judía de Alemania. Recordando nuestras raíces comunes en la fe del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, hemos puesto de relieve los frutos obtenidos por el diálogo entre la Iglesia Católica y el Judaísmo en Alemania. He tenido, igualmente, el modo de reunirme con algunos miembros de la comunidad musulmana, hablando con ellos sobre la importancia de la libertad religiosa para un desarrollo pacífico de la humanidad.
La Santa Misa en el estadio olímpico de Berlín, como conclusión del primer día de la Visita, fue una de las grandes celebraciones litúrgicas que me dieron la posibilidad de rezar con los fieles y animarlos en la fe. ¡Me alegró mucho la numerosa participación de la gente! En ese momento festivo e impresionante meditamos sobre la imagen evangélica de la vid y de los sarmientos, es decir sobre la importancia de estar unidos a Cristo para nuestra vida personal de creyentes y para nuestro ser Iglesia, su cuerpo místico.
La segunda etapa de mi visita se realizó en Turingia. Alemania, y de una forma especial Turingia, es la tierra de la reforma protestante. Por tanto, desde el principio quise, ardientemente, dar una particular importancia al ecumenismo en el marco de este viaje y fue mi fuerte deseo el vivir un momento ecuménico en Erfurt, porque en esa ciudad Martín Lutero entró en la comunidad de los Agustinos y fue ordenado sacerdote. Por esto me alegré mucho por el encuentro con los miembros del Consejo de la Iglesia Evangélica en Alemania y del acto ecuménico en el ex convento de los agustinos: un encuentro cordial que, en el diálogo y en la oración, nos ha llevado de una forma más profunda a Cristo. Vimos de nuevo lo importante que era nuestro testimonio común de la fe en Jesucristo en el mundo actual, que a menudo ignora a Dios o no se interesa por Él. Es necesario nuestro esfuerzo común en el camino hacia la total unidad, pero somos muy conscientes de que no podemos “hacer” ni la fe ni la unidad tan esperada. Una fe creada por nosotros mismos no tiene ningún valor y la verdadera unidad es sobre todo un don del Señor, el cual rezó y reza siempre por la unidad de sus discípulos. Sólo Cristo puede darnos esta unidad y estaremos cada vez más unidos en la medida en que volvamos a Él y nos dejemos transformar por Él.
Un momento particularmente emocionante fue para mí la celebración de las vísperas marianas en el santuario de Etzelsbach, donde me acogió una multitud de peregrinos. Ya de joven oí hablar de la región de Eichsfeld -zona que continuó siendo católica en las distintas vicisitudes dela historia- y de sus habitantes que se opusieron valerosamente a las dictaduras del nazismo y del comunismo. Por esto me alegré mucho de poder visitar Eichsfeld y a su gente en una peregrinación a la imagen milagrosa de la Virgen Dolorosa de Etzelsbach, donde durante siglos los fieles han confiado a María sus propias peticiones, preocupaciones, sufrimientos, donde han recibido consuelo, gracias y bendiciones. También muy impactante fue la Misa celebrada en la plaza del Duomo en Erfurt. Recordando a los santos patronos de Turingia -Santa Isabel, San Bonifacio y San Kilian- y el ejemplo luminoso de los fieles que han testimoniado el Evangelio durante los sistemas totalitarios, invité a los fieles a ser los santos de hoy, testigos válidos de Cristo, y a contribuir en la construcción de nuestra sociedad. Siempre han sido, los santos y las personas imbuidas de Cristo, las que han transformado verdaderamente el mundo. Conmovedor fue el breve encuentro con monseñor Hermann Scheipers, el último sacerdote alemán superviviente del campo de concentración de Dachau. En Erfurt tuve también la ocasión de reunirme con algunas víctimas de los abusos sexuales por parte de religiosos, a los que he querido asegurar mi dolor y mi cercanía con su sufrimiento.
La última etapa de mi viaje me llevó al sudoeste de Alemania, a la archidiócesis de Friburgo. Los habitantes de esta bella ciudad, los fieles de la archidiócesis y los numerosos peregrinos venidos de la vecina Francia y Suiza y de otros países me dedicaron una acogida especialmente festiva. Pude experimentarlo también en la vigilia de oración con millares de jóvenes. Me sentí feliz de ver que la fe en mi patria alemana tiene un rostro joven, que está viva y que tiene un futuro. En este estupendo rito de la luz entregué a los jóvenes la llama del cirio pascual, símbolo de la luz que es Cristo, exhortándoles: “Vosotros sois la luz del mundo”. Les repetí que el Papa confía en la colaboración activa de los jóvenes: con la gracia de Cristo, ellos son capaces de llevar al mundo el fuego del amor de Dios.
Un momento singular fue el encuentro con los seminaristas en el Seminario de Friburgo. Respondiendo de alguna manera a la conmovedora carta que me enviaron unas semanas antes, he querido mostrar a los jóvenes la belleza y grandeza de la llamada del Señor y ofrecerles alguna ayuda para seguir su camino con alegría y en profunda comunión con Cristo. Siempre en el Seminario, pude reunirme, en una atmósfera fraterna, con algunos representantes de las Iglesias ortodoxas y ortodoxas orientales, a las que nosotros, católico,s nos sentimos muy cercanos. De esta amplia comunión deriva, también, el deber común de ser levadura para la renovación de nuestra sociedad. Un amigable encuentro con los representantes de los laicos católicos alemanes concluyó la serie de eventos programados en el Seminario.
La gran celebración eucarística dominical en el aeropuerto turístico de Friburgo fue otro momento culminante de la Visita Pastoral, y la ocasión para agradecer a todos los que se comprometen en todos los ámbitos de la vida eclesial, sobre todo los numerosos voluntarios y colaboradores de las iniciativas caritativas. Son estos los que hacen posible las múltiples ayudas que la Iglesia alemana ofrece a la Iglesia universal, especialmente en las tierras de misión. Recordé también que su precioso servicio será siempre fecundo, cuando viene de una fe auténtica y viva, en unión con los obispos y el Papa, en unión con la Iglesia. Finalmente, antes de volver, hablé a un millar de católicos comprometidos con la Iglesia y con la sociedad, sugiriendo algunas reflexiones sobre la acción de la Iglesia en una sociedad secularizada, sobre la invitación a ser libre de cargas materiales y políticas para ser más transparentes a Dios.
Queridos hermanos y hermanas, este Viaje Apostólico a Alemania me ha dado la ocasión propicia para encontrarme con los fieles de mi patria alemana, para confirmarlos en la fe, en la esperanza y en el amor, y compartir con ellos la alegría de ser católicos. Pero mi mensaje estaba dirigido a todo el pueblo alemán, para invitarlos a mirar con confianza al futuro. Es verdad “Donde está Dios, allí hay futuro”. Agradezco de nuevo a los que han hecho posible esta Visita y a cuantos me han acompañado con la oración. El Señor bendiga al pueblo de Dios en Alemania y os bendiga a todos vosotros. Gracias.
[En español dijo:]
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús que celebran su Capítulo General; a los fieles de las Diócesis de Teruel y Albarracín; a los peregrinos de la Arquidiócesis de Santo Domingo, junto a su Obispo Auxiliar; a los sacerdotes de la Arquidiócesis de Medellín, así como a los demás grupos venidos de España, Colombia, Chile, República Dominicana, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dar gracias al Señor por esta Visita Apostólica a Alemania, suplicándole que, cuanto he podido sembrar en estos días, ayude a percibir cada vez más cómo Dios ofrece a todos un futuro. Muchas gracias.
Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Como sabéis, desde el jueves hasta el domingo realicé una Visita Pastoral a Alemania; estoy contento, por tanto, de acoger la ocasión de la actual Audiencia para recorrer con vosotros las intensas y estupendas jornadas transcurridas en mi país de origen. He atravesado Alemania de norte a sur, del este al oeste: desde Berlín a Erfurt y de Eichsfeld hasta, finalmente, Friburgo, ciudad cercana a la frontera con Francia y Suiza. Doy gracias, en primer lugar al Señor, por la posibilidad que me ha ofrecido de reunirme con la gente y hablar de Dios, de rezar unidos y de confirmar a los hermanos y hermanas en la fe, según el especial mandato que el Señor encargó a Pedro y a sus sucesores. Esta visita, desarrollada bajo el lema “Donde está Dios, allí hay futuro”, ha sido realmente una fiesta de la fe: en los distintos encuentros y coloquios, en las celebraciones especialmente en las solemnes misas con el pueblo de Dios. Estos momentos han sido un precioso regalo que nos ha hecho percibir, de nuevo, cómo Dios da a nuestra vida el sentido profundo, la verdadera plenitud, que sólo Él nos da, concediendo a todos un futuro.
Con profunda gratitud recuerdo la acogida calurosa y entusiasta como también la atención y el afecto que me demostraron en los distintos lugares que visité. Agradezco de corazón a los obispos alemanes, especialmente a aquellos cuyas diócesis me han acogido, por su invitación y por todo lo que han hecho junto a sus colaboradores, para preparar este viaje. Un sentido agradecimiento también para el Presidente Federal y el resto de autoridades políticas y civiles a nivel federal y regional. Estoy profundamente agradecido a todos los que han contribuido de varios modos al buen resultado de la Visita, sobre todo a los numerosos voluntarios. Así esta ha sido un gran regalo para mí y ha suscitado alegría, esperanza y un nuevo empuje en la fe y de compromiso para el futuro.
En la capital federal Berlín, el Presidente Federal me acogió en su residencia y me dio la bienvenida en su nombre y en el de sus compatriotas, expresando la estima y el afecto hacia un Papa natural de la tierra alemana. Por mi parte, he podido hacer una pequeña reflexión sobre la relación recíproca entre religión y libertad, recordando una frase del gran obispo y reformador social Wilhelm von Ketteler: “Como la religión necesita libertad, también esta tiene necesidad de la religión”.
Muy contento acepté la invitación de ir al Bundestag, que ha sido uno de los momentos más importantes de mi viaje. Por primera vez un Papa dio un discurso delante de los miembros del Parlamento alemán. En esa ocasión quise exponer el fundamento del derecho y del libre estado de derecho, es decir la medida de todo derecho, inscrito por el Creador en el mismo ser de su creación. Es necesario ampliar nuestro concepto de naturaleza, comprendiéndola no sólo como un conjunto de funciones sino, más allá de esto, como un lenguaje del Creador para ayudarnos a discernir el bien del mal. Sucesivamente tuvo lugar el encuentro con algunos representantes de la comunidad judía de Alemania. Recordando nuestras raíces comunes en la fe del Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, hemos puesto de relieve los frutos obtenidos por el diálogo entre la Iglesia Católica y el Judaísmo en Alemania. He tenido, igualmente, el modo de reunirme con algunos miembros de la comunidad musulmana, hablando con ellos sobre la importancia de la libertad religiosa para un desarrollo pacífico de la humanidad.
La Santa Misa en el estadio olímpico de Berlín, como conclusión del primer día de la Visita, fue una de las grandes celebraciones litúrgicas que me dieron la posibilidad de rezar con los fieles y animarlos en la fe. ¡Me alegró mucho la numerosa participación de la gente! En ese momento festivo e impresionante meditamos sobre la imagen evangélica de la vid y de los sarmientos, es decir sobre la importancia de estar unidos a Cristo para nuestra vida personal de creyentes y para nuestro ser Iglesia, su cuerpo místico.
La segunda etapa de mi visita se realizó en Turingia. Alemania, y de una forma especial Turingia, es la tierra de la reforma protestante. Por tanto, desde el principio quise, ardientemente, dar una particular importancia al ecumenismo en el marco de este viaje y fue mi fuerte deseo el vivir un momento ecuménico en Erfurt, porque en esa ciudad Martín Lutero entró en la comunidad de los Agustinos y fue ordenado sacerdote. Por esto me alegré mucho por el encuentro con los miembros del Consejo de la Iglesia Evangélica en Alemania y del acto ecuménico en el ex convento de los agustinos: un encuentro cordial que, en el diálogo y en la oración, nos ha llevado de una forma más profunda a Cristo. Vimos de nuevo lo importante que era nuestro testimonio común de la fe en Jesucristo en el mundo actual, que a menudo ignora a Dios o no se interesa por Él. Es necesario nuestro esfuerzo común en el camino hacia la total unidad, pero somos muy conscientes de que no podemos “hacer” ni la fe ni la unidad tan esperada. Una fe creada por nosotros mismos no tiene ningún valor y la verdadera unidad es sobre todo un don del Señor, el cual rezó y reza siempre por la unidad de sus discípulos. Sólo Cristo puede darnos esta unidad y estaremos cada vez más unidos en la medida en que volvamos a Él y nos dejemos transformar por Él.
Un momento particularmente emocionante fue para mí la celebración de las vísperas marianas en el santuario de Etzelsbach, donde me acogió una multitud de peregrinos. Ya de joven oí hablar de la región de Eichsfeld -zona que continuó siendo católica en las distintas vicisitudes dela historia- y de sus habitantes que se opusieron valerosamente a las dictaduras del nazismo y del comunismo. Por esto me alegré mucho de poder visitar Eichsfeld y a su gente en una peregrinación a la imagen milagrosa de la Virgen Dolorosa de Etzelsbach, donde durante siglos los fieles han confiado a María sus propias peticiones, preocupaciones, sufrimientos, donde han recibido consuelo, gracias y bendiciones. También muy impactante fue la Misa celebrada en la plaza del Duomo en Erfurt. Recordando a los santos patronos de Turingia -Santa Isabel, San Bonifacio y San Kilian- y el ejemplo luminoso de los fieles que han testimoniado el Evangelio durante los sistemas totalitarios, invité a los fieles a ser los santos de hoy, testigos válidos de Cristo, y a contribuir en la construcción de nuestra sociedad. Siempre han sido, los santos y las personas imbuidas de Cristo, las que han transformado verdaderamente el mundo. Conmovedor fue el breve encuentro con monseñor Hermann Scheipers, el último sacerdote alemán superviviente del campo de concentración de Dachau. En Erfurt tuve también la ocasión de reunirme con algunas víctimas de los abusos sexuales por parte de religiosos, a los que he querido asegurar mi dolor y mi cercanía con su sufrimiento.
La última etapa de mi viaje me llevó al sudoeste de Alemania, a la archidiócesis de Friburgo. Los habitantes de esta bella ciudad, los fieles de la archidiócesis y los numerosos peregrinos venidos de la vecina Francia y Suiza y de otros países me dedicaron una acogida especialmente festiva. Pude experimentarlo también en la vigilia de oración con millares de jóvenes. Me sentí feliz de ver que la fe en mi patria alemana tiene un rostro joven, que está viva y que tiene un futuro. En este estupendo rito de la luz entregué a los jóvenes la llama del cirio pascual, símbolo de la luz que es Cristo, exhortándoles: “Vosotros sois la luz del mundo”. Les repetí que el Papa confía en la colaboración activa de los jóvenes: con la gracia de Cristo, ellos son capaces de llevar al mundo el fuego del amor de Dios.
Un momento singular fue el encuentro con los seminaristas en el Seminario de Friburgo. Respondiendo de alguna manera a la conmovedora carta que me enviaron unas semanas antes, he querido mostrar a los jóvenes la belleza y grandeza de la llamada del Señor y ofrecerles alguna ayuda para seguir su camino con alegría y en profunda comunión con Cristo. Siempre en el Seminario, pude reunirme, en una atmósfera fraterna, con algunos representantes de las Iglesias ortodoxas y ortodoxas orientales, a las que nosotros, católico,s nos sentimos muy cercanos. De esta amplia comunión deriva, también, el deber común de ser levadura para la renovación de nuestra sociedad. Un amigable encuentro con los representantes de los laicos católicos alemanes concluyó la serie de eventos programados en el Seminario.
La gran celebración eucarística dominical en el aeropuerto turístico de Friburgo fue otro momento culminante de la Visita Pastoral, y la ocasión para agradecer a todos los que se comprometen en todos los ámbitos de la vida eclesial, sobre todo los numerosos voluntarios y colaboradores de las iniciativas caritativas. Son estos los que hacen posible las múltiples ayudas que la Iglesia alemana ofrece a la Iglesia universal, especialmente en las tierras de misión. Recordé también que su precioso servicio será siempre fecundo, cuando viene de una fe auténtica y viva, en unión con los obispos y el Papa, en unión con la Iglesia. Finalmente, antes de volver, hablé a un millar de católicos comprometidos con la Iglesia y con la sociedad, sugiriendo algunas reflexiones sobre la acción de la Iglesia en una sociedad secularizada, sobre la invitación a ser libre de cargas materiales y políticas para ser más transparentes a Dios.
Queridos hermanos y hermanas, este Viaje Apostólico a Alemania me ha dado la ocasión propicia para encontrarme con los fieles de mi patria alemana, para confirmarlos en la fe, en la esperanza y en el amor, y compartir con ellos la alegría de ser católicos. Pero mi mensaje estaba dirigido a todo el pueblo alemán, para invitarlos a mirar con confianza al futuro. Es verdad “Donde está Dios, allí hay futuro”. Agradezco de nuevo a los que han hecho posible esta Visita y a cuantos me han acompañado con la oración. El Señor bendiga al pueblo de Dios en Alemania y os bendiga a todos vosotros. Gracias.
[En español dijo:]
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Religiosas de la Compañía de Santa Teresa de Jesús que celebran su Capítulo General; a los fieles de las Diócesis de Teruel y Albarracín; a los peregrinos de la Arquidiócesis de Santo Domingo, junto a su Obispo Auxiliar; a los sacerdotes de la Arquidiócesis de Medellín, así como a los demás grupos venidos de España, Colombia, Chile, República Dominicana, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a dar gracias al Señor por esta Visita Apostólica a Alemania, suplicándole que, cuanto he podido sembrar en estos días, ayude a percibir cada vez más cómo Dios ofrece a todos un futuro. Muchas gracias.
Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Allí comenzó históricamente la salvación Angellus 25 septiembre 2011
Queridos hermanos y hermanas
Después de esta Santa Misa vamos a rezar el Angelus. Esta plegaria nos recuerda siempre el comienzo histórico de nuestra salvación. El arcángel Gabriel presenta a la Virgen María el plan de la salvación de Dios, según el cual Ella se convertiría en la Madre del Redentor. María se turbó ante estas palabras, pero el Ángel la consoló diciendo: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios". De esta forma, María pronuncia el gran "sí". Este "sí" para ser sierva del Señor es la afirmación confiada al designio de Dios y a nuestra salvación. Y, finalmente, María nos dice este "sí" a nosotros, que bajo la cruz fuimos confiados como hijos suyos (cf. Jn 19, 27). Nunca pone en duda esta promesa. Por eso se le llama feliz, más aún, bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que le había dicho el Señor (cf. Lc 1, 45). Recitando ahora el Angelus, podemos unirnos al "sí" de María y adherirnos con confianza a la belleza del plan de Dios y de la providencia que Él, en su gracia, nos ha reservado. Entonces, el amor de Dios se hará casi carne también en nuestra vida, tomará cada vez más forma. En medio de todas nuestras preocupaciones, no debemos tener miedo. Dios es bueno. Al mismo tiempo, podemos sentirnos sostenidos por la compañía de tantos fieles de todo el mundo que ahora rezan el Angelus con nosotros, a través de la televisión y la radio.
[Copyright 2011 - ©Libreria Editrice Vaticana]
Después de esta Santa Misa vamos a rezar el Angelus. Esta plegaria nos recuerda siempre el comienzo histórico de nuestra salvación. El arcángel Gabriel presenta a la Virgen María el plan de la salvación de Dios, según el cual Ella se convertiría en la Madre del Redentor. María se turbó ante estas palabras, pero el Ángel la consoló diciendo: "No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios". De esta forma, María pronuncia el gran "sí". Este "sí" para ser sierva del Señor es la afirmación confiada al designio de Dios y a nuestra salvación. Y, finalmente, María nos dice este "sí" a nosotros, que bajo la cruz fuimos confiados como hijos suyos (cf. Jn 19, 27). Nunca pone en duda esta promesa. Por eso se le llama feliz, más aún, bienaventurada porque creyó en el cumplimiento de lo que le había dicho el Señor (cf. Lc 1, 45). Recitando ahora el Angelus, podemos unirnos al "sí" de María y adherirnos con confianza a la belleza del plan de Dios y de la providencia que Él, en su gracia, nos ha reservado. Entonces, el amor de Dios se hará casi carne también en nuestra vida, tomará cada vez más forma. En medio de todas nuestras preocupaciones, no debemos tener miedo. Dios es bueno. Al mismo tiempo, podemos sentirnos sostenidos por la compañía de tantos fieles de todo el mundo que ahora rezan el Angelus con nosotros, a través de la televisión y la radio.
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Benedicto XVI: Vivimos en una época de nueva evangelización Audiencia del 18 de septiembre 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
En la liturgia de hoy empieza la lectura de la Carta de San Pablo a los Filipenses, es decir a los miembros de la comunidad que el Apóstol mismo fundó en la ciudad de Filipos, importante colonia romana en Macedonia, hoy Grecia septentrional. Pablo llegó a Filipos durante su segundo viaje misionero, procedente de la costa de la Anatolia y a travesando el Mar Egeo. Fue esa la primera vez que el Evangelio llegó a Europa. Estamos en torno al año 50, por tanto unos veinte años después de la muerte y la resurrección de Jesús. Sin embargo, la Carta a los Filipenses, contiene un himno a Cristo que ya presenta una síntesis completa de su misterio: encarnación, chenosi, es decir, humillación hasta la muerte de cruz, y glorificación. Este mismo misterio se hace una unidad con la vida del apóstol Pablo, que escribe esta carta mientras se encuentra en la cárcel, a la espera de una sentencia de vida o de muerte. Él afirma: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (Fil 1,21). Es un nuevo sentido de la vida, de la existencia humana, que consiste en la comunión con Jesucristo vivo; no sólo con un personaje histórico, un maestro de sabiduría, un líder religioso, sino con un hombre en el que habita personalmente Dios. Su muerte y resurrección es la Buena Noticia que, partiendo de Jerusalén, está destinada a llegar a todos los hombres y a todos los pueblos, y a transformar desde el interior todas las culturas, abriéndolas a la verdad fundamental: Dios es amor, se ha hecho hombre en Jesús y con su sacrificio ha rescatado a la humanidad de la esclavitud del mal dándole una esperanza fiable.
San Pablo era un hombre que condensaba en sí mismo tres mundos: el judío, el griego y el romano. No por casualidad Dios le confió la misión de llevar el Evangelio desde Asia Menor a Grecia y después a Roma, construyendo un puente que habría proyectado el Cristianismo hasta los extremos confines de la tierra. Hoy vivimos en una época de nueva evangelización. Vastos horizontes se abren al anuncio del Evangelio, mientras regiones de antigua tradición cristiana están llamadas a redescubrir la belleza de la fe. Son protagonistas de esta misión hombres y mujeres que, como san Pablo, pueden decir: “Para mí vivir es Cristo”. Personas, familias, comunidades que aceptan trabajar en la viña del Señor, según la imagen del Evangelio de este domingo (cfr Mt 20,1-16). Trabajadores humildes y generosos que no piden otra recompensa que la de participar en la misión de Jesús y de la Iglesia. “Si el vivir en la carne -escribe todavía san Pablo- significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger” (Fil 1,22): si la unión plena con Cristo más allá de la muerte, o el servicio a su cuerpo místico en esta tierra.
Queridos amigos, el Evangelio ha transformado el mundo, y todavía lo está transformando, como un río que riega un inmenso campo. Dirijámonos en oración a la Virgen María, para que en toda la Iglesia maduren vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales para el servicio de la nueva evangelización.
[Después del Ángelus, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas, ayer en Turín fue proclamado beato Mons. Francesco Paleari, de la Sociedad de Sacerdotes de San José Cottolengo. Nacido en Pogliano Milanese en 1863, de humilde familia campesina, entró jovencísimo en el seminario e, inmediatamente después de la Ordenación, se dedicó a los pobres y a los enfermos en la Pequeña Casa de la Divina Providencia, pero también a la enseñanza, distinguiéndose por su afabilidad y paciencia. ¡Alabemos a Dios por este luminoso testigo de su amor!
[A continuación saludó a los peregrinos en diversas lenguas. En francés, dijo:]
Queridos peregrinos francófonos, estamos en el periodo de vuelta al colegio. Los años pasados en la escuela son muy importantes. Se aprende a estructurar la mente y se amplía el campo de los conocimientos. En la escuela se aprende también a vivir juntos. Invito a los padres, que son los primeros educadores de sus hijos, a animarles en su trabajo. Tomaos el tiempo de escucharlos y de hablar con ellos de lo que viven. Así les ayudaréis a tomar las decisiones correctas. La familia, la escuela, ésa es la buena tierra en la que se labra la humanidad del mañana. Por eso, os pido que recéis para que cada niño pueda en todas partes recibir la educación a la que tiene derecho. ¡Os bendigo con todo mi corazón!
[En inglés, dijo:]
Ofrezco una cálida bienvenida a los peregrinos de habla inglesa y a los visitantes presentes en esta oración del Angelus, incluidos los del Acton Institute y la Diócesis de Allentown, Pennsylvania. En el Evangelio de este domingo, escuchamos a Jesús comparar el Reino de los cielos a las acciones de un terrateniente que es generoso con todos los trabajadores de su viña. Quizás a veces podamos sentir envidia por el éxito de otros o sentir que no nos han agradecido lo suficiente nuestro servicio. Que siempre nos esforcemos por ser humildes siervos del Señor y nos regocijemos cuando Dios derrama abundantes gracias sobre los que nos rodean. Os deseo un buen domingo. ¡Que Dios os bendiga a todos!
[En alemán, dijo:]
Saludo cordialmente a todos los visitantes de lengua alemana. Dios es “grande en perdonar” (Is 55,7), y en su bondad da más de lo que cabe esperar. Éste es el mensaje consolador de las lecturas de este domingo. Queremos responder con generosidad a la donación sin límites del amor de Dios y colaborar con el bien en el mundo. Estoy contento de reunirme con muchas personas durante mi visita a Alemania esta semana. Os pido que acompañéis los días de mi viaje con la oración y que en el Señor redescubramos la belleza y la frescura de la fe y la podamos dar a nuestros semejantes como testigos de esperanza y orientación para el futuro. ¡Que tengáis un domingo bendecido!
[En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana. En el Evangelio de este domingo, el propietario de la viña representa al Padre Celestial, que sale, una y otra vez, en busca de aquellos que quieren trabajar en su viña, y "da como recompensa, dice San Agustín, un denario a cada uno porque a todos será igualmente dada la misma vida eterna". Invito a todos a reconocer la inmensa generosidad y bondad de Dios, que está por encima de los cálculos humanos. Lo que el Señor espera de nosotros es que cada uno haga bien y confiadamente su trabajo, y que reciba con gratitud lo que de Él procede. ¡Feliz Domingo!
[En eslovaco, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos procedentes de Eslovaquia, especialmente a los de las parroquias de Trhovište y Horné Lefantovce. Hermanos y hermanas, os deseo una buena estancia en la Ciudad eterna, donde encontramos el luminoso testimonio de tantos cristianos que han trabajado fielmente en la viña del Señor. Con afecto os bendigo a vosotros y a vuestras familias. ¡Sea alabado Jesucristo!
[En polaco, dijo:]
Un cordial saludo dirijo a los polacos. Hoy la liturgia nos recuerda que todos estamos llamados a trabajar en la viña del Señor. Él nos ha dado diversos carismas, ha asignado diversas tareas y ha determinado diversos tiempos de su cumplimiento. Sin embargo, si asumimos la obra de nuestra vida con plena dedicación, nos espera la misma paga: la alegría de la eterna participación en la bondad del Señor. ¡Que Dios os bendiga!
[En italiano, dijo:]
Estoy contento de saludar a las Hermanas de diversas partes del mundo que frecuentan el Colegio Misionero Mater Ecclesiae, aquí en Castel Gandolfo.
Saludo finalmente con afecto a los peregrinos de lengua italiana, en particular al nutrido grupo de la Coldiretti, al que doy las gracias por el regalo de la colmena colocada en esta Villa. Saludo a los fieles procedentes del Valle Rendena, de Aprilia, Lido dei Pini de Anzio, Quadrelle, Montopoli Valdarno, Ischia di Castro, Lamezia Terme, Barbacina, Trebaseleghe, y a los de Villafranca d’Asti, venidos en bicicleta. Saludo a los niños de Ducenta, que se preparan para la Primera Comunión, al UNITALSI de San Giorgio Jonico y al conjunto musical Euritmia de Povoletto del Friuli. A todos os deseo un buen domingo.
[Traducción del original plurilingüe por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
En la liturgia de hoy empieza la lectura de la Carta de San Pablo a los Filipenses, es decir a los miembros de la comunidad que el Apóstol mismo fundó en la ciudad de Filipos, importante colonia romana en Macedonia, hoy Grecia septentrional. Pablo llegó a Filipos durante su segundo viaje misionero, procedente de la costa de la Anatolia y a travesando el Mar Egeo. Fue esa la primera vez que el Evangelio llegó a Europa. Estamos en torno al año 50, por tanto unos veinte años después de la muerte y la resurrección de Jesús. Sin embargo, la Carta a los Filipenses, contiene un himno a Cristo que ya presenta una síntesis completa de su misterio: encarnación, chenosi, es decir, humillación hasta la muerte de cruz, y glorificación. Este mismo misterio se hace una unidad con la vida del apóstol Pablo, que escribe esta carta mientras se encuentra en la cárcel, a la espera de una sentencia de vida o de muerte. Él afirma: “Para mí la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia” (Fil 1,21). Es un nuevo sentido de la vida, de la existencia humana, que consiste en la comunión con Jesucristo vivo; no sólo con un personaje histórico, un maestro de sabiduría, un líder religioso, sino con un hombre en el que habita personalmente Dios. Su muerte y resurrección es la Buena Noticia que, partiendo de Jerusalén, está destinada a llegar a todos los hombres y a todos los pueblos, y a transformar desde el interior todas las culturas, abriéndolas a la verdad fundamental: Dios es amor, se ha hecho hombre en Jesús y con su sacrificio ha rescatado a la humanidad de la esclavitud del mal dándole una esperanza fiable.
San Pablo era un hombre que condensaba en sí mismo tres mundos: el judío, el griego y el romano. No por casualidad Dios le confió la misión de llevar el Evangelio desde Asia Menor a Grecia y después a Roma, construyendo un puente que habría proyectado el Cristianismo hasta los extremos confines de la tierra. Hoy vivimos en una época de nueva evangelización. Vastos horizontes se abren al anuncio del Evangelio, mientras regiones de antigua tradición cristiana están llamadas a redescubrir la belleza de la fe. Son protagonistas de esta misión hombres y mujeres que, como san Pablo, pueden decir: “Para mí vivir es Cristo”. Personas, familias, comunidades que aceptan trabajar en la viña del Señor, según la imagen del Evangelio de este domingo (cfr Mt 20,1-16). Trabajadores humildes y generosos que no piden otra recompensa que la de participar en la misión de Jesús y de la Iglesia. “Si el vivir en la carne -escribe todavía san Pablo- significa para mí trabajo fecundo, no sé qué escoger” (Fil 1,22): si la unión plena con Cristo más allá de la muerte, o el servicio a su cuerpo místico en esta tierra.
Queridos amigos, el Evangelio ha transformado el mundo, y todavía lo está transformando, como un río que riega un inmenso campo. Dirijámonos en oración a la Virgen María, para que en toda la Iglesia maduren vocaciones sacerdotales, religiosas y laicales para el servicio de la nueva evangelización.
[Después del Ángelus, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas, ayer en Turín fue proclamado beato Mons. Francesco Paleari, de la Sociedad de Sacerdotes de San José Cottolengo. Nacido en Pogliano Milanese en 1863, de humilde familia campesina, entró jovencísimo en el seminario e, inmediatamente después de la Ordenación, se dedicó a los pobres y a los enfermos en la Pequeña Casa de la Divina Providencia, pero también a la enseñanza, distinguiéndose por su afabilidad y paciencia. ¡Alabemos a Dios por este luminoso testigo de su amor!
[A continuación saludó a los peregrinos en diversas lenguas. En francés, dijo:]
Queridos peregrinos francófonos, estamos en el periodo de vuelta al colegio. Los años pasados en la escuela son muy importantes. Se aprende a estructurar la mente y se amplía el campo de los conocimientos. En la escuela se aprende también a vivir juntos. Invito a los padres, que son los primeros educadores de sus hijos, a animarles en su trabajo. Tomaos el tiempo de escucharlos y de hablar con ellos de lo que viven. Así les ayudaréis a tomar las decisiones correctas. La familia, la escuela, ésa es la buena tierra en la que se labra la humanidad del mañana. Por eso, os pido que recéis para que cada niño pueda en todas partes recibir la educación a la que tiene derecho. ¡Os bendigo con todo mi corazón!
[En inglés, dijo:]
Ofrezco una cálida bienvenida a los peregrinos de habla inglesa y a los visitantes presentes en esta oración del Angelus, incluidos los del Acton Institute y la Diócesis de Allentown, Pennsylvania. En el Evangelio de este domingo, escuchamos a Jesús comparar el Reino de los cielos a las acciones de un terrateniente que es generoso con todos los trabajadores de su viña. Quizás a veces podamos sentir envidia por el éxito de otros o sentir que no nos han agradecido lo suficiente nuestro servicio. Que siempre nos esforcemos por ser humildes siervos del Señor y nos regocijemos cuando Dios derrama abundantes gracias sobre los que nos rodean. Os deseo un buen domingo. ¡Que Dios os bendiga a todos!
[En alemán, dijo:]
Saludo cordialmente a todos los visitantes de lengua alemana. Dios es “grande en perdonar” (Is 55,7), y en su bondad da más de lo que cabe esperar. Éste es el mensaje consolador de las lecturas de este domingo. Queremos responder con generosidad a la donación sin límites del amor de Dios y colaborar con el bien en el mundo. Estoy contento de reunirme con muchas personas durante mi visita a Alemania esta semana. Os pido que acompañéis los días de mi viaje con la oración y que en el Señor redescubramos la belleza y la frescura de la fe y la podamos dar a nuestros semejantes como testigos de esperanza y orientación para el futuro. ¡Que tengáis un domingo bendecido!
[En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana. En el Evangelio de este domingo, el propietario de la viña representa al Padre Celestial, que sale, una y otra vez, en busca de aquellos que quieren trabajar en su viña, y "da como recompensa, dice San Agustín, un denario a cada uno porque a todos será igualmente dada la misma vida eterna". Invito a todos a reconocer la inmensa generosidad y bondad de Dios, que está por encima de los cálculos humanos. Lo que el Señor espera de nosotros es que cada uno haga bien y confiadamente su trabajo, y que reciba con gratitud lo que de Él procede. ¡Feliz Domingo!
[En eslovaco, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos procedentes de Eslovaquia, especialmente a los de las parroquias de Trhovište y Horné Lefantovce. Hermanos y hermanas, os deseo una buena estancia en la Ciudad eterna, donde encontramos el luminoso testimonio de tantos cristianos que han trabajado fielmente en la viña del Señor. Con afecto os bendigo a vosotros y a vuestras familias. ¡Sea alabado Jesucristo!
[En polaco, dijo:]
Un cordial saludo dirijo a los polacos. Hoy la liturgia nos recuerda que todos estamos llamados a trabajar en la viña del Señor. Él nos ha dado diversos carismas, ha asignado diversas tareas y ha determinado diversos tiempos de su cumplimiento. Sin embargo, si asumimos la obra de nuestra vida con plena dedicación, nos espera la misma paga: la alegría de la eterna participación en la bondad del Señor. ¡Que Dios os bendiga!
[En italiano, dijo:]
Estoy contento de saludar a las Hermanas de diversas partes del mundo que frecuentan el Colegio Misionero Mater Ecclesiae, aquí en Castel Gandolfo.
Saludo finalmente con afecto a los peregrinos de lengua italiana, en particular al nutrido grupo de la Coldiretti, al que doy las gracias por el regalo de la colmena colocada en esta Villa. Saludo a los fieles procedentes del Valle Rendena, de Aprilia, Lido dei Pini de Anzio, Quadrelle, Montopoli Valdarno, Ischia di Castro, Lamezia Terme, Barbacina, Trebaseleghe, y a los de Villafranca d’Asti, venidos en bicicleta. Saludo a los niños de Ducenta, que se preparan para la Primera Comunión, al UNITALSI de San Giorgio Jonico y al conjunto musical Euritmia de Povoletto del Friuli. A todos os deseo un buen domingo.
[Traducción del original plurilingüe por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Dios está presente en el momento de la angustia Audiencia 14 septiembre 2011
Queridos hermanos y hermanas,
en la catequesis de hoy quisiera afrontar un Salmo de fuertes implicaciones cristológicas, que continuamente aflora en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humillación y de gloria, de muerte y de vida. Es el Salmo 22 según la tradición judía, 21 según la tradición greco-latina, una oración sincera y conmovedora, de una densidad humana y una riqueza teológica que lo convierten en uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio. Se trata de una larga composición poética (nosotros nos detendremos en particular en la primera parte), concentrada en el lamento, para profundizar algunas dimensiones significativas de la oración de súplica a Dios.
Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y rodeado de adversarios que quieren su muerte; él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. En su oración la realidad angustiosa del presente y el recuerdo consolador del pasado se alternan, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación desesperada que no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es una llamada dirigida a Dios que parece lejano, que no responde y que parece haberlo abandonado:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos?
Te invoco de día, y no respondes,
de noche, y no encuentro descanso” (v. 2 y 3).
Dios calla y este silencio hiere el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encontrar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una ayuda que no llega; Dios parece muy distante, muy olvidadizo, muy ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda darle consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad se convierte en algo insoportable. Además el orante de nuestro Salmo llama al Señor tres veces “mi Dios”, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante las apariencias, el Salmista no puede creer que el vínculo con el Señor se haya roto totalmente y, mientras pide un por qué del presunto abandono incomprensible, afirma que “su” Dios no puede abandonarlo.
Como se sabe, el grito inicial del Salmo, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” se cita en los Evangelios de Mateo y de Marcos como el grito lanzado por Jesús cuando muere en la cruz (cfr. Mt 27,46; Mc15,34). Expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y renegado por los discípulos, rodeado por los que le insultan, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y el aniquilamiento. Por esto grita al Padre y su sufrimiento asume las palabras dolientes del Salmo. Sin embargo el suyo no es un grito desesperado, como no lo era el del Salmista, que en su súplica recorre un camino atormentado que llega finalmente a una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Y ya que en la costumbre judía citar el inicio de un Salmo implicaba una referencia al poema completo, la oración de Jesús agonizante, aunque mantiene su carga de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria. “¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”, dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24,26). En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús atraviesa el abandono y la muerte para alcanzar la vida y darla a todos los creyentes.
A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22-21, seguidamente, en una dolorosa comparación, recuerda el pasado:
“En ti confiaron nuestros padres:
confiaron, y tú los libraste;
clamaron a ti y fueron salvados,
confiaron en ti y no quedaron defraudados” (v. 5 y 6).
Ese Dios que hoy al Salmista le parece lejano, es el Señor misericordioso que Israel ha experimentado siempre en su historia. El pueblo, al que pertenece el orante, ha sido objeto del amor de Dios y puede testificar su fidelidad. Comenzando por los Patriarcas, después en Egipto y en la larga peregrinación en el desierto, durante la permanencia en la tierra prometida, en contacto con pueblos agresivos y enemigos hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica ha sido una historia de petición de auxilio por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el Salmista hace referencia a la inquebrantable fe de sus padres, que “confiaron” -se repite este verbo tres veces- sin quedar nunca defraudados. Ahora, sin embargo, parece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido. La situación del Salmista parece desmentir toda la historia de salvación, haciendo más dolorosa la realidad presente.
Pero Dios no puede desmentirse, y entonces la oración vuelve a describir la penosa situación del orante, para hacer que el Señor tenga piedad e intervenga, como había hecho siempre en el pasado. El Salmista se define “pero yo soy un gusano, no un hombre;la gente me escarnece y el pueblo me desprecia” (v.7), se burlan de él, lo desprecian (cfr v. 8), y herido en su propia fe: “Confió en el Señor, que él lo libre;que lo salve, si lo quiere tanto” (v.9). Bajo los golpes burlones de la ironía y del desprecio, parece que el perseguido pierda sus connotaciones humanas, como el Siervo sufriente del Libro de Isaías (cfr Is 52,14; 53,2b-3). Y como el justo oprimido del Libro de la Sabiduría (cfr 2,12-20), como Jesús en el Calvario (cfr Mt 27,39-43), el Salmista ve cómo se pone en tela de juicio su relación con el Señor, el énfasis cruel y sarcástico de los que lo están haciendo sufrir: el silencio de Dios, su aparente ausencia. Sin embargo, Dios está presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionable. El Salmista lo recuerda al Señor: “Tú, Señor, me sacaste del seno materno,me confiaste al regazo de mi madre; a ti fui entregado desde mi nacimiento (v. 10-11a). El Señor es el Dios de la vida, que hace nacer y acoge al neonato y lo cuida con afecto de un padre. Y si antes se había recordado la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evoca su propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento particularmente importante del inicio de su vida. Y allí, no obstante la desolación del presente, el Salmista reconoce una cercanía y un amor divino tan radical, que ahora puede exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: “desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios” (v.11b).
El lamento se convierte ahora en una súplica conmovedora: “No te quedes lejos, porque acecha el peligro y no hay nadie para socorrerme” (v.12). La única cercanía que el Salmista percibe y que lo aterroriza es la de los enemigos. Y por tanto es necesario que Dios se haga cercano y que lo socorra, porque los enemigos rodean al orante, lo cercan y son como toros poderosos, como leones que abren sus fauces para rugir(cfr v. 13-14). La angustia altera la percepción del peligro, aumentándolo. Los adversarios parecen invencibles, se han convertido en animales feroces y peligrosísimos, mientras que el Salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes, usadas en el Salmo, sirven para decir que cuando el hombre es un ser brutal que agrede a su hermanos, algo animal lo posee, parece perder su apariencia humana; la violencia tiene algo de bestial y sólo la intervención salvadora de Dios puede restituir la humanidad al hombre. Ahora, para el Salmista, objeto de tanta feroz agresión, parece que no hay salida y que la muerte comienza a poseerlo: “Soy como agua que se derramay todos mis huesos están dislocados [...]; mi garganta está seca como una teja y la lengua se me pega al paladar. Se reparten entre sí mi ropa y sortean mi túnica”(v. 15.16.19). Con imágenes dramáticas, que encontramos en los relatos de la Pasión de Cristo, se describe la descomposición del cuerpo del condenado, el calor insoportable que atormenta al moribundo y que encuentra eco en la petición de Jesús: “Tengo sed” (cfr Jn 19,28), hasta alcanzar el gesto definitivo con el que los torturadores, como los soldados bajo la cruz, se reparten las vestiduras de la víctima a la que consideran muerta (cfr Mt 27,35; Mc 15,24; Lc 23,34; Jn 19,23-24).
Y de nuevo, la petición de socorro urgente: “Pero tú, Señor, no te quedes lejos;tú que eres mi fuerza, ven pronto a socorrerme. Sálvame”(vv. 20.22a).Este es un grito que abre los cielos, porque proclama una fe, una seguridad que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación: “Yo anunciaré tu Nombre a mis hermanos, te alabaré en medio de la asamblea” (v.23). Así el Salmo se abre a la acción de gracias, al gran himno final en el que participa todo el pueblo, los fieles del Señor, la Asamblea litúrgica, las generaciones futuras(cfr v. 24-32). El Señor ha venido en su ayuda, ha salvado al pobre y le ha mostrado el rostro de su misericordia. Muerte y vida se han cruzado en un misterio inseparable del que ha salido victoriosa la vida, el Dios de la salvación se ha mostrado Señor indiscutible ante el cual todos los confines de la tierra celebrarán y todas las familias de los pueblos se postrarán. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza.
Querídisimos hermanos y hermanas, este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos invadir de la luz del misterio pascual y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la verdadera realidad más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación en la humillación y la plena manifestación de la vida en la muerte, en la cruz. Así poniendo de nuevo toda nuestra confianza y esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia, le podremos rezar con fe también nosotros y nuestro grito de auxilio se transformará en cantos de alabanza. Gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
en la catequesis de hoy quisiera afrontar un Salmo de fuertes implicaciones cristológicas, que continuamente aflora en los relatos de la pasión de Jesús, con su doble dimensión de humillación y de gloria, de muerte y de vida. Es el Salmo 22 según la tradición judía, 21 según la tradición greco-latina, una oración sincera y conmovedora, de una densidad humana y una riqueza teológica que lo convierten en uno de los Salmos más rezados y estudiados de todo el Salterio. Se trata de una larga composición poética (nosotros nos detendremos en particular en la primera parte), concentrada en el lamento, para profundizar algunas dimensiones significativas de la oración de súplica a Dios.
Este Salmo presenta la figura de un inocente perseguido y rodeado de adversarios que quieren su muerte; él recurre a Dios en un lamento doloroso que, en la certeza de la fe, se abre misteriosamente a la alabanza. En su oración la realidad angustiosa del presente y el recuerdo consolador del pasado se alternan, en una sufrida toma de conciencia de la propia situación desesperada que no quiere renunciar a la esperanza. Su grito inicial es una llamada dirigida a Dios que parece lejano, que no responde y que parece haberlo abandonado:
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?
¿Por qué estás lejos de mi clamor y mis gemidos?
Te invoco de día, y no respondes,
de noche, y no encuentro descanso” (v. 2 y 3).
Dios calla y este silencio hiere el ánimo del orante, que llama incesantemente, pero sin encontrar respuesta. Los días y las noches se suceden en una búsqueda incansable de una palabra, de una ayuda que no llega; Dios parece muy distante, muy olvidadizo, muy ausente. La oración pide escucha y respuesta, solicita un contacto, busca una relación que pueda darle consuelo y salvación. Pero si Dios no responde, el grito de ayuda se pierde en el vacío y la soledad se convierte en algo insoportable. Además el orante de nuestro Salmo llama al Señor tres veces “mi Dios”, en un extremo acto de confianza y de fe. No obstante las apariencias, el Salmista no puede creer que el vínculo con el Señor se haya roto totalmente y, mientras pide un por qué del presunto abandono incomprensible, afirma que “su” Dios no puede abandonarlo.
Como se sabe, el grito inicial del Salmo, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” se cita en los Evangelios de Mateo y de Marcos como el grito lanzado por Jesús cuando muere en la cruz (cfr. Mt 27,46; Mc15,34). Expresa toda la desolación del Mesías, Hijo de Dios, que está afrontando el drama de la muerte, una realidad totalmente contrapuesta al Señor de la vida. Abandonado por casi todos los suyos, traicionado y renegado por los discípulos, rodeado por los que le insultan, Jesús está bajo el peso aplastante de una misión que debe pasar por la humillación y el aniquilamiento. Por esto grita al Padre y su sufrimiento asume las palabras dolientes del Salmo. Sin embargo el suyo no es un grito desesperado, como no lo era el del Salmista, que en su súplica recorre un camino atormentado que llega finalmente a una perspectiva de alabanza, en la confianza de la victoria divina. Y ya que en la costumbre judía citar el inicio de un Salmo implicaba una referencia al poema completo, la oración de Jesús agonizante, aunque mantiene su carga de sufrimiento indecible, se abre a la certeza de la gloria. “¿No era necesario que el Mesías soportara esos sufrimientos para entrar en su gloria?”, dirá el Resucitado a los discípulos de Emaús (Lc 24,26). En su Pasión, en obediencia al Padre, el Señor Jesús atraviesa el abandono y la muerte para alcanzar la vida y darla a todos los creyentes.
A este grito inicial de súplica, en nuestro Salmo 22-21, seguidamente, en una dolorosa comparación, recuerda el pasado:
“En ti confiaron nuestros padres:
confiaron, y tú los libraste;
clamaron a ti y fueron salvados,
confiaron en ti y no quedaron defraudados” (v. 5 y 6).
Ese Dios que hoy al Salmista le parece lejano, es el Señor misericordioso que Israel ha experimentado siempre en su historia. El pueblo, al que pertenece el orante, ha sido objeto del amor de Dios y puede testificar su fidelidad. Comenzando por los Patriarcas, después en Egipto y en la larga peregrinación en el desierto, durante la permanencia en la tierra prometida, en contacto con pueblos agresivos y enemigos hasta la oscuridad del exilio, toda la historia bíblica ha sido una historia de petición de auxilio por parte del pueblo y de respuestas salvíficas por parte de Dios. Y el Salmista hace referencia a la inquebrantable fe de sus padres, que “confiaron” -se repite este verbo tres veces- sin quedar nunca defraudados. Ahora, sin embargo, parece que esta cadena de invocaciones confiadas y respuestas divinas se haya interrumpido. La situación del Salmista parece desmentir toda la historia de salvación, haciendo más dolorosa la realidad presente.
Pero Dios no puede desmentirse, y entonces la oración vuelve a describir la penosa situación del orante, para hacer que el Señor tenga piedad e intervenga, como había hecho siempre en el pasado. El Salmista se define “pero yo soy un gusano, no un hombre;la gente me escarnece y el pueblo me desprecia” (v.7), se burlan de él, lo desprecian (cfr v. 8), y herido en su propia fe: “Confió en el Señor, que él lo libre;que lo salve, si lo quiere tanto” (v.9). Bajo los golpes burlones de la ironía y del desprecio, parece que el perseguido pierda sus connotaciones humanas, como el Siervo sufriente del Libro de Isaías (cfr Is 52,14; 53,2b-3). Y como el justo oprimido del Libro de la Sabiduría (cfr 2,12-20), como Jesús en el Calvario (cfr Mt 27,39-43), el Salmista ve cómo se pone en tela de juicio su relación con el Señor, el énfasis cruel y sarcástico de los que lo están haciendo sufrir: el silencio de Dios, su aparente ausencia. Sin embargo, Dios está presente en la existencia del orante con una cercanía y una ternura incuestionable. El Salmista lo recuerda al Señor: “Tú, Señor, me sacaste del seno materno,me confiaste al regazo de mi madre; a ti fui entregado desde mi nacimiento (v. 10-11a). El Señor es el Dios de la vida, que hace nacer y acoge al neonato y lo cuida con afecto de un padre. Y si antes se había recordado la fidelidad de Dios en la historia del pueblo, ahora el orante evoca su propia historia personal de relación con el Señor, remontándose al momento particularmente importante del inicio de su vida. Y allí, no obstante la desolación del presente, el Salmista reconoce una cercanía y un amor divino tan radical, que ahora puede exclamar, en una confesión llena de fe y generadora de esperanza: “desde el seno de mi madre, tú eres mi Dios” (v.11b).
El lamento se convierte ahora en una súplica conmovedora: “No te quedes lejos, porque acecha el peligro y no hay nadie para socorrerme” (v.12). La única cercanía que el Salmista percibe y que lo aterroriza es la de los enemigos. Y por tanto es necesario que Dios se haga cercano y que lo socorra, porque los enemigos rodean al orante, lo cercan y son como toros poderosos, como leones que abren sus fauces para rugir(cfr v. 13-14). La angustia altera la percepción del peligro, aumentándolo. Los adversarios parecen invencibles, se han convertido en animales feroces y peligrosísimos, mientras que el Salmista es como un pequeño gusano, impotente, sin defensa alguna. Pero estas imágenes, usadas en el Salmo, sirven para decir que cuando el hombre es un ser brutal que agrede a su hermanos, algo animal lo posee, parece perder su apariencia humana; la violencia tiene algo de bestial y sólo la intervención salvadora de Dios puede restituir la humanidad al hombre. Ahora, para el Salmista, objeto de tanta feroz agresión, parece que no hay salida y que la muerte comienza a poseerlo: “Soy como agua que se derramay todos mis huesos están dislocados [...]; mi garganta está seca como una teja y la lengua se me pega al paladar. Se reparten entre sí mi ropa y sortean mi túnica”(v. 15.16.19). Con imágenes dramáticas, que encontramos en los relatos de la Pasión de Cristo, se describe la descomposición del cuerpo del condenado, el calor insoportable que atormenta al moribundo y que encuentra eco en la petición de Jesús: “Tengo sed” (cfr Jn 19,28), hasta alcanzar el gesto definitivo con el que los torturadores, como los soldados bajo la cruz, se reparten las vestiduras de la víctima a la que consideran muerta (cfr Mt 27,35; Mc 15,24; Lc 23,34; Jn 19,23-24).
Y de nuevo, la petición de socorro urgente: “Pero tú, Señor, no te quedes lejos;tú que eres mi fuerza, ven pronto a socorrerme. Sálvame”(vv. 20.22a).Este es un grito que abre los cielos, porque proclama una fe, una seguridad que va más allá de toda duda, de toda oscuridad y de toda desolación. Y el lamento se transforma, deja lugar a la alabanza en la acogida de la salvación: “Yo anunciaré tu Nombre a mis hermanos, te alabaré en medio de la asamblea” (v.23). Así el Salmo se abre a la acción de gracias, al gran himno final en el que participa todo el pueblo, los fieles del Señor, la Asamblea litúrgica, las generaciones futuras(cfr v. 24-32). El Señor ha venido en su ayuda, ha salvado al pobre y le ha mostrado el rostro de su misericordia. Muerte y vida se han cruzado en un misterio inseparable del que ha salido victoriosa la vida, el Dios de la salvación se ha mostrado Señor indiscutible ante el cual todos los confines de la tierra celebrarán y todas las familias de los pueblos se postrarán. Es la victoria de la fe, que puede transformar la muerte en don de vida, el abismo del dolor en fuente de esperanza.
Querídisimos hermanos y hermanas, este Salmo nos ha llevado al Gólgota, a los pies de la cruz, para revivir su pasión y compartir la alegría fecunda de la resurrección. Dejémonos invadir de la luz del misterio pascual y, como los discípulos de Emaús, aprendamos a discernir la verdadera realidad más allá de las apariencias, reconociendo el camino de la exaltación en la humillación y la plena manifestación de la vida en la muerte, en la cruz. Así poniendo de nuevo toda nuestra confianza y esperanza en Dios Padre, en el momento de la angustia, le podremos rezar con fe también nosotros y nuestro grito de auxilio se transformará en cantos de alabanza. Gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Cristo, esperanza y consuelo de la vida cotidiana Angelus 11 septiembre 2011
Queridos hermanos y hermanas,
antes de concluir esta solemne celebración eucarística, la oración del Ángelus nos invita a reflejarnos en María Santísima, para contemplar el abismo de amor del que procede el Sacramento de la Eucaristía. Gracias al "fiat" de la Virgen, el Verbo se hizo carne y vino a habitar entre nosotros. Meditando el misterio de la Encarnación, nos dirigimos todos, con la mente y el corazón, hacia el Santuario de la Santa Casa de Loreto, del que nos separan sólo pocos kilómetros. La tierra de las Marcas está toda iluminada por la presencia espiritual de María en su histórico Santuario, que hace aún más bellas y dulces estas colinas. A ella confío en este momento la ciudad de Ancona, la diócesis, las Marcas e Italia entera, para que en el pueblo italiano esté siempre viva la fe en el Misterio eucarístico, que en cada ciudad y en cada pueblo, desde los Alpes hasta Sicilia, hace presente a Cristo Resucitado, fuente de esperanza y de consuelo para la vida cotidiana, especialmente en los momentos difíciles.
Hoy nuestro pensamiento va también al 11 de septiembre de hace diez años. Al recordar al Señor de la Vida las víctimas de los atentados que sucedieron ese día, y a sus familiares, invito a los responsables de las naciones y a los hombres de buena voluntad a rechazar siempre la violencia como solución a los problemas y a resistir a la tentación del odio y a trabajar en la sociedad, inspirándose en los principios de la solidaridad, de la justicia y de la paz.
Por intercesión de María Santísima, pido, finalmente, al Señor que recompense a todos aquellos que han trabajado por la preparación y la organización de este Congreso Eucarístico Nacional, y a éstos dirijo de corazón mi más vivo agradecimiento.
Angelus Domini…
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
antes de concluir esta solemne celebración eucarística, la oración del Ángelus nos invita a reflejarnos en María Santísima, para contemplar el abismo de amor del que procede el Sacramento de la Eucaristía. Gracias al "fiat" de la Virgen, el Verbo se hizo carne y vino a habitar entre nosotros. Meditando el misterio de la Encarnación, nos dirigimos todos, con la mente y el corazón, hacia el Santuario de la Santa Casa de Loreto, del que nos separan sólo pocos kilómetros. La tierra de las Marcas está toda iluminada por la presencia espiritual de María en su histórico Santuario, que hace aún más bellas y dulces estas colinas. A ella confío en este momento la ciudad de Ancona, la diócesis, las Marcas e Italia entera, para que en el pueblo italiano esté siempre viva la fe en el Misterio eucarístico, que en cada ciudad y en cada pueblo, desde los Alpes hasta Sicilia, hace presente a Cristo Resucitado, fuente de esperanza y de consuelo para la vida cotidiana, especialmente en los momentos difíciles.
Hoy nuestro pensamiento va también al 11 de septiembre de hace diez años. Al recordar al Señor de la Vida las víctimas de los atentados que sucedieron ese día, y a sus familiares, invito a los responsables de las naciones y a los hombres de buena voluntad a rechazar siempre la violencia como solución a los problemas y a resistir a la tentación del odio y a trabajar en la sociedad, inspirándose en los principios de la solidaridad, de la justicia y de la paz.
Por intercesión de María Santísima, pido, finalmente, al Señor que recompense a todos aquellos que han trabajado por la preparación y la organización de este Congreso Eucarístico Nacional, y a éstos dirijo de corazón mi más vivo agradecimiento.
Angelus Domini…
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Dios está siempre cerca Audiencia 7 septiembre 2011
Queridos hermanos y hermanas,
retomamos hoy las Audiencias en la Plaza de San Pedro y la “escuela de oración” que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles; quisiera comenzar meditando sobre algunos Salmos que, como decía el pasado junio, forman el “libro de oración” por excelencia. El primer Salmo sobre el que me detengo, es un Salmo de lamento y de súplica imbuido de una profunda confianza, en el que la certeza de la presencia de Dios es el fundamento de la oración que se produce en una condición de extrema dificultad del orante. Se trata del Salmo 3, que la tradición judía atribuye a David en el momento en que este huye de Absalón (cfr. v.1). Es uno de los episodios más dramáticos y sufrientes de la vida del rey, cuando su propio hijo usurpa el trono real y lo obliga a abandonar Jerusalén para salvar la vida (cfr. 2ª Sam, 15 ss). La situación de angustia y de peligro experimentada por David es el telón de fondo de esta oración y ayuda a su comprensión, presentándose como la situación típica en el que un Salmo se recita. En el grito del Salmista todo hombre puede reconocer estos sentimientos de dolor, de amargura, a la vez que de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañó a David en su huida de la ciudad.
El Salmo inicia con una invocación al Señor:
“ Señor, ¡qué numerosos son mis adversarios, cuántos los que se levantan contra mí! ¡Cuántos son los que dicen de mí: 'Dios ya no quiere salvarlo'!(v. 2-3).
La descripción que hace el salmista de su situación está marcada, por tanto, de tonos fuertemente dramáticos. Tres veces afirma la idea de la multitud -“numerosos”, “cuántos”, “cuántos”- que en el texto original se realiza con la misma raíz hebrea, para destacar más aún la enormidad del peligro, de modo repetitivo, casi machaconamente. Esta insistencia en el número y grandeza de los enemigos sirve para expresar la percepción, por parte del Salmista, de la desproporción total existente entre él y sus perseguidores, una desproporción que justifica y razona la urgencia de su petición de ayuda: los opresores son muchos, tienen el control de la situación, mientras que el orante está solo e indefenso, a merced de sus agresores. Y la primera palabra que el Salmista pronuncia es “Señor”; su grito comienza con la invocación a Dios. Una multitud surge y se levanta contra él, provocándole un miedo que aumenta la amenaza haciéndola parecer todavía más grande y terrible; pero el Salmista no se deja vencer por esta visión de muerte, sino que mantiene firme su relación con el Dios de la vida y es a Él a quien se dirige, en primer lugar, buscando ayuda. Sin embargo, los enemigos intentan también destruir este vínculo con Dios y socavar la fe de su víctima. Estos insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni Dios puede salvarlo. La agresión, por tanto, no es sólo física, sino que afecta además a la dimensión espiritual: “Dios ya no quiere salvarlo” -dicen-, agrediendo el núcleo central del alma del Salmista. Es la última tentación que sufre el creyente, la tentación de perder la fe, la confianza en la cercanía de Dios. El justo supera la última prueba, permanece firme en la fe, en la certeza de la verdad y en la confianza plena en Dios. Así encuentra la vida y la verdad.
Me parece que el Salmo nos afecta personalmente: son muchos los problemas en los que sentimos la tentación de que Dios no me salva, no me conoce, quizás no tiene la posibilidad; la tentación contra la fe es la última agresión del enemigo, y debemos resistirla porque así nos encontramos con Dios y encontramos la vida.
El Salmista de nuestro Salmo está llamado, por tanto, a responder con la fe a los ataques de los impíos: los enemigos -como he dicho- niegan que Dios pueda ayudarlo, él, sin embargo, Le invoca, Le llama por su nombre, “Señor”, y después se dirige a ÉL con un “tú” enfático, que expresa una relación firme, sólida y recoge en sí la certeza de la respuesta divina: “Pero Tú eres mi escudo protector y mi gloria, tú mantienes erguida mi cabeza. Invoco al Señor en alta voz, y él me responde desde su santa Montaña” (v. 4-5).
La visión de los enemigos desaparece ahora, no han vencido porque quien cree en Dios está seguro que Dios es su amigo: queda sólo el “Tú” de Dios; a los “muchos” se contrapone uno sólo, pero que es mucho más grande y potente que muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; como escudo protege a quien confía en Él, haciéndole levantar la cabeza con gesto de triunfo y de victoria. El hombre ya no está solo, lo enemigos ya no son tan imbatibles como parecían, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su monte santo. El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda y Dios responde. Este entrelazarse el grito humano y la respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de la lectura de toda la historia de salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda e interpela a la fidelidad del otro; gritar quiere decir hacer un gesto de fe a la cercanía y disponibilidad del Dios que escucha. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que se manifiesta plenamente en la respuesta salvífica de Dios. Esto es importante: que en nuestra oración esté presente la certeza de la presencia de Dios. Así el Salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo rodea de una protección invulnerable; quien pensaba estar perdido puede levantar la cabeza porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y humillado, está en la gloria porque Dios es su gloria.
La respuesta divina que acoge la oración da al Salmista una seguridad total; termina también el miedo y el grito se aquieta en la paz, en una profunda tranquilidad interior: “Yo me acuesto y me duermo, y me despierto tranquilo porque el Señor me sostiene. No temo a la multitud innumerable, apostada contra mí por todas partes” (v. 6-7).
El orante, incluso en medio del peligro y de la batalla, puede dormir tranquilo en una actitud inequívoca de abandono confiado. A su alrededor los adversarios acampan, lo asedian, son muchos, se yerguen contra él, se burlan y tratan de derribarlo, pero él, sin embargo, se acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y al despertar, encuentra a Dios a su lado, que como guardián no duerme (cfr Sal 121,3-4), que lo sostiene, le sujeta la mano, no lo abandona nunca. El miedo a la muerte es vencido por la presencia de Aquel que no muere. Es justo la noche, poblada de miedos ancestrales, la noche dolorosa de la soledad y de la espera angustiosa, que se transforma: Lo que evoca a la muerte se convierte en presencia del Eterno.
A la visión del asalto enemigo, enorme, imponente se contrapone la invisible presencia de Dios, con toda su invencible potencia. Y es a Él al que, de nuevo, el Salmista, después de sus frases de confianza, dirige su oración: “¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios mío!”(v. 8a). Los agresores “se levantaban” contra su víctima, pero el que, sin embargo, “se levantará” es el Señor y lo hará para destruirlos. Dios lo salvará respondiendo a su grito. Por esto el Salmo se cierra con la visión de la liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacernos perecer. Después de la petición dirigida al Señor para que se levante y nos salve, el orante describe la victoria divina: los enemigos, que con su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo lo que se opone a Dios y a su plan de salvación, son derrotados. Golpeados en la boca, no podrán agredir más con su violencia destructiva y no podrán insinuar el mal de la duda sobre la presencia y acción de Dios: su hablar insensato y blasfemo es desmentido finalmente y reducido al silencio por la intervención salvífica de Dios (cfr v. 8bc). Así el Salmista puede concluir su oración con una frase con las connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y alabanza, al Dios de la vida: “¡En ti, Señor, está la salvación,y tu bendición sobre tu pueblo!” (v.9).
Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos presenta una súplica llena de confianza y consuelo. Rezando este Salmo podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que en Jesús encuentra su cumplimiento. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza consoladora de la fe. Dios está siempre cerca -también en las dificultades, en los problemas, en las tinieblas de la vida- escucha, responde y salva a su modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David huyendo humillado de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la Sabiduría, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, entonces es cuando se manifiesta a todos los creyentes la verdadera gloria y el cumplimiento definitivo de la salvación. Que el Señor no dé fe, nos ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de rezar en toda angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días de dolor, abandonándonos con confianza a Él, que es nuestro “escudo” y nuestra “gloria”. Gracias.
[En español dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la parroquia de San Francisco Javier, de Oviedo; a la Coral Médica Pedro Pérez Velásquez y al Coro Juvenil Cultural, de la Universidad Central de Venezuela; a la Orquesta Sinfónica Juvenil "Batuta", de Bogotá, así como a los demás grupos provenientes de España, Costa Rica, El Salvador, Venezuela, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a vivir, ante cualquier adversidad, una absoluta confianza en Dios de quien procede toda bendición. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
retomamos hoy las Audiencias en la Plaza de San Pedro y la “escuela de oración” que estamos viviendo juntos en estas catequesis de los miércoles; quisiera comenzar meditando sobre algunos Salmos que, como decía el pasado junio, forman el “libro de oración” por excelencia. El primer Salmo sobre el que me detengo, es un Salmo de lamento y de súplica imbuido de una profunda confianza, en el que la certeza de la presencia de Dios es el fundamento de la oración que se produce en una condición de extrema dificultad del orante. Se trata del Salmo 3, que la tradición judía atribuye a David en el momento en que este huye de Absalón (cfr. v.1). Es uno de los episodios más dramáticos y sufrientes de la vida del rey, cuando su propio hijo usurpa el trono real y lo obliga a abandonar Jerusalén para salvar la vida (cfr. 2ª Sam, 15 ss). La situación de angustia y de peligro experimentada por David es el telón de fondo de esta oración y ayuda a su comprensión, presentándose como la situación típica en el que un Salmo se recita. En el grito del Salmista todo hombre puede reconocer estos sentimientos de dolor, de amargura, a la vez que de confianza en Dios que, según la narración bíblica, acompañó a David en su huida de la ciudad.
El Salmo inicia con una invocación al Señor:
“ Señor, ¡qué numerosos son mis adversarios, cuántos los que se levantan contra mí! ¡Cuántos son los que dicen de mí: 'Dios ya no quiere salvarlo'!(v. 2-3).
La descripción que hace el salmista de su situación está marcada, por tanto, de tonos fuertemente dramáticos. Tres veces afirma la idea de la multitud -“numerosos”, “cuántos”, “cuántos”- que en el texto original se realiza con la misma raíz hebrea, para destacar más aún la enormidad del peligro, de modo repetitivo, casi machaconamente. Esta insistencia en el número y grandeza de los enemigos sirve para expresar la percepción, por parte del Salmista, de la desproporción total existente entre él y sus perseguidores, una desproporción que justifica y razona la urgencia de su petición de ayuda: los opresores son muchos, tienen el control de la situación, mientras que el orante está solo e indefenso, a merced de sus agresores. Y la primera palabra que el Salmista pronuncia es “Señor”; su grito comienza con la invocación a Dios. Una multitud surge y se levanta contra él, provocándole un miedo que aumenta la amenaza haciéndola parecer todavía más grande y terrible; pero el Salmista no se deja vencer por esta visión de muerte, sino que mantiene firme su relación con el Dios de la vida y es a Él a quien se dirige, en primer lugar, buscando ayuda. Sin embargo, los enemigos intentan también destruir este vínculo con Dios y socavar la fe de su víctima. Estos insinúan que el Señor no puede intervenir, afirman que ni Dios puede salvarlo. La agresión, por tanto, no es sólo física, sino que afecta además a la dimensión espiritual: “Dios ya no quiere salvarlo” -dicen-, agrediendo el núcleo central del alma del Salmista. Es la última tentación que sufre el creyente, la tentación de perder la fe, la confianza en la cercanía de Dios. El justo supera la última prueba, permanece firme en la fe, en la certeza de la verdad y en la confianza plena en Dios. Así encuentra la vida y la verdad.
Me parece que el Salmo nos afecta personalmente: son muchos los problemas en los que sentimos la tentación de que Dios no me salva, no me conoce, quizás no tiene la posibilidad; la tentación contra la fe es la última agresión del enemigo, y debemos resistirla porque así nos encontramos con Dios y encontramos la vida.
El Salmista de nuestro Salmo está llamado, por tanto, a responder con la fe a los ataques de los impíos: los enemigos -como he dicho- niegan que Dios pueda ayudarlo, él, sin embargo, Le invoca, Le llama por su nombre, “Señor”, y después se dirige a ÉL con un “tú” enfático, que expresa una relación firme, sólida y recoge en sí la certeza de la respuesta divina: “Pero Tú eres mi escudo protector y mi gloria, tú mantienes erguida mi cabeza. Invoco al Señor en alta voz, y él me responde desde su santa Montaña” (v. 4-5).
La visión de los enemigos desaparece ahora, no han vencido porque quien cree en Dios está seguro que Dios es su amigo: queda sólo el “Tú” de Dios; a los “muchos” se contrapone uno sólo, pero que es mucho más grande y potente que muchos adversarios. El Señor es ayuda, defensa, salvación; como escudo protege a quien confía en Él, haciéndole levantar la cabeza con gesto de triunfo y de victoria. El hombre ya no está solo, lo enemigos ya no son tan imbatibles como parecían, porque el Señor escucha el grito del oprimido y responde desde el lugar de su presencia, desde su monte santo. El hombre grita en la angustia, en el peligro, en el dolor; el hombre pide ayuda y Dios responde. Este entrelazarse el grito humano y la respuesta divina es la dialéctica de la oración y la clave de la lectura de toda la historia de salvación. El grito expresa la necesidad de ayuda e interpela a la fidelidad del otro; gritar quiere decir hacer un gesto de fe a la cercanía y disponibilidad del Dios que escucha. La oración expresa la certeza de una presencia divina ya experimentada y creída, que se manifiesta plenamente en la respuesta salvífica de Dios. Esto es importante: que en nuestra oración esté presente la certeza de la presencia de Dios. Así el Salmista, que se siente asediado por la muerte, confiesa su fe en el Dios de la vida que, como escudo, lo rodea de una protección invulnerable; quien pensaba estar perdido puede levantar la cabeza porque el Señor lo salva; el orante, amenazado y humillado, está en la gloria porque Dios es su gloria.
La respuesta divina que acoge la oración da al Salmista una seguridad total; termina también el miedo y el grito se aquieta en la paz, en una profunda tranquilidad interior: “Yo me acuesto y me duermo, y me despierto tranquilo porque el Señor me sostiene. No temo a la multitud innumerable, apostada contra mí por todas partes” (v. 6-7).
El orante, incluso en medio del peligro y de la batalla, puede dormir tranquilo en una actitud inequívoca de abandono confiado. A su alrededor los adversarios acampan, lo asedian, son muchos, se yerguen contra él, se burlan y tratan de derribarlo, pero él, sin embargo, se acuesta y duerme tranquilo y sereno, seguro de la presencia de Dios. Y al despertar, encuentra a Dios a su lado, que como guardián no duerme (cfr Sal 121,3-4), que lo sostiene, le sujeta la mano, no lo abandona nunca. El miedo a la muerte es vencido por la presencia de Aquel que no muere. Es justo la noche, poblada de miedos ancestrales, la noche dolorosa de la soledad y de la espera angustiosa, que se transforma: Lo que evoca a la muerte se convierte en presencia del Eterno.
A la visión del asalto enemigo, enorme, imponente se contrapone la invisible presencia de Dios, con toda su invencible potencia. Y es a Él al que, de nuevo, el Salmista, después de sus frases de confianza, dirige su oración: “¡Levántate, Señor! ¡Sálvame, Dios mío!”(v. 8a). Los agresores “se levantaban” contra su víctima, pero el que, sin embargo, “se levantará” es el Señor y lo hará para destruirlos. Dios lo salvará respondiendo a su grito. Por esto el Salmo se cierra con la visión de la liberación del peligro que mata y de la tentación que puede hacernos perecer. Después de la petición dirigida al Señor para que se levante y nos salve, el orante describe la victoria divina: los enemigos, que con su injusta y cruel opresión, son símbolo de todo lo que se opone a Dios y a su plan de salvación, son derrotados. Golpeados en la boca, no podrán agredir más con su violencia destructiva y no podrán insinuar el mal de la duda sobre la presencia y acción de Dios: su hablar insensato y blasfemo es desmentido finalmente y reducido al silencio por la intervención salvífica de Dios (cfr v. 8bc). Así el Salmista puede concluir su oración con una frase con las connotaciones litúrgicas que celebra, en la gratitud y alabanza, al Dios de la vida: “¡En ti, Señor, está la salvación,y tu bendición sobre tu pueblo!” (v.9).
Queridos hermanos y hermanas, el Salmo 3 nos presenta una súplica llena de confianza y consuelo. Rezando este Salmo podemos hacer nuestros los sentimientos del Salmista, figura del justo perseguido que en Jesús encuentra su cumplimiento. En el dolor, en el peligro, en la amargura de la incomprensión y de la ofensa, las palabras del Salmo abren nuestro corazón a la certeza consoladora de la fe. Dios está siempre cerca -también en las dificultades, en los problemas, en las tinieblas de la vida- escucha, responde y salva a su modo. Pero es necesario saber reconocer su presencia y aceptar sus caminos, como David huyendo humillado de su hijo Absalón, como el justo perseguido del Libro de la Sabiduría, como el Señor Jesús en el Gólgota. Y cuando, a los ojos de los impíos, Dios parece no intervenir y el Hijo muere, entonces es cuando se manifiesta a todos los creyentes la verdadera gloria y el cumplimiento definitivo de la salvación. Que el Señor no dé fe, nos ayude en nuestra debilidad y nos haga capaces de creer y de rezar en toda angustia, en las noches dolorosas de la duda y en los largos días de dolor, abandonándonos con confianza a Él, que es nuestro “escudo” y nuestra “gloria”. Gracias.
[En español dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la parroquia de San Francisco Javier, de Oviedo; a la Coral Médica Pedro Pérez Velásquez y al Coro Juvenil Cultural, de la Universidad Central de Venezuela; a la Orquesta Sinfónica Juvenil "Batuta", de Bogotá, así como a los demás grupos provenientes de España, Costa Rica, El Salvador, Venezuela, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a vivir, ante cualquier adversidad, una absoluta confianza en Dios de quien procede toda bendición. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La corrección fraterna Angelus 4 septiembre 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Las lecturas bíblicas de la misa de este domingo convergen en el tema de la caridad fraterna en la comunidad de los creyentes, que tiene su manantial en la comunión de la Trinidad. El apóstol Pablo afirma que toda la Ley de Dios encuentra su plenitud en el amor, de modo que, en nuestras relaciones con los demás, los diez mandamientos y cualquier otro precepto se resumen en: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Cf. Romanos 13, 8-10). El texto del Evangelio, tomado del capítulo XVIII de Mateo, dedicado a la vida de la comunidad cristiana, nos dice que el amor fraterno comporta también un sentido de responsabilidad recíproca, por lo que, si mi hermano comete una culpa contra mí, yo debo ser caritativo con él y, ante todo, hablarle personalmente, haciéndole presente que lo que ha dicho o hecho no es bueno. Este modo de actuar se llama corrección fraterna: no es una reacción a la ofensa sufrida, sino que surge del amor por el hermano. Comenta dan Agustín: “Aquel que te ha ofendido, ofendiéndote, se ha inferido a sí mismo una grave herida, y tú ¿no te preocupas por la herida de un hermano tuyo? ... Tú debes olvidar la ofensa que has recibido, no la herida de tu hermano” (Sermones 82, 7).
¿Y si el hermano no me escucha? Jesús en el Evangelio de hoy indica unos pasos: primero hay que volver a hablarle con otras dos o tres personas, para ayudarle a darse cuenta de lo que ha hecho; si a pesar de esto rechaza aún la observación, es necesario decirlo a la comunidad; y si no escucha ni siquiera a la comunidad, hay que hacerle percibir la separación que él mismo ha provocado, separándose de la comunión de la Iglesia. Todo esto indica que hay una corresponsabilidad en el camino de la vida cristiana: cada uno, consciente de sus propios límites y defectos, está llamado a recibir la corrección fraterna y a ayudar a los demás con este servicio particular.
Otro fruto de la caridad en la comunidad es la oración concorde. Dice Jesús: “Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18,19-20). La oración personal ciertamente es importante, es más, indispensable, pero el Señor asegura su presencia a la comunidad que --aunque sea muy pequeña-- está unida y unánime, porque refleja la realidad misma de Dios Uno y Trino, perfecta comunión de amor. Dice Orígenes que “debemos ejercitarnos en esta sinfonía” (Comentario al Evangelio de Mateo 14, 1), es decir en esta concordia en la comunidad cristiana. Debemos ejercitarnos tanto en la corrección fraterna, que requiere mucha humildad y sencillez de corazón, como en la oración, para que se eleve a Dios a partir de una comunidad verdaderamente unida en Cristo. Pidamos todo esto por intercesión de María santísima, Madre de la Iglesia, y de san Gregorio Magno, papa y doctor, a quien ayer recordamos en la liturgia.
[Tras rezar el Ángelus, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana. En la liturgia de este día, Jesús hace saber a sus discípulos que en la comunidad de hermanos ha de existir ante todo el amor. Amar al hermano no sólo es acogerle en su necesidad; también, a veces, es saber decirle una palabra de corrección. Si algún hermano peca, no dejemos de amarle, invitándolo a volver al buen camino. Exhorto a todos a encomendar a la Santísima Virgen María los propósitos de conformar la auténtica vida fraterna a la que el Señor nos llama. Feliz Domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]
Las lecturas bíblicas de la misa de este domingo convergen en el tema de la caridad fraterna en la comunidad de los creyentes, que tiene su manantial en la comunión de la Trinidad. El apóstol Pablo afirma que toda la Ley de Dios encuentra su plenitud en el amor, de modo que, en nuestras relaciones con los demás, los diez mandamientos y cualquier otro precepto se resumen en: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Cf. Romanos 13, 8-10). El texto del Evangelio, tomado del capítulo XVIII de Mateo, dedicado a la vida de la comunidad cristiana, nos dice que el amor fraterno comporta también un sentido de responsabilidad recíproca, por lo que, si mi hermano comete una culpa contra mí, yo debo ser caritativo con él y, ante todo, hablarle personalmente, haciéndole presente que lo que ha dicho o hecho no es bueno. Este modo de actuar se llama corrección fraterna: no es una reacción a la ofensa sufrida, sino que surge del amor por el hermano. Comenta dan Agustín: “Aquel que te ha ofendido, ofendiéndote, se ha inferido a sí mismo una grave herida, y tú ¿no te preocupas por la herida de un hermano tuyo? ... Tú debes olvidar la ofensa que has recibido, no la herida de tu hermano” (Sermones 82, 7).
¿Y si el hermano no me escucha? Jesús en el Evangelio de hoy indica unos pasos: primero hay que volver a hablarle con otras dos o tres personas, para ayudarle a darse cuenta de lo que ha hecho; si a pesar de esto rechaza aún la observación, es necesario decirlo a la comunidad; y si no escucha ni siquiera a la comunidad, hay que hacerle percibir la separación que él mismo ha provocado, separándose de la comunión de la Iglesia. Todo esto indica que hay una corresponsabilidad en el camino de la vida cristiana: cada uno, consciente de sus propios límites y defectos, está llamado a recibir la corrección fraterna y a ayudar a los demás con este servicio particular.
Otro fruto de la caridad en la comunidad es la oración concorde. Dice Jesús: “Os aseguro que si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, sea lo que fuere, lo conseguirán de mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” (Mateo 18,19-20). La oración personal ciertamente es importante, es más, indispensable, pero el Señor asegura su presencia a la comunidad que --aunque sea muy pequeña-- está unida y unánime, porque refleja la realidad misma de Dios Uno y Trino, perfecta comunión de amor. Dice Orígenes que “debemos ejercitarnos en esta sinfonía” (Comentario al Evangelio de Mateo 14, 1), es decir en esta concordia en la comunidad cristiana. Debemos ejercitarnos tanto en la corrección fraterna, que requiere mucha humildad y sencillez de corazón, como en la oración, para que se eleve a Dios a partir de una comunidad verdaderamente unida en Cristo. Pidamos todo esto por intercesión de María santísima, Madre de la Iglesia, y de san Gregorio Magno, papa y doctor, a quien ayer recordamos en la liturgia.
[Tras rezar el Ángelus, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana. En la liturgia de este día, Jesús hace saber a sus discípulos que en la comunidad de hermanos ha de existir ante todo el amor. Amar al hermano no sólo es acogerle en su necesidad; también, a veces, es saber decirle una palabra de corrección. Si algún hermano peca, no dejemos de amarle, invitándolo a volver al buen camino. Exhorto a todos a encomendar a la Santísima Virgen María los propósitos de conformar la auténtica vida fraterna a la que el Señor nos llama. Feliz Domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: el arte nos ayuda a crecer en la relación con Dios Audiencia 31 agosto 2011
Queridos hermanos y hermanas,
en este periodo he recordado muchas veces la necesidad de todo cristiano de encontrar tiempo para Dios, a través de la oración, en medio de las muchas ocupaciones de nuestra jornada. El Señor mismo nos ofrece muchas ocasiones para que nos acordemos de Él. Hoy quisiera detenerme brevemente en uno de estos medios que nos pueden conducir a Dios y ser, también, una ayuda para encontrarnos con Él: es la vía de las expresiones artísticas, parte de esta “via pulchritudinis” -“vía de la belleza”- de la que he hablado tantas veces y que el hombre debería recuperar en su significado más profundo. Quizás os ha sucedido que ante una escultura, un cuadro, o algunos versos de poesía o una pieza musical, sentís una íntima emoción, una sensación de alegría, percibís claramente que frente a vosotros no hay solamente materia, un trozo de mármol o de bronce, un lienzo pintado, un conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande, algo que nos “habla”, capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el ánimo. Una obra de arte es fruto de la capacidad creativa del ser humano, que se interroga ante la realidad visible, que intenta descubrir el sentido profundo y comunicarlo a través del lenguaje de las formas, de los colores, de los sonidos. El arte es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del hombre de ir más allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de lo infinito. Incluso es como una puerta abierta hacia el infinito, hacia una belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Y una obra de arte puede abrir los ojos de la mente y del corazón, empujándonos hacia lo alto.
Hay expresiones artísticas que son verdaderos caminos hacia Dios, la Belleza suprema, que incluso son una ayuda para crecer en la relación con Él, en la oración. Se trata de las obras que nacen de la fe y que la expresan. Un ejemplo lo tenemos cuando visitamos una catedral gótica: nos sentimos cautivados por las líneas verticales que se elevan hasta el cielo y que atraen nuestra mirada y nuestro espíritu, mientras que, a la vez, nos sentimos pequeños o también deseosos de plenitud... O cuando entramos en una iglesia románica: nos sentimos invitados de un modo espontáneo al recogimiento y a la oración. Percibimos que en estos espléndidos edificios se recoge la fe de generaciones. O bien, cuando escuchamos una pieza de música sacra que hace vibrar las cuerdas de nuestro corazón, nuestro ánimo se dilata y se siente impelido a dirigirse a Dios. Me viene a la memoria un concierto de música de Johann Sebastian Bach, en Munich, dirigido por Leonard Bernstein. Al final de la última pieza, una de las Cantatas, sentí, no razonando, sino en lo profundo del corazón, que lo que había escuchado me había transmitido verdad, verdad del sumo compositor que me empujaba a dar gracias a Dios. A mi lado estaba el obispo luterano de Munich y espontáneamente le dije: “Oyendo esto se entiende: es verdadera, es verdadera la fe tan fuerte y la belleza que expresa irresistiblemente la presencia de la verdad de Dios”. Cuántas veces cuadros o frescos, frutos de la fe del artista, con sus formas, con sus colores, con sus luces, nos empujan a dirigir el pensamiento hacia Dios y hacen crecer en nosotros el deseo de acudir a la fuente de toda belleza. Resulta profundamente cierto lo que escribió un gran artista, Marc Chagall, que los pintores han sumergido, durante siglos, sus pinceles en el alfabeto de colores que es la Biblia. ¡Cuántas veces las expresiones artísticas pueden ser ocasiones para acordarnos de Dios, para ayudar a nuestra oración o para convertir nuestro corazón! Paul Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, al escuchar el canto del Magnificat durante la Misa de Navidad en la basílica de Notre Dame, París, en 1886, advirtió la presencia de Dios. No había entrado en la iglesia por motivos de fe, sino para encontrar argumentos contra los cristianos. Sin embargo la gracia de Dios actuó en su corazón.
Queridos amigos, os invito a redescubrir la importancia de este camino también para la oración, para nuestra relación viva con Dios. Las ciudades y los países de todo el mundo contienen tesoros de arte que expresan la fe y nos recuerdan la relación con Dios. Que la visita a lugares de arte no sea sólo ocasión de enriquecimiento cultural, sino que se pueda convertir en un momento de gracia, de estímulo para reforzar nuestro vínculo y nuestro diálogo con el Señor, para detenerse a contemplar -en la transición de la simple realidad exterior a la realidad más profunda que expresa- el rayo de belleza que nos golpea, que casi nos “hiere” y que nos invita a elevarnos hacia Dios. Termino con una oración de un Salmo, el Salmo 27: “Una sola cosa he pedido al Señor,y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor todos los días de mi vida, para gozar de la dulzura del Señor y contemplar su Templo” (v.4).Esperemos que el Señor nos ayude a contemplar su belleza, ya sea en la naturaleza o en las obras de arte, para ser tocados por la luz de su rostro y así poder ser nosotros luz para nuestro prójimo. Gracias.
[En español dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los universitarios de la Arquidiócesis de Rosario, a los grupos venidos de Santiago de Chile, así como a los demás fieles provenientes de España, Guatemala, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a llegar a Dios, Belleza suma, a través de la contemplación de las obras de arte. Que éstas no sólo sirvan para incrementar la cultura, sino también para promover el diálogo con el Creador de todo bien. Que el Señor os acompañe siempre.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
en este periodo he recordado muchas veces la necesidad de todo cristiano de encontrar tiempo para Dios, a través de la oración, en medio de las muchas ocupaciones de nuestra jornada. El Señor mismo nos ofrece muchas ocasiones para que nos acordemos de Él. Hoy quisiera detenerme brevemente en uno de estos medios que nos pueden conducir a Dios y ser, también, una ayuda para encontrarnos con Él: es la vía de las expresiones artísticas, parte de esta “via pulchritudinis” -“vía de la belleza”- de la que he hablado tantas veces y que el hombre debería recuperar en su significado más profundo. Quizás os ha sucedido que ante una escultura, un cuadro, o algunos versos de poesía o una pieza musical, sentís una íntima emoción, una sensación de alegría, percibís claramente que frente a vosotros no hay solamente materia, un trozo de mármol o de bronce, un lienzo pintado, un conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande, algo que nos “habla”, capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el ánimo. Una obra de arte es fruto de la capacidad creativa del ser humano, que se interroga ante la realidad visible, que intenta descubrir el sentido profundo y comunicarlo a través del lenguaje de las formas, de los colores, de los sonidos. El arte es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del hombre de ir más allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de lo infinito. Incluso es como una puerta abierta hacia el infinito, hacia una belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Y una obra de arte puede abrir los ojos de la mente y del corazón, empujándonos hacia lo alto.
Hay expresiones artísticas que son verdaderos caminos hacia Dios, la Belleza suprema, que incluso son una ayuda para crecer en la relación con Él, en la oración. Se trata de las obras que nacen de la fe y que la expresan. Un ejemplo lo tenemos cuando visitamos una catedral gótica: nos sentimos cautivados por las líneas verticales que se elevan hasta el cielo y que atraen nuestra mirada y nuestro espíritu, mientras que, a la vez, nos sentimos pequeños o también deseosos de plenitud... O cuando entramos en una iglesia románica: nos sentimos invitados de un modo espontáneo al recogimiento y a la oración. Percibimos que en estos espléndidos edificios se recoge la fe de generaciones. O bien, cuando escuchamos una pieza de música sacra que hace vibrar las cuerdas de nuestro corazón, nuestro ánimo se dilata y se siente impelido a dirigirse a Dios. Me viene a la memoria un concierto de música de Johann Sebastian Bach, en Munich, dirigido por Leonard Bernstein. Al final de la última pieza, una de las Cantatas, sentí, no razonando, sino en lo profundo del corazón, que lo que había escuchado me había transmitido verdad, verdad del sumo compositor que me empujaba a dar gracias a Dios. A mi lado estaba el obispo luterano de Munich y espontáneamente le dije: “Oyendo esto se entiende: es verdadera, es verdadera la fe tan fuerte y la belleza que expresa irresistiblemente la presencia de la verdad de Dios”. Cuántas veces cuadros o frescos, frutos de la fe del artista, con sus formas, con sus colores, con sus luces, nos empujan a dirigir el pensamiento hacia Dios y hacen crecer en nosotros el deseo de acudir a la fuente de toda belleza. Resulta profundamente cierto lo que escribió un gran artista, Marc Chagall, que los pintores han sumergido, durante siglos, sus pinceles en el alfabeto de colores que es la Biblia. ¡Cuántas veces las expresiones artísticas pueden ser ocasiones para acordarnos de Dios, para ayudar a nuestra oración o para convertir nuestro corazón! Paul Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, al escuchar el canto del Magnificat durante la Misa de Navidad en la basílica de Notre Dame, París, en 1886, advirtió la presencia de Dios. No había entrado en la iglesia por motivos de fe, sino para encontrar argumentos contra los cristianos. Sin embargo la gracia de Dios actuó en su corazón.
Queridos amigos, os invito a redescubrir la importancia de este camino también para la oración, para nuestra relación viva con Dios. Las ciudades y los países de todo el mundo contienen tesoros de arte que expresan la fe y nos recuerdan la relación con Dios. Que la visita a lugares de arte no sea sólo ocasión de enriquecimiento cultural, sino que se pueda convertir en un momento de gracia, de estímulo para reforzar nuestro vínculo y nuestro diálogo con el Señor, para detenerse a contemplar -en la transición de la simple realidad exterior a la realidad más profunda que expresa- el rayo de belleza que nos golpea, que casi nos “hiere” y que nos invita a elevarnos hacia Dios. Termino con una oración de un Salmo, el Salmo 27: “Una sola cosa he pedido al Señor,y esto es lo que quiero:
vivir en la Casa del Señor todos los días de mi vida, para gozar de la dulzura del Señor y contemplar su Templo” (v.4).Esperemos que el Señor nos ayude a contemplar su belleza, ya sea en la naturaleza o en las obras de arte, para ser tocados por la luz de su rostro y así poder ser nosotros luz para nuestro prójimo. Gracias.
[En español dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los universitarios de la Arquidiócesis de Rosario, a los grupos venidos de Santiago de Chile, así como a los demás fieles provenientes de España, Guatemala, Argentina y otros países latinoamericanos. Invito a todos a llegar a Dios, Belleza suma, a través de la contemplación de las obras de arte. Que éstas no sólo sirvan para incrementar la cultura, sino también para promover el diálogo con el Creador de todo bien. Que el Señor os acompañe siempre.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Como a los discípulos, Jesús nos invita a tomar la cruz Angelus 28 de agosto 2011
Queridos hermanos y hermanas
En el Evangelio de hoy, Jesús explica a sus discípulos que tendrá que “ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21). ¡Todo parece trastornarse en el corazón de los discípulos! ¿Cómo es posible que “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” pueda sufrir hasta la muerte? El apóstol Pedro se rebela, no acepta este camino, toma la palabra y dice al maestro: “¡Lejos de ti, Señor! De ningún modo te sucederá eso” (v. 22).
Aparece evidente la divergencia ente el designio del amor del Padre, que llega hasta el don del Hijo Unigénito en la cruz para salvar a la humanidad, y las expectativas, los deseos y los proyectos de los discípulos. Y este contraste se repite también hoy: cuando la realización de la propia vida está orientada únicamente al éxito social, al bienestar físico y económico ya no se razona según la voluntad de Dios sino según los hombres (v.23). Pensar según el mundo es dejar aparte a Dios, no aceptar su designio de amor, es casi impedirle cumplir su sabia voluntad. Por eso Jesús le dice a Pedro una palabra particularmente dura: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí!” (ibid). El Señor enseña que “el camino de los discípulos es un seguirle a Él, al Crucificado. Pero en los tres Evangelios, este seguirle en el signo de la cruz… como el camino del “perderse a sí mismo”, que es necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo” (Jesús de Nazaret, Milán 2007, 337).
Como a los discípulos, también a nosotros Jesús nos dirige la invitación: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24). El cristiano sigue al Señor cuando acepta con amor la propia cruz, a pesar de que a los ojos del mundo aparece como un fracaso y una “pérdida de la vida” (cf. Ibid. 25-26), sabiendo que no la lleva solo, sino con Jesús, compartiendo su mismo camino de donación. Escribe el Siervo de Dios Pablo VI: “Misteriosamente, el mismo Cristo, para erradicar del corazón del hombre el pecado de la presunción y manifestar al Padre una obediencia íntegra y filial, acepta… morir en una cruz” (Ex. Ap. Gaudete in Domino (9 mayo 1975), AAS 67, [1975], 300-301). Aceptando voluntariamente la muerte, Jesús lleva la cruz de todos los hombres y se convierte en fuente de salvación para toda la humanidad. San Cirilo de Jerusalén comenta: “La cruz victoriosa ha iluminado a quien estaba ciego por la ignorancia, ha liberado a quien era prisionero del pecado, ha llevado la redención a toda la humanidad” (Catechesis Illuminandorum XIII,1: de Christo crucifixo et sepulto: PG 33, 772 B).
Confiamos nuestra oración a la Virgen María y a San Agustín, de quien hoy se celebra la memoria litúrgica, para que cada uno de nosotros sepa seguir al Señor en el camino de la cruz y se deje transformar por la gracia divina, renovando el modo de pensar para poder “distinguir cuál la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom.12, 2).
[Después del Ángelus, dijo:]
Estoy contento de dirigir una felicitación cordial a Mons. Marcello Semeraro, Obispo de esta diócesis de Albano, con motivo de su 40 aniversario de Ordenación sacerdotal; y lo extiendo, por el mismo aniversario, a Mons. Bruno Musaro, que he nombrado hace poco Nuncio Apostólico en Cuba, y a Mons. Filippo Santoro, obispo de Petropolis, en Brasil, así como a 17 sacerdotes hoy presentes. ¡Que el Señor os colme de gracias, queridos hermanos!
[A continuación, saludó a los peregrinos en diversas lenguas. En español, djio:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los grupos provenientes de Argentina y Chile. La liturgia de este domingo recuerda que es necesario tomar la cruz para seguir a Jesús, siendo dóciles a la Palabra y dejándose transformar interiormente, para así saber distinguir siempre cuál es la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto (cfr Rm 12,2). Que el Señor, por intercesión de la Virgen María, infunda su amor en todos los corazones para que, haciendo más religiosa nuestra vida, aumente el bien en nosotros y con constante solicitud lo conserve. ¡Feliz domingo!
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
En el Evangelio de hoy, Jesús explica a sus discípulos que tendrá que “ir a Jerusalén y sufrir mucho de parte de los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, y ser matado y resucitar al tercer día” (Mt 16,21). ¡Todo parece trastornarse en el corazón de los discípulos! ¿Cómo es posible que “el Cristo, el Hijo de Dios vivo” pueda sufrir hasta la muerte? El apóstol Pedro se rebela, no acepta este camino, toma la palabra y dice al maestro: “¡Lejos de ti, Señor! De ningún modo te sucederá eso” (v. 22).
Aparece evidente la divergencia ente el designio del amor del Padre, que llega hasta el don del Hijo Unigénito en la cruz para salvar a la humanidad, y las expectativas, los deseos y los proyectos de los discípulos. Y este contraste se repite también hoy: cuando la realización de la propia vida está orientada únicamente al éxito social, al bienestar físico y económico ya no se razona según la voluntad de Dios sino según los hombres (v.23). Pensar según el mundo es dejar aparte a Dios, no aceptar su designio de amor, es casi impedirle cumplir su sabia voluntad. Por eso Jesús le dice a Pedro una palabra particularmente dura: “¡Quítate de mi vista, Satanás! ¡Escándalo eres para mí!” (ibid). El Señor enseña que “el camino de los discípulos es un seguirle a Él, al Crucificado. Pero en los tres Evangelios, este seguirle en el signo de la cruz… como el camino del “perderse a sí mismo”, que es necesario para el hombre y sin el cual le resulta imposible encontrarse a sí mismo” (Jesús de Nazaret, Milán 2007, 337).
Como a los discípulos, también a nosotros Jesús nos dirige la invitación: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24). El cristiano sigue al Señor cuando acepta con amor la propia cruz, a pesar de que a los ojos del mundo aparece como un fracaso y una “pérdida de la vida” (cf. Ibid. 25-26), sabiendo que no la lleva solo, sino con Jesús, compartiendo su mismo camino de donación. Escribe el Siervo de Dios Pablo VI: “Misteriosamente, el mismo Cristo, para erradicar del corazón del hombre el pecado de la presunción y manifestar al Padre una obediencia íntegra y filial, acepta… morir en una cruz” (Ex. Ap. Gaudete in Domino (9 mayo 1975), AAS 67, [1975], 300-301). Aceptando voluntariamente la muerte, Jesús lleva la cruz de todos los hombres y se convierte en fuente de salvación para toda la humanidad. San Cirilo de Jerusalén comenta: “La cruz victoriosa ha iluminado a quien estaba ciego por la ignorancia, ha liberado a quien era prisionero del pecado, ha llevado la redención a toda la humanidad” (Catechesis Illuminandorum XIII,1: de Christo crucifixo et sepulto: PG 33, 772 B).
Confiamos nuestra oración a la Virgen María y a San Agustín, de quien hoy se celebra la memoria litúrgica, para que cada uno de nosotros sepa seguir al Señor en el camino de la cruz y se deje transformar por la gracia divina, renovando el modo de pensar para poder “distinguir cuál la voluntad de Dios: lo que es bueno, lo agradable, lo perfecto” (Rom.12, 2).
[Después del Ángelus, dijo:]
Estoy contento de dirigir una felicitación cordial a Mons. Marcello Semeraro, Obispo de esta diócesis de Albano, con motivo de su 40 aniversario de Ordenación sacerdotal; y lo extiendo, por el mismo aniversario, a Mons. Bruno Musaro, que he nombrado hace poco Nuncio Apostólico en Cuba, y a Mons. Filippo Santoro, obispo de Petropolis, en Brasil, así como a 17 sacerdotes hoy presentes. ¡Que el Señor os colme de gracias, queridos hermanos!
[A continuación, saludó a los peregrinos en diversas lenguas. En español, djio:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los grupos provenientes de Argentina y Chile. La liturgia de este domingo recuerda que es necesario tomar la cruz para seguir a Jesús, siendo dóciles a la Palabra y dejándose transformar interiormente, para así saber distinguir siempre cuál es la voluntad de Dios, es decir, lo que es bueno, lo que le agrada, lo perfecto (cfr Rm 12,2). Que el Señor, por intercesión de la Virgen María, infunda su amor en todos los corazones para que, haciendo más religiosa nuestra vida, aumente el bien en nosotros y con constante solicitud lo conserve. ¡Feliz domingo!
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La JMJ de Madrid, una cascada de luz Audiencia 24 de agosto 2011
Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera volver a recorrer brevemente con el pensamiento y con el corazón los extraordinarios días transcurridos en Madrid para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud. Fue, y lo sabéis, un acontecimiento eclesial emocionante; casi dos millones de jóvenes de todos los Continentes vivieron, con alegría, una formidable experiencia de fraternidad, de encuentro con el Señor, de compartir y de crecimiento en la fe: una verdadera cascada de luz. Doy gracias a Dios por este don precioso, que da esperanza para el futuro de la Iglesia: jóvenes con el deseo firme y sincero de arraigar sus vidas en Cristo, permanecer firmes en la fe, caminar juntos en la Iglesia. Un gracias a cuantos han trabajado generosamente por esta esta Jornada: el cardenal arzobispo de Madrid, sus Auxiliares, los demás Obispos de España y de otras partes del mundo, el Consejo Pontificio para los Laicos, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos. Renuevo mi reconocimiento a las autoridades españolas, a las instituciones y asociaciones, a los voluntarios y a cuantos han ofrecido el apoyo de la oración. No puedo olvidar la calurosa acogida de sus Majestades los Reyes de España, como también de todo el país.
Naturalmente, en pocas palabras no puedo describir los momentos tan intensos que hemos vivido. Tengo en la mente el entusiasmo incontenible con el que los jóvenes me recibieron, el primer día, en la Plaza de Cibeles, sus palabras ricas de esperanzas, su fuerte deseo de orientarse a la verdad más profunda y de arraigarse en ella, esa verdad que Dios nos ha dado conocer en Cristo. En el imponente Monasterio de El Escorial, rico de historia, de espiritualidad y de cultura, encontré a las jóvenes religiosas y a los jóvenes profesores universitarios. A las primeras, a las jóvenes religiosas, les recordé la belleza de su vocación vivida con fidelidad, y la importancia de su servicio apostólico y de su testimonio profético. Y queda en mí la impresión de su entusiasmo, de un fe joven, y llena de valor para el futuro, de voluntad de servir así a la humanidad. A los profesores les recordé que sean verdaderos formadores de las nuevas generaciones, guiándoles en la búsqueda de la verdad no sólo con las palabras sino también con la vida, conscientes de que la Verdad es Cristo mismo. Encontrando a Cristo encontramos la verdad. Por la noche, en la celebración del Vía Crucis, una multitud variada de jóvenes revivió con intensa participación las escenas de la pasión y muerte de Cristo: la cruz de Cristo da mucho más de lo que exige, lo da todo, porque nos conduce a Dios.
El día siguiente, la Santa Misa en la Catedral de la Almudena, en Madrid, con los seminaristas: jóvenes que quieren arraigarse en Cristo para hacerlo presente un mañana, como sus ministros. ¡Auguro que crezcan las vocaciones al sacerdocio! Entre los presentes había más de uno que había oído la llamada del Señor precisamente en las precedentes Jornadas de la Juventud; estoy seguro de que también en Madrid el Señor ha llamado a la puerta del corazón de muchos jóvenes para que le sigan con generosidad en el misterio sacerdotal o en la vida religiosa. La visita a un Centro para los jóvenes discapacitados me hizo ver el gran respeto y amor que se nutre hacia cada persona y me dio la ocasión de dar las gracias a los miles de voluntarios que dan testimonio silenciosamente del Evangelio de la caridad y de la vida. La Vigilia de oración por la noche y la gran Celebración eucarística conclusiva del día después fueron dos momentos muy intensos: por la noche una multitud de jóvenes en fiesta, para nada atemorizados por la lluvia y por el viento, permaneció en adoración silenciosa de Cristo presente en la Eucaristía, para alabarlo, darle gracias, pedir ayuda y luz; y después, el domingo, los jóvenes manifestaron su exuberancia y su alegría de celebrar al Señor en la Palabra y en la Eucaristía, para insertarse cada vez más en Él y reforzar su fe y vida cristiana. En un clima de entusiasmo encontré a los voluntarios a quienes di las gracias por su generosidad y con la ceremonia de despedida dejé el país llevando en el corazón estos días como un gran don.
Queridos amigos, el encuentro de Madrid ha sido una estupenda manifestación de fe para España y para el mundo ante todo. Para la multitud de jóvenes, procedentes de todos los rincones de la tierra, ha sido una ocasión especial para reflexionar, dialogar, intercambiarse experiencias positivas y, sobre todo, rezar juntos y renovar el compromiso de arraigar la propia vida en Cristo, Amigo fiel. Estoy seguro de que han vuelto a sus casas y vuelven con el firme propósito de ser levadura en la masa, llevando la esperanza que nace de la fe. Por mi parte sigo acompañándolos con la oración, para que permanezcan fieles a los compromisos asumidos. A la intercesión maternal de María, confío los frutos de esta Jornada.
Y ahora deseo anunciar los temas de las próximas Jornadas Mundiales de la Juventud. La del año próximos, que tendrá lugar en cada diócesis, tendrá como lema “¡Estad alegres en el Señor!", tomado de la Carta a los Filipenses (4,4); mientras que en la Jornada Mundial de la Juventud de 2013 en Río de Janeiro, el lema será el mandato de Jesús: “Id y haced discípulos a todos los pueblos!" (cfr Mt 28,19). Desde ahora confío a la oración de todos la preparación de estas citas muy importantes. Gracias.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Honduras, Chile, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a dar gracias al Señor por mi visita apostólica a Madrid para la Jornada Mundial de la Juventud. A la vez que agradezco de corazón a quienes han hecho posible el magnífico desarrollo de esta iniciativa, ruego, por intercesión de María Santísima, que los jóvenes que en ella han participado, «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe», lleven al mundo entero la alegría del Evangelio, con la palabra y una vida colmada de obras de caridad. Muchas gracias.
[Al término de la Audiencia en el Patio, el Papa se asomó a la Plaza y pronunció las siguientes palabras]
¡Queridos amigos, buenos días!
Os auguro una buena jornada, alegría, buenas vacaciones y también una buena vuelta al trabajo. Que el Señor esté siempre con vosotros para que podáis sentir su presencia y la luz que viene de la fe. ¡A todos mis mejores deseos! ¡Que el Señor os bendiga siempre! Os imparto ahora la Bendición Apostólica.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
hoy quisiera volver a recorrer brevemente con el pensamiento y con el corazón los extraordinarios días transcurridos en Madrid para la XXVI Jornada Mundial de la Juventud. Fue, y lo sabéis, un acontecimiento eclesial emocionante; casi dos millones de jóvenes de todos los Continentes vivieron, con alegría, una formidable experiencia de fraternidad, de encuentro con el Señor, de compartir y de crecimiento en la fe: una verdadera cascada de luz. Doy gracias a Dios por este don precioso, que da esperanza para el futuro de la Iglesia: jóvenes con el deseo firme y sincero de arraigar sus vidas en Cristo, permanecer firmes en la fe, caminar juntos en la Iglesia. Un gracias a cuantos han trabajado generosamente por esta esta Jornada: el cardenal arzobispo de Madrid, sus Auxiliares, los demás Obispos de España y de otras partes del mundo, el Consejo Pontificio para los Laicos, sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos. Renuevo mi reconocimiento a las autoridades españolas, a las instituciones y asociaciones, a los voluntarios y a cuantos han ofrecido el apoyo de la oración. No puedo olvidar la calurosa acogida de sus Majestades los Reyes de España, como también de todo el país.
Naturalmente, en pocas palabras no puedo describir los momentos tan intensos que hemos vivido. Tengo en la mente el entusiasmo incontenible con el que los jóvenes me recibieron, el primer día, en la Plaza de Cibeles, sus palabras ricas de esperanzas, su fuerte deseo de orientarse a la verdad más profunda y de arraigarse en ella, esa verdad que Dios nos ha dado conocer en Cristo. En el imponente Monasterio de El Escorial, rico de historia, de espiritualidad y de cultura, encontré a las jóvenes religiosas y a los jóvenes profesores universitarios. A las primeras, a las jóvenes religiosas, les recordé la belleza de su vocación vivida con fidelidad, y la importancia de su servicio apostólico y de su testimonio profético. Y queda en mí la impresión de su entusiasmo, de un fe joven, y llena de valor para el futuro, de voluntad de servir así a la humanidad. A los profesores les recordé que sean verdaderos formadores de las nuevas generaciones, guiándoles en la búsqueda de la verdad no sólo con las palabras sino también con la vida, conscientes de que la Verdad es Cristo mismo. Encontrando a Cristo encontramos la verdad. Por la noche, en la celebración del Vía Crucis, una multitud variada de jóvenes revivió con intensa participación las escenas de la pasión y muerte de Cristo: la cruz de Cristo da mucho más de lo que exige, lo da todo, porque nos conduce a Dios.
El día siguiente, la Santa Misa en la Catedral de la Almudena, en Madrid, con los seminaristas: jóvenes que quieren arraigarse en Cristo para hacerlo presente un mañana, como sus ministros. ¡Auguro que crezcan las vocaciones al sacerdocio! Entre los presentes había más de uno que había oído la llamada del Señor precisamente en las precedentes Jornadas de la Juventud; estoy seguro de que también en Madrid el Señor ha llamado a la puerta del corazón de muchos jóvenes para que le sigan con generosidad en el misterio sacerdotal o en la vida religiosa. La visita a un Centro para los jóvenes discapacitados me hizo ver el gran respeto y amor que se nutre hacia cada persona y me dio la ocasión de dar las gracias a los miles de voluntarios que dan testimonio silenciosamente del Evangelio de la caridad y de la vida. La Vigilia de oración por la noche y la gran Celebración eucarística conclusiva del día después fueron dos momentos muy intensos: por la noche una multitud de jóvenes en fiesta, para nada atemorizados por la lluvia y por el viento, permaneció en adoración silenciosa de Cristo presente en la Eucaristía, para alabarlo, darle gracias, pedir ayuda y luz; y después, el domingo, los jóvenes manifestaron su exuberancia y su alegría de celebrar al Señor en la Palabra y en la Eucaristía, para insertarse cada vez más en Él y reforzar su fe y vida cristiana. En un clima de entusiasmo encontré a los voluntarios a quienes di las gracias por su generosidad y con la ceremonia de despedida dejé el país llevando en el corazón estos días como un gran don.
Queridos amigos, el encuentro de Madrid ha sido una estupenda manifestación de fe para España y para el mundo ante todo. Para la multitud de jóvenes, procedentes de todos los rincones de la tierra, ha sido una ocasión especial para reflexionar, dialogar, intercambiarse experiencias positivas y, sobre todo, rezar juntos y renovar el compromiso de arraigar la propia vida en Cristo, Amigo fiel. Estoy seguro de que han vuelto a sus casas y vuelven con el firme propósito de ser levadura en la masa, llevando la esperanza que nace de la fe. Por mi parte sigo acompañándolos con la oración, para que permanezcan fieles a los compromisos asumidos. A la intercesión maternal de María, confío los frutos de esta Jornada.
Y ahora deseo anunciar los temas de las próximas Jornadas Mundiales de la Juventud. La del año próximos, que tendrá lugar en cada diócesis, tendrá como lema “¡Estad alegres en el Señor!", tomado de la Carta a los Filipenses (4,4); mientras que en la Jornada Mundial de la Juventud de 2013 en Río de Janeiro, el lema será el mandato de Jesús: “Id y haced discípulos a todos los pueblos!" (cfr Mt 28,19). Desde ahora confío a la oración de todos la preparación de estas citas muy importantes. Gracias.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Honduras, Chile, Argentina, México y otros países Latinoamericanos. Invito a todos a dar gracias al Señor por mi visita apostólica a Madrid para la Jornada Mundial de la Juventud. A la vez que agradezco de corazón a quienes han hecho posible el magnífico desarrollo de esta iniciativa, ruego, por intercesión de María Santísima, que los jóvenes que en ella han participado, «arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe», lleven al mundo entero la alegría del Evangelio, con la palabra y una vida colmada de obras de caridad. Muchas gracias.
[Al término de la Audiencia en el Patio, el Papa se asomó a la Plaza y pronunció las siguientes palabras]
¡Queridos amigos, buenos días!
Os auguro una buena jornada, alegría, buenas vacaciones y también una buena vuelta al trabajo. Que el Señor esté siempre con vosotros para que podáis sentir su presencia y la luz que viene de la fe. ¡A todos mis mejores deseos! ¡Que el Señor os bendiga siempre! Os imparto ahora la Bendición Apostólica.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Palabras de Benedicto XVI tras la misa de la JMJ Angelus 21 de agosto 2011
Queridos amigos,
Ahora vais a regresar a vuestros lugares de residencia habitual. Vuestros amigos querrán saber qué es lo que ha cambiado en vosotros después de haber estado en esta noble Villa con el Papa y cientos de miles de jóvenes de todo el orbe: ¿Qué vais a decirles? Os invito a que deis un audaz testimonio de vida cristiana ante los demás. Así seréis fermento de nuevos cristianos y haréis que la Iglesia despunte con pujanza en el corazón de muchos.
¡Cuánto he pensado en estos días en aquellos jóvenes que aguardan vuestro regreso! Transmitidles mi afecto, en particular a los más desfavorecidos, y también a vuestras familias y a las comunidades de vida cristiana a las que pertenecéis.
No puedo dejar de confesaros que estoy realmente impresionado por el número tan significativo de Obispos y sacerdotes presentes en esta Jornada. A todos ellos doy las gracias muy desde el fondo del alma, animándolos al mismo tiempo a seguir cultivando la pastoral juvenil con entusiasmo y dedicación.
Encomiendo ahora a todos los jóvenes del mundo, y en especial a vosotros, queridos amigos, a la amorosa intercesión de la Santísima Virgen María, Estrella de la nueva evangelización y Madre de los jóvenes, y la saludamos con las mismas palabras que le dirigió el Ángel del Señor.
[Después de rezar el Ángelus, el Papa saludó en diferentes idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto al Señor Arzobispo castrense y agradezco vivamente al Ejército del Aire el haber cedido con tanta generosidad la Base Aérea de Cuatro Vientos, precisamente en el centenario de la creación de la aviación militar española. Pongo a todos los que la integran y a sus familias bajo el materno amparo de María Santísima, en su advocación de Nuestra Señora de Loreto.
Asimismo, y al conmemorarse ayer el tercer aniversario del grave accidente aéreo ocurrido en el aeropuerto de Barajas, que ocasionó numerosas víctimas y heridos, deseo hacer llegar mi cercanía espiritual y mi afecto entrañable a todos los afectados por ese lamentable suceso, así como a los familiares de los fallecidos, cuyas almas encomendamos a la misericordia de Dios.
Me complace anunciar ahora que la sede de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, en 2013, será Río de Janeiro. Pidamos al Señor ya desde este instante que asista con su fuerza a cuantos han de ponerla en marcha y allane el camino a los jóvenes de todo el mundo para que puedan reunirse nuevamente con el Papa en esa bella ciudad brasileña.
Queridos amigos, antes de despedirnos, y a la vez que los jóvenes de España entregan a los de Brasil la cruz de las Jornadas Mundiales de la Juventud, como Sucesor de Pedro, confío a todos los aquí presentes este gran cometido: Llevad el conocimiento y el amor de Cristo por todo el mundo. Él quiere que seáis sus apóstoles en el siglo veintiuno y los mensajeros de su alegría. ¡No lo defraudéis! Muchas gracias.
[En francés]
Queridos jóvenes de lengua francesa, Cristo os pide hoy que estéis arraigados en Él y construyáis con Él vuestra vida sobre la roca que es Él mismo. Él os envía para que seáis testigos valientes y sin complejos, auténticos y creíbles. No tengáis miedo de ser católicos, dando siempre testimonio de ello a vuestro alrededor, con sencillez y sinceridad. Que la Iglesia halle en vosotros y en vuestra juventud a los misioneros gozosos de la Buena Noticia.
[En inglés]
Saludo a todos los jóvenes de lengua inglesa que están hoy aquí. Al regresar a vuestra casa, llevad con vosotros la Buena Noticia del amor de Cristo, que habéis experimentado en estos días inolvidables. Con los ojos fijos en Él, profundizad en vuestro conocimiento del Evangelio y dad abundantes frutos. Dios os bendiga hasta que nos encontremos nuevamente.
[En alemán]
Mis queridos amigos. La fe no es una teoría. Creer significa entrar en una relación personal con Jesús y vivir la amistad con Él en comunión con los demás, en la comunidad de la Iglesia. Confiad a Cristo toda vuestra vida, y ayudad a vuestros amigos a alcanzar la fuente de la vida: Dios. Que el Señor haga de vosotros testigos gozosos de su amor.
[En italiano]
Queridos jóvenes de lengua italiana. Os saludo a todos. La Eucaristía que hemos celebrado es Cristo Resucitado, presente y vivo en medio de nosotros: Gracias a Él, vuestra vida está arraigada y fundada en Dios, firme en la fe. Con esta certeza, marchad de Madrid y anunciad a todos lo que habéis visto y oído. Responded con gozo a la llamada del Señor, seguidlo y permaneced siempre unidos a Él: daréis mucho fruto.
[En portugués]
Queridos jóvenes y amigos de lengua portuguesa, habéis encontrado a Jesucristo. Os sentiréis yendo contra corriente en medio de una sociedad donde impera la cultura relativista que renuncia a buscar y a poseer la verdad. Pero el Señor os ha enviado en este momento de la historia, lleno de grandes desafíos y oportunidades, para que, gracias a vuestra fe, siga resonando por toda la tierra la Buena Nueva de Cristo. Espero poder encontraros dentro de dos años en la próxima Jornada Mundial de la Juventud, en Río de Janeiro, Brasil. Hasta entonces, recemos unos por otros, dando testimonio de la alegría que brota de vivir enraizados y edificados en Cristo. Hasta pronto, queridos jóvenes. Que Dios os bendiga.
Saludo en polaco:
Queridos jóvenes polacos, firmes en la fe, arraigados en Cristo. Que los talentos recibidos de Dios en estos días produzcan en vosotros abundantes frutos. Sed sus testigos. Llevad a los demás el mensaje del Evangelio. Con vuestra oración y con el ejemplo de la vida, ayudad a Europa a encontrar sus raíces cristianas.
[Copyright 2011 - Libreria Editrice Vaticana]
Ahora vais a regresar a vuestros lugares de residencia habitual. Vuestros amigos querrán saber qué es lo que ha cambiado en vosotros después de haber estado en esta noble Villa con el Papa y cientos de miles de jóvenes de todo el orbe: ¿Qué vais a decirles? Os invito a que deis un audaz testimonio de vida cristiana ante los demás. Así seréis fermento de nuevos cristianos y haréis que la Iglesia despunte con pujanza en el corazón de muchos.
¡Cuánto he pensado en estos días en aquellos jóvenes que aguardan vuestro regreso! Transmitidles mi afecto, en particular a los más desfavorecidos, y también a vuestras familias y a las comunidades de vida cristiana a las que pertenecéis.
No puedo dejar de confesaros que estoy realmente impresionado por el número tan significativo de Obispos y sacerdotes presentes en esta Jornada. A todos ellos doy las gracias muy desde el fondo del alma, animándolos al mismo tiempo a seguir cultivando la pastoral juvenil con entusiasmo y dedicación.
Encomiendo ahora a todos los jóvenes del mundo, y en especial a vosotros, queridos amigos, a la amorosa intercesión de la Santísima Virgen María, Estrella de la nueva evangelización y Madre de los jóvenes, y la saludamos con las mismas palabras que le dirigió el Ángel del Señor.
[Después de rezar el Ángelus, el Papa saludó en diferentes idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto al Señor Arzobispo castrense y agradezco vivamente al Ejército del Aire el haber cedido con tanta generosidad la Base Aérea de Cuatro Vientos, precisamente en el centenario de la creación de la aviación militar española. Pongo a todos los que la integran y a sus familias bajo el materno amparo de María Santísima, en su advocación de Nuestra Señora de Loreto.
Asimismo, y al conmemorarse ayer el tercer aniversario del grave accidente aéreo ocurrido en el aeropuerto de Barajas, que ocasionó numerosas víctimas y heridos, deseo hacer llegar mi cercanía espiritual y mi afecto entrañable a todos los afectados por ese lamentable suceso, así como a los familiares de los fallecidos, cuyas almas encomendamos a la misericordia de Dios.
Me complace anunciar ahora que la sede de la próxima Jornada Mundial de la Juventud, en 2013, será Río de Janeiro. Pidamos al Señor ya desde este instante que asista con su fuerza a cuantos han de ponerla en marcha y allane el camino a los jóvenes de todo el mundo para que puedan reunirse nuevamente con el Papa en esa bella ciudad brasileña.
Queridos amigos, antes de despedirnos, y a la vez que los jóvenes de España entregan a los de Brasil la cruz de las Jornadas Mundiales de la Juventud, como Sucesor de Pedro, confío a todos los aquí presentes este gran cometido: Llevad el conocimiento y el amor de Cristo por todo el mundo. Él quiere que seáis sus apóstoles en el siglo veintiuno y los mensajeros de su alegría. ¡No lo defraudéis! Muchas gracias.
[En francés]
Queridos jóvenes de lengua francesa, Cristo os pide hoy que estéis arraigados en Él y construyáis con Él vuestra vida sobre la roca que es Él mismo. Él os envía para que seáis testigos valientes y sin complejos, auténticos y creíbles. No tengáis miedo de ser católicos, dando siempre testimonio de ello a vuestro alrededor, con sencillez y sinceridad. Que la Iglesia halle en vosotros y en vuestra juventud a los misioneros gozosos de la Buena Noticia.
[En inglés]
Saludo a todos los jóvenes de lengua inglesa que están hoy aquí. Al regresar a vuestra casa, llevad con vosotros la Buena Noticia del amor de Cristo, que habéis experimentado en estos días inolvidables. Con los ojos fijos en Él, profundizad en vuestro conocimiento del Evangelio y dad abundantes frutos. Dios os bendiga hasta que nos encontremos nuevamente.
[En alemán]
Mis queridos amigos. La fe no es una teoría. Creer significa entrar en una relación personal con Jesús y vivir la amistad con Él en comunión con los demás, en la comunidad de la Iglesia. Confiad a Cristo toda vuestra vida, y ayudad a vuestros amigos a alcanzar la fuente de la vida: Dios. Que el Señor haga de vosotros testigos gozosos de su amor.
[En italiano]
Queridos jóvenes de lengua italiana. Os saludo a todos. La Eucaristía que hemos celebrado es Cristo Resucitado, presente y vivo en medio de nosotros: Gracias a Él, vuestra vida está arraigada y fundada en Dios, firme en la fe. Con esta certeza, marchad de Madrid y anunciad a todos lo que habéis visto y oído. Responded con gozo a la llamada del Señor, seguidlo y permaneced siempre unidos a Él: daréis mucho fruto.
[En portugués]
Queridos jóvenes y amigos de lengua portuguesa, habéis encontrado a Jesucristo. Os sentiréis yendo contra corriente en medio de una sociedad donde impera la cultura relativista que renuncia a buscar y a poseer la verdad. Pero el Señor os ha enviado en este momento de la historia, lleno de grandes desafíos y oportunidades, para que, gracias a vuestra fe, siga resonando por toda la tierra la Buena Nueva de Cristo. Espero poder encontraros dentro de dos años en la próxima Jornada Mundial de la Juventud, en Río de Janeiro, Brasil. Hasta entonces, recemos unos por otros, dando testimonio de la alegría que brota de vivir enraizados y edificados en Cristo. Hasta pronto, queridos jóvenes. Que Dios os bendiga.
Saludo en polaco:
Queridos jóvenes polacos, firmes en la fe, arraigados en Cristo. Que los talentos recibidos de Dios en estos días produzcan en vosotros abundantes frutos. Sed sus testigos. Llevad a los demás el mensaje del Evangelio. Con vuestra oración y con el ejemplo de la vida, ayudad a Europa a encontrar sus raíces cristianas.
[Copyright 2011 - Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Que en la JMJ se cosechen muchos frutos de vida cristiana Angelus 14 agosto 2011
Queridos hermanos y hermanas,
la lectura del Evangelio de este domingo comienza con los detalles sobre la región que Jesús iba a visitar: Tiro y Sidón, el noroeste de Galilea, tierra pagana. Y es aquí donde se encuentra con una mujer cananea, que se dirige a Él para pedirle que cure a su hija atormentada por un demonio (cfr Mt 15,22). Ya en esta petición, se puede observar un inicio del camino de la fe, que en el diálogo con el divino Maestro crece y se refuerza. La mujer no tiene miedo de gritarle a Jesús “Piedad de mí”, una expresión que aparece en los Salmos (cfr 50,1), lo llama “Señor” e “Hijo de David” (cfr Mt 15,22), manifestando así una firme esperanza de ser escuchada. ¿Cuál es la actitud del Señor frente al grito de dolor de una mujer pagana? Puede parecer desconcertante el silencio de Jesús, tanto que suscita la intervención de los discípulos, pero no se trata de poca sensibilidad al dolor de aquella mujer. San Agustín comenta sobre esto: “Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no para negarle la misericordia sino para hacer crecer el deseo” (Sermón 77, 1: PL 38, 483).
El aparente distanciamiento de Jesús, que dice “Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel” (v. 24), no desanima a la cananea, que insiste: “Señor, ¡ayúdame!” (v. 25). E incluso cuando recibe una respuesta que parece terminar con toda esperanza - “No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los perros” (v.26)-, no desiste. No quiere quitar nada a nadie: en su sencillez y humildad le basta poco, le bastan las migas, le basta sólo una mirada, una palabra buena del Hijo de Dios. Y Jesús queda admirado por su respuesta de fe tan grande y le dice: “ ¡Qué se cumpla tu deseo!” (v.28).
Queridos amigos, también nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y acoger con libertad el don de Dios, a tener confianza y gritar también a Jesús “¡danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!”. Es el camino que Jesús ha hecho hacer a sus discípulos, a la mujer cananea y a todos los hombres de todo tiempo y pueblo, a cada uno de nosotros. La fe nos abre al conocimiento y a acoger la identidad real de Jesús, su novedad y su unicidad, su Palabra como fuente de vida, para vivir una relación personal con Él. El conocimiento de la fe crece, crece con el deseo de encontrar el camino, y es, finalmente, un don de Dios, que se revela a nosotros no como algo abstracto, sin rostro y sin nombre, sino que la fe responde a una Persona, que quiere entrar en una relación de amor profundo con nosotros e implicar toda nuestra vida. Por eso, cada día nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, cada día debe ver nuestro cambio de hombre encerrado en sí mismo al hombre abierto a la acción de Dios, al hombre espiritual (cfr 1Cor 2, 13-14), que se deja interpelar por la Palabra del Señor y abre la propia vida a su Amor.
Queridos hermanos y hermanas, alimentemos cada día nuestra fe, con la escucha profunda de la Palabra de Dios, con la celebración de los Sacramentos, con la oración personal como “grito” hacia Él y con la caridad hacia el prójimo. Invoquemos la intercesión de la Virgen María, que mañana contemplaremos en su gozosa Asunción al cielo en alma y cuerpo, para que nos ayude a anunciar y testimoniar con la vida, la alegría de haber encontrado al Señor.
[En español dijo:]
Saludo con afecto a los grupos de lengua española, en particular a los fieles llegados de Cuba, acompañados por el Señor Cardenal Jaime Ortega Alamino, que encabeza la primera peregrinación de cubanos a los sepulcros de los Santos Apóstoles, y renuevo mi cercanía y afecto a todos los hijos de ese amado País. Un saludo cordial también a los jóvenes de Colombia, de Venezuela y de Argentina, así como a los que se unen a ellos de camino a Madrid para la Jornada Mundial de la Juventud. Invito a todos a encomendar en la oración este Viaje Apostólico a España, que llevaré a cabo dentro de pocos días, para que en él se cosechen abundantes frutos de vida cristiana.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
la lectura del Evangelio de este domingo comienza con los detalles sobre la región que Jesús iba a visitar: Tiro y Sidón, el noroeste de Galilea, tierra pagana. Y es aquí donde se encuentra con una mujer cananea, que se dirige a Él para pedirle que cure a su hija atormentada por un demonio (cfr Mt 15,22). Ya en esta petición, se puede observar un inicio del camino de la fe, que en el diálogo con el divino Maestro crece y se refuerza. La mujer no tiene miedo de gritarle a Jesús “Piedad de mí”, una expresión que aparece en los Salmos (cfr 50,1), lo llama “Señor” e “Hijo de David” (cfr Mt 15,22), manifestando así una firme esperanza de ser escuchada. ¿Cuál es la actitud del Señor frente al grito de dolor de una mujer pagana? Puede parecer desconcertante el silencio de Jesús, tanto que suscita la intervención de los discípulos, pero no se trata de poca sensibilidad al dolor de aquella mujer. San Agustín comenta sobre esto: “Cristo se mostraba indiferente hacia ella, no para negarle la misericordia sino para hacer crecer el deseo” (Sermón 77, 1: PL 38, 483).
El aparente distanciamiento de Jesús, que dice “Yo he sido enviado solamente a las ovejas perdidas del pueblo de Israel” (v. 24), no desanima a la cananea, que insiste: “Señor, ¡ayúdame!” (v. 25). E incluso cuando recibe una respuesta que parece terminar con toda esperanza - “No está bien tomar el pan de los hijos, para tirárselo a los perros” (v.26)-, no desiste. No quiere quitar nada a nadie: en su sencillez y humildad le basta poco, le bastan las migas, le basta sólo una mirada, una palabra buena del Hijo de Dios. Y Jesús queda admirado por su respuesta de fe tan grande y le dice: “ ¡Qué se cumpla tu deseo!” (v.28).
Queridos amigos, también nosotros estamos llamados a crecer en la fe, a abrirnos y acoger con libertad el don de Dios, a tener confianza y gritar también a Jesús “¡danos la fe, ayúdanos a encontrar el camino!”. Es el camino que Jesús ha hecho hacer a sus discípulos, a la mujer cananea y a todos los hombres de todo tiempo y pueblo, a cada uno de nosotros. La fe nos abre al conocimiento y a acoger la identidad real de Jesús, su novedad y su unicidad, su Palabra como fuente de vida, para vivir una relación personal con Él. El conocimiento de la fe crece, crece con el deseo de encontrar el camino, y es, finalmente, un don de Dios, que se revela a nosotros no como algo abstracto, sin rostro y sin nombre, sino que la fe responde a una Persona, que quiere entrar en una relación de amor profundo con nosotros e implicar toda nuestra vida. Por eso, cada día nuestro corazón debe vivir la experiencia de la conversión, cada día debe ver nuestro cambio de hombre encerrado en sí mismo al hombre abierto a la acción de Dios, al hombre espiritual (cfr 1Cor 2, 13-14), que se deja interpelar por la Palabra del Señor y abre la propia vida a su Amor.
Queridos hermanos y hermanas, alimentemos cada día nuestra fe, con la escucha profunda de la Palabra de Dios, con la celebración de los Sacramentos, con la oración personal como “grito” hacia Él y con la caridad hacia el prójimo. Invoquemos la intercesión de la Virgen María, que mañana contemplaremos en su gozosa Asunción al cielo en alma y cuerpo, para que nos ayude a anunciar y testimoniar con la vida, la alegría de haber encontrado al Señor.
[En español dijo:]
Saludo con afecto a los grupos de lengua española, en particular a los fieles llegados de Cuba, acompañados por el Señor Cardenal Jaime Ortega Alamino, que encabeza la primera peregrinación de cubanos a los sepulcros de los Santos Apóstoles, y renuevo mi cercanía y afecto a todos los hijos de ese amado País. Un saludo cordial también a los jóvenes de Colombia, de Venezuela y de Argentina, así como a los que se unen a ellos de camino a Madrid para la Jornada Mundial de la Juventud. Invito a todos a encomendar en la oración este Viaje Apostólico a España, que llevaré a cabo dentro de pocos días, para que en él se cosechen abundantes frutos de vida cristiana.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La voluntad de Dios, criterio-guía de nuestra existencia Angelus 17 julio 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Las parábolas evangélicas son breves narraciones que Jesús utiliza para anunciar los misterio del Reino de los Cielos. Al utilizar imágenes y situaciones de la vida cotidiana, el Señor “quiere indicarnos el auténtico fundamento de todo. Nos muestra... al Dios que actúa, que entra en nuestras vidas y nos quiere tomar de la mano" (Jesús de Nazaret I, Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, La esfera de los libros, 2007). Con estas reflexiones, el divino Maestro invita a reconocer ante todo la primacía de Dios Padre: donde no está, no puede haber nada bueno. Es una prioridad decisiva para todo. Reino de los cielos significa, precisamente, señorío de Dios, y esto quiere decir que su voluntad debe ser asumida como el criterio-guía de nuestra existencia.
El tema contenido en el Evangelio de este domingo es precisamente el Reino de los cielos. El “cielo” no debe ser entendido sólo en el sentido de esa altura que está encima de nosotros, pues ese espacio infinito posee también la forma de la interioridad del hombre. Jesús compara el Reino de los cielos con un campo de trigo para darnos a entender que dentro de nosotros se ha sembrado algo pequeño y escondido, que sin embargo tiene una fuerza vital que no puede suprimirse. A pesar de los obstáculos, la semilla se desarrollará y el fruto madurará. Este fruto será bueno sólo si se cultiva el terreno de la vida según la voluntad divina. Por eso, en la parábola de la cizaña (Mateo 13,24-30), Jesús advierte que, después de la siembra del dueño, “mientras todos dormían”, aparece “su enemigo”, que siembra la cizaña. Esto significa que tenemos que estar preparados para custodiar la gracia recibida desde el día del bautismo, alimentando la fe en el Señor, que impide que el mal eche raíces. San Agustín, comentando esta parábola, observa que “primero muchos son cizaña y luego se convierten en grano bueno”. Y agrega: “si éstos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no lograrían el laudable cambio" (Quaest. septend. in Ev. sec. Matth., 12, 4: PL 35, 1371).
Queridos amigos, el libro de la sabiduría, del que hoy está tomada la primera lectura, subraya esta dimensión del Ser divino: “porque, fuera de Ti, no hay otro Dios que cuide de todos… porque tu fuerza es el principio de tu justicia y tu dominio sobre todas las cosas te hace indulgente con todos” (Sabiduría 12, 13.16). Y el salmo 85 lo confirma: “Tú Señor eres bueno e indulgente, rico en misericordia con aquellos que te invocan” (versículo 5.). Por tanto, si somos hijos de un Padre tan grande y bueno, ¡tratemos de parecernos a Él! Éste era el objetivo que Jesús se planteaba con su predicación. Decía a quien lo escuchaba: “Sed perfectos como es perfecto el Padre que está en los cielos” (Mateo, 5,48). Encomendémonos con confianza a María, a quien ayer invocamos con la advocación de la Virgen Santísima del Monte Carmelo, para que nos ayude a seguir fielmente a Jesús, y de este modo vivir como verdaderos hijos de Dios.
[Tras rezar el Ángelus el Papa dirigió su saludo a los peregrinos en varios idiomas. En italiano, afirmó:]
Con profunda preocupación sigo las noticias procedentes de la región del Cuerno de África, y en particular de Somalia, golpeada por una gravísima sequía y, posteriormente, en algunas zonas, también por fuertes lluvias, que están causando una catástrofe humanitaria. Innumerables personas están huyendo de esa tremenda carestía en búsqueda de comida y de ayuda.
Deseo que aumente la movilización internacional para enviar inmediatamente auxilio a nuestros hermanos y hermanas, que ya han sufrido tanto, entre quienes se encuentran tantos niños. Que no les falte a estas poblaciones que sufren nuestra solidaridad y el apoyo concreto de todas las personas de buena voluntad.
[En francés:]
Queridos peregrinos francófonos, el tiempo de vacaciones es ciertamente propicio para un enriquecimiento cultural y espiritual. A través de los innumerables sitios y monumentos que visitáis, podéis descubrir la belleza de este patrimonio universal que nos une a nuestras raíces. Prestad atención para dejaros interpelar por el hermoso ideal que animaba a los constructores de catedrales y abadías, cuando edificaban estos signos vibrantes de la presencia de Dios en nuestra tierra. Que este ideal se convierta en vuestro ideal y que el Espíritu Santo, que escruta en el fondo de los corazones, os inspire para rezar en estos lugares, dando gracias e intercediendo por la humanidad del tercer milenio. Os bendigo de todo corazón, en particular a las familias aquí presentes.
[En español:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, así como a los que se unen a ella por medio de la radio y la televisión. La liturgia de hoy nos presenta a Dios, bondadoso y rico en clemencia, que gobierna el mundo con sabiduría y cuya paciencia no tiene medida, otorgando al pecador el tiempo necesario para la conversión. En estos días, que para muchos son de descanso, invito a todos a abrir el corazón a la divina Palabra, para aprender cómo se comporta Aquel que todo lo puede y reflejar en nuestras vidas la grandeza de su amor y misericordia. Que a ello nos ayude la Santísima Virgen María. Feliz domingo.
[En polaco:]
Doy la bienvenida a los polacos que han llegado hasta Castel Gandolfo. Saludo también a vuestros compatriotas en Polonia y por el mundo. Ayer celebramos la memoria de María, Madre de Dios del Escapulario [Virgen María del Monte Carmelo]. El escapulario es un signo particular de la unión con Jesús y María. Para aquellos que lo llevan constituye un signo del abandono filial en la protección de la Virgen Inmaculada. En nuestra batalla contra el mal, que María, nuestra Madre, nos envuelva en su manto. Os encomiendo a su protección y os bendigo de corazón.
[©Libreria Editrice Vaticana
Traducción por Jesús Colina]
Las parábolas evangélicas son breves narraciones que Jesús utiliza para anunciar los misterio del Reino de los Cielos. Al utilizar imágenes y situaciones de la vida cotidiana, el Señor “quiere indicarnos el auténtico fundamento de todo. Nos muestra... al Dios que actúa, que entra en nuestras vidas y nos quiere tomar de la mano" (Jesús de Nazaret I, Benedicto XVI-Joseph Ratzinger, La esfera de los libros, 2007). Con estas reflexiones, el divino Maestro invita a reconocer ante todo la primacía de Dios Padre: donde no está, no puede haber nada bueno. Es una prioridad decisiva para todo. Reino de los cielos significa, precisamente, señorío de Dios, y esto quiere decir que su voluntad debe ser asumida como el criterio-guía de nuestra existencia.
El tema contenido en el Evangelio de este domingo es precisamente el Reino de los cielos. El “cielo” no debe ser entendido sólo en el sentido de esa altura que está encima de nosotros, pues ese espacio infinito posee también la forma de la interioridad del hombre. Jesús compara el Reino de los cielos con un campo de trigo para darnos a entender que dentro de nosotros se ha sembrado algo pequeño y escondido, que sin embargo tiene una fuerza vital que no puede suprimirse. A pesar de los obstáculos, la semilla se desarrollará y el fruto madurará. Este fruto será bueno sólo si se cultiva el terreno de la vida según la voluntad divina. Por eso, en la parábola de la cizaña (Mateo 13,24-30), Jesús advierte que, después de la siembra del dueño, “mientras todos dormían”, aparece “su enemigo”, que siembra la cizaña. Esto significa que tenemos que estar preparados para custodiar la gracia recibida desde el día del bautismo, alimentando la fe en el Señor, que impide que el mal eche raíces. San Agustín, comentando esta parábola, observa que “primero muchos son cizaña y luego se convierten en grano bueno”. Y agrega: “si éstos, cuando son malos, no fueran tolerados con paciencia, no lograrían el laudable cambio" (Quaest. septend. in Ev. sec. Matth., 12, 4: PL 35, 1371).
Queridos amigos, el libro de la sabiduría, del que hoy está tomada la primera lectura, subraya esta dimensión del Ser divino: “porque, fuera de Ti, no hay otro Dios que cuide de todos… porque tu fuerza es el principio de tu justicia y tu dominio sobre todas las cosas te hace indulgente con todos” (Sabiduría 12, 13.16). Y el salmo 85 lo confirma: “Tú Señor eres bueno e indulgente, rico en misericordia con aquellos que te invocan” (versículo 5.). Por tanto, si somos hijos de un Padre tan grande y bueno, ¡tratemos de parecernos a Él! Éste era el objetivo que Jesús se planteaba con su predicación. Decía a quien lo escuchaba: “Sed perfectos como es perfecto el Padre que está en los cielos” (Mateo, 5,48). Encomendémonos con confianza a María, a quien ayer invocamos con la advocación de la Virgen Santísima del Monte Carmelo, para que nos ayude a seguir fielmente a Jesús, y de este modo vivir como verdaderos hijos de Dios.
[Tras rezar el Ángelus el Papa dirigió su saludo a los peregrinos en varios idiomas. En italiano, afirmó:]
Con profunda preocupación sigo las noticias procedentes de la región del Cuerno de África, y en particular de Somalia, golpeada por una gravísima sequía y, posteriormente, en algunas zonas, también por fuertes lluvias, que están causando una catástrofe humanitaria. Innumerables personas están huyendo de esa tremenda carestía en búsqueda de comida y de ayuda.
Deseo que aumente la movilización internacional para enviar inmediatamente auxilio a nuestros hermanos y hermanas, que ya han sufrido tanto, entre quienes se encuentran tantos niños. Que no les falte a estas poblaciones que sufren nuestra solidaridad y el apoyo concreto de todas las personas de buena voluntad.
[En francés:]
Queridos peregrinos francófonos, el tiempo de vacaciones es ciertamente propicio para un enriquecimiento cultural y espiritual. A través de los innumerables sitios y monumentos que visitáis, podéis descubrir la belleza de este patrimonio universal que nos une a nuestras raíces. Prestad atención para dejaros interpelar por el hermoso ideal que animaba a los constructores de catedrales y abadías, cuando edificaban estos signos vibrantes de la presencia de Dios en nuestra tierra. Que este ideal se convierta en vuestro ideal y que el Espíritu Santo, que escruta en el fondo de los corazones, os inspire para rezar en estos lugares, dando gracias e intercediendo por la humanidad del tercer milenio. Os bendigo de todo corazón, en particular a las familias aquí presentes.
[En español:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, así como a los que se unen a ella por medio de la radio y la televisión. La liturgia de hoy nos presenta a Dios, bondadoso y rico en clemencia, que gobierna el mundo con sabiduría y cuya paciencia no tiene medida, otorgando al pecador el tiempo necesario para la conversión. En estos días, que para muchos son de descanso, invito a todos a abrir el corazón a la divina Palabra, para aprender cómo se comporta Aquel que todo lo puede y reflejar en nuestras vidas la grandeza de su amor y misericordia. Que a ello nos ayude la Santísima Virgen María. Feliz domingo.
[En polaco:]
Doy la bienvenida a los polacos que han llegado hasta Castel Gandolfo. Saludo también a vuestros compatriotas en Polonia y por el mundo. Ayer celebramos la memoria de María, Madre de Dios del Escapulario [Virgen María del Monte Carmelo]. El escapulario es un signo particular de la unión con Jesús y María. Para aquellos que lo llevan constituye un signo del abandono filial en la protección de la Virgen Inmaculada. En nuestra batalla contra el mal, que María, nuestra Madre, nos envuelva en su manto. Os encomiendo a su protección y os bendigo de corazón.
[©Libreria Editrice Vaticana
Traducción por Jesús Colina]
Benedicto XVI: La verdadera "Parábola" de Dios es Jesús mismo Angelus 10 de julio 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
Os agradezco que hayáis venido para la cita del Ángelus aquí a Castel Gandolfo, donde he llegado hace pocos días. Aprovecho de buen grado la ocasión para dirigir mi saludo cordial también a todos los habitantes de esta querida ciudad, con el deseo de una buena estación estival. Saludo en particular a nuestro Obispo de Albano.
En el Evangelio de este Domingo (Mt 13,1-23), Jesús se dirige a la multitud con la célebre parábola del sembrador. Es una página de algún modo “autobiográfica”, porque refleja la experiencia misma de Jesús, de su predicación: Él se identifica con el sembrador, que esparce la buena semilla de la Palabra de Dios, y percibe los diversos efectos que obtiene, según el tipo de acogida reservada al anuncio. Hay quien escucha superficialmente la Palabra pero no la acoge; hay quien la acoge en el momento pero no tiene constancia y lo pierde todo; hay quien es abrumado por las preocupaciones y seducciones del mundo; y hay quien escucha de manera receptiva como la tierra buena: aquí la Palabra da fruto en abundancia.
Pero este Evangelio insiste también en el “método” de la predicación de Jesús, es decir, justamente, en el uso de las prábolas. “¿Por qué les hablas en parábolas?”, preguntan los discípulos (Mt 13,10). Y Jesús responde poniendo una distinción entre ellos y la multitud: a los discípulos, es decir a los que ya se han decidido por Él, les puede hablar del Reino de Dios abiertamente, en cambio a los demás debe anunciarlo en parábolas, para estimular precisamente la decisión, la conversión del corazón; las parábolas, de hecho, por su naturaleza requieren un esfuerzo de interpretación, interpelan a la inteligencia pero también a la libertad. Explica San Juan Crisóstomo: “Jesús ha pronunciado estas palabras con la intención de atraer a sí a sus oyentes y de solicitarlos asegurando que, si se dirigen a Él, los sanará” (Com. al Evang. de Mat., 45,1-2). En el fondo, la verdadera “Parábola” de Dios es Jesús mismo, su Persona, que, en el signo de la humanidad, esconde y al mismo tiempo revela la divinidad. De esta manera Dios no nos obliga a creer en Él, sino que nos atrae hacia Sí con la verdad y la bondad de su Hijo encarnado: el amor, de hecho, respeta siempre la libertad.
Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de San Benito, Abad y Patrón de Europa. A la luz de este Evangelio, mirémosle como maestro de la escucha de la Palabra de Dios, una escucha profunda y perseverante. Debemos siempre aprender del gran Patriarca del monaquismo occidental y dar a Dios el lugar que Él espera, el primer lugar, ofreciéndoLe, con la oración de la mañana y de la tarde, las actividades cotidianas. La Virgen María nos ayude a ser, según su modelo, “tierra buena” donde la semilla de la Palabra pueda dar mucho fruto.
[Después del Ángelus, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas, hoy se celebra el considerado “Domingo del Mar”, es decir la Jornada para el apostolado en el ámbito marítimo. Dirijo un pensamiento particular a los Capellanes y a los voluntarios que se prodigan en el cuidado pastoral de los marineros, de lo pescadores y de sus familias. Aseguro mi oración también por los marineros que por desgracia se encuentran secuestrados por actos de piratería. Auspicio que sean tratados con respeto y humanidad, y rezo por sus familiares, para que sean fuertes en la fe y no pierdan la esperanza de reunirse pronto con sus seres queridos.
[Después saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En francés, dijo:]
En este tiempo de vacaciones, queridos peregrinos francófonos, y particularmente del coro de la basílica de Nuestra Señora de Lausanne, os invito a recobrar fuerzas maravillándoos ante el esplendor de la Creación. Padres, ¡enseñad a vuestros hijos a observar la naturaleza, a respetarla y a protegerla como un don magnífico que nos hace presentir la grandeza del Creador! Hablando en parábolas, Jesús utilizó el lenguaje de la naturaleza para explicar a sus discípulos los misterios del Reino. ¡Que las imágenes que usa se nos hagan familiares! Recordemos que la realidad divina está escondida en nuestra vida cotidiana como la semilla enterrada en la tierra. ¡En nosotros hagamos que dé fruto! ¡Feliz domingo a todos!
[En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que han venido hasta aquí para participar en esta oración mariana, en particular al grupo de la Hermandad de la Veracruz, de Algaba, así como a cuantos se han unido a nosotros a través de la radio y la televisión. La imagen del Sembrador que nos propone el Evangelio de hoy nos invita a acoger con el corazón abierto y puro la Palabra de Dios, para que produzca abundante fruto. Pidamos a la Virgen María que nos ayude a estar siempre dispuestos, como ella, a recibir con gozo todo lo que el Señor nos dice. Feliz domingo.
[Traducción del original plurilingüe por Patricia Navas
©Librería Editrice Vaticana]
Os agradezco que hayáis venido para la cita del Ángelus aquí a Castel Gandolfo, donde he llegado hace pocos días. Aprovecho de buen grado la ocasión para dirigir mi saludo cordial también a todos los habitantes de esta querida ciudad, con el deseo de una buena estación estival. Saludo en particular a nuestro Obispo de Albano.
En el Evangelio de este Domingo (Mt 13,1-23), Jesús se dirige a la multitud con la célebre parábola del sembrador. Es una página de algún modo “autobiográfica”, porque refleja la experiencia misma de Jesús, de su predicación: Él se identifica con el sembrador, que esparce la buena semilla de la Palabra de Dios, y percibe los diversos efectos que obtiene, según el tipo de acogida reservada al anuncio. Hay quien escucha superficialmente la Palabra pero no la acoge; hay quien la acoge en el momento pero no tiene constancia y lo pierde todo; hay quien es abrumado por las preocupaciones y seducciones del mundo; y hay quien escucha de manera receptiva como la tierra buena: aquí la Palabra da fruto en abundancia.
Pero este Evangelio insiste también en el “método” de la predicación de Jesús, es decir, justamente, en el uso de las prábolas. “¿Por qué les hablas en parábolas?”, preguntan los discípulos (Mt 13,10). Y Jesús responde poniendo una distinción entre ellos y la multitud: a los discípulos, es decir a los que ya se han decidido por Él, les puede hablar del Reino de Dios abiertamente, en cambio a los demás debe anunciarlo en parábolas, para estimular precisamente la decisión, la conversión del corazón; las parábolas, de hecho, por su naturaleza requieren un esfuerzo de interpretación, interpelan a la inteligencia pero también a la libertad. Explica San Juan Crisóstomo: “Jesús ha pronunciado estas palabras con la intención de atraer a sí a sus oyentes y de solicitarlos asegurando que, si se dirigen a Él, los sanará” (Com. al Evang. de Mat., 45,1-2). En el fondo, la verdadera “Parábola” de Dios es Jesús mismo, su Persona, que, en el signo de la humanidad, esconde y al mismo tiempo revela la divinidad. De esta manera Dios no nos obliga a creer en Él, sino que nos atrae hacia Sí con la verdad y la bondad de su Hijo encarnado: el amor, de hecho, respeta siempre la libertad.
Queridos amigos, mañana celebraremos la fiesta de San Benito, Abad y Patrón de Europa. A la luz de este Evangelio, mirémosle como maestro de la escucha de la Palabra de Dios, una escucha profunda y perseverante. Debemos siempre aprender del gran Patriarca del monaquismo occidental y dar a Dios el lugar que Él espera, el primer lugar, ofreciéndoLe, con la oración de la mañana y de la tarde, las actividades cotidianas. La Virgen María nos ayude a ser, según su modelo, “tierra buena” donde la semilla de la Palabra pueda dar mucho fruto.
[Después del Ángelus, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas, hoy se celebra el considerado “Domingo del Mar”, es decir la Jornada para el apostolado en el ámbito marítimo. Dirijo un pensamiento particular a los Capellanes y a los voluntarios que se prodigan en el cuidado pastoral de los marineros, de lo pescadores y de sus familias. Aseguro mi oración también por los marineros que por desgracia se encuentran secuestrados por actos de piratería. Auspicio que sean tratados con respeto y humanidad, y rezo por sus familiares, para que sean fuertes en la fe y no pierdan la esperanza de reunirse pronto con sus seres queridos.
[Después saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En francés, dijo:]
En este tiempo de vacaciones, queridos peregrinos francófonos, y particularmente del coro de la basílica de Nuestra Señora de Lausanne, os invito a recobrar fuerzas maravillándoos ante el esplendor de la Creación. Padres, ¡enseñad a vuestros hijos a observar la naturaleza, a respetarla y a protegerla como un don magnífico que nos hace presentir la grandeza del Creador! Hablando en parábolas, Jesús utilizó el lenguaje de la naturaleza para explicar a sus discípulos los misterios del Reino. ¡Que las imágenes que usa se nos hagan familiares! Recordemos que la realidad divina está escondida en nuestra vida cotidiana como la semilla enterrada en la tierra. ¡En nosotros hagamos que dé fruto! ¡Feliz domingo a todos!
[En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que han venido hasta aquí para participar en esta oración mariana, en particular al grupo de la Hermandad de la Veracruz, de Algaba, así como a cuantos se han unido a nosotros a través de la radio y la televisión. La imagen del Sembrador que nos propone el Evangelio de hoy nos invita a acoger con el corazón abierto y puro la Palabra de Dios, para que produzca abundante fruto. Pidamos a la Virgen María que nos ayude a estar siempre dispuestos, como ella, a recibir con gozo todo lo que el Señor nos dice. Feliz domingo.
[Traducción del original plurilingüe por Patricia Navas
©Librería Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La mirada de Jesús se posa hoy sobre todos los oprimidos Angelus 3 de julio de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy en el Evangelio, el Señor Jesús nos repite esas palabras que conocemos tan bien, pero que siempre nos conmueven: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mateo 11, 28-30). Cuando Jesús recorría las calles de Galilea anunciando el Reino de Dios, y curando a muchos enfermos, sentía compasión de la muchedumbre, porque estaban cansados y abatidos, como ovejas sin pastor (Cf.Mateo 9, 35-36).
Esa mirada de Jesús parece extenderse hasta hoy, hasta nuestro mundo. También hoy se posa sobre tanta gente oprimida por condiciones de vida difíciles, así como desprovista de válidos puntos de referencia para encontrar un sentido y una meta a la existencia. Multitudes extenuadas que se encuentran en los países más pobres, probadas por la indigencia; y en los países más ricos también hay muchos hombres y mujeres insatisfechos, incluso enfermos de depresión. Pensemos, además, en los numerosos evacuados y refugiados, en cuantos emigran arriesgando su propia vida. La mirada de Cristo se posa sobre toda esta gente, es más, sobre cada uno de estos hijos del Padre que está en los cielos, y repite: “Venid a mí todos…” .
Jesús promete que dará a todos “descanso”, pero pone una condición: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. ¿En qué consiste este “yugo”, que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar levanta?
El “yugo” de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos (cf. Juan 13, 34; 15,12). El verdadero remedio para las heridas de la humanidad --tanto materiales, como es el hambre y las injusticias, y psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar-- es una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para procurarse posiciones cada vez de mayor poder, para asegurarse el éxito a toda costa. También por respeto del ambiente es necesario renunciar al estilo agresivo que ha dominado en los últimos siglos y adoptar una razonable “mansedumbre”. Pero sobre todo en las relaciones humanas, interpersonales, sociales, la regla del respeto y de la no violencia, es decir, la fuerza de la verdad contra todo abuso, puede asegurar un futuro digno del hombre.
Queridos amigos, ayer celebramos una particular memoria litúrgica de María Santísima, al alabar a Dios por su Corazón Inmaculado. Que la Virgen nos ayude a “aprender” de Jesús la humildad verdadera, a tomar con decisión su yugo ligero, para experimentar la paz interior y ser capaces de consolar a otros hermanos y hermanas que recorren con fatiga el camino de la vida.
[Tras rezar el Ángelus, el papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los grupos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los profesores y alumnos del Colegio Internacional Europa, de Sevilla. "Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados", nos dice hoy Cristo en el Evangelio. Que esta palabra resuene con claridad en el corazón de todos, de modo que, presentando al Señor nuestros afanes y sufrimientos, encontremos en Él la fuerza para afrontar la vida con alegría y serenidad de espíritu, siendo testigos de su amor y fuente de esperanza para los necesitados. Gracias por vuestra presencia y vuestras oraciones. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
Hoy en el Evangelio, el Señor Jesús nos repite esas palabras que conocemos tan bien, pero que siempre nos conmueven: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mateo 11, 28-30). Cuando Jesús recorría las calles de Galilea anunciando el Reino de Dios, y curando a muchos enfermos, sentía compasión de la muchedumbre, porque estaban cansados y abatidos, como ovejas sin pastor (Cf.Mateo 9, 35-36).
Esa mirada de Jesús parece extenderse hasta hoy, hasta nuestro mundo. También hoy se posa sobre tanta gente oprimida por condiciones de vida difíciles, así como desprovista de válidos puntos de referencia para encontrar un sentido y una meta a la existencia. Multitudes extenuadas que se encuentran en los países más pobres, probadas por la indigencia; y en los países más ricos también hay muchos hombres y mujeres insatisfechos, incluso enfermos de depresión. Pensemos, además, en los numerosos evacuados y refugiados, en cuantos emigran arriesgando su propia vida. La mirada de Cristo se posa sobre toda esta gente, es más, sobre cada uno de estos hijos del Padre que está en los cielos, y repite: “Venid a mí todos…” .
Jesús promete que dará a todos “descanso”, pero pone una condición: “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”. ¿En qué consiste este “yugo”, que en lugar de pesar aligera, y en lugar de aplastar levanta?
El “yugo” de Cristo es la ley del amor, es su mandamiento, que ha dejado a sus discípulos (cf. Juan 13, 34; 15,12). El verdadero remedio para las heridas de la humanidad --tanto materiales, como es el hambre y las injusticias, y psicológicas y morales, causadas por un falso bienestar-- es una regla de vida basada en el amor fraterno, que tiene su manantial en el amor de Dios. Por esto es necesario abandonar el camino de la arrogancia, de la violencia utilizada para procurarse posiciones cada vez de mayor poder, para asegurarse el éxito a toda costa. También por respeto del ambiente es necesario renunciar al estilo agresivo que ha dominado en los últimos siglos y adoptar una razonable “mansedumbre”. Pero sobre todo en las relaciones humanas, interpersonales, sociales, la regla del respeto y de la no violencia, es decir, la fuerza de la verdad contra todo abuso, puede asegurar un futuro digno del hombre.
Queridos amigos, ayer celebramos una particular memoria litúrgica de María Santísima, al alabar a Dios por su Corazón Inmaculado. Que la Virgen nos ayude a “aprender” de Jesús la humildad verdadera, a tomar con decisión su yugo ligero, para experimentar la paz interior y ser capaces de consolar a otros hermanos y hermanas que recorren con fatiga el camino de la vida.
[Tras rezar el Ángelus, el papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los grupos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los profesores y alumnos del Colegio Internacional Europa, de Sevilla. "Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados", nos dice hoy Cristo en el Evangelio. Que esta palabra resuene con claridad en el corazón de todos, de modo que, presentando al Señor nuestros afanes y sufrimientos, encontremos en Él la fuerza para afrontar la vida con alegría y serenidad de espíritu, siendo testigos de su amor y fuente de esperanza para los necesitados. Gracias por vuestra presencia y vuestras oraciones. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Pedro y Pablo, manos del Evangelio Angelus 29 de junio 2011
Perdonad el largo retraso. La misa en honor de los santos Pedro y Pablo ha sido larga y hermosa. Y hemos meditado también en ese hermoso himno de la Iglesia de Roma que comienza con las palabras: “O Roma felix”. Hoy en la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, patronos de esta ciudad, cantamos así: “Dichosa Roma, porque fuiste empurpurada por la preciosa sangre de estos grandes príncipes. No por tu alabanza, sino por sus méritos ¡superas toda belleza!”. Como cantan los himnos de la tradición oriental, los dos grandes apóstoles son las “alas” del conocimiento de Dios, que han recorrido la tierra hasta sus confines y han subido al cielo; ellos son las “manos” del Evangelio de la gracia, los “pies” de la verdad del anuncio, los “ríos” de la sabiduría, los “brazos” de la cruz (cf. MHN, t. 5, 1899, p. 385). El testimonio de amor y de fidelidad de los santos Pedro y Pablo ilumina los pastores de la Iglesia, para conducir los hombres a la verdad, formándolos a la fe en Cristo. San Pedro, en particular, representa la unidad del colegio apostólico. Por este motivo, durante la liturgia celebrada esta mañana en la Basílica Vaticana, he impuesto a 40 arzobispos metropolitanos el palio, que manifiesta la comunión con el obispo de Roma en la misión de guiar el pueblo de Dios a la salvación. Escribe san Ireneo, obispo de Lyón, en el siglo II, que a la Iglesia de Roma, "propter potentiorem principalitatem” [por su peculiar principalidad], deben converger en ella todas las demás Iglesias, es decir, los fieles que están en todas partes, porque en ella ha sido custodiada siempre la tradición que viene de los apóstoles (Adversus haereses, III,3,2).
Es la fe profesada por Pedro la que constituye el fundamento de la Iglesia: “Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente”, dice el Evangelio de Mateo (16, 16). El primado de Pedro es una predilección divina, como lo es también la vocación sacerdotal: “porque eso no lo ha revelado ni la carne ni la sangre, -dice Jesús- sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16,17). Así ocurre a quien decide responder a la llamada de Dios con la totalidad de la propia vida. Lo recuerdo con mucho gusto en este día, en el cual se cumple mi sexagésimo aniversario de Ordenación sacerdotal. Le doy las gracias al Señor por su llamada y por el ministerio que me ha confiado, y doy las gracias a todos aquellos que en esta circunstancia, me han manifestado su cercanía y apoyo a mi misión con la oración, que de todas las comunidades eclesiales sube incesantemente hacia Dios (Cf. Hechos 12, 5), traduciéndose en adoración a Cristo Eucaristía para acrecentar la fuerza y la libertad de anunciar el Evangelio.
En este clima, saludó cordialmente a la delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, presente hoy en Roma, siguiendo la significativa tradición, para venerar a los santos Pedro y Pablo y compartir conmigo el auspicio de la unidad de los cristianos querida por el Señor. Invoquemos con confianza a la Virgen María, Reina de los Apóstoles, para que todo bautizado se convierta cada vez más en una “piedra viva” que construye el Reino de Dios.
[Tras rezar el Ángelus, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Dirijo mi cordial saludo a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los provenientes de Argentina, Chile, Colombia, Ecuador y Guatemala, que acompañan a los arzobispos metropolitanos que acaban de recibir el Palio. Invito a todos a rezar intensamente en esta solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, para que, estimulados por su ejemplo y ayudados por su intercesión, la Iglesia permanezca en el mundo como signo de santidad e instrumento de reconciliación. Que Dios os bendiga.
[Traducción del original italiano
©Libreria Editrice Vaticana]
Es la fe profesada por Pedro la que constituye el fundamento de la Iglesia: “Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente”, dice el Evangelio de Mateo (16, 16). El primado de Pedro es una predilección divina, como lo es también la vocación sacerdotal: “porque eso no lo ha revelado ni la carne ni la sangre, -dice Jesús- sino mi Padre que está en los cielos” (Mateo 16,17). Así ocurre a quien decide responder a la llamada de Dios con la totalidad de la propia vida. Lo recuerdo con mucho gusto en este día, en el cual se cumple mi sexagésimo aniversario de Ordenación sacerdotal. Le doy las gracias al Señor por su llamada y por el ministerio que me ha confiado, y doy las gracias a todos aquellos que en esta circunstancia, me han manifestado su cercanía y apoyo a mi misión con la oración, que de todas las comunidades eclesiales sube incesantemente hacia Dios (Cf. Hechos 12, 5), traduciéndose en adoración a Cristo Eucaristía para acrecentar la fuerza y la libertad de anunciar el Evangelio.
En este clima, saludó cordialmente a la delegación del Patriarcado Ecuménico de Constantinopla, presente hoy en Roma, siguiendo la significativa tradición, para venerar a los santos Pedro y Pablo y compartir conmigo el auspicio de la unidad de los cristianos querida por el Señor. Invoquemos con confianza a la Virgen María, Reina de los Apóstoles, para que todo bautizado se convierta cada vez más en una “piedra viva” que construye el Reino de Dios.
[Tras rezar el Ángelus, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Dirijo mi cordial saludo a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los provenientes de Argentina, Chile, Colombia, Ecuador y Guatemala, que acompañan a los arzobispos metropolitanos que acaban de recibir el Palio. Invito a todos a rezar intensamente en esta solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, para que, estimulados por su ejemplo y ayudados por su intercesión, la Iglesia permanezca en el mundo como signo de santidad e instrumento de reconciliación. Que Dios os bendiga.
[Traducción del original italiano
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: la Eucaristía da vida a la Iglesia Angelus 27 de junio 2011
Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra el Corpus Domini, la fiesta de la Eucaristía, el Sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, que Él instituyó en la Última Cena y que constituye el tesoro más precioso de la Iglesia. La Eucaristía es como el corazón latiente que da vida a todo el cuerpo místico de la Iglesia: un organismo social basado totalmente en el vínculo espiritual pero concreto con Cristo. Como afirma el apóstol Pablo: "Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan" (1Cor 10,17). Sin la Eucaristía, la Iglesia sencillamente no existiría. La Eucaristía es, de hecho, la que hace de una comunidad humana un misterio de comunión, capaz de llevar a Dios al mundo y el mundo a Dios. El Espíritu Santo, que transforma el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, transforma también a cuantos lo reciben con fe en miembros del cuerpo de Cristo, para que la Iglesia sea realmente sacramento de unidad de los hombres con Dios y entre ellos.
En una cultura cada vez más individualista, como lo es aquella en la que estamos inmersos en las sociedades occidentales, y que tiende a difundirse en todo el mundo, la Eucaristía constituye una especie de “antídoto", que actúa en las mentes y en los corazones de los creyentes y que siembra continuamente en ellos la lógica de la comunión, del servicio, del compartir, en resumen, la lógica del Evangelio. Los primeros cristianos, en Jerusalén, eran un signo evidente de este nuevo estilo de vida, porque vivían en fraternidad y ponían en común sus bienes, para que ninguno fuese indigente (cfr Hch 2,42-47). ¿De qué derivaba todo esto? De la Eucaristía, es decir, de Cristo resucitado, realmente presente en medio de sus discípulos y operante con la fuerza del Espíritu Santo. Y también las generaciones siguientes, a través de los siglos, la Iglesia, a pesard e sus límites y los errores humanos, ha seguido siendo en el mundo una fuerza de comunión. Pensemos especialmente en los periodos más difíciles, de prueba: ¡qué significó, por ejemplo, para los países sometidos a regímenes totalitarios, la posibilidad de encontrarse en la Misa Dominical! Como decían los antiguos mártires de Abitene: "Sine Dominico non possumus" – sin el “Dominicum", es decir, sin la Eucaristía dominical, no podemos vivir. Pero el vacío producido por la falsa libertad puede ser también muy peligroso, y entonces la comunión con el Cuerpo de Cristo es fármaco de la inteligencia y de la voluntad, para volver a encontrar el gusto de la verdad y del bien común.
Queridos amigos, invoquemos a la Virgen María, a quien mi Predecesor, el beato Juan Pablo II, definió "Mujer eucarística" (Ecclesia de Eucharistia, 53-58). Que en su escuela, también nuestra vida llegue a ser plenamente "eucarística", abierta a Dios y a los demás, capaz de transformar el mal en bien con la fuerza del amor, dirigida a favorecer la unidad, la comunión, la fraternidad.
[Después del Ángelus]
Queridos hermanos y hermanas, también hoy tengo la alegría de anunciar la proclamación de algunos nuevos Beatos. Ayer, en Hamburgo, donde fueron muertos por los nazis en 1943, fueron beatificados Johannes Prassek, Eduard Müller y Hermann Lange. Hoy, en Milán, es el turno de Serafino Morazzone, párroco ejemplar en la zona de Lecco entre los siglos XVIII y XIX; del padre Clemente Vismara, heroico misionero del PIME en Birmania; y de Enrichetta Alfieri, Hermana de la Caridad, llamada “ángel” de la cárcel milanesa de San Vittore. ¡Alabemos al Señor por estos luminosos testigos del Evangelio!
En este domingo que precede a la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo se celebra en Italia la Jornada por la caridad del Papa. Deseo agradecer vivamente a todos aquellos que, con la oración y con las limosnas, dan su apoyo a mi ministerio apostólico y de caridad. ¡Gracias! ¡Que el Señor os recompense!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los miembros de la Asociación de la Medalla Milagrosa, así como a los directivos de la Radiotelevisión "El sembrador por la nueva evangelización". En la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, la Iglesia hace memoria agradecida del don de la Eucaristía y la adora con devoción. Que nuestros corazones se abran con humildad ante Jesús Sacramentado, para que, transformados por su gracia, seamos testigos valientes de su amor por todos los hombres. Que Dios os bendiga.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra el Corpus Domini, la fiesta de la Eucaristía, el Sacramento del Cuerpo y la Sangre del Señor, que Él instituyó en la Última Cena y que constituye el tesoro más precioso de la Iglesia. La Eucaristía es como el corazón latiente que da vida a todo el cuerpo místico de la Iglesia: un organismo social basado totalmente en el vínculo espiritual pero concreto con Cristo. Como afirma el apóstol Pablo: "Ya que hay un solo pan, todos nosotros, aunque somos muchos, formamos un solo Cuerpo, porque participamos de ese único pan" (1Cor 10,17). Sin la Eucaristía, la Iglesia sencillamente no existiría. La Eucaristía es, de hecho, la que hace de una comunidad humana un misterio de comunión, capaz de llevar a Dios al mundo y el mundo a Dios. El Espíritu Santo, que transforma el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, transforma también a cuantos lo reciben con fe en miembros del cuerpo de Cristo, para que la Iglesia sea realmente sacramento de unidad de los hombres con Dios y entre ellos.
En una cultura cada vez más individualista, como lo es aquella en la que estamos inmersos en las sociedades occidentales, y que tiende a difundirse en todo el mundo, la Eucaristía constituye una especie de “antídoto", que actúa en las mentes y en los corazones de los creyentes y que siembra continuamente en ellos la lógica de la comunión, del servicio, del compartir, en resumen, la lógica del Evangelio. Los primeros cristianos, en Jerusalén, eran un signo evidente de este nuevo estilo de vida, porque vivían en fraternidad y ponían en común sus bienes, para que ninguno fuese indigente (cfr Hch 2,42-47). ¿De qué derivaba todo esto? De la Eucaristía, es decir, de Cristo resucitado, realmente presente en medio de sus discípulos y operante con la fuerza del Espíritu Santo. Y también las generaciones siguientes, a través de los siglos, la Iglesia, a pesard e sus límites y los errores humanos, ha seguido siendo en el mundo una fuerza de comunión. Pensemos especialmente en los periodos más difíciles, de prueba: ¡qué significó, por ejemplo, para los países sometidos a regímenes totalitarios, la posibilidad de encontrarse en la Misa Dominical! Como decían los antiguos mártires de Abitene: "Sine Dominico non possumus" – sin el “Dominicum", es decir, sin la Eucaristía dominical, no podemos vivir. Pero el vacío producido por la falsa libertad puede ser también muy peligroso, y entonces la comunión con el Cuerpo de Cristo es fármaco de la inteligencia y de la voluntad, para volver a encontrar el gusto de la verdad y del bien común.
Queridos amigos, invoquemos a la Virgen María, a quien mi Predecesor, el beato Juan Pablo II, definió "Mujer eucarística" (Ecclesia de Eucharistia, 53-58). Que en su escuela, también nuestra vida llegue a ser plenamente "eucarística", abierta a Dios y a los demás, capaz de transformar el mal en bien con la fuerza del amor, dirigida a favorecer la unidad, la comunión, la fraternidad.
[Después del Ángelus]
Queridos hermanos y hermanas, también hoy tengo la alegría de anunciar la proclamación de algunos nuevos Beatos. Ayer, en Hamburgo, donde fueron muertos por los nazis en 1943, fueron beatificados Johannes Prassek, Eduard Müller y Hermann Lange. Hoy, en Milán, es el turno de Serafino Morazzone, párroco ejemplar en la zona de Lecco entre los siglos XVIII y XIX; del padre Clemente Vismara, heroico misionero del PIME en Birmania; y de Enrichetta Alfieri, Hermana de la Caridad, llamada “ángel” de la cárcel milanesa de San Vittore. ¡Alabemos al Señor por estos luminosos testigos del Evangelio!
En este domingo que precede a la solemnidad de los Santos Pedro y Pablo se celebra en Italia la Jornada por la caridad del Papa. Deseo agradecer vivamente a todos aquellos que, con la oración y con las limosnas, dan su apoyo a mi ministerio apostólico y de caridad. ¡Gracias! ¡Que el Señor os recompense!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los miembros de la Asociación de la Medalla Milagrosa, así como a los directivos de la Radiotelevisión "El sembrador por la nueva evangelización". En la solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, la Iglesia hace memoria agradecida del don de la Eucaristía y la adora con devoción. Que nuestros corazones se abran con humildad ante Jesús Sacramentado, para que, transformados por su gracia, seamos testigos valientes de su amor por todos los hombres. Que Dios os bendiga.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: rezando los Salmos se aprende a rezar Audiencia 22 de junio 2011
Queridos hermanos y hermanas:
en las anteriores catequesis nos detuvimos en algunas figuras del Antiguo Testamento, particularmente significativas, en nuestra reflexión sobre la oración. Hablé sobre Abraham que intercede por las ciudades extranjeras, sobre Jacob que en la lucha nocturna recibe la bendición, sobre Moisés que invoca el perdón sobre su pueblo y sobre Elías que reza por la conversión de Israel. Con la catequesis de hoy, quisiera iniciar una nueva etapa del camino: en vez de comentar particulares episodios de personajes en oración, entraremos en el “libro de oración” por excelencia, el libro de los Salmos. En las próximas catequesis leeremos y meditaremos algunos de los Salmos más bellos y más apreciado por la tradición orante de la Iglesia. Hoy quisiera introducir esta etapa hablando del libro de los Salmos en su conjunto.
El Salterio se presenta como un “formulario” de oraciones, una selección de ciento cincuenta Salmos que la tradición bíblica da al pueblo de los creyentes para que se convierta en su (nuestra) oración, nuestro modo de dirigirnos a Dios y de relacionarnos con Él. En este libro, encuentra expresión toda la experiencia humana con sus múltiples caras, y toda la gama de los sentimientos que acompañan la existencia del hombre. En los Salmos, se entrelazan y se expresan la alegría y el sufrimiento, el deseo de Dios y la percepción de la propia indignidad, felicidad y sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a morir. Toda la realidad del creyente confluye en estas oraciones, que el pueblo de Israel primero y la Iglesia después asumieron como meditación privilegiada de la relación con el único Dios y como respuesta adecuada en su revelación en la historia. En cuanto oración, los Salmos son la manifestación del espíritu y de la fe, en los que uno puede reconocerse y en los que se comunica esta experiencia de particular cercanía a Dios a la que todos los hombres están llamados. Toda la complejidad de la existencia humana se concentra en la complejidad de las distintas formas literarias de los distintos Salmos: himnos, lamentaciones, súplicas individuales y colectivas, cantos de agradecimiento, salmos penitenciales, y otros géneros que se pueden encontrar en estas composiciones poéticas.
No obstante esta multiplicidad expresiva, pueden identificarse dos grandes ámbitos que sintetizan la oración del Salterio: la súplica, ligada al lamento, y la alabanza, dos dimensiones relacionadas y casi inseparables. Porque la súplica está animada por la certeza de que Dios responderá, y esto abre a la alabanza y a la acción de gracias; y la alabanza y el agradecimiento surgen de la experiencia de una salvación recibida, que supone una necesidad de ayuda que la súplica expresa.
En la súplica, el que ora se lamenta y describe su situación de angustia, de peligro, de desolación, o bien, como en los Salmos penitenciales, confiesa la culpa, el pecado, pidiendo ser perdonado.
Le expone al Señor su necesidad con la confianza de ser escuchado, y esto implica un reconocimiento de Dios como bueno, deseoso del bien y “amante de la vida” (cfr Sabiduría 11, 26), preparado para ayudar, salvar, perdonar. Así, por ejemplo, reza el Salmista en el Salmo 31: “Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca me vea defraudado! […] Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi refugio” (vv. 2.5). Ya en el lamento, por tanto, puede surgir algo de la alabanza, que se preanuncia en la esperanza de la intervención divina y se hace después explícita cuando la salvación divina se convierte en realidad. De modo análogo, en los Salmos de agradecimiento y de alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que es la base de la súplica. Se confiesa así a Dios, la propia condición de criatura inevitablemente marcada por la muerte, si bien portadora de un deseo radical de vida, Por esto el Salmista exclama, en elSalmo 86: “Te daré gracias, Dios mío, de todo corazón, y glorificaré tu Nombre eternamente; porque es grande el amor que me tienes, y tú me libraste del fondo del abismo” (versículos 12-13). De este modo, en la oración de los Salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se inclina hacia nuestra fragilidad.
Precisamente para permitir al pueblo de los creyentes que se unan en este canto, se entregó el libro del Salterio a Israel y a la Iglesia. Los Salmos, de hecho, enseñan a rezar. En ellos, la Palabra de Dios se convierte en palabra de oración -y son las palabras del Salmista inspirado- y al mismo tiempo se convierte también en la palabra del orante que reza los Salmos. Es esta la belleza y la particularidad de este libro bíblico: las oraciones contenidas en él, a diferencia de otras oraciones que encontramos en la Sagrada Escritura, no se insertan en una trama narrativa que especifica su sentido y la función. Los Salmos se ofrecen al creyente como texto de oración, que tiene como único fin convertirse en la oración de quien lo asume y con ellos se dirige a Dios. Dado que son Palabra de Dios, quien reza los Salmos le habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a Él con las palabras que Él mismo nos da. Así, rezando los Salmos se aprende a rezar. Son una escuela de oración.
Algo análogo sucede cuando el niño comienza a hablar, aprende a expresar sus propias sensaciones, emociones, necesidades con palabras que no le pertenecen de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que viven con él. Lo que el niño quiere expresar es su propia vivencia, pero el medio expresivo es de otros; y él, poco a poco se apropia de este medio, las palabras recibidas de sus propios padres se convierten en sus palabras y a través de las palabras aprende también un modo de pensar y de sentir, accede a un mundo de conceptos, y crece en ellos, se relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus padres finalmente se convierte en su lengua, habla con palabras recibidas de otros que en este momento se han convertido en sus palabras. Esto mismo sucede con la oración de los Salmos. Se nos presentan para que nosotros aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con Él, a hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el encuentro con Dios. Y, a través de estas palabras, será posible también conocer y acoger los criterios de su actuación, acercarse al misterio de sus pensamientos y de sus caminos (cfr Isaías 55,8-9), y así crecer cada vez más en la fe y en el amor. Al igual que nuestras palabras no son sólo palabras, sino que nos enseñan un mundo real y conceptual, del mismo modo estas oraciones nos enseñan el corazón de Dios, por lo que no sólo podemos hablar con Dios, sino que podemos aprender quién es Dios y, al aprender cómo hablar con Él, aprendemos lo que significa ser hombre, er nosotros mismos.
Para este propósito, parece significativo el título que la tradición judía ha dado al Salterio. Este es tehillîm, un término judío que quiere decir “alabanza”, de esta raíz verbal viene la expresión “Halleluyah”, es decir, literalmente “alabad al Señor”. Este libro de oraciones, por tanto, aunque es multiforme y complejo, con sus diferentes géneros literarios y con sus articulaciones entre alabanza y súplica, es un libro de alabanza, que nos enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la belleza de sus obras y a glorificar su Nombre Santo. Es esta la respuesta más adecuada ante la manifestación del Señor y la experiencia de su bondad. Enseñándonos a rezar, los Salmos nos enseñan que incluso en la desolación, en el dolor, permanece la presencia de Dios, es fuente de maravilla y de consuelo, se puede llorar, suplicar, interceder, lamentarse, pero con la conciencia de que estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podrá ser definitiva. Como nos enseña el Salmo 36: “ En ti está la fuente de la vida, y por tu luz vemos la luz” (Sal 36,10).
Pero además de este título general del libro, la tradición hebrea ha puesto en muchos Salmos, títulos específicos, atribuyéndolos, en su mayoría, al rey David. Figura de notable profundidad humana y teológica, David es un personaje complejo, que ha atravesado las más distintas experiencias fundamentales de la vida. Joven pastor del rebaño paterno, pasando por alternantes y a veces, dramáticas experiencias, se convierte en rey de Israel, pastor del pueblo de Dios. Hombre de paz, combatió muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, traicionó el amor, y esto es característico: siempre fue un buscador de Dios, aunque pecó gravemente muchas veces; humilde penitente, acogió el perdón divino, incluso el castigo divino, y aceptó un destino marcado por el dolor. David fue un rey con todas sus debilidades, “según el corazón de Dios” (cfr 1Samuel 13,14), es decir un orante apasionado, un hombre que sabía lo que quiere decir suplicar y alabar. La relación de los Salmos con este insigne rey de Israel es, por tanto, importante, porque es una figura mesiánica, Ungido por el Señor, en el que se preanuncia en cierto sentido el misterio de Cristo.
Igualmente importantes y significativos son el modo y la frecuencia con la que las palabras de los Salmos son retomadas en el Nuevo Testamento, asumiendo y destacando el valor profético sugerido por la relación del Salterio con la figura mesiánica de David. En el Señor Jesús, que en su vida terrena rezó con los Salmos, encuentran su definitivo cumplimiento y revelan su sentido más profundo y pleno. Las oraciones del Salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de Él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (Colosenses 1,15), que nos revela completamente el Rostro del Padre. El cristiano, por tanto, rezando los Salmos, reza al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave interpretativa. El horizonte del orante se abre así a realidades inesperadas, todo Salmo tiene una luz nueva en Cristo y el Salterio puede brillar en toda su infinita riqueza.
Hermanos y hermanos queridísimos, tomemos, por tanto, con la mano este libro santo, dejémonos enseñar por Dios para dirigirnos a Él, hagamos del Salterio una guía que nos ayude y nos acompañe cotidianamente en el camino de la oración. Y pidamos también nosotros, como discípulos de Jesús, “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11,1), abriendo el corazón y acogiendo la oración del Maestro, en el que todas las oraciones llegan a su plenitud. Así, siendo hijos en el Hijo, podremos hablar a Dios, llamándolo “Padre Nuestro”. Gracias.
[Al final de la audiencia, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Colombia, Venezuela y otros países latinoamericanos. Os invito a que aprendáis de los Salmos a hablar con Dios y, repitiendo la súplica de los apóstoles, Señor, enséñanos a orar, abráis el corazón para acoger la plegaria del Maestro, en la que toda oración llega a su culmen. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
en las anteriores catequesis nos detuvimos en algunas figuras del Antiguo Testamento, particularmente significativas, en nuestra reflexión sobre la oración. Hablé sobre Abraham que intercede por las ciudades extranjeras, sobre Jacob que en la lucha nocturna recibe la bendición, sobre Moisés que invoca el perdón sobre su pueblo y sobre Elías que reza por la conversión de Israel. Con la catequesis de hoy, quisiera iniciar una nueva etapa del camino: en vez de comentar particulares episodios de personajes en oración, entraremos en el “libro de oración” por excelencia, el libro de los Salmos. En las próximas catequesis leeremos y meditaremos algunos de los Salmos más bellos y más apreciado por la tradición orante de la Iglesia. Hoy quisiera introducir esta etapa hablando del libro de los Salmos en su conjunto.
El Salterio se presenta como un “formulario” de oraciones, una selección de ciento cincuenta Salmos que la tradición bíblica da al pueblo de los creyentes para que se convierta en su (nuestra) oración, nuestro modo de dirigirnos a Dios y de relacionarnos con Él. En este libro, encuentra expresión toda la experiencia humana con sus múltiples caras, y toda la gama de los sentimientos que acompañan la existencia del hombre. En los Salmos, se entrelazan y se expresan la alegría y el sufrimiento, el deseo de Dios y la percepción de la propia indignidad, felicidad y sentido de abandono, confianza en Dios y dolorosa soledad, plenitud de vida y miedo a morir. Toda la realidad del creyente confluye en estas oraciones, que el pueblo de Israel primero y la Iglesia después asumieron como meditación privilegiada de la relación con el único Dios y como respuesta adecuada en su revelación en la historia. En cuanto oración, los Salmos son la manifestación del espíritu y de la fe, en los que uno puede reconocerse y en los que se comunica esta experiencia de particular cercanía a Dios a la que todos los hombres están llamados. Toda la complejidad de la existencia humana se concentra en la complejidad de las distintas formas literarias de los distintos Salmos: himnos, lamentaciones, súplicas individuales y colectivas, cantos de agradecimiento, salmos penitenciales, y otros géneros que se pueden encontrar en estas composiciones poéticas.
No obstante esta multiplicidad expresiva, pueden identificarse dos grandes ámbitos que sintetizan la oración del Salterio: la súplica, ligada al lamento, y la alabanza, dos dimensiones relacionadas y casi inseparables. Porque la súplica está animada por la certeza de que Dios responderá, y esto abre a la alabanza y a la acción de gracias; y la alabanza y el agradecimiento surgen de la experiencia de una salvación recibida, que supone una necesidad de ayuda que la súplica expresa.
En la súplica, el que ora se lamenta y describe su situación de angustia, de peligro, de desolación, o bien, como en los Salmos penitenciales, confiesa la culpa, el pecado, pidiendo ser perdonado.
Le expone al Señor su necesidad con la confianza de ser escuchado, y esto implica un reconocimiento de Dios como bueno, deseoso del bien y “amante de la vida” (cfr Sabiduría 11, 26), preparado para ayudar, salvar, perdonar. Así, por ejemplo, reza el Salmista en el Salmo 31: “Yo me refugio en ti, Señor, ¡que nunca me vea defraudado! […] Sácame de la red que me han tendido, porque tú eres mi refugio” (vv. 2.5). Ya en el lamento, por tanto, puede surgir algo de la alabanza, que se preanuncia en la esperanza de la intervención divina y se hace después explícita cuando la salvación divina se convierte en realidad. De modo análogo, en los Salmos de agradecimiento y de alabanza, haciendo memoria del don recibido o contemplando la grandeza de la misericordia de Dios, se reconoce también la propia pequeñez y la necesidad de ser salvados, que es la base de la súplica. Se confiesa así a Dios, la propia condición de criatura inevitablemente marcada por la muerte, si bien portadora de un deseo radical de vida, Por esto el Salmista exclama, en elSalmo 86: “Te daré gracias, Dios mío, de todo corazón, y glorificaré tu Nombre eternamente; porque es grande el amor que me tienes, y tú me libraste del fondo del abismo” (versículos 12-13). De este modo, en la oración de los Salmos, la súplica y la alabanza se entrelazan y se funden en un único canto que celebra la gracia eterna del Señor que se inclina hacia nuestra fragilidad.
Precisamente para permitir al pueblo de los creyentes que se unan en este canto, se entregó el libro del Salterio a Israel y a la Iglesia. Los Salmos, de hecho, enseñan a rezar. En ellos, la Palabra de Dios se convierte en palabra de oración -y son las palabras del Salmista inspirado- y al mismo tiempo se convierte también en la palabra del orante que reza los Salmos. Es esta la belleza y la particularidad de este libro bíblico: las oraciones contenidas en él, a diferencia de otras oraciones que encontramos en la Sagrada Escritura, no se insertan en una trama narrativa que especifica su sentido y la función. Los Salmos se ofrecen al creyente como texto de oración, que tiene como único fin convertirse en la oración de quien lo asume y con ellos se dirige a Dios. Dado que son Palabra de Dios, quien reza los Salmos le habla a Dios con las mismas palabras que Dios nos ha dado, se dirige a Él con las palabras que Él mismo nos da. Así, rezando los Salmos se aprende a rezar. Son una escuela de oración.
Algo análogo sucede cuando el niño comienza a hablar, aprende a expresar sus propias sensaciones, emociones, necesidades con palabras que no le pertenecen de modo innato, sino que aprende de sus padres y de los que viven con él. Lo que el niño quiere expresar es su propia vivencia, pero el medio expresivo es de otros; y él, poco a poco se apropia de este medio, las palabras recibidas de sus propios padres se convierten en sus palabras y a través de las palabras aprende también un modo de pensar y de sentir, accede a un mundo de conceptos, y crece en ellos, se relaciona con la realidad, con los hombres y con Dios. La lengua de sus padres finalmente se convierte en su lengua, habla con palabras recibidas de otros que en este momento se han convertido en sus palabras. Esto mismo sucede con la oración de los Salmos. Se nos presentan para que nosotros aprendamos a dirigirnos a Dios, a comunicarnos con Él, a hablarle de nosotros con sus palabras, a encontrar un lenguaje para el encuentro con Dios. Y, a través de estas palabras, será posible también conocer y acoger los criterios de su actuación, acercarse al misterio de sus pensamientos y de sus caminos (cfr Isaías 55,8-9), y así crecer cada vez más en la fe y en el amor. Al igual que nuestras palabras no son sólo palabras, sino que nos enseñan un mundo real y conceptual, del mismo modo estas oraciones nos enseñan el corazón de Dios, por lo que no sólo podemos hablar con Dios, sino que podemos aprender quién es Dios y, al aprender cómo hablar con Él, aprendemos lo que significa ser hombre, er nosotros mismos.
Para este propósito, parece significativo el título que la tradición judía ha dado al Salterio. Este es tehillîm, un término judío que quiere decir “alabanza”, de esta raíz verbal viene la expresión “Halleluyah”, es decir, literalmente “alabad al Señor”. Este libro de oraciones, por tanto, aunque es multiforme y complejo, con sus diferentes géneros literarios y con sus articulaciones entre alabanza y súplica, es un libro de alabanza, que nos enseña a dar gracias, a celebrar la grandeza del don de Dios, a reconocer la belleza de sus obras y a glorificar su Nombre Santo. Es esta la respuesta más adecuada ante la manifestación del Señor y la experiencia de su bondad. Enseñándonos a rezar, los Salmos nos enseñan que incluso en la desolación, en el dolor, permanece la presencia de Dios, es fuente de maravilla y de consuelo, se puede llorar, suplicar, interceder, lamentarse, pero con la conciencia de que estamos caminando hacia la luz, donde la alabanza podrá ser definitiva. Como nos enseña el Salmo 36: “ En ti está la fuente de la vida, y por tu luz vemos la luz” (Sal 36,10).
Pero además de este título general del libro, la tradición hebrea ha puesto en muchos Salmos, títulos específicos, atribuyéndolos, en su mayoría, al rey David. Figura de notable profundidad humana y teológica, David es un personaje complejo, que ha atravesado las más distintas experiencias fundamentales de la vida. Joven pastor del rebaño paterno, pasando por alternantes y a veces, dramáticas experiencias, se convierte en rey de Israel, pastor del pueblo de Dios. Hombre de paz, combatió muchas guerras; incansable y tenaz buscador de Dios, traicionó el amor, y esto es característico: siempre fue un buscador de Dios, aunque pecó gravemente muchas veces; humilde penitente, acogió el perdón divino, incluso el castigo divino, y aceptó un destino marcado por el dolor. David fue un rey con todas sus debilidades, “según el corazón de Dios” (cfr 1Samuel 13,14), es decir un orante apasionado, un hombre que sabía lo que quiere decir suplicar y alabar. La relación de los Salmos con este insigne rey de Israel es, por tanto, importante, porque es una figura mesiánica, Ungido por el Señor, en el que se preanuncia en cierto sentido el misterio de Cristo.
Igualmente importantes y significativos son el modo y la frecuencia con la que las palabras de los Salmos son retomadas en el Nuevo Testamento, asumiendo y destacando el valor profético sugerido por la relación del Salterio con la figura mesiánica de David. En el Señor Jesús, que en su vida terrena rezó con los Salmos, encuentran su definitivo cumplimiento y revelan su sentido más profundo y pleno. Las oraciones del Salterio, con las que se habla a Dios, nos hablan de Él, nos hablan del Hijo, imagen del Dios invisible (Colosenses 1,15), que nos revela completamente el Rostro del Padre. El cristiano, por tanto, rezando los Salmos, reza al Padre en Cristo y con Cristo, asumiendo estos cantos en una perspectiva nueva, que tiene en el misterio pascual su última clave interpretativa. El horizonte del orante se abre así a realidades inesperadas, todo Salmo tiene una luz nueva en Cristo y el Salterio puede brillar en toda su infinita riqueza.
Hermanos y hermanos queridísimos, tomemos, por tanto, con la mano este libro santo, dejémonos enseñar por Dios para dirigirnos a Él, hagamos del Salterio una guía que nos ayude y nos acompañe cotidianamente en el camino de la oración. Y pidamos también nosotros, como discípulos de Jesús, “Señor, enséñanos a orar” (Lucas 11,1), abriendo el corazón y acogiendo la oración del Maestro, en el que todas las oraciones llegan a su plenitud. Así, siendo hijos en el Hijo, podremos hablar a Dios, llamándolo “Padre Nuestro”. Gracias.
[Al final de la audiencia, Benedicto XVI saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Colombia, Venezuela y otros países latinoamericanos. Os invito a que aprendáis de los Salmos a hablar con Dios y, repitiendo la súplica de los apóstoles, Señor, enséñanos a orar, abráis el corazón para acoger la plegaria del Maestro, en la que toda oración llega a su culmen. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
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Benedicto XVI: “Invito a garantizar acogida a los refugiados” Angelus 19 de junio 2011
Queridos hermanos y hermanas, mientras nos preparamos para concluir esta celebración, la hora del mediodía nos invita a dirigirnos en oración a la Virgen María. También en esta tierra, nuestra Madre Santísima es venerada en diversos Santuarios, antiguos y modernos. A ella le confío a todos vosotros y a toda la población de San Marino y Montefeltrina, de manera particular a las personas que sufren en el cuerpo y en el espíritu. Un pensamiento de especial reconocimiento dirijo en este momento a todos los que han cooperado en la preparación y organización de esta visita mía. ¡Gracias de corazón!
Estoy contento de recordar que este día en Dax, en Francia, es proclamada Beata Sor Margarita Rutan, Hija de la Caridad. En la segunda mitad del siglo XVIII, ella trabajó con gran compromiso en el Hospital de Dax, en las trágicas persecuciones que siguieron a la Revolución, fue condenada a muerte por su fe católica y la fidelidad a la Iglesia.
[En francés, dijo:]
Participo espiritualmente en la alegría de las Hijas de la Caridad y de todos los fieles que, en Dax, participan en la Beatificación de Sor Margarita Rutan, testimonio luminoso del amor de Cristo a los pobres.
[Continuando en italiano, dijo:]
Finalmente, deseo recordar que mañana se celebra la Jornada Mundial del Refugiado. En esta circunstancia, este año se celebra el sexagésimo aniversario de la adopción de la Convención internacional que tutela a cuantos son perseguidos y obligados a huir de sus propios países. Invito por tanto a las autoridades civiles y a toda persona de buena voluntad a garantizar acogida y dignas condiciones de vida a los refugiados, en espera de que puedan volver a la patria libremente y con seguridad.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
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Estoy contento de recordar que este día en Dax, en Francia, es proclamada Beata Sor Margarita Rutan, Hija de la Caridad. En la segunda mitad del siglo XVIII, ella trabajó con gran compromiso en el Hospital de Dax, en las trágicas persecuciones que siguieron a la Revolución, fue condenada a muerte por su fe católica y la fidelidad a la Iglesia.
[En francés, dijo:]
Participo espiritualmente en la alegría de las Hijas de la Caridad y de todos los fieles que, en Dax, participan en la Beatificación de Sor Margarita Rutan, testimonio luminoso del amor de Cristo a los pobres.
[Continuando en italiano, dijo:]
Finalmente, deseo recordar que mañana se celebra la Jornada Mundial del Refugiado. En esta circunstancia, este año se celebra el sexagésimo aniversario de la adopción de la Convención internacional que tutela a cuantos son perseguidos y obligados a huir de sus propios países. Invito por tanto a las autoridades civiles y a toda persona de buena voluntad a garantizar acogida y dignas condiciones de vida a los refugiados, en espera de que puedan volver a la patria libremente y con seguridad.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
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Benedicto XVI: El Espíritu, vínculo de la paz Regina 12 junio 2011
Queridos hermanos y hermanas,
La solemnidad de Pentecostés, que hoy celebramos, concluye el tiempo litúrgico de Pascua. En efecto, el Misterio pascual – la pasión, muerte y resurrección de Cristo y su ascensión al Cielo – encuentra su cumplimiento en la potente efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos junto con María, la Madre del Señor, y los demás discípulo. Fue el “bautismo” de la Iglesia, bautismo en el Espíritu Santo (cfr Hch 1,5). Como narran los Hechos de los Apóstoles, en la mañana de la fiesta de Pentecostés, un fragor como de viento embistió el Cenáculo y sobre cada uno de los discípulos descendieron lenguas como de fuego (cfr Hch 2,2-3). San Gregorio Magno comenta: “Hoy el Espíritu Santo ha descendido con sonido repentino sobre los discípulos y ha cambiado las mentes de seres carnales dentro de su amor, y mientras aparecían en el exterior lenguas de fuego, en el interior los corazones se hicieron llameantes, pues, acogiendo a Dios en la visión del fuego, ardieron suavemente de amor” (Hom.en Evang. XXX, 1: CCL 141, 256). La voz de Dios diviniza el lenguaje humano de los Apóstoles, los cuales se volvieron capaces de proclamar de modo "polifónico" al único Verbo divino. El soplo del Espíritu Santo llena el universo, genera la fe, arrastra a la verdad, predispone a la unidad entre los pueblos. “A este ruido la muchedumbre se acercó y se quedó turbada, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua” de las “maravillas de Dios” (Hch 2,6.11).
El beato Antonio Rosmini explica que “en el día del Pentecostés de los cristianos Dios promulgó … su ley de caridad, escribiéndola por medio del Espíritu Santo no sobre tablas de piedra, sio en el corazón de los Apóstoles, comunicándola después a toda la Iglesia” (Catechismo disposto secondo l’ordine delle idee…n. 737, Turín 1863). El Espíritu Santo, "que es el Señor de la vida” – como recitamos en el Credo –, está unido al Padre por medio del Hijo y completa la revelación de la Santísima Trinidad. Proviene de Dios como aliento de su boca y tiene el poder de santificar, abolir las divisiones, disolver la confusión debida al pecado. Él incorpóreo e inmaterial, otorga los bienes divinos, sostiene a los seres vivientes, para que actúen en conformidad con el bien. Como Luz inteligible da significado a la oración, da vigor a la misión evangelizadora, hace arder los corazones de quien escucha el alegre mensaje, inspira el arte cristiano y la melodía litúrgica.
Queridos amigos, el Espíritu Santo, que crea en nosotros la fe en el momento de nuestro Bautismo, nos permite vivir como hijos de Dios, conscientes y consecuentes, según la imagen del Hijo Unigénito. También el poder de perdonar los pecados es don del Espíritu Santo; de hecho, apareciéndose a los Apóstoles la tarde de Pascua, Jesús sopló su aliento sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis lospecados, les serán perdonados”(Jn 20,23). A la Virgen María, templo del Espíritu Santo, confiamos la Iglesia, para que viva siempre de Jesucristo, de su Palabra, de sus mandamientos, y bajo la acción perenne del Espíritu Paráclito anuncie a todos que “¡Jesús es el Señor!” (1 Cor 12,3).
[Después del Regina Caeli dijo]
Queridos hermanos y hermanas, estoy contento de recordar que mañana en Dresde, en Alemania, será proclamado Beato Alois Andritzki, sacerdote y mártir, asesinado por los nacional-socialistas en 1943, a la edad de 28 años. Alabemos al Señor por este heroico testigo de la fe, que se añade a las filas de cuantos dieron la vida en el nombre de Cristo en los campos de concentración. Quisiera confiar a la intercesión de ellos, hoy que es Pentecostés, la causa de la paz en el mundo. Que el Espíritu Santo inspire valientes propósitos de paz y mantenga el compromiso de llevarlos adelante, para que el diálogo prevalezca sobre las armas y el respeto de la dignidad del hombre supere los intereses de parte. Que el Espíritu, que es vínculo de comunión, vuelva a encaminar los corazones desviados por el egoísmo y ayude a toda la familia humana a redescubrir y custodiar con vigilancia su unidad fundamental.
Pasado mañana, 14 de junio, se celebra la Jornada Mundial de los Donantes de Sangre, millones de personas que contribuyen, de modo silencioso, a ayudar a los hermanos en dificultad. Dirijo a todos los donantes un cordial saludo e invito a los jóvenes a seguir su ejemplo.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los fieles de la parroquia de Moral de Calatrava y al grupo de Oficiales de la Escuela Militar de Colombia. Celebramos hoy, cincuenta días después de la Pascua, la solemnidad de Pentecostés, en la que la liturgia revive el inicio de la misión apostólica a todos los pueblos. Invito a todos a perseverar junto con María, Madre de la Iglesia, en ferviente oración y a poner al servicio de toda la humanidad los diversos dones y carismas que el Espíritu Santo nos ha concedido, para continuar así anunciando la buena nueva de la resurrección de Cristo. Muchas gracias y feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
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La solemnidad de Pentecostés, que hoy celebramos, concluye el tiempo litúrgico de Pascua. En efecto, el Misterio pascual – la pasión, muerte y resurrección de Cristo y su ascensión al Cielo – encuentra su cumplimiento en la potente efusión del Espíritu Santo sobre los Apóstoles reunidos junto con María, la Madre del Señor, y los demás discípulo. Fue el “bautismo” de la Iglesia, bautismo en el Espíritu Santo (cfr Hch 1,5). Como narran los Hechos de los Apóstoles, en la mañana de la fiesta de Pentecostés, un fragor como de viento embistió el Cenáculo y sobre cada uno de los discípulos descendieron lenguas como de fuego (cfr Hch 2,2-3). San Gregorio Magno comenta: “Hoy el Espíritu Santo ha descendido con sonido repentino sobre los discípulos y ha cambiado las mentes de seres carnales dentro de su amor, y mientras aparecían en el exterior lenguas de fuego, en el interior los corazones se hicieron llameantes, pues, acogiendo a Dios en la visión del fuego, ardieron suavemente de amor” (Hom.en Evang. XXX, 1: CCL 141, 256). La voz de Dios diviniza el lenguaje humano de los Apóstoles, los cuales se volvieron capaces de proclamar de modo "polifónico" al único Verbo divino. El soplo del Espíritu Santo llena el universo, genera la fe, arrastra a la verdad, predispone a la unidad entre los pueblos. “A este ruido la muchedumbre se acercó y se quedó turbada, porque cada uno les oía hablar en su propia lengua” de las “maravillas de Dios” (Hch 2,6.11).
El beato Antonio Rosmini explica que “en el día del Pentecostés de los cristianos Dios promulgó … su ley de caridad, escribiéndola por medio del Espíritu Santo no sobre tablas de piedra, sio en el corazón de los Apóstoles, comunicándola después a toda la Iglesia” (Catechismo disposto secondo l’ordine delle idee…n. 737, Turín 1863). El Espíritu Santo, "que es el Señor de la vida” – como recitamos en el Credo –, está unido al Padre por medio del Hijo y completa la revelación de la Santísima Trinidad. Proviene de Dios como aliento de su boca y tiene el poder de santificar, abolir las divisiones, disolver la confusión debida al pecado. Él incorpóreo e inmaterial, otorga los bienes divinos, sostiene a los seres vivientes, para que actúen en conformidad con el bien. Como Luz inteligible da significado a la oración, da vigor a la misión evangelizadora, hace arder los corazones de quien escucha el alegre mensaje, inspira el arte cristiano y la melodía litúrgica.
Queridos amigos, el Espíritu Santo, que crea en nosotros la fe en el momento de nuestro Bautismo, nos permite vivir como hijos de Dios, conscientes y consecuentes, según la imagen del Hijo Unigénito. También el poder de perdonar los pecados es don del Espíritu Santo; de hecho, apareciéndose a los Apóstoles la tarde de Pascua, Jesús sopló su aliento sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis lospecados, les serán perdonados”(Jn 20,23). A la Virgen María, templo del Espíritu Santo, confiamos la Iglesia, para que viva siempre de Jesucristo, de su Palabra, de sus mandamientos, y bajo la acción perenne del Espíritu Paráclito anuncie a todos que “¡Jesús es el Señor!” (1 Cor 12,3).
[Después del Regina Caeli dijo]
Queridos hermanos y hermanas, estoy contento de recordar que mañana en Dresde, en Alemania, será proclamado Beato Alois Andritzki, sacerdote y mártir, asesinado por los nacional-socialistas en 1943, a la edad de 28 años. Alabemos al Señor por este heroico testigo de la fe, que se añade a las filas de cuantos dieron la vida en el nombre de Cristo en los campos de concentración. Quisiera confiar a la intercesión de ellos, hoy que es Pentecostés, la causa de la paz en el mundo. Que el Espíritu Santo inspire valientes propósitos de paz y mantenga el compromiso de llevarlos adelante, para que el diálogo prevalezca sobre las armas y el respeto de la dignidad del hombre supere los intereses de parte. Que el Espíritu, que es vínculo de comunión, vuelva a encaminar los corazones desviados por el egoísmo y ayude a toda la familia humana a redescubrir y custodiar con vigilancia su unidad fundamental.
Pasado mañana, 14 de junio, se celebra la Jornada Mundial de los Donantes de Sangre, millones de personas que contribuyen, de modo silencioso, a ayudar a los hermanos en dificultad. Dirijo a todos los donantes un cordial saludo e invito a los jóvenes a seguir su ejemplo.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los fieles de la parroquia de Moral de Calatrava y al grupo de Oficiales de la Escuela Militar de Colombia. Celebramos hoy, cincuenta días después de la Pascua, la solemnidad de Pentecostés, en la que la liturgia revive el inicio de la misión apostólica a todos los pueblos. Invito a todos a perseverar junto con María, Madre de la Iglesia, en ferviente oración y a poner al servicio de toda la humanidad los diversos dones y carismas que el Espíritu Santo nos ha concedido, para continuar así anunciando la buena nueva de la resurrección de Cristo. Muchas gracias y feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
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Benedicto XVI: Juntos en Cristo Audiencia 8 de junio 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy quisiera hablaros de la Visita pastoral a Croacia que realicé el sábado y domingo pasado. Un viaje apostólico breve, que se ha desarrollado enteramente en la capital Zagreb, pero a la vez rico en encuentros y sobre todo de un intenso espíritu de fe, ya que los croatas son un pueblo profundamente católico. Renuevo mi más vivo agradecimiento al cardenal Bozanić, arzobispo de Zagreb, a monseñor Srakić, presidente de la Conferencia Episcopal, y al resto de obispos de Croacia, como también al presidente de la República, por la calurosa acogida que me han brindado. Mi reconocimiento va a todas las Autoridades civiles y a todos los que han colaborado de distintas formas en tal evento, especialmente a las personas que han ofrecido por esta intención, oraciones y sacrificios.
“Juntos en Cristo”, este ha sido el lema de mi visita. Que expresa antes que nada, la experiencia de reencontrarse todos unidos en el nombre de Cristo, la experiencia de ser Iglesia, manifestada en la reunión del Pueblo de Dios alrededor del Sucesor de Pedro. Pero “Juntos en Cristo”, tenía, en este caso, una referencia concreta a la familia: de hecho, el motivo principal de mi Visita era la 1ª Jornada Nacional de las familias católicas croatas, culminada con la Concelebración eucarística del domingo por la mañana, que ha visto la participación, en la zona del Hipódromo de Zagreb, de una gran multitud de fieles. Ha sido muy importante para mí, confirmar en la fe sobre todo a las familias, que el Concilio Vaticano II llamó “iglesias domésticas” (cfr Lumen gentium, 11). El beato Juan Pablo II, que visitó tres veces Croacia, dio una gran importancia al papel de la familia en la Iglesia; así, con este viaje, he querido dar continuidad a este aspecto de su Magisterio. En la Europa de hoy, las naciones de sólida tradición cristiana tienen una especial responsabilidad en la defensa y promoción del valor de la familia fundada sobre el matrimonio, que es, por tanto, decisiva, ya en el ámbito educativo que en el social. Este mensaje tenía una particular relevancia para Croacia, que, rica en patrimonio espiritual, ético y cultural, se prepara para entrar en la Unión Europea.
La Santa Misa se celebró en el peculiar clima espiritual de la novena de Pentecostés. Como en un gran “cenáculo” a cielo abierto, las familias croatas se reunieron en oración, invocando juntos el don del Espíritu Santo. Esto me dio el modo de destacar el don y el compromiso de la comunión en la Iglesia, como también la oportunidad de animar a los cónyuges en su misión. En nuestros días, mientras por desgracia se constata la multiplicación de las separaciones y de los divorcios, la fidelidad de los cónyuges se ha convertido en sí misma un testimonio significativo del amor de Cristo, que permite vivir el matrimonio para lo que es, es decir, la unión de un hombre y de una mujer que, con la gracia de Cristo, se aman, y se ayudan durante toda la vida, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad. La primera educación a la fe consiste exactamente en el testimonio de esta fidelidad al pacto conyugal; de ella los hijos aprenden sin palabras que Dios es amor fiel, paciente, respetuoso y generoso. La fe en el Dios que es Amor se transmite antes que nada con el testimonio de una fidelidad al amor conyugal, que se traduce naturalmente en amor por los hijos, fruto de esta unión. Pero esta fidelidad no es posible sin la gracia de Dios, sin el apoyo de la fe y del Espíritu Santo. Este es el motivo por el cual la Virgen María no deja de interceder ante su Hijo, para que -como en las bodas de Caná- renueve continuamente a los cónyuges el don del “vino bueno”, es decir de su Gracia, que permite vivir en “una sola carne” en las distintas edades y situaciones de la vida.
En este contexto de gran atención a la familia, se colocó muy bien la Vigilia con los jóvenes, realizada la noche del sábado en la plaza Jelačić, corazón de la ciudad de Zagreb. Allí me pude encontrar con la nueva generación croata, y percibí toda la fuerza de su fe joven, animada por un gran empuje hacia la vida y su significado, hacia el bien, la libertad, se puede decir que hacia Dios. ¡Fue muy bello y conmovedor escuchar a estos jóvenes cantar con alegría y entusiasmo, y después en el momento de escuchar y de rezar, recogerse en profundo silencio! A ellos les repetí la pregunta que Jesús hizo a sus primeros discípulos: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,38), pero les he dicho que Dios los busca a ellos antes y con más ahínco con el que ellos le buscan a Él. Y esta es la alegría de la fe: descubrir que ¡Dios nos ama antes! ¡Es un descubrimiento que nos mantiene siempre discípulos, y siempre jóvenes en el espíritu! Este misterio, durante la Vigilia, que se vivió en la oración de adoración eucarística: en el silencio, en nuestro estar “juntos en Cristo”, encontró su plenitud. Así mi invitación a seguir a Jesús fue un eco de la Palabra que Él mismo dirigió al corazón de los jóvenes.
Otro momento que podemos definir de “cenáculo” fue la celebración de Vísperas en la catedral, con los obispos, los sacerdotes, los religiosos y los jóvenes que se están formando en los Seminarios y en los Noviciados. También aquí, hemos experimentado nuestro ser “familia” como comunidad eclesial. En la catedral de Zagreb se encuentra la monumental tumba del beato cardenal Alojzije Stepinac, obispo y mártir. Él, en nombre de Cristo, se opuso primero a los abusos del nazismo y del fascismo y, después, al del régimen comunista. Fue aprisionado y recluido en su pueblo natal. Nombrado cardenal por el Papa Pío XII, murió en 1960 a causa de una enfermedad contraída en la cárcel. A la luz de su testimonio, animé a los obispos y presbíteros en su ministerio, exhortándoles a la comunión y a la misión apostólica; replanteé a los consagrados la belleza y la radicalidad de su forma de vida; invité a los seminaristas, novicios y novicias, a seguir con alegría a Cristo que les ha llamado por su nombre. Este momento de oración, enriquecido con la presencia de tantos hermanos y hermanas que han dedicado sus vidas al Señor, fue para mí de gran consuelo, y rezo porque las familias croatas sean siempre tierra fértil para el nacimiento de numerosas y santas vocaciones al servicio del Reino de Dios.
Muy significativo fue también, el encuentro con exponentes de la sociedad civil, del mundo político, académico, cultural y empresarial, con el Cuerpo Diplomático y con los líderes religiosos, reunidos en el Teatro Nacional de Zagreb. En ese contexto, tuve la gran alegría de rendir homenaje a la gran tradición cultural croata, inseparable de su historia de fe y de la presencia viva de la Iglesia, promotora, a lo largo delos siglos, de múltiples instituciones y sobre todo formadora de ilustres investigadores de la verdad y del bien común. Entre estos, recordé sobre todo al padre jesuita Ruđer Bošković, gran científico de quien este año se cumple el tercer centenario de su nacimiento. Otra vez más aparece como algo evidente para todos nosotros, la más profunda vocación de Europa, que es la de custodiar y renovar un humanismo que tiene raíces cristianas y que se puede definir como “católico”, es decir universal e integral. Un humanismo que pone en el centro la conciencia del hombre, su apertura trascendente y al mismo tiempo, su realidad histórica, capaz de inspirar proyectos políticos diversificados pero que convergen en la construcción de una democracia sustancial, fundada sobre los valores éticos radicados en la misma naturaleza humana. Mirar a Europa desde el punto de vista de una nación de antigua y sólida tradición cristiana, que es parte integrante de la civilización europea, mientras se prepara para entrar en la Unión política, ha hecho sentir nuevamente la urgencia del reto que interpela hoy a todos los pueblos de este continente: la de no tener miedo de Dios, del Dios de Jesucristo, que es Amor y Verdad, y que no le quita nada a la libertad, sino que la restituye a sí misma y le da el horizonte de una esperanza fiable.
Queridos amigos, cada vez que el Sucesor de Pedro realiza un viaje apostólico, todo el cuerpo eclesial participa, de algún modo, del dinamismo de comunión y de misión propio de su ministerio. Agradezco a todos los que me han acompañado y apoyado con la oración, obteniendo que mi visita pastoral se desarrollase óptimamente. Ahora mientras damos gracias al Señor por este gran don, le pedimos, por intercesión de la Virgen María, Reina de los Croatas, que todo lo que hay podido sembrar, dé fruto abundante, por las familias croatas, por toda la nación y por toda Europa.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos de España, Puerto Rico, Costa Rica, México, Perú, Argentina y otros países Latinoamericanos. Os invito a dar gracias al Señor por esta visita apostólica a Croacia, y a rogar, por intercesión de Santa María Virgen, que cuanto he podido sembrar en estos días genere frutos abundantes para las familias croatas, para esa noble Nación y para toda Europa. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Hoy quisiera hablaros de la Visita pastoral a Croacia que realicé el sábado y domingo pasado. Un viaje apostólico breve, que se ha desarrollado enteramente en la capital Zagreb, pero a la vez rico en encuentros y sobre todo de un intenso espíritu de fe, ya que los croatas son un pueblo profundamente católico. Renuevo mi más vivo agradecimiento al cardenal Bozanić, arzobispo de Zagreb, a monseñor Srakić, presidente de la Conferencia Episcopal, y al resto de obispos de Croacia, como también al presidente de la República, por la calurosa acogida que me han brindado. Mi reconocimiento va a todas las Autoridades civiles y a todos los que han colaborado de distintas formas en tal evento, especialmente a las personas que han ofrecido por esta intención, oraciones y sacrificios.
“Juntos en Cristo”, este ha sido el lema de mi visita. Que expresa antes que nada, la experiencia de reencontrarse todos unidos en el nombre de Cristo, la experiencia de ser Iglesia, manifestada en la reunión del Pueblo de Dios alrededor del Sucesor de Pedro. Pero “Juntos en Cristo”, tenía, en este caso, una referencia concreta a la familia: de hecho, el motivo principal de mi Visita era la 1ª Jornada Nacional de las familias católicas croatas, culminada con la Concelebración eucarística del domingo por la mañana, que ha visto la participación, en la zona del Hipódromo de Zagreb, de una gran multitud de fieles. Ha sido muy importante para mí, confirmar en la fe sobre todo a las familias, que el Concilio Vaticano II llamó “iglesias domésticas” (cfr Lumen gentium, 11). El beato Juan Pablo II, que visitó tres veces Croacia, dio una gran importancia al papel de la familia en la Iglesia; así, con este viaje, he querido dar continuidad a este aspecto de su Magisterio. En la Europa de hoy, las naciones de sólida tradición cristiana tienen una especial responsabilidad en la defensa y promoción del valor de la familia fundada sobre el matrimonio, que es, por tanto, decisiva, ya en el ámbito educativo que en el social. Este mensaje tenía una particular relevancia para Croacia, que, rica en patrimonio espiritual, ético y cultural, se prepara para entrar en la Unión Europea.
La Santa Misa se celebró en el peculiar clima espiritual de la novena de Pentecostés. Como en un gran “cenáculo” a cielo abierto, las familias croatas se reunieron en oración, invocando juntos el don del Espíritu Santo. Esto me dio el modo de destacar el don y el compromiso de la comunión en la Iglesia, como también la oportunidad de animar a los cónyuges en su misión. En nuestros días, mientras por desgracia se constata la multiplicación de las separaciones y de los divorcios, la fidelidad de los cónyuges se ha convertido en sí misma un testimonio significativo del amor de Cristo, que permite vivir el matrimonio para lo que es, es decir, la unión de un hombre y de una mujer que, con la gracia de Cristo, se aman, y se ayudan durante toda la vida, en la alegría y en el dolor, en la salud y en la enfermedad. La primera educación a la fe consiste exactamente en el testimonio de esta fidelidad al pacto conyugal; de ella los hijos aprenden sin palabras que Dios es amor fiel, paciente, respetuoso y generoso. La fe en el Dios que es Amor se transmite antes que nada con el testimonio de una fidelidad al amor conyugal, que se traduce naturalmente en amor por los hijos, fruto de esta unión. Pero esta fidelidad no es posible sin la gracia de Dios, sin el apoyo de la fe y del Espíritu Santo. Este es el motivo por el cual la Virgen María no deja de interceder ante su Hijo, para que -como en las bodas de Caná- renueve continuamente a los cónyuges el don del “vino bueno”, es decir de su Gracia, que permite vivir en “una sola carne” en las distintas edades y situaciones de la vida.
En este contexto de gran atención a la familia, se colocó muy bien la Vigilia con los jóvenes, realizada la noche del sábado en la plaza Jelačić, corazón de la ciudad de Zagreb. Allí me pude encontrar con la nueva generación croata, y percibí toda la fuerza de su fe joven, animada por un gran empuje hacia la vida y su significado, hacia el bien, la libertad, se puede decir que hacia Dios. ¡Fue muy bello y conmovedor escuchar a estos jóvenes cantar con alegría y entusiasmo, y después en el momento de escuchar y de rezar, recogerse en profundo silencio! A ellos les repetí la pregunta que Jesús hizo a sus primeros discípulos: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,38), pero les he dicho que Dios los busca a ellos antes y con más ahínco con el que ellos le buscan a Él. Y esta es la alegría de la fe: descubrir que ¡Dios nos ama antes! ¡Es un descubrimiento que nos mantiene siempre discípulos, y siempre jóvenes en el espíritu! Este misterio, durante la Vigilia, que se vivió en la oración de adoración eucarística: en el silencio, en nuestro estar “juntos en Cristo”, encontró su plenitud. Así mi invitación a seguir a Jesús fue un eco de la Palabra que Él mismo dirigió al corazón de los jóvenes.
Otro momento que podemos definir de “cenáculo” fue la celebración de Vísperas en la catedral, con los obispos, los sacerdotes, los religiosos y los jóvenes que se están formando en los Seminarios y en los Noviciados. También aquí, hemos experimentado nuestro ser “familia” como comunidad eclesial. En la catedral de Zagreb se encuentra la monumental tumba del beato cardenal Alojzije Stepinac, obispo y mártir. Él, en nombre de Cristo, se opuso primero a los abusos del nazismo y del fascismo y, después, al del régimen comunista. Fue aprisionado y recluido en su pueblo natal. Nombrado cardenal por el Papa Pío XII, murió en 1960 a causa de una enfermedad contraída en la cárcel. A la luz de su testimonio, animé a los obispos y presbíteros en su ministerio, exhortándoles a la comunión y a la misión apostólica; replanteé a los consagrados la belleza y la radicalidad de su forma de vida; invité a los seminaristas, novicios y novicias, a seguir con alegría a Cristo que les ha llamado por su nombre. Este momento de oración, enriquecido con la presencia de tantos hermanos y hermanas que han dedicado sus vidas al Señor, fue para mí de gran consuelo, y rezo porque las familias croatas sean siempre tierra fértil para el nacimiento de numerosas y santas vocaciones al servicio del Reino de Dios.
Muy significativo fue también, el encuentro con exponentes de la sociedad civil, del mundo político, académico, cultural y empresarial, con el Cuerpo Diplomático y con los líderes religiosos, reunidos en el Teatro Nacional de Zagreb. En ese contexto, tuve la gran alegría de rendir homenaje a la gran tradición cultural croata, inseparable de su historia de fe y de la presencia viva de la Iglesia, promotora, a lo largo delos siglos, de múltiples instituciones y sobre todo formadora de ilustres investigadores de la verdad y del bien común. Entre estos, recordé sobre todo al padre jesuita Ruđer Bošković, gran científico de quien este año se cumple el tercer centenario de su nacimiento. Otra vez más aparece como algo evidente para todos nosotros, la más profunda vocación de Europa, que es la de custodiar y renovar un humanismo que tiene raíces cristianas y que se puede definir como “católico”, es decir universal e integral. Un humanismo que pone en el centro la conciencia del hombre, su apertura trascendente y al mismo tiempo, su realidad histórica, capaz de inspirar proyectos políticos diversificados pero que convergen en la construcción de una democracia sustancial, fundada sobre los valores éticos radicados en la misma naturaleza humana. Mirar a Europa desde el punto de vista de una nación de antigua y sólida tradición cristiana, que es parte integrante de la civilización europea, mientras se prepara para entrar en la Unión política, ha hecho sentir nuevamente la urgencia del reto que interpela hoy a todos los pueblos de este continente: la de no tener miedo de Dios, del Dios de Jesucristo, que es Amor y Verdad, y que no le quita nada a la libertad, sino que la restituye a sí misma y le da el horizonte de una esperanza fiable.
Queridos amigos, cada vez que el Sucesor de Pedro realiza un viaje apostólico, todo el cuerpo eclesial participa, de algún modo, del dinamismo de comunión y de misión propio de su ministerio. Agradezco a todos los que me han acompañado y apoyado con la oración, obteniendo que mi visita pastoral se desarrollase óptimamente. Ahora mientras damos gracias al Señor por este gran don, le pedimos, por intercesión de la Virgen María, Reina de los Croatas, que todo lo que hay podido sembrar, dé fruto abundante, por las familias croatas, por toda la nación y por toda Europa.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos de España, Puerto Rico, Costa Rica, México, Perú, Argentina y otros países Latinoamericanos. Os invito a dar gracias al Señor por esta visita apostólica a Croacia, y a rogar, por intercesión de Santa María Virgen, que cuanto he podido sembrar en estos días genere frutos abundantes para las familias croatas, para esa noble Nación y para toda Europa. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI a Croacia: Estoy aquí hoy para confirmaros en la fe Regina 5 de junio 2011
Queridos Hermanos:
Antes de concluir esta solemne celebración, deseo daros las gracias por vuestra intensa y devota participación, con la que habéis querido también expresar vuestro amor por la familia y vuestro compromiso por favorecerla – como ha recordado hace un momento Mons. upan, al que también doy las gracias de corazón.
Estoy aquí hoy para confirmaros en la fe; éste es el don que os traigo: la fe de Pedro, la fe de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, vosotros me dais a mí esta misma fe, enriquecida por vuestra experiencia, por vuestras alegrías y por vuestros sufrimientos. En particular, vosotros me dais vuestra fe vivida en familia, para que yo la conserve en el patrimonio de toda la Iglesia.
Yo sé que vosotros encontráis gran fuerza en María, Madre de Cristo y Madre nuestra. Por eso, en este momento, nos dirigimos a ella, espiritualmente orientados hacia su Santuario de Marija Bistrica, y le confiamos todas las familias croatas: los padres, los hijos, los abuelos; el camino de los esposos, el compromiso educativo, el trabajo profesional y en el hogar. E invocamos su intercesión para que las administraciones públicas sostengan siempre la familia, célula del organismo social.
Queridos hermanos y hermanas, precisamente el próximo año, celebraremos el VII Encuentro Mundial de las Familias, en Milán. Confiemos a María la preparación de este importante evento eclesial.
[En español:]
En este momento, nos unimos en la oración también con todos aquellos que, en la Catedral de Burgo de Osma, en España, celebran la beatificación de Juan de Palafox y Mendoza, luminosa figura de obispo del siglo XVII en México y España; fue un hombre de vasta cultura y profunda espiritualidad, gran reformador, Pastor incansable y defensor de los indios. El Señor conceda numerosos y santos pastores a su Iglesia como el beato Juan.
[En esloveno:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua eslovena. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En serbio:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua serbia. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En macedonio:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua macedonia. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En húngaro:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua húngara. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En albanés:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua albanesa. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En alemán:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua alemana. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En croata:]
Queridas familias, no temáis. El Señor ama la familia y está con vosotros.
[Traducción del original croata e italiano distribuida por la Santa Sede
©Libreria Editrice Vaticana]
Antes de concluir esta solemne celebración, deseo daros las gracias por vuestra intensa y devota participación, con la que habéis querido también expresar vuestro amor por la familia y vuestro compromiso por favorecerla – como ha recordado hace un momento Mons. upan, al que también doy las gracias de corazón.
Estoy aquí hoy para confirmaros en la fe; éste es el don que os traigo: la fe de Pedro, la fe de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, vosotros me dais a mí esta misma fe, enriquecida por vuestra experiencia, por vuestras alegrías y por vuestros sufrimientos. En particular, vosotros me dais vuestra fe vivida en familia, para que yo la conserve en el patrimonio de toda la Iglesia.
Yo sé que vosotros encontráis gran fuerza en María, Madre de Cristo y Madre nuestra. Por eso, en este momento, nos dirigimos a ella, espiritualmente orientados hacia su Santuario de Marija Bistrica, y le confiamos todas las familias croatas: los padres, los hijos, los abuelos; el camino de los esposos, el compromiso educativo, el trabajo profesional y en el hogar. E invocamos su intercesión para que las administraciones públicas sostengan siempre la familia, célula del organismo social.
Queridos hermanos y hermanas, precisamente el próximo año, celebraremos el VII Encuentro Mundial de las Familias, en Milán. Confiemos a María la preparación de este importante evento eclesial.
[En español:]
En este momento, nos unimos en la oración también con todos aquellos que, en la Catedral de Burgo de Osma, en España, celebran la beatificación de Juan de Palafox y Mendoza, luminosa figura de obispo del siglo XVII en México y España; fue un hombre de vasta cultura y profunda espiritualidad, gran reformador, Pastor incansable y defensor de los indios. El Señor conceda numerosos y santos pastores a su Iglesia como el beato Juan.
[En esloveno:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua eslovena. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En serbio:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua serbia. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En macedonio:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua macedonia. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En húngaro:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua húngara. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En albanés:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua albanesa. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En alemán:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua alemana. Os agradezco vuestra presencia. El Señor os bendiga.
[En croata:]
Queridas familias, no temáis. El Señor ama la familia y está con vosotros.
[Traducción del original croata e italiano distribuida por la Santa Sede
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: el perdón es renovación y transformación Audiencia del miercoles 1 junio 2011
Queridos hermanos y hermanas,
leyendo el Antiguo Testamento, una figura destaca entre otras: la de Moisés, como hombre de oración. Moisés, el gran profeta y guía en el tiempo del Éxodo, ejerció su función de mediador entre Dios e Israel, haciéndose portador, hacia el pueblo, de las palabras y mandatos divinos, conduciéndolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios, durante la larga estancia en el desierto, pero también, sobre todo, rezando. Reza por el Faraón cuando Dios, con las plagas, intentaba convertir el corazón de los egipcios (cfr Ex 8–10); pide al Señor la curación de la hermana María, enferma de lepra (cfr Nm 12,9-13), intercede por el pueblo que se había rebelado, aterrorizado por el informe de los exploradores (cfr Nm 14,1-19), reza cuando el fuego estaba devorando el campamento (cfr Nm 11,1-2) y cuando serpientes venenosas estaban haciendo una masacre (cfr Nm 21,4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando el peso de su misión se hizo demasiado pesado (cfr Nm 11,10-15); ve a Dios y habla con Él “cara a cara, como uno habla con su amigo” (cfr Ex 24,9-17; 33,7-23; 34,1-10.28-35).
También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón hacer un novillo de oro, Moisés reza, explicando de modo emblemático su propia función de intercesor. El episodio está narrado en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene un relato paralelo en el Deuteronomio en el capítulo 9. Es en este episodio donde quisiera detenerme en la catequesis de hoy, en particular en la oración de Moisés que encontramos en la narración del Éxodo. El pueblo se encontraba a los pies del Monte Sinaí, mientras Moisés, en la cima del monte, esperaba el don de las Tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (cfr Ex 24,18; Dt 9,9). El número cuarenta tiene un valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, es Él el que la sostiene. El hecho de comer, de hecho, implica la asunción del alimento que nos sostiene; por esto ayunar, renunciando a la comida, adquiere, en este caso, un significado religioso: es un modo de indicar que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor (cfr Dt 8,3). Ayunando, Moisés, indica que espera el don de la Ley divina como fuente de vida: esta desvela la voluntad de Dios y nutre el corazón del hombre, haciéndole entrar en una Alianza con el Altísimo, que es fuente de vida, es la vida misma.
Pero, mientras el Señor, sobre el monte, da a Moisés la Ley, a los pies del mismo el pueblo la desobedece. Incapaces de resistir en la espera y la ausencia del mediador, los israelitas piden a Aarón: Fabrícanos un Dios que vaya al frente de nosotros, porque no sabemos qué le ha pasado a Moisés, ese hombre que nos hizo salir de Egipto” (Ex 32,1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se hace accesible, manipulable, al alcance del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de la fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, que corresponda a los propios esquemas, a los propios proyectos. Todo lo que sucede en el Sinaí muestra toda la necedad y vanidad ilusoria de esta pretensión porque, como afirma irónicamente el Salmo 106, “así cambiaron su Gloria por la imagen de un toro que come pasto” (Sal 106,20).
Por esto el Señor reacciona y ordena a Moisés que descienda del monte, revelándole lo que el pueblo está haciendo y terminando con estas palabras: “Por eso, déjame obrar: mi ira arderá contra ellos y los exterminaré. De ti, en cambio, suscitaré una gran nación” (Ex 32,10). Como con Abraham con respecto a Sodoma y Gomorra, también ahora Dios desvela a Moisés lo que pretende hacer, como si no quisiese actuar sin su consentimiento (cfr Am 3,7). Dice: “mi ira arderá contra ellos”. En realidad, este “mi ira arderá contra ellos” lo dice para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de Dios es siempre de salvación. Como para las dos ciudades en tiempos de Abraham, el castigo y la destrucción, con los que se expresa la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición del intercesor pretende manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero que siempre denuncia la verdad del pecado, del mal que existe, así el pecador, reconociendo y rechazando el propio mal, pueda dejarse perdonar y transformar por Dios. La oración de intercesión hace operativa de esta manera, dentro de la realidad corrupta del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra su voz en la súplica del que reza y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación.
La súplica de Moisés se centra en la fidelidad y la gracia del Señor. Este se refiere primero a la historia de redención que Dios ha comenzado con la salida de Israel, para después recordar la antigua promesa hecha a los Padres. El Señor ha logrado la salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia; ¿por qué entonces -pregunta Moisés-“tendrán que decir los Egipcios: 'El los sacó con la perversa intención de hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra?'” (Ex 32,12). La obra de salvación que se ha comenzado debe ser completada; si Dios hiciese perecer a su pueblo, esto podría ser interpretado como el signo de una incapacidad divina de llevar a cumplimiento el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: Él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida, es el Dios de misericordia y de perdón, de liberación del pecado que mata. Y así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Pero entonces, argumenta Moisés con el Señor, si sus elegidos perecen, aunque si son culpables. Él podría parecer como incapaz de vencer al pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés ha tenido una experiencia concreta del Dios de salvación, y ha sido enviado como mediador de la liberación divina y reza con su oración, se hace intérprete de una doble inquietud, preocupado por la suerte de su pueblo, pero además está también preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre. El intercesor quiere, de hecho, que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que se le ha confiado, pero también para que en esa salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor por los hermanos pero también por Dios que se complementan en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre dividido entre dos amores, que en la oración se unen en un único deseo de bien.
Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, haciéndole recordar sus promesas: “Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, tus servidores, a quienes juraste por ti mismo diciendo: 'Yo multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo, y les daré toda esta tierra de la que hablé, para que la tengan siempre como herencia'” (Ex 32,13). Moisés hace memoria de la historia fundadora de los orígenes, de los Padres del pueblo y de su elección, totalmente gratuita, en la que sólo Dios había tenido la iniciativa. No por sus méritos, ellos recibieron la promesa, sino por la libre elección de Dios y de su amor” (cfr Dt 10,15). Y ahora, Moisés pide que el Señor continúe fiel a su historia de elección y de salvación perdonando a su pueblo. La intercesión no excusa el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, pero si apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar al que se aleja, que permanece siempre fiel a sí mismo y que ofrece al pecador la posibilidad de volver a Él y convertirse, con el perdón, en justo y capaz de ser fiel. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte que el pecado y que la muerte, y con su oración provoca esta revelación divina. Mediador de vida, el intercesor se solidariza con el pueblo; deseoso sólo de la salvación que Dios mismo desea, el renuncia a la perspectiva de convertirse en un nuevo pueblo agradecido al Señor. La frase que Dios le había dirigido, “de ti, en cambio, suscitaré una gran nación”, no es, ni siquiera, tomada en consideración por el “amigo” de Dios, que sin embargo está preparado para asumir, no sólo, la culpa de su gente, también todas sus consecuencias. Cuando, después de la destrucción del becerro de oro, vuelva al monte de nuevo, a pedirle la salvación de Israel, dirá al Señor: “¡Si tú quisieras perdonarlo, a pesar de esto...! Y si no, bórrame por favor del Libro que tú has escrito” (v.32). Con la oración, deseando el deseo de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el conocimiento del Señor y de su misericordia y se hace capaz de un amor que llega hasta el don total de sí mismo. En Moisés, que está en la cima del monte cara a cara con Dios y que se hace intercesor por su pueblo, se ofrece a sí mismo - “bórrame” -, los Padres de la Iglesia han visto una prefiguración de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente esta delante de Dios, no sólo como amigo sino como Hijo. Y no sólo se ofrece - “bórrame” -, sino que con su corazón traspasado se hace “borrar”, se convierte, como dice el mismo san Pablo, en pecado, lleva consigo nuestros pecados para salvarnos a nosotros: su intercesión no es sólo solidaridad, sino que se identifica con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda la existencia de hombre y de Hijo es el grito al corazón de Dios, es perdón, pero un perdón que transforma y renueva.
Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y reza por mí. Su oración en la Cruz es contemporánea a todos los hombres, contemporánea a mí: Él reza por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en su identidad, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con Él, porque desde la alta cima de la Cruz, Él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se ha traído a sí mismo, su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos a Él, un cuerpo con Él, identificado con Él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos a Él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con Él. Oremos al Señor para que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación y transformación.
Querría terminar esta catequesis con las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Roma: “¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica.¿Quién se atreverá a condenarlos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? [...]ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados [...] ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,33-35.38.39)
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los de la parroquia de San Juan Evangelista, de Madrid, así como a los demás grupos provenientes de España, Argentina, Ecuador, México y otros países latinoamericanos. Que el Señor nos ayude a comprender en la oración su designio gratuito de salvación, que ha llegado a su culminación en el don de su Hijo, Jesucristo, para que siguiendo su ejemplo demos la vida por los demás, sin esperar nada a cambio. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
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leyendo el Antiguo Testamento, una figura destaca entre otras: la de Moisés, como hombre de oración. Moisés, el gran profeta y guía en el tiempo del Éxodo, ejerció su función de mediador entre Dios e Israel, haciéndose portador, hacia el pueblo, de las palabras y mandatos divinos, conduciéndolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios, durante la larga estancia en el desierto, pero también, sobre todo, rezando. Reza por el Faraón cuando Dios, con las plagas, intentaba convertir el corazón de los egipcios (cfr Ex 8–10); pide al Señor la curación de la hermana María, enferma de lepra (cfr Nm 12,9-13), intercede por el pueblo que se había rebelado, aterrorizado por el informe de los exploradores (cfr Nm 14,1-19), reza cuando el fuego estaba devorando el campamento (cfr Nm 11,1-2) y cuando serpientes venenosas estaban haciendo una masacre (cfr Nm 21,4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando el peso de su misión se hizo demasiado pesado (cfr Nm 11,10-15); ve a Dios y habla con Él “cara a cara, como uno habla con su amigo” (cfr Ex 24,9-17; 33,7-23; 34,1-10.28-35).
También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón hacer un novillo de oro, Moisés reza, explicando de modo emblemático su propia función de intercesor. El episodio está narrado en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene un relato paralelo en el Deuteronomio en el capítulo 9. Es en este episodio donde quisiera detenerme en la catequesis de hoy, en particular en la oración de Moisés que encontramos en la narración del Éxodo. El pueblo se encontraba a los pies del Monte Sinaí, mientras Moisés, en la cima del monte, esperaba el don de las Tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (cfr Ex 24,18; Dt 9,9). El número cuarenta tiene un valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, es Él el que la sostiene. El hecho de comer, de hecho, implica la asunción del alimento que nos sostiene; por esto ayunar, renunciando a la comida, adquiere, en este caso, un significado religioso: es un modo de indicar que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor (cfr Dt 8,3). Ayunando, Moisés, indica que espera el don de la Ley divina como fuente de vida: esta desvela la voluntad de Dios y nutre el corazón del hombre, haciéndole entrar en una Alianza con el Altísimo, que es fuente de vida, es la vida misma.
Pero, mientras el Señor, sobre el monte, da a Moisés la Ley, a los pies del mismo el pueblo la desobedece. Incapaces de resistir en la espera y la ausencia del mediador, los israelitas piden a Aarón: Fabrícanos un Dios que vaya al frente de nosotros, porque no sabemos qué le ha pasado a Moisés, ese hombre que nos hizo salir de Egipto” (Ex 32,1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se hace accesible, manipulable, al alcance del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de la fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, que corresponda a los propios esquemas, a los propios proyectos. Todo lo que sucede en el Sinaí muestra toda la necedad y vanidad ilusoria de esta pretensión porque, como afirma irónicamente el Salmo 106, “así cambiaron su Gloria por la imagen de un toro que come pasto” (Sal 106,20).
Por esto el Señor reacciona y ordena a Moisés que descienda del monte, revelándole lo que el pueblo está haciendo y terminando con estas palabras: “Por eso, déjame obrar: mi ira arderá contra ellos y los exterminaré. De ti, en cambio, suscitaré una gran nación” (Ex 32,10). Como con Abraham con respecto a Sodoma y Gomorra, también ahora Dios desvela a Moisés lo que pretende hacer, como si no quisiese actuar sin su consentimiento (cfr Am 3,7). Dice: “mi ira arderá contra ellos”. En realidad, este “mi ira arderá contra ellos” lo dice para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de Dios es siempre de salvación. Como para las dos ciudades en tiempos de Abraham, el castigo y la destrucción, con los que se expresa la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición del intercesor pretende manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero que siempre denuncia la verdad del pecado, del mal que existe, así el pecador, reconociendo y rechazando el propio mal, pueda dejarse perdonar y transformar por Dios. La oración de intercesión hace operativa de esta manera, dentro de la realidad corrupta del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra su voz en la súplica del que reza y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación.
La súplica de Moisés se centra en la fidelidad y la gracia del Señor. Este se refiere primero a la historia de redención que Dios ha comenzado con la salida de Israel, para después recordar la antigua promesa hecha a los Padres. El Señor ha logrado la salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia; ¿por qué entonces -pregunta Moisés-“tendrán que decir los Egipcios: 'El los sacó con la perversa intención de hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra?'” (Ex 32,12). La obra de salvación que se ha comenzado debe ser completada; si Dios hiciese perecer a su pueblo, esto podría ser interpretado como el signo de una incapacidad divina de llevar a cumplimiento el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: Él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida, es el Dios de misericordia y de perdón, de liberación del pecado que mata. Y así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Pero entonces, argumenta Moisés con el Señor, si sus elegidos perecen, aunque si son culpables. Él podría parecer como incapaz de vencer al pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés ha tenido una experiencia concreta del Dios de salvación, y ha sido enviado como mediador de la liberación divina y reza con su oración, se hace intérprete de una doble inquietud, preocupado por la suerte de su pueblo, pero además está también preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre. El intercesor quiere, de hecho, que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que se le ha confiado, pero también para que en esa salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor por los hermanos pero también por Dios que se complementan en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre dividido entre dos amores, que en la oración se unen en un único deseo de bien.
Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, haciéndole recordar sus promesas: “Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Jacob, tus servidores, a quienes juraste por ti mismo diciendo: 'Yo multiplicaré su descendencia como las estrellas del cielo, y les daré toda esta tierra de la que hablé, para que la tengan siempre como herencia'” (Ex 32,13). Moisés hace memoria de la historia fundadora de los orígenes, de los Padres del pueblo y de su elección, totalmente gratuita, en la que sólo Dios había tenido la iniciativa. No por sus méritos, ellos recibieron la promesa, sino por la libre elección de Dios y de su amor” (cfr Dt 10,15). Y ahora, Moisés pide que el Señor continúe fiel a su historia de elección y de salvación perdonando a su pueblo. La intercesión no excusa el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, pero si apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar al que se aleja, que permanece siempre fiel a sí mismo y que ofrece al pecador la posibilidad de volver a Él y convertirse, con el perdón, en justo y capaz de ser fiel. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte que el pecado y que la muerte, y con su oración provoca esta revelación divina. Mediador de vida, el intercesor se solidariza con el pueblo; deseoso sólo de la salvación que Dios mismo desea, el renuncia a la perspectiva de convertirse en un nuevo pueblo agradecido al Señor. La frase que Dios le había dirigido, “de ti, en cambio, suscitaré una gran nación”, no es, ni siquiera, tomada en consideración por el “amigo” de Dios, que sin embargo está preparado para asumir, no sólo, la culpa de su gente, también todas sus consecuencias. Cuando, después de la destrucción del becerro de oro, vuelva al monte de nuevo, a pedirle la salvación de Israel, dirá al Señor: “¡Si tú quisieras perdonarlo, a pesar de esto...! Y si no, bórrame por favor del Libro que tú has escrito” (v.32). Con la oración, deseando el deseo de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el conocimiento del Señor y de su misericordia y se hace capaz de un amor que llega hasta el don total de sí mismo. En Moisés, que está en la cima del monte cara a cara con Dios y que se hace intercesor por su pueblo, se ofrece a sí mismo - “bórrame” -, los Padres de la Iglesia han visto una prefiguración de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente esta delante de Dios, no sólo como amigo sino como Hijo. Y no sólo se ofrece - “bórrame” -, sino que con su corazón traspasado se hace “borrar”, se convierte, como dice el mismo san Pablo, en pecado, lleva consigo nuestros pecados para salvarnos a nosotros: su intercesión no es sólo solidaridad, sino que se identifica con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda la existencia de hombre y de Hijo es el grito al corazón de Dios, es perdón, pero un perdón que transforma y renueva.
Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y reza por mí. Su oración en la Cruz es contemporánea a todos los hombres, contemporánea a mí: Él reza por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en su identidad, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con Él, porque desde la alta cima de la Cruz, Él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se ha traído a sí mismo, su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos a Él, un cuerpo con Él, identificado con Él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos a Él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con Él. Oremos al Señor para que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación y transformación.
Querría terminar esta catequesis con las palabras del apóstol Pablo a los cristianos de Roma: “¿Quién podrá acusar a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica.¿Quién se atreverá a condenarlos? ¿Será acaso Jesucristo, el que murió, más aún, el que resucitó, y está a la derecha de Dios e intercede por nosotros?¿Quién podrá entonces separarnos del amor de Cristo? [...]ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados [...] ni ninguna otra criatura podrá separarnos jamás del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor” (Rm 8,33-35.38.39)
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los de la parroquia de San Juan Evangelista, de Madrid, así como a los demás grupos provenientes de España, Argentina, Ecuador, México y otros países latinoamericanos. Que el Señor nos ayude a comprender en la oración su designio gratuito de salvación, que ha llegado a su culminación en el don de su Hijo, Jesucristo, para que siguiendo su ejemplo demos la vida por los demás, sin esperar nada a cambio. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Donde llega el Evangelio florece la vida Regina 29 de mayo 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
En el libro de los Hechos de los Apóstoles se narra que, tras una primera violenta persecución, la comunidad cristiana de Jerusalén, exceptuando los apóstoles, se dispersa en las regiones circundantes y Felipe, uno de los diáconos, llega a una ciudad de Samaria. Allí predicó a Cristo resucitado, su anuncio estuvo acompañado por numerosas curaciones, así que la conclusión del episodio es muy significativa: “Y hubo una gran alegría en aquella ciudad” (Hch8,8). Cada vez nos impresiona esta expresión, que en esencia nos comunica un sentido de esperanza; como si dijera: ¡es posible! Es posible que la humanidad conozca la verdadera alegría, porque allá donde llega el Evangelio, florece la vida; como un terreno árido que, llegado por la lluvia, rápidamente reverdece. Felipe y los demás discípulos, con la fuerza del Espíritu Santo, hicieron en los pueblos de Palestina lo que había hecho Jesús: predicaron la Buena Noticia y realizaron signos prodigiosos. Era el Señor el que actuaba por medio de ellos. Así como Jesús anunciaba la venida del Reino de Dios, los discípulos anunciaron a Jesús resucitado, profesando que Él es Cristo, el Hijo de Dios, bautizando en su nombre y expulsando toda enfermedad del cuerpo y del espíritu.
“Y hubo una gran alegría en aquella ciudad”. Leyendo este pasaje, espontáneamente se piensa en la fuerza sanadora del Evangelio, que a lo largo de los siglos ha “lavado”, como río beneficioso, a tantas poblaciones. Algunos grandes Santos y Santas han llevado esperanza y paz a ciudades enteras -pensemos en san Carlos Borremeo en Milán, en la época de la peste; en la beata Madre Teresa de Calcuta; y en tantos misioneros, cuyos nombres Dios conoce, que han dado la vida por llevar el anuncio de Cristo y hacer florecer entre los hombres la alegría profunda. Mientras los poderosos de este mundo buscaban conquistar nuevos territorios por intereses políticos y económicos, los mensajeros de Cristo iban por todas partes con el objetivo de llevar a Cristo a los hombres y a los hombres a Cristo, sabiendo que sólo Él puede dar la verdadera libertad y la vida eterna. También hoy la vocación de la Iglesia es la evangelización: tanto de las poblaciones que todavía no han sido “regadas” por el agua viva del Evangelio; como de aquellas que, aun teniendo antiguas raíces cristianas, necesitan linfa nueva para dar nuevos frutos, y redescubrir la belleza y la alegría de la fe.
Queridos amigos, el beato Juan Pablo II ha sido un gran misionero, como documenta también una muestra preparada estos días en Roma. Él relanzó la misión ad gentes y, al mismo tiempo, promovió la nueva evangelización. Confiamos la una y la otra a la intercesión de María Santísima. Que la Madre de Cristo acompañe siempre y en todas partes el anuncio del Evangelio, para que se multipliquen y se amplíen en el mundo los espacios en los que los hombres reencuentran la alegría de vivir como hijos de Dios.
[Después del rezo del Regina Caeli, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas, ayer en Cerreto Sannita, fue proclamada Beata la Hermana Maria Serafina del Sagrado Corazón de Jesús, en el siglo Clotilde Micheli. Originaria del Trentino, fundó en Campania el Instituto de las Hermanas de la Caridad de los Ángeles. Al recordar el centenario de su nacimiento al Cielo, nos regocijamos con sus hijas espirituales y con todos sus devotos.
[El Papa saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. La liturgia de hoy nos invita a no sentirnos huérfanos de Dios en el mundo, porque Cristo vive y, por su Espíritu, el Espíritu de la verdad, sigue siendo nuestro consuelo, nuestra defensa y nuestra guía. Invito a todos a renovar con gozo la esperanza cristiana que nace del misterio pascual, para afrontar las dificultades, ahuyentar el desánimo y los esfuerzos por construir un mundo más digno del hombre, según los deseos de Dios. Que la Santísima Virgen María nos acompañe en este camino. Feliz domingo.
[En polaco, dijo:]
Dirijo mi saludo a todos los polacos. Ayer se celebraba el 30º aniversario de la muerte del cardenal Stefan Wyszyński, el Primado del Milenio. Invocando el don de su beatificación, aprendamos de él el total abandono en la Madre de Dios. Su confianza expresada con las palabras “Todo lo he confiado a María”, sea para nosotros un modelo especial. Lo recordamos al término del mes de mayo dedicado de manera particular a la Virgen. Os bendigo de corazón.
[En italiano, dijo:]
Estoy contento de saludar a los profesores y a los estudiantes del Instituto Pontificio de Música Sacra, del cual se celebra el centenario de la fundación. Queridos amigos, renuevo para vosotros la garantía de mi recuerdo en la oración.
Saludo finalmente a los peregrinos de lengua italiana, en particular a los fieles de Piacenza, Pontassieve, Prato, Carmignano, Ascoli Piceno, Teramo y Montesilvano Colle, la asociación “Apóstoles de la Divina Misericordia con María Reina de la Paz”, la Coral “S. Roberto Bellarmino” de Davoli, los niños de Primera Comunión de la parroquia de Santo Tomás Apóstol de Roma, la escuela “Hijas de Jesús” de Carrara y la Federación Italiana de Hockey, que esta mañana ha organizado una manifestación deportiva en la Plaza de San Pedro. Saludo con particular afecto a los niños afectados de hernia diafragmática y a sus padres, y recuerdo que hoy se celebra la Jornada Nacional del Alivio, dedicada a la solidaridad con los enfermos. A todos deseo un buen domingo.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
En el libro de los Hechos de los Apóstoles se narra que, tras una primera violenta persecución, la comunidad cristiana de Jerusalén, exceptuando los apóstoles, se dispersa en las regiones circundantes y Felipe, uno de los diáconos, llega a una ciudad de Samaria. Allí predicó a Cristo resucitado, su anuncio estuvo acompañado por numerosas curaciones, así que la conclusión del episodio es muy significativa: “Y hubo una gran alegría en aquella ciudad” (Hch8,8). Cada vez nos impresiona esta expresión, que en esencia nos comunica un sentido de esperanza; como si dijera: ¡es posible! Es posible que la humanidad conozca la verdadera alegría, porque allá donde llega el Evangelio, florece la vida; como un terreno árido que, llegado por la lluvia, rápidamente reverdece. Felipe y los demás discípulos, con la fuerza del Espíritu Santo, hicieron en los pueblos de Palestina lo que había hecho Jesús: predicaron la Buena Noticia y realizaron signos prodigiosos. Era el Señor el que actuaba por medio de ellos. Así como Jesús anunciaba la venida del Reino de Dios, los discípulos anunciaron a Jesús resucitado, profesando que Él es Cristo, el Hijo de Dios, bautizando en su nombre y expulsando toda enfermedad del cuerpo y del espíritu.
“Y hubo una gran alegría en aquella ciudad”. Leyendo este pasaje, espontáneamente se piensa en la fuerza sanadora del Evangelio, que a lo largo de los siglos ha “lavado”, como río beneficioso, a tantas poblaciones. Algunos grandes Santos y Santas han llevado esperanza y paz a ciudades enteras -pensemos en san Carlos Borremeo en Milán, en la época de la peste; en la beata Madre Teresa de Calcuta; y en tantos misioneros, cuyos nombres Dios conoce, que han dado la vida por llevar el anuncio de Cristo y hacer florecer entre los hombres la alegría profunda. Mientras los poderosos de este mundo buscaban conquistar nuevos territorios por intereses políticos y económicos, los mensajeros de Cristo iban por todas partes con el objetivo de llevar a Cristo a los hombres y a los hombres a Cristo, sabiendo que sólo Él puede dar la verdadera libertad y la vida eterna. También hoy la vocación de la Iglesia es la evangelización: tanto de las poblaciones que todavía no han sido “regadas” por el agua viva del Evangelio; como de aquellas que, aun teniendo antiguas raíces cristianas, necesitan linfa nueva para dar nuevos frutos, y redescubrir la belleza y la alegría de la fe.
Queridos amigos, el beato Juan Pablo II ha sido un gran misionero, como documenta también una muestra preparada estos días en Roma. Él relanzó la misión ad gentes y, al mismo tiempo, promovió la nueva evangelización. Confiamos la una y la otra a la intercesión de María Santísima. Que la Madre de Cristo acompañe siempre y en todas partes el anuncio del Evangelio, para que se multipliquen y se amplíen en el mundo los espacios en los que los hombres reencuentran la alegría de vivir como hijos de Dios.
[Después del rezo del Regina Caeli, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas, ayer en Cerreto Sannita, fue proclamada Beata la Hermana Maria Serafina del Sagrado Corazón de Jesús, en el siglo Clotilde Micheli. Originaria del Trentino, fundó en Campania el Instituto de las Hermanas de la Caridad de los Ángeles. Al recordar el centenario de su nacimiento al Cielo, nos regocijamos con sus hijas espirituales y con todos sus devotos.
[El Papa saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. La liturgia de hoy nos invita a no sentirnos huérfanos de Dios en el mundo, porque Cristo vive y, por su Espíritu, el Espíritu de la verdad, sigue siendo nuestro consuelo, nuestra defensa y nuestra guía. Invito a todos a renovar con gozo la esperanza cristiana que nace del misterio pascual, para afrontar las dificultades, ahuyentar el desánimo y los esfuerzos por construir un mundo más digno del hombre, según los deseos de Dios. Que la Santísima Virgen María nos acompañe en este camino. Feliz domingo.
[En polaco, dijo:]
Dirijo mi saludo a todos los polacos. Ayer se celebraba el 30º aniversario de la muerte del cardenal Stefan Wyszyński, el Primado del Milenio. Invocando el don de su beatificación, aprendamos de él el total abandono en la Madre de Dios. Su confianza expresada con las palabras “Todo lo he confiado a María”, sea para nosotros un modelo especial. Lo recordamos al término del mes de mayo dedicado de manera particular a la Virgen. Os bendigo de corazón.
[En italiano, dijo:]
Estoy contento de saludar a los profesores y a los estudiantes del Instituto Pontificio de Música Sacra, del cual se celebra el centenario de la fundación. Queridos amigos, renuevo para vosotros la garantía de mi recuerdo en la oración.
Saludo finalmente a los peregrinos de lengua italiana, en particular a los fieles de Piacenza, Pontassieve, Prato, Carmignano, Ascoli Piceno, Teramo y Montesilvano Colle, la asociación “Apóstoles de la Divina Misericordia con María Reina de la Paz”, la Coral “S. Roberto Bellarmino” de Davoli, los niños de Primera Comunión de la parroquia de Santo Tomás Apóstol de Roma, la escuela “Hijas de Jesús” de Carrara y la Federación Italiana de Hockey, que esta mañana ha organizado una manifestación deportiva en la Plaza de San Pedro. Saludo con particular afecto a los niños afectados de hernia diafragmática y a sus padres, y recuerdo que hoy se celebra la Jornada Nacional del Alivio, dedicada a la solidaridad con los enfermos. A todos deseo un buen domingo.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: la Noche del Yaboq Audiencia 25 de mayo 2011
Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera detenerme con vosotros en un texto del Libro del Génesis que narra un episodio un poco especial de la historia del Patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de Yaboq, del que hemos escuchado un trozo.
Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura, a cambio de un plato de lentejas y después recibió con engaños la bendición de su padre Isaac, que en ese momento era muy anciano, aprovechándose de su ceguera. Huido de la ira de Esaú, se refugió en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había enriquecido y volvía a su tierra natal, dispuesto a enfrentar a su hermano, después de haber tomado algunas prudentes medidas. Pero cuando todo está preparado para este encuentro, después de haber hecho que los que estaban con él, atravesasen el vado del torrente que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo, y es agredido por un desconocido con el que lucha toda la noche. Esta lucha cuerpo a cuerpo -que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis- se convierte para él en una singular experiencia de Dios.
La noche es es momento favorable para actuar a escondidas, el tiempo oportuno, por tanto, para Jacob, de entrar en el territorio del hermano sin ser visto y quizás con la ilusión de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo es él el sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para intentar evitarse una situación peligrosa, pensaba tener todo bajo control, y sin embargo, se encuentra ahora teniendo que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob lucha contra alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica “un hombre” de manera genérica, “uno, alguien”; se trata de una definición vaga, indeterminada, que quiere mantener al asaltante en el misterio. Está oscuro, Jacob no consigue distinguir a su contrincante, y también para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al Patriarca, y este es el único dato seguro que nos da el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya ha terminado y ese “alguien” ha desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado contra Dios.
El episodio se desarrolla en la oscuridad y es difícil percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también como se ha desarrollado la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer quien de los dos contrincantes lleva las de ganar; los verbos se usan a menudo sin sujeto explícito, y las acciones suceden casi de forma contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. Al inicio, de hecho, Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario – dice el texto – “no conseguía vencerlo” (v.26); y finalmente golpea a Jacob en el fémur, provocándole una dislocación. Se podría pensar que Jacob sucumbe, sin embargo, es el otro el que le pide que le deje ir; pero el Patriarca se niega, imponiendo una condición: “No te soltaré si antes no me bendices” (v.27). El que con engaños le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende de un desconocido, de quien quizás empieza a percibir las connotaciones divinas, sin poderlo reconocer verdaderamente.
El rival, que parece estar retenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de ceder a la petición del Patriarca, le pregunta su nombre: “¿Cómo te llamas?”. El patriarca le responde: “Jacob” (v.28). Aquí la lucha da un giro importante. Conocer el nombre de alguien, implica una especie de poder sobre la persona, porque el nombre, en la mentalidad bíblica, contiene la realidad más profunda del individuo, desvela el secreto y el destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad sobre el otro y esto permite poderlo dominar. Cuando, por tanto, por petición del desconocido, Jacob revela su nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de entrega, de consigna total de sí mismo al otro.
Pero en este gesto de rendición, también Jacob resulta vencedor, paradójicamente, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte de su adversario, que le dice: “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido” (v.29). “Jacob” era un nombre que recordaba el origen problemático del Patriarca; en hebreo, de hecho, recuerda al término “talón”, y manda al lector al momento del nacimiento de Jacob, cuando saliendo del seno materno, agarraba el talón de su hermano gemelo (Gn 25, 26), casi presagiando el daño que realiza a su hermano en la edad adulta, pero el nombre de Jacob recuerda también al verbo “engañar, suplantar”. Y ahora, en la lucha, el Patriarca revela a su oponente, en un gesto de rendición y donación, su propia realidad de quien engaña, quien suplanta; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el defraudador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que le marca una nueva identidad. Pero también aquí, el relato mantiene su duplicidad, porque el significado más probable de Israel es “Dios fuerte, Dios vence”.
Por tanto, Jacob ha prevalecido, ha vencido – es el mismo adversario quien los afirma – pero su nueva identidad, recibida del mismo contrincante, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pide a su vez el nombre de su oponente, este no quiere decírselo, pero se le revela en un gesto inequívoco, dándole su bendición. Esta bendición que el Patriarca le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es una bendición obtenida mediante engaño, sino que es gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque está solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega indefenso, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo. Por esto, al final de la lucha, recibida la bendición, el Patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: “He visto a Dios cara a cara, y he salido con vida” (v.31), ahora puede atravesar el vado, llevando un nombre nuevo pero “vencido” por Dios y marcado para siempre, cojeando por la herida recibida.
Las explicaciones que la exégesis bíblica da con respecto a este fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen aquí intentos y componentes literario de varios tipos, como también referencias a algún cuento popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bíblico, cambian de significado y el texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la lucha en el Yaboq se muestra al creyente como texto paradigmático en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y delinea los trazos de una relación especial entre Dios y el hombre. Por esto, como se afirma también en el Catecismo de la Iglesia Católica, “la tradición espiritual de la Iglesia ha visto en este relato el símbolo de la oración como combate de la fe y la victoria de la perseverancia” (nº 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha para conocer el nombre y ver su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad fruto de conversión y de perdón.
La noche de Jacob en el vado de Yaboq se convierte así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración exige confianza, cercanía, casi un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios adversario y enemigo, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que aparece inalcanzable.
Por esto el autor sacro utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad en el alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su amor, entonces la lucha sólo puede culminar en el don de sí mismo a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence cuando consigue abandonarse en las manos misericordiosas de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, de consumar en el deseo y en la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que debe ser recibida con humildad de Él, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro de Dios. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios. Pero aún más: Jacob que recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel, también da al lugar un nombre nuevo, donde ha luchado con Dios, le ha rezado, lo renombra Penuel, que significa “Rostro de Dios”. Con este nombre reconoce que el lugar está lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Aquel que se deja bendecir por Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él, hace bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cfr 1Tm 6,12; 2Tm 4,7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que nos renueve en la espera de ver su Rostro. ¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo del Movimiento Scout católico, acompañado por el Señor Obispo de Solsona, así como a los demás grupos provenientes de España, México, Guatemala, Ecuador, Venezuela, Colombia, Argentina y otros países latinoamericanos. Que el Señor nos ayude a combatir el buen combate de la fe. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
hoy quisiera detenerme con vosotros en un texto del Libro del Génesis que narra un episodio un poco especial de la historia del Patriarca Jacob. Es un fragmento de difícil interpretación, pero importante en nuestra vida de fe y de oración; se trata del relato de la lucha con Dios en el vado de Yaboq, del que hemos escuchado un trozo.
Como recordaréis, Jacob le había quitado a su gemelo Esaú la primogenitura, a cambio de un plato de lentejas y después recibió con engaños la bendición de su padre Isaac, que en ese momento era muy anciano, aprovechándose de su ceguera. Huido de la ira de Esaú, se refugió en casa de un pariente, Labán; se había casado, se había enriquecido y volvía a su tierra natal, dispuesto a enfrentar a su hermano, después de haber tomado algunas prudentes medidas. Pero cuando todo está preparado para este encuentro, después de haber hecho que los que estaban con él, atravesasen el vado del torrente que delimitaba el territorio de Esaú, Jacob se queda solo, y es agredido por un desconocido con el que lucha toda la noche. Esta lucha cuerpo a cuerpo -que encontramos en el capítulo 32 del Libro del Génesis- se convierte para él en una singular experiencia de Dios.
La noche es es momento favorable para actuar a escondidas, el tiempo oportuno, por tanto, para Jacob, de entrar en el territorio del hermano sin ser visto y quizás con la ilusión de tomar por sorpresa a Esaú. Sin embargo es él el sorprendido por un ataque imprevisto, para el que no estaba preparado. Había usado su astucia para intentar evitarse una situación peligrosa, pensaba tener todo bajo control, y sin embargo, se encuentra ahora teniendo que afrontar una lucha misteriosa que lo sorprende en soledad y sin darle la oportunidad de organizar una defensa adecuada. Indefenso, en la noche, el Patriarca Jacob lucha contra alguien. El texto no especifica la identidad del agresor; usa un término hebreo que indica “un hombre” de manera genérica, “uno, alguien”; se trata de una definición vaga, indeterminada, que quiere mantener al asaltante en el misterio. Está oscuro, Jacob no consigue distinguir a su contrincante, y también para nosotros, permanece en el misterio; alguien se enfrenta al Patriarca, y este es el único dato seguro que nos da el narrador. Sólo al final, cuando la lucha ya ha terminado y ese “alguien” ha desaparecido, sólo entonces Jacob lo nombrará y podrá decir que ha luchado contra Dios.
El episodio se desarrolla en la oscuridad y es difícil percibir no sólo la identidad del asaltante de Jacob, sino también como se ha desarrollado la lucha. Leyendo el texto, resulta difícil establecer quien de los dos contrincantes lleva las de ganar; los verbos se usan a menudo sin sujeto explícito, y las acciones suceden casi de forma contradictoria, así que cuando parece que uno de los dos va a prevalecer, la acción sucesiva desmiente enseguida esto y presenta al otro como vencedor. Al inicio, de hecho, Jacob parece ser el más fuerte, y el adversario – dice el texto – “no conseguía vencerlo” (v.26); y finalmente golpea a Jacob en el fémur, provocándole una dislocación. Se podría pensar que Jacob sucumbe, sin embargo, es el otro el que le pide que le deje ir; pero el Patriarca se niega, imponiendo una condición: “No te soltaré si antes no me bendices” (v.27). El que con engaños le había quitado a su hermano la bendición del primogénito, ahora la pretende de un desconocido, de quien quizás empieza a percibir las connotaciones divinas, sin poderlo reconocer verdaderamente.
El rival, que parece estar retenido y por tanto vencido por Jacob, en lugar de ceder a la petición del Patriarca, le pregunta su nombre: “¿Cómo te llamas?”. El patriarca le responde: “Jacob” (v.28). Aquí la lucha da un giro importante. Conocer el nombre de alguien, implica una especie de poder sobre la persona, porque el nombre, en la mentalidad bíblica, contiene la realidad más profunda del individuo, desvela el secreto y el destino. Conocer el nombre de alguien quiere decir conocer la verdad sobre el otro y esto permite poderlo dominar. Cuando, por tanto, por petición del desconocido, Jacob revela su nombre, se está poniendo en las manos de su adversario, es una forma de entrega, de consigna total de sí mismo al otro.
Pero en este gesto de rendición, también Jacob resulta vencedor, paradójicamente, porque recibe un nombre nuevo, junto al reconocimiento de victoria por parte de su adversario, que le dice: “En adelante no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres, y has vencido” (v.29). “Jacob” era un nombre que recordaba el origen problemático del Patriarca; en hebreo, de hecho, recuerda al término “talón”, y manda al lector al momento del nacimiento de Jacob, cuando saliendo del seno materno, agarraba el talón de su hermano gemelo (Gn 25, 26), casi presagiando el daño que realiza a su hermano en la edad adulta, pero el nombre de Jacob recuerda también al verbo “engañar, suplantar”. Y ahora, en la lucha, el Patriarca revela a su oponente, en un gesto de rendición y donación, su propia realidad de quien engaña, quien suplanta; pero el otro, que es Dios, transforma esta realidad negativa en positiva: Jacob el defraudador se convierte en Israel, se le da un nombre nuevo que le marca una nueva identidad. Pero también aquí, el relato mantiene su duplicidad, porque el significado más probable de Israel es “Dios fuerte, Dios vence”.
Por tanto, Jacob ha prevalecido, ha vencido – es el mismo adversario quien los afirma – pero su nueva identidad, recibida del mismo contrincante, afirma y testimonia la victoria de Dios. Y cuando Jacob pide a su vez el nombre de su oponente, este no quiere decírselo, pero se le revela en un gesto inequívoco, dándole su bendición. Esta bendición que el Patriarca le había pedido al principio de la lucha se le concede ahora. Y no es una bendición obtenida mediante engaño, sino que es gratuitamente concedida por Dios, que Jacob puede recibir porque está solo, sin protección, sin astucias ni engaños, se entrega indefenso, acepta la rendición y confiesa la verdad sobre sí mismo. Por esto, al final de la lucha, recibida la bendición, el Patriarca puede finalmente reconocer al otro, al Dios de la bendición: “He visto a Dios cara a cara, y he salido con vida” (v.31), ahora puede atravesar el vado, llevando un nombre nuevo pero “vencido” por Dios y marcado para siempre, cojeando por la herida recibida.
Las explicaciones que la exégesis bíblica da con respecto a este fragmento son muchas; en particular los estudiosos reconocen aquí intentos y componentes literario de varios tipos, como también referencias a algún cuento popular. Pero cuando estos elementos son asumidos por los autores sagrados y englobados en el relato bíblico, cambian de significado y el texto se abre a dimensiones más amplias. El episodio de la lucha en el Yaboq se muestra al creyente como texto paradigmático en el que el pueblo de Israel habla de su propio origen y delinea los trazos de una relación especial entre Dios y el hombre. Por esto, como se afirma también en el Catecismo de la Iglesia Católica, “la tradición espiritual de la Iglesia ha visto en este relato el símbolo de la oración como combate de la fe y la victoria de la perseverancia” (nº 2573). El texto bíblico nos habla de la larga noche de la búsqueda de Dios, de la lucha para conocer el nombre y ver su rostro; es la noche de la oración que con tenacidad y perseverancia pide a Dios la bendición y un nombre nuevo, una nueva realidad fruto de conversión y de perdón.
La noche de Jacob en el vado de Yaboq se convierte así, para el creyente, en un punto de referencia para entender la relación con Dios que en la oración encuentra su máxima expresión. La oración exige confianza, cercanía, casi un cuerpo a cuerpo simbólico no con un Dios adversario y enemigo, sino con un Señor que bendice y que permanece siempre misterioso, que aparece inalcanzable.
Por esto el autor sacro utiliza el símbolo de la lucha, que implica fuerza de ánimo, perseverancia, tenacidad en el alcanzar lo que se desea. Y si el objeto del deseo es la relación con Dios, su bendición y su amor, entonces la lucha sólo puede culminar en el don de sí mismo a Dios, en el reconocimiento de la propia debilidad, que vence cuando consigue abandonarse en las manos misericordiosas de Dios.
Queridos hermanos y hermanas, toda nuestra vida es como esta larga noche de lucha y de oración, de consumar en el deseo y en la petición de una bendición a Dios que no puede ser arrancada o conseguida sólo con nuestras fuerzas, sino que debe ser recibida con humildad de Él, como don gratuito que permite, finalmente, reconocer el rostro de Dios. Y cuando esto sucede, toda nuestra realidad cambia, recibimos un nombre nuevo y la bendición de Dios. Pero aún más: Jacob que recibe un nombre nuevo, se convierte en Israel, también da al lugar un nombre nuevo, donde ha luchado con Dios, le ha rezado, lo renombra Penuel, que significa “Rostro de Dios”. Con este nombre reconoce que el lugar está lleno de la presencia del Señor, santifica esa tierra dándole la impronta de aquel misterioso encuentro con Dios. Aquel que se deja bendecir por Dios, se abandona a Él, se deja transformar por Él, hace bendito el mundo. Que el Señor nos ayude a combatir la buena batalla de la fe (cfr 1Tm 6,12; 2Tm 4,7) y a pedir, en nuestra oración, su bendición, para que nos renueve en la espera de ver su Rostro. ¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo del Movimiento Scout católico, acompañado por el Señor Obispo de Solsona, así como a los demás grupos provenientes de España, México, Guatemala, Ecuador, Venezuela, Colombia, Argentina y otros países latinoamericanos. Que el Señor nos ayude a combatir el buen combate de la fe. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Jesús, el rostro visible del Padre Regina 22 de mayo 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio del domingo de hoy, Quinto de Pascua, propone un doble mandamiento sobre la fe: creer en Dios y creer en Jesús. El Señor, de hecho, dice a sus discípulos: “Creed en Dios, y creed también en mí” (Jn 14,1). No son dos actos separados, sino un único acto de fe, la plena adhesión a la salvación realizada por Dios Padre mediante su Hijo Unigénito. El Nuevo Testamento puso fin a la invisibilidad del Padre. Dios mostró su rostro, como confirma la respuesta de Jesús al apóstol Felipe: “Quien me ha visto a mi, ha visto al Padre” (Jn 14,9). El Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, nos liberó de la esclavitud del pecado para darnos la libertad de los hijos de Dios, y nos dio a conocer el rostro de Dios que es amor: Dios se puede ver, es visible en Cristo. Santa Teresa de Ávila escribe que “no debemos alejarnos de lo que constituye todo nuestro bien y nuestro remedio, es decir, de la santísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo” (Castillo interior, 7, 6: Obras Completas, Milán 1998, 1001). Por tanto solo creyendo en Cristo, permaneciendo unidos a Él, los discípulos, entre quienes estamos también nosotros, pueden continuar su acción permanente en la historia: “En verdad, en verdad os digo – dice el Señor –: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago” (Jn 14,12).
La fe en Jesús comporta seguirlo cotidianamente, en las sencillas acciones que componen nuestra jornada. “Es propio del misterio de Dios actuar de modo oculto. Sólo poco a poco Él construye en la gran historia de la humanidad su historia. Se hace hombre pero de manera que pueda ser ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas que cuentan en la historia. Sufre y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad sólo a través de la fe de los suyos a los que se manifiesta. Continuamente Él llama sumisamente a las puertas de nuestros corazones y, si le abrimos, lentamente nos hace capaces de 'ver'” (Jesús de Nazaret II, 2011, 306). San Agustín afirma que “era necesario que Jesús dijese: 'Yo soy el camino, la verdad y la vida' (Jn 14,6), porque una vez conocido el camino faltaba por conocer la meta” (Tractatus in Ioh., 69, 2: CCL 36, 500), y la meta es el Padre. Para los cristianos, para cada uno de nosotros, por tanto, el Camino al Padre es dejarse guiar por Jesús, por su palabra de Verdad, y acoger el don de su Vida. Hagamos nuestra la invitación de san Buenaventura: “Abre por tanto los ojos, tiende el oído espiritual, abre tus labios y dispón tu corazón, para que puedas en todas las criaturas ver, escuchar, alabar, amar, venerar, glorificar, honrar a tu Dios” (Itinerarium mentis in Deum, I, 15).
Queridos amigos, el compromiso de anunciar a Jesucristo, “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), constituye la tarea principal de la Iglesia. Invoquemos a la Virgen María para que asista siempre a los Pastores y a cuantos en los diversos ministerios anuncian el alegre Mensaje de salvación, para que la Palabra de Dios se difunda y el número de los discípulos se multiplique (cfr Hch 6,7).
[Después del Regina Caeli, dijo]
Queridos hermanos y hermanas
Me uno a la alegría de la Iglesia en Portugal, por la beatificación de Madre María Clara del niño Je´sus, que tuvo lugar ayer en Lisboa; y a la de Brasil, donde hoy, en Salvador de Bahía se proclama beata a sor Dulce Lopes Pontes. Dos mujeres consagradas, en Institutos colocados ambos bajo la protección de María Inmaculada. ¡Sean alabados el Señor y su santa Madre!
[En inglés dijo]
Saludo cordialmente a los visitantes de habla inglesa, que se unen a nosotros para esta oración del Regina Caeli. De modo especial, saludo a los participantes en el curso para formación de líderes que ofrece la comunidad de San Egidio, asegurándoles mi oración por sus esfuerzos para proclamar el Evangelio y servir a los pobres y los necesitados en sus países de origen. También en estos días la Convocatoria Internacional Ecuménica por la Paz, organizada por el Consejo Mundial de Iglesias, se está reuniendo en Kingston, Jamaica. La convocatoria supone la culminación de un programa de diez años para combatir toda forma de violencia. Unámonos en oración por esta noble intención, y renovemos nuestro compromiso de eliminar la violencia en las familias, en la sociedad y en la comunidad internacional. Queridos amigos, que en la alegría de este tiempo pascual, seamos fortalecidos por el Señor resucitado para seguirlo fielmente y participar en su vida. Sobre vosotros y sobre vuestras familias invoco abundantes bendiciones de Dios.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de San Fernando de Henares. En este tiempo de Pascua, el ejemplo de la comunidad apostólica nos llama a manifestar con la palabra y el testimonio de vida la Verdad de Jesucristo, según la propia vocación. El Evangelio de hoy nos muestra el ideal de los diáconos y de los que son llamados al servicio de la comunidad: imbuirse plenamente de la Palabra de Dios y del amor a Jesucristo, para reflejar con sus buenas obras la bondad de Dios. Feliz domingo!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
El Evangelio del domingo de hoy, Quinto de Pascua, propone un doble mandamiento sobre la fe: creer en Dios y creer en Jesús. El Señor, de hecho, dice a sus discípulos: “Creed en Dios, y creed también en mí” (Jn 14,1). No son dos actos separados, sino un único acto de fe, la plena adhesión a la salvación realizada por Dios Padre mediante su Hijo Unigénito. El Nuevo Testamento puso fin a la invisibilidad del Padre. Dios mostró su rostro, como confirma la respuesta de Jesús al apóstol Felipe: “Quien me ha visto a mi, ha visto al Padre” (Jn 14,9). El Hijo de Dios, con su encarnación, muerte y resurrección, nos liberó de la esclavitud del pecado para darnos la libertad de los hijos de Dios, y nos dio a conocer el rostro de Dios que es amor: Dios se puede ver, es visible en Cristo. Santa Teresa de Ávila escribe que “no debemos alejarnos de lo que constituye todo nuestro bien y nuestro remedio, es decir, de la santísima humanidad de nuestro Señor Jesucristo” (Castillo interior, 7, 6: Obras Completas, Milán 1998, 1001). Por tanto solo creyendo en Cristo, permaneciendo unidos a Él, los discípulos, entre quienes estamos también nosotros, pueden continuar su acción permanente en la historia: “En verdad, en verdad os digo – dice el Señor –: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago” (Jn 14,12).
La fe en Jesús comporta seguirlo cotidianamente, en las sencillas acciones que componen nuestra jornada. “Es propio del misterio de Dios actuar de modo oculto. Sólo poco a poco Él construye en la gran historia de la humanidad su historia. Se hace hombre pero de manera que pueda ser ignorado por sus contemporáneos, por las fuerzas que cuentan en la historia. Sufre y muere y, como Resucitado, quiere llegar a la humanidad sólo a través de la fe de los suyos a los que se manifiesta. Continuamente Él llama sumisamente a las puertas de nuestros corazones y, si le abrimos, lentamente nos hace capaces de 'ver'” (Jesús de Nazaret II, 2011, 306). San Agustín afirma que “era necesario que Jesús dijese: 'Yo soy el camino, la verdad y la vida' (Jn 14,6), porque una vez conocido el camino faltaba por conocer la meta” (Tractatus in Ioh., 69, 2: CCL 36, 500), y la meta es el Padre. Para los cristianos, para cada uno de nosotros, por tanto, el Camino al Padre es dejarse guiar por Jesús, por su palabra de Verdad, y acoger el don de su Vida. Hagamos nuestra la invitación de san Buenaventura: “Abre por tanto los ojos, tiende el oído espiritual, abre tus labios y dispón tu corazón, para que puedas en todas las criaturas ver, escuchar, alabar, amar, venerar, glorificar, honrar a tu Dios” (Itinerarium mentis in Deum, I, 15).
Queridos amigos, el compromiso de anunciar a Jesucristo, “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6), constituye la tarea principal de la Iglesia. Invoquemos a la Virgen María para que asista siempre a los Pastores y a cuantos en los diversos ministerios anuncian el alegre Mensaje de salvación, para que la Palabra de Dios se difunda y el número de los discípulos se multiplique (cfr Hch 6,7).
[Después del Regina Caeli, dijo]
Queridos hermanos y hermanas
Me uno a la alegría de la Iglesia en Portugal, por la beatificación de Madre María Clara del niño Je´sus, que tuvo lugar ayer en Lisboa; y a la de Brasil, donde hoy, en Salvador de Bahía se proclama beata a sor Dulce Lopes Pontes. Dos mujeres consagradas, en Institutos colocados ambos bajo la protección de María Inmaculada. ¡Sean alabados el Señor y su santa Madre!
[En inglés dijo]
Saludo cordialmente a los visitantes de habla inglesa, que se unen a nosotros para esta oración del Regina Caeli. De modo especial, saludo a los participantes en el curso para formación de líderes que ofrece la comunidad de San Egidio, asegurándoles mi oración por sus esfuerzos para proclamar el Evangelio y servir a los pobres y los necesitados en sus países de origen. También en estos días la Convocatoria Internacional Ecuménica por la Paz, organizada por el Consejo Mundial de Iglesias, se está reuniendo en Kingston, Jamaica. La convocatoria supone la culminación de un programa de diez años para combatir toda forma de violencia. Unámonos en oración por esta noble intención, y renovemos nuestro compromiso de eliminar la violencia en las familias, en la sociedad y en la comunidad internacional. Queridos amigos, que en la alegría de este tiempo pascual, seamos fortalecidos por el Señor resucitado para seguirlo fielmente y participar en su vida. Sobre vosotros y sobre vuestras familias invoco abundantes bendiciones de Dios.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de San Fernando de Henares. En este tiempo de Pascua, el ejemplo de la comunidad apostólica nos llama a manifestar con la palabra y el testimonio de vida la Verdad de Jesucristo, según la propia vocación. El Evangelio de hoy nos muestra el ideal de los diáconos y de los que son llamados al servicio de la comunidad: imbuirse plenamente de la Palabra de Dios y del amor a Jesucristo, para reflejar con sus buenas obras la bondad de Dios. Feliz domingo!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La oración según el Patriarca Abraham Audiencia 18 de mayo 2011
Queridos hermanos y hermanas,
en las dos últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración como fenómeno universal, que -incluso de distintas formas- está presente en las culturas de todas las épocas. Hoy, sin embargo, querría comenzar un recorrido bíblico sobre este tema, que nos conducirá a profundizar en el diálogo de alianza entre Dios y el hombre, que anima la historia de salvación, hasta su culmen, la palabra definitiva que es Jesucristo. Este camino nos hará detenernos en algunos textos importantes y figuras paradigmáticas del Antiguo y Nuevo Testamento. Será Abraham, el gran Patriarca, padre de todos los creyentes (cfr Rm 4,11-12.16-17), el que nos ofrece el primer ejemplo de oración, en el episodio de intercesión por la ciudad de Sodoma y Gomorra. Y quisiera invitaros a aprovechar el recorrido que haremos en las próximas catequesis para aprender a conocer mejor la Biblia, que espero que tengáis en vuestras casas, y, durante la semana, deteneros a leerla y meditarla en la oración, para conocer la maravillosa historia de la relación entre Dios y el hombre, entre el Dios que se comunica con nosotros y el hombre que responde, que reza.
El primer texto sobre el que vamos a reflexionar, se encuentra en el capítulo 18 del Libro del Génesis; se cuenta que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a su cima, tanto que era necesaria una intervención de Dios para realizar un gran acto de justicia y frenar el mal destruyendo aquellas ciudades. Aquí interviene Abraham con su oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que le va a suceder y le hace conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su elegido, elegido para construir un gran pueblo y hacer que todo el mundo alcance la bendición divina. La suya es una misión de salvación, que debe responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre; a través de él, el Señor quiere llevar a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y entonces, este amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza por los que están a punto de ser castigados y pide que sean salvados.
Abraham afronta enseguida el problema en toda su gravedad, y dice al Señor: “Entonces Abraham se le acercó y le dijo: «¿Así que vas a exterminar al justo junto con el culpable? Tal vez haya en la ciudad cincuenta justos. ¿Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti hacer semejante cosa! ¡Matar al justo juntamente con el culpable, haciendo que los dos corran la misma suerte! ¡Lejos de ti! ¿Acaso el Juez de toda la tierra no va a hacer justicia?” (vv. 23-25). Con estas palabras, con gran valentía, Abraham plantea a Dios la necesidad de evitar la justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar el crimen e infligir la pena, pero -afirma el gran Patriarca- sería injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como culpables. Dios, que es un juez justo, no puede actuar así, dice Abraham, justamente, a Dios.
Si leemos, más atentamente el texto, nos damos cuenta de que la petición de Abraham es todavía más seria y profunda, porque no se limita a pedir la salvación para los inocentes. Abraham pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios; dice, de hecho, al Señor: “Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta justos que hay en él?” (v. 24b). De esta manera pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Con su oración, por tanto, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libera de la culpa también a los impíos, perdonándoles. El pensamiento de Abraham, que parece casi paradójico, se podría resumir así: obviamente no se pueden tratar a los inocentes como a los culpables, esto sería injusto, es necesario, sin embargo, tratar a los culpables como a los inocentes, realizando un acto de justicia “superior”, ofreciéndoles una posibilidad de salvación, por que si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose salvar, no continuarán haciendo el mal, se convertirán estos, también, en justos, sin necesitar nunca más ser castigados.
Es esta la petición de justicia que Abraham expresa en su intercesión, una petición que se basa en la certeza de que el Señor es misericordioso. Abraham no pide a Dios una cosa contraria a su esencia, llama a la puerta del corazón de Dios conociendo su verdadera voluntad. Ya que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de Dios y su perdón ¿no son quizás la manifestación de la fuerza del bien, aunque si parece más pequeño y más débil que el mal? La destrucción de Sodoma debía frenar el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otro modos y medios para poner freno a la difusión del mal. Es el perdón el que interrumpe la espiral de pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apela exactamente a esto. Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si encuentra cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia los abismos de la misericordia divina. Abraham -como recordamos- hace disminuir progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación: si no son cincuenta, podrían ser cuarenta y cinco, y así hacia abajo, hasta llegar a diez, continuando con su súplica, que se hace audaz en las insistencia: “Quizá no sean más de cuarenta..treinta... veinte... diez” (cfr vv. 29, 30, 31, 32), y según es más pequeño el número, más grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite después de cada súplica: “perdonaré... no la destruiré... no lo haré” (cfr vv. 26.28.29.30.31.32).
Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá ser salvada, si en ella se encuentran tan sólo diez inocentes. Esta es la potencia de la oración. Porque a través de la intercesión, la oración a Dios por la salvación de los demás, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios tiene siempre hacia el hombre pecador. El mal, de hecho, no puede ser aceptado, debe ser señalado y destruido a través del castigo: la destrucción de Sodoma tenía esta intención. Pero el Señor no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta y que viva (cfr Ez 18,23; 33,11); su deseo es perdonar siempre, salvar, dar la vida, transformar el mal en bien. Si bien, precisamente es este deseo divino el que, en la oración se convierte en el deseo del hombre y se expresa a través de las palabras de intercesión. Con su súplica, Abraham está prestando su propia voz, pero también su propio corazón, a la voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de manifestarse en modo concreto en en la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con la voz de su oración, Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es el de destruir, sino el de salvar a Sodoma, dar vida al pecador convertido.
Y esto es lo que el Señor quiere, y su diálogo con Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La necesidad de encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez más, en menos exigente y al final sólo bastan diez para salvar a la totalidad de la población. Por qué motivo Abraham se detuvo en diez, no lo dice el texto. Quizás es un número que indica un núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez personas, constituyen el quorum necesario para la oración pública hebrea). De todas maneras, se trata de un número exiguo, una pequeña parcela del bien para salvar a un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraban en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. Una destrucción paradójicamente necesaria por la oración de intercesión de Abraham. Porque precisamente esa oración ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin tener unos pocos inocentes desde donde comenzar a transformar el mal en bien.
Porque es este el camino de salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que nos habita. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese rechazo a Dios y del amor que lleva en sí el castigo. Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: “¡Que tu propia maldad te corrija y tus apostasías te sirvan de escarmiento! Reconoce, entonces, y mira qué cosa tan mala y amarga es abandonar al Señor, tu Dios” (Jer 2,19). Es de esta tristeza y amargura de donde el Señor quiere salvar al hombre liberándolo del pecado. Pero es necesaria una transformación desde el interior, una pizca de bien, un comienzo desde donde partir para cambiar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón. Por esto los justos tenían que estar dentro de la ciudad, y Abraham continuamente repite: “Quizás allí se encuentren...” “allí”: es dentro de la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien que puede resanar y devolver la vida. Y una palabra dirigida también a nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien, que hagamos lo necesario para que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente, hacer vivir y sobrevivir a nuestras ciudades y para salvarlas de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra aquel germen de bien no estaba.
Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se amplía más tarde. Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta Jeremías dirá, en nombre del Omnipotente, que basta sólo un justo para salvar Jerusalén: “Recorred las calles de Jerusalén, mirad e informaos bien; buscad por sus plazas a ver si encontráis un hombre, si hay alguien que practique el derecho, que busque la verdad y yo perdonaré a la ciudad” (Jer 5,1). El número ha bajado aún más, la bondad de Dios se muestra aún más grande. -y ni siquiera esto basta, la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta del bien que busca, y Jerusalén cae bajo asedio de los enemigos. Será necesario que Dios se convierta en ese justo. Y este es el misterio de la Encarnación: para garantizar un justo, Él mismo se hace hombre. El justo estará siempre porque es Él: es necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. El infinito y sorprendente amor divino será manifestado en su plenitud cuando el Hijo de Dios se hace hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que llevará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e intercediendo por quienes “no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Entonces la oración de todo hombre encontrará su respuesta , entonces todas nuestras intercesiones serán plenamente escuchadas.
Queridos hermanos y hermanas, la súplica de Abraham, nuestro padre en la fe, nos enseñe a abrir cada vez más, el corazón a la misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oración cotidiana sepamos desear la salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza al Señor que es grande en el amor. Gracias.
[En español dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Colombia, Venezuela, Chile, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a conocer cada vez más la Biblia, a leerla y meditarla en la oración para profundizar así en la maravillosa historia de Dios con el hombre, y abrir el corazón a la sobreabundante misericordia divina. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Saludo finalmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos jóvenes, espero que sepáis reconocer en medio de tantas otras voces del este mundo, la de Cristo, que continua invitando al corazón de quien sabe escuchar. Sed generosos en seguirlo, no tengáis en poner todas vuestras energías y vuestro entusiasmo al servicio del Evangelio. Y vosotros, queridos enfermos, abrid el corazón con confianza; Él no os dejará sin la luz consoladora de su presencia. Finalmente a vosotros, queridos recién casados, espero que vuestras familias respondan a la vocación de ser transparentes al amor de Dios. Gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
en las dos últimas catequesis hemos reflexionado sobre la oración como fenómeno universal, que -incluso de distintas formas- está presente en las culturas de todas las épocas. Hoy, sin embargo, querría comenzar un recorrido bíblico sobre este tema, que nos conducirá a profundizar en el diálogo de alianza entre Dios y el hombre, que anima la historia de salvación, hasta su culmen, la palabra definitiva que es Jesucristo. Este camino nos hará detenernos en algunos textos importantes y figuras paradigmáticas del Antiguo y Nuevo Testamento. Será Abraham, el gran Patriarca, padre de todos los creyentes (cfr Rm 4,11-12.16-17), el que nos ofrece el primer ejemplo de oración, en el episodio de intercesión por la ciudad de Sodoma y Gomorra. Y quisiera invitaros a aprovechar el recorrido que haremos en las próximas catequesis para aprender a conocer mejor la Biblia, que espero que tengáis en vuestras casas, y, durante la semana, deteneros a leerla y meditarla en la oración, para conocer la maravillosa historia de la relación entre Dios y el hombre, entre el Dios que se comunica con nosotros y el hombre que responde, que reza.
El primer texto sobre el que vamos a reflexionar, se encuentra en el capítulo 18 del Libro del Génesis; se cuenta que la maldad de los habitantes de Sodoma y Gomorra estaba llegando a su cima, tanto que era necesaria una intervención de Dios para realizar un gran acto de justicia y frenar el mal destruyendo aquellas ciudades. Aquí interviene Abraham con su oración de intercesión. Dios decide revelarle lo que le va a suceder y le hace conocer la gravedad del mal y sus terribles consecuencias, porque Abraham es su elegido, elegido para construir un gran pueblo y hacer que todo el mundo alcance la bendición divina. La suya es una misión de salvación, que debe responder al pecado que ha invadido la realidad del hombre; a través de él, el Señor quiere llevar a la humanidad a la fe, a la obediencia, a la justicia. Y entonces, este amigo de Dios se abre a la realidad y a las necesidades del mundo, reza por los que están a punto de ser castigados y pide que sean salvados.
Abraham afronta enseguida el problema en toda su gravedad, y dice al Señor: “Entonces Abraham se le acercó y le dijo: «¿Así que vas a exterminar al justo junto con el culpable? Tal vez haya en la ciudad cincuenta justos. ¿Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta justos que hay en él? ¡Lejos de ti hacer semejante cosa! ¡Matar al justo juntamente con el culpable, haciendo que los dos corran la misma suerte! ¡Lejos de ti! ¿Acaso el Juez de toda la tierra no va a hacer justicia?” (vv. 23-25). Con estas palabras, con gran valentía, Abraham plantea a Dios la necesidad de evitar la justicia sumaria: si la ciudad es culpable, es justo condenar el crimen e infligir la pena, pero -afirma el gran Patriarca- sería injusto castigar de modo indiscriminado a todos los habitantes. Si en la ciudad hay inocentes, estos no pueden ser tratados como culpables. Dios, que es un juez justo, no puede actuar así, dice Abraham, justamente, a Dios.
Si leemos, más atentamente el texto, nos damos cuenta de que la petición de Abraham es todavía más seria y profunda, porque no se limita a pedir la salvación para los inocentes. Abraham pide el perdón para toda la ciudad y lo hace apelando a la justicia de Dios; dice, de hecho, al Señor: “Y tú vas a arrasar ese lugar, en vez de perdonarlo por amor a los cincuenta justos que hay en él?” (v. 24b). De esta manera pone en juego una nueva idea de justicia: no la que se limita a castigar a los culpables, como hacen los hombres, sino una justicia distinta, divina, que busca el bien y lo crea a través del perdón que transforma al pecador, lo convierte y lo salva. Con su oración, por tanto, Abraham no invoca una justicia meramente retributiva, sino una intervención de salvación que, teniendo en cuenta a los inocentes, libera de la culpa también a los impíos, perdonándoles. El pensamiento de Abraham, que parece casi paradójico, se podría resumir así: obviamente no se pueden tratar a los inocentes como a los culpables, esto sería injusto, es necesario, sin embargo, tratar a los culpables como a los inocentes, realizando un acto de justicia “superior”, ofreciéndoles una posibilidad de salvación, por que si los malhechores aceptan el perdón de Dios y confiesan su culpa, dejándose salvar, no continuarán haciendo el mal, se convertirán estos, también, en justos, sin necesitar nunca más ser castigados.
Es esta la petición de justicia que Abraham expresa en su intercesión, una petición que se basa en la certeza de que el Señor es misericordioso. Abraham no pide a Dios una cosa contraria a su esencia, llama a la puerta del corazón de Dios conociendo su verdadera voluntad. Ya que Sodoma es una gran ciudad, cincuenta justos parecen poca cosa, pero la justicia de Dios y su perdón ¿no son quizás la manifestación de la fuerza del bien, aunque si parece más pequeño y más débil que el mal? La destrucción de Sodoma debía frenar el mal presente en la ciudad, pero Abraham sabe que Dios tiene otro modos y medios para poner freno a la difusión del mal. Es el perdón el que interrumpe la espiral de pecado, y Abraham, en su diálogo con Dios, apela exactamente a esto. Y cuando el Señor acepta perdonar a la ciudad si encuentra cincuenta justos, su oración de intercesión comienza a descender hacia los abismos de la misericordia divina. Abraham -como recordamos- hace disminuir progresivamente el número de los inocentes necesarios para la salvación: si no son cincuenta, podrían ser cuarenta y cinco, y así hacia abajo, hasta llegar a diez, continuando con su súplica, que se hace audaz en las insistencia: “Quizá no sean más de cuarenta..treinta... veinte... diez” (cfr vv. 29, 30, 31, 32), y según es más pequeño el número, más grande se revela y se manifiesta la misericordia de Dios, que escucha con paciencia la oración, la acoge y repite después de cada súplica: “perdonaré... no la destruiré... no lo haré” (cfr vv. 26.28.29.30.31.32).
Así, por la intercesión de Abraham, Sodoma podrá ser salvada, si en ella se encuentran tan sólo diez inocentes. Esta es la potencia de la oración. Porque a través de la intercesión, la oración a Dios por la salvación de los demás, se manifiesta y se expresa el deseo de salvación que Dios tiene siempre hacia el hombre pecador. El mal, de hecho, no puede ser aceptado, debe ser señalado y destruido a través del castigo: la destrucción de Sodoma tenía esta intención. Pero el Señor no quiere la muerte del malvado, sino que se convierta y que viva (cfr Ez 18,23; 33,11); su deseo es perdonar siempre, salvar, dar la vida, transformar el mal en bien. Si bien, precisamente es este deseo divino el que, en la oración se convierte en el deseo del hombre y se expresa a través de las palabras de intercesión. Con su súplica, Abraham está prestando su propia voz, pero también su propio corazón, a la voluntad divina: el deseo de Dios es misericordia, amor y voluntad de salvación, y este deseo de Dios ha encontrado en Abraham y en su oración la posibilidad de manifestarse en modo concreto en en la historia de los hombres, para estar presente donde hay necesidad de gracia. Con la voz de su oración, Abraham está dando voz al deseo de Dios, que no es el de destruir, sino el de salvar a Sodoma, dar vida al pecador convertido.
Y esto es lo que el Señor quiere, y su diálogo con Abraham es una prolongada e inequívoca manifestación de su amor misericordioso. La necesidad de encontrar hombres justos en la ciudad se vuelve cada vez más, en menos exigente y al final sólo bastan diez para salvar a la totalidad de la población. Por qué motivo Abraham se detuvo en diez, no lo dice el texto. Quizás es un número que indica un núcleo comunitario mínimo (todavía hoy, diez personas, constituyen el quorum necesario para la oración pública hebrea). De todas maneras, se trata de un número exiguo, una pequeña parcela del bien para salvar a un gran mal. Pero ni siquiera diez justos se encontraban en Sodoma y Gomorra, y las ciudades fueron destruidas. Una destrucción paradójicamente necesaria por la oración de intercesión de Abraham. Porque precisamente esa oración ha revelado la voluntad salvífica de Dios: el Señor estaba dispuesto a perdonar, deseaba hacerlo, pero las ciudades estaban encerradas en un mal total y paralizante, sin tener unos pocos inocentes desde donde comenzar a transformar el mal en bien.
Porque es este el camino de salvación que también Abraham pedía: ser salvados no quiere decir simplemente escapar del castigo, sino ser liberados del mal que nos habita. No es el castigo el que debe ser eliminado, sino el pecado, ese rechazo a Dios y del amor que lleva en sí el castigo. Dirá el profeta Jeremías al pueblo rebelde: “¡Que tu propia maldad te corrija y tus apostasías te sirvan de escarmiento! Reconoce, entonces, y mira qué cosa tan mala y amarga es abandonar al Señor, tu Dios” (Jer 2,19). Es de esta tristeza y amargura de donde el Señor quiere salvar al hombre liberándolo del pecado. Pero es necesaria una transformación desde el interior, una pizca de bien, un comienzo desde donde partir para cambiar el mal en bien, el odio en amor, la venganza en perdón. Por esto los justos tenían que estar dentro de la ciudad, y Abraham continuamente repite: “Quizás allí se encuentren...” “allí”: es dentro de la realidad enferma donde tiene que estar ese germen de bien que puede resanar y devolver la vida. Y una palabra dirigida también a nosotros: que en nuestras ciudades haya un germen de bien, que hagamos lo necesario para que no sean sólo diez justos, para conseguir realmente, hacer vivir y sobrevivir a nuestras ciudades y para salvarlas de esta amargura interior que es la ausencia de Dios. Y en la realidad enferma de Sodoma y Gomorra aquel germen de bien no estaba.
Pero la misericordia de Dios en la historia de su pueblo se amplía más tarde. Si para salvar Sodoma eran necesarios diez justos, el profeta Jeremías dirá, en nombre del Omnipotente, que basta sólo un justo para salvar Jerusalén: “Recorred las calles de Jerusalén, mirad e informaos bien; buscad por sus plazas a ver si encontráis un hombre, si hay alguien que practique el derecho, que busque la verdad y yo perdonaré a la ciudad” (Jer 5,1). El número ha bajado aún más, la bondad de Dios se muestra aún más grande. -y ni siquiera esto basta, la sobreabundante misericordia de Dios no encuentra la respuesta del bien que busca, y Jerusalén cae bajo asedio de los enemigos. Será necesario que Dios se convierta en ese justo. Y este es el misterio de la Encarnación: para garantizar un justo, Él mismo se hace hombre. El justo estará siempre porque es Él: es necesario que Dios mismo se convierta en ese justo. El infinito y sorprendente amor divino será manifestado en su plenitud cuando el Hijo de Dios se hace hombre, el Justo definitivo, el perfecto Inocente, que llevará la salvación al mundo entero muriendo en la cruz, perdonando e intercediendo por quienes “no saben lo que hacen” (Lc 23,34). Entonces la oración de todo hombre encontrará su respuesta , entonces todas nuestras intercesiones serán plenamente escuchadas.
Queridos hermanos y hermanas, la súplica de Abraham, nuestro padre en la fe, nos enseñe a abrir cada vez más, el corazón a la misericordia sobreabundante de Dios, para que en la oración cotidiana sepamos desear la salvación de la humanidad y pedirla con perseverancia y con confianza al Señor que es grande en el amor. Gracias.
[En español dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Colombia, Venezuela, Chile, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a conocer cada vez más la Biblia, a leerla y meditarla en la oración para profundizar así en la maravillosa historia de Dios con el hombre, y abrir el corazón a la sobreabundante misericordia divina. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Saludo finalmente a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Queridos jóvenes, espero que sepáis reconocer en medio de tantas otras voces del este mundo, la de Cristo, que continua invitando al corazón de quien sabe escuchar. Sed generosos en seguirlo, no tengáis en poner todas vuestras energías y vuestro entusiasmo al servicio del Evangelio. Y vosotros, queridos enfermos, abrid el corazón con confianza; Él no os dejará sin la luz consoladora de su presencia. Finalmente a vosotros, queridos recién casados, espero que vuestras familias respondan a la vocación de ser transparentes al amor de Dios. Gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Jesús, el Buen Pastor Regina 15 de mayo 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
La liturgia del IV Domingo de Pascua nos presenta uno de los iconos más bellos que, desde los primeros siglos de la Iglesia, han representado al Señor Jesús: el del Buen Pastor. El Evangelio de san Juan, en el capítulo décimo, nos describe los rasgos peculiares de la relación entre Cristo Pastor y su rebaño, una relación tan estrecha que nadie podrá jamás apartar a las ovejas de su mano. Estas, de hecho, están unidas a Él por un vínculo de amor y de conocimiento recíproco, que les garantiza el don inconmensurable de la vida eterna. Al mismo tiempo, la actitud del rebaño hacia el Buen Pastor, Cristo, es presentada por el Evangelista con dos verbos específicos: escuchar y seguir. Estos términos designan las características fundamentales de aquellos que viven el seguimiento del Señor. Ante todo la escucha de su Palabra, de la que nace y se alimenta la fe. Sólo el que está atento a la voz del Señor es capaz de valorar en su propia conciencia las decisiones justas para actuar según Dios. De la escucha deriva, por tanto, el seguir a Jesús: se actúa como discípulo después de haber escuchado y acogido interiormente las enseñanzas del Maestro, para vivirlas cotidianamente.
En este domingo surge espontáneamente recordar a Dios a los Pastores de la Iglesia, y a quienes se están formando para ser Pastores. Os invito por tanto a una especial oración por los obispos – ¡incluido el Obispo de Roma! –, por los párrocos, por todos aquellos que tienen responsabilidades en la guía del rebaño de Cristo, para que sean fieles y sabios al llevar a cabo su ministerio. En particular, rezamos por las vocaciones al sacerdocio en esta Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, para que no falten nunca obreros válidos en la mies del Señor. Hace setenta años, el Venerable Pío XII instituyó la Obra Pontificia para las vocaciones sacerdotales. La feliz intuición de mi Predecesor se fundaba en la convicción de que las vocaciones crecen y maduran en las Iglesias particulares, facilitadas por contextos familiares sanos y robustecidos por el espíritu de fe, de caridad y de piedad. En el mensaje enviado para esta Jornada Mundial subrayé que una vocación se realiza cuando se sale “de la propia voluntad cerrada y de la propia idea de autorrealización, para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, dejándose guiar por ella”. También en este tiempo, en el que la voz del Señor corre el riesgo de ser ahogada en medio de tantas voces, cada comunidad eclesial está llamada a promover y cuidar las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Los hombres, de hecho, siempre tienen necesidad de Dios, también en nuestro mundo tecnológico, y siempre habrá necesidad de Pastores que anuncien su palabra y que hagan encontrar al Señor en los Sacramentos.
Queridos hermanos y hermanas, revigorizados por la alegría pascual y por la fe en el Resucitado, confiemos nuestros propósitos y nuestras intenciones a la Virgen María, madre de toda vocación, para que con su intercesión suscite y sostenga numerosas y santas vocaciones al servicio de la Iglesia y del mundo.
[Después del Regina Coeli dijo]
Continuo siguiendo con gran aprensión el dramático conflicto armado que, en Libia, ha causado un elevado número de víctimas y de sufrimientos, sobre todo entre la población civil. Renueo un llamamiento urgente para que la vía de la negociación y del diálogo prevalezca sobre la de la violencia, con la ayuda de los Organismos internacionales que están trabajando para buscar una solución a la crisis. Aseguro, además, mi orante y conmovida participación en el empeño con el que la Iglesia local asiste a la población, en particular a través de las personas consagradas presentes en los hospitales.
Mi pensamiento va también a Siria, donde es urgente restablecer una convivencia basada en la concordia y en la unidad. Pido a Dios que no haya más derramamientos de sangre en esa Patria de grandes religiones y civilizaciones, e invito a las Autoridades y a todos los ciudadanos que no ahorren ningún esfuerzo en la búsqueda del bien común y en la acogida de las legítimas aspiraciones a un futuro de paz y de estabilidad.
Queridos hermanos y hermanas, la beatificación del Papa Juan Pablo II ha tenido una resonancia mundial. Hay otros testigos ejemplares de Cristo, mucho menos conocidos, a los que la Iglesia señala con alegría a la veneración de los fieles. Hoy, en Würzburg, en Alemania, ha sido proclamado beato Georg Häfner, sacerdote diocesano, muerto mártir en el campo de concentración de Dachau; y el pasado sábado 7 de mayo, en Pozzuoli, fue beatificado otro presbítero, Giustino Maria Russolillo, fundador de la Sociedad de las Divinas Vocaciones. ¡Demos gracias al Señor porque no hace que falten santos sacerdotes a su Iglesia!
[En español dijo]
Saludo con afecto a los fieles de lengua española. En este cuarto domingo de Pascua, llamado «del Buen Pastor», celebramos la Jornada mundial de oración por las vocaciones. Invito a todos asumir el compromiso en la promoción y cuidado de las vocaciones, a alentar y sostener a los que muestran indicios de una llamada a la vida sacerdotal o a la vida consagrada. Roguemos al «Señor de la mies», que conceda a su Iglesia numerosas y santas vocaciones. Confiemos igualmente a la maternal protección de María, la Virgen, a todos aquellos que han respondido a la llamada de Dios en sus vidas. Muchas gracias y Feliz Domingo
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
La liturgia del IV Domingo de Pascua nos presenta uno de los iconos más bellos que, desde los primeros siglos de la Iglesia, han representado al Señor Jesús: el del Buen Pastor. El Evangelio de san Juan, en el capítulo décimo, nos describe los rasgos peculiares de la relación entre Cristo Pastor y su rebaño, una relación tan estrecha que nadie podrá jamás apartar a las ovejas de su mano. Estas, de hecho, están unidas a Él por un vínculo de amor y de conocimiento recíproco, que les garantiza el don inconmensurable de la vida eterna. Al mismo tiempo, la actitud del rebaño hacia el Buen Pastor, Cristo, es presentada por el Evangelista con dos verbos específicos: escuchar y seguir. Estos términos designan las características fundamentales de aquellos que viven el seguimiento del Señor. Ante todo la escucha de su Palabra, de la que nace y se alimenta la fe. Sólo el que está atento a la voz del Señor es capaz de valorar en su propia conciencia las decisiones justas para actuar según Dios. De la escucha deriva, por tanto, el seguir a Jesús: se actúa como discípulo después de haber escuchado y acogido interiormente las enseñanzas del Maestro, para vivirlas cotidianamente.
En este domingo surge espontáneamente recordar a Dios a los Pastores de la Iglesia, y a quienes se están formando para ser Pastores. Os invito por tanto a una especial oración por los obispos – ¡incluido el Obispo de Roma! –, por los párrocos, por todos aquellos que tienen responsabilidades en la guía del rebaño de Cristo, para que sean fieles y sabios al llevar a cabo su ministerio. En particular, rezamos por las vocaciones al sacerdocio en esta Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, para que no falten nunca obreros válidos en la mies del Señor. Hace setenta años, el Venerable Pío XII instituyó la Obra Pontificia para las vocaciones sacerdotales. La feliz intuición de mi Predecesor se fundaba en la convicción de que las vocaciones crecen y maduran en las Iglesias particulares, facilitadas por contextos familiares sanos y robustecidos por el espíritu de fe, de caridad y de piedad. En el mensaje enviado para esta Jornada Mundial subrayé que una vocación se realiza cuando se sale “de la propia voluntad cerrada y de la propia idea de autorrealización, para sumergirse en otra voluntad, la de Dios, dejándose guiar por ella”. También en este tiempo, en el que la voz del Señor corre el riesgo de ser ahogada en medio de tantas voces, cada comunidad eclesial está llamada a promover y cuidar las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Los hombres, de hecho, siempre tienen necesidad de Dios, también en nuestro mundo tecnológico, y siempre habrá necesidad de Pastores que anuncien su palabra y que hagan encontrar al Señor en los Sacramentos.
Queridos hermanos y hermanas, revigorizados por la alegría pascual y por la fe en el Resucitado, confiemos nuestros propósitos y nuestras intenciones a la Virgen María, madre de toda vocación, para que con su intercesión suscite y sostenga numerosas y santas vocaciones al servicio de la Iglesia y del mundo.
[Después del Regina Coeli dijo]
Continuo siguiendo con gran aprensión el dramático conflicto armado que, en Libia, ha causado un elevado número de víctimas y de sufrimientos, sobre todo entre la población civil. Renueo un llamamiento urgente para que la vía de la negociación y del diálogo prevalezca sobre la de la violencia, con la ayuda de los Organismos internacionales que están trabajando para buscar una solución a la crisis. Aseguro, además, mi orante y conmovida participación en el empeño con el que la Iglesia local asiste a la población, en particular a través de las personas consagradas presentes en los hospitales.
Mi pensamiento va también a Siria, donde es urgente restablecer una convivencia basada en la concordia y en la unidad. Pido a Dios que no haya más derramamientos de sangre en esa Patria de grandes religiones y civilizaciones, e invito a las Autoridades y a todos los ciudadanos que no ahorren ningún esfuerzo en la búsqueda del bien común y en la acogida de las legítimas aspiraciones a un futuro de paz y de estabilidad.
Queridos hermanos y hermanas, la beatificación del Papa Juan Pablo II ha tenido una resonancia mundial. Hay otros testigos ejemplares de Cristo, mucho menos conocidos, a los que la Iglesia señala con alegría a la veneración de los fieles. Hoy, en Würzburg, en Alemania, ha sido proclamado beato Georg Häfner, sacerdote diocesano, muerto mártir en el campo de concentración de Dachau; y el pasado sábado 7 de mayo, en Pozzuoli, fue beatificado otro presbítero, Giustino Maria Russolillo, fundador de la Sociedad de las Divinas Vocaciones. ¡Demos gracias al Señor porque no hace que falten santos sacerdotes a su Iglesia!
[En español dijo]
Saludo con afecto a los fieles de lengua española. En este cuarto domingo de Pascua, llamado «del Buen Pastor», celebramos la Jornada mundial de oración por las vocaciones. Invito a todos asumir el compromiso en la promoción y cuidado de las vocaciones, a alentar y sostener a los que muestran indicios de una llamada a la vida sacerdotal o a la vida consagrada. Roguemos al «Señor de la mies», que conceda a su Iglesia numerosas y santas vocaciones. Confiemos igualmente a la maternal protección de María, la Virgen, a todos aquellos que han respondido a la llamada de Dios en sus vidas. Muchas gracias y Feliz Domingo
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: oración y sentido religioso Audiencia miercoles 11 mayo 2011
Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera continuar reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.
Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del secularismo. Parece que Dios haya desaparecido del horizonte de muchas personas o que se haya convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Vemos, sin embargo, al mismo tiempo, muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, ha fracasado la previsión de quien, en la época de la Ilustración, anunciaba la desaparición de las religiones y exaltaba la razón absoluta, separada de la fe, una razón que habría ahuyentado las tinieblas de los dogmas religiosos y que habría disuelto “el mundo de lo sagrado”, restituyendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía de Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas Guerras Mundiales pusieron en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia ... Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que le llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres” (nº 2566). Podríamos decir – como mostré en la catequesis anterior – que no ha habido ninguna gran civilización, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, que no haya sido religiosa.
El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: “el deseo de Dios – afirma también el Catecismo – está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios” (nº27). La imagen del Creador está impresa en su ser y siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que tienen que ver con el sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Para este fin, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, en el tentativo de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre “digital” así como el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa las vías para superar su finitud y para segurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría una sentido completo, y la felicidad a la que tendemos, se proyecta hacia un futuro, hacia un mañana que se tiene que cumplir todavía. El Concilio Vaticano II, en la Declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente. Dice: “Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre, cuál es el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio, la sanción después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia donde nos dirigimos?” (nº1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque sea iluso y crea todavía que es autosuficiente, tiene la experiencia de que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse al otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta, debe salir de sí mismo hacia Él que puede colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.
El hombre lleva dentro de si una sed del infinito, una nostalgia de la eternidad, una búsqueda de la belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo empujan hacia el Absoluto; el hombre lleva dentro el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como la “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia y finalmente el pecado de cada uno de los que rezan. La historia del hombre ha conocido, en efecto, variadas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia lo Alto y hacia el Más Allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.
De hecho, queridos hermanos y hermanas, como vimos el pasado miércoles, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto a tal, delhomo orans, es necesario tener presente que esta es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y fundamenta sus raíces en lo más profundo de la persona; por esto no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, puede estar sujeta a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, de la tensión hacia lo Invisible, lo Inesperado y lo Inefable. Por esto, la experiencia de la oración es un desafío para todos, una “gracia” que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.
En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y a su situación frente a Dios, a partir de Dios y respecto a Dios, y experimenta ser criatura necesitada de ayuda, incapaz de procurarse por sí mismo el cumplimiento d ella propia existencia y de la propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que “rezar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo”. En la dinámica de esta relación con quien da el sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que lleva en sí mismo una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas -condición de indigencia y de esclavitud- o puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, “pecador”. En la experiencia de la oración, la criatura humana expresa toda su conciencia de sí misma, todo lo que consigue captar de su existencia y, a la vez, se dirige, toda ella, al Ser frente al cual está, orienta su alma a aquel Misterio del que espera el cumplimiento de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de la propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse “más allá” está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.
Sin embargo, sólo en el Dios que se revela encuentra su plena realización la búsqueda del hombre. La oración que es la apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte en una relación personal con Él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de llamar al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: “Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la actitud del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de Alianza. A través de palabras y de actos, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación” (nº2567).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a estar más tiempo delante de Dios, al Dios que se ha revelado en Jesucristo, aprendamos a reconocer en el silencio, en la intimidad de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para hacernos ir más allá de los límites de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con Él que es Infinito Amor. ¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los jóvenes de Guatapé, Colombia, así como a los grupos provenientes de España, México, Panamá, Argentina y otros países latinoamericanos. Os invito a que entrando en el silencio de vuestro interior aprendáis a reconocer la voz que os llama y os conduce a lo más intimo de vuestro ser, para abriros a Dios, que es Amor Infinito. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados, exhortando a todos a intensificar la práctica piadosa del Santo Rosario, especialmente en este mes de mayo dedicado a la Madre de Dios. Os invito a vosotros, queridos jóvenes, a valorar esta tradicional oración mariana, que ayuda a comprender mejor y a asimilar los momentos centrales de la salvación realizada por Cristo. Os exhorto a vosotros, queridos enfermos, a dirigiros con confianza a la Virgen María mediante este pío ejercicio, confiándole a Ella todas vuestras necesidades. Os exhorto a vosotros, queridos recién casados, a hacer del rezo del Rosario en familia, un momento de crecimiento espiritual bajo la mirada de la Virgen María.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
© Copyright 2011 - Libreria Editrice Vaticana]
hoy quisiera continuar reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.
Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del secularismo. Parece que Dios haya desaparecido del horizonte de muchas personas o que se haya convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Vemos, sin embargo, al mismo tiempo, muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, ha fracasado la previsión de quien, en la época de la Ilustración, anunciaba la desaparición de las religiones y exaltaba la razón absoluta, separada de la fe, una razón que habría ahuyentado las tinieblas de los dogmas religiosos y que habría disuelto “el mundo de lo sagrado”, restituyendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía de Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas Guerras Mundiales pusieron en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.
El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia ... Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que le llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres” (nº 2566). Podríamos decir – como mostré en la catequesis anterior – que no ha habido ninguna gran civilización, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, que no haya sido religiosa.
El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: “el deseo de Dios – afirma también el Catecismo – está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios” (nº27). La imagen del Creador está impresa en su ser y siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que tienen que ver con el sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Para este fin, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, en el tentativo de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre “digital” así como el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa las vías para superar su finitud y para segurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría una sentido completo, y la felicidad a la que tendemos, se proyecta hacia un futuro, hacia un mañana que se tiene que cumplir todavía. El Concilio Vaticano II, en la Declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente. Dice: “Los hombres esperan de las diversas religiones la respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana, que hoy como ayer, conmueven íntimamente su corazón: ¿Qué es el hombre, cuál es el sentido y el fin de nuestra vida, el bien y el pecado, el origen y el fin del dolor, el camino para conseguir la verdadera felicidad, la muerte, el juicio, la sanción después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, aquel último e inefable misterio que envuelve nuestra existencia, del cual procedemos y hacia donde nos dirigimos?” (nº1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque sea iluso y crea todavía que es autosuficiente, tiene la experiencia de que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse al otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta, debe salir de sí mismo hacia Él que puede colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.
El hombre lleva dentro de si una sed del infinito, una nostalgia de la eternidad, una búsqueda de la belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo empujan hacia el Absoluto; el hombre lleva dentro el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como la “expresión del deseo que el hombre tiene de Dios”. Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia y finalmente el pecado de cada uno de los que rezan. La historia del hombre ha conocido, en efecto, variadas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia lo Alto y hacia el Más Allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.
De hecho, queridos hermanos y hermanas, como vimos el pasado miércoles, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto a tal, delhomo orans, es necesario tener presente que esta es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y fundamenta sus raíces en lo más profundo de la persona; por esto no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, puede estar sujeta a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, de la tensión hacia lo Invisible, lo Inesperado y lo Inefable. Por esto, la experiencia de la oración es un desafío para todos, una “gracia” que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.
En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y a su situación frente a Dios, a partir de Dios y respecto a Dios, y experimenta ser criatura necesitada de ayuda, incapaz de procurarse por sí mismo el cumplimiento d ella propia existencia y de la propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que “rezar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo”. En la dinámica de esta relación con quien da el sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que lleva en sí mismo una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas -condición de indigencia y de esclavitud- o puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, “pecador”. En la experiencia de la oración, la criatura humana expresa toda su conciencia de sí misma, todo lo que consigue captar de su existencia y, a la vez, se dirige, toda ella, al Ser frente al cual está, orienta su alma a aquel Misterio del que espera el cumplimiento de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de la propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse “más allá” está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.
Sin embargo, sólo en el Dios que se revela encuentra su plena realización la búsqueda del hombre. La oración que es la apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte en una relación personal con Él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de llamar al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: “Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, la actitud del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de Alianza. A través de palabras y de actos, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación” (nº2567).
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a estar más tiempo delante de Dios, al Dios que se ha revelado en Jesucristo, aprendamos a reconocer en el silencio, en la intimidad de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para hacernos ir más allá de los límites de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con Él que es Infinito Amor. ¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los jóvenes de Guatapé, Colombia, así como a los grupos provenientes de España, México, Panamá, Argentina y otros países latinoamericanos. Os invito a que entrando en el silencio de vuestro interior aprendáis a reconocer la voz que os llama y os conduce a lo más intimo de vuestro ser, para abriros a Dios, que es Amor Infinito. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Me dirijo, finalmente, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados, exhortando a todos a intensificar la práctica piadosa del Santo Rosario, especialmente en este mes de mayo dedicado a la Madre de Dios. Os invito a vosotros, queridos jóvenes, a valorar esta tradicional oración mariana, que ayuda a comprender mejor y a asimilar los momentos centrales de la salvación realizada por Cristo. Os exhorto a vosotros, queridos enfermos, a dirigiros con confianza a la Virgen María mediante este pío ejercicio, confiándole a Ella todas vuestras necesidades. Os exhorto a vosotros, queridos recién casados, a hacer del rezo del Rosario en familia, un momento de crecimiento espiritual bajo la mirada de la Virgen María.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
© Copyright 2011 - Libreria Editrice Vaticana]
Viaje del papa a Aquilea y Venecia: Regina Coeli en Mestre Regina 8 mayo 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Al concluir esta solemne celebración eucarística, dirijamos nuestra mirada a María, Regina Caeli [Reina del Cielo, ndt.]. En el alba de la Pascua, se convierte en la Madre del Resucitado y su unión con él es tan profunda que allí donde el Hijo está no puede faltar la presencia de la Madre. En vuestros espléndidos lugares, don y signo de la belleza de Dios, ¡cuántos santuarios, iglesias y capillas están dedicados a María! En ella se refleja el rostro luminoso de Cristo. Si la seguimos dócilmente, la Virgen nos conduce a Él.
En estos días de tiempo pascual, dejémonos conquistar por Cristo resucitado. En Él tiene inicio el nuevo mundo del amor y de la paz que constituye la profunda aspiración de cada corazón humano. Que el Señor os conceda, a quienes habitáis en estas tierras, ricas de una larga historia cristiana, vivir el Evangelio siguiendo el modelo de la Iglesia naciente, en la cual "la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma" (Hechos 4, 32).
Invoquemos a María Santísima, que sostuvo a los primeros testigos de su Hijo en la predicación de la Buena Noticia, para que sostenga también hoy los esfuerzos apostólicos de los sacerdotes; haga fecundo el testimonio de los religiosos y de las religiosas; anime la obra diaria de los padres en la primera transmisión de la fe a sus hijos; ilumine el camino de los jóvenes para que avancen confiados por la senda trazada por la fe de sus padres; colme de firme esperanza los corazones de los ancianos; consuele con su cercanía a los enfermos y a todos los que sufren; refuerce la obra de los numerosos laicos que colaboran activamente en la nueva evangelización, en la parroquias, en las asociaciones, como la Acción Católica --tan enraizada y presente en estas tierras--, en los movimientos que, con la variedad de sus carismas, y de sus acciones, son un signo de la riqueza del tejido eclesial --pienso en realidades como la del movimiento de los Focolares, Comunión y Liberación o el Camino Neocatecumenal, sólo por mencionar algunas--.
Aliento a todos a trabajar con verdadero espíritu de comunión en esta gran viña a la que el Señor nos ha llamado a trabajar. María, Madre del Resucitado y de la Iglesia, ¡ruega por nosotros!
[©Libreria Editrice Vaticana]
Al concluir esta solemne celebración eucarística, dirijamos nuestra mirada a María, Regina Caeli [Reina del Cielo, ndt.]. En el alba de la Pascua, se convierte en la Madre del Resucitado y su unión con él es tan profunda que allí donde el Hijo está no puede faltar la presencia de la Madre. En vuestros espléndidos lugares, don y signo de la belleza de Dios, ¡cuántos santuarios, iglesias y capillas están dedicados a María! En ella se refleja el rostro luminoso de Cristo. Si la seguimos dócilmente, la Virgen nos conduce a Él.
En estos días de tiempo pascual, dejémonos conquistar por Cristo resucitado. En Él tiene inicio el nuevo mundo del amor y de la paz que constituye la profunda aspiración de cada corazón humano. Que el Señor os conceda, a quienes habitáis en estas tierras, ricas de una larga historia cristiana, vivir el Evangelio siguiendo el modelo de la Iglesia naciente, en la cual "la multitud de los creyentes tenía un solo corazón y una sola alma" (Hechos 4, 32).
Invoquemos a María Santísima, que sostuvo a los primeros testigos de su Hijo en la predicación de la Buena Noticia, para que sostenga también hoy los esfuerzos apostólicos de los sacerdotes; haga fecundo el testimonio de los religiosos y de las religiosas; anime la obra diaria de los padres en la primera transmisión de la fe a sus hijos; ilumine el camino de los jóvenes para que avancen confiados por la senda trazada por la fe de sus padres; colme de firme esperanza los corazones de los ancianos; consuele con su cercanía a los enfermos y a todos los que sufren; refuerce la obra de los numerosos laicos que colaboran activamente en la nueva evangelización, en la parroquias, en las asociaciones, como la Acción Católica --tan enraizada y presente en estas tierras--, en los movimientos que, con la variedad de sus carismas, y de sus acciones, son un signo de la riqueza del tejido eclesial --pienso en realidades como la del movimiento de los Focolares, Comunión y Liberación o el Camino Neocatecumenal, sólo por mencionar algunas--.
Aliento a todos a trabajar con verdadero espíritu de comunión en esta gran viña a la que el Señor nos ha llamado a trabajar. María, Madre del Resucitado y de la Iglesia, ¡ruega por nosotros!
[©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Es necesario aprender a rezar Audiencia 5 mayo 2011
Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera iniciar una nueva serie de catequesis. Tras las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, sobre las grandes mujeres, quisiera elegir ahora un tema muy importante para todos nosotros: es el tema de la oración, de manera específica la cristiana, es decir, la oración que nos enseñó Jesús y que sigue enseñándonos la Iglesia. Es en Jesús, de hecho, donde el hombre se capacita para acercarse a Dios, con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Junto a los primeros discípulos, con humilde confianza nos dirigimos ahora al Maestro y Le pedimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1).
En las próximas catequesis, acercándonos a la Sagrada Escritura, a la gran tradición de los Padres de la Iglesia, a los Maestros de espiritualidad, a la Liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una “Escuela de Oración”. Sabemos bien que, de hecho, la oración no se da por descontado: es necesario aprender a rezar, casi adquiriendo de nuevo este arte; incluso los que están muy avanzados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a rezar con autenticidad. Recibimos la primera lección del Señor a través de Su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que ha venido al mundo, no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo ha enviado para la salvación del hombre.
En esta primera catequesis, como introducción, querría proponer algunos ejemplos de oración presentes en las culturas antiguas, para revelar como, prácticamente siempre y en todas partes se han dirigido a Dios.
En el antiguo Egipto, por ejemplo, un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que se le restituyese la vista, demuestra algo universalmente humano, como la pura y simple oración de petición de quien se encuentra en el sufrimiento. Este hombre reza: “Mi corazón desea verte... Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. ¡Que yo te vea! Inclina hacia mí tu rostro amado” (…) (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte ancienne, Paris 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia 1993, p. 30).
En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, no falto de la esperanza de la redención y liberación por parte de Dios. Podemos apreciar así, esta súplica de parte de un creyente de aquellos antiguos cultos: “Oh Dios que eres indulgente incluso con las culpas más graves, absuelve mi pecado... Mira Señor a tu siervo agotado, y sopla tu brisa sobre él: sin demora perdónale. Levanta tu severo castigo. Disueltos estos lazos, permite que yo vuelva a respirar; rompe mis cadenas, libérame de mis ataduras” (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, Paris 1976, trad. it. in Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37). Son expresiones que demuestran como el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque confusamente, su culpa por una parte y también aspectos de misericordia y de bondad divinas. Dentro de la religión pagana de la Antigua Grecia, se asiste a una evolución muy significativa: las oraciones, aunque continúan invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida cotidiana y para conseguir beneficios materiales, se dirigen progresivamente a peticiones más desinteresadas, que consienten al hombre creyente, profundizar en su relación con Dios y mejorar. Por ejemplo, el gran filósofo Platón relata una oración de su maestro Sócrates, considerado justamente uno de los fundadores del pensamiento occidental. Oraba así Sócrates: “Haced que yo sea hermoso por dentro. Que yo considere rico a quien es sabio, y que posea de dinero sólo cuanto pueda tomar y llevar el sabio. No pido más” (Obras I. Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Querría ser sobre todo hermoso por dentro y sabio, no rico en dinero.
En aquellas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, contiene oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de estas recita así: “Sostén de la tierra, que sobre la tierra tienes tu sede, seas quien seas, es difícil saberlo, Zeus, sea tu ley por naturaleza o por pensamiento de los mortales, a ti me dirijo: ya que tu, procediendo por caminos silenciosos, guías las vicisitudes humanas según justicia" (Eurípides, Troiane, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. Cit., p. 54). Dios siguen siendo un poco nebuloso y sin embargo el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.
También los romanos, que constituyeron aquel gran imperio en el que nació y se difundió, en gran parte, el Cristianismo de los orígenes, la oración, aunque se asociaba a una concepción utilitaria y fundamentalmente ligada a la petición de la protección divina sobre la comunidad civil, se abre a veces, a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y agradecimiento. De esto es testigo un autor de la África romana del siglo II después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de sus contemporáneos hacia la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: "Tu sí que eres santa, tu eres en todo tiempo salvadora de la especie humana, tu, en tu generosidad, ofrecer siempre auxilio a los mortales, tu ofreces a los miserables en aprietos el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni momento alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios" (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79).
En el mismo periodo, el emperador Marco Aurelio -que también era un filósofo que pensaba en la condición humana- afirma la necesidad de rezar para establecer una cooperación fructífera entre acción divina y acción humana. Escribe en sus Recuerdos: “¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayuden también en lo que depende de nosotros? Comienza a rezarles y verás” (Dictionnaire de Spiritualitè XII/2, col. 2213). Este consejo del emperador filósofo fue, efectivamente, puesto en práctica por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando que la vida humana sin la oración, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, se queda sin sentido y privada de referencias. En toda oración, de hecho, se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que experimenta por una parte debilidad e indigencia, y por esto, pide ayuda al Cielo, y por la otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque se prepara a acoger la Revelación divina, se descubre capaz de entrar en comunión con Dios.
Queridos amigos, en estos ejemplos de oración de las distintas épocas y civilizaciones, surge la conciencia del ser humano de su condición de criatura y de su dependencia de Otro, que es superior a él y fuente de todo bien. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede hacer otra cosa que preguntarse cual es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y descorazonador, si no se pone en relación con el misterio de Dios y de su diseño sobre el mundo. La vida humana es una mezcla del bien y del mal, de sufrimiento inmerecido y de la alegría y belleza, que espontánea e irresistiblemente nos empuja a pedir a Dios la luz y la fuerza interior que nos socorra en la tierra y se abra a una esperanza que va más allá de los confines de la muerte. Las religiones paganas siguen siendo una invocación que desde la tierra espera una palabra del Cielo. Uno de los últimso grandes filósofos paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Costantinopla, da voz a esta espera, diciendo: “Incognoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. Son tuyos nuestros males y nuestros bienes, de ti cada hálito nuestro depende, oh Inefable, que nuestras almas sienten presente, elevándote un himno de silencio" (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).
En los ejemplos de oración de las distintas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que se realiza completamente y llega a su plena expresión en el Antiguo y Nuevo Testamento. La Revelación, de hecho, purifica y lleva a su plenitud el original anhelo del hombre de Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celeste.
En el inicio de nuestro camino en la Escuela de Oración, queremos ahora pedir al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón, para que la relación con Él en la oración sea siempre más intensa, con un afecto constante. Y de nuevo Le decimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). ¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los formadores y alumnos del Seminario Menor de la Asunción de Santiago de Compostela y a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que experimentando el anhelo de Dios que está en el interior del hombre, pidáis al Señor que ilumine vuestros corazones para que vuestra relación con Él en la oración sea cada vez más intensa. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Deseo dirigirme finalmente, como es habitual, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Ha comenzado desde hace poco el mes de mayo, que en muchas partes del mundo, el pueblo cristiano dedica a la Virgen. Queridos jóvenes, entrad todos los días en las escuela de María Santísima para aprender de Ella a cumplir la voluntad de Dios. Contemplando a la Madre de Cristo crucificado, vosotros, queridos enfermos, sabed acoger el valor salvífico de todo sufrimiento vivido junto a Jesús. Y vosotros, queridos recién casados, invocad su protección materna, para que en vuestra familia reine siempre el clima de la casa de Nazaret.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
hoy quisiera iniciar una nueva serie de catequesis. Tras las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, sobre las grandes mujeres, quisiera elegir ahora un tema muy importante para todos nosotros: es el tema de la oración, de manera específica la cristiana, es decir, la oración que nos enseñó Jesús y que sigue enseñándonos la Iglesia. Es en Jesús, de hecho, donde el hombre se capacita para acercarse a Dios, con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Junto a los primeros discípulos, con humilde confianza nos dirigimos ahora al Maestro y Le pedimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1).
En las próximas catequesis, acercándonos a la Sagrada Escritura, a la gran tradición de los Padres de la Iglesia, a los Maestros de espiritualidad, a la Liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una “Escuela de Oración”. Sabemos bien que, de hecho, la oración no se da por descontado: es necesario aprender a rezar, casi adquiriendo de nuevo este arte; incluso los que están muy avanzados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a rezar con autenticidad. Recibimos la primera lección del Señor a través de Su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que ha venido al mundo, no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo ha enviado para la salvación del hombre.
En esta primera catequesis, como introducción, querría proponer algunos ejemplos de oración presentes en las culturas antiguas, para revelar como, prácticamente siempre y en todas partes se han dirigido a Dios.
En el antiguo Egipto, por ejemplo, un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que se le restituyese la vista, demuestra algo universalmente humano, como la pura y simple oración de petición de quien se encuentra en el sufrimiento. Este hombre reza: “Mi corazón desea verte... Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. ¡Que yo te vea! Inclina hacia mí tu rostro amado” (…) (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte ancienne, Paris 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia 1993, p. 30).
En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, no falto de la esperanza de la redención y liberación por parte de Dios. Podemos apreciar así, esta súplica de parte de un creyente de aquellos antiguos cultos: “Oh Dios que eres indulgente incluso con las culpas más graves, absuelve mi pecado... Mira Señor a tu siervo agotado, y sopla tu brisa sobre él: sin demora perdónale. Levanta tu severo castigo. Disueltos estos lazos, permite que yo vuelva a respirar; rompe mis cadenas, libérame de mis ataduras” (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, Paris 1976, trad. it. in Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37). Son expresiones que demuestran como el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque confusamente, su culpa por una parte y también aspectos de misericordia y de bondad divinas. Dentro de la religión pagana de la Antigua Grecia, se asiste a una evolución muy significativa: las oraciones, aunque continúan invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida cotidiana y para conseguir beneficios materiales, se dirigen progresivamente a peticiones más desinteresadas, que consienten al hombre creyente, profundizar en su relación con Dios y mejorar. Por ejemplo, el gran filósofo Platón relata una oración de su maestro Sócrates, considerado justamente uno de los fundadores del pensamiento occidental. Oraba así Sócrates: “Haced que yo sea hermoso por dentro. Que yo considere rico a quien es sabio, y que posea de dinero sólo cuanto pueda tomar y llevar el sabio. No pido más” (Obras I. Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Querría ser sobre todo hermoso por dentro y sabio, no rico en dinero.
En aquellas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, contiene oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de estas recita así: “Sostén de la tierra, que sobre la tierra tienes tu sede, seas quien seas, es difícil saberlo, Zeus, sea tu ley por naturaleza o por pensamiento de los mortales, a ti me dirijo: ya que tu, procediendo por caminos silenciosos, guías las vicisitudes humanas según justicia" (Eurípides, Troiane, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. Cit., p. 54). Dios siguen siendo un poco nebuloso y sin embargo el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.
También los romanos, que constituyeron aquel gran imperio en el que nació y se difundió, en gran parte, el Cristianismo de los orígenes, la oración, aunque se asociaba a una concepción utilitaria y fundamentalmente ligada a la petición de la protección divina sobre la comunidad civil, se abre a veces, a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y agradecimiento. De esto es testigo un autor de la África romana del siglo II después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de sus contemporáneos hacia la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: "Tu sí que eres santa, tu eres en todo tiempo salvadora de la especie humana, tu, en tu generosidad, ofrecer siempre auxilio a los mortales, tu ofreces a los miserables en aprietos el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni momento alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios" (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79).
En el mismo periodo, el emperador Marco Aurelio -que también era un filósofo que pensaba en la condición humana- afirma la necesidad de rezar para establecer una cooperación fructífera entre acción divina y acción humana. Escribe en sus Recuerdos: “¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayuden también en lo que depende de nosotros? Comienza a rezarles y verás” (Dictionnaire de Spiritualitè XII/2, col. 2213). Este consejo del emperador filósofo fue, efectivamente, puesto en práctica por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando que la vida humana sin la oración, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, se queda sin sentido y privada de referencias. En toda oración, de hecho, se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que experimenta por una parte debilidad e indigencia, y por esto, pide ayuda al Cielo, y por la otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque se prepara a acoger la Revelación divina, se descubre capaz de entrar en comunión con Dios.
Queridos amigos, en estos ejemplos de oración de las distintas épocas y civilizaciones, surge la conciencia del ser humano de su condición de criatura y de su dependencia de Otro, que es superior a él y fuente de todo bien. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede hacer otra cosa que preguntarse cual es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y descorazonador, si no se pone en relación con el misterio de Dios y de su diseño sobre el mundo. La vida humana es una mezcla del bien y del mal, de sufrimiento inmerecido y de la alegría y belleza, que espontánea e irresistiblemente nos empuja a pedir a Dios la luz y la fuerza interior que nos socorra en la tierra y se abra a una esperanza que va más allá de los confines de la muerte. Las religiones paganas siguen siendo una invocación que desde la tierra espera una palabra del Cielo. Uno de los últimso grandes filósofos paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Costantinopla, da voz a esta espera, diciendo: “Incognoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. Son tuyos nuestros males y nuestros bienes, de ti cada hálito nuestro depende, oh Inefable, que nuestras almas sienten presente, elevándote un himno de silencio" (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).
En los ejemplos de oración de las distintas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que se realiza completamente y llega a su plena expresión en el Antiguo y Nuevo Testamento. La Revelación, de hecho, purifica y lleva a su plenitud el original anhelo del hombre de Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celeste.
En el inicio de nuestro camino en la Escuela de Oración, queremos ahora pedir al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón, para que la relación con Él en la oración sea siempre más intensa, con un afecto constante. Y de nuevo Le decimos: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1). ¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los formadores y alumnos del Seminario Menor de la Asunción de Santiago de Compostela y a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que experimentando el anhelo de Dios que está en el interior del hombre, pidáis al Señor que ilumine vuestros corazones para que vuestra relación con Él en la oración sea cada vez más intensa. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Deseo dirigirme finalmente, como es habitual, a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Ha comenzado desde hace poco el mes de mayo, que en muchas partes del mundo, el pueblo cristiano dedica a la Virgen. Queridos jóvenes, entrad todos los días en las escuela de María Santísima para aprender de Ella a cumplir la voluntad de Dios. Contemplando a la Madre de Cristo crucificado, vosotros, queridos enfermos, sabed acoger el valor salvífico de todo sufrimiento vivido junto a Jesús. Y vosotros, queridos recién casados, invocad su protección materna, para que en vuestra familia reine siempre el clima de la casa de Nazaret.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: ¡Caminad en compañía del beato Juan Pablo II! Regina 1 de mayo 2011
[En francés dijo]
Saludo con alegría a las Delegaciones oficiales, las Autoridades civiles y militares de los países francófonos, así como a los cardenales, los obispos, los patriarcas, los sacerdotes y los numerosos peregrinos venidos a Roma para la beatificación. ¡Queridos amigos, que la vida y la obra del Bienaventurado Juan Pablo II sea fuente de un compromiso renovado al servicio de todos los hombres y de todo el hombre! Le pido a él que bendiga los esfuerzos de cada uno para construir una civilización del amor, en el respeto de la dignidad de cada persona humana, creada a imagen de Dios, con una atención particular a la que es más frágil. ¡Con él, marchad tras las huellas luminosas de los beatos y los santos de vuestros países! ¡Que la Virgen María os acompañe! Con mi bendición.
[En inglés dijo]
Saludo a los visitantes de habla inglesa presentes en la Misa de hoy. De modo particular, doy la bienvenida a las distinguidas autoridades civiles y representantes de todas las naciones del mundo que se unen a nosotros para honrar al Beato Juan Pablo II. Que si ejemplo de fe firme en Cristo, el Redentor del Hombre, os inspire para vivir plenamente la nueva vida que hemos celebrado en la Pascua, para ser imágenes de la divina misericordia, y para trabajar por un mundo en el que la dignidad y los derechos de todo hombre, mujer y niño sean respetados y promovidos. ¡Confiando en sus oraciones, invoco de corazón sobre vosotros y sobre vuestras familias la paz del Salvador Resucitado!
[En alemán dijo]
Con gran alegría os saludo a todos los hermanos y hermanas de lengua alemana, entre ellos a los hermanos en el Episcopado y a las distintas delegaciones gubernamentales. El beato Papa Juan Pablo II sigue todavía vivo ante nuestros ojos, al igual que cuando nos anunció la frescura del Evangelio, y encarnó a través de su acción la misericordia de Dios y el amor de Cristo. Pidamos al nuevo beato que podamos ser testigos gozosos de la presencia de Dios en el mundo. La paz del Señor Resucitado os acompañe en todos vuestros caminos.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, y en especial a los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y numerosos fieles, así como a las delegaciones oficiales y autoridades civiles de España y Latinoamérica. El nuevo Beato recorrió incansable vuestras tierras, caracterizadas por la confianza en Dios, el amor a María y el afecto al Sucesor de Pedro, sintiendo en cada uno de sus viajes el calor de vuestra estima sincera y entrañable. Os invito a seguir el ejemplo de fidelidad y amor a Cristo y a la Iglesia, que nos dejó como preciosa herencia. Que desde el cielo os acompañe siempre su intercesión, para que la fe de vuestros pueblos se mantenga en la solidez de sus raíces y la paz y la concordia favorezcan el progreso necesario de vuestras gentes. Que Dios os bendiga.
[En portugués dijo]
Dirijo una cordial saludo a los peregrinos de lengua portuguesa, de modo especial a los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, y numerosos fieles, así como a las Delegaciones oficiales de los países lusófonos venidos para la beatificación de el Papa Juan Pablo II. A todos deseo la abundancia de los dones del Cielo por intercesión del nuevo Beato, cuyo testimonio debe seguir resonando en vuestros corazones y en vuestros labios, repitiendo con él como en el inicio de su pontificado: “¡No tengáis miedo! Abrid las puertas, mejor, abrid de par en par las puertas a Cristo!” ¡Que Dios os bendiga!
[En polaco dijo]
Mi cordial saludo va a los polacos participantes en esta beatificación, tanto en persona como a través de los medios de comunicación. Saludo a los cardenales, los obispos, los presbíteros, las personas consagradas y a todos los fieles. Saludo a las autoridades del Estado y de las regiones, empezando por el Señor Presidente de la República. Confío a todos a la intercesión de vuestro Beato compatriota, el papa Juan Pablo II. Que obtenga para vosotros y para su patria terrena el don de la paz, de la unidad y de toda prosperidad.
[En italiano dijo]
Dirijo finalmente mi cordial saludo al Presidente de la República Italiana y a su séquito, cn un especial agradecimiento a las Autoridades italianas por su apreciada colaboración en la organización de estas jornadas de fiesta. Y cómo podría aquí dejar de mencionar a todos aquellos que han preparado, desde hace tiempo y con gran generosidad, este acontecimiento: mi Diócesis de Roma con el cardenal Vallini, el Ayuntamiento de la Ciudad con su Alcalde, todas las Fuerzas del Orden y las diversas Organizaciones, Asociaciones, los numerosísimos voluntarios y cuantos, también individualmente, se han hecho disponibles para ofrecer su propia contribución. Mi reconocimiento va también a las Instituciones y a las Oficinas vaticanas. En tanto empeño veo un signo de gran amor hacia el Beato Juan Pablo II. Finalmente, dirijo mi más afectuoso saludo a todos los peregrinos – reunidos aquí en la Plaza de San Pedro, en las calles adyacentes y en otros diversos lugares de Roma – y a cuantos se unen a nosotros mediante la radio y la televisión, cuyos dirigentes y operadores no se han escatimado para ofrecer también a los que están lejos la posibilidad de participar en este gran día. A los enfermos y a los ancianos, hacia quienes el nuevo Beato se sentía particularmente unido, llegue un saludo especial. Y ahora, en unión espiritual con el Beato Juan Pablo II, nos dirigimos con amor filial a María, confiándole a ella, Madre de la Iglesia, el camino de todo el Pueblo de Dios.
[Traducción realizada por ZENIT - ©Libreria Editrice Vaticana]
Saludo con alegría a las Delegaciones oficiales, las Autoridades civiles y militares de los países francófonos, así como a los cardenales, los obispos, los patriarcas, los sacerdotes y los numerosos peregrinos venidos a Roma para la beatificación. ¡Queridos amigos, que la vida y la obra del Bienaventurado Juan Pablo II sea fuente de un compromiso renovado al servicio de todos los hombres y de todo el hombre! Le pido a él que bendiga los esfuerzos de cada uno para construir una civilización del amor, en el respeto de la dignidad de cada persona humana, creada a imagen de Dios, con una atención particular a la que es más frágil. ¡Con él, marchad tras las huellas luminosas de los beatos y los santos de vuestros países! ¡Que la Virgen María os acompañe! Con mi bendición.
[En inglés dijo]
Saludo a los visitantes de habla inglesa presentes en la Misa de hoy. De modo particular, doy la bienvenida a las distinguidas autoridades civiles y representantes de todas las naciones del mundo que se unen a nosotros para honrar al Beato Juan Pablo II. Que si ejemplo de fe firme en Cristo, el Redentor del Hombre, os inspire para vivir plenamente la nueva vida que hemos celebrado en la Pascua, para ser imágenes de la divina misericordia, y para trabajar por un mundo en el que la dignidad y los derechos de todo hombre, mujer y niño sean respetados y promovidos. ¡Confiando en sus oraciones, invoco de corazón sobre vosotros y sobre vuestras familias la paz del Salvador Resucitado!
[En alemán dijo]
Con gran alegría os saludo a todos los hermanos y hermanas de lengua alemana, entre ellos a los hermanos en el Episcopado y a las distintas delegaciones gubernamentales. El beato Papa Juan Pablo II sigue todavía vivo ante nuestros ojos, al igual que cuando nos anunció la frescura del Evangelio, y encarnó a través de su acción la misericordia de Dios y el amor de Cristo. Pidamos al nuevo beato que podamos ser testigos gozosos de la presencia de Dios en el mundo. La paz del Señor Resucitado os acompañe en todos vuestros caminos.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, y en especial a los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, seminaristas y numerosos fieles, así como a las delegaciones oficiales y autoridades civiles de España y Latinoamérica. El nuevo Beato recorrió incansable vuestras tierras, caracterizadas por la confianza en Dios, el amor a María y el afecto al Sucesor de Pedro, sintiendo en cada uno de sus viajes el calor de vuestra estima sincera y entrañable. Os invito a seguir el ejemplo de fidelidad y amor a Cristo y a la Iglesia, que nos dejó como preciosa herencia. Que desde el cielo os acompañe siempre su intercesión, para que la fe de vuestros pueblos se mantenga en la solidez de sus raíces y la paz y la concordia favorezcan el progreso necesario de vuestras gentes. Que Dios os bendiga.
[En portugués dijo]
Dirijo una cordial saludo a los peregrinos de lengua portuguesa, de modo especial a los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas, y numerosos fieles, así como a las Delegaciones oficiales de los países lusófonos venidos para la beatificación de el Papa Juan Pablo II. A todos deseo la abundancia de los dones del Cielo por intercesión del nuevo Beato, cuyo testimonio debe seguir resonando en vuestros corazones y en vuestros labios, repitiendo con él como en el inicio de su pontificado: “¡No tengáis miedo! Abrid las puertas, mejor, abrid de par en par las puertas a Cristo!” ¡Que Dios os bendiga!
[En polaco dijo]
Mi cordial saludo va a los polacos participantes en esta beatificación, tanto en persona como a través de los medios de comunicación. Saludo a los cardenales, los obispos, los presbíteros, las personas consagradas y a todos los fieles. Saludo a las autoridades del Estado y de las regiones, empezando por el Señor Presidente de la República. Confío a todos a la intercesión de vuestro Beato compatriota, el papa Juan Pablo II. Que obtenga para vosotros y para su patria terrena el don de la paz, de la unidad y de toda prosperidad.
[En italiano dijo]
Dirijo finalmente mi cordial saludo al Presidente de la República Italiana y a su séquito, cn un especial agradecimiento a las Autoridades italianas por su apreciada colaboración en la organización de estas jornadas de fiesta. Y cómo podría aquí dejar de mencionar a todos aquellos que han preparado, desde hace tiempo y con gran generosidad, este acontecimiento: mi Diócesis de Roma con el cardenal Vallini, el Ayuntamiento de la Ciudad con su Alcalde, todas las Fuerzas del Orden y las diversas Organizaciones, Asociaciones, los numerosísimos voluntarios y cuantos, también individualmente, se han hecho disponibles para ofrecer su propia contribución. Mi reconocimiento va también a las Instituciones y a las Oficinas vaticanas. En tanto empeño veo un signo de gran amor hacia el Beato Juan Pablo II. Finalmente, dirijo mi más afectuoso saludo a todos los peregrinos – reunidos aquí en la Plaza de San Pedro, en las calles adyacentes y en otros diversos lugares de Roma – y a cuantos se unen a nosotros mediante la radio y la televisión, cuyos dirigentes y operadores no se han escatimado para ofrecer también a los que están lejos la posibilidad de participar en este gran día. A los enfermos y a los ancianos, hacia quienes el nuevo Beato se sentía particularmente unido, llegue un saludo especial. Y ahora, en unión espiritual con el Beato Juan Pablo II, nos dirigimos con amor filial a María, confiándole a ella, Madre de la Iglesia, el camino de todo el Pueblo de Dios.
[Traducción realizada por ZENIT - ©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: vivamos con fe intensa la Semana Santa Angelus 17 abril 2011
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española y los animo a vivir las celebraciones de la pasión del Rey de la Gloria, para alcanzar la plenitud de lo que estas fiestas significan y contienen. Me dirijo ahora en particular a vosotros, queridos jóvenes, para que me acompañéis en la Jornada Mundial de la Juventud, que tendrá lugar en Madrid el próximo mes de agosto, bajo el lema: "Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe".
Hoy pienso también en Colombia, donde el próximo Viernes Santo se celebra la Jornada de Oración por las Víctimas de la Violencia. Me uno espiritualmente a esta importante iniciativa y exhorto encarecidamente a los colombianos a participar en ella, al mismo tiempo que pido a Dios por cuantos en esa amada Nación han sido despojados vilmente de su vida y sus haberes. Renuevo mi urgente llamado a la conversión, al arrepentimiento y a la reconciliación. ¡No más violencia en Colombia, que reine en ella la paz!
[En italiano dijo]
Y ahora nos dirigimos en oración a María, para que nos ayude a vivir con fe intensa la Semana Santa. También María exultó en el espíritu cuando Jesús hizo su entrada en Jerusalén, cumpliendo las profecías; pero su corazón, como el de su Hijo, estaba preparado para el Sacrificio. Aprendamos de Ella, Virgen fiel, a seguir al Señor también cuando el camino lleva a la cruz.
Angelus Domini…
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española y los animo a vivir las celebraciones de la pasión del Rey de la Gloria, para alcanzar la plenitud de lo que estas fiestas significan y contienen. Me dirijo ahora en particular a vosotros, queridos jóvenes, para que me acompañéis en la Jornada Mundial de la Juventud, que tendrá lugar en Madrid el próximo mes de agosto, bajo el lema: "Arraigados y edificados en Cristo, firmes en la fe".
Hoy pienso también en Colombia, donde el próximo Viernes Santo se celebra la Jornada de Oración por las Víctimas de la Violencia. Me uno espiritualmente a esta importante iniciativa y exhorto encarecidamente a los colombianos a participar en ella, al mismo tiempo que pido a Dios por cuantos en esa amada Nación han sido despojados vilmente de su vida y sus haberes. Renuevo mi urgente llamado a la conversión, al arrepentimiento y a la reconciliación. ¡No más violencia en Colombia, que reine en ella la paz!
[En italiano dijo]
Y ahora nos dirigimos en oración a María, para que nos ayude a vivir con fe intensa la Semana Santa. También María exultó en el espíritu cuando Jesús hizo su entrada en Jerusalén, cumpliendo las profecías; pero su corazón, como el de su Hijo, estaba preparado para el Sacrificio. Aprendamos de Ella, Virgen fiel, a seguir al Señor también cuando el camino lleva a la cruz.
Angelus Domini…
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Todos estamos llamados a la santidad Audiencia miercoles 13 abril 2011
Queridos hermanos y hermanas,
en las Audiencias Generales de estos últimos dos años, nos han acompañado las figuras de muchos Santos y Santas: hemos aprendido a conocerles desde cerca y a entender que toda la historia de la Iglesia está marcada por estos hombres y mujeres que con su fe, con su caridad, con su vida fueron los faros de muchas generaciones, y lo son también para nosotros. Los santos manifiestan de muchos modos la presencia potente y transformadora del Resucitado; dejaron que Cristo tomase tan plenamente sus vidas que podían afirmar como san Pablo “no vivo yo, es Cristo que vive en mí” (Ga 2,20). Seguir su ejemplo, recurrir a su intercesión, entrar en comunión con ellos, “nos une a Cristo, del cual, como de la Fuente y la Cabeza, emana toda la gracia y toda la vida del mismo Pueblo de Dios” (Conc. Ec. Vat. II, Cost. Dogm. Lumen gentium 50. Al final de este ciclo de catequesis, quisiera ofrecer alguna idea de lo que es la santidad.
¿Qué quiere decir ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo? A menudo se piensa que la santidad es un objetivo reservado a unos pocos elegidos. San Pablo, sin embargo, habla del gran diseño de Dios y afirma: “En él – Cristo – (Dios) nos ha elegido antes de la creación del mundo, y
para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Y habla de todos nosotros. En el centro del diseño divino está Cristo, en el que Dios muestra su Rostro: el Misterio escondido en los siglos se ha revelado en la plenitud del Verbo hecho carne. Y Pablo dice después: “porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud” (Col 1,19). En Cristo el Dios viviente se ha hecho cercano, visible, audible, tangible de manera que todos puedan obtener de su plenitud de gracia y de verdad (cfr Jn 1,14-16). Por esto, toda la existencia cristiana conoce una única suprema ley, la que san Pablo expresa en un fórmula que aparece en todos sus escritos: en Cristo Jesús. La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en el realizar empresas extraordinarias, sino en la unión con Cristo, en el vivir sus misterios, en el hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La medida de la santidad vienen dada por la altura de la santidad que Cristo alcanza en nosotros, de cuanto, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida sobre la suya. Es el conformarnos a Jesús, como afirma san Pablo: “En efecto, a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Y san Agustín exclama: “Viva será mi vida llena de Ti (Confesiones, 10,28). El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido: “Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios ...siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria” (nº41).
Pero permanece la pregunta: ¿Cómo podemos recorrer el camino de santidad, responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta está clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces Santo ( (cfr Is 6,3), que nos hace santos, y la acción del Espíritu Santo que nos anima desde nuestro interior, es la vida misma de Cristo Resucitado, que se nos ha comunicado y que nos transforma. Para decirlo otra vez según el Concilio Vaticano II: “Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron” (ibid., 40). La santidad tiene, por tanto, su raíz principal en la gracia bautismal, en el ser introducidos en el Misterio pascual de Cristo, con el que se nos comunica su Espíritu, su vida de Resucitado, san Pablo destaca la transformación que obra en el hombre la gracia bautismal y llega a cuñar una terminología nueva, forjada con la preposición “con”: con-muertos, con-sepultados, con-resucitados, con-vivificados con Cristo; nuestro destino está vinculado indisolublemente al suyo. “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva” (Rm 6,4). Pero Dios respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que comportan, pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios.
¿Cómo puede suceder que nuestro modo de pensar y nuestras acciones se conviertan en el pensar y en el actuar con Cristo y de Cristo? ¿Cuál es el alma de la santidad? De nuevo el Concilio Vaticano II precisa; nos dice que la santidad no es otra cosa que la caridad plenamente vivida. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él” (1Jn 4,16). Ahora, Dios ha difundido ampliamente su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (cfr Rm 5,5); por esto el primer don y el más necesario es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Él. Para que la caridad como una buena semilla, crezca en el alma y nos fructifique, todo fiel debe escuchar voluntariamente la Palabra de Dios, y con la ayuda de su gracia, realizar las obras de su voluntad, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía y en la santa liturgia, acercarse constantemente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al servicio activo a los hermanos y al ejercicio de toda virtud. La caridad, de hecho, es vínculo de la perfección y cumplimiento de la ley (cfr Col 3,14;Rm 13, 10), dirige todos los medios de santificación, da su forma y la conduce a su fin. Quizás también este lenguaje del Concilio Vaticano II es un poco solemne para nosotros, quizás debemos decir las cosas de un modo todavía más sencillo. ¿Qué es lo más esencial? Esencial es no dejar nunca un domingo sin un encuentro con el Cristo Resucitado en la Eucaristía, esto no es una carga, sino que es luz para toda la semana. No comenzar y no terminar nunca un día sin al menos un breve contacto con Dios. Y, en el camino de nuestra vida, seguir las “señales del camino” que Dios nos ha comunicado en el Decálogo leído con Cristo, que es simplemente la definición de la caridad en determinadas situaciones. Me parece que esta es la verdadera sencillez y grandeza de la vida de santidad: el encuentro con el Resucitado el domingo; el contacto con Dios al principio y al final de la jornada; seguir, en las decisiones, las “señales del camino” que Dios nos ha comunicado, que son sólo formas de la caridad. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo. (Lumen gentium, 42). Esta es la verdadera sencillez, grandeza y profundidad de la vida cristiana, del ser santos.
He aquí el porqué de que San agustín, comentando el cuarto capítulo de la 1ª Carta de San Juan puede afirmar una cosa sorprendente: "Dilige et fac quod vis", “Ama y haz lo que quieras”. Y continúa: “Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor, si corriges, corrige por amor, si perdonas, perdona por amos, que es té en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien” (7,8: PL 35). Quien se deja conducir por el amor, quien vive la caridad plenamente es Dios quien lo guía, porque Dios es amor. Esto significa esta palabra grande: "Dilige et fac quod vis", “Ama y haz lo que quieras”.
Quizás podríamos preguntarnos: ¿podemos nosotros, con nuestras limitaciones, con nuestra debilidad, llegar tan alto? La Iglesia, durante el Año Litúrgico, nos invita a recordar a una fila de santos, quienes han vivido plenamente la caridad, han sabido amar y seguir a Cristo en su vida cotidiana. Ellos nos dicen que es posible para todos recorrer este camino. En todas las épocas de la historia de la Iglesia, en toda latitud de la geografía del mundo, los santos pertenecen a todas las edades y a todo estado de vida, son rostros concretos de todo pueblo, lengua y nación. Y son muy distintos entre sí. En realidad, debo decir que también según mi fe personal muchos santos, no todos, son verdaderas estrellas en el firmamento de la historia. Y quisiera añadir que para mí no sólo los grandes santos que amo y conozco bien son “señales en el camino”, sino que también los santos sencillos, es decir las personas buenas que veo en mi vida, que nunca serán canonizados. Son personas normales, por decirlo de alguna manera, sin un heroísmo visible, pero que en su bondad de todos los días, veo la verdad de la fe. Esta bondad, que han madurado en la fe de la Iglesia y para mi la apología segura del cristianismo y la señal de donde está la verdad.
En la comunión con los santos, canonizados y no canonizados, que la Iglesia vive gracias a Cristo en todos sus miembros, nosotros disfrutamos de su presencia y de su compañía y cultivamos la firme esperanza de poder imitar su camino y compartir un día la misma vida beata, la vida eterna.
Queridos amigos, ¡qué grande y bella, y también sencilla, es la vocación cristiana vista desde esta luz! Todos estamos llamados a la santidad: es la medida misma de la vida cristiana. Una vez más san Pablo lo expresa con gran intensidad cuando escribe: “Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido... El comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros. Así organizó a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo” (Ef 4,7.11-13). Quisiera invitaros a todos a abriros a la acción del Espíritu Santo, que transforma nuestra vida, para ser, también nosotros, como piezas del gran mosaico de santidad que Dios va creando en la historia, para que el Rostro de Cristo resplandezca en la plenitud de su fulgor. No tengamos miedo de mirar hacia lo alto, hacia la altura de Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado, sino que dejemos guiarnos en todas las acciones cotidianas por su Palabra, aunque si nos sintamos pobres, inadecuados, pecadores: será Él el que nos transforme según su amor. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los profesores y alumnos del Colegio diocesano San Roque, de Valencia, al grupo de la Escuela de la Santísima Trinidad, de Barcelona, así como a los fieles provenientes de España, México, Argentina y otros países latinoamericanos. Les invito a que se abran sin miedo a la acción del Espíritu Santo, que con sus dones transforma la vida, para responder a la vocación a la santidad, a la cual el Señor nos llama a todos los bautizados. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
en las Audiencias Generales de estos últimos dos años, nos han acompañado las figuras de muchos Santos y Santas: hemos aprendido a conocerles desde cerca y a entender que toda la historia de la Iglesia está marcada por estos hombres y mujeres que con su fe, con su caridad, con su vida fueron los faros de muchas generaciones, y lo son también para nosotros. Los santos manifiestan de muchos modos la presencia potente y transformadora del Resucitado; dejaron que Cristo tomase tan plenamente sus vidas que podían afirmar como san Pablo “no vivo yo, es Cristo que vive en mí” (Ga 2,20). Seguir su ejemplo, recurrir a su intercesión, entrar en comunión con ellos, “nos une a Cristo, del cual, como de la Fuente y la Cabeza, emana toda la gracia y toda la vida del mismo Pueblo de Dios” (Conc. Ec. Vat. II, Cost. Dogm. Lumen gentium 50. Al final de este ciclo de catequesis, quisiera ofrecer alguna idea de lo que es la santidad.
¿Qué quiere decir ser santos? ¿Quién está llamado a ser santo? A menudo se piensa que la santidad es un objetivo reservado a unos pocos elegidos. San Pablo, sin embargo, habla del gran diseño de Dios y afirma: “En él – Cristo – (Dios) nos ha elegido antes de la creación del mundo, y
para que fuéramos santos e irreprochables en su presencia, por el amor” (Ef 1,4). Y habla de todos nosotros. En el centro del diseño divino está Cristo, en el que Dios muestra su Rostro: el Misterio escondido en los siglos se ha revelado en la plenitud del Verbo hecho carne. Y Pablo dice después: “porque Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud” (Col 1,19). En Cristo el Dios viviente se ha hecho cercano, visible, audible, tangible de manera que todos puedan obtener de su plenitud de gracia y de verdad (cfr Jn 1,14-16). Por esto, toda la existencia cristiana conoce una única suprema ley, la que san Pablo expresa en un fórmula que aparece en todos sus escritos: en Cristo Jesús. La santidad, la plenitud de la vida cristiana no consiste en el realizar empresas extraordinarias, sino en la unión con Cristo, en el vivir sus misterios, en el hacer nuestras sus actitudes, sus pensamientos, sus comportamientos. La medida de la santidad vienen dada por la altura de la santidad que Cristo alcanza en nosotros, de cuanto, con la fuerza del Espíritu Santo, modelamos toda nuestra vida sobre la suya. Es el conformarnos a Jesús, como afirma san Pablo: “En efecto, a los que Dios conoció de antemano, los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8,29). Y san Agustín exclama: “Viva será mi vida llena de Ti (Confesiones, 10,28). El Concilio Vaticano II, en la Constitución sobre la Iglesia, habla con claridad de la llamada universal a la santidad, afirmando que nadie está excluido: “Una misma es la santidad que cultivan, en los múltiples géneros de vida y ocupaciones, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios ...siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, a fin de merecer ser hechos partícipes de su gloria” (nº41).
Pero permanece la pregunta: ¿Cómo podemos recorrer el camino de santidad, responder a esta llamada? ¿Puedo hacerlo con mis fuerzas? La respuesta está clara: una vida santa no es fruto principalmente de nuestro esfuerzo, de nuestras acciones, porque es Dios, el tres veces Santo ( (cfr Is 6,3), que nos hace santos, y la acción del Espíritu Santo que nos anima desde nuestro interior, es la vida misma de Cristo Resucitado, que se nos ha comunicado y que nos transforma. Para decirlo otra vez según el Concilio Vaticano II: “Los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza, y, por lo mismo, realmente santos. En consecuencia, es necesario que con la ayuda de Dios conserven y perfeccionen en su vida la santificación que recibieron” (ibid., 40). La santidad tiene, por tanto, su raíz principal en la gracia bautismal, en el ser introducidos en el Misterio pascual de Cristo, con el que se nos comunica su Espíritu, su vida de Resucitado, san Pablo destaca la transformación que obra en el hombre la gracia bautismal y llega a cuñar una terminología nueva, forjada con la preposición “con”: con-muertos, con-sepultados, con-resucitados, con-vivificados con Cristo; nuestro destino está vinculado indisolublemente al suyo. “Por el bautismo fuimos sepultados con él en la muerte, para que así como Cristo resucitó por la gloria del Padre, también nosotros llevemos una Vida nueva” (Rm 6,4). Pero Dios respeta siempre nuestra libertad y pide que aceptemos este don y vivamos las exigencias que comportan, pide que nos dejemos transformar por la acción del Espíritu Santo, conformando nuestra voluntad a la voluntad de Dios.
¿Cómo puede suceder que nuestro modo de pensar y nuestras acciones se conviertan en el pensar y en el actuar con Cristo y de Cristo? ¿Cuál es el alma de la santidad? De nuevo el Concilio Vaticano II precisa; nos dice que la santidad no es otra cosa que la caridad plenamente vivida. “Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él. Dios es amor, y el que permanece en el amor permanece en Dios, y Dios permanece en él” (1Jn 4,16). Ahora, Dios ha difundido ampliamente su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (cfr Rm 5,5); por esto el primer don y el más necesario es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por amor a Él. Para que la caridad como una buena semilla, crezca en el alma y nos fructifique, todo fiel debe escuchar voluntariamente la Palabra de Dios, y con la ayuda de su gracia, realizar las obras de su voluntad, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía y en la santa liturgia, acercarse constantemente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al servicio activo a los hermanos y al ejercicio de toda virtud. La caridad, de hecho, es vínculo de la perfección y cumplimiento de la ley (cfr Col 3,14;Rm 13, 10), dirige todos los medios de santificación, da su forma y la conduce a su fin. Quizás también este lenguaje del Concilio Vaticano II es un poco solemne para nosotros, quizás debemos decir las cosas de un modo todavía más sencillo. ¿Qué es lo más esencial? Esencial es no dejar nunca un domingo sin un encuentro con el Cristo Resucitado en la Eucaristía, esto no es una carga, sino que es luz para toda la semana. No comenzar y no terminar nunca un día sin al menos un breve contacto con Dios. Y, en el camino de nuestra vida, seguir las “señales del camino” que Dios nos ha comunicado en el Decálogo leído con Cristo, que es simplemente la definición de la caridad en determinadas situaciones. Me parece que esta es la verdadera sencillez y grandeza de la vida de santidad: el encuentro con el Resucitado el domingo; el contacto con Dios al principio y al final de la jornada; seguir, en las decisiones, las “señales del camino” que Dios nos ha comunicado, que son sólo formas de la caridad. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo. (Lumen gentium, 42). Esta es la verdadera sencillez, grandeza y profundidad de la vida cristiana, del ser santos.
He aquí el porqué de que San agustín, comentando el cuarto capítulo de la 1ª Carta de San Juan puede afirmar una cosa sorprendente: "Dilige et fac quod vis", “Ama y haz lo que quieras”. Y continúa: “Si callas, calla por amor; si hablas, habla por amor, si corriges, corrige por amor, si perdonas, perdona por amos, que es té en ti la raíz del amor, porque de esta raíz no puede salir nada que no sea el bien” (7,8: PL 35). Quien se deja conducir por el amor, quien vive la caridad plenamente es Dios quien lo guía, porque Dios es amor. Esto significa esta palabra grande: "Dilige et fac quod vis", “Ama y haz lo que quieras”.
Quizás podríamos preguntarnos: ¿podemos nosotros, con nuestras limitaciones, con nuestra debilidad, llegar tan alto? La Iglesia, durante el Año Litúrgico, nos invita a recordar a una fila de santos, quienes han vivido plenamente la caridad, han sabido amar y seguir a Cristo en su vida cotidiana. Ellos nos dicen que es posible para todos recorrer este camino. En todas las épocas de la historia de la Iglesia, en toda latitud de la geografía del mundo, los santos pertenecen a todas las edades y a todo estado de vida, son rostros concretos de todo pueblo, lengua y nación. Y son muy distintos entre sí. En realidad, debo decir que también según mi fe personal muchos santos, no todos, son verdaderas estrellas en el firmamento de la historia. Y quisiera añadir que para mí no sólo los grandes santos que amo y conozco bien son “señales en el camino”, sino que también los santos sencillos, es decir las personas buenas que veo en mi vida, que nunca serán canonizados. Son personas normales, por decirlo de alguna manera, sin un heroísmo visible, pero que en su bondad de todos los días, veo la verdad de la fe. Esta bondad, que han madurado en la fe de la Iglesia y para mi la apología segura del cristianismo y la señal de donde está la verdad.
En la comunión con los santos, canonizados y no canonizados, que la Iglesia vive gracias a Cristo en todos sus miembros, nosotros disfrutamos de su presencia y de su compañía y cultivamos la firme esperanza de poder imitar su camino y compartir un día la misma vida beata, la vida eterna.
Queridos amigos, ¡qué grande y bella, y también sencilla, es la vocación cristiana vista desde esta luz! Todos estamos llamados a la santidad: es la medida misma de la vida cristiana. Una vez más san Pablo lo expresa con gran intensidad cuando escribe: “Sin embargo, cada uno de nosotros ha recibido su propio don, en la medida que Cristo los ha distribuido... El comunicó a unos el don de ser apóstoles, a otros profetas, a otros predicadores del Evangelio, a otros pastores o maestros. Así organizó a los santos para la obra del ministerio, en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo, hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al estado de hombre perfecto y a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo” (Ef 4,7.11-13). Quisiera invitaros a todos a abriros a la acción del Espíritu Santo, que transforma nuestra vida, para ser, también nosotros, como piezas del gran mosaico de santidad que Dios va creando en la historia, para que el Rostro de Cristo resplandezca en la plenitud de su fulgor. No tengamos miedo de mirar hacia lo alto, hacia la altura de Dios; no tengamos miedo de que Dios nos pida demasiado, sino que dejemos guiarnos en todas las acciones cotidianas por su Palabra, aunque si nos sintamos pobres, inadecuados, pecadores: será Él el que nos transforme según su amor. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los profesores y alumnos del Colegio diocesano San Roque, de Valencia, al grupo de la Escuela de la Santísima Trinidad, de Barcelona, así como a los fieles provenientes de España, México, Argentina y otros países latinoamericanos. Les invito a que se abran sin miedo a la acción del Espíritu Santo, que con sus dones transforma la vida, para responder a la vocación a la santidad, a la cual el Señor nos llama a todos los bautizados. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Con Cristo, es posible superar el muro de la muerte Angelus 10 abril 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Ya sólo faltan sólo dos semanas para la Pascua, y todas las lecturas bíblicas de este domingo hablan de la resurrección. Pero no de la resurrección de Jesús, que irrumpirá como una novedad absoluta, sino de nuestra resurrección, a la que aspiramos y que propiamente Cristo nos ha donado, resurgiendo de entre los muertos. La muerte representa para nosotros como un muro que nos impide ver mas allá; y sin embargo nuestro corazón se asoma mas allá de este muro, y aunque no podamos conocer lo que esconde, sin embargo, lo pensamos, lo imaginamos, expresando con símbolos nuestro deseo de eternidad.
El profeta Ezequiel anuncia al pueblo judío, en exilio, alejado de la tierra de Israel, que Dios abrirá los sepulcros de los deportados y los hará regresar a su tierra, para descansar en paz (Cf. Ezequiel 37, 12-14). Esta aspiración ancestral del hombre a ser sepultado junto con sus padres, es el anhelo de una "patria" que lo reciba al final de sus fatigas. Esta concepción no implica la idea de una resurrección personal de la muerte, pues ésta sólo apareció hacia el final del Antiguo Testamento, y en tiempos de Jesús aún no era compartida por todos los judíos. De hecho, incluso entre los cristianos, la fe en la resurrección y en la vida eterna va acompañada con frecuencia de muchas dudas, y mucha confusión, porque se trata de una realidad que sobrepasa los limites de nuestra razón y exige un acto de fe. En el Evangelio de hoy --la resurrección de Lázaro--, escuchamos la voz de la fe de labios de Marta, la hermana de Lázaro. Jesús le dice: "Tu hermano resucitará", ella responde: "sé que resucitará en la resurrección del último día" (Juan 11, 23-24). Y Jesús replica: "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá" (Juan 11, 25-26). ¡Esta es la verdadera novedad, que irrumpe y supera toda barrera! Cristo derrumba el muro de la muerte, en Él se encuentra toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna. Por esto la muerte no ha tenido poder sobre Él; y la resurrección de Lázaro se convierte en signo de su dominio total sobre la muerte física, que ante Dios es como un sueño (cf. Juan 11,11).
Pero hay otra muerte, que costó a Cristo la lucha más dura, incluso el precio de la cruz: se trata de la muerte espiritual, el pecado, que corre el riesgo de arruinar la existencia del hombre. Cristo murió para vencer esta muerte, y su resurrección no es el regreso a la vida precedente, sino la apertura a una nueva realidad, a una "nueva tierra", finalmente reconciliada con el Cielo de Dios. Por este motivo, san Pablo escribe: "si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en vosotros" (Romanos 8,11).
Queridos hermanos, encomendémonos a la Virgen María, que ya participa en esta Resurrección, para que nos ayude a decir con fe: "Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios" (Juan 11, 27), a descubrir que Él es verdaderamente nuestra salvación.
[Tras rezar el Ángelus, el papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, y en particular a los fieles de diversas parroquias de la Diócesis de Tenerife, a los profesores y alumnos de los Institutos de Arganda del Rey y de Fuensalida, Toledo. En el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma, contemplamos a Jesús que devuelve a la vida a su amigo Lázaro, después de haber llorado su muerte. En estos días, y ante la proximidad del comienzo de la Semana Santa, pidamos a la Virgen María que nos ayude en nuestro camino de preparación espiritual, para que, a través de la oración, las obras de caridad y de penitencia cuaresmal, podamos participar con fruto en la Pascua de Aquel que es la resurrección y la vida. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
Ya sólo faltan sólo dos semanas para la Pascua, y todas las lecturas bíblicas de este domingo hablan de la resurrección. Pero no de la resurrección de Jesús, que irrumpirá como una novedad absoluta, sino de nuestra resurrección, a la que aspiramos y que propiamente Cristo nos ha donado, resurgiendo de entre los muertos. La muerte representa para nosotros como un muro que nos impide ver mas allá; y sin embargo nuestro corazón se asoma mas allá de este muro, y aunque no podamos conocer lo que esconde, sin embargo, lo pensamos, lo imaginamos, expresando con símbolos nuestro deseo de eternidad.
El profeta Ezequiel anuncia al pueblo judío, en exilio, alejado de la tierra de Israel, que Dios abrirá los sepulcros de los deportados y los hará regresar a su tierra, para descansar en paz (Cf. Ezequiel 37, 12-14). Esta aspiración ancestral del hombre a ser sepultado junto con sus padres, es el anhelo de una "patria" que lo reciba al final de sus fatigas. Esta concepción no implica la idea de una resurrección personal de la muerte, pues ésta sólo apareció hacia el final del Antiguo Testamento, y en tiempos de Jesús aún no era compartida por todos los judíos. De hecho, incluso entre los cristianos, la fe en la resurrección y en la vida eterna va acompañada con frecuencia de muchas dudas, y mucha confusión, porque se trata de una realidad que sobrepasa los limites de nuestra razón y exige un acto de fe. En el Evangelio de hoy --la resurrección de Lázaro--, escuchamos la voz de la fe de labios de Marta, la hermana de Lázaro. Jesús le dice: "Tu hermano resucitará", ella responde: "sé que resucitará en la resurrección del último día" (Juan 11, 23-24). Y Jesús replica: "Yo soy la Resurrección y la Vida. El que cree en mí, aunque muera, vivirá" (Juan 11, 25-26). ¡Esta es la verdadera novedad, que irrumpe y supera toda barrera! Cristo derrumba el muro de la muerte, en Él se encuentra toda la plenitud de Dios, que es vida, vida eterna. Por esto la muerte no ha tenido poder sobre Él; y la resurrección de Lázaro se convierte en signo de su dominio total sobre la muerte física, que ante Dios es como un sueño (cf. Juan 11,11).
Pero hay otra muerte, que costó a Cristo la lucha más dura, incluso el precio de la cruz: se trata de la muerte espiritual, el pecado, que corre el riesgo de arruinar la existencia del hombre. Cristo murió para vencer esta muerte, y su resurrección no es el regreso a la vida precedente, sino la apertura a una nueva realidad, a una "nueva tierra", finalmente reconciliada con el Cielo de Dios. Por este motivo, san Pablo escribe: "si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por medio del mismo Espíritu que habita en vosotros" (Romanos 8,11).
Queridos hermanos, encomendémonos a la Virgen María, que ya participa en esta Resurrección, para que nos ayude a decir con fe: "Sí, Señor, creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios" (Juan 11, 27), a descubrir que Él es verdaderamente nuestra salvación.
[Tras rezar el Ángelus, el papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, y en particular a los fieles de diversas parroquias de la Diócesis de Tenerife, a los profesores y alumnos de los Institutos de Arganda del Rey y de Fuensalida, Toledo. En el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma, contemplamos a Jesús que devuelve a la vida a su amigo Lázaro, después de haber llorado su muerte. En estos días, y ante la proximidad del comienzo de la Semana Santa, pidamos a la Virgen María que nos ayude en nuestro camino de preparación espiritual, para que, a través de la oración, las obras de caridad y de penitencia cuaresmal, podamos participar con fruto en la Pascua de Aquel que es la resurrección y la vida. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
Benedicto XVI: santa Teresa del Niño Jesús y la ciencia del amor Audiencia 6 abril 2011
Queridos hermanos y hermanas,
hoy querría hablaros de santa Teresa de Lisieux, Teresa del Niño Jesús y del Rostro Santo, que vivió en este mundo sólo 24 años, a finales del s.XIX, llevando una vida muy sencilla y oculta, pero que después de su muerte y de la publicación de sus escritos, se convirtió en una de las santas más conocidas y amadas. La “pequeña Teresa” no ha dejado de ayudar a las almas más sencillas, los pequeños, los pobres, los que sufren, y que le rezan, pero también ha iluminado toda la Iglesia, con su profunda doctrina espiritual, hasta tal punto que el Venerable Juan Pablo II, en 1997, quiso darle el título de Doctora de la Iglesia, añadiéndolo el título de Patrona de las Misiones, que ya le otorgó Pío XI en 1939. Mi amado Predecesor la definió como “experta de la scientia amoris" (Novo Millennio ineunte, 27). Esta ciencia, que ve resplandecer en el amor toda la verdad de la fe, Teresa la expresa principalmente en el relato de su vida, publicado un año después de su muerte bajo el título de Historia de un alma. Es un libro que tuvo enseguida un enorme éxito, fue traducido a muchas lenguas y difundido en todo el mundo. Quisiera invitaros a redescubrir este pequeño-gran tesoro, ¡este luminoso comentario del Evangelio plenamente vivido! Historia de un alma, de hecho, ¡es una maravillosa historia de Amor, relatada con tal autenticidad, sencillez y frescura ante la que el lector no puede sino quedar fascinado!. Sin embargo, ¿cuál es este Amor que ha colmado toda la vida de Teresa, desde la infancia hasta su muerte? Queridos amigos, este Amor tiene un Rostro, tiene un Nombre, ¡es Jesús!. La santa habla continuamente de Jesús. Recorramos, entonces, las grandes etapas de su vida, para entrar en el corazón de su doctrina.
Teresa nació el 2 de enero de 1873 en Alençon, un ciudad de Normandía, en Francia. Era la última hija de Luis y Celia Martin, esposos y padres ejemplares, beatificados los dos el 19 de octubre de 2008. Tuvieron nueve hijos, de estos cuatro murieron en edad temprana. Quedaron cinco hijas, que se hicieron religiosas todas. Teresa, a los 4 años, quedó profundamente afectada por la muerte de su madre (Ms A, 13r). El padre junto a las hijas, se trasladó entonces a la ciudad de Lisieux, donde se desarrolló toda la vida de la santa. Más tarde Teresa, sufriendo una enfermedad nerviosa grave, se curó gracias a una gracia divina, que ella misma definió como “la sonrisa de la Virgen” (ibid., 29v-30v). Recibió la Primera Comunión, vivida intensamente (ibid., 35r), y puso a Jesús Eucaristía en el centro de su existencia.
La “Gracia de la Navidad” del 1886 marcó el punto de inflexión, lo que ella llamó su “completa conversión” (ibid., 44v-45r). De hecho, se curó totalmente de su hipersensibilidad infantil e inició una “carrera de gigante”. A la edad de 14 años, Teresa se acercó cada vez más, con gran fe, a Jesús Crucificado, y se tomó muy en serio el caso, aparentemente desesperado, de un criminal condenado a muerte e impenitente (ibid., 45v-46v). “Quería a toda costa impedirle que fuese al infierno”, escribió la Santa, con la certeza de que su oración lo habría puesto en contacto con la Sangre redentora de Jesús. Es su primera y fundamental experiencia de maternidad espiritual: “Tanta confianza tenía en la Misericordia Infinita de Jesús”, escribió. Con María Santísima, la joven Teresa ama, cree y espera con “un corazón de madre” (cfr PR 6/10r).
En noviembre de 1887, Teresa va de peregrinación a Roma junto a su padre y a su hermana Celina (ibid., 55v-67r). Para ella, el momento culminante es la Audiencia del Papa León XIII, al que pide el permiso de entrar, con apenas 15 años, en el Carmelo de Lisieux. Un año después, su deseo se realizó: se hace carmelita, “para salvar las almas y rezar por los sacerdotes” (ibid., 69v). Al mismo tiempo, comienza la dolorosa y humillante enfermedad mental de su padre. Es un gran sufrimiento que conduce a Teresa a la contemplación del Rostro de Jesús en su Pasión (ibid., 71rv).
De esta manera, Su nombre de religiosa -sor Teresa del Niño Jesús y del Rostro Santo- expresa el programa de toda su vida, en la comunión con los Misterios centrales de la Encarnación y de la Redención. Su profesión religiosa, en la fiesta de la Natividad de María, el 8 de septiembre de 1890, es para ella un verdadero matrimonio espiritual en la “pequeñez” del Evangelio, caracterizada por el símbolo de la flor: “¡Qué bella fiesta la Natividad de María para convertirme en la esposa de Jesús!” -escribe-. Era la pequeña Virgen Santa de un día, que presentaba su pequeña flor al pequeño Jesús (ibid., 77r). Para Teresa, ser religiosa significa ser esposa de Jesús y madre de las almas (cfr Ms B, 2v). El mismo día, la santa escribió una oración que indica la orientación de su vida: pide al Jesús el don de su Amor infinito, de ser la más pequeña, y sobre todo pide la salvación de todos los hombres: “Que ningún alma se condene hoy” (Pr 2). De gran importancia es su Oferta al Amor Misericordioso, hecha en la fiesta de la Santísima Trinidad de 1985 (Ms A, 83v-84r; Pr 6): una ofrenda que Teresa comparte enseguida con sus hermanas siendo ya vicemaestra de novicias.
Diez años después de la “Gracia de Navidad”, en 1896, llega la “Gracia de Pascua”, que abre el último periodo de la vida de Teresa, con el inicio de su pasión profundamente unida a la Pasión de Jesús; se trata de la Pasión del cuerpo, con la enfermedad que la condujo a la muerte a través de grandes sufrimientos, pero sobre todo se trata de la pasión del alma, con una muy dolorosa prueba de la fe (Ms C, 4v-7v). Con María al lado de la Cruz de Jesús, Teresa vive ahora la fe más heroica, como luz en las tinieblas que le invaden el alma. La Carmelita tiene la conciencia de vivir esta gran prueba para la salvación de todos los ateos del mundo moderno, llamados por ella “hermanos”. Vivió, entonces, más intensamente el amor fraterno (8r-33v): hacia las hermanas de su comunidad , hacia sus dos hermanos espirituales misioneros, hacia los sacerdotes y todos los hombres, especialmente los más alejados. ¡Se convierte en una “hermana universal”!. Su caridad amable y sonriente es la expresión de la alegría profunda cuyo secreto nos revela: “Jesús, mi alegría es amarte a Ti” (P 45/7). En este contexto de sufrimiento, viviendo el más grande amor en las más pequeñas cosas de la vida cotidiana, la santa lleva a su total cumplimiento, su vocación de ser el Amor en el Corazón de la Iglesia (cfr Ms B, 3v).
Teresa murió la noche del 30 de septiembre de 1897, pronunciando las sencillas palabras: ¡Dios mío, os amo!”, mirando el crucifijo que apretaba con sus manos. Estas últimas palabras de la santa son la clave de toda su doctrina, de su interpretación del Evangelio. El acto de amor, expresado en su último aliento, era como la respiración continua de su alma, como los latidos de su corazón. Las sencillas palabras: Jesús, te amo” son el centro de todos sus escritos. El acto de amor a Jesús la introduce en la Santísima Trinidad. Ella escribió: “Ah, tú lo sabes, Divino Jesús, Te amo,/ El espíritu de Amor me inflama con su fuego, /Y amándote a Ti, me atraigo al Padre” (P 17/2).
Queridos amigos, también nosotros con santa Teresa del Niño Jesús, debemos poder repetir cada día al Señor, que queremos vivir de amor a Él y a los demás, aprender en la escuela de los santos a amar de una forma auténtica y total. Teresa es uno de los “pequeños” del Evangelio que se dejan llevar por Dios en la profundidad de su Misterio. Una guía para todos, sobre todo para los que, en el Pueblo de Dios, desarrollan el ministerio de teólogos. Con la humildad y la caridad, la fe y la esperanza, Teresa entra continuamente en el corazón de las Sagradas Escrituras que contiene el Misterio de Cristo. Y esta lectura de la Biblia, nutrida por la ciencia del amor, no se opone a la ciencia académica. La ciencia de los santos, de hecho, de la que ella habla en la última página de Historia de un alma, es la ciencia más alta: “Todos los santos la han entendido y en particular, quizás, aquellos que llenaron el universo con la irradiación de la doctrina evangélica. ¿No es quizás, por la oración que los Santos Pablo, Agustín, Juan de la Cruz, Tomás de Aquino, Francisco, Domingo y tantos otros ilustre Amigos de Dios obtuvieron esta ciencia divina que fascina a los genios más grandes?” (Ms C, 36r). Inseparable del Evangelio, la Eucaristía es para Teresa el Sacramento del Amor Divino que desciende hasta el extremo para levantarnos hasta Él. En su última Carta, la Santa escribe estas sencillas palabras sobre la imagen que representa Jesús Niño en la Hostia consagrada: “¡No puedo temer a un Dios que por mí se ha hecho tan pequeño! (…) ¡Yo lo amo! ¡De hecho, Él no es más que Amor y Misericordia!”(LT 266).
En el Evangelio, Teresa descubre sobre todo la Misericordia de Jesús, hasta el punto de afirmar: “¡Él me ha dado su Misericordia infinita, a través de esta contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! (…) Y entonces todas me parecen radiantes de amor, la Justicia misma (y quizás mucho más que cualquier otra), me parece revestida de amor”(Ms A, 84r). Así se expresa también en las últimas líneas de la Historia de un alma: “Apenas hojeo el Santo Evangelio, enseguida respiro el perfume de la vida de Jesús y sé hacia donde correr... No es al primer lugar, sino al último al que me dirijo... Sí lo siento, incluso si tuviese sobre la conciencia todos los pecados que se pueden cometer, iría con el corazón destrozado por el arrepentimiento, a lanzarme en los brazos de Jesús, porque sé cuanto ama al hijo pródigo que vuelve a Él” (Ms C, 36v-37r). “Confianza y Amor” son por tanto el punto final del relato de su vida, dos palabras que como faros, han iluminado todo su camino de santidad, para poder guiar a otros sobre su mismo “pequeño camino de confianza y amor”, de la infancia espiritual (cf Ms C, 2v-3r; LT 226). Confianza como la del niño que se abandona en las manos de Dios, inseparable por el compromiso fuerte, radical del verdadero amor, que es el don total de sí mismo, para siempre, como dice la santa contemplando a María: “Amar es dar todo, y darse a sí mismo” (Perché ti amo, o Maria, P 54/22). Así teresa nos indica a todos nosotros que la vida cristiana consiste en vivir plenamente la gracia del Bautismo en el don total de sí al Amor del Padre, para vivir como Cristo, en el fuego del Espíritu Santo, Su mismo amor por los demás.
[En español dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los de las diócesis de Alcalá de Henares y Plasencia, al grupo de Religiosas Siervas de María, que celebran el cincuenta aniversario de su consagración religiosa, así como a los demás fieles provenientes de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. A ejemplo de santa Teresita del Niño Jesús, invito a todos a descubrir en la lectura orante de la Biblia, en participación fructuosa en la Eucaristía y en la contemplación del Crucificado la ciencia del amor misericordioso que impregna el misterio de Cristo. Muchas gracias.
[Llamamiento final]
Continúo siguiendo con gran aprensión los dramáticos acontecimientos que las queridas poblaciones de Costa de Marfil y de Libia están viviendo en estos días. Auguro, además, que el cardenal Turkson, a quien había encargado que se dirigiese a Costa de Marfil para manifestar mi solidaridad, pueda entrar pronto en el país. Rezo por las víctimas y por todos aquellos que están sufriendo. ¡La violencia y el odio son siempre una derrota! Por esto dirijo un nuevo y encarecido llamamiento a todas las partes en causa, para que se ponga en marcha la obra de pacificación y de diálogo y se eviten ulteriores derramamientos de sangre.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
hoy querría hablaros de santa Teresa de Lisieux, Teresa del Niño Jesús y del Rostro Santo, que vivió en este mundo sólo 24 años, a finales del s.XIX, llevando una vida muy sencilla y oculta, pero que después de su muerte y de la publicación de sus escritos, se convirtió en una de las santas más conocidas y amadas. La “pequeña Teresa” no ha dejado de ayudar a las almas más sencillas, los pequeños, los pobres, los que sufren, y que le rezan, pero también ha iluminado toda la Iglesia, con su profunda doctrina espiritual, hasta tal punto que el Venerable Juan Pablo II, en 1997, quiso darle el título de Doctora de la Iglesia, añadiéndolo el título de Patrona de las Misiones, que ya le otorgó Pío XI en 1939. Mi amado Predecesor la definió como “experta de la scientia amoris" (Novo Millennio ineunte, 27). Esta ciencia, que ve resplandecer en el amor toda la verdad de la fe, Teresa la expresa principalmente en el relato de su vida, publicado un año después de su muerte bajo el título de Historia de un alma. Es un libro que tuvo enseguida un enorme éxito, fue traducido a muchas lenguas y difundido en todo el mundo. Quisiera invitaros a redescubrir este pequeño-gran tesoro, ¡este luminoso comentario del Evangelio plenamente vivido! Historia de un alma, de hecho, ¡es una maravillosa historia de Amor, relatada con tal autenticidad, sencillez y frescura ante la que el lector no puede sino quedar fascinado!. Sin embargo, ¿cuál es este Amor que ha colmado toda la vida de Teresa, desde la infancia hasta su muerte? Queridos amigos, este Amor tiene un Rostro, tiene un Nombre, ¡es Jesús!. La santa habla continuamente de Jesús. Recorramos, entonces, las grandes etapas de su vida, para entrar en el corazón de su doctrina.
Teresa nació el 2 de enero de 1873 en Alençon, un ciudad de Normandía, en Francia. Era la última hija de Luis y Celia Martin, esposos y padres ejemplares, beatificados los dos el 19 de octubre de 2008. Tuvieron nueve hijos, de estos cuatro murieron en edad temprana. Quedaron cinco hijas, que se hicieron religiosas todas. Teresa, a los 4 años, quedó profundamente afectada por la muerte de su madre (Ms A, 13r). El padre junto a las hijas, se trasladó entonces a la ciudad de Lisieux, donde se desarrolló toda la vida de la santa. Más tarde Teresa, sufriendo una enfermedad nerviosa grave, se curó gracias a una gracia divina, que ella misma definió como “la sonrisa de la Virgen” (ibid., 29v-30v). Recibió la Primera Comunión, vivida intensamente (ibid., 35r), y puso a Jesús Eucaristía en el centro de su existencia.
La “Gracia de la Navidad” del 1886 marcó el punto de inflexión, lo que ella llamó su “completa conversión” (ibid., 44v-45r). De hecho, se curó totalmente de su hipersensibilidad infantil e inició una “carrera de gigante”. A la edad de 14 años, Teresa se acercó cada vez más, con gran fe, a Jesús Crucificado, y se tomó muy en serio el caso, aparentemente desesperado, de un criminal condenado a muerte e impenitente (ibid., 45v-46v). “Quería a toda costa impedirle que fuese al infierno”, escribió la Santa, con la certeza de que su oración lo habría puesto en contacto con la Sangre redentora de Jesús. Es su primera y fundamental experiencia de maternidad espiritual: “Tanta confianza tenía en la Misericordia Infinita de Jesús”, escribió. Con María Santísima, la joven Teresa ama, cree y espera con “un corazón de madre” (cfr PR 6/10r).
En noviembre de 1887, Teresa va de peregrinación a Roma junto a su padre y a su hermana Celina (ibid., 55v-67r). Para ella, el momento culminante es la Audiencia del Papa León XIII, al que pide el permiso de entrar, con apenas 15 años, en el Carmelo de Lisieux. Un año después, su deseo se realizó: se hace carmelita, “para salvar las almas y rezar por los sacerdotes” (ibid., 69v). Al mismo tiempo, comienza la dolorosa y humillante enfermedad mental de su padre. Es un gran sufrimiento que conduce a Teresa a la contemplación del Rostro de Jesús en su Pasión (ibid., 71rv).
De esta manera, Su nombre de religiosa -sor Teresa del Niño Jesús y del Rostro Santo- expresa el programa de toda su vida, en la comunión con los Misterios centrales de la Encarnación y de la Redención. Su profesión religiosa, en la fiesta de la Natividad de María, el 8 de septiembre de 1890, es para ella un verdadero matrimonio espiritual en la “pequeñez” del Evangelio, caracterizada por el símbolo de la flor: “¡Qué bella fiesta la Natividad de María para convertirme en la esposa de Jesús!” -escribe-. Era la pequeña Virgen Santa de un día, que presentaba su pequeña flor al pequeño Jesús (ibid., 77r). Para Teresa, ser religiosa significa ser esposa de Jesús y madre de las almas (cfr Ms B, 2v). El mismo día, la santa escribió una oración que indica la orientación de su vida: pide al Jesús el don de su Amor infinito, de ser la más pequeña, y sobre todo pide la salvación de todos los hombres: “Que ningún alma se condene hoy” (Pr 2). De gran importancia es su Oferta al Amor Misericordioso, hecha en la fiesta de la Santísima Trinidad de 1985 (Ms A, 83v-84r; Pr 6): una ofrenda que Teresa comparte enseguida con sus hermanas siendo ya vicemaestra de novicias.
Diez años después de la “Gracia de Navidad”, en 1896, llega la “Gracia de Pascua”, que abre el último periodo de la vida de Teresa, con el inicio de su pasión profundamente unida a la Pasión de Jesús; se trata de la Pasión del cuerpo, con la enfermedad que la condujo a la muerte a través de grandes sufrimientos, pero sobre todo se trata de la pasión del alma, con una muy dolorosa prueba de la fe (Ms C, 4v-7v). Con María al lado de la Cruz de Jesús, Teresa vive ahora la fe más heroica, como luz en las tinieblas que le invaden el alma. La Carmelita tiene la conciencia de vivir esta gran prueba para la salvación de todos los ateos del mundo moderno, llamados por ella “hermanos”. Vivió, entonces, más intensamente el amor fraterno (8r-33v): hacia las hermanas de su comunidad , hacia sus dos hermanos espirituales misioneros, hacia los sacerdotes y todos los hombres, especialmente los más alejados. ¡Se convierte en una “hermana universal”!. Su caridad amable y sonriente es la expresión de la alegría profunda cuyo secreto nos revela: “Jesús, mi alegría es amarte a Ti” (P 45/7). En este contexto de sufrimiento, viviendo el más grande amor en las más pequeñas cosas de la vida cotidiana, la santa lleva a su total cumplimiento, su vocación de ser el Amor en el Corazón de la Iglesia (cfr Ms B, 3v).
Teresa murió la noche del 30 de septiembre de 1897, pronunciando las sencillas palabras: ¡Dios mío, os amo!”, mirando el crucifijo que apretaba con sus manos. Estas últimas palabras de la santa son la clave de toda su doctrina, de su interpretación del Evangelio. El acto de amor, expresado en su último aliento, era como la respiración continua de su alma, como los latidos de su corazón. Las sencillas palabras: Jesús, te amo” son el centro de todos sus escritos. El acto de amor a Jesús la introduce en la Santísima Trinidad. Ella escribió: “Ah, tú lo sabes, Divino Jesús, Te amo,/ El espíritu de Amor me inflama con su fuego, /Y amándote a Ti, me atraigo al Padre” (P 17/2).
Queridos amigos, también nosotros con santa Teresa del Niño Jesús, debemos poder repetir cada día al Señor, que queremos vivir de amor a Él y a los demás, aprender en la escuela de los santos a amar de una forma auténtica y total. Teresa es uno de los “pequeños” del Evangelio que se dejan llevar por Dios en la profundidad de su Misterio. Una guía para todos, sobre todo para los que, en el Pueblo de Dios, desarrollan el ministerio de teólogos. Con la humildad y la caridad, la fe y la esperanza, Teresa entra continuamente en el corazón de las Sagradas Escrituras que contiene el Misterio de Cristo. Y esta lectura de la Biblia, nutrida por la ciencia del amor, no se opone a la ciencia académica. La ciencia de los santos, de hecho, de la que ella habla en la última página de Historia de un alma, es la ciencia más alta: “Todos los santos la han entendido y en particular, quizás, aquellos que llenaron el universo con la irradiación de la doctrina evangélica. ¿No es quizás, por la oración que los Santos Pablo, Agustín, Juan de la Cruz, Tomás de Aquino, Francisco, Domingo y tantos otros ilustre Amigos de Dios obtuvieron esta ciencia divina que fascina a los genios más grandes?” (Ms C, 36r). Inseparable del Evangelio, la Eucaristía es para Teresa el Sacramento del Amor Divino que desciende hasta el extremo para levantarnos hasta Él. En su última Carta, la Santa escribe estas sencillas palabras sobre la imagen que representa Jesús Niño en la Hostia consagrada: “¡No puedo temer a un Dios que por mí se ha hecho tan pequeño! (…) ¡Yo lo amo! ¡De hecho, Él no es más que Amor y Misericordia!”(LT 266).
En el Evangelio, Teresa descubre sobre todo la Misericordia de Jesús, hasta el punto de afirmar: “¡Él me ha dado su Misericordia infinita, a través de esta contemplo y adoro las demás perfecciones divinas! (…) Y entonces todas me parecen radiantes de amor, la Justicia misma (y quizás mucho más que cualquier otra), me parece revestida de amor”(Ms A, 84r). Así se expresa también en las últimas líneas de la Historia de un alma: “Apenas hojeo el Santo Evangelio, enseguida respiro el perfume de la vida de Jesús y sé hacia donde correr... No es al primer lugar, sino al último al que me dirijo... Sí lo siento, incluso si tuviese sobre la conciencia todos los pecados que se pueden cometer, iría con el corazón destrozado por el arrepentimiento, a lanzarme en los brazos de Jesús, porque sé cuanto ama al hijo pródigo que vuelve a Él” (Ms C, 36v-37r). “Confianza y Amor” son por tanto el punto final del relato de su vida, dos palabras que como faros, han iluminado todo su camino de santidad, para poder guiar a otros sobre su mismo “pequeño camino de confianza y amor”, de la infancia espiritual (cf Ms C, 2v-3r; LT 226). Confianza como la del niño que se abandona en las manos de Dios, inseparable por el compromiso fuerte, radical del verdadero amor, que es el don total de sí mismo, para siempre, como dice la santa contemplando a María: “Amar es dar todo, y darse a sí mismo” (Perché ti amo, o Maria, P 54/22). Así teresa nos indica a todos nosotros que la vida cristiana consiste en vivir plenamente la gracia del Bautismo en el don total de sí al Amor del Padre, para vivir como Cristo, en el fuego del Espíritu Santo, Su mismo amor por los demás.
[En español dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los de las diócesis de Alcalá de Henares y Plasencia, al grupo de Religiosas Siervas de María, que celebran el cincuenta aniversario de su consagración religiosa, así como a los demás fieles provenientes de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. A ejemplo de santa Teresita del Niño Jesús, invito a todos a descubrir en la lectura orante de la Biblia, en participación fructuosa en la Eucaristía y en la contemplación del Crucificado la ciencia del amor misericordioso que impregna el misterio de Cristo. Muchas gracias.
[Llamamiento final]
Continúo siguiendo con gran aprensión los dramáticos acontecimientos que las queridas poblaciones de Costa de Marfil y de Libia están viviendo en estos días. Auguro, además, que el cardenal Turkson, a quien había encargado que se dirigiese a Costa de Marfil para manifestar mi solidaridad, pueda entrar pronto en el país. Rezo por las víctimas y por todos aquellos que están sufriendo. ¡La violencia y el odio son siempre una derrota! Por esto dirijo un nuevo y encarecido llamamiento a todas las partes en causa, para que se ponga en marcha la obra de pacificación y de diálogo y se eviten ulteriores derramamientos de sangre.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
El Papa: ¿Qué actitud asumimos frente a Jesús? Angelus 3 abril 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
El itinerario cuaresmal que estamos viviendo es un tiempo de gracia particular, durante el cual podemos experimentar el don de la benevolencia del Señor hacia nosotros. La liturgia de este domingo, llamado "Laetare", nos invita a alegrarnos, a gozar, tal y como proclama la antífona de entrada de la celebración eucarística: “¡Alegraos con Jerusalén y regocijáos por causa de ella, todos los que la amáis! ¡Compartid su mismo gozo los que estábais de duelo por ella, para ser amamantados y saciados en sus pechos consoladores, para gustar las delicias de sus senos gloriosos!" (cfr Is 66,10-11). ¿Cuál es la razón profunda de esta alegría? Nos lo dice el Evangelio de hoy, en el que Jesús cura a un hombre ciego de nacimiento. La pregunta que el Señor Jesús dirige a aquel que había sido ciego constituye el culmen del relato: “¿Crees en el Hijo del hombre?" (Jn 9,35). Aquel hombre reconoce el signo realizado por Jesús, y pasa de la luz de los ojos a la luz de la fe: "¡Creo, Señor!" (Jn 9,38). Hay que resaltar cómo una persona sencilla y sincera, de forma gradual, realiza un camino de fe: en un primer momento se encuentra con Jesús como un “hombre” entre los demás, después lo considera un "profeta", finalmente, sus ojos se abren y lo proclama "Señor". En oposición a la fe del ciego curado está el endurecimiento del corazón de los fariseos que no quieren aceptar el milagro, porque rechazan acoger a Jesús como el Mesías. La muchedumbre, en cambio, se detiene a discutir sobre lo sucedido y permanece distante e indiferente. Los mismos padres del ciego son vencidos por el miedo al juicio de los demás.
Y nosotros, ¿qué actitud asumimos frente a Jesús? También nosotros, a causa del pecado de Adán, hemos nacido “ciegos”, pero frente a la fuente bautismal hemos sido iluminados por la gracia de Cristo. El pecado había herido a la humanidad destinándola a la oscuridad de la muerte, pero en Cristo resplandece la novedad de la vida y la meta a la que hemos sido llamados. En Él, revigorizados por el Espíritu Santo, recibimos la fuerza para vencer el mal y realizar el bien. De hecho, la vida cristiana es una conformación continua a Cristo, imagen del hombre nuevo, para llegar a la plena comunión con Dios. El Señor Jesús es ·la luz del mundo" (Jn 8,12), porque en Él "resplandece el conocimiento de la gloria de Dios" (2 Cor 4,6) que sigue revelando en la compleja trama de la historia cuál es el sentido de la existencia humana. En el rito del Bautismo, la entrega de la vela, encendida en el gran cirio pascual símbolo de Cristo Resucitado, es un signo que ayuda a captar lo que sucede en el Sacramento. Cuando nuestra vida se deja iluminar por el misterio de Cristo, experimenta la alegría de ser liberada de todo aquello que amenaza su realización plena. En estos días que nos preparan a la Pascua reavivemos en nosotros el don recibido en el Bautismo, esa llama que a veces corre el riesgo de ser sofocada. Alimentémosla con la oración y la caridad hacia el prójimo.
A la Virgen María, Madre de la Iglesia, confiamos el camino cuaresmal, para que todos puedan encontrar a Cristo, Salvador del mundo.
[Después del Ángelus dijo]
Queridos hermanos y hermanas, ayer se celebraba el sexto aniversario de la muerte de mi amado Predecesor, el Venerable Juan Pablo II. Con motivo de su próxima beatificación, no he celebrado la tradicional Misa de sufragio por él, sino que le he recordado con afecto en la oración, como creo que todos vosotros. Mientras, a través del camino cuaresmal, nos preparamos a la fiesta de Pascua, nos acercamos con alegría también al día en el que podremos venerar como beato a este gran Pontífice y Testigo de Cristo, y confiarnos aún más a su intercesión.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, así como a los que se unen a ella a través de los medios de comunicación social. La liturgia de este día nos recuerda que Jesucristo es la Luz del mundo. De su mano podemos afrontar la vida y vencer todo lo que oscurece la conciencia y nos impide distinguir el bien del mal. Como hizo el Siervo de Dios Juan Pablo II, del que ayer recordamos el sexto aniversario de su fallecimiento, os invito a identificaros cada vez más con el Señor y de este modo avanzar siempre por el camino de la verdad y de la auténtica alegría. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
El itinerario cuaresmal que estamos viviendo es un tiempo de gracia particular, durante el cual podemos experimentar el don de la benevolencia del Señor hacia nosotros. La liturgia de este domingo, llamado "Laetare", nos invita a alegrarnos, a gozar, tal y como proclama la antífona de entrada de la celebración eucarística: “¡Alegraos con Jerusalén y regocijáos por causa de ella, todos los que la amáis! ¡Compartid su mismo gozo los que estábais de duelo por ella, para ser amamantados y saciados en sus pechos consoladores, para gustar las delicias de sus senos gloriosos!" (cfr Is 66,10-11). ¿Cuál es la razón profunda de esta alegría? Nos lo dice el Evangelio de hoy, en el que Jesús cura a un hombre ciego de nacimiento. La pregunta que el Señor Jesús dirige a aquel que había sido ciego constituye el culmen del relato: “¿Crees en el Hijo del hombre?" (Jn 9,35). Aquel hombre reconoce el signo realizado por Jesús, y pasa de la luz de los ojos a la luz de la fe: "¡Creo, Señor!" (Jn 9,38). Hay que resaltar cómo una persona sencilla y sincera, de forma gradual, realiza un camino de fe: en un primer momento se encuentra con Jesús como un “hombre” entre los demás, después lo considera un "profeta", finalmente, sus ojos se abren y lo proclama "Señor". En oposición a la fe del ciego curado está el endurecimiento del corazón de los fariseos que no quieren aceptar el milagro, porque rechazan acoger a Jesús como el Mesías. La muchedumbre, en cambio, se detiene a discutir sobre lo sucedido y permanece distante e indiferente. Los mismos padres del ciego son vencidos por el miedo al juicio de los demás.
Y nosotros, ¿qué actitud asumimos frente a Jesús? También nosotros, a causa del pecado de Adán, hemos nacido “ciegos”, pero frente a la fuente bautismal hemos sido iluminados por la gracia de Cristo. El pecado había herido a la humanidad destinándola a la oscuridad de la muerte, pero en Cristo resplandece la novedad de la vida y la meta a la que hemos sido llamados. En Él, revigorizados por el Espíritu Santo, recibimos la fuerza para vencer el mal y realizar el bien. De hecho, la vida cristiana es una conformación continua a Cristo, imagen del hombre nuevo, para llegar a la plena comunión con Dios. El Señor Jesús es ·la luz del mundo" (Jn 8,12), porque en Él "resplandece el conocimiento de la gloria de Dios" (2 Cor 4,6) que sigue revelando en la compleja trama de la historia cuál es el sentido de la existencia humana. En el rito del Bautismo, la entrega de la vela, encendida en el gran cirio pascual símbolo de Cristo Resucitado, es un signo que ayuda a captar lo que sucede en el Sacramento. Cuando nuestra vida se deja iluminar por el misterio de Cristo, experimenta la alegría de ser liberada de todo aquello que amenaza su realización plena. En estos días que nos preparan a la Pascua reavivemos en nosotros el don recibido en el Bautismo, esa llama que a veces corre el riesgo de ser sofocada. Alimentémosla con la oración y la caridad hacia el prójimo.
A la Virgen María, Madre de la Iglesia, confiamos el camino cuaresmal, para que todos puedan encontrar a Cristo, Salvador del mundo.
[Después del Ángelus dijo]
Queridos hermanos y hermanas, ayer se celebraba el sexto aniversario de la muerte de mi amado Predecesor, el Venerable Juan Pablo II. Con motivo de su próxima beatificación, no he celebrado la tradicional Misa de sufragio por él, sino que le he recordado con afecto en la oración, como creo que todos vosotros. Mientras, a través del camino cuaresmal, nos preparamos a la fiesta de Pascua, nos acercamos con alegría también al día en el que podremos venerar como beato a este gran Pontífice y Testigo de Cristo, y confiarnos aún más a su intercesión.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, así como a los que se unen a ella a través de los medios de comunicación social. La liturgia de este día nos recuerda que Jesucristo es la Luz del mundo. De su mano podemos afrontar la vida y vencer todo lo que oscurece la conciencia y nos impide distinguir el bien del mal. Como hizo el Siervo de Dios Juan Pablo II, del que ayer recordamos el sexto aniversario de su fallecimiento, os invito a identificaros cada vez más con el Señor y de este modo avanzar siempre por el camino de la verdad y de la auténtica alegría. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Quien reza se salva, san Alfonso María Ligorio Audiencia del 30 de marzo 2011
Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera presentaros la figura de un santo Doctor de la Iglesia al que debemos mucho, ya que fue un insigne teólogo moralista y un maestro de vida espiritual para todos, sobre todo para la gente humilde. Es el autor de la letra y de la música de uno de los villancicos navideños más famosos de Italia: Tu scendi dalle stelle, además de otras muchas cosas.
Perteneciente a una familia napolitana noble y rica, Alfonso María de Ligorio nació en 1696. Dotado de grandes cualidades intelectuales, con tan solo 16 años se graduó en derecho civil y canónico. Era el abogado más brillante del foro de Nápoles: durante ocho años ganó todas las causas que defendió. Sin embargo, su alma tenía sed de Dios y estaba deseosa de la perfección, así el Señor le hizo comprender que era otra la vocación a la que lo llamaba. De hecho, en 1723, indignado por la corrupción y la injusticia que viciaban el ambiente que lo rodeaba, abandonó su profesión -y con ella la riqueza y el éxito- y decide convertirse en sacerdote, a pesar de la oposición paterna. Tuvo maestros excelentes que lo introdujeron en el estudio de las Sagradas Escrituras, de la Historia de la Iglesia y de la mística. Adquirió una amplia cultura teológica, que comenzó a dar fruto cuando, algunos años después, comienza su labor de escritor. Fue ordenado sacerdote en 1726 y se entregó, para el ejercicio de su ministerio, a la Congregación diocesana de las Misiones Apostólicas. Alfonso inició la evangelización y la catequesis entre los estratos más bajos de la sociedad napolitana, a la que gustaba predicar, y a la que instruía en las verdades fundamentales de la fe. No pocas de estas personas, pobres y modestas, a las que se dirigió, a menudo se dedicaban a los vicios y realizaban acciones criminales. Con paciencia les enseñaba a rezar, animándolas a mejorar su modo de vivir. Alfonso obtuvo resultados excelentes: en el barrio más miserable de la ciudad se multiplicaban los grupos de personas que, al caer la tarde, se reunían en las casas privadas y en los talleres, para rezar y meditar la Palabra de Dios, bajo la guía de un catequista formado por Alfonso y por otros sacerdotes, que visitaban regularmente a estos grupos de fieles. Cuando, por deseo expreso del arzobispo de Nápoles, estas reuniones comenzaron a celebrarse en las capillas de la ciudad, estas tomaron el nombre de “capillas nocturnas”. Esto fue una verdadera y propia fuente de educación moral, de saneamiento social, de ayuda recíproca entre los pobres: esto puso fin a robos, duelos, prostitución hasta casi desaparecer.
Aunque si el contexto social y religioso de la época de san Alfonso era muy distinto del nuestro, las
“capillas nocturnas” son un modelo de acción misionera en el que nos podemos inspirar también hoy para “una nueva evangelización”, particularmente de los más pobres, y para construir una convivencia humana más justa, fraterna y solidaria. A los sacerdotes se les ha confiado un deber de ministerio espiritual, mientras que los laicos bien formados pueden ser eficaces animadores cristianos, auténtica levadura evangélica en el seno de la sociedad.
Después de haber pensado irse para evangelizar a los pueblos paganos, Alfonso, a la edad de 35 años, entró en contacto con los agricultores y pastores de las regiones interiores del Reino de Nápoles, y estupefacto por su ignorancia religiosa y el estado de abandono en el que estaban, decidió dejar la capital y dedicarse a estas personas, que eran pobres espiritual y materialmente. En 1732 fundó la Congregación religiosa del Santísimo Redentor, que puso bajo la tutela del obispo Tommaso Falcoia, y de la que se convirtió en el superior. Estos religiosos, dirigidos por Alfonso, fueron auténticos misioneros itinerantes, que llegaron incluso a los pueblos más remotos, exhortando a la conversión y a la perseverancia en la vida cristiana sobre todo por medio de la oración. Todavía hoy, los redentoristas, esparcidos por tantos países del mundo, con nuevas formas de apostolado, continúan esta misión de evangelización. Pienso en ellos con reconocimiento, exhortándoles a ser siempre fieles al ejemplo de su Santo Fundador.
Estimado por su bondad y por su celo pastoral, en 1762 Alfonso fue nombrado obispo de Sant'Agata dei Goti, ministerio que, dejó en 1775 por causa de las enfermedades que sufría, por concesión del Papa Pío VI. El mismo Pontífice, en 1787, exclamó, al recibir la noticia de su muerte, que se produjo con mucho sufrimiento, exclamó: “¡Era un santo!”. Y no se equivocaba: Alfonso fue canonizado en 1839, y en 1871 es declarado Doctor de la Iglesia. Este título se le concede por muchas razones. Antes que nada, porque propuso una rica enseñanza de teología moral, que expresa adecuadamente la doctrina católica hasta el punto de ser proclamado por el Papa Pío XII como “Patrón de todos los confesores y moralistas”. En su época, se difundió una interpretación muy rigurosa de la vida moral, quizás por la mentalidad jansenista, que antes que alimentar la confianza y esperanza en la misericordia de Dios, fomentaba el miedo y presentaba un rostro de Dios adusto y severo, muy lejano al revelado por Jesús. San Alfonso, sobre todo en su obra principal titulada Teología Moral, propone una síntesis equilibrada y convincente entre las exigencias de la ley de Dios, esculpida en nuestros corazones, revelada plenamente por Cristo y interpretada con autoridad por la Iglesia, y los dinamismos de la conciencia y de la libertad del hombre, que en la adhesión a la verdad y al bien, permiten la maduración y la realización de la persona. A los pastores de almas y a los confesores, Alfonso recomendaba ser fieles a la doctrina moral católica, asumiendo al mismo tiempo, una actitud caritativa, comprensiva, dulce para que los penitentes se sintiesen acompañados, sostenidos, animados en su camino de fe y de vida cristiana. San Alfonso no se cansaba nunca de repetir que los sacerdotes son un signo visible de la infinita misericordia de Dios, que perdona e ilumina la mente y el corazón del pecador para que se convierta y cambie de vida. En nuestra época, en la que son claros los signos de pérdida de la conciencia moral y -es necesario reconocerlo- de una cierta falta de estima hacia el Sacramento de la Confesión, la enseñanza de san Alfonso es todavía de gran actualidad.
Junto a las obras de teología, san Alfonso compuso muchos otros escritos, destinados a la formación religiosa del pueblo. Es estilo es simple y agradable. Leídas y traducidas en numerosas lenguas, las obras de san Alfonso han contribuido a plasmarla espiritualidad popular de los últimos dos siglos. Algunas de estas son textos que aportan grandes beneficios todavía hoy, como Máximas Eternas, Las Glorias de María, Práctica de amor a Jesucristo, obra -esta última- que representa la síntesis de su pensamiento y de su obra maestra. Insiste mucho en la necesidad de la oración, que permite abrirse a la Gracia divina para cumplir cotidianamente la voluntad de Dios y conseguir la propia santificación. Con respecto a la oración escribe: “Dios no niega a nadie la gracia de la oración, con la que se obtiene la ayuda para vencer toda concupiscencia y toda tentación. Y digo, replico y replicaré siempre, durante toda mi vida, que toda nuestra salvación está en el rezar”. De aquí su famoso axioma: “Quien reza se salva” “Del gran Medio de la Oración y opúsculos afines”. Obras Ascéticas II, Roma 1962, p. 171). Me viene a la mente, a este propósito, la exhortación de mi predecesor, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II: “nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas 'escuelas de oración'”... “Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral” (Carta Apostólica Novo Millenio ineunte, 33 y 34).
Entre las formas de oración aconsejadas fervientemente por san Alfonso, destaca la visita al Santísimo Sacramento o, como diríamos hoy, la adoración, breve o prolongada, personal o comunitaria, ante la Eucaristía. “Ciertamente -escribe Alfonso- entre todas las devociones esta de adorar a Jesús sacramentado es justo después de los sacramentos, la más querida por Dios y la más útil para nosotros... ¡Oh, qué bella delicia estar delante de una altar con fe.. presentando nuestras necesidades, como hace un amigo a otro con el que se tiene total confianza!” (“Visitas al Santísimo Sacramento, a María Santísima y a San José correspondientes a cada día del mes”. Introducción). La espiritualidad alfonsiana es, de hecho, eminentemente cristológica, centrada en Cristo y en su Evangelio. La meditación del misterio de la Encarnación y de la Pasión del Señor son frecuentemente objeto de su predicación. En estos eventos, la Redención es ofrecida a todos los hombres “copiosamente”. Y justo porque es cristológica, la piedad alfonsiana es también exquisitamente mariana. Muy devoto de María, Alfonso ilustra su papel en la historia de la salvación: socia de la Redención y mediadora de gracia, Madre, Abogada y Reina. Además, san Alfonso afirma que la devoción a María nos confortará en el momento de nuestra muerte. Estaba convencido que la meditación sobre nuestro destino eterno, sobre nuestra llamada a participar para siempre en la beatitud de Dios, así como la posibilidad trágica de la condenación, contribuye a vivir con serenidad y compromiso, y a afrontar la realidad de la muerte conservando siempre la confianza en la bondad de Dios.
San Alfonso María de Ligorio es un ejemplo de pastor celoso, que ha conquistado las almas predicando el Evangelio y administrando los Sacramentos, combinado con un modo de hacer basado en una bondad humilde y suave, que nacía de la intensa relación con Dios, que es la Bondad infinita. Tuvo una visión realista y optimista de los recursos del bien que el Señor da a cada hombre y dio importancia a los afectos y a los sentimientos del corazón, además de la mente, para poder amar a Dios y al prójimo.
En conclusión, quisiera recordar que nuestro santo, análogamente a San Francisco de Sales -del que hablé hace alguna semana- insiste en decir que la santidad es accesible a todos los cristianos: “El religioso por religioso, el seglar por seglar, el sacerdote por sacerdote, el casado por casado, el comerciante por comerciante, el soldado por soldado, y así hablando en todos los estados”(Práctica de amor a Jesucristo. Obras ascéticas I, Roma 1933, p. 79). Agradezcamos al Señor que, con su Providencia, suscita santos y doctores en lugares y tiempos diversos, que hablan el mismo lenguaje para invitarnos a crecer en la fe y a vivir con amor y con alegría nuestro ser cristianos en las sencillas acciones de cada día, para caminar en el camino de la santidad, en el camino hacia Dios y hacia la verdadera alegría. Gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
hoy quisiera presentaros la figura de un santo Doctor de la Iglesia al que debemos mucho, ya que fue un insigne teólogo moralista y un maestro de vida espiritual para todos, sobre todo para la gente humilde. Es el autor de la letra y de la música de uno de los villancicos navideños más famosos de Italia: Tu scendi dalle stelle, además de otras muchas cosas.
Perteneciente a una familia napolitana noble y rica, Alfonso María de Ligorio nació en 1696. Dotado de grandes cualidades intelectuales, con tan solo 16 años se graduó en derecho civil y canónico. Era el abogado más brillante del foro de Nápoles: durante ocho años ganó todas las causas que defendió. Sin embargo, su alma tenía sed de Dios y estaba deseosa de la perfección, así el Señor le hizo comprender que era otra la vocación a la que lo llamaba. De hecho, en 1723, indignado por la corrupción y la injusticia que viciaban el ambiente que lo rodeaba, abandonó su profesión -y con ella la riqueza y el éxito- y decide convertirse en sacerdote, a pesar de la oposición paterna. Tuvo maestros excelentes que lo introdujeron en el estudio de las Sagradas Escrituras, de la Historia de la Iglesia y de la mística. Adquirió una amplia cultura teológica, que comenzó a dar fruto cuando, algunos años después, comienza su labor de escritor. Fue ordenado sacerdote en 1726 y se entregó, para el ejercicio de su ministerio, a la Congregación diocesana de las Misiones Apostólicas. Alfonso inició la evangelización y la catequesis entre los estratos más bajos de la sociedad napolitana, a la que gustaba predicar, y a la que instruía en las verdades fundamentales de la fe. No pocas de estas personas, pobres y modestas, a las que se dirigió, a menudo se dedicaban a los vicios y realizaban acciones criminales. Con paciencia les enseñaba a rezar, animándolas a mejorar su modo de vivir. Alfonso obtuvo resultados excelentes: en el barrio más miserable de la ciudad se multiplicaban los grupos de personas que, al caer la tarde, se reunían en las casas privadas y en los talleres, para rezar y meditar la Palabra de Dios, bajo la guía de un catequista formado por Alfonso y por otros sacerdotes, que visitaban regularmente a estos grupos de fieles. Cuando, por deseo expreso del arzobispo de Nápoles, estas reuniones comenzaron a celebrarse en las capillas de la ciudad, estas tomaron el nombre de “capillas nocturnas”. Esto fue una verdadera y propia fuente de educación moral, de saneamiento social, de ayuda recíproca entre los pobres: esto puso fin a robos, duelos, prostitución hasta casi desaparecer.
Aunque si el contexto social y religioso de la época de san Alfonso era muy distinto del nuestro, las
“capillas nocturnas” son un modelo de acción misionera en el que nos podemos inspirar también hoy para “una nueva evangelización”, particularmente de los más pobres, y para construir una convivencia humana más justa, fraterna y solidaria. A los sacerdotes se les ha confiado un deber de ministerio espiritual, mientras que los laicos bien formados pueden ser eficaces animadores cristianos, auténtica levadura evangélica en el seno de la sociedad.
Después de haber pensado irse para evangelizar a los pueblos paganos, Alfonso, a la edad de 35 años, entró en contacto con los agricultores y pastores de las regiones interiores del Reino de Nápoles, y estupefacto por su ignorancia religiosa y el estado de abandono en el que estaban, decidió dejar la capital y dedicarse a estas personas, que eran pobres espiritual y materialmente. En 1732 fundó la Congregación religiosa del Santísimo Redentor, que puso bajo la tutela del obispo Tommaso Falcoia, y de la que se convirtió en el superior. Estos religiosos, dirigidos por Alfonso, fueron auténticos misioneros itinerantes, que llegaron incluso a los pueblos más remotos, exhortando a la conversión y a la perseverancia en la vida cristiana sobre todo por medio de la oración. Todavía hoy, los redentoristas, esparcidos por tantos países del mundo, con nuevas formas de apostolado, continúan esta misión de evangelización. Pienso en ellos con reconocimiento, exhortándoles a ser siempre fieles al ejemplo de su Santo Fundador.
Estimado por su bondad y por su celo pastoral, en 1762 Alfonso fue nombrado obispo de Sant'Agata dei Goti, ministerio que, dejó en 1775 por causa de las enfermedades que sufría, por concesión del Papa Pío VI. El mismo Pontífice, en 1787, exclamó, al recibir la noticia de su muerte, que se produjo con mucho sufrimiento, exclamó: “¡Era un santo!”. Y no se equivocaba: Alfonso fue canonizado en 1839, y en 1871 es declarado Doctor de la Iglesia. Este título se le concede por muchas razones. Antes que nada, porque propuso una rica enseñanza de teología moral, que expresa adecuadamente la doctrina católica hasta el punto de ser proclamado por el Papa Pío XII como “Patrón de todos los confesores y moralistas”. En su época, se difundió una interpretación muy rigurosa de la vida moral, quizás por la mentalidad jansenista, que antes que alimentar la confianza y esperanza en la misericordia de Dios, fomentaba el miedo y presentaba un rostro de Dios adusto y severo, muy lejano al revelado por Jesús. San Alfonso, sobre todo en su obra principal titulada Teología Moral, propone una síntesis equilibrada y convincente entre las exigencias de la ley de Dios, esculpida en nuestros corazones, revelada plenamente por Cristo y interpretada con autoridad por la Iglesia, y los dinamismos de la conciencia y de la libertad del hombre, que en la adhesión a la verdad y al bien, permiten la maduración y la realización de la persona. A los pastores de almas y a los confesores, Alfonso recomendaba ser fieles a la doctrina moral católica, asumiendo al mismo tiempo, una actitud caritativa, comprensiva, dulce para que los penitentes se sintiesen acompañados, sostenidos, animados en su camino de fe y de vida cristiana. San Alfonso no se cansaba nunca de repetir que los sacerdotes son un signo visible de la infinita misericordia de Dios, que perdona e ilumina la mente y el corazón del pecador para que se convierta y cambie de vida. En nuestra época, en la que son claros los signos de pérdida de la conciencia moral y -es necesario reconocerlo- de una cierta falta de estima hacia el Sacramento de la Confesión, la enseñanza de san Alfonso es todavía de gran actualidad.
Junto a las obras de teología, san Alfonso compuso muchos otros escritos, destinados a la formación religiosa del pueblo. Es estilo es simple y agradable. Leídas y traducidas en numerosas lenguas, las obras de san Alfonso han contribuido a plasmarla espiritualidad popular de los últimos dos siglos. Algunas de estas son textos que aportan grandes beneficios todavía hoy, como Máximas Eternas, Las Glorias de María, Práctica de amor a Jesucristo, obra -esta última- que representa la síntesis de su pensamiento y de su obra maestra. Insiste mucho en la necesidad de la oración, que permite abrirse a la Gracia divina para cumplir cotidianamente la voluntad de Dios y conseguir la propia santificación. Con respecto a la oración escribe: “Dios no niega a nadie la gracia de la oración, con la que se obtiene la ayuda para vencer toda concupiscencia y toda tentación. Y digo, replico y replicaré siempre, durante toda mi vida, que toda nuestra salvación está en el rezar”. De aquí su famoso axioma: “Quien reza se salva” “Del gran Medio de la Oración y opúsculos afines”. Obras Ascéticas II, Roma 1962, p. 171). Me viene a la mente, a este propósito, la exhortación de mi predecesor, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II: “nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas 'escuelas de oración'”... “Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral” (Carta Apostólica Novo Millenio ineunte, 33 y 34).
Entre las formas de oración aconsejadas fervientemente por san Alfonso, destaca la visita al Santísimo Sacramento o, como diríamos hoy, la adoración, breve o prolongada, personal o comunitaria, ante la Eucaristía. “Ciertamente -escribe Alfonso- entre todas las devociones esta de adorar a Jesús sacramentado es justo después de los sacramentos, la más querida por Dios y la más útil para nosotros... ¡Oh, qué bella delicia estar delante de una altar con fe.. presentando nuestras necesidades, como hace un amigo a otro con el que se tiene total confianza!” (“Visitas al Santísimo Sacramento, a María Santísima y a San José correspondientes a cada día del mes”. Introducción). La espiritualidad alfonsiana es, de hecho, eminentemente cristológica, centrada en Cristo y en su Evangelio. La meditación del misterio de la Encarnación y de la Pasión del Señor son frecuentemente objeto de su predicación. En estos eventos, la Redención es ofrecida a todos los hombres “copiosamente”. Y justo porque es cristológica, la piedad alfonsiana es también exquisitamente mariana. Muy devoto de María, Alfonso ilustra su papel en la historia de la salvación: socia de la Redención y mediadora de gracia, Madre, Abogada y Reina. Además, san Alfonso afirma que la devoción a María nos confortará en el momento de nuestra muerte. Estaba convencido que la meditación sobre nuestro destino eterno, sobre nuestra llamada a participar para siempre en la beatitud de Dios, así como la posibilidad trágica de la condenación, contribuye a vivir con serenidad y compromiso, y a afrontar la realidad de la muerte conservando siempre la confianza en la bondad de Dios.
San Alfonso María de Ligorio es un ejemplo de pastor celoso, que ha conquistado las almas predicando el Evangelio y administrando los Sacramentos, combinado con un modo de hacer basado en una bondad humilde y suave, que nacía de la intensa relación con Dios, que es la Bondad infinita. Tuvo una visión realista y optimista de los recursos del bien que el Señor da a cada hombre y dio importancia a los afectos y a los sentimientos del corazón, además de la mente, para poder amar a Dios y al prójimo.
En conclusión, quisiera recordar que nuestro santo, análogamente a San Francisco de Sales -del que hablé hace alguna semana- insiste en decir que la santidad es accesible a todos los cristianos: “El religioso por religioso, el seglar por seglar, el sacerdote por sacerdote, el casado por casado, el comerciante por comerciante, el soldado por soldado, y así hablando en todos los estados”(Práctica de amor a Jesucristo. Obras ascéticas I, Roma 1933, p. 79). Agradezcamos al Señor que, con su Providencia, suscita santos y doctores en lugares y tiempos diversos, que hablan el mismo lenguaje para invitarnos a crecer en la fe y a vivir con amor y con alegría nuestro ser cristianos en las sencillas acciones de cada día, para caminar en el camino de la santidad, en el camino hacia Dios y hacia la verdadera alegría. Gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Si conocieras el don de Dios... Angelus 27 de marzo 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Este tercer domingo de Cuaresma se caracteriza por el famoso diálogo de Jesús con la mujer samaritana, narrado por el evangelista Juan. La mujer se dirigía todos los días a sacar agua de un antiguo pozo, que se remontaba a tiempos del patriarca Jacob, y ese día se encontró con Jesús, sentado, "fatigado del camino" (Juan 4, 6). San Agustín comenta: "Hay un motivo en el cansancio de Jesús... La fuerza de Cristo te ha creado, la debilidad de Cristo te ha regenerado... Con la fuerza nos ha creado, con su debilidad vino a buscarnos" (In Ioannis Evangelium, 15, 2). El cansancio de Jesús, signo de su auténtica humanidad, puede ser visto como un preludio de su pasión, con la que Él llevó a cumplimiento la obra de nuestra redención. En particular, en el encuentro con la Samaritana, en el pozo, sale el tema de la "sed" de Cristo, que culmina con el grito en la cruz: "Tengo sed" (Juan 19, 28). Ciertamente esta sed, como el cansancio, tiene un fundamento físico. Pero Jesús, como sigue diciendo Agustín, "tenía sed de la fe de esa mujer" (In Ioannis Evangelium, 15, 11), al igual que de la fe de todos nosotros. Dios Padre le envió para saciar nuestra sed de vida eterna, dándonos su amor, pero para ofrecernos este don Jesús pide nuestra fe. La omnipotencia del Amor respeta siempre la libertad del hombre; toca a su corazón y espera con paciencia su respuesta.
En el encuentro con la Samaritana, destaca en primer lugar el símbolo del agua, que hace clara alusión al sacramento del Bautismo, manantial de vida nueva para la fe en la Gracia de Dios. Este Evangelio, de hecho, como recordé en la catequesis del Miércoles de Ceniza, forma parte del antiguo camino de preparación de los catecúmenos a la iniciación cristiana, que tenía lugar en la gran Vigilia de la noche de Pascua. "El que beba del agua que yo le daré --dice Jesús--, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna" (Juan 4,14). Este agua representa al Espíritu Santo, el "don" por excelencia que Jesús vino a traer de parte de Dios Padre. Quien renace en el agua y el Espíritu Santo, es decir, en el Bautismo, entra en una relación real con Dios, una relación filial, y puede adorarle "en espíritu y verdad" (Juan 4,23.24), como sigue revelando Jesús a la mujer samaritana. Gracias al encuentro con Jesucristo y al don del Espíritu Santo, la fe del hombre llega a su cumplimiento, como respuesta a la plenitud de la revelación de Dios.
Cada uno de nosotros puede ponerse en el lugar de la mujer samaritana: Jesús nos espera, especialmente en este tiempo de Cuaresma, para hablarnos al corazón, a mi corazón. Detengámonos un momento en silencio, en nuestra habitación, o en una iglesia, o en otro lugar retirado. Escuchemos su voz que nos dice: "Si conocieras el don de Dios...". Que la Virgen María nos ayude a no perder esta oportunidad, de la que depende nuestra auténtica felicidad.
[Después de rezar el Ángelus, Benedicto XVI añadió hablando en italiano:]
Ante las noticias, cada vez más dramáticas, que llegan desde Libia, crece mi trepidación por la incolumidad y la seguridad de la población civil y mi inquietud por la evolución de la situación, actualmente marcada por el uso de las armas. En los momentos de mayor tensión se hace más urgente la exigencia de recurrir a todos los medios a disposición de la acción diplomática y apoyar toda señal por más débil que sea de apertura y de voluntad de reconciliación entre todas las partes involucradas en la búsqueda de soluciones pacíficas y duraderas
Desde esta perspectiva, mientras elevo al Señor mi oración por la vuelta a la concordia en Libia y en toda la región norteafricana, dirijo un apremiante llamamiento a los organismos internacionales y a cuantos tienen responsabilidades políticas y militares a favor del inmediato inicio de un diálogo, que suspenda el uso de las armas.
Por último, mi pensamiento se dirige a las autoridades y a los ciudadanos de Oriente Medio, donde en días pasados se han registrado casos de violencia, para que también allí se privilegie el camino del diálogo y de la reconciliación en la búsqueda de una convivencia justa y fraterna.
[A continuación el papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular al grupo del Instituto Sofía Casanova, de Ferrol. En este tercer domingo de Cuaresma, la liturgia nos presenta el diálogo de Jesús con la samaritana. El Señor ofrece agua de vida que apaga toda sed; agua que es su mismo Espíritu y se nos comunica en el Bautismo. Os animo para que en este tiempo, renovando los compromisos de fe, os encontréis con el Mesías que colma de gracia y verdad, y podáis ofrecer el culto de alabanza que brota de un discípulo fiel. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
Este tercer domingo de Cuaresma se caracteriza por el famoso diálogo de Jesús con la mujer samaritana, narrado por el evangelista Juan. La mujer se dirigía todos los días a sacar agua de un antiguo pozo, que se remontaba a tiempos del patriarca Jacob, y ese día se encontró con Jesús, sentado, "fatigado del camino" (Juan 4, 6). San Agustín comenta: "Hay un motivo en el cansancio de Jesús... La fuerza de Cristo te ha creado, la debilidad de Cristo te ha regenerado... Con la fuerza nos ha creado, con su debilidad vino a buscarnos" (In Ioannis Evangelium, 15, 2). El cansancio de Jesús, signo de su auténtica humanidad, puede ser visto como un preludio de su pasión, con la que Él llevó a cumplimiento la obra de nuestra redención. En particular, en el encuentro con la Samaritana, en el pozo, sale el tema de la "sed" de Cristo, que culmina con el grito en la cruz: "Tengo sed" (Juan 19, 28). Ciertamente esta sed, como el cansancio, tiene un fundamento físico. Pero Jesús, como sigue diciendo Agustín, "tenía sed de la fe de esa mujer" (In Ioannis Evangelium, 15, 11), al igual que de la fe de todos nosotros. Dios Padre le envió para saciar nuestra sed de vida eterna, dándonos su amor, pero para ofrecernos este don Jesús pide nuestra fe. La omnipotencia del Amor respeta siempre la libertad del hombre; toca a su corazón y espera con paciencia su respuesta.
En el encuentro con la Samaritana, destaca en primer lugar el símbolo del agua, que hace clara alusión al sacramento del Bautismo, manantial de vida nueva para la fe en la Gracia de Dios. Este Evangelio, de hecho, como recordé en la catequesis del Miércoles de Ceniza, forma parte del antiguo camino de preparación de los catecúmenos a la iniciación cristiana, que tenía lugar en la gran Vigilia de la noche de Pascua. "El que beba del agua que yo le daré --dice Jesús--, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna" (Juan 4,14). Este agua representa al Espíritu Santo, el "don" por excelencia que Jesús vino a traer de parte de Dios Padre. Quien renace en el agua y el Espíritu Santo, es decir, en el Bautismo, entra en una relación real con Dios, una relación filial, y puede adorarle "en espíritu y verdad" (Juan 4,23.24), como sigue revelando Jesús a la mujer samaritana. Gracias al encuentro con Jesucristo y al don del Espíritu Santo, la fe del hombre llega a su cumplimiento, como respuesta a la plenitud de la revelación de Dios.
Cada uno de nosotros puede ponerse en el lugar de la mujer samaritana: Jesús nos espera, especialmente en este tiempo de Cuaresma, para hablarnos al corazón, a mi corazón. Detengámonos un momento en silencio, en nuestra habitación, o en una iglesia, o en otro lugar retirado. Escuchemos su voz que nos dice: "Si conocieras el don de Dios...". Que la Virgen María nos ayude a no perder esta oportunidad, de la que depende nuestra auténtica felicidad.
[Después de rezar el Ángelus, Benedicto XVI añadió hablando en italiano:]
Ante las noticias, cada vez más dramáticas, que llegan desde Libia, crece mi trepidación por la incolumidad y la seguridad de la población civil y mi inquietud por la evolución de la situación, actualmente marcada por el uso de las armas. En los momentos de mayor tensión se hace más urgente la exigencia de recurrir a todos los medios a disposición de la acción diplomática y apoyar toda señal por más débil que sea de apertura y de voluntad de reconciliación entre todas las partes involucradas en la búsqueda de soluciones pacíficas y duraderas
Desde esta perspectiva, mientras elevo al Señor mi oración por la vuelta a la concordia en Libia y en toda la región norteafricana, dirijo un apremiante llamamiento a los organismos internacionales y a cuantos tienen responsabilidades políticas y militares a favor del inmediato inicio de un diálogo, que suspenda el uso de las armas.
Por último, mi pensamiento se dirige a las autoridades y a los ciudadanos de Oriente Medio, donde en días pasados se han registrado casos de violencia, para que también allí se privilegie el camino del diálogo y de la reconciliación en la búsqueda de una convivencia justa y fraterna.
[A continuación el papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular al grupo del Instituto Sofía Casanova, de Ferrol. En este tercer domingo de Cuaresma, la liturgia nos presenta el diálogo de Jesús con la samaritana. El Señor ofrece agua de vida que apaga toda sed; agua que es su mismo Espíritu y se nos comunica en el Bautismo. Os animo para que en este tiempo, renovando los compromisos de fe, os encontréis con el Mesías que colma de gracia y verdad, y podáis ofrecer el culto de alabanza que brota de un discípulo fiel. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Lorenzo de Brindisi y la Sagrada Escritura Audiencia 23 de marzo 2011
Queridos hermanos y hermanas,
recuerdo aún con alegría la acogida festiva que se me reservó en 2008 en Brindisi, la ciudad que en 1559 vio nacer a un insigne doctor de la Iglesia, san Lorenzo de Brindisi, nombre que Giulio Cesare Rossi asumió al entrar en la Orden de los Capuchinos. Desde la infancia fue atraído por la familia de san Francisco de Asís. De hecho, huérfano de padre a los siete años, fue confiado por la madre a los cuidados de los frailes Conventuales de su ciudad. Algunos años después, sin embargo, se trasladó con su madre a Venecia, y precisamente en el Véneto conoció a los Capuchinos, que en aquella época se habían puesto generosamente al servicio de toda la Iglesia, para incrementar la gran reforma espiritual promovida por el Concilio de Trento. En 1575 Lorenzo, con la profesión religiosa, se convirtió en fraile capuchino, y en 1582 fue ordenado sacerdote. Ya durante los estudios eclesiásticos mostró las eminentes cualidades intelectuales de las que había sido dotado. Aprendió fácilmente las lenguas antiguas, entre ellas el griego, el hebreo y el sirio, y las modernas como el francés y el alemán, que se unían al conocimiento de la lengua italiana y al de la latina, que en esa época se hablaba con fluidez entre los eclesiásticos y los hombres de cultura.
Gracias al dominio de muchos idiomas, Lorenzo pudo llevar a cabo un intenso apostolado hacia diversas categorías de personas. Predicador eficaz, conocía de modo profundo no sólo la Biblia, sino también la literatura rabínica, que los propios Rabinos se quedaban asombrados y admirados, manifestándole estima y respeto. Teólogo versado en la Sagrada Escritura y en los Padres de la Iglesia, era capaz de ilustrar de modo ejemplar la doctrina católica también a los cristianos que, sobre todo en Alemania, se habían adherido a la Reforma. Con su exposición clara y tranquila, mostraba el fundamento bíblico y patrístico de todos los artículos de fe puestos en discusión por Martín Lutero. Entre estos, la primacía de san Pedro y de sus sucesores, el origen divino del Episcopado, la justificación como transformación interior del hombre, la necesidad de las obras buenas para la salvación. El éxito que gozó Lorenzo nos ayuda a comprender que también hoy, llevando hacia adelante el diálogo ecuménico con tanta esperanza y la confrontación con las Sagradas Escrituras, leídas según la Tradición de la Iglesia, constituyen un elemento irrenunciable y de fundamental importancia, como he querido recordar en la Exhortación Apostólica Verbum Domini (n.46).
También los fieles más sencillos, no dotados de gran cultura, se beneficiaron de las palabras convincentes de Lorenzo, que se dirigía a la gente humilde para exhortar a todos a la coherencia de la propia vida con la fe profesada. Esto fue un gran mérito de los Capuchinos y de otras órdenes religiosas, que en los siglos XVI y XVII, contribuyeron a la renovación de la vida cristiana penetrando en profundidad en la sociedad con su testimonio de vida y sus enseñanzas. También hoy, la nueva evangelización necesita apóstoles bien preparados, con celo y valientes, para que la luz y la belleza del Evangelio prevalezcan sobre las tendencias culturales del relativismo ético y de la indiferencia religiosa, y transformen los distintos modos de pensar y de actuar en un auténtico humanismo cristiano. Es sorprendente que san Lorenzo de Brindisi pudiera desarrollar ininterrumpidamente esta actividad de apreciado e infatigable predicador en muchas ciudades de Italia y en distintos países, no obstante realizara encargos importantes y de gran responsabilidad. Dentro de la Orden de los Capuchinos, de hecho, fue profesor de teología, maestro de novicios, muchas veces ministro provincial y consejero general y, finalmente ministro general del 1602 al 1605.
En medio de tantos trabajos, Lorenzo cultivó una vida espiritual de fervor excepcional, dedicando mucho tiempo a la oración y de modo especial a la celebración de la Santa Misa, que a menudo conllevaba horas, entendiendo y conmoviéndose con el memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.
En la escuela de los santos, todo presbítero, como ha menudo se ha subrayado durante el reciente Año Sacerdotal, puede evitar el peligro del activismo, de actuar, es decir, olvidando las motivaciones profundas del ministerio, solamente si cuida su propia vida interior. Hablando a los sacerdotes y a los seminaristas en la catedral de Brindisi, ciudad natal de san Lorenzo, he recordado que “el momento de la oración es el más importante en la vida del sacerdote, es en el que actúa con más eficacia la gracia divina, fecundando su ministerio. Rezar es el primer servicio que hay que ofrecer a la comunidad. Y por esto, los momentos de oración deben tener en nuestra vida una verdadera prioridad.. Si no estamos interiormente en comunión con Dios, no podemos dar nada a los demás. Por esto Dios es la primera prioridad. Debemos reservar siempre el tiempo necesario para estar en comunión de oración con nuestro Señor”. Por lo demás, con el ardor inconfundible de su estilo, Lorenzo exhorta a todos, no sólo a los sacerdotes, a cultivar la vida de oración porque por medio de esta nosotros hablamos a Dios y Dios nos habla a nosotros: “¡Oh, si tuviésemos en cuenta esta realidad! -exclama- Es decir que Dios está de verdad presente ante nosotros cuando le hablamos rezando; que escucha verdaderamente nuestra oración, aunque si solo rezamos con el corazón y con la mente. Y no sólo está presente y nos escucha, sino que puede y desea contestar voluntariamente y con máximo placer nuestras preguntas”.
Otro detalle que caracteriza la obra de este hijo de San Francisco es su actuación por la paz. Sea los Sumos Pontífices que los príncipes católicos le confiaron repetidamente importantes misiones diplomáticas para dirimir controversias y favorecer la concordia entre los Estados Europeos, amenazados en aquel tiempo por el Imperio otomano. La autoridad moral que tenía lo hacía ser considerado consejero solicitado y escuchado. Hoy, como en los tiempos de San Lorenzo, el mundo tiene necesidad de hombres y mujeres pacíficos y pacificadores. Todos los que creen en Dios deben ser siempre fuentes y constructores de paz. Fue en ocasión de una de estas misiones diplomáticas cuando Lorenzo terminó su vida terrena, en 1619 en Lisboa, donde había ido a encontrarse con el rey de España, Felipe III, para defender la causa de sus súbditos napolitanos acosados por las autoridades locales.
Fue canonizado en 1881 y, con motivo de su vigorosa e intensa actividad, de su amplia y armoniosa ciencia, mereció el título de Doctor apostolicus, “Doctor apostólico”, de parte del Beato Papa Juan XXIII en 1959, con ocasión del cuarto centenario de su nacimiento. Tal reconocimiento fue concedido a Lorenzo de Brindisi, también, porque fue autor de numerosas obras de exégesis bíblica, de teología y de escritos destinados a la predicación. En estos ofrece una exposición sistemática de la historia de la salvación, centrada en el misterio de la Encarnación, la más grande manifestación del amor divino por los hombres. Además, siendo un mariólogo de gran valor, autor de un compendio de sermones sobre Nuestra Señora llamado “Mariale”, pone en evidencia el papel único de la Virgen María, de la que afirma con claridad la Inmaculada Concepción y la cooperación en la obra de redención cumplida en Cristo.
Con fina sensibilidad teológica, Lorenzo de Brindisi también puso de relieve la acción del Espíritu Santo en la existencia del creyente, Nos recuerda que con sus dones, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ilumina y ayuda en nuestro compromiso de vivir con alegría el mensaje del Evangelio. “El Espíritu Santo -escribe San Lorenzo- vuelve dulce el yugo de la ley divina y ligero su peso, de manera que sigamos los mandamientos de Dios con gran facilidad, incluso con complacencia”.
Quisiera completar esta breve presentación de la vida y de la doctrina de San Lorenzo de Brindisi, destacando que toda su actividad fue inspirada por un gran amor a las Sagradas Escrituras, que sabía ampliamente de memoria, y por la convicción de que la escucha y la acogida de la Palabra de Dios produce una transformación interior que nos conduce a la santidad. “La Palabra del Señor -afirmó- es luz del intelecto y fuego para la voluntad, para que el hombre pueda conocer y amar a Dios. Para el hombre interior, que por medio de la gracia vive del Espíritu Santo, es pan y agua, pero pan dulce como la miel y agua mejor que el vino y la leche... Es un martillo contra un corazón duramente obstinado en los vicios. Es una espada contra la carne, el mundo y el demonio, para destruir todo pecado”. San Lorenzo de Brindisi nos enseña a amar las Sagradas Escrituras, a crecer en la familiaridad con ella, a cultivar cotidianamente la relación de amistad con el Señor en la oración, para que todas nuestras acciones, toda nuestra actividad tenga en Él su comienzo y su cumplimento. Esta es la fuente a la que acudir para que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y sea capaz de conducir a los hombres de nuestro tiempo hasta Dios.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Ecuador, Perú, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que, siguiendo el ejemplo de San Lorenzo de Brindis, escuchéis y acojáis la Palabra de Dios, para que os dejéis transformar interiormente y, así, cada una de vuestras acciones tenga al Señor como su inicio y tienda a él como a su fin. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
recuerdo aún con alegría la acogida festiva que se me reservó en 2008 en Brindisi, la ciudad que en 1559 vio nacer a un insigne doctor de la Iglesia, san Lorenzo de Brindisi, nombre que Giulio Cesare Rossi asumió al entrar en la Orden de los Capuchinos. Desde la infancia fue atraído por la familia de san Francisco de Asís. De hecho, huérfano de padre a los siete años, fue confiado por la madre a los cuidados de los frailes Conventuales de su ciudad. Algunos años después, sin embargo, se trasladó con su madre a Venecia, y precisamente en el Véneto conoció a los Capuchinos, que en aquella época se habían puesto generosamente al servicio de toda la Iglesia, para incrementar la gran reforma espiritual promovida por el Concilio de Trento. En 1575 Lorenzo, con la profesión religiosa, se convirtió en fraile capuchino, y en 1582 fue ordenado sacerdote. Ya durante los estudios eclesiásticos mostró las eminentes cualidades intelectuales de las que había sido dotado. Aprendió fácilmente las lenguas antiguas, entre ellas el griego, el hebreo y el sirio, y las modernas como el francés y el alemán, que se unían al conocimiento de la lengua italiana y al de la latina, que en esa época se hablaba con fluidez entre los eclesiásticos y los hombres de cultura.
Gracias al dominio de muchos idiomas, Lorenzo pudo llevar a cabo un intenso apostolado hacia diversas categorías de personas. Predicador eficaz, conocía de modo profundo no sólo la Biblia, sino también la literatura rabínica, que los propios Rabinos se quedaban asombrados y admirados, manifestándole estima y respeto. Teólogo versado en la Sagrada Escritura y en los Padres de la Iglesia, era capaz de ilustrar de modo ejemplar la doctrina católica también a los cristianos que, sobre todo en Alemania, se habían adherido a la Reforma. Con su exposición clara y tranquila, mostraba el fundamento bíblico y patrístico de todos los artículos de fe puestos en discusión por Martín Lutero. Entre estos, la primacía de san Pedro y de sus sucesores, el origen divino del Episcopado, la justificación como transformación interior del hombre, la necesidad de las obras buenas para la salvación. El éxito que gozó Lorenzo nos ayuda a comprender que también hoy, llevando hacia adelante el diálogo ecuménico con tanta esperanza y la confrontación con las Sagradas Escrituras, leídas según la Tradición de la Iglesia, constituyen un elemento irrenunciable y de fundamental importancia, como he querido recordar en la Exhortación Apostólica Verbum Domini (n.46).
También los fieles más sencillos, no dotados de gran cultura, se beneficiaron de las palabras convincentes de Lorenzo, que se dirigía a la gente humilde para exhortar a todos a la coherencia de la propia vida con la fe profesada. Esto fue un gran mérito de los Capuchinos y de otras órdenes religiosas, que en los siglos XVI y XVII, contribuyeron a la renovación de la vida cristiana penetrando en profundidad en la sociedad con su testimonio de vida y sus enseñanzas. También hoy, la nueva evangelización necesita apóstoles bien preparados, con celo y valientes, para que la luz y la belleza del Evangelio prevalezcan sobre las tendencias culturales del relativismo ético y de la indiferencia religiosa, y transformen los distintos modos de pensar y de actuar en un auténtico humanismo cristiano. Es sorprendente que san Lorenzo de Brindisi pudiera desarrollar ininterrumpidamente esta actividad de apreciado e infatigable predicador en muchas ciudades de Italia y en distintos países, no obstante realizara encargos importantes y de gran responsabilidad. Dentro de la Orden de los Capuchinos, de hecho, fue profesor de teología, maestro de novicios, muchas veces ministro provincial y consejero general y, finalmente ministro general del 1602 al 1605.
En medio de tantos trabajos, Lorenzo cultivó una vida espiritual de fervor excepcional, dedicando mucho tiempo a la oración y de modo especial a la celebración de la Santa Misa, que a menudo conllevaba horas, entendiendo y conmoviéndose con el memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor.
En la escuela de los santos, todo presbítero, como ha menudo se ha subrayado durante el reciente Año Sacerdotal, puede evitar el peligro del activismo, de actuar, es decir, olvidando las motivaciones profundas del ministerio, solamente si cuida su propia vida interior. Hablando a los sacerdotes y a los seminaristas en la catedral de Brindisi, ciudad natal de san Lorenzo, he recordado que “el momento de la oración es el más importante en la vida del sacerdote, es en el que actúa con más eficacia la gracia divina, fecundando su ministerio. Rezar es el primer servicio que hay que ofrecer a la comunidad. Y por esto, los momentos de oración deben tener en nuestra vida una verdadera prioridad.. Si no estamos interiormente en comunión con Dios, no podemos dar nada a los demás. Por esto Dios es la primera prioridad. Debemos reservar siempre el tiempo necesario para estar en comunión de oración con nuestro Señor”. Por lo demás, con el ardor inconfundible de su estilo, Lorenzo exhorta a todos, no sólo a los sacerdotes, a cultivar la vida de oración porque por medio de esta nosotros hablamos a Dios y Dios nos habla a nosotros: “¡Oh, si tuviésemos en cuenta esta realidad! -exclama- Es decir que Dios está de verdad presente ante nosotros cuando le hablamos rezando; que escucha verdaderamente nuestra oración, aunque si solo rezamos con el corazón y con la mente. Y no sólo está presente y nos escucha, sino que puede y desea contestar voluntariamente y con máximo placer nuestras preguntas”.
Otro detalle que caracteriza la obra de este hijo de San Francisco es su actuación por la paz. Sea los Sumos Pontífices que los príncipes católicos le confiaron repetidamente importantes misiones diplomáticas para dirimir controversias y favorecer la concordia entre los Estados Europeos, amenazados en aquel tiempo por el Imperio otomano. La autoridad moral que tenía lo hacía ser considerado consejero solicitado y escuchado. Hoy, como en los tiempos de San Lorenzo, el mundo tiene necesidad de hombres y mujeres pacíficos y pacificadores. Todos los que creen en Dios deben ser siempre fuentes y constructores de paz. Fue en ocasión de una de estas misiones diplomáticas cuando Lorenzo terminó su vida terrena, en 1619 en Lisboa, donde había ido a encontrarse con el rey de España, Felipe III, para defender la causa de sus súbditos napolitanos acosados por las autoridades locales.
Fue canonizado en 1881 y, con motivo de su vigorosa e intensa actividad, de su amplia y armoniosa ciencia, mereció el título de Doctor apostolicus, “Doctor apostólico”, de parte del Beato Papa Juan XXIII en 1959, con ocasión del cuarto centenario de su nacimiento. Tal reconocimiento fue concedido a Lorenzo de Brindisi, también, porque fue autor de numerosas obras de exégesis bíblica, de teología y de escritos destinados a la predicación. En estos ofrece una exposición sistemática de la historia de la salvación, centrada en el misterio de la Encarnación, la más grande manifestación del amor divino por los hombres. Además, siendo un mariólogo de gran valor, autor de un compendio de sermones sobre Nuestra Señora llamado “Mariale”, pone en evidencia el papel único de la Virgen María, de la que afirma con claridad la Inmaculada Concepción y la cooperación en la obra de redención cumplida en Cristo.
Con fina sensibilidad teológica, Lorenzo de Brindisi también puso de relieve la acción del Espíritu Santo en la existencia del creyente, Nos recuerda que con sus dones, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ilumina y ayuda en nuestro compromiso de vivir con alegría el mensaje del Evangelio. “El Espíritu Santo -escribe San Lorenzo- vuelve dulce el yugo de la ley divina y ligero su peso, de manera que sigamos los mandamientos de Dios con gran facilidad, incluso con complacencia”.
Quisiera completar esta breve presentación de la vida y de la doctrina de San Lorenzo de Brindisi, destacando que toda su actividad fue inspirada por un gran amor a las Sagradas Escrituras, que sabía ampliamente de memoria, y por la convicción de que la escucha y la acogida de la Palabra de Dios produce una transformación interior que nos conduce a la santidad. “La Palabra del Señor -afirmó- es luz del intelecto y fuego para la voluntad, para que el hombre pueda conocer y amar a Dios. Para el hombre interior, que por medio de la gracia vive del Espíritu Santo, es pan y agua, pero pan dulce como la miel y agua mejor que el vino y la leche... Es un martillo contra un corazón duramente obstinado en los vicios. Es una espada contra la carne, el mundo y el demonio, para destruir todo pecado”. San Lorenzo de Brindisi nos enseña a amar las Sagradas Escrituras, a crecer en la familiaridad con ella, a cultivar cotidianamente la relación de amistad con el Señor en la oración, para que todas nuestras acciones, toda nuestra actividad tenga en Él su comienzo y su cumplimento. Esta es la fuente a la que acudir para que nuestro testimonio cristiano sea luminoso y sea capaz de conducir a los hombres de nuestro tiempo hasta Dios.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Ecuador, Perú, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que, siguiendo el ejemplo de San Lorenzo de Brindis, escuchéis y acojáis la Palabra de Dios, para que os dejéis transformar interiormente y, así, cada una de vuestras acciones tenga al Señor como su inicio y tienda a él como a su fin. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La revelación de la divinidad de Jesús Angelus 20 marzo2011
Queridos hermanos y hermanas
Doy gracias al Señor que me ha permitido vivir en estos días los Ejercicios Espirituales, y estoy agradecido a cuantos han estado cerca de mi con la oración. El domingo de hoy, segundo de Cuaresma, es llamado de la Transfiguración, porque el Evangelio narra este misterio de la vida de cristo. Él, tras haber preanunciado a sus discípulos su pasión, “tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz” (Mt 17,1-2). Según los sentidos, la luz del sol es la más intensa que se conoce en la naturaleza, pero, según el espíritu, los discípulos vieron, por un breve tiempo, un esplendor aún más intenso, el de la gloria divina de Jesús, que ilumina toda la historia de la salvación. San Máximo el Confesor afirma que “las vestiduras blancas llevaban el símbolo de las palabras de la Sagrada Escritura, que se volvían claras y transparentes y luminosas" (Ambiguum 10: PG 91, 1128 B).
Dice el Evangelio que, junto a Jesús transfigurado, “aparecieron Moisés y Elías y conversaban con él" (Mt 17,3); Moisés y Elías, figura de la Ley y de los Profetas. Fue entonces cuando Pedro, extasiado, exclamó: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías" (Mt 17,4). Pero san Agustín comenta diciendo que nosotros tenemos sólo una morada: Cristo; Él “es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra de Dios en los Profetas" (Sermo De Verbis Ev. 78,3: PL 38, 491). De hecho, el Padre mismo proclama: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escuchadle" (Mt 17,5). La Transfiguración no es un cambio de Jesús, sino que es la revelación de su divinidad, “la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en pura luz. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz" (Jesús de Nazaret, Milán 2007). Pedro, Santiago y Juan, contemplando la divinidad del Señor, son preparados para afrontar el escándalo de la cruz, como se canta en un antiguo himno: “En el monte te transfiguraste y tus discípulos, en cuanto eran capaces, contemplaron tu gloria, para que, viéndote crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tu eres verdaderamente el esplendor del Padre" (t. 6, Roma 1901, 341).
Queridos amigos, participemos también nosotros de esta visión y de este don sobrenatural, dando espacio a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios. Además, especialmente en este tiempo de Cuaresma, os exhorto, como escribe el Siervo de Dios Pablo VI, “a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida cotidiana" (Const. ap. Pænitemini, 17 de febrero de 1966, III, c: AAS 58 [1966], 182). Invoquemos a la Virgen María, para que nos ayude a escuchar y seguir siempre al Señor Jesús, hasta la pasión y la cruz, para participar también en su gloria.
[Después del Ángelus dijo]
En los días pasados las preocupantes noticias que llegaban de Libia han suscitado también en mi viva inquietud y temor. Hice particular oración al Señor de ello durante la semana de los Ejercicios Espirituales.
Sigo ahora los últimos acontecimientos con gran aprensión, rezo por aquellos que están implicados en la dramática situación de ese país y dirijo un apremiante llamamiento a cuantos tienen responsabilidades políticas y militares, para que den prioridad, ante todo, a la incolumidad y la seguridad de los ciudadanos y garanticen el acceso a los socorros humanitarios. A la población deseo asegurar mi cercanía conmovida, mientras pido a Dios que un horizonte de paz y de concordia surja lo antes posible en Libia y en toda la región del norte de África.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. En este segundo domingo de Cuaresma, la liturgia nos invita a reflexionar sobre el acontecimiento extraordinario de la Transfiguración. Jesús manifiesta el esplendor de su gloria, para testimoniar que la pasión es el camino de la resurrección. Os aliento, en este tiempo, a escuchar al Hijo predilecto del Padre, a alimentar vuestro espíritu con su Palabra y, así renovar con gozo en la noche de Pascua los compromisos bautismales. ¡Feliz domingo!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Doy gracias al Señor que me ha permitido vivir en estos días los Ejercicios Espirituales, y estoy agradecido a cuantos han estado cerca de mi con la oración. El domingo de hoy, segundo de Cuaresma, es llamado de la Transfiguración, porque el Evangelio narra este misterio de la vida de cristo. Él, tras haber preanunciado a sus discípulos su pasión, “tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado. Allí se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz” (Mt 17,1-2). Según los sentidos, la luz del sol es la más intensa que se conoce en la naturaleza, pero, según el espíritu, los discípulos vieron, por un breve tiempo, un esplendor aún más intenso, el de la gloria divina de Jesús, que ilumina toda la historia de la salvación. San Máximo el Confesor afirma que “las vestiduras blancas llevaban el símbolo de las palabras de la Sagrada Escritura, que se volvían claras y transparentes y luminosas" (Ambiguum 10: PG 91, 1128 B).
Dice el Evangelio que, junto a Jesús transfigurado, “aparecieron Moisés y Elías y conversaban con él" (Mt 17,3); Moisés y Elías, figura de la Ley y de los Profetas. Fue entonces cuando Pedro, extasiado, exclamó: “Señor, ¡qué bien estamos aquí! Si quieres, levantaré aquí mismo tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías" (Mt 17,4). Pero san Agustín comenta diciendo que nosotros tenemos sólo una morada: Cristo; Él “es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra de Dios en los Profetas" (Sermo De Verbis Ev. 78,3: PL 38, 491). De hecho, el Padre mismo proclama: “Este es mi Hijo muy querido, en quien tengo puesta mi predilección: escuchadle" (Mt 17,5). La Transfiguración no es un cambio de Jesús, sino que es la revelación de su divinidad, “la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en pura luz. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz" (Jesús de Nazaret, Milán 2007). Pedro, Santiago y Juan, contemplando la divinidad del Señor, son preparados para afrontar el escándalo de la cruz, como se canta en un antiguo himno: “En el monte te transfiguraste y tus discípulos, en cuanto eran capaces, contemplaron tu gloria, para que, viéndote crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tu eres verdaderamente el esplendor del Padre" (t. 6, Roma 1901, 341).
Queridos amigos, participemos también nosotros de esta visión y de este don sobrenatural, dando espacio a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios. Además, especialmente en este tiempo de Cuaresma, os exhorto, como escribe el Siervo de Dios Pablo VI, “a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida cotidiana" (Const. ap. Pænitemini, 17 de febrero de 1966, III, c: AAS 58 [1966], 182). Invoquemos a la Virgen María, para que nos ayude a escuchar y seguir siempre al Señor Jesús, hasta la pasión y la cruz, para participar también en su gloria.
[Después del Ángelus dijo]
En los días pasados las preocupantes noticias que llegaban de Libia han suscitado también en mi viva inquietud y temor. Hice particular oración al Señor de ello durante la semana de los Ejercicios Espirituales.
Sigo ahora los últimos acontecimientos con gran aprensión, rezo por aquellos que están implicados en la dramática situación de ese país y dirijo un apremiante llamamiento a cuantos tienen responsabilidades políticas y militares, para que den prioridad, ante todo, a la incolumidad y la seguridad de los ciudadanos y garanticen el acceso a los socorros humanitarios. A la población deseo asegurar mi cercanía conmovida, mientras pido a Dios que un horizonte de paz y de concordia surja lo antes posible en Libia y en toda la región del norte de África.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana. En este segundo domingo de Cuaresma, la liturgia nos invita a reflexionar sobre el acontecimiento extraordinario de la Transfiguración. Jesús manifiesta el esplendor de su gloria, para testimoniar que la pasión es el camino de la resurrección. Os aliento, en este tiempo, a escuchar al Hijo predilecto del Padre, a alimentar vuestro espíritu con su Palabra y, así renovar con gozo en la noche de Pascua los compromisos bautismales. ¡Feliz domingo!
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: El eclipse del pecado, eclipse de Dios 16 de marzo 2011
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy es el primer domingo de Cuaresma, el tiempo litúrgico de cuarenta días que constituye en la Iglesia un camino espiritual de preparación para Pascua. Se trata, en definitiva, de seguir a Jesús, que se dirige decididamente hacia la Cruz, culmen de su misión de salvación. Si nos preguntamos: ¿por qué la Cuaresma? ¿Por qué la Cruz? La respuesta, en términos radicales, es ésta: porque existe el mal, es más, el pecado, que según las Escrituras es la causa profunda de todo mal. Pero esta afirmación no es algo que se puede dar por descontado, y la misma palabra "pecado" no es aceptada por muchos, pues presupone una visión religiosa del mundo y del hombre. De hecho, es verdad: si se elimina a Dios del horizonte del mundo, no se puede hablar de pecado. Al igual que cuando se esconde el sol desaparecen las sombras --la sombra sólo parece cuando hay sol--, del mismo modo el eclipse de Dios comporta necesariamente el eclipse del pecado. Por este motivo, el sentido del pecado --que es algo diferente al "sentido de culpa", como lo entiende la psicología--, se alcanza redescubriendo el sentido de Dios. Lo expresa el Salmo Miserere, atribuido al rey David con motivo de su doble pecado de adulterio y de homicidio: "Contra ti --dice David dirigiéndose a Dios--, contra ti sólo he pecado" (Salmo 51,6).
Ante el mal moral, la actitud de Dios es la de oponerse al pecado y salvar al pecador. Dios no tolera el mal, pues es Amor, Justicia, Fidelidad; y precisamente por este motivo no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Para salvar a la humanidad, Dios interviene: lo vemos en toda la historia del pueblo judío, a partir de la liberación de Egipto. Dios está determinado a liberar a sus hijos de la esclavitud para conducirles a la libertad. Y la esclavitud más grave y profunda es precisamente la del pecado. Por este motivo, Dios ha enviado a su Hijo al mundo: para liberar a los hombres del dominio de Satanás, "origen y causa de todo pecado". Lo ha enviado a nuestra carne mortal para que se convirtiera en víctima de expiación, muriendo por nosotros en la cruz. Contra este plan de salvación definitivo y universal, el Diablo se ha opuesto con todas sus fuerzas, como lo demuestra en particular el Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, que es proclamado cada año en el primer domingo de Cuaresma. De hecho, entrar en este período litúrgico significa ponerse cada vez del lado de Cristo contra el pecado, afrontar --ya sea como personas ya sea como Iglesia-- el combate espiritual contra el espíritu del mal (Miércoles de Ceniza, oración colecta).
Por este motivo, invocamos la ayuda maternal de María Santísima para el camino cuaresmal que acaba de comenzar para que esté lleno de frutos de conversión. Pido un recuerdo especial en la oración por mí y mis colaboradores de la Curia Romana, que esta noche comenzaremos la semana de Ejercicios Espirituales.
[Después de rezar el Ángelus, Benedicto XVI añadio:]
Queridos hermanos y hermanas:
Las imágenes del trágico terremoto y del consiguiente tsunami en Japón nos han impresionando profundamente a todos. Deseo renovar mi cercanía espiritual a las queridas poblaciones de ese país, que con dignidad y valentía están afrontando las consecuencias de estas calamidades. Rezo por las víctimas y por sus familiares y por todos los que sufren a causa de estos tremendos eventos. Aliento a todos los que, con encomiable rapidez, se están comprometiendo para llevar ayuda. Permanezcamos unidos en la oración. ¡El Señor está a nuestro lado!
[A continuación, el papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular al grupo de ucranianos llegados desde España y a los fieles de las parroquias de san Nicolás, de Plasencia y san Francisco de Sales, de Mérida. En este tiempo de Cuaresma, la imagen del desierto nos invita a recogernos interiormente y, con espíritu de penitencia, progresar en nuestro camino espiritual. Que apoyados en la Palabra de Dios y guiados por el ejemplo del Salvador vivamos con alegría y aprovechemos este tiempo de gracia. Os ruego también un recuerdo particular por mí y por mis colaboradores de la Curia romana, que esta tarde comenzaremos los ejercicios espirituales. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
Hoy es el primer domingo de Cuaresma, el tiempo litúrgico de cuarenta días que constituye en la Iglesia un camino espiritual de preparación para Pascua. Se trata, en definitiva, de seguir a Jesús, que se dirige decididamente hacia la Cruz, culmen de su misión de salvación. Si nos preguntamos: ¿por qué la Cuaresma? ¿Por qué la Cruz? La respuesta, en términos radicales, es ésta: porque existe el mal, es más, el pecado, que según las Escrituras es la causa profunda de todo mal. Pero esta afirmación no es algo que se puede dar por descontado, y la misma palabra "pecado" no es aceptada por muchos, pues presupone una visión religiosa del mundo y del hombre. De hecho, es verdad: si se elimina a Dios del horizonte del mundo, no se puede hablar de pecado. Al igual que cuando se esconde el sol desaparecen las sombras --la sombra sólo parece cuando hay sol--, del mismo modo el eclipse de Dios comporta necesariamente el eclipse del pecado. Por este motivo, el sentido del pecado --que es algo diferente al "sentido de culpa", como lo entiende la psicología--, se alcanza redescubriendo el sentido de Dios. Lo expresa el Salmo Miserere, atribuido al rey David con motivo de su doble pecado de adulterio y de homicidio: "Contra ti --dice David dirigiéndose a Dios--, contra ti sólo he pecado" (Salmo 51,6).
Ante el mal moral, la actitud de Dios es la de oponerse al pecado y salvar al pecador. Dios no tolera el mal, pues es Amor, Justicia, Fidelidad; y precisamente por este motivo no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. Para salvar a la humanidad, Dios interviene: lo vemos en toda la historia del pueblo judío, a partir de la liberación de Egipto. Dios está determinado a liberar a sus hijos de la esclavitud para conducirles a la libertad. Y la esclavitud más grave y profunda es precisamente la del pecado. Por este motivo, Dios ha enviado a su Hijo al mundo: para liberar a los hombres del dominio de Satanás, "origen y causa de todo pecado". Lo ha enviado a nuestra carne mortal para que se convirtiera en víctima de expiación, muriendo por nosotros en la cruz. Contra este plan de salvación definitivo y universal, el Diablo se ha opuesto con todas sus fuerzas, como lo demuestra en particular el Evangelio de las tentaciones de Jesús en el desierto, que es proclamado cada año en el primer domingo de Cuaresma. De hecho, entrar en este período litúrgico significa ponerse cada vez del lado de Cristo contra el pecado, afrontar --ya sea como personas ya sea como Iglesia-- el combate espiritual contra el espíritu del mal (Miércoles de Ceniza, oración colecta).
Por este motivo, invocamos la ayuda maternal de María Santísima para el camino cuaresmal que acaba de comenzar para que esté lleno de frutos de conversión. Pido un recuerdo especial en la oración por mí y mis colaboradores de la Curia Romana, que esta noche comenzaremos la semana de Ejercicios Espirituales.
[Después de rezar el Ángelus, Benedicto XVI añadio:]
Queridos hermanos y hermanas:
Las imágenes del trágico terremoto y del consiguiente tsunami en Japón nos han impresionando profundamente a todos. Deseo renovar mi cercanía espiritual a las queridas poblaciones de ese país, que con dignidad y valentía están afrontando las consecuencias de estas calamidades. Rezo por las víctimas y por sus familiares y por todos los que sufren a causa de estos tremendos eventos. Aliento a todos los que, con encomiable rapidez, se están comprometiendo para llevar ayuda. Permanezcamos unidos en la oración. ¡El Señor está a nuestro lado!
[A continuación, el papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular al grupo de ucranianos llegados desde España y a los fieles de las parroquias de san Nicolás, de Plasencia y san Francisco de Sales, de Mérida. En este tiempo de Cuaresma, la imagen del desierto nos invita a recogernos interiormente y, con espíritu de penitencia, progresar en nuestro camino espiritual. Que apoyados en la Palabra de Dios y guiados por el ejemplo del Salvador vivamos con alegría y aprovechemos este tiempo de gracia. Os ruego también un recuerdo particular por mí y por mis colaboradores de la Curia romana, que esta tarde comenzaremos los ejercicios espirituales. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: El recorrido bautismal de la Cuaresma Audiencia 9 de marzo 2011
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy, marcados por el austero símbolo de las Cenizas, entramos en el Tiempo de Cuaresma, iniciando un itinerario espiritual que nos prepara a celebrar dignamente los misterios pascuales. La ceniza bendecida impuesta sobre nuestra cabeza es un signo que nos recuerda nuestra condición de criaturas, nos invita a la penitencia y a intensificar el empeño de conversión para seguir cada vez más al Señor.
La Cuaresma es un camino, es acompañar a Jesús que sube a Jerusalén, lugar del cumplimiento de su misterio de pasión, muerte y resurrección; nos recuerda que la vida cristiana es un “camino” que recorrer, que consiste no tanto en una ley que observar, sino la persona misma de Cristo, a la que hay que encontrar, acoger, seguir. Jesús, de hecho, nos dice: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga" (Lc 9,23). Es decir, nos dice que para llegar con Él a la luz y a la alegría de la resurrección, a la victoria de la vida, del amor, del bien. También nosotros debemos tomar la cruz de cada día, como nos exhorta una bella página de la Imitación de Cristo: "Carga con tu cruz y sigue a Jesús; así irás hacia la vida eterna. Él fue delante, llevando su propia cruz y murió por ti en la cruz para que tú lleves tu propia cruz y estés dispuesto a morir en ella. Porque si mueres con Él con Él igualmente vivirás. Y si eres su socio en la pena también lo serás en el triunfo” (L. 2, c. 12, n. 2). En la Santa Misa del Primer Domingo de Cuaresma rezaremos: Oh Dios nuestro Padre, con la celebración de esta Cuaresma, signo sacramental de nuestra conversión, concede a tus fieles crecer en el conocimiento del misterio de Cristo y de dar testimonio de él con una digna conducta de vida” (Colecta). Es una invoación que dirigimos a Dios porque sabemos que sólo Él puede convertir nuestro corazón. Y es sobre todo en la Liturgia, en la participación en los santos misterios, donde somos llevados a recorrer este camino con el Señor; es un ponernos a la escuela de Jesús, recorrer los acontecimientos que nos han traido la salvación, pero no como una simple conmemoración, un recuerdo de hechos pasados. En las acciones litúrgicas, Cristo se hace presente a través de la obra del Espíritu Santo, esos acontecimientos salvíficos se vuelven actuales. Hay una palabra-clave a la que se recurre a menudo en la Liturgia para indicar esto: la palabra “hoy”; y esta debe entenderse en el sentido original, no metafórico. Hoy Dios revela su ley y nos da a elegir hoy entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte (cfr Dt 30,19); hoy "el Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15);hoy Cristo ha muerto en el Calvario y ha resucitado de entre los muertos; ha subido al cielo y se ha sentado a la derecha del Padre; hoy se nos da el Espíritu Santo; hoy es el tiempo favorable. Participar en la Liturgia significa entonces sumergir la propia vida en el misterio de Cristo, en su presencia permanente, recorrer un camino en el que entramos en su muerte y resurrección para tener la vida.
En los domingos de Cuaresma, de forma muy particular en este año litúrgico del ciclo A, somos introducidos a vivir un itinerario bautismal, casi a recorrer el camino de los catecúmenos, de quellos que se preparan a recibir el Bautosmo, para reavivar en nosotros este don y para hacer de modo que nuestra vida recupere las exigencias y los compromisos de este Sacramento, que está en la base de nuestra vida cristiana. En el mensaje que he enviado para esta Cuaresma, que querido recordar el nexo particular que liga el Tiempo cuaresmal al Bautismo. Desde siempre la Iglesia asocia la Vigilia Pascual a la celebración del Bautismo, paso a paso: en él se realiza ese gran misterio por el que el hombre, muerto al pecado, es hecho partícipe de la vida nueva en Cristo Resucitado y recibe el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos (cfr Rm 8,11). Las Lecturas que escucharemos en los próximos domingos y a las que os invito a prestar especial atención, se toman precisamente de la tradición antigua, que acompañaba al catecúmeno en el descubrimiento del Bautismo: son el gran anuncio de lo que Dios obra en este Sacramento, una estupenda catequesis bautismal dirigida a cada uno de nosotros. El Primer Domingo, llamado Domingo de la tentación, porque presenta las tentaciones de Jesús en el desierto, nos invita a renovar nuestra decisión definitiva por Dios y a afrontar con valor la lucha que nos espera para permanecerle fieles. Siempre está de nuevo esta necesidad de la decisión, de resistir al mal, de seguir a Jesús. En este Domingo la Iglesia, tras haber oído el testimonio de los padrinos y catequistas, celebra la elección de aquellos que son admitidos a los Sacramentos Pascuales. El Segundo Domingo es llamado de Abraham y de la Transfiguración. El Bautismo es el sacramento de la fe y de la filiación divina; como Abraham, padre de los creyentes, también nosotros somos invitados a partir, a salir de nuestra tierra, a dejar las seguridades que nos hemos construido, para volver a poner nuestra confianza en Dios; la meta se entrevé en la transfiguración de Cristo, el Hijo amado, en el que también nosotros nos convertimos en “hijos de Dios”. En los domingos sucesivos se presenta el Bautismo en las imágenes del agua, de la luz y de la vida. El Tercer Domingo nos hace encontrar a la Samaritana (cfr Jn 4,5-42). Como Israel en el Éxodo, también nosotros en el Bautismo hemos recibido el agua que salva; Jesús, como dice a la Samaritana, tiene un agua de vida, que extingue toda sed; y este agua es su mismo Espíritu. La Iglesia en este Domingo celebra el primer escrutinio de los catecúmenos y durante la semana les entrega el Símbolo: la Profesión de la fe, el Credo. El Cuarto Domingo nos hace reflexionar sobre la experiencia del “ciego de nacimiento" (cfr Jn 9,1-41). En el Bautismo somos liberados de las tinieblas del mal y recibimos la luz de Cristo para vivir como hijos de la luz. También nosotros debemos aprender a ver la presencia de Dios en el rostro de Cristo y así la luz. En el camino de los catecúmenos se celebra el segundo escrutinio. Finalmente, el Quinto Domingo nos presenta la resurrección de Lázaro (cfr Jn 11,1-45). En el Bautismo hemos pasado de la muerte a la vida y somos hechos capaces de gustar a Dios, de hacer morir el hombre viejo para vivir del Espíritu del Resucitado. Para los catecúmenos, se celebra el tercer escrutinio y durante la semana se les entrega la oración del Señor, el Padrenuestro.
Este itinerario cuaresmal que somos invitados a recorrer en Cuaresma se caracteriza, en la tradición de la Iglesia, por algunas prácticas: el ayuno, la limosna y la oración. El ayuno significa la abstinencia de la comida pero comprende otras formas de privación en aras de una vida más sobria. Todo esto no constituye todavía la realidad plena del ayuno: es el signo externo de una realidad interior, de nuestro compromiso, con la ayuda de Dios, de abstenernos del mal y de vivir el Evangelio. No ayuna de verdad quien no sabe nutrirse de la Palabra de Dios.
El ayuno, en la tradición cristiana, está ligado estrechamente a la limosna. San León Magno enseñaba en uno de sus discursos sobre la Cuaresma: “Cuanto todo cristiano hace siempre, tiene ahora que practicarlo con mayor dedicación y devoción, para cumplir la norma apostólica del ayuno cuaresmal consistente en la abstinencia no sólo de la comida, sino que sobre todo abstinencia de los pecados. A este obligado y santo ayuno, no se le puede añadir obra más útil que la limosna, la que bajo el nombre único de 'misericordia' comprende muchas obras buenas. Inmenso es el campo de las obras de misericordia. No sólo los ricos y pudientes pueden beneficiar a otros con la limosna, también los de modesta o pobre condición. De esta manera, aunque desiguales en los bienes, todos pueden ser iguales en los sentimientos de piedad del alma” (Discurso 6 sobre la Cuaresma, 2: PL 54, 286). San Gregorio Magno recordaba en su Regla Pastoral, que el ayuno es santo por las virtudes que lo acompañan, sobre todo por la caridad, por cada gesto de generosidad que da a los pobres y necesitados el fruto de nuestra privación (cfr 19,10-11).
La Cuaresma, además, es un tiempo privilegiado para la oración. San Agustín dice que el ayuno y la limosna son “las dos alas de la oración”, que le permiten alcanzar mayor impulso y llegar a Dios. Este afirma: “De tal modo nuestra oración, hecha con humildad y caridad, en el ayuno y la limosna, en la templanza y el perdón de las ofensas, dando cosas buenas y no devolviendo las malas, alejándose del mal y haciendo el bien, busca la paz y la consigue. Con las alas de estas virtudes nuestra oración vuela segura y es llevada con más seguridad hasta el cielo, donde Cristo, nuestra paz, nos ha precedido” (Sermón 206, 3 sobre la Cuaresma: PL 38,1042). La Iglesia sabe que, por nuestra debilidad, es muy fatigoso hacer silencio para ponerse delante de Dios, y tomar conciencia de nuestra condición de criaturas que dependen de Él y de pecadores necesitados de su amor; por esto en Cuaresma, nos invita a una oración más fiel e intensa y a una meditación prolongada sobre la Palabra de Dios. San Juan Crisóstomo nos exhorta: “Embellece tu casa con modestia y humildad a través de la práctica de la oración . Vuelve espléndida tu casa con la luz de la justicia; adorna sus paredes con las obras buenas como si fuesen una pátina de oro puro y en lugar de muros y de piedras preciosas coloca la fe y la sobrenatural magnanimidad, poniendo sobre todas las cosas, en alto del frontón, la oración como decoración de todo el complejo. Así preparas al Señor una morada digna, así lo acoges en un espléndido palacio. Él te concederá transformar tu alma en templo de su presencia” (Homilía 6 sobre la Oración: PG64,466).
Queridos amigos, en este camino cuaresmal estemos atentos a acoger la invitación de Cristo a seguirlo de un modo más decidido y coherente, renovando la gracia y los compromisos de nuestro Bautismo, para abandonar el hombre viejo que está en nosotros y revestirnos de Cristo, para, renovados, alcanzar la Pascua y poder decir con san Pablo “no vivo yo, es Cristo que vive en mí” (Gal 2,20). ¡Buen camino cuaresmal a todos vosotros!¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Chile y otros países latinoamericanos. Queridos amigos, en este camino cuaresmal, os invito a acoger la invitación de Cristo a seguirlo de un modo más decidido y coherente, renovando la gracia y los compromisos bautismales, para que revistiéndoos de Cristo, podáis llegar renovados a la Pascua y decir con san Pablo "vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20). Deseo a todos un santa Cuaresma.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Hoy, marcados por el austero símbolo de las Cenizas, entramos en el Tiempo de Cuaresma, iniciando un itinerario espiritual que nos prepara a celebrar dignamente los misterios pascuales. La ceniza bendecida impuesta sobre nuestra cabeza es un signo que nos recuerda nuestra condición de criaturas, nos invita a la penitencia y a intensificar el empeño de conversión para seguir cada vez más al Señor.
La Cuaresma es un camino, es acompañar a Jesús que sube a Jerusalén, lugar del cumplimiento de su misterio de pasión, muerte y resurrección; nos recuerda que la vida cristiana es un “camino” que recorrer, que consiste no tanto en una ley que observar, sino la persona misma de Cristo, a la que hay que encontrar, acoger, seguir. Jesús, de hecho, nos dice: “El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga" (Lc 9,23). Es decir, nos dice que para llegar con Él a la luz y a la alegría de la resurrección, a la victoria de la vida, del amor, del bien. También nosotros debemos tomar la cruz de cada día, como nos exhorta una bella página de la Imitación de Cristo: "Carga con tu cruz y sigue a Jesús; así irás hacia la vida eterna. Él fue delante, llevando su propia cruz y murió por ti en la cruz para que tú lleves tu propia cruz y estés dispuesto a morir en ella. Porque si mueres con Él con Él igualmente vivirás. Y si eres su socio en la pena también lo serás en el triunfo” (L. 2, c. 12, n. 2). En la Santa Misa del Primer Domingo de Cuaresma rezaremos: Oh Dios nuestro Padre, con la celebración de esta Cuaresma, signo sacramental de nuestra conversión, concede a tus fieles crecer en el conocimiento del misterio de Cristo y de dar testimonio de él con una digna conducta de vida” (Colecta). Es una invoación que dirigimos a Dios porque sabemos que sólo Él puede convertir nuestro corazón. Y es sobre todo en la Liturgia, en la participación en los santos misterios, donde somos llevados a recorrer este camino con el Señor; es un ponernos a la escuela de Jesús, recorrer los acontecimientos que nos han traido la salvación, pero no como una simple conmemoración, un recuerdo de hechos pasados. En las acciones litúrgicas, Cristo se hace presente a través de la obra del Espíritu Santo, esos acontecimientos salvíficos se vuelven actuales. Hay una palabra-clave a la que se recurre a menudo en la Liturgia para indicar esto: la palabra “hoy”; y esta debe entenderse en el sentido original, no metafórico. Hoy Dios revela su ley y nos da a elegir hoy entre el bien y el mal, entre la vida y la muerte (cfr Dt 30,19); hoy "el Reino de Dios está cerca. Convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15);hoy Cristo ha muerto en el Calvario y ha resucitado de entre los muertos; ha subido al cielo y se ha sentado a la derecha del Padre; hoy se nos da el Espíritu Santo; hoy es el tiempo favorable. Participar en la Liturgia significa entonces sumergir la propia vida en el misterio de Cristo, en su presencia permanente, recorrer un camino en el que entramos en su muerte y resurrección para tener la vida.
En los domingos de Cuaresma, de forma muy particular en este año litúrgico del ciclo A, somos introducidos a vivir un itinerario bautismal, casi a recorrer el camino de los catecúmenos, de quellos que se preparan a recibir el Bautosmo, para reavivar en nosotros este don y para hacer de modo que nuestra vida recupere las exigencias y los compromisos de este Sacramento, que está en la base de nuestra vida cristiana. En el mensaje que he enviado para esta Cuaresma, que querido recordar el nexo particular que liga el Tiempo cuaresmal al Bautismo. Desde siempre la Iglesia asocia la Vigilia Pascual a la celebración del Bautismo, paso a paso: en él se realiza ese gran misterio por el que el hombre, muerto al pecado, es hecho partícipe de la vida nueva en Cristo Resucitado y recibe el Espíritu de Dios que resucitó a Jesús de entre los muertos (cfr Rm 8,11). Las Lecturas que escucharemos en los próximos domingos y a las que os invito a prestar especial atención, se toman precisamente de la tradición antigua, que acompañaba al catecúmeno en el descubrimiento del Bautismo: son el gran anuncio de lo que Dios obra en este Sacramento, una estupenda catequesis bautismal dirigida a cada uno de nosotros. El Primer Domingo, llamado Domingo de la tentación, porque presenta las tentaciones de Jesús en el desierto, nos invita a renovar nuestra decisión definitiva por Dios y a afrontar con valor la lucha que nos espera para permanecerle fieles. Siempre está de nuevo esta necesidad de la decisión, de resistir al mal, de seguir a Jesús. En este Domingo la Iglesia, tras haber oído el testimonio de los padrinos y catequistas, celebra la elección de aquellos que son admitidos a los Sacramentos Pascuales. El Segundo Domingo es llamado de Abraham y de la Transfiguración. El Bautismo es el sacramento de la fe y de la filiación divina; como Abraham, padre de los creyentes, también nosotros somos invitados a partir, a salir de nuestra tierra, a dejar las seguridades que nos hemos construido, para volver a poner nuestra confianza en Dios; la meta se entrevé en la transfiguración de Cristo, el Hijo amado, en el que también nosotros nos convertimos en “hijos de Dios”. En los domingos sucesivos se presenta el Bautismo en las imágenes del agua, de la luz y de la vida. El Tercer Domingo nos hace encontrar a la Samaritana (cfr Jn 4,5-42). Como Israel en el Éxodo, también nosotros en el Bautismo hemos recibido el agua que salva; Jesús, como dice a la Samaritana, tiene un agua de vida, que extingue toda sed; y este agua es su mismo Espíritu. La Iglesia en este Domingo celebra el primer escrutinio de los catecúmenos y durante la semana les entrega el Símbolo: la Profesión de la fe, el Credo. El Cuarto Domingo nos hace reflexionar sobre la experiencia del “ciego de nacimiento" (cfr Jn 9,1-41). En el Bautismo somos liberados de las tinieblas del mal y recibimos la luz de Cristo para vivir como hijos de la luz. También nosotros debemos aprender a ver la presencia de Dios en el rostro de Cristo y así la luz. En el camino de los catecúmenos se celebra el segundo escrutinio. Finalmente, el Quinto Domingo nos presenta la resurrección de Lázaro (cfr Jn 11,1-45). En el Bautismo hemos pasado de la muerte a la vida y somos hechos capaces de gustar a Dios, de hacer morir el hombre viejo para vivir del Espíritu del Resucitado. Para los catecúmenos, se celebra el tercer escrutinio y durante la semana se les entrega la oración del Señor, el Padrenuestro.
Este itinerario cuaresmal que somos invitados a recorrer en Cuaresma se caracteriza, en la tradición de la Iglesia, por algunas prácticas: el ayuno, la limosna y la oración. El ayuno significa la abstinencia de la comida pero comprende otras formas de privación en aras de una vida más sobria. Todo esto no constituye todavía la realidad plena del ayuno: es el signo externo de una realidad interior, de nuestro compromiso, con la ayuda de Dios, de abstenernos del mal y de vivir el Evangelio. No ayuna de verdad quien no sabe nutrirse de la Palabra de Dios.
El ayuno, en la tradición cristiana, está ligado estrechamente a la limosna. San León Magno enseñaba en uno de sus discursos sobre la Cuaresma: “Cuanto todo cristiano hace siempre, tiene ahora que practicarlo con mayor dedicación y devoción, para cumplir la norma apostólica del ayuno cuaresmal consistente en la abstinencia no sólo de la comida, sino que sobre todo abstinencia de los pecados. A este obligado y santo ayuno, no se le puede añadir obra más útil que la limosna, la que bajo el nombre único de 'misericordia' comprende muchas obras buenas. Inmenso es el campo de las obras de misericordia. No sólo los ricos y pudientes pueden beneficiar a otros con la limosna, también los de modesta o pobre condición. De esta manera, aunque desiguales en los bienes, todos pueden ser iguales en los sentimientos de piedad del alma” (Discurso 6 sobre la Cuaresma, 2: PL 54, 286). San Gregorio Magno recordaba en su Regla Pastoral, que el ayuno es santo por las virtudes que lo acompañan, sobre todo por la caridad, por cada gesto de generosidad que da a los pobres y necesitados el fruto de nuestra privación (cfr 19,10-11).
La Cuaresma, además, es un tiempo privilegiado para la oración. San Agustín dice que el ayuno y la limosna son “las dos alas de la oración”, que le permiten alcanzar mayor impulso y llegar a Dios. Este afirma: “De tal modo nuestra oración, hecha con humildad y caridad, en el ayuno y la limosna, en la templanza y el perdón de las ofensas, dando cosas buenas y no devolviendo las malas, alejándose del mal y haciendo el bien, busca la paz y la consigue. Con las alas de estas virtudes nuestra oración vuela segura y es llevada con más seguridad hasta el cielo, donde Cristo, nuestra paz, nos ha precedido” (Sermón 206, 3 sobre la Cuaresma: PL 38,1042). La Iglesia sabe que, por nuestra debilidad, es muy fatigoso hacer silencio para ponerse delante de Dios, y tomar conciencia de nuestra condición de criaturas que dependen de Él y de pecadores necesitados de su amor; por esto en Cuaresma, nos invita a una oración más fiel e intensa y a una meditación prolongada sobre la Palabra de Dios. San Juan Crisóstomo nos exhorta: “Embellece tu casa con modestia y humildad a través de la práctica de la oración . Vuelve espléndida tu casa con la luz de la justicia; adorna sus paredes con las obras buenas como si fuesen una pátina de oro puro y en lugar de muros y de piedras preciosas coloca la fe y la sobrenatural magnanimidad, poniendo sobre todas las cosas, en alto del frontón, la oración como decoración de todo el complejo. Así preparas al Señor una morada digna, así lo acoges en un espléndido palacio. Él te concederá transformar tu alma en templo de su presencia” (Homilía 6 sobre la Oración: PG64,466).
Queridos amigos, en este camino cuaresmal estemos atentos a acoger la invitación de Cristo a seguirlo de un modo más decidido y coherente, renovando la gracia y los compromisos de nuestro Bautismo, para abandonar el hombre viejo que está en nosotros y revestirnos de Cristo, para, renovados, alcanzar la Pascua y poder decir con san Pablo “no vivo yo, es Cristo que vive en mí” (Gal 2,20). ¡Buen camino cuaresmal a todos vosotros!¡Gracias!
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México, Chile y otros países latinoamericanos. Queridos amigos, en este camino cuaresmal, os invito a acoger la invitación de Cristo a seguirlo de un modo más decidido y coherente, renovando la gracia y los compromisos bautismales, para que revistiéndoos de Cristo, podáis llegar renovados a la Pascua y decir con san Pablo "vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí" (Gal 2, 20). Deseo a todos un santa Cuaresma.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Cristo es la roca de nuestra vida Angelus 6 de marzo 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este domingo presenta la conclusión del "Discurso de la montaña", donde el Señor Jesús, a través de la parábola de las dos casas construidas una sobre la roca y otra sobre la arena, invita a sus discípulos a escuchar sus palabras y a ponerlas en práctica (cfr Mt 7,24). De este modo Él coloca al discípulo y a su camino de fe en el horizonte de la Alianza, constituida por la relación que Dios estableció con el hombre, a través del don de su Palabra, entrando en comunicación con nosotros. El Concilio Vaticano II afirma: "Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía”. (Const... dogm. sobre la divina Revelación Dei Verbum, 2). "En esta visión, cada hombre se presenta como el destinatario de la Palabra, interpelado y llamado a entrar en este diálogo de amor mediante su respuesta libre" (Exhort. Ap. postsin. Verbum Domini, 22). Jesús es la Palabra viviente de Dios. Cuando enseñaba, la gente reconocía en sus palabras la misma autoridad divina, sentía la cercanía del Señor, su amor misericordioso, y alababa a Dios. En toda época y en todo lugar, quien tiene la gracia de conocer a Jesús, especialmente a través de la lectura del santo Evangelio, se queda fascinado con él, reconociendo que en su predicación, en sus gestos, en su Persona Él nos revela el verdadero rostro de Dios, y al mismo tiempo nos revela a nosotros mismos, nos hace sentir la alegría de ser hijos del Padre que está en los cielos, indicándonos la base sólida sobre la que edificar nuestra vida.
Pero a menudo el hombre no construye su actuación, su existencia, sobre esta identidad, y prefiere las arenas de las ideologías, del poder, del éxito y del dinero, pensando encontrar en ellos estabilidad y la respuesta a la imborrable demanda de felicidad y de plenitud que lleva en la propia alma. Y nosotros, ¿sobre qué queremos construir nuestra vida? ¿Quién puede responder verdaderamente a la inquietud de nuestro corazón? ¡Cristo es la roca de nuestra vida! Él es la Palabra eterna y definitiva que no hace temer ningún tipo de adversidad, de dificultad, de molestia (cfr Verbum Domini, 10). Que la Palabra de Dios pueda permear toda nuestra vida, pensamiento y acción, así como proclama la primera lectura de la Liturgia de hoy tomada del Libro del Deuteronomio: "Grabad estas palabras en lo más íntimo de vuestro corazón. Atadlas a vuestras manos como un signo, y que sean como una marca sobre vuestra frente" (11,18). Queridos hermanos, os exhorto a hacer lugar, cada día, a la Palabra de Dios, a nutriros de ella, a meditarla continuamente. Es una ayuda preciosa también para protegerse de un activismo superficial, que puede satisfacer por un momento el orgullo, pero que al final, nos deja vacíos e insatisfechos.
Invocamos la ayuda de la Virgen María, cuya existencia estuvo marcada por la fidelidad a la Palabra de Dios. La contemplamos en la Anunciación, a los pies de la Cruz, y ahora, partícipe de la gloria de Cristo Resucitado. Como ella, queremos renovar nuestro "sí" y entregar con confianza a Dios nuestro camino.
[Después del Ángelus]
Sigo continuamente y con gran aprensión las tensiones que en estos días se registran en diversos países de África y de Asia.
Pido al Señor Jesús que el conmovedor sacrificio de la vida del ministro paquistaní Shahbaz Bhatti despierte en las conciencias el valor y el compromiso de tutelar la libertad religiosa de todos los hombres y, de esta forma, promover su igual dignidad.
Mi pensamiento de corazón se dirige también a Libia, donde los recientes enfrentamientos han provocado numerosos muertos y una creciente crisis humanitaria. A todas las víctimas y a aquellos que se encuentran en situaciones angustiosas aseguro mi oración y mi cercanía, mientras pido la asistencia y socorro para las poblaciones afectadas.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, y en particular a los fieles de las parroquias San Francisco de Asís, de Murcia, y San Francisco Javier, de Los Barreros-Cartagena. Jesús nos dice en el Evangelio de este domingo que quien escucha sus palabras y las pone en práctica se parece a un hombre que construye su casa sobre roca. Esta roca firme sobre la que podemos construir nuestra vida es la fe en la Palabra de Dios. Fijando nuestros ojos en la Virgen María, aprendamos de ella a cumplir en todo momento la voluntad del Padre celestial para que, con la ayuda de la gracia divina, seamos transformados en imagen de Cristo y demos un testimonio eficaz de su vida y enseñanzas. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
El Evangelio de este domingo presenta la conclusión del "Discurso de la montaña", donde el Señor Jesús, a través de la parábola de las dos casas construidas una sobre la roca y otra sobre la arena, invita a sus discípulos a escuchar sus palabras y a ponerlas en práctica (cfr Mt 7,24). De este modo Él coloca al discípulo y a su camino de fe en el horizonte de la Alianza, constituida por la relación que Dios estableció con el hombre, a través del don de su Palabra, entrando en comunicación con nosotros. El Concilio Vaticano II afirma: "Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos, para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía”. (Const... dogm. sobre la divina Revelación Dei Verbum, 2). "En esta visión, cada hombre se presenta como el destinatario de la Palabra, interpelado y llamado a entrar en este diálogo de amor mediante su respuesta libre" (Exhort. Ap. postsin. Verbum Domini, 22). Jesús es la Palabra viviente de Dios. Cuando enseñaba, la gente reconocía en sus palabras la misma autoridad divina, sentía la cercanía del Señor, su amor misericordioso, y alababa a Dios. En toda época y en todo lugar, quien tiene la gracia de conocer a Jesús, especialmente a través de la lectura del santo Evangelio, se queda fascinado con él, reconociendo que en su predicación, en sus gestos, en su Persona Él nos revela el verdadero rostro de Dios, y al mismo tiempo nos revela a nosotros mismos, nos hace sentir la alegría de ser hijos del Padre que está en los cielos, indicándonos la base sólida sobre la que edificar nuestra vida.
Pero a menudo el hombre no construye su actuación, su existencia, sobre esta identidad, y prefiere las arenas de las ideologías, del poder, del éxito y del dinero, pensando encontrar en ellos estabilidad y la respuesta a la imborrable demanda de felicidad y de plenitud que lleva en la propia alma. Y nosotros, ¿sobre qué queremos construir nuestra vida? ¿Quién puede responder verdaderamente a la inquietud de nuestro corazón? ¡Cristo es la roca de nuestra vida! Él es la Palabra eterna y definitiva que no hace temer ningún tipo de adversidad, de dificultad, de molestia (cfr Verbum Domini, 10). Que la Palabra de Dios pueda permear toda nuestra vida, pensamiento y acción, así como proclama la primera lectura de la Liturgia de hoy tomada del Libro del Deuteronomio: "Grabad estas palabras en lo más íntimo de vuestro corazón. Atadlas a vuestras manos como un signo, y que sean como una marca sobre vuestra frente" (11,18). Queridos hermanos, os exhorto a hacer lugar, cada día, a la Palabra de Dios, a nutriros de ella, a meditarla continuamente. Es una ayuda preciosa también para protegerse de un activismo superficial, que puede satisfacer por un momento el orgullo, pero que al final, nos deja vacíos e insatisfechos.
Invocamos la ayuda de la Virgen María, cuya existencia estuvo marcada por la fidelidad a la Palabra de Dios. La contemplamos en la Anunciación, a los pies de la Cruz, y ahora, partícipe de la gloria de Cristo Resucitado. Como ella, queremos renovar nuestro "sí" y entregar con confianza a Dios nuestro camino.
[Después del Ángelus]
Sigo continuamente y con gran aprensión las tensiones que en estos días se registran en diversos países de África y de Asia.
Pido al Señor Jesús que el conmovedor sacrificio de la vida del ministro paquistaní Shahbaz Bhatti despierte en las conciencias el valor y el compromiso de tutelar la libertad religiosa de todos los hombres y, de esta forma, promover su igual dignidad.
Mi pensamiento de corazón se dirige también a Libia, donde los recientes enfrentamientos han provocado numerosos muertos y una creciente crisis humanitaria. A todas las víctimas y a aquellos que se encuentran en situaciones angustiosas aseguro mi oración y mi cercanía, mientras pido la asistencia y socorro para las poblaciones afectadas.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, y en particular a los fieles de las parroquias San Francisco de Asís, de Murcia, y San Francisco Javier, de Los Barreros-Cartagena. Jesús nos dice en el Evangelio de este domingo que quien escucha sus palabras y las pone en práctica se parece a un hombre que construye su casa sobre roca. Esta roca firme sobre la que podemos construir nuestra vida es la fe en la Palabra de Dios. Fijando nuestros ojos en la Virgen María, aprendamos de ella a cumplir en todo momento la voluntad del Padre celestial para que, con la ayuda de la gracia divina, seamos transformados en imagen de Cristo y demos un testimonio eficaz de su vida y enseñanzas. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: amar a Dios sin pedir nada a cambio Audiencia 2 marzo 2011
Queridos hermanos y hermanas,
"Dieu est le Dieu du coeur humain" [Dios es el Dios del corazón humano] (Tratado del Amor de Dios, I, XV): con estas palabras aparentemente sencillas cogemos la esencia de la espiritualidad de un gran maestro, del que quisiera hablaros hoy, san Francisco de Sales, obispo y doctor de la Iglesia.
Nacido en 1567 en una región francesa fronteriza, era hijo del Señor de Boisy, de una antigua y noble familia de Saboya. Vivió a caballo entre dos siglos, el s. XVI y el XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo que terminaba, reconciliando la herencia del humanismo con la tendencia hacia el absoluto propia de las corrientes místicas. Su formación fue muy completa; en París hizo los estudios superiores, dedicándose también a la teología, y en la universidad de Padua, los estudios de jurisprudencia, como deseaba su padre, concluyó de forma brillante, con un doctorado en utroque iure,derecho canónico y derecho civil. En su armoniosa juventud, reflexionando sobre el pensamiento de san Agustín y santo Tomás de Aquino, tuvo una profunda crisis que lo indujo a interrogarse sobre su propia salvación eterna y sobre la predestinación de Dios con respecto a sí mismo, sufriendo como drama espiritual verdadero las principales cuestiones teológicas de su tiempo.
Oraba intensamente, pero la duda lo atormentó de tal manera que durante varias semanas casi ni comió ni bebió. Al final de la prueba, fue a la iglesia de los Dominicanos en París, y abriendo su corazón rezó de esta manera: “Cualquier cosa que suceda, Señor, tú que tienes todo en tu mano, y cuyos caminos son justicia y verdad; cualquier cosa que tu hayas decidido para mí...; tú que eres siempre juez justo y Padre misericordioso, yo te amaré, Señor […] te amaré aquí, oh Dios mío, y esperaré siempre en tu misericordia, y repetiré siempre tu alabanza... Oh Señor Jesús, tu serás siempre mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivos”(I Proc. Canon., vol I, art 4).
El veinteañero Francisco encontró la paz en la realidad radical y liberadora del amor de Dios: amarlo sin pedir nada a cambio y confiar en el amor divino; no preguntar más qué hará Dios conmigo: yo sencillamente lo amo, independientemente de cuanto me da o no me da. Así encontró la paz y la cuestión de la predestinación -sobre la que se discutía hacia tiempo- se resolvió, porque él no buscaba más lo que podía obtener de Dios; sencillamente lo amaba, se abandonaba a Su bondad. Este fue el secreto de su vida, que aparecerá en su obra más importante: el Tratado del amor de Dios.
Venciendo la resistencia de su padre, Francisco siguió la llamada del Señor y, el 18 de diciembre de 1593, fue ordenado sacerdote. En 1602 se convirtió en el obispo de Ginebra, en un periodo en el que la ciudad era el bastión del Calvinismo, tanto que la sede episcopal se encontraba “en exilio” en Annecy. Pastor de una diócesis pobre y atormentada, en una enclave de montaña del que conocía bien tanto la dureza como la belleza, escribió: [Dios] me encontré con Él lleno de dulzura y ternura entre nuestras altas y ásperas montañas, donde muchas almas sencillas lo amaban y lo adoraban con toda verdad y sinceridad; el corzo y el rebeco corrían de aquí a allá entre los hielos espantoso para anunciar su alabanza”, (Carta a la madre de Chantal, octubre de 1606, en Oeuvres, éd. Mackey, t. XIII, p. 223). Y sin embargo, la influencia de su vida y de su enseñanza en la Europa de la época fue inmensa. Fue apóstol, predicador, escritor, hombre de acción y de oración; comprometido a cumplir los ideales del Concilio de Trento, implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes, experimentando cada vez más, más allá del necesario enfrentamiento teológico, la eficacia de la relación personal y de la caridad; encargado de misiones diplomáticas a nivel europeo, y de deberes sociales de mediación y reconciliación. Pero sobre todo, san Francisco de Sales es un pastor de almas: del encuentro con una mujer joven, la señora de Charmoisy, se inspirará para escribir uno de los libros más leídos de la edad moderna, la Introducción a la vida devota; de su profunda comunión espiritual con una personalidad de excepción, santa Juana Francisca de Chantal, nacerá una nueva familia religiosa, la orden de la Visitación, caracterizada -como quiso el santo- por una consagración total a Dios vivida en la sencillez y la humildad, en el hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias: “...quiero que mis Hijas -escribió- no tengan otro ideal que el de glorificar [Nuestro Señor] con su humildad” (Carta a mons. De Marquemond, junio de 1615). Murió en 1622, a los cincuenta y cinco años, tras una existencia marcada por la dureza de los tiempos y por el cansancio apostólico.
La de san Francisco de Sales fue una vida relativamente breve, pero vivida con gran intensidad. De la figura de este santo emana una impresión de extraña plenitud, demostrada con la serenidad de su búsqueda intelectual, también en la riqueza de sus afectos, en la “dulzura” de sus enseñanzas que han tenido gran influencia en la conciencia cristiana. De la palabra “humanidad”, él ha encarnado distintas acepciones que, hoy como ayer, este término puede asumir cultura, cortesía, libertad y ternura, nobleza y solidaridad. En su aspecto tenía algo de la majestad del paisaje en el que vivió, conservando también la sencillez y la naturaleza. Las antiguas palabras y las imágenes con la que se expresaba se oyen inesperadamente, también el el oído del hombre actual como una lengua nativa y familiar.
A Filotea, destinataria ideal de su Introducción a la vida devota (1607), Francisco de Sales dirige una invitación que podía parecer, en la época, revolucionario. Es la invitación a ser completamente de Dios, viviendo en plenitud la presencia en el mundo y los deberes del propio estado “Mi intención es la de instruir a aquellos que viven en la ciudad, en estado civil, en el tribunal […] ”. (Prefacio a la Introducción de la vida devota”). El Documento con el que el Papa León XIII, más de dos siglos después, lo proclamó Doctor de la Iglesia insistirá en esta ampliación de la llamada a la perfección, a la santidad. En él escribió: “ [la verdadera piedad] penetra hasta el trono de los reyes, en la tienda de los jefes de los ejércitos, en el tribunal de los jueces, en las oficinas, en las tiendas e incluso en las cabañas de los pastores […]” (Breve Dives in misericordia, 16 noviembre de1877). Nacía así la llamada a los laicos, ese cuidado por la consagración de las cosas temporales y por la santificación de lo cotidiano sobre la que insistirán el Concilio Vaticano II y la espiritualidad de nuestro tiempo. Se manifestaba el ideal de una humanidad reconciliada, en la sintonía entre acción en el mundo y oración, entre condición secular y búsqueda de la perfección, con la ayuda de la Gracia de Dios que empapa lo humano y, sin destruirlo, lo purifica, alzándolo a las alturas divinas. A Teorimo, el cristiano adulto, espiritualmente maduro, al que dirigirá algunos años más tarde su Tratado del amor de Dios (1616), san Francisco de Sales ofrece una lección más compleja. Esta supone, el inicio, una precisa visión del ser humano, una antropología: la “razón” del hombre, incluso el “alma razonable”, es vista allí como una arquitectura armónica, un templo articulado en más espacios, alrededor de un centro, que él llama, junto con los grandes místicos, “cima”, “punta” del espíritu, o “fondo” del alma. Es el punto en el que la razón, recorridas todas las fases, “cierra los ojos” y el conocimiento se hace uno con el amor (cfr libro I, cap. XII). Que el amor, en su dimensión teologal, divina, sea la razón de ser de todas las cosas, en una escala ascendente que no parece conocer roturas o abismos, san Francisco de Sales lo ha resumido con una famosa frase: “El hombre es la perfección del universo, el espíritu es la perfección del hombre, el amor es la del espíritu, y la caridad es la del amor” (ibid., libro X, cap. I).
En un tiempo de florecimiento místico intenso, el Tratado del amor de Dios es una verdadera y propia summa, y a la vez una fascinante obra literaria. Su descripción del itinerario hacia Dios parte del reconocimiento de la “inclinación natural” (ibid., libro I, cap. XVI), inscrita en el corazón del hombre, aunque pecador, de amar a Dios sobre todas las cosas. Según el modelo de la Sagrada Escritura, san Francisco de Sales habla de la unión entre Dios y el hombre desarrollando una serie de imágenes de relaciones interpersonales. Su Dios es padre y señor, esposo y amigo, tiene características maternas y de nodriza, es el sol del que la noche es misteriosa revelación. Un tipo de Dios que atrae hacia sí al hombre con vínculos de amor, es decir de verdadera libertad: “ya que el amor no fuerza ni tiene esclavos, sino que reduce todas las cosas bajo la propia obediencia con una fuerza así deliciosa que, si nada es fuerte como el amor, nada es amable como su fuerza” (ibid., libro I, cap. VI). Encontramos en el Tratado de nuestro Santo, una meditación profunda sobre la voluntad humana y la descripción de su fluir, pasar, morir, para vivir (cfr ibid., libro IX, cap. XIII) en el completo abandono no sólo a la voluntad de Dios, sino que también a lo que Él le gusta, a su "bon plaisir", a su beneplácito (cfr ibid., libro IX, cap. I).En la cumbre de la unión con Dios, además de los secuestros del éxtasis contemplativo, se coloca ese rebrotar de la caridad concreta, que está atenta a todas las necesidades de los demás y que el llama “éxtasis de la vida y de las obras” (ibid., libro VII, cap. VI).
Se advierte bien, leyendo el libro sobre el amor de Dios y aún más en las cartas de dirección y amistad espirituales, que gran conocedor del corazón humano fue san Francisco de Sales. A santa Juana de Chantal, a la que escribe: “[...] Esta es la regla de nuestra obediencia que os escribo con letras grandes: HACER TODO POR AMOR, NADA POR LA FUERZA -AMAR MÁS LA OBEDIENCIA QUE TEMER LA DESOBEDIENCIA. Os dejo el espíritu de libertad, no el que excluye la obediencia, que esta es la libertad del mundo, sino la que excluye la violencia, el ansia y el escrúpulo” (Carta del 14 de octubre de 1604). No por nada, en el origen de muchas vías de la pedagogía y de la espiritualidad de nuestro tiempo encontramos las huellas de este maestro, sin el cual no hubieran existido san Juan Bosco ni la heroica “pequeña vía” de santa Teresa de Lisieux.
Queridos hermanos y hermanas, en un tiempo como el nuestro que busca la libertad, también con violencia e inquietud, no se debe perder la actualidad de este gran maestro de espiritualidad y de paz, que consigna a sus discípulos el “espíritu de libertad”, la verdadera, como culmen de una enseñanza fascinante y completa sobre la realidad del amor. San Francisco de Sales es un testimonio ejemplar del humanismo cristiano, con su estilo familiar, con parábolas que tienen a menudo batir de alas de la poesía, recuerda que el hombre lleva inscrito en lo más profundo de su ser la nostalgia de Dios y que sólo en Él se encuentra la verdadera alegría y su realización más plena.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que, siguiendo el ejemplo de san Francisco de Sales, sepáis encontrar la libertad verdadera en el amor incondicional a Dios, nuestra verdadera alegría y nuestra plena realización.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
"Dieu est le Dieu du coeur humain" [Dios es el Dios del corazón humano] (Tratado del Amor de Dios, I, XV): con estas palabras aparentemente sencillas cogemos la esencia de la espiritualidad de un gran maestro, del que quisiera hablaros hoy, san Francisco de Sales, obispo y doctor de la Iglesia.
Nacido en 1567 en una región francesa fronteriza, era hijo del Señor de Boisy, de una antigua y noble familia de Saboya. Vivió a caballo entre dos siglos, el s. XVI y el XVII, recogió en sí lo mejor de las enseñanzas y de las conquistas culturales del siglo que terminaba, reconciliando la herencia del humanismo con la tendencia hacia el absoluto propia de las corrientes místicas. Su formación fue muy completa; en París hizo los estudios superiores, dedicándose también a la teología, y en la universidad de Padua, los estudios de jurisprudencia, como deseaba su padre, concluyó de forma brillante, con un doctorado en utroque iure,derecho canónico y derecho civil. En su armoniosa juventud, reflexionando sobre el pensamiento de san Agustín y santo Tomás de Aquino, tuvo una profunda crisis que lo indujo a interrogarse sobre su propia salvación eterna y sobre la predestinación de Dios con respecto a sí mismo, sufriendo como drama espiritual verdadero las principales cuestiones teológicas de su tiempo.
Oraba intensamente, pero la duda lo atormentó de tal manera que durante varias semanas casi ni comió ni bebió. Al final de la prueba, fue a la iglesia de los Dominicanos en París, y abriendo su corazón rezó de esta manera: “Cualquier cosa que suceda, Señor, tú que tienes todo en tu mano, y cuyos caminos son justicia y verdad; cualquier cosa que tu hayas decidido para mí...; tú que eres siempre juez justo y Padre misericordioso, yo te amaré, Señor […] te amaré aquí, oh Dios mío, y esperaré siempre en tu misericordia, y repetiré siempre tu alabanza... Oh Señor Jesús, tu serás siempre mi esperanza y mi salvación en la tierra de los vivos”(I Proc. Canon., vol I, art 4).
El veinteañero Francisco encontró la paz en la realidad radical y liberadora del amor de Dios: amarlo sin pedir nada a cambio y confiar en el amor divino; no preguntar más qué hará Dios conmigo: yo sencillamente lo amo, independientemente de cuanto me da o no me da. Así encontró la paz y la cuestión de la predestinación -sobre la que se discutía hacia tiempo- se resolvió, porque él no buscaba más lo que podía obtener de Dios; sencillamente lo amaba, se abandonaba a Su bondad. Este fue el secreto de su vida, que aparecerá en su obra más importante: el Tratado del amor de Dios.
Venciendo la resistencia de su padre, Francisco siguió la llamada del Señor y, el 18 de diciembre de 1593, fue ordenado sacerdote. En 1602 se convirtió en el obispo de Ginebra, en un periodo en el que la ciudad era el bastión del Calvinismo, tanto que la sede episcopal se encontraba “en exilio” en Annecy. Pastor de una diócesis pobre y atormentada, en una enclave de montaña del que conocía bien tanto la dureza como la belleza, escribió: [Dios] me encontré con Él lleno de dulzura y ternura entre nuestras altas y ásperas montañas, donde muchas almas sencillas lo amaban y lo adoraban con toda verdad y sinceridad; el corzo y el rebeco corrían de aquí a allá entre los hielos espantoso para anunciar su alabanza”, (Carta a la madre de Chantal, octubre de 1606, en Oeuvres, éd. Mackey, t. XIII, p. 223). Y sin embargo, la influencia de su vida y de su enseñanza en la Europa de la época fue inmensa. Fue apóstol, predicador, escritor, hombre de acción y de oración; comprometido a cumplir los ideales del Concilio de Trento, implicado en la controversia y en el diálogo con los protestantes, experimentando cada vez más, más allá del necesario enfrentamiento teológico, la eficacia de la relación personal y de la caridad; encargado de misiones diplomáticas a nivel europeo, y de deberes sociales de mediación y reconciliación. Pero sobre todo, san Francisco de Sales es un pastor de almas: del encuentro con una mujer joven, la señora de Charmoisy, se inspirará para escribir uno de los libros más leídos de la edad moderna, la Introducción a la vida devota; de su profunda comunión espiritual con una personalidad de excepción, santa Juana Francisca de Chantal, nacerá una nueva familia religiosa, la orden de la Visitación, caracterizada -como quiso el santo- por una consagración total a Dios vivida en la sencillez y la humildad, en el hacer extraordinariamente bien las cosas ordinarias: “...quiero que mis Hijas -escribió- no tengan otro ideal que el de glorificar [Nuestro Señor] con su humildad” (Carta a mons. De Marquemond, junio de 1615). Murió en 1622, a los cincuenta y cinco años, tras una existencia marcada por la dureza de los tiempos y por el cansancio apostólico.
La de san Francisco de Sales fue una vida relativamente breve, pero vivida con gran intensidad. De la figura de este santo emana una impresión de extraña plenitud, demostrada con la serenidad de su búsqueda intelectual, también en la riqueza de sus afectos, en la “dulzura” de sus enseñanzas que han tenido gran influencia en la conciencia cristiana. De la palabra “humanidad”, él ha encarnado distintas acepciones que, hoy como ayer, este término puede asumir cultura, cortesía, libertad y ternura, nobleza y solidaridad. En su aspecto tenía algo de la majestad del paisaje en el que vivió, conservando también la sencillez y la naturaleza. Las antiguas palabras y las imágenes con la que se expresaba se oyen inesperadamente, también el el oído del hombre actual como una lengua nativa y familiar.
A Filotea, destinataria ideal de su Introducción a la vida devota (1607), Francisco de Sales dirige una invitación que podía parecer, en la época, revolucionario. Es la invitación a ser completamente de Dios, viviendo en plenitud la presencia en el mundo y los deberes del propio estado “Mi intención es la de instruir a aquellos que viven en la ciudad, en estado civil, en el tribunal […] ”. (Prefacio a la Introducción de la vida devota”). El Documento con el que el Papa León XIII, más de dos siglos después, lo proclamó Doctor de la Iglesia insistirá en esta ampliación de la llamada a la perfección, a la santidad. En él escribió: “ [la verdadera piedad] penetra hasta el trono de los reyes, en la tienda de los jefes de los ejércitos, en el tribunal de los jueces, en las oficinas, en las tiendas e incluso en las cabañas de los pastores […]” (Breve Dives in misericordia, 16 noviembre de1877). Nacía así la llamada a los laicos, ese cuidado por la consagración de las cosas temporales y por la santificación de lo cotidiano sobre la que insistirán el Concilio Vaticano II y la espiritualidad de nuestro tiempo. Se manifestaba el ideal de una humanidad reconciliada, en la sintonía entre acción en el mundo y oración, entre condición secular y búsqueda de la perfección, con la ayuda de la Gracia de Dios que empapa lo humano y, sin destruirlo, lo purifica, alzándolo a las alturas divinas. A Teorimo, el cristiano adulto, espiritualmente maduro, al que dirigirá algunos años más tarde su Tratado del amor de Dios (1616), san Francisco de Sales ofrece una lección más compleja. Esta supone, el inicio, una precisa visión del ser humano, una antropología: la “razón” del hombre, incluso el “alma razonable”, es vista allí como una arquitectura armónica, un templo articulado en más espacios, alrededor de un centro, que él llama, junto con los grandes místicos, “cima”, “punta” del espíritu, o “fondo” del alma. Es el punto en el que la razón, recorridas todas las fases, “cierra los ojos” y el conocimiento se hace uno con el amor (cfr libro I, cap. XII). Que el amor, en su dimensión teologal, divina, sea la razón de ser de todas las cosas, en una escala ascendente que no parece conocer roturas o abismos, san Francisco de Sales lo ha resumido con una famosa frase: “El hombre es la perfección del universo, el espíritu es la perfección del hombre, el amor es la del espíritu, y la caridad es la del amor” (ibid., libro X, cap. I).
En un tiempo de florecimiento místico intenso, el Tratado del amor de Dios es una verdadera y propia summa, y a la vez una fascinante obra literaria. Su descripción del itinerario hacia Dios parte del reconocimiento de la “inclinación natural” (ibid., libro I, cap. XVI), inscrita en el corazón del hombre, aunque pecador, de amar a Dios sobre todas las cosas. Según el modelo de la Sagrada Escritura, san Francisco de Sales habla de la unión entre Dios y el hombre desarrollando una serie de imágenes de relaciones interpersonales. Su Dios es padre y señor, esposo y amigo, tiene características maternas y de nodriza, es el sol del que la noche es misteriosa revelación. Un tipo de Dios que atrae hacia sí al hombre con vínculos de amor, es decir de verdadera libertad: “ya que el amor no fuerza ni tiene esclavos, sino que reduce todas las cosas bajo la propia obediencia con una fuerza así deliciosa que, si nada es fuerte como el amor, nada es amable como su fuerza” (ibid., libro I, cap. VI). Encontramos en el Tratado de nuestro Santo, una meditación profunda sobre la voluntad humana y la descripción de su fluir, pasar, morir, para vivir (cfr ibid., libro IX, cap. XIII) en el completo abandono no sólo a la voluntad de Dios, sino que también a lo que Él le gusta, a su "bon plaisir", a su beneplácito (cfr ibid., libro IX, cap. I).En la cumbre de la unión con Dios, además de los secuestros del éxtasis contemplativo, se coloca ese rebrotar de la caridad concreta, que está atenta a todas las necesidades de los demás y que el llama “éxtasis de la vida y de las obras” (ibid., libro VII, cap. VI).
Se advierte bien, leyendo el libro sobre el amor de Dios y aún más en las cartas de dirección y amistad espirituales, que gran conocedor del corazón humano fue san Francisco de Sales. A santa Juana de Chantal, a la que escribe: “[...] Esta es la regla de nuestra obediencia que os escribo con letras grandes: HACER TODO POR AMOR, NADA POR LA FUERZA -AMAR MÁS LA OBEDIENCIA QUE TEMER LA DESOBEDIENCIA. Os dejo el espíritu de libertad, no el que excluye la obediencia, que esta es la libertad del mundo, sino la que excluye la violencia, el ansia y el escrúpulo” (Carta del 14 de octubre de 1604). No por nada, en el origen de muchas vías de la pedagogía y de la espiritualidad de nuestro tiempo encontramos las huellas de este maestro, sin el cual no hubieran existido san Juan Bosco ni la heroica “pequeña vía” de santa Teresa de Lisieux.
Queridos hermanos y hermanas, en un tiempo como el nuestro que busca la libertad, también con violencia e inquietud, no se debe perder la actualidad de este gran maestro de espiritualidad y de paz, que consigna a sus discípulos el “espíritu de libertad”, la verdadera, como culmen de una enseñanza fascinante y completa sobre la realidad del amor. San Francisco de Sales es un testimonio ejemplar del humanismo cristiano, con su estilo familiar, con parábolas que tienen a menudo batir de alas de la poesía, recuerda que el hombre lleva inscrito en lo más profundo de su ser la nostalgia de Dios y que sólo en Él se encuentra la verdadera alegría y su realización más plena.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Argentina, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que, siguiendo el ejemplo de san Francisco de Sales, sepáis encontrar la libertad verdadera en el amor incondicional a Dios, nuestra verdadera alegría y nuestra plena realización.
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Con los pies en la tierra y el corazón en el Cielo Angelus 27 de febrero 2011
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy se hace eco de una de las palabras más impactantes de la Sagrada Escritura. El Espíritu Santo nos la ha dado a través de la pluma del llamado "segundo Isaías", el cual, para consolar a Jerusalén, afligida por desventuras, dice así: "¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!" (Isaías 49,15). Esta invitación a la confianza en el indefectible amor de Dios es presentada junto al pasaje, igualmente sugerente, del evangelio de Mateo, en el que Jesús exhorta a sus discípulos a confiar en la providencia del Padre celestial, quien da de comer a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo, y conoce todas nuestras necesidades (Cf. 6,24-34). Así dice el Maestro: "No os inquietéis entonces, diciendo: '¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?'. Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que las necesitáis".
Ante la situación de tantas personas, cercanas o alejadas, que viven en la miseria, estas palabras de Jesús podrían parecer poco realistas, o más bien evasivas. En realidad, el Señor quiere dar a entender con claridad que no es posible servir a dos señores: Dios y la riqueza. Quien cree en Dios, Padre lleno de amor por sus hijos, pone en primer lugar la búsqueda de su Reino, de su voluntad. Es todo lo contrario del fatalismo o el ingenuo irenismo. La fe en la Providencia, de hecho, no exime de la cansada lucha por una vida digna, sino que libera de la preocupación por las cosas y del miedo del mañana. Está claro que esta enseñanza de Jesús, si bien sigue manteniendo su verdad y validez para todos, es practicada de maneras diferentes según las diferentes vocaciones: un fraile franciscano podrá seguirla de manera más radical, mientras que un padre de familia deberá tener en cuenta sus deberes hacia su esposa e hijos. En todo caso, el cristiano se distingue por su absoluta confianza en el Padre celestial, como Jesús. Precisamente la relación con Dios Padre da sentido a toda la vida de Cristo, a sus palabras, a sus gestos de salvación, hasta su pasión muerte y resurrección. Jesús nos ha demostrado qué significa vivir con los pies bien plantados en la tierra, atentos a las situaciones concretas del prójimo, y, al mismo tiempo, teniendo el corazón en el Cielo, sumergido en la misericordia de Dios.
Queridos amigos, a la luz de la Palabra de Dios de este domingo, os invito a invocar a la Virgen María con el título de Madre de la divina Providencia. A ella le encomendamos nuestra vida, el camino de la Iglesia, las vicisitudes de la historia. En particular, invocamos su intercesión para que todos aprendan a vivir siguiendo un estilo más sencillo y sobrio en la vida cotidiana y en el respeto de la creación, que Dios ha encomendado a nuestra custodia.
[Después de rezar el Ángelus, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas, en español dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular al grupo de peregrinos de las parroquias de Santa Eulalia y de Santa Cruz, de la diócesis de Ibiza, acompañados de su Obispo, así como a los fieles provenientes de la parroquia de San Miguel Arcángel de Villanueva, de Córdoba. La liturgia de este día nos exhorta a confiar en la providencia divina; recordándonos que somos amados por Dios y asistidos por su auxilio. Os invito a corresponder a dicho amor, a imitación de la Virgen María, cuya existencia terrena se mostró siempre bajo el signo de la gratuidad y de la alabanza, para que así experimentéis la paz verdadera y la alegría auténtica. Feliz domingo.
[Traducción realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
La liturgia de hoy se hace eco de una de las palabras más impactantes de la Sagrada Escritura. El Espíritu Santo nos la ha dado a través de la pluma del llamado "segundo Isaías", el cual, para consolar a Jerusalén, afligida por desventuras, dice así: "¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!" (Isaías 49,15). Esta invitación a la confianza en el indefectible amor de Dios es presentada junto al pasaje, igualmente sugerente, del evangelio de Mateo, en el que Jesús exhorta a sus discípulos a confiar en la providencia del Padre celestial, quien da de comer a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo, y conoce todas nuestras necesidades (Cf. 6,24-34). Así dice el Maestro: "No os inquietéis entonces, diciendo: '¿Qué comeremos, qué beberemos, o con qué nos vestiremos?'. Son los paganos los que van detrás de estas cosas. El Padre que está en el cielo sabe bien que las necesitáis".
Ante la situación de tantas personas, cercanas o alejadas, que viven en la miseria, estas palabras de Jesús podrían parecer poco realistas, o más bien evasivas. En realidad, el Señor quiere dar a entender con claridad que no es posible servir a dos señores: Dios y la riqueza. Quien cree en Dios, Padre lleno de amor por sus hijos, pone en primer lugar la búsqueda de su Reino, de su voluntad. Es todo lo contrario del fatalismo o el ingenuo irenismo. La fe en la Providencia, de hecho, no exime de la cansada lucha por una vida digna, sino que libera de la preocupación por las cosas y del miedo del mañana. Está claro que esta enseñanza de Jesús, si bien sigue manteniendo su verdad y validez para todos, es practicada de maneras diferentes según las diferentes vocaciones: un fraile franciscano podrá seguirla de manera más radical, mientras que un padre de familia deberá tener en cuenta sus deberes hacia su esposa e hijos. En todo caso, el cristiano se distingue por su absoluta confianza en el Padre celestial, como Jesús. Precisamente la relación con Dios Padre da sentido a toda la vida de Cristo, a sus palabras, a sus gestos de salvación, hasta su pasión muerte y resurrección. Jesús nos ha demostrado qué significa vivir con los pies bien plantados en la tierra, atentos a las situaciones concretas del prójimo, y, al mismo tiempo, teniendo el corazón en el Cielo, sumergido en la misericordia de Dios.
Queridos amigos, a la luz de la Palabra de Dios de este domingo, os invito a invocar a la Virgen María con el título de Madre de la divina Providencia. A ella le encomendamos nuestra vida, el camino de la Iglesia, las vicisitudes de la historia. En particular, invocamos su intercesión para que todos aprendan a vivir siguiendo un estilo más sencillo y sobrio en la vida cotidiana y en el respeto de la creación, que Dios ha encomendado a nuestra custodia.
[Después de rezar el Ángelus, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas, en español dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular al grupo de peregrinos de las parroquias de Santa Eulalia y de Santa Cruz, de la diócesis de Ibiza, acompañados de su Obispo, así como a los fieles provenientes de la parroquia de San Miguel Arcángel de Villanueva, de Córdoba. La liturgia de este día nos exhorta a confiar en la providencia divina; recordándonos que somos amados por Dios y asistidos por su auxilio. Os invito a corresponder a dicho amor, a imitación de la Virgen María, cuya existencia terrena se mostró siempre bajo el signo de la gratuidad y de la alabanza, para que así experimentéis la paz verdadera y la alegría auténtica. Feliz domingo.
[Traducción realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: san Roberto Bellarmino y la conversión Audiencia 23 febrero 2011
Queridos hermanos y hermanas,
San Roberto Belarmino, del cual deseo hablaros hoy, nos lleva con la memoria al tiempo de la dolorosa escisión de la cristiandad occidental, cuando un grave crisis política y religiosa provocó el distanciamiento de naciones enteras de la Sede Apostólica
Nació el 4 de octubre de 1542, en Montepulciano, cerca de Siena, era sobrino, por parte de madre, del papa Marcelo II. Tuvo una excelente formación humanística antes de entrar en la Compañía de Jesús el 20 de septiembre de 1560. Los estudios de filosofía y teología, que realizó entre el Colegio Romano, Padua y Lovaina, centrados en santo Tomás y en los Padres de la Iglesia, fueron decisivos para su orientación teológica. Ordenado sacerdote el 25 de marzo de 1570, fue, durante algunos años, profesor de teología en Lovaina.
Sucesivamente, llamado a Roma como profesor en el Colegio Romano, le fue confiada la cátedra de “Apologética”; en la década en la que desempeñó tal encargo (1576-1586), elaboró un curso de lecciones recogidas después en el Controversia, obra súbito célebre por la claridad y la riqueza de contenidos y por el corte prevalentemente histórico. Había terminado hacía poco tiempo el Concilio de Trento y para la Iglesia Católica era necesario reforzar y confirmar su propia identidad también respecto a la Reforma protestantes. La acción de Belarmino se insertó en este contexto. Desde el 1588 al 1594 fue, primero, padre espiritual de los estudiantes jesuitas del Colegio Romano, entre los cuales conoció y dirigió a san Luis Gonzaga, después superior religioso. El Papa Clemente VII lo nombró teólogo pontificio, consultor del Santo Oficio y rector del Colegio de Confesores de la Basílica de San Pedro. Del 1597 al 1598 escribe su catecismo, Dottrina cristiana breve, que fue su trabajo más famoso.
El 3 de marzo de 1599 fue nombrado cardenal por el Papa Clemente VIII y, el 18 de marzo de 1602, fue nombrado arzobispo de Capua. Recibió la ordenación episcopal el 21 de abril del mismo año. En los tres años en los que fue obispo diocesano, se distinguió por el celo con que predicaba en la catedral, por la visita que realizaba semanalmente en las parroquias, por los tres Sínodos diocesanos y un Concilio provincial al que dio vida. Después de haber participado en los cónclaves que eligieron a los Papas León XI y Pablo V, fue llamado a Roma, donde formó parte de las Congregaciones del Santo Oficio, del Índice, de los Ritos, de los Obispos y de la Propagación de la Fe. Tuvo también encargos diplomáticos, en la República de Venecia e Inglaterra, defendiendo los derechos de la Sede Apostólica. En sus últimos años compuso varios libros de espiritualidad, en los cuales condensó el fruto de sus ejercicios espirituales anuales. De la lectura de los mismos el pueblo cristiano obtiene, todavía hoy, gran edificación. Murió en Roma el 17 de septiembre de 1621. El Papa Pío XI lo beatificó en 1923, lo canonizó en 1930 y lo proclamó Doctor de la Iglesia en 1931.
San Roberto Belarmino tuvo un papel importante en la Iglesia en las últimas décadas del siglo XVI y de los primeros años del siglo sucesivo. Sus Controversiaeconstituyeron un punto de referencia, todavía válido, para la eclesiología católica sobre las cuestiones acerca de la Revelación, la naturaleza de la Iglesia, los Sacramentos y la antropología teológica. En estos se acentúa el aspecto institucional de la Iglesia, con motivo de los errores que circulaban sobre tales cuestiones. Incluso Belarmino aclaró los aspectos invisibles de la Iglesia como el Cuerpo Místico y lo ilustró con la analogía del cuerpo y del alma, con el fin de describir la relación entre las riquezas internas de la Iglesia y los aspectos exteriores que la vuelven perceptible. En esta obra monumental, que intenta sistematizar las varias controversias teológicas de la época, él evita todo corte polémico y agresivo respecto a las ideas de la Reforma, y usa los argumentos de la razón y de la Tradición de la Iglesia e ilustra de un modo claro y eficaz la doctrina católica
Sin embargo, su legado se encuentra en la forma en la que concibió su trabajo. Los tediosos oficios de gobierno no le impidieron, de hecho, caminar hacia la santidad con la fidelidad a las exigencias de su propio estado de religioso, sacerdote y obispo. De esta fidelidad surge su compromiso con la predicación. Siendo, como sacerdote y obispo, antes que nada un pastor de almas, sintió el deber de predicar asiduamente. Hay centenares de sermones -las homilías- realizadas en Flandes, en Roma, en Nápoles y en Capua con ocasión de las celebraciones litúrgicas. No menos abundantes son sus expositiones y las explanationes a los párrocos, a las religiosas, a los estudiantes del Colegio Romano, que a menudo hablan de la Sagrada Escritura especialmente de las Epístolas de san Pablo. Su predicación y sus catequesis tienen este mismo carácter de sencillez que obtuvo de la educación jesuita, toda dirigida concentrar las fuerzas del alma en Jesús, profundamente conocido, amado e imitado.
En los escritos de este hombre de gobierno se advierte de modo claro, incluso en la reserva en la que esconde sus sentimientos, la primacía que asigna a las enseñanzas de Cristo. San Belarmino ofrece de esta manera un modelo de oración, alma de toda actividad: una oración que escucha la Palabra del Señor, que se colma con la contemplación de la grandeza, que no se encierra en sí misma, que se alegra de abandonarse a Dios. Un signo distintivo de la espiritualidad del Belarmino y la percepción viva y personal de la inmensa bondad de Dios, por el que nuestro Santo se sentía verdaderamente hijo amado por Dios y era fuente de gran alegría el recogerse, con serenidad y sencillez, en la oración, en la contemplación de Dios. En su libro De ascensione mentis in Deum -Elevación de la mente a Dios- compuesto sobre la estructura del Itinerarium de san Buenaventura, exclama: “Oh alma, tu ejemplo es Dios, belleza infinita, luz sin sombras, esplendor que supera el de la luna y del sol. Alza los ojos a Dios en el que se encuentran los arquetipos de todas las cosas, y del cual, como desde una fuente de infinita fecundidad, deriva esta variedad casi infinita de las cosas. Por tanto debes concluir: quien encuentra a Dios encuentra todas las cosas, quien pierde a Dios pierde todo”.
En este texto se oye el eco de la célebre contemplatio ad amorem obtineundum- contemplación para obtener el amor- de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola. El Belarmino, que vivió en la fastuosa y a menudo malsana sociedad de los últimos años del siglo XVI y la primera del siglo XVII, de esta contemplación recoge aplicaciones prácticas y proyecta la situación de la Iglesia de su tiempo con animosa inspiración pastoral. En el libro De arte bene moriendi -el arte de morir bien- por ejemplo, indica como norma segura del buen vivir y también del buen morir, el meditar a menudo y seriamente que se deberá rendir cuentas a Dios de las propias acciones y del propio modo de vivir, y evitar la acumulación de riquezas en esta tierra, sino de vivir sencillamente y con caridad para acumular bienes en el cielo. En el libro De gemitu columbae -El gemido de la paloma, donde la paloma representa a la Iglesia- exhorta con fuerza al clero y a todos los fieles a una reforma personal y concreta de la propia vida siguiendo lo que enseñan las Escrituras y los Santos, entre los cuales cita en particular a san Gregorio Nacianceno, san Juan Crisóstomo, san Jerónimo y san Agustín, además de los grandes fundadores de órdenes religiosas como san Benito, santo Domingo y san Francisco. Belarmino enseña con gran claridad y con el ejemplo de su propia vida que no puede haber una verdadera reforma de la Iglesia si primero no se da nuestra reforma personal y la conversión de nuestro corazón.
En los Ejercicios espirituales de san Ignacio, Belarmino daba consejos para comunicar de un modo profunda, también a los más sencillos, la belleza de los misterios de la fe. Escribió “Si tienes sabiduría, comprendes que has sido creado para la gloria de Dios y para tu salvación eterna. Esta es tu finalidad, este es el centro de tu alma, este es el tesoro de tu corazón. Por esto, considera bueno para ti, lo que te conduce a esta finalidad, verdadero mal lo que no lo hace. Sucesos prósperos o adversos, riquezas y pobreza, salud y enfermedad, honores y ultrajes, vida y muerte, el sabio no debe ni buscarlos ni evitarlos por sí mismo. Son buenos y deseables solo si contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad eterna, son malos y evitables si la obstaculizan” (De ascensione mentis in Deum, grad. 1).
Estas, obviamente no son palabras pasadas de moda, sino palabras para meditar largamente hoy por nosotros para orientar nuestro camino sobre esta tierra. Nos recuerdan que el fin de nuestra vida es el Señor, el Dios que se ha revelado en Jesucristo, en el cual Él continua llamándonos y prometiéndonos la comunión con Él. Nos recuerdan la importancia de confiar en el Señor, de vivir una vida fiel al Evangelio, de aceptar e iluminar con la fe y con la oración toda circunstancia y toda acción de nuestra vida, siempre deseosos de la unión con Él. Gracias.
[El Papa dijo en español]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a las Aliadas Carmelitas Descalzas y a los demás grupos procedentes de España, Méjico, Chile y otros países de América latina. Que la enseñanza y el testimonio de vida de san Roberto Belarmino, ilumine también nuestro camino hacia Dios en la Iglesia. Muchas Gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
San Roberto Belarmino, del cual deseo hablaros hoy, nos lleva con la memoria al tiempo de la dolorosa escisión de la cristiandad occidental, cuando un grave crisis política y religiosa provocó el distanciamiento de naciones enteras de la Sede Apostólica
Nació el 4 de octubre de 1542, en Montepulciano, cerca de Siena, era sobrino, por parte de madre, del papa Marcelo II. Tuvo una excelente formación humanística antes de entrar en la Compañía de Jesús el 20 de septiembre de 1560. Los estudios de filosofía y teología, que realizó entre el Colegio Romano, Padua y Lovaina, centrados en santo Tomás y en los Padres de la Iglesia, fueron decisivos para su orientación teológica. Ordenado sacerdote el 25 de marzo de 1570, fue, durante algunos años, profesor de teología en Lovaina.
Sucesivamente, llamado a Roma como profesor en el Colegio Romano, le fue confiada la cátedra de “Apologética”; en la década en la que desempeñó tal encargo (1576-1586), elaboró un curso de lecciones recogidas después en el Controversia, obra súbito célebre por la claridad y la riqueza de contenidos y por el corte prevalentemente histórico. Había terminado hacía poco tiempo el Concilio de Trento y para la Iglesia Católica era necesario reforzar y confirmar su propia identidad también respecto a la Reforma protestantes. La acción de Belarmino se insertó en este contexto. Desde el 1588 al 1594 fue, primero, padre espiritual de los estudiantes jesuitas del Colegio Romano, entre los cuales conoció y dirigió a san Luis Gonzaga, después superior religioso. El Papa Clemente VII lo nombró teólogo pontificio, consultor del Santo Oficio y rector del Colegio de Confesores de la Basílica de San Pedro. Del 1597 al 1598 escribe su catecismo, Dottrina cristiana breve, que fue su trabajo más famoso.
El 3 de marzo de 1599 fue nombrado cardenal por el Papa Clemente VIII y, el 18 de marzo de 1602, fue nombrado arzobispo de Capua. Recibió la ordenación episcopal el 21 de abril del mismo año. En los tres años en los que fue obispo diocesano, se distinguió por el celo con que predicaba en la catedral, por la visita que realizaba semanalmente en las parroquias, por los tres Sínodos diocesanos y un Concilio provincial al que dio vida. Después de haber participado en los cónclaves que eligieron a los Papas León XI y Pablo V, fue llamado a Roma, donde formó parte de las Congregaciones del Santo Oficio, del Índice, de los Ritos, de los Obispos y de la Propagación de la Fe. Tuvo también encargos diplomáticos, en la República de Venecia e Inglaterra, defendiendo los derechos de la Sede Apostólica. En sus últimos años compuso varios libros de espiritualidad, en los cuales condensó el fruto de sus ejercicios espirituales anuales. De la lectura de los mismos el pueblo cristiano obtiene, todavía hoy, gran edificación. Murió en Roma el 17 de septiembre de 1621. El Papa Pío XI lo beatificó en 1923, lo canonizó en 1930 y lo proclamó Doctor de la Iglesia en 1931.
San Roberto Belarmino tuvo un papel importante en la Iglesia en las últimas décadas del siglo XVI y de los primeros años del siglo sucesivo. Sus Controversiaeconstituyeron un punto de referencia, todavía válido, para la eclesiología católica sobre las cuestiones acerca de la Revelación, la naturaleza de la Iglesia, los Sacramentos y la antropología teológica. En estos se acentúa el aspecto institucional de la Iglesia, con motivo de los errores que circulaban sobre tales cuestiones. Incluso Belarmino aclaró los aspectos invisibles de la Iglesia como el Cuerpo Místico y lo ilustró con la analogía del cuerpo y del alma, con el fin de describir la relación entre las riquezas internas de la Iglesia y los aspectos exteriores que la vuelven perceptible. En esta obra monumental, que intenta sistematizar las varias controversias teológicas de la época, él evita todo corte polémico y agresivo respecto a las ideas de la Reforma, y usa los argumentos de la razón y de la Tradición de la Iglesia e ilustra de un modo claro y eficaz la doctrina católica
Sin embargo, su legado se encuentra en la forma en la que concibió su trabajo. Los tediosos oficios de gobierno no le impidieron, de hecho, caminar hacia la santidad con la fidelidad a las exigencias de su propio estado de religioso, sacerdote y obispo. De esta fidelidad surge su compromiso con la predicación. Siendo, como sacerdote y obispo, antes que nada un pastor de almas, sintió el deber de predicar asiduamente. Hay centenares de sermones -las homilías- realizadas en Flandes, en Roma, en Nápoles y en Capua con ocasión de las celebraciones litúrgicas. No menos abundantes son sus expositiones y las explanationes a los párrocos, a las religiosas, a los estudiantes del Colegio Romano, que a menudo hablan de la Sagrada Escritura especialmente de las Epístolas de san Pablo. Su predicación y sus catequesis tienen este mismo carácter de sencillez que obtuvo de la educación jesuita, toda dirigida concentrar las fuerzas del alma en Jesús, profundamente conocido, amado e imitado.
En los escritos de este hombre de gobierno se advierte de modo claro, incluso en la reserva en la que esconde sus sentimientos, la primacía que asigna a las enseñanzas de Cristo. San Belarmino ofrece de esta manera un modelo de oración, alma de toda actividad: una oración que escucha la Palabra del Señor, que se colma con la contemplación de la grandeza, que no se encierra en sí misma, que se alegra de abandonarse a Dios. Un signo distintivo de la espiritualidad del Belarmino y la percepción viva y personal de la inmensa bondad de Dios, por el que nuestro Santo se sentía verdaderamente hijo amado por Dios y era fuente de gran alegría el recogerse, con serenidad y sencillez, en la oración, en la contemplación de Dios. En su libro De ascensione mentis in Deum -Elevación de la mente a Dios- compuesto sobre la estructura del Itinerarium de san Buenaventura, exclama: “Oh alma, tu ejemplo es Dios, belleza infinita, luz sin sombras, esplendor que supera el de la luna y del sol. Alza los ojos a Dios en el que se encuentran los arquetipos de todas las cosas, y del cual, como desde una fuente de infinita fecundidad, deriva esta variedad casi infinita de las cosas. Por tanto debes concluir: quien encuentra a Dios encuentra todas las cosas, quien pierde a Dios pierde todo”.
En este texto se oye el eco de la célebre contemplatio ad amorem obtineundum- contemplación para obtener el amor- de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio de Loyola. El Belarmino, que vivió en la fastuosa y a menudo malsana sociedad de los últimos años del siglo XVI y la primera del siglo XVII, de esta contemplación recoge aplicaciones prácticas y proyecta la situación de la Iglesia de su tiempo con animosa inspiración pastoral. En el libro De arte bene moriendi -el arte de morir bien- por ejemplo, indica como norma segura del buen vivir y también del buen morir, el meditar a menudo y seriamente que se deberá rendir cuentas a Dios de las propias acciones y del propio modo de vivir, y evitar la acumulación de riquezas en esta tierra, sino de vivir sencillamente y con caridad para acumular bienes en el cielo. En el libro De gemitu columbae -El gemido de la paloma, donde la paloma representa a la Iglesia- exhorta con fuerza al clero y a todos los fieles a una reforma personal y concreta de la propia vida siguiendo lo que enseñan las Escrituras y los Santos, entre los cuales cita en particular a san Gregorio Nacianceno, san Juan Crisóstomo, san Jerónimo y san Agustín, además de los grandes fundadores de órdenes religiosas como san Benito, santo Domingo y san Francisco. Belarmino enseña con gran claridad y con el ejemplo de su propia vida que no puede haber una verdadera reforma de la Iglesia si primero no se da nuestra reforma personal y la conversión de nuestro corazón.
En los Ejercicios espirituales de san Ignacio, Belarmino daba consejos para comunicar de un modo profunda, también a los más sencillos, la belleza de los misterios de la fe. Escribió “Si tienes sabiduría, comprendes que has sido creado para la gloria de Dios y para tu salvación eterna. Esta es tu finalidad, este es el centro de tu alma, este es el tesoro de tu corazón. Por esto, considera bueno para ti, lo que te conduce a esta finalidad, verdadero mal lo que no lo hace. Sucesos prósperos o adversos, riquezas y pobreza, salud y enfermedad, honores y ultrajes, vida y muerte, el sabio no debe ni buscarlos ni evitarlos por sí mismo. Son buenos y deseables solo si contribuyen a la gloria de Dios y a tu felicidad eterna, son malos y evitables si la obstaculizan” (De ascensione mentis in Deum, grad. 1).
Estas, obviamente no son palabras pasadas de moda, sino palabras para meditar largamente hoy por nosotros para orientar nuestro camino sobre esta tierra. Nos recuerdan que el fin de nuestra vida es el Señor, el Dios que se ha revelado en Jesucristo, en el cual Él continua llamándonos y prometiéndonos la comunión con Él. Nos recuerdan la importancia de confiar en el Señor, de vivir una vida fiel al Evangelio, de aceptar e iluminar con la fe y con la oración toda circunstancia y toda acción de nuestra vida, siempre deseosos de la unión con Él. Gracias.
[El Papa dijo en español]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a las Aliadas Carmelitas Descalzas y a los demás grupos procedentes de España, Méjico, Chile y otros países de América latina. Que la enseñanza y el testimonio de vida de san Roberto Belarmino, ilumine también nuestro camino hacia Dios en la Iglesia. Muchas Gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La perfección es hacer la voluntad de Dios Angelus 20 febrero 2011
Queridos hermanos y hermanas
En este séptimo domingo del Tiempo Ordinario, las lecturas bíblicas nos hablan de la voluntad de Dios de hacer partícipes a los hombres de su vida: “Seréis santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo” – se lee en el Libro del Levítico (19,1). Con estas palabras, y los preceptos que se siguen de ellas, el Señor invitaba al pueblo que se había elegido a ser fiel a la alianza con Él caminando por sus caminos, y fundaba la legislación social sobre el mandamiento “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). Si escuchamos, además, a Jesús, en el que Dios asumió un cuerpo mortal para hacerse cercano a cada hombre y revelar su amor infinito por nosotros, encontramos esa misma llamada, ese mismo audaz objetivo. Dice, de hecho, el Señor: “Sed perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo” (Mt 5,48). ¿Pero quién podría llegar a ser perfecto? Nuestra perfección es vivir con humildad como hijos de Dios cumpliendo concretamente su voluntad. San Cipriano escribía que “a la paternidad de Dios debe corresponder un comportamiento de hijos de Dios, para que Dios sea glorificado y alabado por la buena conducta del hombre” (De zelo et livore, 15: CCL 3a, 83).
¿Cómo podemos imitar a Jesús? Jesús mismo dice: “Amad a vuestros enemigos, rogad por vuestros perseguidores; así seréis hijos del Padre que está en el cielo” (Mt 5,44-45). Quien acoge al Señor en su propia vida y lo ama con todo el corazón es capaz de un nuevo inicio. Consigue cumplir la voluntad de Dios: realizar una nueva forma de existencia animada por el amor y destinada a la eternidad. El apóstol Pablo añade: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Si somos verdaderamente conscientes de esta realidad, y nuestra vida es profundamente plasmada por ella, entonces nuestro testimonio se convierte en claro, elocuente y eficaz. Un autor medieval escribió: “Cuando todo el ser del hombre se ha, por así decirlo, mezclado con el amor de Dios, entonces el esplendor de su alma se refleja también en el aspecto exterior” (Juan Clímaco, Scala Paradisi, XXX: PG 88, 1157 B), en la totalidad de su vida. “Gran cosa es el amor – leemos en el libro de la Imitación de Cristo –, un bien que hace ligera cada cosa pesada y soporta tranquilamente toda cosa difícil. El amor aspira a subir a lo alto, sin ser entretenido por nada terreno. Nace en Dios y sólo en Dios puede encontrar reposo” (III, V, 3).
Queridos amigos, pasado mañana, 22 de febrero, celebraremos la fiesta de la Cátedra de San Pedro. A él, el primero de los Apóstoles, Cristo confió la tarea de Maestro y de Pastor para la guía espiritual del Pueblo de Dios, para que éste pueda elevarse hasta el Cielo. Exhorto, por tanto, a todos los Pastores a “asimilar ese 'nuevo estilo de vida' que fue inaugurado por el Señor Jesús y que fue hecho propio por los Apóstoles” (Carta de convocatoria del Año Sacerdotal). Invoquemos a la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que nos enseñe a amarnos unos a otros y a acogernos como hermanos, hijos del mismo Padre celestial.
[Después del Ángelus, en español]
Saludo a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los fieles de la Parroquia de Santa Eulalia, de Murcia. La liturgia nos invita hoy a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, fuente de la reconciliación duradera. Un mensaje oportuno también para el pueblo colombiano, al que deseo hacer llegar mi cercanía y afecto con motivo de las diferentes iniciativas que se están llevan a cabo para conmemorar que, hace veinticinco años, mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, se puso en marcha "con la paz de Cristo, por los caminos de Colombia". Que Santa María la Virgen, Madre del Amor hermoso, acompañe los esfuerzos que en aquella querida Nación latinoamericana, y en otras partes del mundo, se realizan para promover la fraternidad y la concordia entre todas las personas sin excepción alguna. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
En este séptimo domingo del Tiempo Ordinario, las lecturas bíblicas nos hablan de la voluntad de Dios de hacer partícipes a los hombres de su vida: “Seréis santos, porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo” – se lee en el Libro del Levítico (19,1). Con estas palabras, y los preceptos que se siguen de ellas, el Señor invitaba al pueblo que se había elegido a ser fiel a la alianza con Él caminando por sus caminos, y fundaba la legislación social sobre el mandamiento “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lv 19,18). Si escuchamos, además, a Jesús, en el que Dios asumió un cuerpo mortal para hacerse cercano a cada hombre y revelar su amor infinito por nosotros, encontramos esa misma llamada, ese mismo audaz objetivo. Dice, de hecho, el Señor: “Sed perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo” (Mt 5,48). ¿Pero quién podría llegar a ser perfecto? Nuestra perfección es vivir con humildad como hijos de Dios cumpliendo concretamente su voluntad. San Cipriano escribía que “a la paternidad de Dios debe corresponder un comportamiento de hijos de Dios, para que Dios sea glorificado y alabado por la buena conducta del hombre” (De zelo et livore, 15: CCL 3a, 83).
¿Cómo podemos imitar a Jesús? Jesús mismo dice: “Amad a vuestros enemigos, rogad por vuestros perseguidores; así seréis hijos del Padre que está en el cielo” (Mt 5,44-45). Quien acoge al Señor en su propia vida y lo ama con todo el corazón es capaz de un nuevo inicio. Consigue cumplir la voluntad de Dios: realizar una nueva forma de existencia animada por el amor y destinada a la eternidad. El apóstol Pablo añade: “¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Si somos verdaderamente conscientes de esta realidad, y nuestra vida es profundamente plasmada por ella, entonces nuestro testimonio se convierte en claro, elocuente y eficaz. Un autor medieval escribió: “Cuando todo el ser del hombre se ha, por así decirlo, mezclado con el amor de Dios, entonces el esplendor de su alma se refleja también en el aspecto exterior” (Juan Clímaco, Scala Paradisi, XXX: PG 88, 1157 B), en la totalidad de su vida. “Gran cosa es el amor – leemos en el libro de la Imitación de Cristo –, un bien que hace ligera cada cosa pesada y soporta tranquilamente toda cosa difícil. El amor aspira a subir a lo alto, sin ser entretenido por nada terreno. Nace en Dios y sólo en Dios puede encontrar reposo” (III, V, 3).
Queridos amigos, pasado mañana, 22 de febrero, celebraremos la fiesta de la Cátedra de San Pedro. A él, el primero de los Apóstoles, Cristo confió la tarea de Maestro y de Pastor para la guía espiritual del Pueblo de Dios, para que éste pueda elevarse hasta el Cielo. Exhorto, por tanto, a todos los Pastores a “asimilar ese 'nuevo estilo de vida' que fue inaugurado por el Señor Jesús y que fue hecho propio por los Apóstoles” (Carta de convocatoria del Año Sacerdotal). Invoquemos a la Virgen María, Madre de Dios y de la Iglesia, para que nos enseñe a amarnos unos a otros y a acogernos como hermanos, hijos del mismo Padre celestial.
[Después del Ángelus, en español]
Saludo a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los fieles de la Parroquia de Santa Eulalia, de Murcia. La liturgia nos invita hoy a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, mediante el perdón de los enemigos y la oración por los perseguidores, fuente de la reconciliación duradera. Un mensaje oportuno también para el pueblo colombiano, al que deseo hacer llegar mi cercanía y afecto con motivo de las diferentes iniciativas que se están llevan a cabo para conmemorar que, hace veinticinco años, mi venerado predecesor, el Papa Juan Pablo II, se puso en marcha "con la paz de Cristo, por los caminos de Colombia". Que Santa María la Virgen, Madre del Amor hermoso, acompañe los esfuerzos que en aquella querida Nación latinoamericana, y en otras partes del mundo, se realizan para promover la fraternidad y la concordia entre todas las personas sin excepción alguna. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: san Juan de la Cruz, el Doctor místico Audiencia 16 febrero 2011
Queridos hermanos y hermanas,
hace dos semanas presenté la figura de la gran mística española Teresa de Jesús. Hoy quisiera hablar de otro importante santo de esas tierras, amigo espiritual de santa Teresa, reformador, junto a ella, de la familia religiosa carmelita: san Juan de la Cruz, proclamado Doctor de la Iglesia por el papa Pío XI, en 1926, y al que la tradición puso el sobrenombre de Doctor mysticus, “Doctor místico”.
Juan de la Cruz nació en 1542 en la pequeña villa de Fontiveros, cerca de Ávila, en Castilla la Vieja, hijo de Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez. La familia era paupérrima, porque el padre, de noble origen toledano, había sido expulsado de casa y desheredado por haberse casado con Catalina, una humilde tejedora de seda. Huérfano de padre a tierna edad, Juan, a los nueve años, se trasladó, con la madre y el hermano Francisco, a Medina del Campo, cerca de Valladolid, centro comercial y cultural. Aquí asistió al Colegio de los Doctrinos, llevando a cabo también trabajos humildes para las monjas de la iglesia-convento de la Magdalena. Posteriormente, dadas sus cualidades humanas y sus resultados en los estudios. Fue admitido primero como enfermero en el Hospital de la Concepción, y después en el Colegio de los Jesuitas, apenas fundado en Medina del Campo: en él entró Juan a los dieciocho años y estudió durante tres años ciencias humanas, retórica y lenguas clásicas. Al final de su formación, tenía muy clara su propia vocación: la vida religiosa y, entre las muchas órdenes presentes en Medina, se sintió llamado al Carmelo.
En el verano de 1563 inició el noviciado entre los Carmelitas de la ciudad, asumiendo el nombre religioso de Matías. Al año siguiente fue destinado a la prestigiosa Universidad de Salamanca, donde estudió por un trienio filosofía y artes. En 1567 fue ordenado sacerdote y volvió a Medina del Campo para celebrar su Primera Misa rodeado del afecto de sus familiares. Precisamente aquí tuvo lugar el primer encuentro entre Juan y Teresa de Jesús. El encuentro fue decisivo para ambos: Teresa le expuso su plan de reforma del Carmelo también en la rama masculina, y propuso a Juan que se adhiriera a él “para mayor gloria de Dios”; el joven sacerdote quedó fascinado por las ideas de Teresa, hasta el punto de convertirse en un gran apoyo del proyecto. Los dos trabajaron juntos algunos meses, compartiendo ideales y propuestas para inaugurar lo antes posible la primera casa de Carmelitas descalzos: la apertura tuvo lugar el 28 de diciembre de 1568 en Duruelo, lugar solitario de la provincia de Ávila. Con Juan, formaban esta primera comunidad masculina otros tres compañeros. Al renovar su profesión religiosa según la Regla primitiva. Los cuatro adoptaron un nuevo nombre: Juan se llamó entonces “de la Cruz”, nombre con el que será después universalmente conocido. A finales de 1572, a petición de santa Teresa, se convirtió en confesor y vicario del monasterio de la Encarnación de Ávila, donde la Santa era priora. Fueron años de estrecha colaboración y amistad espiritual, que enriqueció a ambos. A aquel periodo se remontan también las más importantes obras teresianas y los primeros escritos de Juan.
La adhesión a la reforma carmelita no fue fácil y le costó a Juan incluso graves sufrimientos. El episodio más dramático fue, en 1577, su apresamiento y su encarcelamiento en el convento de los Carmelitas de la Antigua Observancia de Toledo, a raíz de una acusación injusta. El santo permaneció en prisión durante seis meses, sometido a privaciones y constricciones físicas y morales. Aquí compuso, junto con otras poesías, el célebre "Cántico espiritual". Finalmente, en la noche entre el 16 y el 17 de agosto de 1578, consiguió huir de forma aventurada, refugiándose en el monasterio de las Carmelitas Descalzas de la ciudad. Santa Teresa y sus compañeros reformados celebraron con inmensa alegría su liberación y, tras un breve tiempo para recuperar las fuerzas, Juan fue destinado a Andalucía, donde transcurrió diez años en varios conventos, especialmente en Granada. Asumió cargos cada vez más importantes en la Orden, hasta llegar a ser Vicario Provincial, y completó la redacción de sus tratados espirituales. Después volvió a su tierra natal, como miembro del gobierno general de la familia religiosa teresiana, que gozaba ya de plena autonomía jurídica. Vivió en el Carmelo de Segovia, desempeñando el cargo de superior de esa comunidad. En 1591 fue quitado de toda responsabilidad y destinado a la nueva Provincia religiosa de México. Mientras se preparaba para el largo viaje con otros diez compañeros, se retiró a un convento solitario cerca de Jaén, donde enfermó gravemente. Juan afrontó con ejemplar serenidad y paciencia enormes sufrimientos. Murió en la noche entre el 13 y el 14 de diciembre de 1591, mientras sus hermanos recitaban el Oficio matutino. Se despidió de ellos diciendo: “Hoy voy a cantar el Oficio en el cielo”. Sus restos mortales fueron trasladados a Segovia. Fue beatificado por Clemente X en 1675 y canonizado por Benedicto XIII en 1726.
Juan es considerado uno de los más importantes poetas líricos de la literatura española. Sus obras mayores son cuatro: Subida al Monte Carmelo, Noche oscura,Cántico espiritual y Llama de amor viva.
En el Cántico espiritual, san Juan presenta el camino de purificación del alma, es decir, la progresiva posesión gozosa de Dios, hasta que el alma llega a sentir que ama a Dios con el mismo amor con que es amada por Él. La Llama de amor viva prosigue en esta perspectiva, describiendo más en detalle el estado de unión transformadora con Dios. El ejemplo utilizado por Juan es siempre el del fuego: como el fuego cuanto más arde y consume el leño, tanto más se hace incandescente hasta convertirse en llama, así el Espíritu Santo, que durante la noche oscura purifica y "limpia" el alma, con el tiempo la ilumina y la calienta como si fuese una llama. La vida del alma es una continua fiesta del Espíritu Santo, que deja entrever la gloria de la unión con Dios en la eternidad.
La Subida al Monte Carmelo presenta el itinerario espiritual desde el punto de vista de la purificación progresiva del alma, necesaria para escalar la cumbre de la perfección cristiana, simbolizada por la cima del Monte Carmelo. Esta purificación es propuesta como un camino que el hombre emprende, colaborando con la acción divina, para liberar el alma de todo apego o afecto contrario a la voluntad de Dios. La purificación, que para llegar a la unión de amor con Dios debe ser total, comienza desde la de la vía de los sentidos y prosigue con la que se obtiene por medio de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, que purifican la intención, la memoria y la voluntad. La “Noche oscura" describe el aspecto “pasivo”, es decir, la intervención de Dios en el proceso de “purificación” del alma. El esfuerzo humano, de hecho, es incapaz por sí solo de llegar hasta las raíces profundas de las inclinaciones y de las malas costumbres de la persona: las puede frenar, pero no desarraigarlas totalmente. Para hacerlo, es necesaria la acción especial de Dios que purifica radicalmente el espíritu y lo dispone a la unión de amor con Él. San Juan define "pasiva" esta purificación, precisamente porque, aun aceptada por el alma, es realizada por la acción misteriosa del Espíritu Santo que, como llama de fuego, consume toda impureza. En este estado, el alma es sometida a todo tipo de pruebas, como si se encontrase en una noche oscura.
Estas indicaciones sobre las obras principales del Santo nos ayudan a acercarnos a los puntos sobresalientes de su vasta y profunda doctrina mística, cuyo objetivo es describir un camino seguro para llegar a la santidad, el estado de perfección al que Dios nos llama a todos nosotros. Según Juan de la Cruz, todo lo que existe, creado por Dios, es bueno. A través de las criaturas, podemos llegar al descubrimiento de Aquel que nos ha dejado en ellas su huella. La fe, con todo, es la única fuente dada al hombre para conocer a Dios tal como es Él en sí mismo, como Dios Uno y Trino. Todo lo que Dios quería comunicar al hombre, lo dijo en Jesucristo, su Palabra hecha carne. Él, Jesucristo, es el único y definitivo camino al Padre (cfr Jn 14,6). Cualquier cosa creada no es nada comparada con Dios y nada vale fuera de Él: en consecuencia, para llegar al amor perfecto de Dios, cualquier otro amor debe conformarse en Cristo al amor divino. De aquí deriva la insistencia de san Juan de la Cruz en la necesidad de la purificación y del vaciamiento interior para transformarse en Dios, que es la única meta de la perfección. Esta “purificación” no consiste en la simple falta física de las cosas o de su uso; lo que hace al alma pura y libre, en cambio, es eliminar toda dependencia desordenada de las cosas. Todo debe colocarse en Dios como centro y fin de la vida. El largo y fatigoso proceso de purificación exige el esfuerzo personal, pero el verdadero protagonista es Dios: todo lo que el hombre puede hacer es “disponerse”, estar abierto a la acción divina y no ponerle obstáculos. Viviendo las virtudes teologales, el hombre se eleva y da valor a su propio empeño. El ritmo de crecimiento de la fe, de la esperanza y de la caridad va al mismo paso que la obra de purificación y con la progresiva unión con Dios hasta transformarse en Él. Cuando se llega a esta meta, el alma se sumerge en la misma vida trinitaria, de forma que san Juan afirma que ésta llega a amar a Dios con el mismo amor con que Él la ama, porque la ama en el Espíritu Santo. De ahí que el Doctor Místico sostenga que no existe verdadera unión de amor con Dios si no culmina en la unión trinitaria. En este estado supremo el alma santa lo conoce todo en Dios y ya no debe pasar a través de las criaturas para llegar a Él. El alma se siente ya inundada por el amor divino y se alegra completamente en él.
Queridos hermanos y hermanas, al final queda la cuestión: este santo con su alta mística, con este arduo camino hacia la cima de la perfección, ¿tiene algo que decirnos a nosotros, al cristiano normal que vive en las circunstancias de esta vida de hoy, o es un ejemplo, un modelo solo para pocas almas elegidas que pueden realmente emprender este camino de la purificación, de la ascensión mística? Para encontrar la respuesta debemos ante todo tener presente que la vida de san Juan de la Cruz no fue un “vuelo por las nubes místicas”, sino que fue una vida muy dura, muy práctica y concreta, tanto como reformador de la orden, donde encontró muchas oposiciones, como de superior provincial, como en la cárcel de sus hermanos de religión, donde estuvo expuesto a insultos increíbles y malos tratos físicos. Fue una vida dura, pero precisamente en los meses pasados en la cárcel escribió una de sus obras más bellas. Y así podemos comprender que el camino con Cristo, el ir con Cristo, "el Camino", no es un peso añadido a la ya suficientemente dura carga de nuestra vida, no es algo que haría aún más pesada esta carga, sino algo completamente distinto, es una luz, una fuerza que nos ayuda a llevar esta carga. Si un hombre tiene en sí un gran amor, este amor casi le da alas, y soporta más fácilmente todas las molestias de la vida, porque lleva en sí esta gran luz; esta es la fe: ser amado por Dios y dejarse amar por Dios en Cristo Jesús. Este dejarse amar es la luz que nos ayuda a llevar la carga de cada día. Y la santidad no es obra nuestra, muy difícil, sino que es precisamente esta “apertura”: abrir las ventanas de nuestra alma para que la luz de Dios pueda entrar, no olvidar a Dios porque precisamente en la apertura a su luz se encuentra fuerza, se encuentra la alegría de los redimidos. Oremos al Señor para que nos ayude a encontrar esta santidad, a dejarnos amar por Dios, que es la vocación de todos nosotros y la verdadera redención. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En particular, a las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, así como a los peregrinos de España, México y otros países latinoamericanos. Siguiendo las enseñanzas de san Juan de la Cruz, os exhorto a que recorráis el camino hacia la santidad, a la que el Señor os ha llamado con el bautismo, abriendo vuestro corazón al amor de Dios y dejándoos transformar y purificar por su gracia. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
hace dos semanas presenté la figura de la gran mística española Teresa de Jesús. Hoy quisiera hablar de otro importante santo de esas tierras, amigo espiritual de santa Teresa, reformador, junto a ella, de la familia religiosa carmelita: san Juan de la Cruz, proclamado Doctor de la Iglesia por el papa Pío XI, en 1926, y al que la tradición puso el sobrenombre de Doctor mysticus, “Doctor místico”.
Juan de la Cruz nació en 1542 en la pequeña villa de Fontiveros, cerca de Ávila, en Castilla la Vieja, hijo de Gonzalo de Yepes y Catalina Álvarez. La familia era paupérrima, porque el padre, de noble origen toledano, había sido expulsado de casa y desheredado por haberse casado con Catalina, una humilde tejedora de seda. Huérfano de padre a tierna edad, Juan, a los nueve años, se trasladó, con la madre y el hermano Francisco, a Medina del Campo, cerca de Valladolid, centro comercial y cultural. Aquí asistió al Colegio de los Doctrinos, llevando a cabo también trabajos humildes para las monjas de la iglesia-convento de la Magdalena. Posteriormente, dadas sus cualidades humanas y sus resultados en los estudios. Fue admitido primero como enfermero en el Hospital de la Concepción, y después en el Colegio de los Jesuitas, apenas fundado en Medina del Campo: en él entró Juan a los dieciocho años y estudió durante tres años ciencias humanas, retórica y lenguas clásicas. Al final de su formación, tenía muy clara su propia vocación: la vida religiosa y, entre las muchas órdenes presentes en Medina, se sintió llamado al Carmelo.
En el verano de 1563 inició el noviciado entre los Carmelitas de la ciudad, asumiendo el nombre religioso de Matías. Al año siguiente fue destinado a la prestigiosa Universidad de Salamanca, donde estudió por un trienio filosofía y artes. En 1567 fue ordenado sacerdote y volvió a Medina del Campo para celebrar su Primera Misa rodeado del afecto de sus familiares. Precisamente aquí tuvo lugar el primer encuentro entre Juan y Teresa de Jesús. El encuentro fue decisivo para ambos: Teresa le expuso su plan de reforma del Carmelo también en la rama masculina, y propuso a Juan que se adhiriera a él “para mayor gloria de Dios”; el joven sacerdote quedó fascinado por las ideas de Teresa, hasta el punto de convertirse en un gran apoyo del proyecto. Los dos trabajaron juntos algunos meses, compartiendo ideales y propuestas para inaugurar lo antes posible la primera casa de Carmelitas descalzos: la apertura tuvo lugar el 28 de diciembre de 1568 en Duruelo, lugar solitario de la provincia de Ávila. Con Juan, formaban esta primera comunidad masculina otros tres compañeros. Al renovar su profesión religiosa según la Regla primitiva. Los cuatro adoptaron un nuevo nombre: Juan se llamó entonces “de la Cruz”, nombre con el que será después universalmente conocido. A finales de 1572, a petición de santa Teresa, se convirtió en confesor y vicario del monasterio de la Encarnación de Ávila, donde la Santa era priora. Fueron años de estrecha colaboración y amistad espiritual, que enriqueció a ambos. A aquel periodo se remontan también las más importantes obras teresianas y los primeros escritos de Juan.
La adhesión a la reforma carmelita no fue fácil y le costó a Juan incluso graves sufrimientos. El episodio más dramático fue, en 1577, su apresamiento y su encarcelamiento en el convento de los Carmelitas de la Antigua Observancia de Toledo, a raíz de una acusación injusta. El santo permaneció en prisión durante seis meses, sometido a privaciones y constricciones físicas y morales. Aquí compuso, junto con otras poesías, el célebre "Cántico espiritual". Finalmente, en la noche entre el 16 y el 17 de agosto de 1578, consiguió huir de forma aventurada, refugiándose en el monasterio de las Carmelitas Descalzas de la ciudad. Santa Teresa y sus compañeros reformados celebraron con inmensa alegría su liberación y, tras un breve tiempo para recuperar las fuerzas, Juan fue destinado a Andalucía, donde transcurrió diez años en varios conventos, especialmente en Granada. Asumió cargos cada vez más importantes en la Orden, hasta llegar a ser Vicario Provincial, y completó la redacción de sus tratados espirituales. Después volvió a su tierra natal, como miembro del gobierno general de la familia religiosa teresiana, que gozaba ya de plena autonomía jurídica. Vivió en el Carmelo de Segovia, desempeñando el cargo de superior de esa comunidad. En 1591 fue quitado de toda responsabilidad y destinado a la nueva Provincia religiosa de México. Mientras se preparaba para el largo viaje con otros diez compañeros, se retiró a un convento solitario cerca de Jaén, donde enfermó gravemente. Juan afrontó con ejemplar serenidad y paciencia enormes sufrimientos. Murió en la noche entre el 13 y el 14 de diciembre de 1591, mientras sus hermanos recitaban el Oficio matutino. Se despidió de ellos diciendo: “Hoy voy a cantar el Oficio en el cielo”. Sus restos mortales fueron trasladados a Segovia. Fue beatificado por Clemente X en 1675 y canonizado por Benedicto XIII en 1726.
Juan es considerado uno de los más importantes poetas líricos de la literatura española. Sus obras mayores son cuatro: Subida al Monte Carmelo, Noche oscura,Cántico espiritual y Llama de amor viva.
En el Cántico espiritual, san Juan presenta el camino de purificación del alma, es decir, la progresiva posesión gozosa de Dios, hasta que el alma llega a sentir que ama a Dios con el mismo amor con que es amada por Él. La Llama de amor viva prosigue en esta perspectiva, describiendo más en detalle el estado de unión transformadora con Dios. El ejemplo utilizado por Juan es siempre el del fuego: como el fuego cuanto más arde y consume el leño, tanto más se hace incandescente hasta convertirse en llama, así el Espíritu Santo, que durante la noche oscura purifica y "limpia" el alma, con el tiempo la ilumina y la calienta como si fuese una llama. La vida del alma es una continua fiesta del Espíritu Santo, que deja entrever la gloria de la unión con Dios en la eternidad.
La Subida al Monte Carmelo presenta el itinerario espiritual desde el punto de vista de la purificación progresiva del alma, necesaria para escalar la cumbre de la perfección cristiana, simbolizada por la cima del Monte Carmelo. Esta purificación es propuesta como un camino que el hombre emprende, colaborando con la acción divina, para liberar el alma de todo apego o afecto contrario a la voluntad de Dios. La purificación, que para llegar a la unión de amor con Dios debe ser total, comienza desde la de la vía de los sentidos y prosigue con la que se obtiene por medio de las tres virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, que purifican la intención, la memoria y la voluntad. La “Noche oscura" describe el aspecto “pasivo”, es decir, la intervención de Dios en el proceso de “purificación” del alma. El esfuerzo humano, de hecho, es incapaz por sí solo de llegar hasta las raíces profundas de las inclinaciones y de las malas costumbres de la persona: las puede frenar, pero no desarraigarlas totalmente. Para hacerlo, es necesaria la acción especial de Dios que purifica radicalmente el espíritu y lo dispone a la unión de amor con Él. San Juan define "pasiva" esta purificación, precisamente porque, aun aceptada por el alma, es realizada por la acción misteriosa del Espíritu Santo que, como llama de fuego, consume toda impureza. En este estado, el alma es sometida a todo tipo de pruebas, como si se encontrase en una noche oscura.
Estas indicaciones sobre las obras principales del Santo nos ayudan a acercarnos a los puntos sobresalientes de su vasta y profunda doctrina mística, cuyo objetivo es describir un camino seguro para llegar a la santidad, el estado de perfección al que Dios nos llama a todos nosotros. Según Juan de la Cruz, todo lo que existe, creado por Dios, es bueno. A través de las criaturas, podemos llegar al descubrimiento de Aquel que nos ha dejado en ellas su huella. La fe, con todo, es la única fuente dada al hombre para conocer a Dios tal como es Él en sí mismo, como Dios Uno y Trino. Todo lo que Dios quería comunicar al hombre, lo dijo en Jesucristo, su Palabra hecha carne. Él, Jesucristo, es el único y definitivo camino al Padre (cfr Jn 14,6). Cualquier cosa creada no es nada comparada con Dios y nada vale fuera de Él: en consecuencia, para llegar al amor perfecto de Dios, cualquier otro amor debe conformarse en Cristo al amor divino. De aquí deriva la insistencia de san Juan de la Cruz en la necesidad de la purificación y del vaciamiento interior para transformarse en Dios, que es la única meta de la perfección. Esta “purificación” no consiste en la simple falta física de las cosas o de su uso; lo que hace al alma pura y libre, en cambio, es eliminar toda dependencia desordenada de las cosas. Todo debe colocarse en Dios como centro y fin de la vida. El largo y fatigoso proceso de purificación exige el esfuerzo personal, pero el verdadero protagonista es Dios: todo lo que el hombre puede hacer es “disponerse”, estar abierto a la acción divina y no ponerle obstáculos. Viviendo las virtudes teologales, el hombre se eleva y da valor a su propio empeño. El ritmo de crecimiento de la fe, de la esperanza y de la caridad va al mismo paso que la obra de purificación y con la progresiva unión con Dios hasta transformarse en Él. Cuando se llega a esta meta, el alma se sumerge en la misma vida trinitaria, de forma que san Juan afirma que ésta llega a amar a Dios con el mismo amor con que Él la ama, porque la ama en el Espíritu Santo. De ahí que el Doctor Místico sostenga que no existe verdadera unión de amor con Dios si no culmina en la unión trinitaria. En este estado supremo el alma santa lo conoce todo en Dios y ya no debe pasar a través de las criaturas para llegar a Él. El alma se siente ya inundada por el amor divino y se alegra completamente en él.
Queridos hermanos y hermanas, al final queda la cuestión: este santo con su alta mística, con este arduo camino hacia la cima de la perfección, ¿tiene algo que decirnos a nosotros, al cristiano normal que vive en las circunstancias de esta vida de hoy, o es un ejemplo, un modelo solo para pocas almas elegidas que pueden realmente emprender este camino de la purificación, de la ascensión mística? Para encontrar la respuesta debemos ante todo tener presente que la vida de san Juan de la Cruz no fue un “vuelo por las nubes místicas”, sino que fue una vida muy dura, muy práctica y concreta, tanto como reformador de la orden, donde encontró muchas oposiciones, como de superior provincial, como en la cárcel de sus hermanos de religión, donde estuvo expuesto a insultos increíbles y malos tratos físicos. Fue una vida dura, pero precisamente en los meses pasados en la cárcel escribió una de sus obras más bellas. Y así podemos comprender que el camino con Cristo, el ir con Cristo, "el Camino", no es un peso añadido a la ya suficientemente dura carga de nuestra vida, no es algo que haría aún más pesada esta carga, sino algo completamente distinto, es una luz, una fuerza que nos ayuda a llevar esta carga. Si un hombre tiene en sí un gran amor, este amor casi le da alas, y soporta más fácilmente todas las molestias de la vida, porque lleva en sí esta gran luz; esta es la fe: ser amado por Dios y dejarse amar por Dios en Cristo Jesús. Este dejarse amar es la luz que nos ayuda a llevar la carga de cada día. Y la santidad no es obra nuestra, muy difícil, sino que es precisamente esta “apertura”: abrir las ventanas de nuestra alma para que la luz de Dios pueda entrar, no olvidar a Dios porque precisamente en la apertura a su luz se encuentra fuerza, se encuentra la alegría de los redimidos. Oremos al Señor para que nos ayude a encontrar esta santidad, a dejarnos amar por Dios, que es la vocación de todos nosotros y la verdadera redención. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española. En particular, a las Esclavas del Sagrado Corazón de Jesús, así como a los peregrinos de España, México y otros países latinoamericanos. Siguiendo las enseñanzas de san Juan de la Cruz, os exhorto a que recorráis el camino hacia la santidad, a la que el Señor os ha llamado con el bautismo, abriendo vuestro corazón al amor de Dios y dejándoos transformar y purificar por su gracia. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI presenta la Ley de Cristo, el Amor Angelus 13 febrero 2011
Queridos hermanos y hermanas:
En la liturgia de este domingo continúa la lectura del "Sermón de la Montaña" de Jesús, que abarca los capítulos 5, 6 y 7 del evangelio de Mateo. Después de la Bienaventuranzas, que son su programa, Jesús proclama la nueva Ley, su Torá, como la llaman nuestros hermanos judíos. De hecho, el Mesías, en su venida, debía traer también la revelación definitiva de la Ley, y esto es precisamente lo que declara Jesús: "No penséis que vine para abolir la Ley o los profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento". Y, dirigiéndose a sus discípulos, añade: "Os aseguro que si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mateo 5, 17.20). Pero, ¿en qué consiste esta "plenitud" de la Ley de Cristo, y esta justicia "superior" que Él exige?
Jesús lo explica a través de una serie de antítesis entre mandamientos antiguos y su nueva manera de presentarlos. Cada vez comienza diciendo: "habéis oído que se dijo a los antepasados...", y luego afirma: "Pero yo os digo". Por ejemplo: "Habéis oído que se dijo a los antepasados: 'No matarás', y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo os digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal" (Mateo 5, 21-22). Y así lo hace en seis ocasiones. Esta manera de hablar suscitaba una fuerte impresión entre la gente, que quedaba asustada, pues ese "yo os digo" equivalía a reivindicar para sí la misma autoridad de Dios, manantial de la Ley. La novedad de Jesús consiste, esencialmente, en el hecho de que Él mismo "llena" los mandamientos con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en Él. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino. Por este motivo, todo precepto se hace verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un mandamiento único: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo. "El amor es la plenitud de la Ley", escribe san Pablo (Romanos 13, 10). Ante esta exigencia, por ejemplo, el triste caso de los cuatro niños gitanos, fallecidos la pasada semana en las afueras de esta ciudad, en su barraca quemada, exige preguntarnos si una sociedad más solidaria y fraterna, más coherente en el amor, es decir, más cristiana, no habría podido evitar esta tragedia. Y esta pregunta es válida para otros muchos acontecimientos dolorosos, más o menos conocidos, que acontecen cotidianamente en nuestras ciudades y en nuestros países.
Queridos amigos: quizá no es casualidad el que la primera gran predicación de Jesús sea llamada "Sermón de la Montaña". Moisés subió al monte Sinaí para recibir la Ley de Dios y llevarla al pueblo elegido. Jesús es el Hijo mismo de Dios que bajo del Cielo para llevarnos al Cielo, a la altura de Dios, por el camino del amor. Es más, Él mismo es este camino: lo único que tenemos que hacer es seguirle para vivir la voluntad de Dios y entrar en su Reino, en la vida eterna. Una sola criatura ya ha llegado a la cima de la montaña: la Virgen María. Gracias a la unión con Jesús, su justicia fue perfecta: por este motivo la invocamos comoSpeculum iustitiae [Espejo de justicia, ndt.]. Encomendémonos a ella para que guíe nuestros pasos en al fidelidad a la Ley de Cristo.
[Al final del Ángelus, el Papa dirigió un saludo a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, y en particular a los fieles de la parroquia San Antonio Abad, de Cartagena, y a los alumnos del Instituto Suárez de Figueroa, de Zafra. Como nos enseñan las lecturas de la Misa del día de hoy, la voluntad de Dios se nos manifiesta como un camino de sabiduría, para que sepamos discernir el bien y el mal con libertad. Asimismo, mediante el cumplimiento fiel de la voluntad amorosa de Dios, Cristo nos ha salvado. Pidamos, por intercesión de la Virgen María, que sepamos abrir nuestro corazón a la acción poderosa del Espíritu Santo, para conformar nuestra vida con el querer de Dios. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
En la liturgia de este domingo continúa la lectura del "Sermón de la Montaña" de Jesús, que abarca los capítulos 5, 6 y 7 del evangelio de Mateo. Después de la Bienaventuranzas, que son su programa, Jesús proclama la nueva Ley, su Torá, como la llaman nuestros hermanos judíos. De hecho, el Mesías, en su venida, debía traer también la revelación definitiva de la Ley, y esto es precisamente lo que declara Jesús: "No penséis que vine para abolir la Ley o los profetas: yo no he venido a abolir, sino a dar cumplimiento". Y, dirigiéndose a sus discípulos, añade: "Os aseguro que si vuestra justicia no es superior a la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los Cielos" (Mateo 5, 17.20). Pero, ¿en qué consiste esta "plenitud" de la Ley de Cristo, y esta justicia "superior" que Él exige?
Jesús lo explica a través de una serie de antítesis entre mandamientos antiguos y su nueva manera de presentarlos. Cada vez comienza diciendo: "habéis oído que se dijo a los antepasados...", y luego afirma: "Pero yo os digo". Por ejemplo: "Habéis oído que se dijo a los antepasados: 'No matarás', y el que mata, debe ser llevado ante el tribunal. Pero yo os digo que todo aquel que se irrita contra su hermano, merece ser condenado por un tribunal" (Mateo 5, 21-22). Y así lo hace en seis ocasiones. Esta manera de hablar suscitaba una fuerte impresión entre la gente, que quedaba asustada, pues ese "yo os digo" equivalía a reivindicar para sí la misma autoridad de Dios, manantial de la Ley. La novedad de Jesús consiste, esencialmente, en el hecho de que Él mismo "llena" los mandamientos con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en Él. Y nosotros, a través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos hace capaces de vivir el amor divino. Por este motivo, todo precepto se hace verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un mandamiento único: ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo. "El amor es la plenitud de la Ley", escribe san Pablo (Romanos 13, 10). Ante esta exigencia, por ejemplo, el triste caso de los cuatro niños gitanos, fallecidos la pasada semana en las afueras de esta ciudad, en su barraca quemada, exige preguntarnos si una sociedad más solidaria y fraterna, más coherente en el amor, es decir, más cristiana, no habría podido evitar esta tragedia. Y esta pregunta es válida para otros muchos acontecimientos dolorosos, más o menos conocidos, que acontecen cotidianamente en nuestras ciudades y en nuestros países.
Queridos amigos: quizá no es casualidad el que la primera gran predicación de Jesús sea llamada "Sermón de la Montaña". Moisés subió al monte Sinaí para recibir la Ley de Dios y llevarla al pueblo elegido. Jesús es el Hijo mismo de Dios que bajo del Cielo para llevarnos al Cielo, a la altura de Dios, por el camino del amor. Es más, Él mismo es este camino: lo único que tenemos que hacer es seguirle para vivir la voluntad de Dios y entrar en su Reino, en la vida eterna. Una sola criatura ya ha llegado a la cima de la montaña: la Virgen María. Gracias a la unión con Jesús, su justicia fue perfecta: por este motivo la invocamos comoSpeculum iustitiae [Espejo de justicia, ndt.]. Encomendémonos a ella para que guíe nuestros pasos en al fidelidad a la Ley de Cristo.
[Al final del Ángelus, el Papa dirigió un saludo a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, y en particular a los fieles de la parroquia San Antonio Abad, de Cartagena, y a los alumnos del Instituto Suárez de Figueroa, de Zafra. Como nos enseñan las lecturas de la Misa del día de hoy, la voluntad de Dios se nos manifiesta como un camino de sabiduría, para que sepamos discernir el bien y el mal con libertad. Asimismo, mediante el cumplimiento fiel de la voluntad amorosa de Dios, Cristo nos ha salvado. Pidamos, por intercesión de la Virgen María, que sepamos abrir nuestro corazón a la acción poderosa del Espíritu Santo, para conformar nuestra vida con el querer de Dios. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: la docta mansedumbre de san Pedro Canisio Audiencia miercoles 9 de febrero 2011
Hoy querría hablaros de san Pedro Kanis, Canisio en la forma latina de su apellido, una figura muy importante en el s.XVI católico. Nació el 8 de mayo de 1521 en Nimega Holanda. Su padre era el alcalde de la ciudad. Mientras estudiaba en la Universidad de Colonia, frecuentó a los monjes cartujos de santa Bárbara, un centro propulsor de la vida católica, y a otros hombres píos que cultivaban la espiritualidad llamada devotio moderna. Entró en la Compañía de Jesús el 8 de mayo de 1543 en Maguncia (Renania-Palatinado), después de haber seguido un curso de ejercicios espirituales bajo la supervisión del beato Pierre Favre, Petrus Faber, uno de los primeros compañeros de san Ignacio de Loyola. Se ordenó sacerdote en junio de 1546 en Colonia, y al año siguiente, estuvo presente en el Concilio de Trento como teólogo del obispo de Austria, cardenal Otto Truchsess von Waldburg, donde colaboró con dos hermanos, Diego Laínez e Alfonso Salmerón.
En 1548, san Ignacio le hizo completar su formación espiritual en Roma y lo envió después al Colegio de Messina a ejercitarse en humildes servicios domésticos. Consiguió en Bolonia el doctorado en teología el 4 de octubre de 1549, y después fue enviado al apostolado a Alemania por san Ignacio. El 2 de septiembre de ese año, el 1549, visitó al Papa Pablo III en Castelgandolfo y después de esto fue a la Basílica de San Pedro a orar. Allí imploró la ayuda de los grandes Apóstoles Pedro y Pablo, para que diesen una eficacia permanente a la Bendición Apostólica, con miras a su gran destino, la nueva misión. En su diario, escribió algunas palabras de la oración que realizó: “Allí he sentido que un gran consuelo y la presencia de la gracia me eran concedidas por medio de estos intercesores (Pedro y Pablo). Ellos confirmaban mi misión en Alemania y parecían transmitirme, como apóstol de Alemania, el apoyo de su benevolencia. Tú conoces Señor, de que manera y cuantas veces en ese mismo día me has confiado Alemania, a la que luego cuidaré y por la cual deseo vivir y morir”.
Debemos tener presente que nos encontramos en el tiempo de la Reforma luterana, en el momento en que la fe católica en los países de lengua germánica, ante la fascinación de la Reforma, parecía que se apagaba. Era un deber casi imposible el de Canisio, encargado de revitalizar, de renovar la fe católica en los países germanos. Sólo era posible con la fuerza de la oración. Era posible solo desde la base, es decir desde una amistad profunda con Jesucristo; amistad con Cristo en su Cuerpo, la Iglesia, que se alimenta en la Eucaristía, Su presencia real.
Siguiendo la misión recibida de Ignacio y del Papa Pablo III, Canisio partió hacia Alemania y partió antes que nada hacia el Ducado de Baviera, que durante muchos años fue sede de su ministerio. Como decano, rector y vicecanciller de la Universidad de Ingolstadt, cuidó la vida académica del Instituto y de la reforma religiosa y moral del pueblo. En Viena, donde por un breve tiempo fue administrador de la Diócesis, desarrolló el ministerio pastoral en los hospitales y las cárceles, sea en la ciudad como en el campo, y preparó la publicación de su Catecismo. En 1556 fundó el Colegio de Praga y hasta el 1569, fue el primer superior de la provincia jesuita de la Alemania Superior.
Entre estas tareas, estableció en los países germánicos una densa red de comunidades de su Orden, especialmente de Colegios, que fueron puntos de partida para la reforma católica, para la renovación de la fe católica. En este tiempo participó también en el Coloquio de Worms con los dirigentes protestantes, entre los que estaba Felipe Melantchon (1557); ejerció la función de Nuncio Pontificio en Polonia (1558; participó en las dos Dietas de Augusta (1559 y 1565); acompañó al cardenal Estanislao Hozjusz, enviado del Papa al Emperador Fernando (1560); interviene en la Sesión Final del Concilio de Trento, donde habló sobre la cuestión de la Comunión bajo las dos especies y sobre el Índice de Libros Prohibidos (1562).
En 1580 se retiró a Friburgo en Suiza, dedicado totalmente a la predicación y a la composición de sus obras, allí murió el 21 de diciembre de 1597. Beatificado por el beato Pío IX en 1864, fue proclamado en 1897 segundo Apóstol de Alemania por el Papa León XIII, y canonizado por el Papa Pío XI y también proclamado Doctor de la Iglesia en 1925.
San Pedro Canisio transcurrió buena parte de su vida en contacto con las personas socialmente más importantes de su tiempo y ejerció una influencia especial con sus escritos. Fue editor de las obras completas de san Cirilo de Alejandría y de san León Magno, de las Cartas de san Jerónimo y de las Oraciones de san Nicolás de Flüe. Publicó libros de devoción en varias lenguas, las biografías de algunos santos suizos y muchos textos de homilética. Pero sus escritos más difundidos fueron los tres Catecismos elaborados entre el 1555 y el 1558. El primero estaba destinado a los estudiantes a un nivel de comprensión de las nociones elementales de teología; el segundo a los niños del pueblo para una primera instrucción religiosa; el tercero a jóvenes con una formación escolástica de escuela media o superior. La doctrina católica estaba expuesta a base de preguntas y respuestas, brevemente, en términos bíblicos, con mucha claridad y sin menciones críticas.
¡Sólo en el tiempo de su vida se hicieron 200 ediciones de este Catecismo! Y se sucedieron cientos de ediciones hasta el s.XX. Así en Alemania, todavía en la generación de mi padre, la gente llamaba al Catecismo, simplemente el Canisio: es realmente el catequista de los siglos, ha formado la fe de las personas durante siglos.
Es, esta, una característica de san Pedro Canisio: saber componer armoniosamnete la fidelidad a los principios dogmáticos con el debido respeto a cada persona. San Canisio ha distinguido la apostasía consciente, culpable, de la fe, de la pérdida de la fe inocente, por las circunstancias. Y ha declarado, frente a Roma, que la mayor parte de los alemanes pasaron al Protestantismo sin culpa. En un momento histórico de fuertes contrastes confesionales, evitaba -esta es una cosa extraordinaria- la aspereza y la retórica de la ira -cosa rara como he comentado, en esos tiempos y en las discusiones entre los cristianos- y se preocupaba sólo de la presentación de las raíces espirituales y de la revitalización de la fe en la Iglesia. Para esto le sirvió mucho el amplio y penetrante conocimiento que tenía de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia: el mismo conocimiento que sobresalía de su personal relación con Dios y la austera espiritualidad que derivaba de la devotio moderna y de la mística renana.
La característica de la espiritualidad de san Canisio es una profunda amistad con Jesús. Por ejemplo escribió el 4 de septiembre de 1549 en su diario, hablando con el Señor: “Tú, al final, como si me pudieses abrir el corazón del Santísimo Cuerpo, que me parecía ver delante de mí, me has mandado beber en esa fuente, invitándome por decir así a sacar las aguas de mi salvación de tus fuentes , oh mi Salvador”. Se ve que el Salvador le da un vestido con tres partes que se llaman paz, amor y perseverancia. Y con este vestido compuesto de paz, amor y perseverancia, Canisio ha realizado su obra de renovación del catolicismo. Esta amistad con Jesús – que es el centro de su personalidad- nutrida por el amor a la Biblia, por el amor al Sacramento, por el amor de los Padres, esta amistad estaba claramente unida a la consciencia de ser en la Iglesia un continuador de la misión de los Apóstoles. Y esto nos recuerda que todo evangelizadores siempre un instrumento unido, y por eso mismo fecundo, con Jesús y con su Iglesia.
San Pedro Canisio se había formado en esta amistad con Jesús en el ambiente espiritual de la Cartuja de Colonia, en la que había mantenido estrecho contacto con dos místicos cartujos Johann Lansperger, latinizado como Lanspergius, y Nicolas van Hesche, latinizado como Eschius. Más tarde profundizó la experiencia de esta amistad, familiaritas stupenda nimis, con la contemplación de estos misterios de la vida de Jesús, que ocupan una gran parte en los Ejercicios espirituales de san Ignacio. Su intensa devoción por el Corazón del Señor, que culminó en la consagración al ministerio apostólico en la Basílica Vaticana, encuentra aquí su fundamento.
En la espiritualidad cristocéntrica de san Pedro Canisio hay un profundo convencimiento: no hay alma cuidadosa de la propia perfección que no practique cada día la oración mental, medio ordinario que permite al discípulo de Jesús vivir la intimidad con el Maestro divino. Por esto, en los escritos destinados a la educación espiritual del pueblo, nuestro santo insiste en la importancia de la Liturgia con los comentarios a los Evangelios, de las fiestas, del rito de la santa Misa y de los otros Sacramentos, pero, al mismo tiempo, tiene cuidado de mostrar a los fieles la necesidad y la belleza de que la oración personal diaria acompañe y permee la participación en el culto publico de la Iglesia
Se trata de una exhortación y de un método que conservan intacto su valor, especialmente después de que han sido propuestos nuevamente por el Concilio Vaticano II en la constitución Sacrosanctum Concilium: la vida cristiana no crece sino es alimentada por la participación en la Liturgia, en modo particular en la santa misa dominical, y por la oración personal diaria, por el contacto personal con Dios. En medio de muchas actividades y múltiples estímulos que nos rodean, es necesario encontrar cada día los momentos de recogimiento delante del Señor para escucharlo y hablar con Él.
Al mismo tiempo, es siempre actual y de valor permanente el ejemplo que san Pedro Canisio nos ha dejado, no sólo en sus obras, sino sobre todo con su vida. Él nos enseña con claridad que el ministerio apostólico es robusto y produce frutos de salvación en el corazón, sólo si el predicador es un testigo personal de Jesús y sabe ser instrumento a su disposición, estrechamente unido a Él por la fe en su Evangelio y en su Iglesia, por una vida moralmente coherente y por una oración incesante como el amor. Y esto vale para cada cristiano que quiera vivir con esfuerzo y fidelidad su adhesión a Cristo. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a vivir con empeño y fidelidad la adhesión a Cristo, a ejemplo de San Pedro Canisio. Encomendaos a su intercesión, pidiendo a Dios que vuestro apostolado produzca frutos de salvación, siendo testigos de Jesús e instrumentos suyos, con una vida moralmente coherente y una oración incesante. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Mi pensamiento se dirige finalmente a los jóvenes y a los recién casados. Celebramos ayer la memoria litúrgica de san Jerónimo Emiliano, fundador de los Somaschi y de santa Josefina Bakhita, hija de África que se convirtió en hija de la Iglesia. La valentía de estos testigos fieles a Cristo os ayude a vosotros, queridos jóvenes, para abrir vuestro corazón al heroísmo de la santidad en la existencia de cada día. Os sostenga a vosotros , queridos enfermos, en el perseverar con paciencia a ofrecer vuestra oración y vuestro sufrimiento por toda la Iglesia. Y os dé a vosotros, queridos recién casados, la valentía de convertir vuestras familias en comunidades de amor, que reflejen los valores cristianos.I
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
En 1548, san Ignacio le hizo completar su formación espiritual en Roma y lo envió después al Colegio de Messina a ejercitarse en humildes servicios domésticos. Consiguió en Bolonia el doctorado en teología el 4 de octubre de 1549, y después fue enviado al apostolado a Alemania por san Ignacio. El 2 de septiembre de ese año, el 1549, visitó al Papa Pablo III en Castelgandolfo y después de esto fue a la Basílica de San Pedro a orar. Allí imploró la ayuda de los grandes Apóstoles Pedro y Pablo, para que diesen una eficacia permanente a la Bendición Apostólica, con miras a su gran destino, la nueva misión. En su diario, escribió algunas palabras de la oración que realizó: “Allí he sentido que un gran consuelo y la presencia de la gracia me eran concedidas por medio de estos intercesores (Pedro y Pablo). Ellos confirmaban mi misión en Alemania y parecían transmitirme, como apóstol de Alemania, el apoyo de su benevolencia. Tú conoces Señor, de que manera y cuantas veces en ese mismo día me has confiado Alemania, a la que luego cuidaré y por la cual deseo vivir y morir”.
Debemos tener presente que nos encontramos en el tiempo de la Reforma luterana, en el momento en que la fe católica en los países de lengua germánica, ante la fascinación de la Reforma, parecía que se apagaba. Era un deber casi imposible el de Canisio, encargado de revitalizar, de renovar la fe católica en los países germanos. Sólo era posible con la fuerza de la oración. Era posible solo desde la base, es decir desde una amistad profunda con Jesucristo; amistad con Cristo en su Cuerpo, la Iglesia, que se alimenta en la Eucaristía, Su presencia real.
Siguiendo la misión recibida de Ignacio y del Papa Pablo III, Canisio partió hacia Alemania y partió antes que nada hacia el Ducado de Baviera, que durante muchos años fue sede de su ministerio. Como decano, rector y vicecanciller de la Universidad de Ingolstadt, cuidó la vida académica del Instituto y de la reforma religiosa y moral del pueblo. En Viena, donde por un breve tiempo fue administrador de la Diócesis, desarrolló el ministerio pastoral en los hospitales y las cárceles, sea en la ciudad como en el campo, y preparó la publicación de su Catecismo. En 1556 fundó el Colegio de Praga y hasta el 1569, fue el primer superior de la provincia jesuita de la Alemania Superior.
Entre estas tareas, estableció en los países germánicos una densa red de comunidades de su Orden, especialmente de Colegios, que fueron puntos de partida para la reforma católica, para la renovación de la fe católica. En este tiempo participó también en el Coloquio de Worms con los dirigentes protestantes, entre los que estaba Felipe Melantchon (1557); ejerció la función de Nuncio Pontificio en Polonia (1558; participó en las dos Dietas de Augusta (1559 y 1565); acompañó al cardenal Estanislao Hozjusz, enviado del Papa al Emperador Fernando (1560); interviene en la Sesión Final del Concilio de Trento, donde habló sobre la cuestión de la Comunión bajo las dos especies y sobre el Índice de Libros Prohibidos (1562).
En 1580 se retiró a Friburgo en Suiza, dedicado totalmente a la predicación y a la composición de sus obras, allí murió el 21 de diciembre de 1597. Beatificado por el beato Pío IX en 1864, fue proclamado en 1897 segundo Apóstol de Alemania por el Papa León XIII, y canonizado por el Papa Pío XI y también proclamado Doctor de la Iglesia en 1925.
San Pedro Canisio transcurrió buena parte de su vida en contacto con las personas socialmente más importantes de su tiempo y ejerció una influencia especial con sus escritos. Fue editor de las obras completas de san Cirilo de Alejandría y de san León Magno, de las Cartas de san Jerónimo y de las Oraciones de san Nicolás de Flüe. Publicó libros de devoción en varias lenguas, las biografías de algunos santos suizos y muchos textos de homilética. Pero sus escritos más difundidos fueron los tres Catecismos elaborados entre el 1555 y el 1558. El primero estaba destinado a los estudiantes a un nivel de comprensión de las nociones elementales de teología; el segundo a los niños del pueblo para una primera instrucción religiosa; el tercero a jóvenes con una formación escolástica de escuela media o superior. La doctrina católica estaba expuesta a base de preguntas y respuestas, brevemente, en términos bíblicos, con mucha claridad y sin menciones críticas.
¡Sólo en el tiempo de su vida se hicieron 200 ediciones de este Catecismo! Y se sucedieron cientos de ediciones hasta el s.XX. Así en Alemania, todavía en la generación de mi padre, la gente llamaba al Catecismo, simplemente el Canisio: es realmente el catequista de los siglos, ha formado la fe de las personas durante siglos.
Es, esta, una característica de san Pedro Canisio: saber componer armoniosamnete la fidelidad a los principios dogmáticos con el debido respeto a cada persona. San Canisio ha distinguido la apostasía consciente, culpable, de la fe, de la pérdida de la fe inocente, por las circunstancias. Y ha declarado, frente a Roma, que la mayor parte de los alemanes pasaron al Protestantismo sin culpa. En un momento histórico de fuertes contrastes confesionales, evitaba -esta es una cosa extraordinaria- la aspereza y la retórica de la ira -cosa rara como he comentado, en esos tiempos y en las discusiones entre los cristianos- y se preocupaba sólo de la presentación de las raíces espirituales y de la revitalización de la fe en la Iglesia. Para esto le sirvió mucho el amplio y penetrante conocimiento que tenía de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia: el mismo conocimiento que sobresalía de su personal relación con Dios y la austera espiritualidad que derivaba de la devotio moderna y de la mística renana.
La característica de la espiritualidad de san Canisio es una profunda amistad con Jesús. Por ejemplo escribió el 4 de septiembre de 1549 en su diario, hablando con el Señor: “Tú, al final, como si me pudieses abrir el corazón del Santísimo Cuerpo, que me parecía ver delante de mí, me has mandado beber en esa fuente, invitándome por decir así a sacar las aguas de mi salvación de tus fuentes , oh mi Salvador”. Se ve que el Salvador le da un vestido con tres partes que se llaman paz, amor y perseverancia. Y con este vestido compuesto de paz, amor y perseverancia, Canisio ha realizado su obra de renovación del catolicismo. Esta amistad con Jesús – que es el centro de su personalidad- nutrida por el amor a la Biblia, por el amor al Sacramento, por el amor de los Padres, esta amistad estaba claramente unida a la consciencia de ser en la Iglesia un continuador de la misión de los Apóstoles. Y esto nos recuerda que todo evangelizadores siempre un instrumento unido, y por eso mismo fecundo, con Jesús y con su Iglesia.
San Pedro Canisio se había formado en esta amistad con Jesús en el ambiente espiritual de la Cartuja de Colonia, en la que había mantenido estrecho contacto con dos místicos cartujos Johann Lansperger, latinizado como Lanspergius, y Nicolas van Hesche, latinizado como Eschius. Más tarde profundizó la experiencia de esta amistad, familiaritas stupenda nimis, con la contemplación de estos misterios de la vida de Jesús, que ocupan una gran parte en los Ejercicios espirituales de san Ignacio. Su intensa devoción por el Corazón del Señor, que culminó en la consagración al ministerio apostólico en la Basílica Vaticana, encuentra aquí su fundamento.
En la espiritualidad cristocéntrica de san Pedro Canisio hay un profundo convencimiento: no hay alma cuidadosa de la propia perfección que no practique cada día la oración mental, medio ordinario que permite al discípulo de Jesús vivir la intimidad con el Maestro divino. Por esto, en los escritos destinados a la educación espiritual del pueblo, nuestro santo insiste en la importancia de la Liturgia con los comentarios a los Evangelios, de las fiestas, del rito de la santa Misa y de los otros Sacramentos, pero, al mismo tiempo, tiene cuidado de mostrar a los fieles la necesidad y la belleza de que la oración personal diaria acompañe y permee la participación en el culto publico de la Iglesia
Se trata de una exhortación y de un método que conservan intacto su valor, especialmente después de que han sido propuestos nuevamente por el Concilio Vaticano II en la constitución Sacrosanctum Concilium: la vida cristiana no crece sino es alimentada por la participación en la Liturgia, en modo particular en la santa misa dominical, y por la oración personal diaria, por el contacto personal con Dios. En medio de muchas actividades y múltiples estímulos que nos rodean, es necesario encontrar cada día los momentos de recogimiento delante del Señor para escucharlo y hablar con Él.
Al mismo tiempo, es siempre actual y de valor permanente el ejemplo que san Pedro Canisio nos ha dejado, no sólo en sus obras, sino sobre todo con su vida. Él nos enseña con claridad que el ministerio apostólico es robusto y produce frutos de salvación en el corazón, sólo si el predicador es un testigo personal de Jesús y sabe ser instrumento a su disposición, estrechamente unido a Él por la fe en su Evangelio y en su Iglesia, por una vida moralmente coherente y por una oración incesante como el amor. Y esto vale para cada cristiano que quiera vivir con esfuerzo y fidelidad su adhesión a Cristo. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a vivir con empeño y fidelidad la adhesión a Cristo, a ejemplo de San Pedro Canisio. Encomendaos a su intercesión, pidiendo a Dios que vuestro apostolado produzca frutos de salvación, siendo testigos de Jesús e instrumentos suyos, con una vida moralmente coherente y una oración incesante. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Mi pensamiento se dirige finalmente a los jóvenes y a los recién casados. Celebramos ayer la memoria litúrgica de san Jerónimo Emiliano, fundador de los Somaschi y de santa Josefina Bakhita, hija de África que se convirtió en hija de la Iglesia. La valentía de estos testigos fieles a Cristo os ayude a vosotros, queridos jóvenes, para abrir vuestro corazón al heroísmo de la santidad en la existencia de cada día. Os sostenga a vosotros , queridos enfermos, en el perseverar con paciencia a ofrecer vuestra oración y vuestro sufrimiento por toda la Iglesia. Y os dé a vosotros, queridos recién casados, la valentía de convertir vuestras familias en comunidades de amor, que reflejen los valores cristianos.I
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Los cristianos, sal y luz para el mundo Angelus 6 febrero 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
En el Evangelio de este domingo el Señor Jesús dice a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra... vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,13.14). Mediante estas imágenes llenas de significado, Él quiere transmitirles el sentido de su misión y de su testimonio. La sal, en la cultura medioriental, evoca diversos valores como la alianza, la solidaridad, la vida y la sabiduría. La luz es la primera obra de Dios Creador y es fuente de la vida; la misma Palabra de Dios es comparada con la luz, como proclama el salmista: "Tu palabra es una lámpara para mis pasos, y una luz en mi camino" (Sal 119,105). Y de nuevo en la Liturgia de hoy, el profeta Isaías “Si ofreces tu pan al hambriento y sacias al que vive en la penuria, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como al mediodía" (58,10). La sabiduría resume en sí los efectos beneficiosos de la sal y de la luz: de hecho, los discípulos del Señor son llamados a dar nuevo “sabor” al mundo, y a preservarlo de la corrupción, con la sabiduría de Dios, que resplandece plenamente sobre el rostro del Hijo, porque Él es la “luz verdadera que ilumina a cada hombre" (Jn 1,9). Unidos a Él, los cristianos pueden difundir en medio de las tinieblas de la indiferencia y del egoísmo la luz del amor de Dios, verdadera sabiduría que da significado a la existencia y a la actuación de los hombres.
El próximo 11 de febrero, memoria de la Beata Virgen de Lourdes, celebraremos la Jornada Mundial del Enfermo. Esta es ocasión propicia para reflexionar, para rezar y para acrecentar la sensibilidad de las comunidades eclesiales y de la sociedad civil hacia los hermanos y las hermanas enfermos. En el Mensaje para esta Jornada, inspirado en una frase de la Primera carta de Pedro: “Gracias a sus llagas, vosotros fuisteis curados" (2,24), invito a todos a contemplar a Jesús, el Hijo de Dios, el cual sufrió, murió, pero ha resucitado. Dios se opone radicalmente a la prepotencia del mal. El Señor cuida del hombre en cada situación, comparte el sufrimiento y abre el corazón a la esperanza. Exhorto, por tanto a todos los agentes sanitarios a reconocer en el enfermo no sólo un cuerpo marcado por la fragilidad, sino ante todo de una persona, a la que dar toda la solidaridad y ofrecer respuestas adecuadad y competentes. En este contexto recuerdo, además, que hoy se celebra en Italia la “Jornada por la Vida”. Auguro que todos se comprometan en hacer crecer la cultura de la vida, para poner al centro, en cualquier circunstancia, el valor del ser humano. Según la fe y la razón, la dignidad de la persona es irreducible a sus facultades o a las capacidades que pueda manifestar, y por tanto no disminuye cuando la propia persona es débil, inválida y necesitada de ayuda.
Queridos hermanos y hermanas, invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, para que los padres, los abuelos, los profesores, los sacerdotes y cuantos trabajan en la educación puedan formar a las jóvenes generaciones en la sabiduría del corazón, para que lleguen a la plenitud de la vida.
[Después del Ángelus]
En estos días, sigo con atención la delicada situación de la querida Nación egipcia. Pido a Dios que esa Tierra, bendecida por la presencia de la Santa Familia, vuelva a encontrar la tranquilidad y la convivencia pacífica, en el compromiso compartido por el bien común.
Dirijo un cordial saludo a las delegaciones de las Facultades de Medicina y Cirugía de la Universidad de Roma, acompañadas por el cardenal Vicario, con ocasión del congreso promovido por los Departamentos de Ginecología y Obstetricia sobre el tema de la asistencia sanitaria en el embarazo. Cuando la investigación cientifica y tecnologica está guiada por auténticos valores éticos es posible encontrar soluciones adecuadas para la acogida de la vida naciente y para la promoción de la maternidad. Auguro que las nuevas generaciones de sanitarios sean portadores de una renovada cultura de la vida.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los grupos de las parroquias de Cristo Rey, de Zamora, de la Resurrección del Señor, de Segovia, y de Santa Joaquina de Vedruna, de Barcelona. Con la liturgia de hoy, invito a todos a ser reflejo del amor de Dios mediante las buenas obras, y a ser así luz del mundo y sal de la tierra, que inspire en todos el horizonte de la verdadera razón de su existencia y la esperanza suprema que Cristo ha traído a la tierra. Que la Virgen María os proteja y acompañe en el camino de la fe. Feliz domingo.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
En el Evangelio de este domingo el Señor Jesús dice a sus discípulos: “Vosotros sois la sal de la tierra... vosotros sois la luz del mundo” (Mt 5,13.14). Mediante estas imágenes llenas de significado, Él quiere transmitirles el sentido de su misión y de su testimonio. La sal, en la cultura medioriental, evoca diversos valores como la alianza, la solidaridad, la vida y la sabiduría. La luz es la primera obra de Dios Creador y es fuente de la vida; la misma Palabra de Dios es comparada con la luz, como proclama el salmista: "Tu palabra es una lámpara para mis pasos, y una luz en mi camino" (Sal 119,105). Y de nuevo en la Liturgia de hoy, el profeta Isaías “Si ofreces tu pan al hambriento y sacias al que vive en la penuria, tu luz se alzará en las tinieblas y tu oscuridad será como al mediodía" (58,10). La sabiduría resume en sí los efectos beneficiosos de la sal y de la luz: de hecho, los discípulos del Señor son llamados a dar nuevo “sabor” al mundo, y a preservarlo de la corrupción, con la sabiduría de Dios, que resplandece plenamente sobre el rostro del Hijo, porque Él es la “luz verdadera que ilumina a cada hombre" (Jn 1,9). Unidos a Él, los cristianos pueden difundir en medio de las tinieblas de la indiferencia y del egoísmo la luz del amor de Dios, verdadera sabiduría que da significado a la existencia y a la actuación de los hombres.
El próximo 11 de febrero, memoria de la Beata Virgen de Lourdes, celebraremos la Jornada Mundial del Enfermo. Esta es ocasión propicia para reflexionar, para rezar y para acrecentar la sensibilidad de las comunidades eclesiales y de la sociedad civil hacia los hermanos y las hermanas enfermos. En el Mensaje para esta Jornada, inspirado en una frase de la Primera carta de Pedro: “Gracias a sus llagas, vosotros fuisteis curados" (2,24), invito a todos a contemplar a Jesús, el Hijo de Dios, el cual sufrió, murió, pero ha resucitado. Dios se opone radicalmente a la prepotencia del mal. El Señor cuida del hombre en cada situación, comparte el sufrimiento y abre el corazón a la esperanza. Exhorto, por tanto a todos los agentes sanitarios a reconocer en el enfermo no sólo un cuerpo marcado por la fragilidad, sino ante todo de una persona, a la que dar toda la solidaridad y ofrecer respuestas adecuadad y competentes. En este contexto recuerdo, además, que hoy se celebra en Italia la “Jornada por la Vida”. Auguro que todos se comprometan en hacer crecer la cultura de la vida, para poner al centro, en cualquier circunstancia, el valor del ser humano. Según la fe y la razón, la dignidad de la persona es irreducible a sus facultades o a las capacidades que pueda manifestar, y por tanto no disminuye cuando la propia persona es débil, inválida y necesitada de ayuda.
Queridos hermanos y hermanas, invoquemos la intercesión maternal de la Virgen María, para que los padres, los abuelos, los profesores, los sacerdotes y cuantos trabajan en la educación puedan formar a las jóvenes generaciones en la sabiduría del corazón, para que lleguen a la plenitud de la vida.
[Después del Ángelus]
En estos días, sigo con atención la delicada situación de la querida Nación egipcia. Pido a Dios que esa Tierra, bendecida por la presencia de la Santa Familia, vuelva a encontrar la tranquilidad y la convivencia pacífica, en el compromiso compartido por el bien común.
Dirijo un cordial saludo a las delegaciones de las Facultades de Medicina y Cirugía de la Universidad de Roma, acompañadas por el cardenal Vicario, con ocasión del congreso promovido por los Departamentos de Ginecología y Obstetricia sobre el tema de la asistencia sanitaria en el embarazo. Cuando la investigación cientifica y tecnologica está guiada por auténticos valores éticos es posible encontrar soluciones adecuadas para la acogida de la vida naciente y para la promoción de la maternidad. Auguro que las nuevas generaciones de sanitarios sean portadores de una renovada cultura de la vida.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, en particular a los grupos de las parroquias de Cristo Rey, de Zamora, de la Resurrección del Señor, de Segovia, y de Santa Joaquina de Vedruna, de Barcelona. Con la liturgia de hoy, invito a todos a ser reflejo del amor de Dios mediante las buenas obras, y a ser así luz del mundo y sal de la tierra, que inspire en todos el horizonte de la verdadera razón de su existencia y la esperanza suprema que Cristo ha traído a la tierra. Que la Virgen María os proteja y acompañe en el camino de la fe. Feliz domingo.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: la perfección cristiana en santa Teresa de Ávila Audiencia 2 febrero 2011
Queridos hermanos y hermanas,
en el curso de las Catequesis que he querido dedicar a los Padres de la Iglesia y a grandes figuras de teólogos y de mujeres de la Edad Media, he podido detenerme también en algunos Santos y Santas que han sido proclamados Doctores de la Iglesia por su eminente doctrina. Hoy quisiera iniciar una breve serie de encuentros para completar la presentación de los Doctores de la Iglesia. Y comienzo con una Santa que representa una de las cumbres de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos: santa Teresa de Jesús.
Nace en Ávila, en España, en 1515, con el nombre de Teresa de Ahumada. En su autobiografía ella misma menciona algunos detalles de su infancia: el nacimiento de “padres virtuosos y temerosos de Dios”, dentro de una familia numerosa, con nueve hermanos y tres hermanas. Aún niña, con al menos 9 años, pudo leer las vidas de algunos mártires que le inspiran el deseo del martirio, tanto que improvisa una breve fuga de casa para morir mártir y subir al Cielo (cfr Vida 1, 4); “quiero ver a Dios” dice la pequeña a sus padres. Algunos años después Teresa habló de sus lecturas de la infancia y afirmó haber descubierto la verdad, que resume en dos principios fundamentales: por un lado “el hecho de que todo lo que pertenece a este mundo, pasa”, por el otro que sólo Dios es para “siempre, siempre, siempre”, tema que recupera en su famosísimo poema “Nada te turbe, nada te espante; todos se pasa,/ Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, /quien a Dios tiene nada le falta, ¡Sólo Dios basta!”. Se quedó huérfana de madre a los 12 años, le pidió a la Virgen Santísima que fuera su madre (cfr. Vida 1,7).
Si en la adolescencia la lectura de libros profanos la había llevado a las distracciones de la vida mundana, la experiencia como alumna de las monjas agustinas de Santa María de las Gracias de Ávila y la lectura de libros espirituales, sobre todo clásicos de espiritualidad franciscana, le enseñan el recogimiento y la oración. A la edad de 20 años entra en el monasterio carmelita de la Encarnación, siempre en Ávila. Tres años después, enferma gravemente, tanto que permanece durante cuatro días en coma, aparentemente muerta (cfr Vida 5, 9). También en la lucha contra sus propias enfermedades la Santa ve el combate contra las debilidades y las resistencias a la llamada de Dios. Escribe: “Deseaba vivir porque comprendía bien que no estaba viviendo, sino que estaba luchando con una sombra de muerte, y no tenía a nadie que me diese vida, y ni siquiera yo me la podía tomar, y Aquel que podía dármela tenía razón en no socorrerme, dado que tantas veces me había vuelto hacia Él, y yo le había abandonado” (Vida 8, 2) . En 1543 pierde la cercanía de sus familiares: el padre muere y todos sus hermanos emigran uno detrás de otro a América. En la Cuaresma de 1554, a los 39 años, Teresa llega a la cumbre de su lucha contra sus propias debilidades. El descubrimiento fortuito de “un Cristo muy llagado” marca profundamente su vida (cfr Vida 9). La Santa, que en aquel periodo siente en profunda consonancia con el san Agustín de las Confesiones, describe así la Jornada decisiva de su experiencia mística: “Sucedió... que de repente me vino un sentimiento de la presencia de Dios, que de ninguna forma podía dudar que estaba dentro de mí o que yo estaba toda absorbida en Él” (Vida 10, 1).
Paralelamente a la maduración de su propia interioridad, la Santa comienza a desarrollar de forma concreta el ideal de reforma de la Orden Carmelita: en 1562 funda en Ávila, con el apoyo del Obispo de la ciudad, don Álvaro de Mendoza, el primer Carmelo reformado, y poco después recibe también la aprobación del Superior General de la Orden, Giovanni Battista Rossi. En años sucesivos continuó la fundación de nuevos Carmelos, en total diecisiete. Fue fundamental su encuentro con san Juan de la Cruz, con el que, en 1568, constituyó en Duruelo, cerca de Ávila, el primer convento de carmelitas descalzas. En 1580 obtiene de Roma la erección en Provincia autónoma para sus Carmelos reformados, punto de partida de la Orden Religiosa de los Carmelitas Descalzos. Teresa termina su vida terrena justo cuanto está ocupándose de la fundación.
En 1582, de hecho, tras haber constituido el Carmelo de Burgos y mientras está realizando el viaje de vuelta hacia Ávila, muere la noche del 15 de octubre en Alba de Tormes, repitiendo humildemente dos expresiones: “Al final, muero como hija de la Iglesia” y “Ya es hora, Esposo mío, de que nos veamos”. Una existencia consumada dentro de España, pero empeñada por toda la Iglesia. Beatificada por el papa Pablo V en 1614 y canonizada en 1622 por Gregorio XV, fue proclamada “Doctora de la Iglesia” por el Siervo de Dios Pablo VI en 1970.
Teresa de Jesús no tenía una formación académica, pero siempre atesoró enseñanzas de teólogos, literatos y maestros espirituales. Como escritora, se atuvo siempre a lo que personalmente había vivido o había visto en la experiencia de otros (cfr Prólogo al Camino de Perfección), es decir, a partir de la experiencia. Teresa consigue entretejer relaciones de amistad espiritual con muchos santos, en particular con san Juan de la Cruz. Al mismo tiempo, se alimenta con la lectura de los Padres de la Iglesia, san Jerónimo, san Gregorio Magno, san Agustín. Entre sus obras mayores debe recordarse ante todo su autobiografía, titulada Libro de la vida, que ella llama Libro de las Misericordias del Señor. Compuesta en el Carmelo de Ávila en 1565, refiere el recorrido biográfico y espiritual, escrito, como afirma la misma Teresa, para someter su alma al discernimiento del “Maestro de los espirituales”, san Juan de Ávila. El objetivo es el de poner de manifiesto la presencia y la acción de Dios misericordioso en su vida: por esto, la obra recoge a menudo el diálogo de oración con el Señor. Es una lectura que fascina, porque la Santa no solo narra, sino que muestra revivir la experiencia profunda de su amor con Dios. En 1566, Teresa escribe el Camino de Perfección, llamado por ella Admoniciones y consejos que da Teresa de Jesús a sus monjas. Las destinatarias con las doce novicias del Carmelo de san José en Ávila. Teresa les propone un intenso programa de vida contemplativa al servicio de la Iglesia, a cuya base están las virtudes evangélicas y la oración.
Entre los pasajes más preciosos está el comentario al Padrenuestro, modelo de oración. La obra mística más famosa de santa Teresa es el Castillo interior, escrito en 1577, en plena madurez. Se trata de una relectura de su propio camino de vida espiritual y, al mismo tiempo, de una codificación del posible desarrollo de la vida cristiana hacia su plenitud, la santidad, bajo la acción del Espíritu Santo. Teresa se remite a la estructura de un castillo con siete estancias, como imágenes de la interioridad del hombre, introduciendo, al mismo tiempo, el símbolo del gusano de seda que renace en mariposa, para expresar el paso de lo natural a lo sobrenatural. La Santa se inspira en la Sagrada Escritura, en particular en el Cantar de los Cantares, para el símbolo final de los “dos Esposos”, que le permite describir, en la séptima estancia, el culmen de la vida cristiana en sus cuatro aspectos: trinitario, cristológico, antropológico y eclesial. A su actividad de fundadora de los Carmelos reformados, Teresa dedica el Libro de las fundaciones, escrito entre el 1573 y el 1582, en el que habla de la vida del naciente grupo religioso. Como en la autobiografía, el relato se dedica sobre todo a evidenciar la acción de Dios en la fundación de los nuevos monasterios.
No es fácil resumir en pocas palabras la profunda y compleja espiritualidad teresiana. Podemos mencionar algunos puntos esenciales. En primer lugar, santa Teresa propone las virtudes evangélicas como base de toda la vida cristiana y humana: en particular, el desapego de los bienes o pobreza evangélica (y esto nos concierne a todos); el amor de unos a otros como elemento esencial de la vida comunitaria y social; la humildad como amor a la verdad; la determinación como fruto de la audacia cristiana; la esperanza teologal, que describe como sed de agua viva. Sin olvidar las virtudes humanas: afabilidad, veracidad, modestia, cortesía, alegría, cultura. En segundo lugar, santa Teresa propone una profunda sintonía con los grandes personajes bíblicos y la escucha viva de la Palabra de Dios. Ella se siente en consonancia sobre todo con la esposa del Cantar de los Cantares, con el apóstol Pablo, además de con el Cristo de la Pasión y con el Jesús eucarístico.
La Santa subraya después cuán esencial es la oración: rezar significa “frecuentar con amistad, pues frecuentamos de tú a tú a Aquel que sabemos que nos ama” (Vida 8, 5) . La idea de santa Teresa coincide con la definición que santo Tomás de Aquino da de la caridad teologal, como amicitia quaedam hominis ad Deum, un tipo de amistad del hombre con Dios, que ofreció primero su amistad al hombre (Summa Theologiae II-ΙI, 23, 1). La iniciativa viene de Dios. La oración es vida y se desarrolla gradualmente al mismo paso con el crecimiento de la vida cristiana: comienza con la oración vocal, pasa por la interiorización a través de la meditación y el recogimiento, hasta llegar a la unión de amor con Cristo y con la Santísima Trinidad. Obviamente no se trata de un desarrollo en el que subir escalones significa dejar el tipo de oración anterior, sino que es una profundización gradual de la relación con Dios que envuelve toda la vida. Más que una pedagogía de la oración , la de Teresa es una verdadera “mistagogia”: enseña al lector de sus obras a rezar, rezando ella misma con él; frecuentemente, de hecho, interrumpe el relato o la exposición para realizar una oración.
Otro tema querido a la Santa es la centralidad de la humanidad de Cristo. Para Teresa, de hecho, la vida cristiana es relación personal con Jesús, que culmina en la unión con Él por gracia, por amor y por imitación. De ahí la importancia que ella atribuye a la meditación de la Pasión y a la Eucaristía, como presencia de Cristo, en la Iglesia, para la vida de cada creyente y como corazón de la liturgia. Santa Teresa vive un amor incondicional a la Iglesia: ella manifiesta un vivo sensus Ecclesiae frente a episodios de división y conflicto en la Iglesia de su tiempo. Reforma la Orden Carmelita con la intención de servir y defender mejor a la “Santa Iglesia Católica Romana”, y está dispuesta a dar la vida por ella (cfr Vida 33, 5).
Un último aspecto esencial de la doctrina teresiana, que quisiera subrayar, es la perfección, como aspiración de toda la vida cristiana y meta final de la misma. La Santa tiene una idea muy clara de la “plenitud” de Cristo, revivida por el cristiano. Al final del recorrido del Castillo interior, en la última “estancia”, Teresa describe esa plenitud, realizada en la inhabitación de la Trinidad, en la unión a Cristo a través del misterio de su humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, santa Teresa de Jesús es verdadera maestra de vida cristiana para los fieles de todo tiempo. En nuestra sociedad, a menudo carente de valores espirituales, santa Teresa nos enseñan a ser testigos incansables de Dios, de su presencia y de su acción, nos enseña a sentir realmente esta sed de Dios que existe en nuestro corazón, este deseo de ver a Dios, de buscarlo, de tener una conversación con Él y de ser sus amigos. Esta es la amistad necesaria para todos y que debemos buscar, día a día, de nuevo.
Que el ejemplo de esta Santa, profundamente contemplativa y eficazmente laboriosa, nos impulse también a nosotros a dedicar cada día el tiempo adecuado a la oración, a esta apertura a Dios,
a este camino de búsqueda de Dios, para verlo, para encontrar su amistad y por tanto la vida verdadera; porque muchos de nosotros deberíamos decir: “no vivo, no vivo realmente, porque no vivo la esencia de mi vida”. Porque este tiempo de oración no es un tiempo perdido, es un tiempo en el que se abre el camino de la vida, se abre el camino para aprender de Dios un amor ardiente a Él y a su Iglesia y una caridad concreta hacia nuestros hermanos. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Chile, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos, a ejemplo de Santa Teresa de Jesús, a crecer siempre en la oración y en las virtudes cristianas, hasta llegar a la plenitud del encuentro con el Señor. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
en el curso de las Catequesis que he querido dedicar a los Padres de la Iglesia y a grandes figuras de teólogos y de mujeres de la Edad Media, he podido detenerme también en algunos Santos y Santas que han sido proclamados Doctores de la Iglesia por su eminente doctrina. Hoy quisiera iniciar una breve serie de encuentros para completar la presentación de los Doctores de la Iglesia. Y comienzo con una Santa que representa una de las cumbres de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos: santa Teresa de Jesús.
Nace en Ávila, en España, en 1515, con el nombre de Teresa de Ahumada. En su autobiografía ella misma menciona algunos detalles de su infancia: el nacimiento de “padres virtuosos y temerosos de Dios”, dentro de una familia numerosa, con nueve hermanos y tres hermanas. Aún niña, con al menos 9 años, pudo leer las vidas de algunos mártires que le inspiran el deseo del martirio, tanto que improvisa una breve fuga de casa para morir mártir y subir al Cielo (cfr Vida 1, 4); “quiero ver a Dios” dice la pequeña a sus padres. Algunos años después Teresa habló de sus lecturas de la infancia y afirmó haber descubierto la verdad, que resume en dos principios fundamentales: por un lado “el hecho de que todo lo que pertenece a este mundo, pasa”, por el otro que sólo Dios es para “siempre, siempre, siempre”, tema que recupera en su famosísimo poema “Nada te turbe, nada te espante; todos se pasa,/ Dios no se muda, la paciencia todo lo alcanza, /quien a Dios tiene nada le falta, ¡Sólo Dios basta!”. Se quedó huérfana de madre a los 12 años, le pidió a la Virgen Santísima que fuera su madre (cfr. Vida 1,7).
Si en la adolescencia la lectura de libros profanos la había llevado a las distracciones de la vida mundana, la experiencia como alumna de las monjas agustinas de Santa María de las Gracias de Ávila y la lectura de libros espirituales, sobre todo clásicos de espiritualidad franciscana, le enseñan el recogimiento y la oración. A la edad de 20 años entra en el monasterio carmelita de la Encarnación, siempre en Ávila. Tres años después, enferma gravemente, tanto que permanece durante cuatro días en coma, aparentemente muerta (cfr Vida 5, 9). También en la lucha contra sus propias enfermedades la Santa ve el combate contra las debilidades y las resistencias a la llamada de Dios. Escribe: “Deseaba vivir porque comprendía bien que no estaba viviendo, sino que estaba luchando con una sombra de muerte, y no tenía a nadie que me diese vida, y ni siquiera yo me la podía tomar, y Aquel que podía dármela tenía razón en no socorrerme, dado que tantas veces me había vuelto hacia Él, y yo le había abandonado” (Vida 8, 2) . En 1543 pierde la cercanía de sus familiares: el padre muere y todos sus hermanos emigran uno detrás de otro a América. En la Cuaresma de 1554, a los 39 años, Teresa llega a la cumbre de su lucha contra sus propias debilidades. El descubrimiento fortuito de “un Cristo muy llagado” marca profundamente su vida (cfr Vida 9). La Santa, que en aquel periodo siente en profunda consonancia con el san Agustín de las Confesiones, describe así la Jornada decisiva de su experiencia mística: “Sucedió... que de repente me vino un sentimiento de la presencia de Dios, que de ninguna forma podía dudar que estaba dentro de mí o que yo estaba toda absorbida en Él” (Vida 10, 1).
Paralelamente a la maduración de su propia interioridad, la Santa comienza a desarrollar de forma concreta el ideal de reforma de la Orden Carmelita: en 1562 funda en Ávila, con el apoyo del Obispo de la ciudad, don Álvaro de Mendoza, el primer Carmelo reformado, y poco después recibe también la aprobación del Superior General de la Orden, Giovanni Battista Rossi. En años sucesivos continuó la fundación de nuevos Carmelos, en total diecisiete. Fue fundamental su encuentro con san Juan de la Cruz, con el que, en 1568, constituyó en Duruelo, cerca de Ávila, el primer convento de carmelitas descalzas. En 1580 obtiene de Roma la erección en Provincia autónoma para sus Carmelos reformados, punto de partida de la Orden Religiosa de los Carmelitas Descalzos. Teresa termina su vida terrena justo cuanto está ocupándose de la fundación.
En 1582, de hecho, tras haber constituido el Carmelo de Burgos y mientras está realizando el viaje de vuelta hacia Ávila, muere la noche del 15 de octubre en Alba de Tormes, repitiendo humildemente dos expresiones: “Al final, muero como hija de la Iglesia” y “Ya es hora, Esposo mío, de que nos veamos”. Una existencia consumada dentro de España, pero empeñada por toda la Iglesia. Beatificada por el papa Pablo V en 1614 y canonizada en 1622 por Gregorio XV, fue proclamada “Doctora de la Iglesia” por el Siervo de Dios Pablo VI en 1970.
Teresa de Jesús no tenía una formación académica, pero siempre atesoró enseñanzas de teólogos, literatos y maestros espirituales. Como escritora, se atuvo siempre a lo que personalmente había vivido o había visto en la experiencia de otros (cfr Prólogo al Camino de Perfección), es decir, a partir de la experiencia. Teresa consigue entretejer relaciones de amistad espiritual con muchos santos, en particular con san Juan de la Cruz. Al mismo tiempo, se alimenta con la lectura de los Padres de la Iglesia, san Jerónimo, san Gregorio Magno, san Agustín. Entre sus obras mayores debe recordarse ante todo su autobiografía, titulada Libro de la vida, que ella llama Libro de las Misericordias del Señor. Compuesta en el Carmelo de Ávila en 1565, refiere el recorrido biográfico y espiritual, escrito, como afirma la misma Teresa, para someter su alma al discernimiento del “Maestro de los espirituales”, san Juan de Ávila. El objetivo es el de poner de manifiesto la presencia y la acción de Dios misericordioso en su vida: por esto, la obra recoge a menudo el diálogo de oración con el Señor. Es una lectura que fascina, porque la Santa no solo narra, sino que muestra revivir la experiencia profunda de su amor con Dios. En 1566, Teresa escribe el Camino de Perfección, llamado por ella Admoniciones y consejos que da Teresa de Jesús a sus monjas. Las destinatarias con las doce novicias del Carmelo de san José en Ávila. Teresa les propone un intenso programa de vida contemplativa al servicio de la Iglesia, a cuya base están las virtudes evangélicas y la oración.
Entre los pasajes más preciosos está el comentario al Padrenuestro, modelo de oración. La obra mística más famosa de santa Teresa es el Castillo interior, escrito en 1577, en plena madurez. Se trata de una relectura de su propio camino de vida espiritual y, al mismo tiempo, de una codificación del posible desarrollo de la vida cristiana hacia su plenitud, la santidad, bajo la acción del Espíritu Santo. Teresa se remite a la estructura de un castillo con siete estancias, como imágenes de la interioridad del hombre, introduciendo, al mismo tiempo, el símbolo del gusano de seda que renace en mariposa, para expresar el paso de lo natural a lo sobrenatural. La Santa se inspira en la Sagrada Escritura, en particular en el Cantar de los Cantares, para el símbolo final de los “dos Esposos”, que le permite describir, en la séptima estancia, el culmen de la vida cristiana en sus cuatro aspectos: trinitario, cristológico, antropológico y eclesial. A su actividad de fundadora de los Carmelos reformados, Teresa dedica el Libro de las fundaciones, escrito entre el 1573 y el 1582, en el que habla de la vida del naciente grupo religioso. Como en la autobiografía, el relato se dedica sobre todo a evidenciar la acción de Dios en la fundación de los nuevos monasterios.
No es fácil resumir en pocas palabras la profunda y compleja espiritualidad teresiana. Podemos mencionar algunos puntos esenciales. En primer lugar, santa Teresa propone las virtudes evangélicas como base de toda la vida cristiana y humana: en particular, el desapego de los bienes o pobreza evangélica (y esto nos concierne a todos); el amor de unos a otros como elemento esencial de la vida comunitaria y social; la humildad como amor a la verdad; la determinación como fruto de la audacia cristiana; la esperanza teologal, que describe como sed de agua viva. Sin olvidar las virtudes humanas: afabilidad, veracidad, modestia, cortesía, alegría, cultura. En segundo lugar, santa Teresa propone una profunda sintonía con los grandes personajes bíblicos y la escucha viva de la Palabra de Dios. Ella se siente en consonancia sobre todo con la esposa del Cantar de los Cantares, con el apóstol Pablo, además de con el Cristo de la Pasión y con el Jesús eucarístico.
La Santa subraya después cuán esencial es la oración: rezar significa “frecuentar con amistad, pues frecuentamos de tú a tú a Aquel que sabemos que nos ama” (Vida 8, 5) . La idea de santa Teresa coincide con la definición que santo Tomás de Aquino da de la caridad teologal, como amicitia quaedam hominis ad Deum, un tipo de amistad del hombre con Dios, que ofreció primero su amistad al hombre (Summa Theologiae II-ΙI, 23, 1). La iniciativa viene de Dios. La oración es vida y se desarrolla gradualmente al mismo paso con el crecimiento de la vida cristiana: comienza con la oración vocal, pasa por la interiorización a través de la meditación y el recogimiento, hasta llegar a la unión de amor con Cristo y con la Santísima Trinidad. Obviamente no se trata de un desarrollo en el que subir escalones significa dejar el tipo de oración anterior, sino que es una profundización gradual de la relación con Dios que envuelve toda la vida. Más que una pedagogía de la oración , la de Teresa es una verdadera “mistagogia”: enseña al lector de sus obras a rezar, rezando ella misma con él; frecuentemente, de hecho, interrumpe el relato o la exposición para realizar una oración.
Otro tema querido a la Santa es la centralidad de la humanidad de Cristo. Para Teresa, de hecho, la vida cristiana es relación personal con Jesús, que culmina en la unión con Él por gracia, por amor y por imitación. De ahí la importancia que ella atribuye a la meditación de la Pasión y a la Eucaristía, como presencia de Cristo, en la Iglesia, para la vida de cada creyente y como corazón de la liturgia. Santa Teresa vive un amor incondicional a la Iglesia: ella manifiesta un vivo sensus Ecclesiae frente a episodios de división y conflicto en la Iglesia de su tiempo. Reforma la Orden Carmelita con la intención de servir y defender mejor a la “Santa Iglesia Católica Romana”, y está dispuesta a dar la vida por ella (cfr Vida 33, 5).
Un último aspecto esencial de la doctrina teresiana, que quisiera subrayar, es la perfección, como aspiración de toda la vida cristiana y meta final de la misma. La Santa tiene una idea muy clara de la “plenitud” de Cristo, revivida por el cristiano. Al final del recorrido del Castillo interior, en la última “estancia”, Teresa describe esa plenitud, realizada en la inhabitación de la Trinidad, en la unión a Cristo a través del misterio de su humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, santa Teresa de Jesús es verdadera maestra de vida cristiana para los fieles de todo tiempo. En nuestra sociedad, a menudo carente de valores espirituales, santa Teresa nos enseñan a ser testigos incansables de Dios, de su presencia y de su acción, nos enseña a sentir realmente esta sed de Dios que existe en nuestro corazón, este deseo de ver a Dios, de buscarlo, de tener una conversación con Él y de ser sus amigos. Esta es la amistad necesaria para todos y que debemos buscar, día a día, de nuevo.
Que el ejemplo de esta Santa, profundamente contemplativa y eficazmente laboriosa, nos impulse también a nosotros a dedicar cada día el tiempo adecuado a la oración, a esta apertura a Dios,
a este camino de búsqueda de Dios, para verlo, para encontrar su amistad y por tanto la vida verdadera; porque muchos de nosotros deberíamos decir: “no vivo, no vivo realmente, porque no vivo la esencia de mi vida”. Porque este tiempo de oración no es un tiempo perdido, es un tiempo en el que se abre el camino de la vida, se abre el camino para aprender de Dios un amor ardiente a Él y a su Iglesia y una caridad concreta hacia nuestros hermanos. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Chile, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos, a ejemplo de Santa Teresa de Jesús, a crecer siempre en la oración y en las virtudes cristianas, hasta llegar a la plenitud del encuentro con el Señor. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Las Bienaventuranzas, un programa de vida Angelus 30 enero 2011
Queridos hermanos y hermanas:
En este cuarto domingo del Tiempo Ordinario, el Evangelio presenta el primer gran discurso que el Señor dirige a la gente, sobre las dulces colinas que rodean el Lago de Galilea. "Al ver a la multitud --escribe san Mateo--, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles" (Mt 5, 1-2). Jesús, nuevo Moisés, "asume la 'cátedra' de la montaña" (Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, 2007) y proclama "bienaventurados" los pobres de espíritu, los afligidos, los misericordiosos, los que tienen hambre de justicia, los limpios de corazón, los perseguidos (Cf. Mt 5, 3-10). No se trata de una nueva ideología, sino de una enseñanza que procede de lo alto y que toca a la condición humana, que el Señor, al encarnarse, quiso asumir para salvarla. Por este motivo, "el sermón de la montaña se dirige a todo el mundo, en el presente y en el futuro... y sólo puede ser comprendido y vivido en el seguimiento de Jesús, caminando con Él" (Jesús de Nazaret). Las Bienaventuranzas son un nuevo programa de vida para liberarse de los falsos valores del mundo y abrirse a los verdaderos bienes presentes y futuros. Cuando Dios consuela, sacia el hambre de justicia, enjuga las lágrimas de los afligidos, significa que, ademas de recompensar a cada uno de manera sensible, abre el Reino de los Cielos. "Las Bienaventuranzas son la transposición de la cruz y de la resurrección en la existencia de los discípulos" (ibídem). Reflejan la vida del Hijo de Dios que se deja perseguir, despreciar hasta la condena a muerte para dar a los hombres la salvación.
Un antiguo eremita afirma: "Las Bienaventuranzas son dones de Dios y tenemos que darle verdaderamente gracias por habérnoslas dado y por las recompensas que se derivan de ellas, es decir, el Reino de los Cielos en el siglo futuro, el consuelo aquí, la plenitud de todo bien y la misericordia de Dios..., cuando uno se ha convertido en imagen de Cristo sobre la tierra" (Pedro de Damasco, en Filocalia, volumen 3, Turín 1985, p. 79). El Evangelio de las Bienaventuranzas se comenta con la historia misma de la Iglesia, la historia de la santidad cristiana, pues --como escribe san Pablo-- "Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale" (1 Corintios 1, 27-28). Por este motivo, la Iglesia no tiene miedo de la pobreza, el desprecio, la persecución en una sociedad con frecuencia atraída por el bienestar material y por el poder mundano. San Agustín nos recuerda que "lo que ayuda no es sufrir estos males, sino soportarlos por el nombre de Jesús, no sólo con espíritu sereno, sino incluso con alegría" (De sermone Domini in monte, I, 5,13: CCL 35, 13).
Queridos hermanos y hermanas: invoquemos a la Virgen María, la bienaventurada por excelencia, pidiendo la fuerza de buscar al Señor (Cf. Sofonías 2, 3) y de seguirle siempre, con alegría, por el camino de las Bienaventuranzas.
[Tras rezar el Ángelus, el Papa saludó en varios idiomas a los peregrinos. En italiano, comenzó diciendo:]
Se celebra en este domingo la Jornada Mundial de los Enfermos de Lepra, promovida en los años cincuenta del siglo pasado por Raoul Follereau y reconocida oficialmente por la ONU. A pesar de que el número de los enfermos está disminuyendo, por desgracia la lepra todavía golpea a muchas personas en condiciones de grave miseria. A todos los enfermos les aseguro una oración especial, que extiendo también a quienes les asisten y a quienes se comprometen de diferentes maneras por derrotar el mal de Hansen. Saludo en particular a la Asociación Italiana Amigos de Raoul Follereau, que cumple cincuenta años de actividad.
En los próximos días, en varios países del Lejano Oriente, se celebra, con alegría, especialmente en la intimidad de las familias, el año nuevo lunar. A todos esos grandes pueblos les deseo de corazón serenidad y prosperidad.
Hoy se celebra también la Jornada Internacional de Intercesión por la Paz en Tierra Santa. Me uno al patriarca latino de Jerusalén y al custodio de Tierra Santa para invitar a todos a rezar al Señor para que permita la convergencia de las mentes y los corazones en proyectos concretos de paz.
Con alegría dirijo un caluroso saludo a los muchachos y muchachas de la Acción Católica de la diócesis de Roma, dirigidos por el cardenal vicario Agostino Vallini. Queridos muchachos, este año también sois numerosos, al final de vuestra Caravana de la Paz, cuyo lema era "¡Contamos con la paz!". Escuchemos ahora el mensaje que vuestros amigos, que se encuentran a mi lado, nos leerán.
[En español, el Papa dijo: ]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los fieles de diversas parroquias de las diócesis de Valencia, Cádiz y Jerez de la Frontera. El anuncio de las Bienaventuranzas, que hoy nos presenta la liturgia, es una clara propuesta del Señor para vivir en comunión con Él y alcanzar la auténtica felicidad. Quien acoge con radicalidad este programa de vida, encuentra la fuerza necesaria para colaborar en la edificación del Reino de Dios y ser instrumento de salvación. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]
En este cuarto domingo del Tiempo Ordinario, el Evangelio presenta el primer gran discurso que el Señor dirige a la gente, sobre las dulces colinas que rodean el Lago de Galilea. "Al ver a la multitud --escribe san Mateo--, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él. Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles" (Mt 5, 1-2). Jesús, nuevo Moisés, "asume la 'cátedra' de la montaña" (Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, 2007) y proclama "bienaventurados" los pobres de espíritu, los afligidos, los misericordiosos, los que tienen hambre de justicia, los limpios de corazón, los perseguidos (Cf. Mt 5, 3-10). No se trata de una nueva ideología, sino de una enseñanza que procede de lo alto y que toca a la condición humana, que el Señor, al encarnarse, quiso asumir para salvarla. Por este motivo, "el sermón de la montaña se dirige a todo el mundo, en el presente y en el futuro... y sólo puede ser comprendido y vivido en el seguimiento de Jesús, caminando con Él" (Jesús de Nazaret). Las Bienaventuranzas son un nuevo programa de vida para liberarse de los falsos valores del mundo y abrirse a los verdaderos bienes presentes y futuros. Cuando Dios consuela, sacia el hambre de justicia, enjuga las lágrimas de los afligidos, significa que, ademas de recompensar a cada uno de manera sensible, abre el Reino de los Cielos. "Las Bienaventuranzas son la transposición de la cruz y de la resurrección en la existencia de los discípulos" (ibídem). Reflejan la vida del Hijo de Dios que se deja perseguir, despreciar hasta la condena a muerte para dar a los hombres la salvación.
Un antiguo eremita afirma: "Las Bienaventuranzas son dones de Dios y tenemos que darle verdaderamente gracias por habérnoslas dado y por las recompensas que se derivan de ellas, es decir, el Reino de los Cielos en el siglo futuro, el consuelo aquí, la plenitud de todo bien y la misericordia de Dios..., cuando uno se ha convertido en imagen de Cristo sobre la tierra" (Pedro de Damasco, en Filocalia, volumen 3, Turín 1985, p. 79). El Evangelio de las Bienaventuranzas se comenta con la historia misma de la Iglesia, la historia de la santidad cristiana, pues --como escribe san Pablo-- "Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale" (1 Corintios 1, 27-28). Por este motivo, la Iglesia no tiene miedo de la pobreza, el desprecio, la persecución en una sociedad con frecuencia atraída por el bienestar material y por el poder mundano. San Agustín nos recuerda que "lo que ayuda no es sufrir estos males, sino soportarlos por el nombre de Jesús, no sólo con espíritu sereno, sino incluso con alegría" (De sermone Domini in monte, I, 5,13: CCL 35, 13).
Queridos hermanos y hermanas: invoquemos a la Virgen María, la bienaventurada por excelencia, pidiendo la fuerza de buscar al Señor (Cf. Sofonías 2, 3) y de seguirle siempre, con alegría, por el camino de las Bienaventuranzas.
[Tras rezar el Ángelus, el Papa saludó en varios idiomas a los peregrinos. En italiano, comenzó diciendo:]
Se celebra en este domingo la Jornada Mundial de los Enfermos de Lepra, promovida en los años cincuenta del siglo pasado por Raoul Follereau y reconocida oficialmente por la ONU. A pesar de que el número de los enfermos está disminuyendo, por desgracia la lepra todavía golpea a muchas personas en condiciones de grave miseria. A todos los enfermos les aseguro una oración especial, que extiendo también a quienes les asisten y a quienes se comprometen de diferentes maneras por derrotar el mal de Hansen. Saludo en particular a la Asociación Italiana Amigos de Raoul Follereau, que cumple cincuenta años de actividad.
En los próximos días, en varios países del Lejano Oriente, se celebra, con alegría, especialmente en la intimidad de las familias, el año nuevo lunar. A todos esos grandes pueblos les deseo de corazón serenidad y prosperidad.
Hoy se celebra también la Jornada Internacional de Intercesión por la Paz en Tierra Santa. Me uno al patriarca latino de Jerusalén y al custodio de Tierra Santa para invitar a todos a rezar al Señor para que permita la convergencia de las mentes y los corazones en proyectos concretos de paz.
Con alegría dirijo un caluroso saludo a los muchachos y muchachas de la Acción Católica de la diócesis de Roma, dirigidos por el cardenal vicario Agostino Vallini. Queridos muchachos, este año también sois numerosos, al final de vuestra Caravana de la Paz, cuyo lema era "¡Contamos con la paz!". Escuchemos ahora el mensaje que vuestros amigos, que se encuentran a mi lado, nos leerán.
[En español, el Papa dijo: ]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los fieles de diversas parroquias de las diócesis de Valencia, Cádiz y Jerez de la Frontera. El anuncio de las Bienaventuranzas, que hoy nos presenta la liturgia, es una clara propuesta del Señor para vivir en comunión con Él y alcanzar la auténtica felicidad. Quien acoge con radicalidad este programa de vida, encuentra la fuerza necesaria para colaborar en la edificación del Reino de Dios y ser instrumento de salvación. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Juana de Arco y el dulce nombre de Jesús Audiencia 26 enero 2011
Queridos hermanos y hermanas
hoy quisiera hablaros de Juan de Arco, una joven santa de finales de la Edad Media, muerta a los 19 años, en 1431. Esta santa francesa, citada muchas veces en el Catecismo de la Iglesia Católica, es particularmente cercana a santa Catalina de Siena, patrona de Italia y de Europa, de la que hablé en una reciente catequesis. Son de hecho dos jóvenes mujeres del pueblo, laicas y consagradas en la virginidad, dos místicas comprometidas, no en el claustro, sino en medio de las realidades más dramáticas de la Iglesia y del mundo de su tiempo. Son quizás las figuras más características de esas “mujeres fuertes” que, a finales de la Edad Media, llevaron sin miedo la gran luz del Evangelio en las complejas vicisitudes de la historia. Podríamos colocarla junto a las santas mujeres que permanecieron en el Calvario, cerca de Jesús crucificado y de María, su Madre, mientras que los Apóstoles habían huído y el propio Pedro había renegado tres veces de él. La Iglesia, en ese periodo, vivía la profunda crisis del gran cisma de Occidente, que duró casi 40 años. Cuando Catalina de Siena murió, en 1380, hay un Papa y un Antipapa; cuando Juana nace, en 1412, hay un Papa y dos Antipapas. Junto a esta laceración dentro de la Iglesia, había continuas guerras fratricidas entre los pueblos cristianos de Europa, la más dramática de las cuales fue la interminable “Guerra de los cien años” entre Francia e Inglaterra.
Juana de Arco no sabía ni leer ni escribir, pero puede ser conocida en lo más profundo de su alma gracias a dos fuentes de excepcional valor histórico: los dos Procesos que se le hicieron. El primero, el Proceso de Condena (PCon), contiene la transcripción de los largos y numerosos interrogatorios de Juana durante los últimos meses de su vida (febrero-mayo de 1431), y recoge las propias palabras de la Santa. El segundo, el Proceso de Nulidad de la Condena, o de "rehabilitación" (PNul), contiene los testimonios de cerca de 120 testigos oculares de todos los periodos de su vida (cfr Procès de Condamnation de Jeanne d'Arc, 3 vol. y Procès en Nullité de la Condamnation de Jeanne d'Arc, 5 vol., ed. Klincksieck, París l960-1989).
Juana nació en Domremy, un pequeño pueblo situado en la frontera entre Francia y Lorena. Sus padres eran campesinos acomodados, conocidos por todos como muy buenos cristianos. De ellos recibió una buena educación religiosa, con una notable influencia de la espiritualidad del Nombre de Jesús, enseñada por san Bernardino de Siena y difundida en Europa por los franciscanos. Al Nombre de Jesús se une siempre el Nombre de María y así, en el marco de la religiosidad popular, la espiritualidad de Juana es profundamente cristocéntrica y mariana. Desde la infancia, ella demuestra una gran caridad y compasión hacia los más pobres, los enfermos y todos los que sufren, en el contexto dramático de la guerra.
De sus propias palabras, sabemos que la vida religiosa de Juana madura como experiencia a partir de la edad de 13 años (PCon, I, p. 47-48). A través de la “voz” del arcángel san Miguel, Juana se siente llamada por el Señor a intensificar su vida cristiana y también a comprometerse en primera persona por la liberación de su pueblo. Su inmediata respuesta, su “sí”, es el voto de virginidad, con un nuevo empeño en la vida sacramental y en la oración: participación diaria en la Misa, Confesión y Comunión frecuentes, largos momentos de oración silenciosa ante el Crucificado o ante la imagen de la Virgen. La compasión y el compromiso de la joven campesina francesa ante el sufrimiento de su pueblo se hicieron más intensos por su relación mística con Dios. Uno de los aspectos más originales de la santidad de esta joven es precisamente este vínculo entre experiencia mística y misión política. Tras los años de vida oculta y de maduración interior sigue el bienio breve, pero intenso, de su vida pública: un año de acción y un año de pasión.
Al inicio del año 1429, Juana comienza su obra de liberación. Los numerosos testimonios nos muestran a esta joven mujer con sólo 17 años como una persona muy fuerte y decidida, capaz de convencer a hombres inseguros y desanimados. Superando todos los obstáculos, encuentra al Delfín de Francia, el futuro Rey Carlos VII, que en Poitiers la somete a un examen por parte de algunos teólogos de la Universidad. Su juicio es positivo: no ven en ella nada de malo, sólo una buena cristiana.
El 22 de marzo de 1429, Juana dicta una importante carta al Rey de Inglaterra y a sus hombres que asedian la ciudad de Orléans (Ibid., p. 221-222). La suya es una propuesta de verdadera paz en la justicia entre los dos pueblos cristianos, a la luz de los nombres de Jesús y de María, pero es rechazada esta propuesta, y Juana debe empeñarse en la lucha por la liberación de la ciudad, que tiene lugar el 8 de mayo. El otro momento culminante de su acción política es la coronación del Rey Carlos VII en Reims, el 17 de julio de 1429. Durante un año entero, Juana vive con los soldados, realizando entre ellos una verdadera misión de evangelización. Son numerosos sus testimonios sobre su bondad, su valor y su extraordinaria pureza. Es llamada por todos y ella misma se define “la doncella”, es decir, la virgen.
La pasión de Juana comienza el 23 de mayo de 1430, cuando cae prisionera en las manos de sus enemigos. El 23 de diciembre es conducida a la ciudad de Ruán. Allí se lleva a cabo el largo y dramático Proceso de Condena, que comienza en febrero de 1431 y acaba el 30 de mayo con la hoguera. Es un proceso grande y solemne, presidido por dos jueces eclesiásticos, el obispo Pierre Cauchon y el inquisidor Jean le Maistre, pero en realidad enteramente conducido por un nutrido grupo de teólogos de la célebre Universidad de París, que participan en el proceso como asesores. Son eclesiásticos franceses, que habiendo tomado la decisión política opuesta a la de Juana, tienen a priori un juicio negativo sobre su persona y sobre su misión. Este proceso es una página conmovedora de la historia de la santidad y también una página iluminadora sobre el misterio de la Iglesia, que, según las palabras del Concilio Vaticano II, es “al mismo tiempo santa y siempre necesitada de purificación” (LG, 8). Es el encuentro dramático entre esta Santa y sus jueces, que son eclesiásticos. Juana es acusada y juzgada por estos, hasta ser condenada como hereje y mandada a la muerte terrible de la hoguera. A diferencia de los santos teólogos que habían iluminado la Universidad de París, como san Buenaventura, santo Tomás de Aquino y el beato Duns Scoto, de quienes he hablado en algunas catequesis, estos jueces son teólogos a los que faltan la caridad y la humildad de ver en esta joven la acción de Dios. Vienen a la mente las palabras de Jesús según las cuales los misterios de Dios se revelan a quien tiene el corazón de los pequeños, mientras que permanecen escondidos a los doctos y sabios que no tienen humildad (cfr Lc 10,21). Así, los jueces de Juana son radicalmente incapaces de comprenderla, de ver la belleza de su alma: no sabían que condenaban a una Santa.
La apelación de Juana a la decisión del Papa, el 24 de mayo, fue rechazada por el tribunal. La mañana del 30 de mayo recibe por última vez la santa comunión en la cárcel, y justo después fue llevada al suplicio en la plaza del mercado viejo. Pidió a uno de los sacerdotes que le pusiera delante de la hoguera una cruz de la procesión. Así muere mirando a Jesús Crucificado y pronunciando muchas veces y en voz alta el Nombre de Jesús (PNul, I, p. 457; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 435). Casi 25 años más tarde, el Processo di Nullità, abierto bajo la autoridad del Papa Calixto III, concluye con una solemne sentencia que declara nula la condena (7 de julio de 1456; PNul, II, p 604-610). Este largo proceso, que recoge la declaración de testigos y juicios de muchos teólogos, todos favorables a Juana, pone de relieve su inocencia y su perfecta fidelidad a la Iglesia. Juana de Arco fue canonizada en 1920 por Benedicto XV.
Queridos hermanos y hermanas, el Nombre de Jesús, invocado por nuestra santa hasta los últimos instantes de su vida terrena, fue como la respiración de su alma, como el latido de su corazón, el centro de toda su vida. El “Misterio de la caridad de Juana de Arco”, que tanto fascinó al poeta Charles Péguy, es este total amor a Jesús, y al prójimo en Jesús y por Jesús. Esta santa comprendió que el Amor abraza toda la realidad de Dios y del hombre, del cielo y de la tierra, de la Iglesia y del mundo. Jesús siempre estuvo en primer lugar durante toda su vida, según su bella afirmación: “Nuestro Señor es servido el primero”(PCon, I, p. 288; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 223).
Amarlo significa obedecer siempre a su voluntad. Ella afirmó con total confianza y abandono: “Me confío a mi Dios Creador, lo amo con todo mi corazón” (ibid., p. 337). Con el voto de virginidad, Juana consagra de forma exclusiva toda su persona al único Amor de Jesús: es “su promesa hecha a nuestro Señor de custodiar bien su virginidad de cuerpo y de alma” (ibid., p. 149-150). La virginidad del alma es el estado de gracia, valor supremo, para ella más precioso que la vida: es un don de Dios que ha recibido y custodiado con humildad y confianza. Uno de los textos más conocidos del primer Proceso tiene que ver con esto: “Interrogada sobre si creía estar en la gracia de Dios, responde: Si no lo estoy, quiera Dios ponerme; si estoy, quiera Dios mantenerme en ella” (ibid., p. 62; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2005).
Nuestra santa vivió la oración como una forma de diálogo continuo con el Señor, que ilumina también su diálogo con los jueces y dándole paz y seguridad. Ella pidió con fe: “Dulcísimo Dios, en honor a vuestra santa Pasión, os pido, si me amáis, de de revelarme como debo responder a estos hombres de la Iglesia”(ibid., p. 252). Juana ve a Jesús como el “Rey del Cielo y de la Tierra”. De esta manera, en su estandarte Juana hizo pintar la imagen de “Nuestro Señor que sostiene el mundo” (ibid., p. 172), icono de su misión política. La liberación de su pueblo es una obra de justicia humana, que Juana cumple en la caridad, por amor a Jesús. El suyo es un bello ejemplo de santidad para los laicos que trabajan en la vida política, sobre todo en las situaciones más difíciles. La fe es la luz que guía ante cada elección, como testificará un siglo más tarde, otro gran santo, el inglés Tomás Moro. En Jesús, Juana contempla también la realidad de la Iglesia, la “Iglesia triunfante” del Cielo, y la “Iglesia militante” de la tierra. Según sus palabras “es un todo Nuestro Señor y la Iglesia” (ibid., p. 166). Esta afirmación citada en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 795), tiene un carácter verdaderamente heroico en el contexto del Proceso de Condena, frente a sus jueces, hombres de la Iglesia, que la persiguieron y la condenaron. En el amor de Jesús, Juana encontró la fuerza para amar a la Iglesia hasta el fin, incluso en el momento de la condena.
Me complace recordar como santa Juana de Arco tuvo una profunda influencia sobre una joven santa de la época moderna: Teresa del Niño Jesús. En una vida completamente distinta, transcurrida en la clausura, la carmelitana de Lisieux se sintió muy cercana a Juana, viviendo en el corazón de la Iglesia y participando en los sufrimientos de Jesús para la salvación del mundo. La Iglesia las ha reunido como Patronas de Francia, después de la Virgen María. Santa Teresa expresó su deseo de morir como Juana, pronunciando el Nombre de Jesús (Manoscritto B, 3r), la animaba el mismo amor hacia Jesús y hacia el prójimo, vivido en la virginidad consagrada.
Queridos hermanos y hermanas, con su testimonio luminoso, santa Juana de Arco nos invita a un alto nivel de la vida cristiana: hacer de la oración el hilo conductor de nuestros días; tener plena confianza en el cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que esta sea; vivir en la caridad sin favoritismos, sin límites y teniendo, como ella, en el Amor de Jesús, un profundo amor a la Iglesia. Gracias.
[En español dijo]
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Parroquia de Santa Fe, a los Hermanos de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de la Fuensanta, de Morón de la Frontera, a los profesores venidos de Chile, así como a los demás grupos procedentes de España, Méjico y otros países latinoamericanos. Que a ejemplo de Santa Juana de Arco encontréis en el amor a Jesucristo la fuerza para amar y servir a la Iglesia de todo corazón. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por ZENIT
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
hoy quisiera hablaros de Juan de Arco, una joven santa de finales de la Edad Media, muerta a los 19 años, en 1431. Esta santa francesa, citada muchas veces en el Catecismo de la Iglesia Católica, es particularmente cercana a santa Catalina de Siena, patrona de Italia y de Europa, de la que hablé en una reciente catequesis. Son de hecho dos jóvenes mujeres del pueblo, laicas y consagradas en la virginidad, dos místicas comprometidas, no en el claustro, sino en medio de las realidades más dramáticas de la Iglesia y del mundo de su tiempo. Son quizás las figuras más características de esas “mujeres fuertes” que, a finales de la Edad Media, llevaron sin miedo la gran luz del Evangelio en las complejas vicisitudes de la historia. Podríamos colocarla junto a las santas mujeres que permanecieron en el Calvario, cerca de Jesús crucificado y de María, su Madre, mientras que los Apóstoles habían huído y el propio Pedro había renegado tres veces de él. La Iglesia, en ese periodo, vivía la profunda crisis del gran cisma de Occidente, que duró casi 40 años. Cuando Catalina de Siena murió, en 1380, hay un Papa y un Antipapa; cuando Juana nace, en 1412, hay un Papa y dos Antipapas. Junto a esta laceración dentro de la Iglesia, había continuas guerras fratricidas entre los pueblos cristianos de Europa, la más dramática de las cuales fue la interminable “Guerra de los cien años” entre Francia e Inglaterra.
Juana de Arco no sabía ni leer ni escribir, pero puede ser conocida en lo más profundo de su alma gracias a dos fuentes de excepcional valor histórico: los dos Procesos que se le hicieron. El primero, el Proceso de Condena (PCon), contiene la transcripción de los largos y numerosos interrogatorios de Juana durante los últimos meses de su vida (febrero-mayo de 1431), y recoge las propias palabras de la Santa. El segundo, el Proceso de Nulidad de la Condena, o de "rehabilitación" (PNul), contiene los testimonios de cerca de 120 testigos oculares de todos los periodos de su vida (cfr Procès de Condamnation de Jeanne d'Arc, 3 vol. y Procès en Nullité de la Condamnation de Jeanne d'Arc, 5 vol., ed. Klincksieck, París l960-1989).
Juana nació en Domremy, un pequeño pueblo situado en la frontera entre Francia y Lorena. Sus padres eran campesinos acomodados, conocidos por todos como muy buenos cristianos. De ellos recibió una buena educación religiosa, con una notable influencia de la espiritualidad del Nombre de Jesús, enseñada por san Bernardino de Siena y difundida en Europa por los franciscanos. Al Nombre de Jesús se une siempre el Nombre de María y así, en el marco de la religiosidad popular, la espiritualidad de Juana es profundamente cristocéntrica y mariana. Desde la infancia, ella demuestra una gran caridad y compasión hacia los más pobres, los enfermos y todos los que sufren, en el contexto dramático de la guerra.
De sus propias palabras, sabemos que la vida religiosa de Juana madura como experiencia a partir de la edad de 13 años (PCon, I, p. 47-48). A través de la “voz” del arcángel san Miguel, Juana se siente llamada por el Señor a intensificar su vida cristiana y también a comprometerse en primera persona por la liberación de su pueblo. Su inmediata respuesta, su “sí”, es el voto de virginidad, con un nuevo empeño en la vida sacramental y en la oración: participación diaria en la Misa, Confesión y Comunión frecuentes, largos momentos de oración silenciosa ante el Crucificado o ante la imagen de la Virgen. La compasión y el compromiso de la joven campesina francesa ante el sufrimiento de su pueblo se hicieron más intensos por su relación mística con Dios. Uno de los aspectos más originales de la santidad de esta joven es precisamente este vínculo entre experiencia mística y misión política. Tras los años de vida oculta y de maduración interior sigue el bienio breve, pero intenso, de su vida pública: un año de acción y un año de pasión.
Al inicio del año 1429, Juana comienza su obra de liberación. Los numerosos testimonios nos muestran a esta joven mujer con sólo 17 años como una persona muy fuerte y decidida, capaz de convencer a hombres inseguros y desanimados. Superando todos los obstáculos, encuentra al Delfín de Francia, el futuro Rey Carlos VII, que en Poitiers la somete a un examen por parte de algunos teólogos de la Universidad. Su juicio es positivo: no ven en ella nada de malo, sólo una buena cristiana.
El 22 de marzo de 1429, Juana dicta una importante carta al Rey de Inglaterra y a sus hombres que asedian la ciudad de Orléans (Ibid., p. 221-222). La suya es una propuesta de verdadera paz en la justicia entre los dos pueblos cristianos, a la luz de los nombres de Jesús y de María, pero es rechazada esta propuesta, y Juana debe empeñarse en la lucha por la liberación de la ciudad, que tiene lugar el 8 de mayo. El otro momento culminante de su acción política es la coronación del Rey Carlos VII en Reims, el 17 de julio de 1429. Durante un año entero, Juana vive con los soldados, realizando entre ellos una verdadera misión de evangelización. Son numerosos sus testimonios sobre su bondad, su valor y su extraordinaria pureza. Es llamada por todos y ella misma se define “la doncella”, es decir, la virgen.
La pasión de Juana comienza el 23 de mayo de 1430, cuando cae prisionera en las manos de sus enemigos. El 23 de diciembre es conducida a la ciudad de Ruán. Allí se lleva a cabo el largo y dramático Proceso de Condena, que comienza en febrero de 1431 y acaba el 30 de mayo con la hoguera. Es un proceso grande y solemne, presidido por dos jueces eclesiásticos, el obispo Pierre Cauchon y el inquisidor Jean le Maistre, pero en realidad enteramente conducido por un nutrido grupo de teólogos de la célebre Universidad de París, que participan en el proceso como asesores. Son eclesiásticos franceses, que habiendo tomado la decisión política opuesta a la de Juana, tienen a priori un juicio negativo sobre su persona y sobre su misión. Este proceso es una página conmovedora de la historia de la santidad y también una página iluminadora sobre el misterio de la Iglesia, que, según las palabras del Concilio Vaticano II, es “al mismo tiempo santa y siempre necesitada de purificación” (LG, 8). Es el encuentro dramático entre esta Santa y sus jueces, que son eclesiásticos. Juana es acusada y juzgada por estos, hasta ser condenada como hereje y mandada a la muerte terrible de la hoguera. A diferencia de los santos teólogos que habían iluminado la Universidad de París, como san Buenaventura, santo Tomás de Aquino y el beato Duns Scoto, de quienes he hablado en algunas catequesis, estos jueces son teólogos a los que faltan la caridad y la humildad de ver en esta joven la acción de Dios. Vienen a la mente las palabras de Jesús según las cuales los misterios de Dios se revelan a quien tiene el corazón de los pequeños, mientras que permanecen escondidos a los doctos y sabios que no tienen humildad (cfr Lc 10,21). Así, los jueces de Juana son radicalmente incapaces de comprenderla, de ver la belleza de su alma: no sabían que condenaban a una Santa.
La apelación de Juana a la decisión del Papa, el 24 de mayo, fue rechazada por el tribunal. La mañana del 30 de mayo recibe por última vez la santa comunión en la cárcel, y justo después fue llevada al suplicio en la plaza del mercado viejo. Pidió a uno de los sacerdotes que le pusiera delante de la hoguera una cruz de la procesión. Así muere mirando a Jesús Crucificado y pronunciando muchas veces y en voz alta el Nombre de Jesús (PNul, I, p. 457; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 435). Casi 25 años más tarde, el Processo di Nullità, abierto bajo la autoridad del Papa Calixto III, concluye con una solemne sentencia que declara nula la condena (7 de julio de 1456; PNul, II, p 604-610). Este largo proceso, que recoge la declaración de testigos y juicios de muchos teólogos, todos favorables a Juana, pone de relieve su inocencia y su perfecta fidelidad a la Iglesia. Juana de Arco fue canonizada en 1920 por Benedicto XV.
Queridos hermanos y hermanas, el Nombre de Jesús, invocado por nuestra santa hasta los últimos instantes de su vida terrena, fue como la respiración de su alma, como el latido de su corazón, el centro de toda su vida. El “Misterio de la caridad de Juana de Arco”, que tanto fascinó al poeta Charles Péguy, es este total amor a Jesús, y al prójimo en Jesús y por Jesús. Esta santa comprendió que el Amor abraza toda la realidad de Dios y del hombre, del cielo y de la tierra, de la Iglesia y del mundo. Jesús siempre estuvo en primer lugar durante toda su vida, según su bella afirmación: “Nuestro Señor es servido el primero”(PCon, I, p. 288; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 223).
Amarlo significa obedecer siempre a su voluntad. Ella afirmó con total confianza y abandono: “Me confío a mi Dios Creador, lo amo con todo mi corazón” (ibid., p. 337). Con el voto de virginidad, Juana consagra de forma exclusiva toda su persona al único Amor de Jesús: es “su promesa hecha a nuestro Señor de custodiar bien su virginidad de cuerpo y de alma” (ibid., p. 149-150). La virginidad del alma es el estado de gracia, valor supremo, para ella más precioso que la vida: es un don de Dios que ha recibido y custodiado con humildad y confianza. Uno de los textos más conocidos del primer Proceso tiene que ver con esto: “Interrogada sobre si creía estar en la gracia de Dios, responde: Si no lo estoy, quiera Dios ponerme; si estoy, quiera Dios mantenerme en ella” (ibid., p. 62; cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 2005).
Nuestra santa vivió la oración como una forma de diálogo continuo con el Señor, que ilumina también su diálogo con los jueces y dándole paz y seguridad. Ella pidió con fe: “Dulcísimo Dios, en honor a vuestra santa Pasión, os pido, si me amáis, de de revelarme como debo responder a estos hombres de la Iglesia”(ibid., p. 252). Juana ve a Jesús como el “Rey del Cielo y de la Tierra”. De esta manera, en su estandarte Juana hizo pintar la imagen de “Nuestro Señor que sostiene el mundo” (ibid., p. 172), icono de su misión política. La liberación de su pueblo es una obra de justicia humana, que Juana cumple en la caridad, por amor a Jesús. El suyo es un bello ejemplo de santidad para los laicos que trabajan en la vida política, sobre todo en las situaciones más difíciles. La fe es la luz que guía ante cada elección, como testificará un siglo más tarde, otro gran santo, el inglés Tomás Moro. En Jesús, Juana contempla también la realidad de la Iglesia, la “Iglesia triunfante” del Cielo, y la “Iglesia militante” de la tierra. Según sus palabras “es un todo Nuestro Señor y la Iglesia” (ibid., p. 166). Esta afirmación citada en el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 795), tiene un carácter verdaderamente heroico en el contexto del Proceso de Condena, frente a sus jueces, hombres de la Iglesia, que la persiguieron y la condenaron. En el amor de Jesús, Juana encontró la fuerza para amar a la Iglesia hasta el fin, incluso en el momento de la condena.
Me complace recordar como santa Juana de Arco tuvo una profunda influencia sobre una joven santa de la época moderna: Teresa del Niño Jesús. En una vida completamente distinta, transcurrida en la clausura, la carmelitana de Lisieux se sintió muy cercana a Juana, viviendo en el corazón de la Iglesia y participando en los sufrimientos de Jesús para la salvación del mundo. La Iglesia las ha reunido como Patronas de Francia, después de la Virgen María. Santa Teresa expresó su deseo de morir como Juana, pronunciando el Nombre de Jesús (Manoscritto B, 3r), la animaba el mismo amor hacia Jesús y hacia el prójimo, vivido en la virginidad consagrada.
Queridos hermanos y hermanas, con su testimonio luminoso, santa Juana de Arco nos invita a un alto nivel de la vida cristiana: hacer de la oración el hilo conductor de nuestros días; tener plena confianza en el cumplir la voluntad de Dios, cualquiera que esta sea; vivir en la caridad sin favoritismos, sin límites y teniendo, como ella, en el Amor de Jesús, un profundo amor a la Iglesia. Gracias.
[En español dijo]
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Parroquia de Santa Fe, a los Hermanos de la Cofradía de Nuestro Padre Jesús Nazareno de la Fuensanta, de Morón de la Frontera, a los profesores venidos de Chile, así como a los demás grupos procedentes de España, Méjico y otros países latinoamericanos. Que a ejemplo de Santa Juana de Arco encontréis en el amor a Jesucristo la fuerza para amar y servir a la Iglesia de todo corazón. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por ZENIT
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Cristo no está dividido Angelus 23 enero 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!En estos días, desde el 18 al 25 de enero, se está llevando a cabo la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos. Este año lleva por tema un pasaje del libro de los Hechos de los Apóstoles, que resume en pocas palabras la vida de la primera comunidad cristiana de Jerusalén: “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). Es muy significativo que este tema haya sido propuesto por las Iglesias y comunidades cristianas de Jerusalén, reunidas en espíritu ecuménico. Sabemos cuántas pruebas deben afrontar los hermanos y hermanas de Tierra Santa y de Oriente Medio. Su servicio es por tanto aún más precioso, valorado por un testimonio que, en ciertos casos, ha llegado hasta el sacrificio de la vida. Por ello, mientras acogemos con alegría las inspiraciones para la reflexión ofrecidas por las comunidades que viven en Jerusalén, nos estrechamos en torno a ellas, y esto se convierte para todos en un factor ulterior de comunión.
También hoy, para ser en el mundo signo e instrumento de unión íntima con Dios y de unidad entre los hombres, nosotros los cristianos debemos fundar nuestra vida en estos cuatro “ejes”: la vida fundada en la fe de los Apóstoles transmitida en la viva Tradición de la Iglesia, la comunión fraterna, la Eucaristía y la oración. Sólo de esta forma, permaneciendo firmemente unida a Cristo, la Iglesia puede llevar a cabo eficazmente su misión, a pesar de todos los límites y las faltas de sus miembros, a pesar de las divisiones, que ya el apóstol Pablo tuvo que afrontar en la comunidad de Corinto, como recuerda la segunda lectura bíblica de este domingo, donde dice: “Hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, os exhorto a que os pongáis de acuerdo: que no haya divisiones entre vosotros y vivid en perfecta armonía, teniendo la misma manera de pensar y de sentir” (1,10). El Apóstol, de hecho, había sabido que en la comunidad cristiana de Corinto habían nacido discordias y divisiones; por ello, con gran firmeza, añade: “¿Acaso Cristo está dividido?” (1,13). Diciendo esto, afirma que toda división en la Iglesia es una ofensa a Cristo; y, al mismo tiempo, que es siempre en Él, única Cabeza y Señor, donde podemos volver a encontrarnos unidos, por la fuerza inagotable de su gracia.
De ahí entonces la llamada siempre actual del Evangelio de hoy: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 4,17). El serio deber de conversión a Cristo es el camino que conduce a la Iglesia, con los tiempos que Dios dispone, a la plena unidad visible. De ello son un signo los encuentros ecuménicos que se multiplican en estos días en todo el mundo. Aquí en Roma, además de hallarse presentes varias delegaciones ecuménicas, comenzará mañana una sesión de encuentro de la Comisión del diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Antiguas Iglesias Orientales. Y pasado mañana concluiremos la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos con la solemne celebración de las Vísperas en la fiesta de la Conversión de San Pablo. Que nos acompañe siempre, en este camino, la Virgen María, Madre de la Iglesia.
[Después del Ángelus, en español]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los alumnos y profesores del Instituto Maestro Domingo, de Badajoz. En el transcurso de esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, la liturgia nos urge, con el apóstol Pablo, a poner siempre el corazón en la salvación que Cristo ofrece, identificándonos cada día más con Él y apartándonos de todo lo que causa división. Que la amorosa intercesión de la Santísima Virgen María, aliente a todos los discípulos de su divino Hijo a edificar sin discordias el Reino de Dios, siendo en todas partes sal de la tierra y luz del mundo. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
También hoy, para ser en el mundo signo e instrumento de unión íntima con Dios y de unidad entre los hombres, nosotros los cristianos debemos fundar nuestra vida en estos cuatro “ejes”: la vida fundada en la fe de los Apóstoles transmitida en la viva Tradición de la Iglesia, la comunión fraterna, la Eucaristía y la oración. Sólo de esta forma, permaneciendo firmemente unida a Cristo, la Iglesia puede llevar a cabo eficazmente su misión, a pesar de todos los límites y las faltas de sus miembros, a pesar de las divisiones, que ya el apóstol Pablo tuvo que afrontar en la comunidad de Corinto, como recuerda la segunda lectura bíblica de este domingo, donde dice: “Hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, os exhorto a que os pongáis de acuerdo: que no haya divisiones entre vosotros y vivid en perfecta armonía, teniendo la misma manera de pensar y de sentir” (1,10). El Apóstol, de hecho, había sabido que en la comunidad cristiana de Corinto habían nacido discordias y divisiones; por ello, con gran firmeza, añade: “¿Acaso Cristo está dividido?” (1,13). Diciendo esto, afirma que toda división en la Iglesia es una ofensa a Cristo; y, al mismo tiempo, que es siempre en Él, única Cabeza y Señor, donde podemos volver a encontrarnos unidos, por la fuerza inagotable de su gracia.
De ahí entonces la llamada siempre actual del Evangelio de hoy: “Convertíos, porque el Reino de los Cielos está cerca” (Mt 4,17). El serio deber de conversión a Cristo es el camino que conduce a la Iglesia, con los tiempos que Dios dispone, a la plena unidad visible. De ello son un signo los encuentros ecuménicos que se multiplican en estos días en todo el mundo. Aquí en Roma, además de hallarse presentes varias delegaciones ecuménicas, comenzará mañana una sesión de encuentro de la Comisión del diálogo teológico entre la Iglesia católica y las Antiguas Iglesias Orientales. Y pasado mañana concluiremos la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos con la solemne celebración de las Vísperas en la fiesta de la Conversión de San Pablo. Que nos acompañe siempre, en este camino, la Virgen María, Madre de la Iglesia.
[Después del Ángelus, en español]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, en particular a los alumnos y profesores del Instituto Maestro Domingo, de Badajoz. En el transcurso de esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, la liturgia nos urge, con el apóstol Pablo, a poner siempre el corazón en la salvación que Cristo ofrece, identificándonos cada día más con Él y apartándonos de todo lo que causa división. Que la amorosa intercesión de la Santísima Virgen María, aliente a todos los discípulos de su divino Hijo a edificar sin discordias el Reino de Dios, siendo en todas partes sal de la tierra y luz del mundo. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La unidad en la primera comunidad cristiana Audiendia 19 enero 2011
Queridos hermanos y hermanas,
estamos celebrando la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, en la que todos los creyentes en Cristo están invitados a unirse en oración para dar testimonio del profundo vínculo que existe entre ellos y para invocar el don de la comunión plena. Es providencial el hecho de que, en el camino para construir la unidad, se ponga en el centro la oración: esto nos recuerda, una vez más, que la unidad no puede ser un simple producto del actuar humano; es ante todo un don de Dios, que conlleva un crecimiento en la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Concilio Vaticano II dice “Estas oraciones en comunión son, sin duda, un medio muy eficaz para impetrar la gracia de la unidad y constituyen una manifestación auténtica de los vínculos con los cuales los católicos permanecen unidos con los hermanos separados: ' Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos' (Mt 18,20)” (Decr. Unitatis Redintegratio, 8). El camino hacia la unidad visible entre todos los cristianos habita en la oración, porque fundamentalmente la unidad no la “construimos” nosotros, sino que la “construye” Dios, viene de Él, del Misterio trinitario, de la unidad del Padre con el Hijo en el diálogo de amor que es el Espíritu Santo y nuestro esfuerzo ecuménico debe abrirse a la acción divina, debe ser invocación cotidiana de la ayuda de Dios. La Iglesia es suya y no nuestra.
El tema elegido este año para la Semana de Oración hace referencia a la experiencia de la primera comunidad cristiana de Jerusalén, tal como es descrita por los Hechos de los Apóstoles (hemos escuchado el texto): “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). Debemos considerar que ya en el momento de Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre personas de diversa lengua y cultura: esto significa que la Iglesia abraza desde el principio a gente de diversa procedencia y, sin embargo, precisamente a partir de esas diferencias, el Espíritu crea un único cuerpo. Pentecostés como inicio de la Iglesia marca la ampliación de la Alianza de Dios a todas las criaturas, a todos los pueblos y a todos los tiempos, para que toda la creación camine hacia su verdadero objetivo: ser lugar de unidad y de amor.
En el pasaje citado de los Hechos de los Apóstoles, cuatro características definen a la primera comunidad cristiana de Jerusalén como lugar de unidad y de amor, y san Lucas no sólo quiere describir una evento del pasado. Nos lo ofrece como modelo, como norma para la Iglesia presente, porque estas cuatro características deben constituir siempre la vida de la Iglesia. La primera característica es estar unida en la escucha de las enseñanzas de los Apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en la oración. Como ya he mencionado estos cuatro elementos son todavía hoy, los pilares de la vida de toda comunidad cristiana y constituyen un único y sólido cimiento sobre el cual basar nuestra búsqueda de la unidad visible de la Iglesia.
Ante todo tenemos la escucha de la enseñanza de los Apóstoles, o sea, la escucha del testimonio que estos dan de la misión, la vida, la muerte y la resurrección del Señor Jesús. Es lo que Pablo llama sencillamente el “Evangelio”. Los primeros cristianos recibían el Evangelio de la boca de los Apóstoles, estaban unidos para su escucha y para su proclamación, pues el Evangelio, como afirma san Pablo, “es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen” (Rm 1,16). Todavía hoy, la comunidad de los creyentes reconoce en la referencia a la enseñanza de los Apóstoles la propia norma de fe: cada esfuerzo realizado para la construcción de la unidad entre los cristianos pasa a través de la profundización de la fidelidad al depositum fidei que nos transmitieron los Apóstoles. La firmeza en la fe es la base de nuestra comunión, es la base de la unidad cristiana.
El segundo elemento es la comunión fraterna. En los tiempos de la primera comunidad cristiana, como también en nuestros días, ésta es la expresión más tangible, sobre todo para el mundo exterior, de la unidad entre los discípulos del Señor. Leemos en los Hechos de los Apóstoles – lo hemos escuchado – que los primeros cristianos tenían todo en común, y que quien tenía propiedades y bienes los vendía para distribuirlos a los necesitados (cfr Hch 2,44-45). Esta comunión de los propios bienes ha encontrado, en la historia de la Iglesia, nuevas formas de expresión. Una de estas, en particular, es la de la relación fraternal y de amistad construida entre cristianos de distintas confesiones. La historia del movimiento ecuménico está marcada por dificultades e incertidumbres, pero es también una historia de fraternidad, de cooperación y de comunión humana y espiritual, que ha cambiado de manera significativa las relaciones entre los creyentes en el Señor Jesús: todos estamos comprometidos a continuar en este camino. El segundo elemento es, por tanto, la comunión, que ante todo es comunión con Dios a través de la fe, pero la comunión con Dios crea comunión entre nosotros y se traduce necesariamente en la comunión concreta de la que hablan los Hechos de los Apóstoles, o sea la comunión plena. Nadie en la comunidad cristiana debe pasar hambre, nadie debe ser pobre: es una obligación fundamental. La comunión con Dios, hecha carne en la comunión fraterna, se traduce, en concreto, en el esfuerzo social, en la caridad cristiana, en la justicia.
Tercer elemento. En la vida de la primera comunidad de Jerusalén era esencial también el momento de la fracción del pan, en el que el Señor mismo se hace presente con el único sacrificio de la Cruz en su entregarse completamente por la vida de sus amigos: “Éste es mi cuerpo ofrecido en sacrificio por vosotros… éste es el cáliz de mi Sangre... derramada por vosotros”. “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia” (Enc. Ecclesia de Eucharistia, 1). La comunión en el sacrificio de Cristo es el culmen de nuestra unión con Dios y representa por tanto también la plenitud de la unidad de los discípulos de Cristo, la comunión plena. Durante esta semana de oración por la unidad está particularmente vivo el lamento por la imposibilidad de compartir la misma mesa eucarística, signo de que estamos aún lejos de la realización de esa unidad por la que Cristo oró. Esta experiencia dolorosa, que confiere una dimensión penitencial a nuestra oración, debe convertirse en motivo de un esfuerzo más generoso todavía, por parte de todos; con el fin de que, eliminados todos los obstáculos para la plena comunión, llegue el día en que sea posible reunirse en torno a la mesa del Señor, partir juntos el pan eucarístico y beber todos del mismo cáliz.
Finalmente, la oración, o como dice san Lucas, “las oraciones”, es la cuarta característica de la Iglesia primitiva de Jerusalén descrita en el libro de los Hechos de los Apóstoles. La oración es desde siempre la actitud constante de los discípulos de Cristo, lo que acompaña sus vidas cotidianas en obediencia a la voluntad de Dios, como nos lo atestiguan también las palabras del apóstol Pablo, que escribe a los Tesalonicenses en su primera carta ”Estad siempre alegres. Orad sin cesar. Dad gracias a Dios en toda ocasión: esto es lo que Dios quiere de todos vosotros, en Cristo Jesús” (1 Tes 5, 16-18; cfr. Ef 6,18). La oración cristiana, participación en la oración de Jesús, es por excelencia una experiencia filial, como nos lo atestiguan las palabras del Padre Nuestro, oración de la familia -el “nosotros” de los Hijos de Dios, de los hermanos y hermanas- que habla a un Padre común. Estar en actitud de oración implica por tanto abrirse a la fraternidad. Sólo en el “nosotros” podemos decir Padre Nuestro. Abrámonos a la fraternidad que deriva de ser hijos del único Padre celeste, y por tanto a estar dispuestos al perdón y a la reconciliación.
Queridos hermanos y hermanas, como discípulos del Señor tenemos una responsabilidad común hacia el mundo, debemos hacer un servicio común: como la primera comunidad cristiana de Jerusalén, partiendo de lo que ya compartimos, debemos ofrecer un testimonio fuerte, fundado espiritualmente y apoyado por la razón, del único Dios que se ha revelado y que nos habla en Cristo, para ser portadores de un mensaje que oriente e ilumine el camino del hombre de nuestro tiempo, a menudo privado de puntos de referencia claros y válidos. Es importante, entonces, crecer cada día en el amor mutuo, empeñándonos en superar esas barreras que aún existen entre los cristianos; sentir que existe una verdadera unidad interior entre todos aquellos que siguen al Señor; colaborar lo más posible, trabajando juntos sobre las cuestiones aún abiertas; y sobre todo ser conscientes de que en este itinerario el Señor debe asistirnos, tiene que ayudarnos aún mucho, porque sin Él, solos, sin “permanecer en Él” no podemos hacer nada (cfr Jn 15,5).
Queridos amigos, una vez más es en la oración donde nos encontramos reunidos – particularmente en esta semana – junto a todos aquellos que confiesan su fe en Jesucristo, Hijo de Dios: perseveremos en ella, seamos hombres de oración, implorando de Dios el don de la unidad, para que se cumpla en el mundo entero su designio de salvación y de reconciliación. ¡Gracias!
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
estamos celebrando la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, en la que todos los creyentes en Cristo están invitados a unirse en oración para dar testimonio del profundo vínculo que existe entre ellos y para invocar el don de la comunión plena. Es providencial el hecho de que, en el camino para construir la unidad, se ponga en el centro la oración: esto nos recuerda, una vez más, que la unidad no puede ser un simple producto del actuar humano; es ante todo un don de Dios, que conlleva un crecimiento en la comunión con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. El Concilio Vaticano II dice “Estas oraciones en comunión son, sin duda, un medio muy eficaz para impetrar la gracia de la unidad y constituyen una manifestación auténtica de los vínculos con los cuales los católicos permanecen unidos con los hermanos separados: ' Porque donde hay dos o tres reunidos en mi Nombre, yo estoy presente en medio de ellos' (Mt 18,20)” (Decr. Unitatis Redintegratio, 8). El camino hacia la unidad visible entre todos los cristianos habita en la oración, porque fundamentalmente la unidad no la “construimos” nosotros, sino que la “construye” Dios, viene de Él, del Misterio trinitario, de la unidad del Padre con el Hijo en el diálogo de amor que es el Espíritu Santo y nuestro esfuerzo ecuménico debe abrirse a la acción divina, debe ser invocación cotidiana de la ayuda de Dios. La Iglesia es suya y no nuestra.
El tema elegido este año para la Semana de Oración hace referencia a la experiencia de la primera comunidad cristiana de Jerusalén, tal como es descrita por los Hechos de los Apóstoles (hemos escuchado el texto): “Todos se reunían asiduamente para escuchar la enseñanza de los Apóstoles y participar en la vida común, en la fracción del pan y en las oraciones” (Hch 2,42). Debemos considerar que ya en el momento de Pentecostés el Espíritu Santo desciende sobre personas de diversa lengua y cultura: esto significa que la Iglesia abraza desde el principio a gente de diversa procedencia y, sin embargo, precisamente a partir de esas diferencias, el Espíritu crea un único cuerpo. Pentecostés como inicio de la Iglesia marca la ampliación de la Alianza de Dios a todas las criaturas, a todos los pueblos y a todos los tiempos, para que toda la creación camine hacia su verdadero objetivo: ser lugar de unidad y de amor.
En el pasaje citado de los Hechos de los Apóstoles, cuatro características definen a la primera comunidad cristiana de Jerusalén como lugar de unidad y de amor, y san Lucas no sólo quiere describir una evento del pasado. Nos lo ofrece como modelo, como norma para la Iglesia presente, porque estas cuatro características deben constituir siempre la vida de la Iglesia. La primera característica es estar unida en la escucha de las enseñanzas de los Apóstoles, en la comunión fraterna, en la fracción del pan y en la oración. Como ya he mencionado estos cuatro elementos son todavía hoy, los pilares de la vida de toda comunidad cristiana y constituyen un único y sólido cimiento sobre el cual basar nuestra búsqueda de la unidad visible de la Iglesia.
Ante todo tenemos la escucha de la enseñanza de los Apóstoles, o sea, la escucha del testimonio que estos dan de la misión, la vida, la muerte y la resurrección del Señor Jesús. Es lo que Pablo llama sencillamente el “Evangelio”. Los primeros cristianos recibían el Evangelio de la boca de los Apóstoles, estaban unidos para su escucha y para su proclamación, pues el Evangelio, como afirma san Pablo, “es el poder de Dios para la salvación de todos los que creen” (Rm 1,16). Todavía hoy, la comunidad de los creyentes reconoce en la referencia a la enseñanza de los Apóstoles la propia norma de fe: cada esfuerzo realizado para la construcción de la unidad entre los cristianos pasa a través de la profundización de la fidelidad al depositum fidei que nos transmitieron los Apóstoles. La firmeza en la fe es la base de nuestra comunión, es la base de la unidad cristiana.
El segundo elemento es la comunión fraterna. En los tiempos de la primera comunidad cristiana, como también en nuestros días, ésta es la expresión más tangible, sobre todo para el mundo exterior, de la unidad entre los discípulos del Señor. Leemos en los Hechos de los Apóstoles – lo hemos escuchado – que los primeros cristianos tenían todo en común, y que quien tenía propiedades y bienes los vendía para distribuirlos a los necesitados (cfr Hch 2,44-45). Esta comunión de los propios bienes ha encontrado, en la historia de la Iglesia, nuevas formas de expresión. Una de estas, en particular, es la de la relación fraternal y de amistad construida entre cristianos de distintas confesiones. La historia del movimiento ecuménico está marcada por dificultades e incertidumbres, pero es también una historia de fraternidad, de cooperación y de comunión humana y espiritual, que ha cambiado de manera significativa las relaciones entre los creyentes en el Señor Jesús: todos estamos comprometidos a continuar en este camino. El segundo elemento es, por tanto, la comunión, que ante todo es comunión con Dios a través de la fe, pero la comunión con Dios crea comunión entre nosotros y se traduce necesariamente en la comunión concreta de la que hablan los Hechos de los Apóstoles, o sea la comunión plena. Nadie en la comunidad cristiana debe pasar hambre, nadie debe ser pobre: es una obligación fundamental. La comunión con Dios, hecha carne en la comunión fraterna, se traduce, en concreto, en el esfuerzo social, en la caridad cristiana, en la justicia.
Tercer elemento. En la vida de la primera comunidad de Jerusalén era esencial también el momento de la fracción del pan, en el que el Señor mismo se hace presente con el único sacrificio de la Cruz en su entregarse completamente por la vida de sus amigos: “Éste es mi cuerpo ofrecido en sacrificio por vosotros… éste es el cáliz de mi Sangre... derramada por vosotros”. “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia” (Enc. Ecclesia de Eucharistia, 1). La comunión en el sacrificio de Cristo es el culmen de nuestra unión con Dios y representa por tanto también la plenitud de la unidad de los discípulos de Cristo, la comunión plena. Durante esta semana de oración por la unidad está particularmente vivo el lamento por la imposibilidad de compartir la misma mesa eucarística, signo de que estamos aún lejos de la realización de esa unidad por la que Cristo oró. Esta experiencia dolorosa, que confiere una dimensión penitencial a nuestra oración, debe convertirse en motivo de un esfuerzo más generoso todavía, por parte de todos; con el fin de que, eliminados todos los obstáculos para la plena comunión, llegue el día en que sea posible reunirse en torno a la mesa del Señor, partir juntos el pan eucarístico y beber todos del mismo cáliz.
Finalmente, la oración, o como dice san Lucas, “las oraciones”, es la cuarta característica de la Iglesia primitiva de Jerusalén descrita en el libro de los Hechos de los Apóstoles. La oración es desde siempre la actitud constante de los discípulos de Cristo, lo que acompaña sus vidas cotidianas en obediencia a la voluntad de Dios, como nos lo atestiguan también las palabras del apóstol Pablo, que escribe a los Tesalonicenses en su primera carta ”Estad siempre alegres. Orad sin cesar. Dad gracias a Dios en toda ocasión: esto es lo que Dios quiere de todos vosotros, en Cristo Jesús” (1 Tes 5, 16-18; cfr. Ef 6,18). La oración cristiana, participación en la oración de Jesús, es por excelencia una experiencia filial, como nos lo atestiguan las palabras del Padre Nuestro, oración de la familia -el “nosotros” de los Hijos de Dios, de los hermanos y hermanas- que habla a un Padre común. Estar en actitud de oración implica por tanto abrirse a la fraternidad. Sólo en el “nosotros” podemos decir Padre Nuestro. Abrámonos a la fraternidad que deriva de ser hijos del único Padre celeste, y por tanto a estar dispuestos al perdón y a la reconciliación.
Queridos hermanos y hermanas, como discípulos del Señor tenemos una responsabilidad común hacia el mundo, debemos hacer un servicio común: como la primera comunidad cristiana de Jerusalén, partiendo de lo que ya compartimos, debemos ofrecer un testimonio fuerte, fundado espiritualmente y apoyado por la razón, del único Dios que se ha revelado y que nos habla en Cristo, para ser portadores de un mensaje que oriente e ilumine el camino del hombre de nuestro tiempo, a menudo privado de puntos de referencia claros y válidos. Es importante, entonces, crecer cada día en el amor mutuo, empeñándonos en superar esas barreras que aún existen entre los cristianos; sentir que existe una verdadera unidad interior entre todos aquellos que siguen al Señor; colaborar lo más posible, trabajando juntos sobre las cuestiones aún abiertas; y sobre todo ser conscientes de que en este itinerario el Señor debe asistirnos, tiene que ayudarnos aún mucho, porque sin Él, solos, sin “permanecer en Él” no podemos hacer nada (cfr Jn 15,5).
Queridos amigos, una vez más es en la oración donde nos encontramos reunidos – particularmente en esta semana – junto a todos aquellos que confiesan su fe en Jesucristo, Hijo de Dios: perseveremos en ella, seamos hombres de oración, implorando de Dios el don de la unidad, para que se cumpla en el mundo entero su designio de salvación y de reconciliación. ¡Gracias!
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Copyright 2011 Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Jesús fue un refugiado Angelus 16 enero 2011
Queridos hermanos y hermanas:
En este domingo se celebra la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, que cada año nos invita a reflexionar sobre la experiencia de tantos hombres y mujeres, y de tantas familias, que dejan su propio país en busca de mejores condiciones de vida. Esta migración a veces es voluntaria, otras veces, por desgracia, es forzada por guerras o persecuciones, y con frecuencia tiene lugar, como sabemos, en condiciones dramáticas. Por este motivo, fue instituido hace sesenta años el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. En la fiesta de la Sagrada Familia, después de Navidad, recordamos que también los padres de Jesús tuvieron que huir de la propia tierra y refugiarse en Egipto para salvar la vida de su niño: el Mesías, el Hijo de Dios fue un refugiado. La Iglesia, desde siempre, viven en su interior la experiencia de la migración. En ocasiones, por desgracia, los cristianos se ven obligados a dejar en medio del sufrimiento su tierra, empobreciendo así a los países en los que han vivido sus antepasados. Por otro lado, los traslados voluntarios de los cristianos por diferentes motivos de una ciudad a otra, de un país al otro, de un continente al otro, son una ocasión para incrementar el dinamismo misionero de la Palabra de Dios y permiten que el testimonio de la fe circule aún más en el Cuerpo místico de Cristo, atravesando los pueblos y las culturas, y alcanzando nuevas fronteras, nuevos ambientes.
"Una sola familia humana": este es el tema del mensaje que he enviado con motivo de esta Jornada. Un tema que indica el fin, la meta del gran viaje de la humanidad a través de los siglos: formar una sola familia, naturalmente con todas las diferencias que la enriquecen, pero sin barreras, reconociéndonos todos como hermanos. El Concilio Vaticano II dice: "Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra" (declaración Nostra aetate, 1). La Iglesia, sigue diciendo el Concilio, "es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (constitución Lumen gentium, 1). Por este motivo, es fundamental que los cristianos, si bien están esparcidos por todo el mundo y, por tanto, tienen diferentes culturas y tradiciones, sean una sola cosa, como quiere el Señor. Este es el objetivo de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que tendrá lugar en los próximos días, del 18 al 25 de enero. Este año se inspira en un pasaje de los Hechos de los Apóstoles: "Unidos en la enseñanza de los apóstoles, la comunión fraterna, la fracción del pan y la oración" (Hechos 2,42). El octavario por la unidad de los cristianos es precedido, mañana, por la Jornada de diálogo judeocristiano: la concomitancia de las fechas es muy significativa, pues recuerda la importancia de las raíces comunes que unen a judíos y cristianos.
Al dirigirnos a la Virgen María, con la oración del Ángelus, encomendamos a su protección a todos los emigrantes y a quienes se comprometen en el trabajo pastoral entre ellos. Que María, Madre de la Iglesia, nos permita, además, avanzar en el camino hacia la plena comunión de todos los discípulos de Cristo.
[Después de rezar el Ángelus, el papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En italiano, comenzó diciendo:]
Queridos hermanos y hermanas: como sabéis, el 1 de mayo próximo, tendré la alegría de proclamar beato al venerable papa Juan Pablo II, mi amado predecesor. La fecha escogida es muy significativa: de hecho, será el segundo domingo de Pascua, que él mismo dedicó a la Divina Misericordia, y en cuya vigilia concluyó su vida terrena. Quienes le conocieron, quienes le estimaron y amaron, se alegrarán con la Iglesia por este acontecimiento. ¡Estamos felices!
Deseo asegurar mi particular recuerdo en la oración a las poblaciones de Australia, Brasil, Filipinas y Sri Lanka, recientemente golpeadas por devastadoras inundaciones. Que el Señor acoja las almas de los difuntos, dé fuerza a los evacuados, y apoye el compromiso de quienes se están entregando para aliviar sufrimientos y dificultades.
[En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, particularmente a los alumnos y profesores del Instituto de Villafranca de los Barros. Al comenzar esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, invito a todos a pedir con constancia a Dios, para que siga santificando a todos sus hijos en la verdad de Cristo, crezcamos en el conocimiento de su Palabra y sirvamos a la edificación de su Reino con humildad y amor. Que la maternal intercesión de la Santísima Virgen María, anime todos los corazones, para que se eliminen las barreras de separación y, curados de toda división, demos un testimonio creíble del Evangelio de la Salvación. Feliz domingo.
[En polaco, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas polacos: os saludo cordialmente a todos aquí, en Roma, en Polonia y en todo el mundo. Comparto con vosotros la alegría por el anuncio de la beatificación del Santo Padre Juan Pablo II, que tendrá lugar el 1 de mayo. Esta noticia era muy esperada por todos, en particular por vosotros, para quienes mi venerable predecesor fue guía en la fe, en la verdad, y en la libertad. Os deseo una profunda preparación espiritual para este acontecimiento y a todos os bendigo de corazón.
[Traducción de Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]
En este domingo se celebra la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado, que cada año nos invita a reflexionar sobre la experiencia de tantos hombres y mujeres, y de tantas familias, que dejan su propio país en busca de mejores condiciones de vida. Esta migración a veces es voluntaria, otras veces, por desgracia, es forzada por guerras o persecuciones, y con frecuencia tiene lugar, como sabemos, en condiciones dramáticas. Por este motivo, fue instituido hace sesenta años el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados. En la fiesta de la Sagrada Familia, después de Navidad, recordamos que también los padres de Jesús tuvieron que huir de la propia tierra y refugiarse en Egipto para salvar la vida de su niño: el Mesías, el Hijo de Dios fue un refugiado. La Iglesia, desde siempre, viven en su interior la experiencia de la migración. En ocasiones, por desgracia, los cristianos se ven obligados a dejar en medio del sufrimiento su tierra, empobreciendo así a los países en los que han vivido sus antepasados. Por otro lado, los traslados voluntarios de los cristianos por diferentes motivos de una ciudad a otra, de un país al otro, de un continente al otro, son una ocasión para incrementar el dinamismo misionero de la Palabra de Dios y permiten que el testimonio de la fe circule aún más en el Cuerpo místico de Cristo, atravesando los pueblos y las culturas, y alcanzando nuevas fronteras, nuevos ambientes.
"Una sola familia humana": este es el tema del mensaje que he enviado con motivo de esta Jornada. Un tema que indica el fin, la meta del gran viaje de la humanidad a través de los siglos: formar una sola familia, naturalmente con todas las diferencias que la enriquecen, pero sin barreras, reconociéndonos todos como hermanos. El Concilio Vaticano II dice: "Todos los pueblos forman una comunidad, tienen un mismo origen, puesto que Dios hizo habitar a todo el género humano sobre la faz de la tierra" (declaración Nostra aetate, 1). La Iglesia, sigue diciendo el Concilio, "es en Cristo como un sacramento, o sea signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (constitución Lumen gentium, 1). Por este motivo, es fundamental que los cristianos, si bien están esparcidos por todo el mundo y, por tanto, tienen diferentes culturas y tradiciones, sean una sola cosa, como quiere el Señor. Este es el objetivo de la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, que tendrá lugar en los próximos días, del 18 al 25 de enero. Este año se inspira en un pasaje de los Hechos de los Apóstoles: "Unidos en la enseñanza de los apóstoles, la comunión fraterna, la fracción del pan y la oración" (Hechos 2,42). El octavario por la unidad de los cristianos es precedido, mañana, por la Jornada de diálogo judeocristiano: la concomitancia de las fechas es muy significativa, pues recuerda la importancia de las raíces comunes que unen a judíos y cristianos.
Al dirigirnos a la Virgen María, con la oración del Ángelus, encomendamos a su protección a todos los emigrantes y a quienes se comprometen en el trabajo pastoral entre ellos. Que María, Madre de la Iglesia, nos permita, además, avanzar en el camino hacia la plena comunión de todos los discípulos de Cristo.
[Después de rezar el Ángelus, el papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En italiano, comenzó diciendo:]
Queridos hermanos y hermanas: como sabéis, el 1 de mayo próximo, tendré la alegría de proclamar beato al venerable papa Juan Pablo II, mi amado predecesor. La fecha escogida es muy significativa: de hecho, será el segundo domingo de Pascua, que él mismo dedicó a la Divina Misericordia, y en cuya vigilia concluyó su vida terrena. Quienes le conocieron, quienes le estimaron y amaron, se alegrarán con la Iglesia por este acontecimiento. ¡Estamos felices!
Deseo asegurar mi particular recuerdo en la oración a las poblaciones de Australia, Brasil, Filipinas y Sri Lanka, recientemente golpeadas por devastadoras inundaciones. Que el Señor acoja las almas de los difuntos, dé fuerza a los evacuados, y apoye el compromiso de quienes se están entregando para aliviar sufrimientos y dificultades.
[En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana, particularmente a los alumnos y profesores del Instituto de Villafranca de los Barros. Al comenzar esta Semana de oración por la unidad de los cristianos, invito a todos a pedir con constancia a Dios, para que siga santificando a todos sus hijos en la verdad de Cristo, crezcamos en el conocimiento de su Palabra y sirvamos a la edificación de su Reino con humildad y amor. Que la maternal intercesión de la Santísima Virgen María, anime todos los corazones, para que se eliminen las barreras de separación y, curados de toda división, demos un testimonio creíble del Evangelio de la Salvación. Feliz domingo.
[En polaco, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas polacos: os saludo cordialmente a todos aquí, en Roma, en Polonia y en todo el mundo. Comparto con vosotros la alegría por el anuncio de la beatificación del Santo Padre Juan Pablo II, que tendrá lugar el 1 de mayo. Esta noticia era muy esperada por todos, en particular por vosotros, para quienes mi venerable predecesor fue guía en la fe, en la verdad, y en la libertad. Os deseo una profunda preparación espiritual para este acontecimiento y a todos os bendigo de corazón.
[Traducción de Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Santa Catalina de Génova y el purgatorio Audiencia del Miercoles 12 enero 2011
Queridos hermanos y hermanas,
hoy querría hablar de otra santa que como Catalina de Siena y Catalina de Bolonia, también lleva el nombre de Catalina; hablo de Catalina de Génova, que destaca sobre todo por sus visiones del purgatorio.
El texto que nos cuenta su vida y su pensamiento, viene publicado en la ciudad ligure en el 1551; está dividido en tres partes: la Vita, propiamente dicha, laDimostratione et dechiaratione del purgatorio – más conocida como Trattato- y el Dialogo tra l'anima e il corpo . El compilador de la obra de Catalina fue su confesor, el sacerdote Cattaneo Marabotto.
Catalina nació en Génova, en 1447; última de cinco hijos, perdió a su padre, Giacomo Fieschi, a su más tierna infancia. La madre, Francesca di Negro, les educó cristianamente, tanto es así que la mayor de las dos hijas se hizo religiosa.. a los dieciséis años, Catalina fue casada con Giuliano Adorno, un hombre que, tras varias experiencias en el ramo del comercio y en el mundo militar en Medio Oriente, había vuelto a Génova para casarse. La vida conyugal no fue fácil, sobre todo por el carácter del marido, quien gustaba de los juegos de azar. Catalina misma fue inducida, al principio, a llevar un tipo de vida mundana, en la cual no consiguió encontrar serenidad. Después de diez años, en su corazón había una sensación profunda de vacío y de amargura.
La conversión se inició el 20 de marzo de 1473, gracias a una insólita experiencia. Catalina fue a la iglesia de San Benito y al monasterio de Nuestra Señora de las Gracias, para confesarse, y arrodillándose ante el sacerdote, “recibí”, como escribe ella misma, “una herida en el corazón del inmenso amor de Dios”, y tal clara visión de sus miserias y defectos, y a la vez, de la bondad de Dios, que casi se desmaya. Fue herida en el corazón con el conocimiento de sí misma, de la vida que llevaba y de la bondad de Dios. De esta experiencia nació la decisión que orientó toda su vida, que expresada en palabras fue: “No más mundo, no más pecado” (cfr Vita mirabile, 3rv). Catalina entonces, se fue dejando interrumpida la confesión. Cuando volvió a casa, fue a la habitación más apartada y pensó durante mucho tiempo. En ese momento fue instruida interiormente sobre la oración y tuvo conciencia del amor de Dios hacia ella que era pecadora, una experiencia espiritual que no conseguía expresar en palabras (cfr Vita mirabile, 4r). Es en esta ocasión que se le apareció Jesús sufriente, cargado con la cruz, como a menudo se representa en la iconografía de la Santa. Pocos días después, volvió donde el sacerdote para realizar, finalmente, una buena confesión. Inició aquí la “vida de purificación” que, durante tanto tiempo, le hizo sufrir un dolor constante por los pecados cometidos y la empujó a imponerse penitencias y sacrificios para mostrar su amor a Dios.
En este camino, Catalina se iba acercando cada vez más al Señor, hasta entrar en la que se conoce como “vida unitiva”, es decir, una relación de unión profunda con Dios. En la Vita está escrito que su alma era guiada y amaestrada sólo por el dulce amor de Dios, que le daba todo lo que necesitaba. Catalina se abandonó de tal modo en las manos del Señor que vivió, casi veinticinco años, como ella escribió, “sin necesidad de criatura alguna, sólo instruida y gobernada por Dios”(Vita, 117r-118r), nutrida sobre todo, de la oración constante y de la Santa Comunión recibida todos los días, algo no común en esa época. Sólo años más tarde, el Señor le dio un sacerdote que cuidase su alma.
Catalina fue siempre reacia a confiar y manifestar su experiencia de comunión mística con Dios, sobre todo por la profunda humildad que sentía frente a las gracias del Señor. Sólo desde la perspectiva de darle gloria y poder ayudar a otros en su camino espiritual, se animó a contar lo que le había sucedido en el momento de su conversión, que es su experiencia original y fundamental.
El lugar de su ascensión a las cumbres místicas fue el hospital de Pammatone, el complejo hospitalario más grande de Génova, del que fue directora y animadora. Por tanto Catalina vivió una existencia totalmente activa, no obstante la profundidad de su vida interior. En Pammatone se formó en torno a ella un grupo de seguidores, discípulos y colaboradores, fascinados por su vida de fe y su caridad. Consiguió que su mismo marido, Giuliano Adorno, dejara la vida disipada, se hiciera terciario franciscano y se transfiriera al hospital para ayudar a su mujer. La participación de Catalina en el cuidado de los enfermos se prolongó hasta los últimos días de su camino terreno, el 15 de septiembre de 1510. Desde su conversión hasta su muerte, no hubo sucesos extraordinarios, sólo dos elementos caracterizaron su existencia entera: por una parte la experiencia mística, es decir, la profunda unión con Dios, vivida como una unión esponsal, y por la otra las asistencia a los enfermos, la organización del hospital, el servicio al prójimo, especialmente a los más abandonados y necesitados. Estos dos polos- Dios y el prójimo- colmaron toda su vida, transcurrida prácticamente dentro de los muros del hospital.
Queridos amigos, no debemos olvidar que cuanto más amamos a Dios y somos constantes en la oración, tanto más amaremos verdaderamente a quien está alrededor nuestro, a quien está cerca de nosotros, porque seremos capaces de ver en cada persona el rostro del Señor, que ama sin límites ni distinciones. La mística no crea distancias con el otro, no crea una vida abstracta, sino que acerca al otro porque se comienza a ver y a actuar con los ojos, con el corazón de Dios.
El pensamiento de Catalina sobre el purgatorio, por el que es particularmente conocida, está condensado en las últimas dos partes del libro citado al inicio: elTratado sobre el purgatorio y el Diálogo entre el alma y el cuerpo. Es importante observar que Catalina, en su experiencia mística, nunca tuvo revelaciones específicas sobre el purgatorio o sobre las almas que se están purificando en él. Con todo, en los escritos inspirados por nuestra Santa es un elemento central, y la manera de describirlo tiene características originales respecto a su época. El primer rasgo original se refiere al “lugar” de la purificación de las almas. En su tiempo se representaba principalmente con el recurso a imágenes ligadas al espacio: se pensaba en un cierto espacio, donde se encontraría el purgatorio. En Catalina, en cambio, el purgatorio no está presentado como un elemento del paisaje de las entrañas de la tierra: es un fuego no exterior, sino interior. Esto es el purgatorio, un fuego interior. La Santa habla del camino de purificación del alma hacia la comunión plena con Dios, partiendo de su propia experiencia de profundo dolor por los pecados cometidos, en contraste con el infinito amor de Dios (cfr Vita mirabile, 171v). Hemos escuchado sobre el momento de la conversión, donde Catalina siente de repente la bondad de Dios, la distancia infinita de su propia vida de esta bondad y un fuego abrasador dentro de ella. Y este es el fuego que purifica, es el fuego interior del purgatorio. También aquí hay un rasgo original respecto al pensamiento de la época. No se parte, de hecho, del más allá para narrar los tormentos del purgatorio – como era habitual en ese tiempo y quizás también hoy – y después indicar el camino para la purificación o la conversión, sino que nuestra Santa parte de la experiencia propia interior de su vida en camino hacia la eternidad. El alma – dice Catalina – se presenta a Dios aún ligada a los deseos y a la pena que derivan del pecado, y esto le hace imposible gozar de la visión beatífica de Dios. Catalina afirma que Dios es tan puro y santo que el alma con las manchas del pecado no puede encontrarse en presencia de la divina majestad (cfr Vita mirabile, 177r). Y también nosotros nos damos cuenta de cuán alejados estamos, cómo estamos llenos de tantas cosas, de manera que no podemos ver a Dios. El alma es consciente del inmenso amor y de la perfecta justicia de Dios y, en consecuencia, sufre por no haber respondido de modo correcto y perfecto a ese amor, y por ello el amor mismo a Dios se convierte en llama, el amor mismo la purifica de sus escorias de pecado.
En Catalina se percibe la presencia de fuentes teológicas y místicas a las que era normal recurrir en su época. En particular se encuentra una imagen de Dionisio el Areopagita, la del hilo de oro que une el corazón humano con Dios mismo. Cuando Dios ha purificado al hombre, lo ata con un hilo finísimo de oro, que es su amor, y lo atrae hacia sí con un afecto tan fuerte, que el hombre se queda como “superado y vencido y todo fuera de sí”. Así el corazón humano es invadido por el amor de Dios, que se convierte en la única guía, el único motor de su existencia (cfr Vita mirabile, 246rv). Esta situación de elevación hacia Dios y de abandono a su voluntad, expresada en la imagen del hilo, es utilizada por Catalina para expresar la acción de la luz divina sobre las almas del purgatorio, luz que las purifica y las eleva hacia los esplendores de los rayos resplandecientes de Dios (cfr Vita mirabile, 179r).
Queridos amigos, los santos, en su experiencia de unión con Dios, alcanzan un “saber” tan profundo de los misterios divinos, en el que amor y conocimiento se compenetran, que son de ayuda a los mismos teólogos en su tarea de estudio, de intelligentia fidei, de intelligentia de los misterios de la fe, de profundización real de los misterios, por ejemplo de qué es el purgatorio.
Con su vida, santa Catalina nos enseña que cuanto más amamos a Dios y entramos en intimidad con Él en la oración, tanto más Él se deja conocer y enciende nuestro corazón con su amor. Escribiendo sobre el purgatorio, la Santa nos recuerda una verdad fundamental de la fe que se convierte para nosotros en invitación a rezar por los difuntos para que puedan llegar a la visión bendita de Dios en la comunión de los santos (cfr Catecismo de la Iglesia Católica, 1032). El servicio humilde, fiel y generoso, que la Santa prestó durante toda su vida en el hospital de Pammatone, además, es un luminoso ejemplo de caridad para todos y un aliento especial para las mujeres que dan una contribución fundamental a la sociedad y a la Iglesia con su preciosa obra, enriquecida por su sensibilidad y por la atención hacia los más pobres y necesitados. Gracias.
____________________________
1 cfr Libro de la Vita mirabile et dottrina santa, de la beata Caterinetta da Genoa. Nel quale si contiene una utile et catholica dimostratione et dechiaratione del purgatorio, Genova 1551.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España, Uruguay y México y otros países latinoamericanos. Os invito a que siguiendo el ejemplo de amor de Dios de santa Catalina de Génova, sepáis entrar en intimidad de oración con Él y os dejéis transformar por el fuego de su amor. .
[Traducción del original italiano por Carmen Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La gran responsabilidad de acoger al recién bautizado Angelus 9 enero 2011
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy la Iglesia celebra el Bautismo del Señor, fiesta que concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. Este misterio de la vida de Cristo muestra visiblemente que su venida a la carne es el acto sublime de amor de las Tres Personas divinas. Podemos decir que de este solemne acontecimiento la acción creadora, redentora y santificadora de la Santísima Trinidad será cada vez más manifiesta en la misión pública de Jesús, en su enseñanza, en los milagros, en su pasión, muerte y resurrección. Leemos, de hecho, en el Evangelio según san Mateo, que “bautizado Jesús, salió luego del agua; y he aquí que se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre él, mientras una voz del cielo decía: “'Éste es mi hijo amado, en quien tengo mis complacencias'» (3,16-17). El Espíritu Santo “mora” en el Hijo y da testimonio de la divinidad, mientras la voz del Padre, procedente de los cielos, expresa la comunión de amor. “La conclusión de la escena del bautismo nos dice que Jesús ha recibido esta “unción” auténtica, que Él es el Ungido [el Cristo] esperado” (Jesús de Nazaret, Milán 2007, 47-48), como confirmación de la profecía de Isaías: “He aquí mi Siervo, a quien sostengo yo; mi elegido, en quien se complace mi alma” (Is 42,1). Es verdaderamente el Mesías, el Hijo del Altísimo que, saliendo de las aguas del Jordán, establece la regeneración en el Espíritu y abre, a los que lo quieran, la posibilidad de convertirse en hijos de Dios. No es por casualidad, de hecho, que todo bautizado adquiera el carácter de hijo a partir del nombre cristiano, signo inconfundible de que el Espíritu Santo hace nacer “de nuevo” al hombre desde el seno de la Iglesia. El beato Antonio Rosmini afirma que “el bautizado sufre una secreta pero potentísima operación, por la cual es elevado al orden sobrenatural, es puesto en comunicación con Dios (Del principio supremo de la metódica…, Turín 1857, n. 331). Todo esto se ha realizado nuevamente esta mañana, durante la celebración eucarística en la Capilla Sixtina, donde he conferido el sacramento del Bautismo a 21 bebés.
Queridos amigos, el Bautismo es el inicio de la vida espiritual, que encuentra su plenitud por medio de la Iglesia. En la hora propicia del Sacramento, mientras la Comunidad eclesial reza y confía a Dios a un nuevo hijo, los padres y los padrinos se comprometen a acoger al recién bautizado sosteniéndolo en la formación y en la educación cristiana. ¡Y ésta es una gran responsabilidad, que deriva de un gran don! Por eso, deseo alentar a todos los fieles a redescubrir la belleza de estar bautizados y pertenecer a la gran familia de Dios, y a dar gozoso testimonio de su fe, para que ésta genere frutos de bien y de concordia.
Lo pedimos por intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Auxilio de los cristianos, a quien confiamos a los padres que se están preparando para el Bautismo de sus hijos, así como a los catequistas. ¡Que toda la comunidad participe en la alegría del renacimiento del agua y del Espíritu Santo!
[Después de rezar el Ángelus, dijo:]
En el contexto de la oración mariana, deseo reservar un particular recuerdo a la población de Haití, un año después del terrible terremoto, al que por desgracia ha seguido también una grave epidemia de cólera. El cardenal Robert Sarah, presidente del Consejo Pontificio Cor Unum, va hoy a la Isla caribeña, para expresar mi constante cercanía y la de toda la Iglesia.
Saludo al grupo de Parlamentarios italianos, aquí presentes, y les agradezco su compromiso, compartido con otros compañeros, a favor de la libertad religiosa. Con ellos saludo también a los fieles coptos aquí presentes a los que renuevo mi cercanía.
[A continuación, saludó a los peregrinos en diversas lenguas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En este domingo, que sigue a la Fiesta de la Epifanía, celebramos el Bautismo del Señor, concluyendo así el tiempo litúrgico de la Navidad. El Padre manifiesta en el Jordán a Jesús como su Hijo amado, ungido por el Espíritu, revelando también así el misterio del nuevo bautismo por el que llegamos a ser en verdad hijos suyos. Que la intercesión de la Santísima Virgen María os ayude a ser imagen de aquel que hemos conocido semejante a nosotros en la carne y renueve en todos la vocación a la santidad a la que se está llamado por el bautismo. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
Hoy la Iglesia celebra el Bautismo del Señor, fiesta que concluye el tiempo litúrgico de la Navidad. Este misterio de la vida de Cristo muestra visiblemente que su venida a la carne es el acto sublime de amor de las Tres Personas divinas. Podemos decir que de este solemne acontecimiento la acción creadora, redentora y santificadora de la Santísima Trinidad será cada vez más manifiesta en la misión pública de Jesús, en su enseñanza, en los milagros, en su pasión, muerte y resurrección. Leemos, de hecho, en el Evangelio según san Mateo, que “bautizado Jesús, salió luego del agua; y he aquí que se abrieron los cielos, y vio al Espíritu de Dios descender como paloma y venir sobre él, mientras una voz del cielo decía: “'Éste es mi hijo amado, en quien tengo mis complacencias'» (3,16-17). El Espíritu Santo “mora” en el Hijo y da testimonio de la divinidad, mientras la voz del Padre, procedente de los cielos, expresa la comunión de amor. “La conclusión de la escena del bautismo nos dice que Jesús ha recibido esta “unción” auténtica, que Él es el Ungido [el Cristo] esperado” (Jesús de Nazaret, Milán 2007, 47-48), como confirmación de la profecía de Isaías: “He aquí mi Siervo, a quien sostengo yo; mi elegido, en quien se complace mi alma” (Is 42,1). Es verdaderamente el Mesías, el Hijo del Altísimo que, saliendo de las aguas del Jordán, establece la regeneración en el Espíritu y abre, a los que lo quieran, la posibilidad de convertirse en hijos de Dios. No es por casualidad, de hecho, que todo bautizado adquiera el carácter de hijo a partir del nombre cristiano, signo inconfundible de que el Espíritu Santo hace nacer “de nuevo” al hombre desde el seno de la Iglesia. El beato Antonio Rosmini afirma que “el bautizado sufre una secreta pero potentísima operación, por la cual es elevado al orden sobrenatural, es puesto en comunicación con Dios (Del principio supremo de la metódica…, Turín 1857, n. 331). Todo esto se ha realizado nuevamente esta mañana, durante la celebración eucarística en la Capilla Sixtina, donde he conferido el sacramento del Bautismo a 21 bebés.
Queridos amigos, el Bautismo es el inicio de la vida espiritual, que encuentra su plenitud por medio de la Iglesia. En la hora propicia del Sacramento, mientras la Comunidad eclesial reza y confía a Dios a un nuevo hijo, los padres y los padrinos se comprometen a acoger al recién bautizado sosteniéndolo en la formación y en la educación cristiana. ¡Y ésta es una gran responsabilidad, que deriva de un gran don! Por eso, deseo alentar a todos los fieles a redescubrir la belleza de estar bautizados y pertenecer a la gran familia de Dios, y a dar gozoso testimonio de su fe, para que ésta genere frutos de bien y de concordia.
Lo pedimos por intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Auxilio de los cristianos, a quien confiamos a los padres que se están preparando para el Bautismo de sus hijos, así como a los catequistas. ¡Que toda la comunidad participe en la alegría del renacimiento del agua y del Espíritu Santo!
[Después de rezar el Ángelus, dijo:]
En el contexto de la oración mariana, deseo reservar un particular recuerdo a la población de Haití, un año después del terrible terremoto, al que por desgracia ha seguido también una grave epidemia de cólera. El cardenal Robert Sarah, presidente del Consejo Pontificio Cor Unum, va hoy a la Isla caribeña, para expresar mi constante cercanía y la de toda la Iglesia.
Saludo al grupo de Parlamentarios italianos, aquí presentes, y les agradezco su compromiso, compartido con otros compañeros, a favor de la libertad religiosa. Con ellos saludo también a los fieles coptos aquí presentes a los que renuevo mi cercanía.
[A continuación, saludó a los peregrinos en diversas lenguas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española. En este domingo, que sigue a la Fiesta de la Epifanía, celebramos el Bautismo del Señor, concluyendo así el tiempo litúrgico de la Navidad. El Padre manifiesta en el Jordán a Jesús como su Hijo amado, ungido por el Espíritu, revelando también así el misterio del nuevo bautismo por el que llegamos a ser en verdad hijos suyos. Que la intercesión de la Santísima Virgen María os ayude a ser imagen de aquel que hemos conocido semejante a nosotros en la carne y renueve en todos la vocación a la santidad a la que se está llamado por el bautismo. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La Navidad, más allá del sentimentalismo Angelus 6 de enero 2011
Queridos hermanos y hermanas,
Estoy contento de acogeros en esta primera Audiencia General del nuevo año y de todo corazón os doy a vosotros y a vuestras familias mis mayores felicitaciones. Que el Señor del tiempo y de la historia guíe nuestros pasos por el camino del bien y conceda a cada uno abundancia de gracia y de prosperidad. Rodeados aún por la luz de la Santa Navidad, que nos invita al gozo por la venida del Salvador, estamos hoy en la vigilia de la Epifanía, en la que celebramos la manifestación del Señor a todas las gentes. La fiesta de la Navidad fascina hoy como siempre, más que otras grandes fiestas de la Iglesia; fascina porque todos de alguna forma intuyen que el nacimiento de Jesús tiene que ver con las aspiraciones y las esperanzas más profundas del hombre. El consumismo puede apartarnos de esta nostalgia interior, pero si en el corazón está el deseo de acoger a ese Niño que trae la novedad de Dios, que ha venido para darnos la vida en plenitud, las luces de los adornos navideños pueden convertirse incluso en un reflejo de la Luz que se ha encendido con la encarnación de Dios.
En las celebraciones litúrgicas de estos días santos hemos vivido de modo misterioso pero real la entrada del Hijo de Dios en el mundo y hemos sido iluminados una vez más por la luz de su fulgor. Cada celebración es presencia actual del misterio de Cristo y en ella se prolonga la historia de la salvación. A propósito de la Navidad, el papa san León Magno afirma: “Aunque la sucesión de las acciones corpóreas ya ha pasado, como fue ordenado previamente en el designio eterno..., con todo nosotros adoramos continuamente el mismo parto de la Virgen que produce nuestra salvación" (Sermón sobre la Natividad del Señor 29,2), y precisa: "porque ese día no ha pasado de forma tal que haya pasado también el poder de la obra que entonces fue revelada" (Sermón sobre la Epifanía 36,1). Celebrar los acontecimientos de la encarnación del Hijo de Dios no es un simple recuerdo de hechos del pasado, sino que es hacer presentes esos misterios portadores de salvación. En la Liturgia, en la celebración de los Sacramentos, esos misterios se hacen actuales y se convierten en eficaces para nosotros, hoy. De nuevo san León Magno afirma: "Todo lo que el Hijo de Dios hizo y enseñó para reconciliar al mundo, no lo conocemos sólo en el relato de acciones realizadas en el pasado, sino que estamos bajo el efecto del dinamismo de esas acciones presentes" (Sermón 52,1).
En la Constitución sobre la sagrada liturgia, el Concilio Vaticano II subraya que la obra de salvación realizada por Cristo continúa en la Iglesia mediante la celebración de los santos misterios, gracias a la acción del Espíritu Santo. Ya en el Antiguo Testamento, en el camino hacia la plenitud de la fe, tenemos testimonios de cómo la presencia y la acción de Dios fue mediada a través de signos, por ejemplo, el del fuego (cfr Ex 3,2ss; 19,18). Pero a partir de la Encarnación sucede algo sorprendente: el régimen de contacto salvífico con Dios se transforma radicalmente y la carne se convierte en el instrumento de la salvación: "Verbum caro factum est", "el Verbo se hizo carne", escribe el evangelista Juan y un autor cristiano del siglo III, Tertuliano, afirma: "Caro salutis est cardo", "la carne es el eje de la salvación" (De carnis resurrectione, 8,3: PL 2,806).
La Navidad es ya la primicia del "sacramentum-mysterium paschale", es decir, es el inicio del misterio central de la salvación que culmina en la pasión, muerte y resurrección, porque Jesús comienza el ofrecimiento de sí mismo por amor desde el primer instante de su existencia humana en el seno de la Virgen María. La noche de Navidad está por tanto profundamente ligada a la gran vigilia nocturna de la Pascua, cuando la redención se realiza en el sacrificio glorioso del Señor muerto y resucitado. El mismo belén, como imagen de la encarnación del Verbo, a la luz del relato evangélico, alude ya a la Pascua y es interesante ver cómo en algunos iconos de la Natividad en la tradición oriental, el Niño Jesús es representado envuelto en pañales y depositado en un pesebre que tiene la forma de un sepulcro; una alusión al momento en el que Él será bajado de la cruz, envuelto en una sábana y puesto en un sepulcro excavado en la roca (cfr Lc 2,7; 23,53). Encarnación y Pascua no están una junto a la otra, sino que son los dos puntos clave inseparables de la única fe en Jesucristo, el Hijo de Dios Encarnado y Redentor. La Cruz y la Resurrección presuponen la Encarnación. Sólo porque verdaderamente el Hijo, y en Él Dios mismo, “descendió” y “se hizo carne”, la muerte y la resurrección de Jesús son acontecimientos que nos resultan contemporáneos y nos afectan, nos arrancan de la muerte y nos abren a un futuro en el que esta "carne", la existencia terrena y transitoria, entrará en la eternidad de Dios. En esta perspectiva unitaria del Misterio de Cristo, la visita al belén orienta a la visita a la Eucaristía, donde encontramos presente de modo real al Cristo crucificado y resucitado, al Cristo viviente.
La celebración litúrgica de la Navidad, entonces, no es sólo recuerdo, sino que es sobre todo misterio; no es sólo memoria, sino también presencia. Para captar el sentido de estos dos aspectos inseparables, es necesario vivir intensamente todo el Tiempo navideño como la Iglesia lo presenta. Si lo consideramos en sentido amplio, se extiende durante cuarenta días, del 25 de diciembre al 2 de febrero, de la celebración de la Noche de Navidad, a la Maternidad de María, a la Epifanía, al Bautismo de Jesús, a las Bodas de Caná, a la Presentación en el Templo, precisamente en analogía con el Tiempo pascual, que forma una unidad de cincuenta días, hasta Pentecostés. La manifestación de Dios en la carne es el acontecimiento que ha revelado la Verdad en la historia. De hecho, la fecha del 25 de diciembre, vinculada a la idea de la manifestación solar – Dios que aparece como luz sin ocaso en el horizonte de la historia –, nos recuerda que no se trata sólo de una idea, la de que Dios es la plenitud de la luz, sino de una realidad para nosotros los hombres ya realizada y siempre actual: hoy, como entonces, Dios se revela en la carne, es decir, en el “cuerpo vivo" de la Iglesia que peregrina en el tiempo, y en los Sacramentos nos da hoy la salvación.
Los símbolos de las celebraciones navideñas, recordados por las Lecturas y por las oraciones, dan a la liturgia de este Tiempo un sentido profundo de "epifanía" de Dios en su Cristo-Verbo encarnado, es decir, de “manifestación” que posee también un significado escatológico, es decir, que orienta a los últimos tiempos. Ya en el Adviento las dos venidas, la histórica y la del final de la historia, estaban directamente vinculadas; pero es en particular en la Epifanía y en el Bautismo de Jesús donde la manifestación mesiánica se celebra en la perspectiva de las esperanzas escatológicas: la consagración mesiánica de Jesús, Verbo encarnado, mediante la efusión del Espíritu Santo de forma visible, lleva a cumplimiento el tiempo de las promesas e inaugura los últimos tiempos.
Es necesario rescatar este Tiempo navideño de un revestimiento demasiado moralista y sentimental. La celebración de la Navidad no nos propone sólo ejemplos a imitar, como la humildad y la pobreza del Señor, su benevolencia y amor hacia los hombres; sino que es más bien una invitación a dejarnos transformar totalmente por Aquel que ha entrado en nuestra carne. San León Magno exclama: "el Hijo de Dios … se ha unido a nosotros y nos ha unido a nosotros consigo de tal manera que el abajamiento de Dios hasta la condición humana se convirtiera en una elevación del hombre hasta las alturas de Dios" (Sermón sobre la Natividad del Señor 27,2). La manifestación de Dios tiene como fin nuestra participación en la vida divina, la realización en nosotros del misterio de su encarnación. Este misterio es la realización de la vocación del hombre. De nuevo san León Magno explica la importancia concreta y siempre actual para la vida cristiana del misterio de la Navidad: “las palabras del Evangelio y de los Profetas … inflaman nuestro espíritu y nos enseñan a comprender la Natividad del Señor, este misterio del Verbo hecho carne, no tanto como un recuerdo de un acontecimiento pasado, sino como un hecho que tiene lugar ante nuestros ojos... es como si se nos hubiese proclamado de nuevo en la solemnidad de hoy: 'Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor'" (Sermón sobre la Natividad del Señor 29,1). Y añade: “Reconoce, cristiano, tu dignidad, y, hecho partícipe de la naturaleza divina, cuida de no recaer, con una conducta indigna, de tal grandeza, a la primitiva bajeza" (Sermón sobre la Natividad del Señor, 3).
Queridos amigos, vivamos este Tiempo navideño con intensidad: tras haber adorado al Hijo de Dios hecho hombre y depositado en el pesebre, somos llamados a pasar al altar del Sacrificio, donde Cristo, el Pan vivo bajado del cielo, se nos ofrece como verdadero alimento para la vida eterna. Y lo que hemos visto con nuestros ojos, en la mesa de la Palabra y del Pan de Vida, lo que hemos contemplado, lo que nuestras manos han tocado, es decir, al Verbo hecho carne, anunciémoslo con alegría al mundo y demos testimonio de él generosamente con toda nuestra vida. Renuevo de corazón a todos vosotros y a vuestros seres queridos sentidas felicitaciones por el Nuevo Año y os deseo una buena festividad de la Epifanía.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española aquí presentes. En particular, a los peregrinos de España, México, y de otros países latinoamericanos. Os exhorto a vivir con intensidad el misterio del nacimiento del Hijo de Dios, a anunciarlo con alegría al mundo, y dar testimonio de su amor con vuestra vida. Asimismo, os renuevo de corazón mis mejores deseos para este Año Nuevo, así como una feliz fiesta de la Epifanía. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Saludo finalmente a los jóvenes, los enfermos y los recién casados. Mañana, solemnidad de la Epifanía del Señor, recordaremos el camino de los Magos hacia Cristo, guiados por la luz de la estrella. Su ejemplo, queridos jóvenes, alimente en vosotros el deseo de encontrar a Jesús y de transmitir a todos la alegría de su Evangelio; os lleve, queridos enfermos, a ofrecer al Niño de Belén vuestros dolores y sufrimientos, hechos preciosos por la fe; que constituya para vosotros, queridos recién casados, un estímulo constante a hacer vuestras familias “pequeñas iglesias” que acojan los signos misteriosos de Dios y del don de la vida.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
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Estoy contento de acogeros en esta primera Audiencia General del nuevo año y de todo corazón os doy a vosotros y a vuestras familias mis mayores felicitaciones. Que el Señor del tiempo y de la historia guíe nuestros pasos por el camino del bien y conceda a cada uno abundancia de gracia y de prosperidad. Rodeados aún por la luz de la Santa Navidad, que nos invita al gozo por la venida del Salvador, estamos hoy en la vigilia de la Epifanía, en la que celebramos la manifestación del Señor a todas las gentes. La fiesta de la Navidad fascina hoy como siempre, más que otras grandes fiestas de la Iglesia; fascina porque todos de alguna forma intuyen que el nacimiento de Jesús tiene que ver con las aspiraciones y las esperanzas más profundas del hombre. El consumismo puede apartarnos de esta nostalgia interior, pero si en el corazón está el deseo de acoger a ese Niño que trae la novedad de Dios, que ha venido para darnos la vida en plenitud, las luces de los adornos navideños pueden convertirse incluso en un reflejo de la Luz que se ha encendido con la encarnación de Dios.
En las celebraciones litúrgicas de estos días santos hemos vivido de modo misterioso pero real la entrada del Hijo de Dios en el mundo y hemos sido iluminados una vez más por la luz de su fulgor. Cada celebración es presencia actual del misterio de Cristo y en ella se prolonga la historia de la salvación. A propósito de la Navidad, el papa san León Magno afirma: “Aunque la sucesión de las acciones corpóreas ya ha pasado, como fue ordenado previamente en el designio eterno..., con todo nosotros adoramos continuamente el mismo parto de la Virgen que produce nuestra salvación" (Sermón sobre la Natividad del Señor 29,2), y precisa: "porque ese día no ha pasado de forma tal que haya pasado también el poder de la obra que entonces fue revelada" (Sermón sobre la Epifanía 36,1). Celebrar los acontecimientos de la encarnación del Hijo de Dios no es un simple recuerdo de hechos del pasado, sino que es hacer presentes esos misterios portadores de salvación. En la Liturgia, en la celebración de los Sacramentos, esos misterios se hacen actuales y se convierten en eficaces para nosotros, hoy. De nuevo san León Magno afirma: "Todo lo que el Hijo de Dios hizo y enseñó para reconciliar al mundo, no lo conocemos sólo en el relato de acciones realizadas en el pasado, sino que estamos bajo el efecto del dinamismo de esas acciones presentes" (Sermón 52,1).
En la Constitución sobre la sagrada liturgia, el Concilio Vaticano II subraya que la obra de salvación realizada por Cristo continúa en la Iglesia mediante la celebración de los santos misterios, gracias a la acción del Espíritu Santo. Ya en el Antiguo Testamento, en el camino hacia la plenitud de la fe, tenemos testimonios de cómo la presencia y la acción de Dios fue mediada a través de signos, por ejemplo, el del fuego (cfr Ex 3,2ss; 19,18). Pero a partir de la Encarnación sucede algo sorprendente: el régimen de contacto salvífico con Dios se transforma radicalmente y la carne se convierte en el instrumento de la salvación: "Verbum caro factum est", "el Verbo se hizo carne", escribe el evangelista Juan y un autor cristiano del siglo III, Tertuliano, afirma: "Caro salutis est cardo", "la carne es el eje de la salvación" (De carnis resurrectione, 8,3: PL 2,806).
La Navidad es ya la primicia del "sacramentum-mysterium paschale", es decir, es el inicio del misterio central de la salvación que culmina en la pasión, muerte y resurrección, porque Jesús comienza el ofrecimiento de sí mismo por amor desde el primer instante de su existencia humana en el seno de la Virgen María. La noche de Navidad está por tanto profundamente ligada a la gran vigilia nocturna de la Pascua, cuando la redención se realiza en el sacrificio glorioso del Señor muerto y resucitado. El mismo belén, como imagen de la encarnación del Verbo, a la luz del relato evangélico, alude ya a la Pascua y es interesante ver cómo en algunos iconos de la Natividad en la tradición oriental, el Niño Jesús es representado envuelto en pañales y depositado en un pesebre que tiene la forma de un sepulcro; una alusión al momento en el que Él será bajado de la cruz, envuelto en una sábana y puesto en un sepulcro excavado en la roca (cfr Lc 2,7; 23,53). Encarnación y Pascua no están una junto a la otra, sino que son los dos puntos clave inseparables de la única fe en Jesucristo, el Hijo de Dios Encarnado y Redentor. La Cruz y la Resurrección presuponen la Encarnación. Sólo porque verdaderamente el Hijo, y en Él Dios mismo, “descendió” y “se hizo carne”, la muerte y la resurrección de Jesús son acontecimientos que nos resultan contemporáneos y nos afectan, nos arrancan de la muerte y nos abren a un futuro en el que esta "carne", la existencia terrena y transitoria, entrará en la eternidad de Dios. En esta perspectiva unitaria del Misterio de Cristo, la visita al belén orienta a la visita a la Eucaristía, donde encontramos presente de modo real al Cristo crucificado y resucitado, al Cristo viviente.
La celebración litúrgica de la Navidad, entonces, no es sólo recuerdo, sino que es sobre todo misterio; no es sólo memoria, sino también presencia. Para captar el sentido de estos dos aspectos inseparables, es necesario vivir intensamente todo el Tiempo navideño como la Iglesia lo presenta. Si lo consideramos en sentido amplio, se extiende durante cuarenta días, del 25 de diciembre al 2 de febrero, de la celebración de la Noche de Navidad, a la Maternidad de María, a la Epifanía, al Bautismo de Jesús, a las Bodas de Caná, a la Presentación en el Templo, precisamente en analogía con el Tiempo pascual, que forma una unidad de cincuenta días, hasta Pentecostés. La manifestación de Dios en la carne es el acontecimiento que ha revelado la Verdad en la historia. De hecho, la fecha del 25 de diciembre, vinculada a la idea de la manifestación solar – Dios que aparece como luz sin ocaso en el horizonte de la historia –, nos recuerda que no se trata sólo de una idea, la de que Dios es la plenitud de la luz, sino de una realidad para nosotros los hombres ya realizada y siempre actual: hoy, como entonces, Dios se revela en la carne, es decir, en el “cuerpo vivo" de la Iglesia que peregrina en el tiempo, y en los Sacramentos nos da hoy la salvación.
Los símbolos de las celebraciones navideñas, recordados por las Lecturas y por las oraciones, dan a la liturgia de este Tiempo un sentido profundo de "epifanía" de Dios en su Cristo-Verbo encarnado, es decir, de “manifestación” que posee también un significado escatológico, es decir, que orienta a los últimos tiempos. Ya en el Adviento las dos venidas, la histórica y la del final de la historia, estaban directamente vinculadas; pero es en particular en la Epifanía y en el Bautismo de Jesús donde la manifestación mesiánica se celebra en la perspectiva de las esperanzas escatológicas: la consagración mesiánica de Jesús, Verbo encarnado, mediante la efusión del Espíritu Santo de forma visible, lleva a cumplimiento el tiempo de las promesas e inaugura los últimos tiempos.
Es necesario rescatar este Tiempo navideño de un revestimiento demasiado moralista y sentimental. La celebración de la Navidad no nos propone sólo ejemplos a imitar, como la humildad y la pobreza del Señor, su benevolencia y amor hacia los hombres; sino que es más bien una invitación a dejarnos transformar totalmente por Aquel que ha entrado en nuestra carne. San León Magno exclama: "el Hijo de Dios … se ha unido a nosotros y nos ha unido a nosotros consigo de tal manera que el abajamiento de Dios hasta la condición humana se convirtiera en una elevación del hombre hasta las alturas de Dios" (Sermón sobre la Natividad del Señor 27,2). La manifestación de Dios tiene como fin nuestra participación en la vida divina, la realización en nosotros del misterio de su encarnación. Este misterio es la realización de la vocación del hombre. De nuevo san León Magno explica la importancia concreta y siempre actual para la vida cristiana del misterio de la Navidad: “las palabras del Evangelio y de los Profetas … inflaman nuestro espíritu y nos enseñan a comprender la Natividad del Señor, este misterio del Verbo hecho carne, no tanto como un recuerdo de un acontecimiento pasado, sino como un hecho que tiene lugar ante nuestros ojos... es como si se nos hubiese proclamado de nuevo en la solemnidad de hoy: 'Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es el Cristo Señor'" (Sermón sobre la Natividad del Señor 29,1). Y añade: “Reconoce, cristiano, tu dignidad, y, hecho partícipe de la naturaleza divina, cuida de no recaer, con una conducta indigna, de tal grandeza, a la primitiva bajeza" (Sermón sobre la Natividad del Señor, 3).
Queridos amigos, vivamos este Tiempo navideño con intensidad: tras haber adorado al Hijo de Dios hecho hombre y depositado en el pesebre, somos llamados a pasar al altar del Sacrificio, donde Cristo, el Pan vivo bajado del cielo, se nos ofrece como verdadero alimento para la vida eterna. Y lo que hemos visto con nuestros ojos, en la mesa de la Palabra y del Pan de Vida, lo que hemos contemplado, lo que nuestras manos han tocado, es decir, al Verbo hecho carne, anunciémoslo con alegría al mundo y demos testimonio de él generosamente con toda nuestra vida. Renuevo de corazón a todos vosotros y a vuestros seres queridos sentidas felicitaciones por el Nuevo Año y os deseo una buena festividad de la Epifanía.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española aquí presentes. En particular, a los peregrinos de España, México, y de otros países latinoamericanos. Os exhorto a vivir con intensidad el misterio del nacimiento del Hijo de Dios, a anunciarlo con alegría al mundo, y dar testimonio de su amor con vuestra vida. Asimismo, os renuevo de corazón mis mejores deseos para este Año Nuevo, así como una feliz fiesta de la Epifanía. Muchas gracias.
[En italiano dijo]
Saludo finalmente a los jóvenes, los enfermos y los recién casados. Mañana, solemnidad de la Epifanía del Señor, recordaremos el camino de los Magos hacia Cristo, guiados por la luz de la estrella. Su ejemplo, queridos jóvenes, alimente en vosotros el deseo de encontrar a Jesús y de transmitir a todos la alegría de su Evangelio; os lleve, queridos enfermos, a ofrecer al Niño de Belén vuestros dolores y sufrimientos, hechos preciosos por la fe; que constituya para vosotros, queridos recién casados, un estímulo constante a hacer vuestras familias “pequeñas iglesias” que acojan los signos misteriosos de Dios y del don de la vida.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
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Benedicto XVI: En san José se perfila el hombre nuevo Angelus 19 diciembre 2010
¡Queridos hermanos y hermanas!
En este cuarto domingo de Adviento el Evangelio de san Mateo narra cómo sucede el nacimiento de Jesús colocándose desde el punto de vista de san José. Él era el prometido de María, la cual “antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo” (Mt 1,18). El Hijo de Dios, realizando una antigua profecía (cf. Is 7,14), se hace hombre en el seno de una virgen, y ese misterio manifiesta a la vez el amor, la sabiduría y el poder de Dios a favor de la humanidad herida por el pecado. San José es presentado como hombre “justo” (Mt 1,19), fiel a la ley de Dios, disponible a cumplir su voluntad. Por eso entra en el misterio de la Encarnación después de que un ángel del Señor, apareciéndosele en sueños, le anuncia: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,20-21).
Abandonado el pensamiento de repudiar en secreto a María, la toma consigo, porque ahora sus ojos ven en ella la obra de Dios.
San Ambrosio comenta que “En José nos fue dada la amabilidad y la figura del justo, para hacer más digna su calidad de testimonio” (Exp. Ev. sec. Lucam II, 5:CCL 14,32-33). Él -prosigue Ambrosio- “no habría podido contaminar el templo del Espíritu Santo, la Madre del Señor, el seno fecundado por el misterio” (ibid., II, 6: CCL 14,33). A pesar de haber experimentado turbación, José actúa “como le había ordenado el ángel del Señor”, seguro de cumplir lo justo. También poniendo el nombre de “Jesús” a ese Niño que rige todo el universo, él se sitúa en las filas de los servidores humildes y fieles, parecidos a los ángeles y a los profetas, parecidos a los mártires y a los apóstoles -como cantan antiguos himnos orientales. San José anuncia los prodigios del Señor, dando testimonio de la virginidad de María, de la acción gratuita de Dios, y custodiando la vida terrena del Mesías. Veneremos por tanto al padre legal de Jesús (cf. CCC, 532), porque en él se perfila el hombre nuevo, que mira con fe y valentía al futuro, no sigue su propio proyecto, sino que se confía totalmente a la infinita misericordia de Aquel que realiza las profecías y abre el tiempo de la salvación.
Queridos amigos, a san José, patrono universal de la Iglesia, deseo confiar a todos los Pastores, exhortándoles a ofrecer “a los fieles cristianos y al mundo entero la humilde y cotidiana propuesta de las palabras y de los gestos de Cristo” (Carta Convocatoria del Año Sacerdotal). Que nuestra vida pueda adherirse cada vez más a la Persona de Jesús, precisamente porque “Aquel que es el Verbo asume Él mismo un cuerpo, viene de Dios como hombre y atrae a sí a toda la existencia humana, la lleva al interior de la palabra de Dios” (Jesús de Nazaret, Milán 2007, 383). Invoquemos con fe a la Virgen María, la llena de gracia “adornada por Dios”, para que, en la próxima Navidad, nuestros ojos se abran y vean a Jesús, y el corazón se alegre en este admirable encuentro de amor.
[Después del Ángelus, saludó a los peregrinos en varias lenguas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua española aquí presentes y a cuantos participan en esta oración mariana a través de los diversos medios de comunicación. En la proximidad de la Navidad, os invito a dirigir vuestra oración humilde y confiada al Niño Jesús, nacido de la Santísima Virgen, para que su luz oriente vuestras vidas y os llene de su amor y paz. Que impulsados por la docilidad de nuestra Madre del Cielo estemos siempre dispuestos a realizar en todo la voluntad del Señor, que nos llama y cuenta con cada uno de nosotros. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Patricia Navas
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En este cuarto domingo de Adviento el Evangelio de san Mateo narra cómo sucede el nacimiento de Jesús colocándose desde el punto de vista de san José. Él era el prometido de María, la cual “antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo” (Mt 1,18). El Hijo de Dios, realizando una antigua profecía (cf. Is 7,14), se hace hombre en el seno de una virgen, y ese misterio manifiesta a la vez el amor, la sabiduría y el poder de Dios a favor de la humanidad herida por el pecado. San José es presentado como hombre “justo” (Mt 1,19), fiel a la ley de Dios, disponible a cumplir su voluntad. Por eso entra en el misterio de la Encarnación después de que un ángel del Señor, apareciéndosele en sueños, le anuncia: “José, hijo de David, no temas tomar contigo a María tu mujer porque lo engendrado en ella es del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,20-21).
Abandonado el pensamiento de repudiar en secreto a María, la toma consigo, porque ahora sus ojos ven en ella la obra de Dios.
San Ambrosio comenta que “En José nos fue dada la amabilidad y la figura del justo, para hacer más digna su calidad de testimonio” (Exp. Ev. sec. Lucam II, 5:CCL 14,32-33). Él -prosigue Ambrosio- “no habría podido contaminar el templo del Espíritu Santo, la Madre del Señor, el seno fecundado por el misterio” (ibid., II, 6: CCL 14,33). A pesar de haber experimentado turbación, José actúa “como le había ordenado el ángel del Señor”, seguro de cumplir lo justo. También poniendo el nombre de “Jesús” a ese Niño que rige todo el universo, él se sitúa en las filas de los servidores humildes y fieles, parecidos a los ángeles y a los profetas, parecidos a los mártires y a los apóstoles -como cantan antiguos himnos orientales. San José anuncia los prodigios del Señor, dando testimonio de la virginidad de María, de la acción gratuita de Dios, y custodiando la vida terrena del Mesías. Veneremos por tanto al padre legal de Jesús (cf. CCC, 532), porque en él se perfila el hombre nuevo, que mira con fe y valentía al futuro, no sigue su propio proyecto, sino que se confía totalmente a la infinita misericordia de Aquel que realiza las profecías y abre el tiempo de la salvación.
Queridos amigos, a san José, patrono universal de la Iglesia, deseo confiar a todos los Pastores, exhortándoles a ofrecer “a los fieles cristianos y al mundo entero la humilde y cotidiana propuesta de las palabras y de los gestos de Cristo” (Carta Convocatoria del Año Sacerdotal). Que nuestra vida pueda adherirse cada vez más a la Persona de Jesús, precisamente porque “Aquel que es el Verbo asume Él mismo un cuerpo, viene de Dios como hombre y atrae a sí a toda la existencia humana, la lleva al interior de la palabra de Dios” (Jesús de Nazaret, Milán 2007, 383). Invoquemos con fe a la Virgen María, la llena de gracia “adornada por Dios”, para que, en la próxima Navidad, nuestros ojos se abran y vean a Jesús, y el corazón se alegre en este admirable encuentro de amor.
[Después del Ángelus, saludó a los peregrinos en varias lenguas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los fieles de lengua española aquí presentes y a cuantos participan en esta oración mariana a través de los diversos medios de comunicación. En la proximidad de la Navidad, os invito a dirigir vuestra oración humilde y confiada al Niño Jesús, nacido de la Santísima Virgen, para que su luz oriente vuestras vidas y os llene de su amor y paz. Que impulsados por la docilidad de nuestra Madre del Cielo estemos siempre dispuestos a realizar en todo la voluntad del Señor, que nos llama y cuenta con cada uno de nosotros. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Patricia Navas
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Benedicto XVI: Verónica Giuliani, ¡He visto al Amor! Audiencia 15 diciembre 2010
Queridos hermanos y hermanas,
Hoy quisiera presentar a una mística que no es de la época medieval; se trata de santa Verónica Giuliani, monja clarisa capuchina. El motivo es que el 27 de diciembre próximo se celebra el 350° aniversario de su nacimiento. Città di Castello, lugar donde vivió durante más tiempo y murió, como también Mercatello – su pueblo natal – y la diócesis de Urbino, viven con gozo este acontecimiento.
Verónica nació precisamente el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello, en el valle del Metauro, de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini; era la última de siete hermanas, de las cuales otras tres abrazaron la vida monástica. Recibió el nombre de Orsola. A la edad de siete años, perdió a su madre, y el padre se mudó a Piacenza como superintendente en las aduanas del ducado de Parma. En esta ciudad, Orsola sintió crecer dentro de si el deseo de dedicar la vida a Cristo. La llamada se hacía cada vez más apremiante, tanto que, a los 17 años, entró en la estricta clausura del monasterio de las Clarisas Capuchinas de Città di Castello, donde permanecerá durante toda su vida. Allí recibió el nombre de Verónica, que significa “verdadera imagen”, y, en efecto, ella se convertirá en una verdadera imagen de Cristo Crucificado. Un año después emitió la profesión religiosa solemne: inicia para ella el camino de configuración a Cristo a través de muchas penitencias, grandes sufrimientos y algunas experiencias místicas ligadas a la Pasión de Jesús: la coronación de espinas, el desposorio místico, la herida en el corazón y los estigmas. En 1976, a los 56 años, se convirtió en abadesa del monasterio y fue reconfirmada en este cargo hasta su muerte, sucedida en 1727, tras una dolorosísima agonía de 33 días que culminó en una alegría profunda, tanto que sus últimas palabras fueron: “He encontrado el Amor, ¡el Amor se ha dejado ver! Esta es la causa de mi padecimiento. ¡Decidlo a todas, decidlo a todas!” (Summarium Beatificationis, 115-120). El 9 de julio deja la morada terrena para el encuentro con Dios. Tiene 67 años, cincuenta de los cuales transcurridos en el monasterio de Città di Castello. Fue proclamada Santa el 26 de mayo de 1839 por el Papa Gregorio XVI.
Verónica Giuliani escribió mucho: cartas, relatos autobiográficos, poesías. La fuente principal para reconstruir su pensamiento es, con todo, su Diario, iniciado en 1693: son veintidós mil páginas manuscritas, que cubren un arco de treinta y cuatro años de vida claustral. La escritura fluye espontánea y continua, no hay borraduras o correcciones, ni guiones o distribución de la materia en capítulos o partes según un diseño preestablecido. Verónica no quería componer una obra literaria; al contrario, fue obligada a poner por escrito sus experiencias por el padre Girolamo Bastianelli, religioso de los Filipinos, de acuerdo con el obispo diocesano Antonio Eustachi.
Santa Verónica tiene una espiritualidad marcadamente cristológico-esponsal: es la experiencia de ser amada por Cristo, Esposo fiel y sincero, y de querer corresponder con un amor cada vez más implicado y apasionado. En ella todo es interpretado en clave de amor, y esto le infunde una profunda serenidad. Todo es vivido en unión con Cristo, por amor a él, y con la alegría de poder demostrarle todo el amor de que es capaz una criatura.
El Cristo al que Verónica está profundamente unida es el sufriente de la pasión, muerte y resurrección; es Jesús en el acto de ofrecerse al Padre para salvarnos. De esta experiencia deriva también el amor intenso y sufriente por la Iglesia, en la doble forma de la oración y del ofrecimiento. La Santa vive desde esta óptica: reza, sufre, busca la “santa pobreza” , como “expropiación”, pérdida de sí (cfr ibid., III, 523), precisamente para ser como Cristo, que se entregó totalmente.
En cada página de sus escritos Verónica encomienda a alguien al Señor, aumentando el valor de sus oraciones de intercesión con el ofrecimiento de sí misma en cada sufrimiento. Su corazón se abre a todas “las necesidades de la Santa Iglesia”, viviendo con ansia el deseo de la salvación de “todo el universo mundo" (ibid., III-IV, passim). Verónica grita: "¡Oh pecadores, oh pecadoras!… todos y todas venid al corazón de Jesús, venid a lavaros en su preciosísima sangre... Él os espera con los brazos abiertos para abrazaros” (ibid., II, 16-17). Animada por una ardiente caridad, da a las hermanas del monasterio atención, comprensión, perdón; ofrece sus oraciones y sus sacrificios por el Papa, su obispo, los sacerdotes y por todas las personas necesitadas, incluidas las almas del purgatorio. Resume su misión contemplativa con estas palabras: "No podemos ir predicando por el mundo para convertir almas, pero estamos obligadas a rezar continuamente por todas esas almas que están ofendiendo a Dios... particularmente con nuestros sufrimientos, es decir, con un principio de vida crucificada" (ibid., IV, 877). Nuestra Santa concibe esta misión como un “estar en medio” entre los hombres y Dios, entre los pecadores y Cristo Crucificado.
Verónica vive de modo profundo la participación en el amor sufriente de Jesús, segura de que “sufrir con alegría” es la “clave del amor” (cfr ibid., I, 299.417; III, 330.303.871; IV, 192). Ella muestra que Jesús sufre por los pecados de los hombres, pero también por los sufrimientos que sus siervos fieles habrían tenido que soportar a lo largo de los siglos, en el tiempo de la Iglesia, precisamente por su fe sólida y coherente. Escribe: “Su eterno Padre le hizo ver y sentir en ese momento todos los padecimientos que debían padecer sus elegidos, Sus almas más queridas, es decir, las que se habrían aprovechado de Su sangre y de todos Sus padecimientos” (ibid., II, 170). Como dice de sí mismo el apóstol Pablo: “ Ahora me alegro de poder sufrir por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Verónica llega a pedir a Jesús ser crucificada con Él: “En un instante – escribe – vi salir de Sus santísimas llagas cinco rayos resplandecientes; y todos vinieron a mi alrededor. Y yo veía estos rayos convertirse como en pequeñas llamas. En cuatro estaban los clavos; y en una vi que estaba la lanza, como de oro, toda de fuego: y me traspasó el corazón, de parte a parte... y los clavos traspasaron las manos y los pies. Yo sentí gran dolor; pero en el mismo dolor, me veía, me sentía toda transformada en Dios" (Diario, I, 897).
La Santa está convencida de que participa ya en el Reino de Dios, pero al mismo tiempo invoca a todos los Santos de la Patria bienaventurada para que vengan en su ayuda en el camino terreno de su donación, en espera de la bienaventuranza eterna; esta es la aspiración constante de su vida (cfr ibid., II, 909; V, 246). Respecto a la predicación de la época, centrada a menudo en “salvar la propia alma” en términos individuales, Verónica muestra un fuerte sentido "solidario", de comunión con todos los hermanos y hermanas en camino hacia el Cielo, y vive, reza, sufre por todos. Las cosas penúltimas, terrenas, en cambio, aun apreciadas en sentido franciscano como don del Creador, resultan siempre relativas, totalmente subordinadas al "gusto" de Dios y bajo el signo de una pobreza radical. En lacommunio sanctorum, ella aclara su donación eclesial, además de la relación entre la Iglesia peregrina y la Iglesia celeste. "Todos los santos – escribe – están allí arriba a través de los méritos y la pasión de Jesús; pero a todo lo que hizo Nuestro Señor, ellos han cooperado, de modo que su vida estuvo toda ordenada, regulada por (sus) mismas obras" (ibid., III, 203).
En los escritos de Verónica encontramos muchas citas bíblicas, a veces de modo indirecto, pero siempre puntual: ella revela familiaridad con el Texto sagrado, del que se nutre su experiencia espiritual. Debe destacarse, además, que los momentos fuertes de la experiencia mística de Verónica nunca están separados de los acontecimientos salvíficos celebrados en la liturgia, donde tiene un lugar particular la proclamación y la escucha de la Palabra de Dios. La Sagrada Escritura, por tanto, ilumina, purifica, confirma la experiencia de Verónica, haciéndola eclesial. Por otra parte, sin embargo, precisamente su experiencia, anclada en la Sagrada Escritura con una intensidad fuera de lo común, lleva a una lectura más profunda y “espiritual” del propio Texto, entra en la profundidad escondida del texto. Ella no sólo se expresa con las palabras de la Sagrada Escritura, sino que realmente también vive de estas palabras se convierten vida en ellos.
Por ejemplo, nuestra Santa cita a menudo la expresión del apóstol Pablo: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8,31; cfr Diario, I, 714; II, 116.1021; III, 48). En ella, la asimilación de este texto paulino, esta gran confianza y profunda alegría suyas, se convierten en un hecho realizado en su misma persona. “Mi alma – escribe – ha sido ligada a la voluntad divina y yo me he establecida verdaderamente y permanezco para siempre en la voluntad de Dios. Parecíame que nunca más hubiese de separarme de esta voluntad de Dios y volví en mi con estas mismas palabras: nada me podrá separar de la voluntad de Dios, ni angustias, ni penas, ni fatigas, ni desprecios, ni tentaciones, ni criaturas, ni demonios, ni oscuridades, y ni siquiera la misma muerte, porque, en la vida y en la muerte, quiero todo, y en todo, la voluntad de Dios" (Diario, IV, 272). Así estamos también en la certeza de que la muerte no es la última palabra, estamosfijados en la voluntad de Dios y así, realmente, en la vida para siempre.
Verónica se revela, en particular una testigo valiente de la belleza y del poder del Amor divino, que la atrae, la impregna, la inflama. Es el Amor crucificado que se ha impreso en su carne, como en la de san Francisco de Asís, con los estigmas de Jesús. “Esposa mía – me susurra el Cristo crucificado – me son queridas las penitencias que haces por aquellos que son mi desgracia... Después, separando un brazo de la cruz, me hizo señal de que me acercase a Su costado... Y me encontré entre los brazos del Crucificado. Lo que sentí en ese momento no puedo contarlo: habría podido estar siempre en Su santísimo costado" (ibid., I, 37). Es también una imagen de su camino espiritual, de su vida interior: estar en el abrazo del Crucificado y así estar en el amor de Cristo por los demás. También con la Virgen María Verónica vive una relación de profunda intimidad, atestiguada por las palabras que oye decir un día a la Señora y que recoge en su Diario: "Yo te hice reposar en mi seno, te uniste con mi alma y fuiste llevada por ella como en vuelo ante Dios" (IV, 901).
Santa Verónica Giuliani nos invita a hacer crecer, en nuestra vida cristiana, la unión con el Señor en el ser para los demás, abandonándonos a su voluntad con confianza completa y total, y la unión con la Iglesia, Esposa de Cristo; nos invita a participar en el amor sufriente de Jesús Crucificado para la salvación de todos los pecadores; nos invita a tener la mirada fija en el Paraíso, meta de nuestro camino terreno, donde viviremos junto a tantos hermanos y hermanas la alegría de la comunión plena con Dios; nos invita a nutrirnos diariamente de la Palabra de Dios para encender nuestro corazón y orientar nuestra vida. Las últimas palabras de la Santa pueden considerarse la síntesis de su apasionada experiencia mística: “¡He encontrado al Amor, el Amor se ha dejado ver!". Gracias.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los procedentes de España, Chile y otros países latinoamericanos. Y, de modo particular, a los miembros de la comunidad católica mejicana de Roma, así como a los artesanos venidos de Guanajuato, acompañados por el Gobernador de dicho Estado y el Señor Arzobispo de León, a quienes agradezco el obsequio de un artístico nacimiento. Que el ejemplo de Verónica Giuliani incremente nuestro amor a Cristo. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Hoy quisiera presentar a una mística que no es de la época medieval; se trata de santa Verónica Giuliani, monja clarisa capuchina. El motivo es que el 27 de diciembre próximo se celebra el 350° aniversario de su nacimiento. Città di Castello, lugar donde vivió durante más tiempo y murió, como también Mercatello – su pueblo natal – y la diócesis de Urbino, viven con gozo este acontecimiento.
Verónica nació precisamente el 27 de diciembre de 1660 en Mercatello, en el valle del Metauro, de Francesco Giuliani y Benedetta Mancini; era la última de siete hermanas, de las cuales otras tres abrazaron la vida monástica. Recibió el nombre de Orsola. A la edad de siete años, perdió a su madre, y el padre se mudó a Piacenza como superintendente en las aduanas del ducado de Parma. En esta ciudad, Orsola sintió crecer dentro de si el deseo de dedicar la vida a Cristo. La llamada se hacía cada vez más apremiante, tanto que, a los 17 años, entró en la estricta clausura del monasterio de las Clarisas Capuchinas de Città di Castello, donde permanecerá durante toda su vida. Allí recibió el nombre de Verónica, que significa “verdadera imagen”, y, en efecto, ella se convertirá en una verdadera imagen de Cristo Crucificado. Un año después emitió la profesión religiosa solemne: inicia para ella el camino de configuración a Cristo a través de muchas penitencias, grandes sufrimientos y algunas experiencias místicas ligadas a la Pasión de Jesús: la coronación de espinas, el desposorio místico, la herida en el corazón y los estigmas. En 1976, a los 56 años, se convirtió en abadesa del monasterio y fue reconfirmada en este cargo hasta su muerte, sucedida en 1727, tras una dolorosísima agonía de 33 días que culminó en una alegría profunda, tanto que sus últimas palabras fueron: “He encontrado el Amor, ¡el Amor se ha dejado ver! Esta es la causa de mi padecimiento. ¡Decidlo a todas, decidlo a todas!” (Summarium Beatificationis, 115-120). El 9 de julio deja la morada terrena para el encuentro con Dios. Tiene 67 años, cincuenta de los cuales transcurridos en el monasterio de Città di Castello. Fue proclamada Santa el 26 de mayo de 1839 por el Papa Gregorio XVI.
Verónica Giuliani escribió mucho: cartas, relatos autobiográficos, poesías. La fuente principal para reconstruir su pensamiento es, con todo, su Diario, iniciado en 1693: son veintidós mil páginas manuscritas, que cubren un arco de treinta y cuatro años de vida claustral. La escritura fluye espontánea y continua, no hay borraduras o correcciones, ni guiones o distribución de la materia en capítulos o partes según un diseño preestablecido. Verónica no quería componer una obra literaria; al contrario, fue obligada a poner por escrito sus experiencias por el padre Girolamo Bastianelli, religioso de los Filipinos, de acuerdo con el obispo diocesano Antonio Eustachi.
Santa Verónica tiene una espiritualidad marcadamente cristológico-esponsal: es la experiencia de ser amada por Cristo, Esposo fiel y sincero, y de querer corresponder con un amor cada vez más implicado y apasionado. En ella todo es interpretado en clave de amor, y esto le infunde una profunda serenidad. Todo es vivido en unión con Cristo, por amor a él, y con la alegría de poder demostrarle todo el amor de que es capaz una criatura.
El Cristo al que Verónica está profundamente unida es el sufriente de la pasión, muerte y resurrección; es Jesús en el acto de ofrecerse al Padre para salvarnos. De esta experiencia deriva también el amor intenso y sufriente por la Iglesia, en la doble forma de la oración y del ofrecimiento. La Santa vive desde esta óptica: reza, sufre, busca la “santa pobreza” , como “expropiación”, pérdida de sí (cfr ibid., III, 523), precisamente para ser como Cristo, que se entregó totalmente.
En cada página de sus escritos Verónica encomienda a alguien al Señor, aumentando el valor de sus oraciones de intercesión con el ofrecimiento de sí misma en cada sufrimiento. Su corazón se abre a todas “las necesidades de la Santa Iglesia”, viviendo con ansia el deseo de la salvación de “todo el universo mundo" (ibid., III-IV, passim). Verónica grita: "¡Oh pecadores, oh pecadoras!… todos y todas venid al corazón de Jesús, venid a lavaros en su preciosísima sangre... Él os espera con los brazos abiertos para abrazaros” (ibid., II, 16-17). Animada por una ardiente caridad, da a las hermanas del monasterio atención, comprensión, perdón; ofrece sus oraciones y sus sacrificios por el Papa, su obispo, los sacerdotes y por todas las personas necesitadas, incluidas las almas del purgatorio. Resume su misión contemplativa con estas palabras: "No podemos ir predicando por el mundo para convertir almas, pero estamos obligadas a rezar continuamente por todas esas almas que están ofendiendo a Dios... particularmente con nuestros sufrimientos, es decir, con un principio de vida crucificada" (ibid., IV, 877). Nuestra Santa concibe esta misión como un “estar en medio” entre los hombres y Dios, entre los pecadores y Cristo Crucificado.
Verónica vive de modo profundo la participación en el amor sufriente de Jesús, segura de que “sufrir con alegría” es la “clave del amor” (cfr ibid., I, 299.417; III, 330.303.871; IV, 192). Ella muestra que Jesús sufre por los pecados de los hombres, pero también por los sufrimientos que sus siervos fieles habrían tenido que soportar a lo largo de los siglos, en el tiempo de la Iglesia, precisamente por su fe sólida y coherente. Escribe: “Su eterno Padre le hizo ver y sentir en ese momento todos los padecimientos que debían padecer sus elegidos, Sus almas más queridas, es decir, las que se habrían aprovechado de Su sangre y de todos Sus padecimientos” (ibid., II, 170). Como dice de sí mismo el apóstol Pablo: “ Ahora me alegro de poder sufrir por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, para bien de su Cuerpo, que es la Iglesia” (Col 1,24). Verónica llega a pedir a Jesús ser crucificada con Él: “En un instante – escribe – vi salir de Sus santísimas llagas cinco rayos resplandecientes; y todos vinieron a mi alrededor. Y yo veía estos rayos convertirse como en pequeñas llamas. En cuatro estaban los clavos; y en una vi que estaba la lanza, como de oro, toda de fuego: y me traspasó el corazón, de parte a parte... y los clavos traspasaron las manos y los pies. Yo sentí gran dolor; pero en el mismo dolor, me veía, me sentía toda transformada en Dios" (Diario, I, 897).
La Santa está convencida de que participa ya en el Reino de Dios, pero al mismo tiempo invoca a todos los Santos de la Patria bienaventurada para que vengan en su ayuda en el camino terreno de su donación, en espera de la bienaventuranza eterna; esta es la aspiración constante de su vida (cfr ibid., II, 909; V, 246). Respecto a la predicación de la época, centrada a menudo en “salvar la propia alma” en términos individuales, Verónica muestra un fuerte sentido "solidario", de comunión con todos los hermanos y hermanas en camino hacia el Cielo, y vive, reza, sufre por todos. Las cosas penúltimas, terrenas, en cambio, aun apreciadas en sentido franciscano como don del Creador, resultan siempre relativas, totalmente subordinadas al "gusto" de Dios y bajo el signo de una pobreza radical. En lacommunio sanctorum, ella aclara su donación eclesial, además de la relación entre la Iglesia peregrina y la Iglesia celeste. "Todos los santos – escribe – están allí arriba a través de los méritos y la pasión de Jesús; pero a todo lo que hizo Nuestro Señor, ellos han cooperado, de modo que su vida estuvo toda ordenada, regulada por (sus) mismas obras" (ibid., III, 203).
En los escritos de Verónica encontramos muchas citas bíblicas, a veces de modo indirecto, pero siempre puntual: ella revela familiaridad con el Texto sagrado, del que se nutre su experiencia espiritual. Debe destacarse, además, que los momentos fuertes de la experiencia mística de Verónica nunca están separados de los acontecimientos salvíficos celebrados en la liturgia, donde tiene un lugar particular la proclamación y la escucha de la Palabra de Dios. La Sagrada Escritura, por tanto, ilumina, purifica, confirma la experiencia de Verónica, haciéndola eclesial. Por otra parte, sin embargo, precisamente su experiencia, anclada en la Sagrada Escritura con una intensidad fuera de lo común, lleva a una lectura más profunda y “espiritual” del propio Texto, entra en la profundidad escondida del texto. Ella no sólo se expresa con las palabras de la Sagrada Escritura, sino que realmente también vive de estas palabras se convierten vida en ellos.
Por ejemplo, nuestra Santa cita a menudo la expresión del apóstol Pablo: “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” (Rm 8,31; cfr Diario, I, 714; II, 116.1021; III, 48). En ella, la asimilación de este texto paulino, esta gran confianza y profunda alegría suyas, se convierten en un hecho realizado en su misma persona. “Mi alma – escribe – ha sido ligada a la voluntad divina y yo me he establecida verdaderamente y permanezco para siempre en la voluntad de Dios. Parecíame que nunca más hubiese de separarme de esta voluntad de Dios y volví en mi con estas mismas palabras: nada me podrá separar de la voluntad de Dios, ni angustias, ni penas, ni fatigas, ni desprecios, ni tentaciones, ni criaturas, ni demonios, ni oscuridades, y ni siquiera la misma muerte, porque, en la vida y en la muerte, quiero todo, y en todo, la voluntad de Dios" (Diario, IV, 272). Así estamos también en la certeza de que la muerte no es la última palabra, estamosfijados en la voluntad de Dios y así, realmente, en la vida para siempre.
Verónica se revela, en particular una testigo valiente de la belleza y del poder del Amor divino, que la atrae, la impregna, la inflama. Es el Amor crucificado que se ha impreso en su carne, como en la de san Francisco de Asís, con los estigmas de Jesús. “Esposa mía – me susurra el Cristo crucificado – me son queridas las penitencias que haces por aquellos que son mi desgracia... Después, separando un brazo de la cruz, me hizo señal de que me acercase a Su costado... Y me encontré entre los brazos del Crucificado. Lo que sentí en ese momento no puedo contarlo: habría podido estar siempre en Su santísimo costado" (ibid., I, 37). Es también una imagen de su camino espiritual, de su vida interior: estar en el abrazo del Crucificado y así estar en el amor de Cristo por los demás. También con la Virgen María Verónica vive una relación de profunda intimidad, atestiguada por las palabras que oye decir un día a la Señora y que recoge en su Diario: "Yo te hice reposar en mi seno, te uniste con mi alma y fuiste llevada por ella como en vuelo ante Dios" (IV, 901).
Santa Verónica Giuliani nos invita a hacer crecer, en nuestra vida cristiana, la unión con el Señor en el ser para los demás, abandonándonos a su voluntad con confianza completa y total, y la unión con la Iglesia, Esposa de Cristo; nos invita a participar en el amor sufriente de Jesús Crucificado para la salvación de todos los pecadores; nos invita a tener la mirada fija en el Paraíso, meta de nuestro camino terreno, donde viviremos junto a tantos hermanos y hermanas la alegría de la comunión plena con Dios; nos invita a nutrirnos diariamente de la Palabra de Dios para encender nuestro corazón y orientar nuestra vida. Las últimas palabras de la Santa pueden considerarse la síntesis de su apasionada experiencia mística: “¡He encontrado al Amor, el Amor se ha dejado ver!". Gracias.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los procedentes de España, Chile y otros países latinoamericanos. Y, de modo particular, a los miembros de la comunidad católica mejicana de Roma, así como a los artesanos venidos de Guanajuato, acompañados por el Gobernador de dicho Estado y el Señor Arzobispo de León, a quienes agradezco el obsequio de un artístico nacimiento. Que el ejemplo de Verónica Giuliani incremente nuestro amor a Cristo. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Constancia y paciencia, dos virtudes que no están de moda Angelus 12 diciembre 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En este tercer domingo de Adviento, la Liturgia propone un pasaje de la Carta de Santiago, que comienza con esta exhortación: "Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la Venida del Señor" (5, 7). Me parece particularmente importante, en nuestros días, subrayar el valor de la constancia y de la paciencia, virtudes que pertenecían al bagaje normal de nuestros padres, pero que hoy son menos populares, en un mundo que exalta, más bien, el cambio y la capacidad para adaptarse a situaciones siempre nuevas y diversas. Sin nada que quitar a estos aspectos, que también son cualidades del ser humano, el Adviento nos llama a potenciar esa tenacidad interior, esa resistencia de espíritu, que nos permiten no desesperar en la espera de un bien que tarda en llegar, sino más preparar su venida con confianza operante.
"Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca" (Santiago 5, 7-8). La comparación con el campesino es muy expresiva: quien ha sembrado en el campo tiene ante sí meses de espera paciente y constante, pero sabe que la semilla mientras tanto cumple con su ciclo, gracias a las lluvias de otoño y primavera. El agricultor no es fatalista, sino que es un modelo de esa mentalidad que une de manera equilibrada la fe y la razón, pues, por una parte, conoce las leyes de la naturaleza y cumple bien con su trabajo, y, por otra, confía en la Providencia, dado que algunas cosas fundamentales no dependen de él, sino que están en las manos de Dios. La paciencia y la constancia son precisamente síntesis entre el compromiso humano y la confianza en Dios.
"Fortaleced vuestros corazones", dice la Escritura. ¿Cómo lo podemos hacer? ¿Cómo pueden ser más fuertes nuestros corazones, si ya de por sí son más bien frágiles, y si la cultura en la que estamos sumergidos les hace más inestables? La ayuda no nos falta: es la Palabra de Dios. De hecho, mientras todo pasa y muda, la Palabra del Señor no pasa. Si las vicisitudes de la vida nos hacen sentirnos perdidos y parece que se derrumba toda certeza, tenemos una brújula para encontrar la orientación, tenemos un ancla para no ir a la deriva. Aquí se nos presenta el modelo de los profetas, es decir, de esas personas a las que Dios ha llamado para que hablen en su nombre. El profeta encuentra su alegría y su fuerza en la Palabra del Señor, y mientras los hombres buscan con frecuencia la felicidad por caminos que se revelan equivocados, él anuncia la verdadera esperanza, la que no nos decepciona, pues está fundamentada en la fidelidad de Dios. Todo cristiano, en virtud del Bautismo, ha recibido la dignidad profética: que cada uno pueda redescubrirla y alimentarla, con una asidua escucha de la Palabra divina. Que así no los alcance la Virgen María, a quien el Evangelio llama bienaventurada porque ha creído en el cumplimiento de las palabras del Señor (Cf. Lucas 1, 45).
[Tras rezar el Ángelus, el Papa añadió:]
El primer saludo se dirige hoy a los niños y muchachos de Roma, que han venido con motivo de la tradicional bendición de las imágenes del Niño Jesús para los belenes. Queridos jóvenes amigos: cuando pongáis el Niño Jesús en la gruta o en la cabaña, ofreced una oración por el Papa y por sus intenciones. ¡Gracias! Saludo a vuestros padres, maestros y catequistas; doy las gracias al Centro de Parroquias de Roma por esta iniciativa, así como a los amigos del Centro de Pediatría "Santa Marta".
Además, deseo recordar que en la tarde del jueves próximo, 16 de diciembre, en la basílica de san Pedro, celebraré la Liturgia de las Vísperas con los universitarios de Roma, en preparación de la Navidad.
[Luego, el Papa saludó en varios idiomas a los peregrinos. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana. En este tercer domingo de Adviento, la liturgia nos invita con insistencia a la alegría en el Señor. Que la intercesión amorosa de Santa María, que bajo la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe, es invocada fervientemente como Madre por los hombres y mujeres del pueblo mexicano y de América Latina, aliente este tiempo de gozo y esperanza y fomente el ineludible ejercicio de la caridad con los más necesitados. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
En este tercer domingo de Adviento, la Liturgia propone un pasaje de la Carta de Santiago, que comienza con esta exhortación: "Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la Venida del Señor" (5, 7). Me parece particularmente importante, en nuestros días, subrayar el valor de la constancia y de la paciencia, virtudes que pertenecían al bagaje normal de nuestros padres, pero que hoy son menos populares, en un mundo que exalta, más bien, el cambio y la capacidad para adaptarse a situaciones siempre nuevas y diversas. Sin nada que quitar a estos aspectos, que también son cualidades del ser humano, el Adviento nos llama a potenciar esa tenacidad interior, esa resistencia de espíritu, que nos permiten no desesperar en la espera de un bien que tarda en llegar, sino más preparar su venida con confianza operante.
"Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca" (Santiago 5, 7-8). La comparación con el campesino es muy expresiva: quien ha sembrado en el campo tiene ante sí meses de espera paciente y constante, pero sabe que la semilla mientras tanto cumple con su ciclo, gracias a las lluvias de otoño y primavera. El agricultor no es fatalista, sino que es un modelo de esa mentalidad que une de manera equilibrada la fe y la razón, pues, por una parte, conoce las leyes de la naturaleza y cumple bien con su trabajo, y, por otra, confía en la Providencia, dado que algunas cosas fundamentales no dependen de él, sino que están en las manos de Dios. La paciencia y la constancia son precisamente síntesis entre el compromiso humano y la confianza en Dios.
"Fortaleced vuestros corazones", dice la Escritura. ¿Cómo lo podemos hacer? ¿Cómo pueden ser más fuertes nuestros corazones, si ya de por sí son más bien frágiles, y si la cultura en la que estamos sumergidos les hace más inestables? La ayuda no nos falta: es la Palabra de Dios. De hecho, mientras todo pasa y muda, la Palabra del Señor no pasa. Si las vicisitudes de la vida nos hacen sentirnos perdidos y parece que se derrumba toda certeza, tenemos una brújula para encontrar la orientación, tenemos un ancla para no ir a la deriva. Aquí se nos presenta el modelo de los profetas, es decir, de esas personas a las que Dios ha llamado para que hablen en su nombre. El profeta encuentra su alegría y su fuerza en la Palabra del Señor, y mientras los hombres buscan con frecuencia la felicidad por caminos que se revelan equivocados, él anuncia la verdadera esperanza, la que no nos decepciona, pues está fundamentada en la fidelidad de Dios. Todo cristiano, en virtud del Bautismo, ha recibido la dignidad profética: que cada uno pueda redescubrirla y alimentarla, con una asidua escucha de la Palabra divina. Que así no los alcance la Virgen María, a quien el Evangelio llama bienaventurada porque ha creído en el cumplimiento de las palabras del Señor (Cf. Lucas 1, 45).
[Tras rezar el Ángelus, el Papa añadió:]
El primer saludo se dirige hoy a los niños y muchachos de Roma, que han venido con motivo de la tradicional bendición de las imágenes del Niño Jesús para los belenes. Queridos jóvenes amigos: cuando pongáis el Niño Jesús en la gruta o en la cabaña, ofreced una oración por el Papa y por sus intenciones. ¡Gracias! Saludo a vuestros padres, maestros y catequistas; doy las gracias al Centro de Parroquias de Roma por esta iniciativa, así como a los amigos del Centro de Pediatría "Santa Marta".
Además, deseo recordar que en la tarde del jueves próximo, 16 de diciembre, en la basílica de san Pedro, celebraré la Liturgia de las Vísperas con los universitarios de Roma, en preparación de la Navidad.
[Luego, el Papa saludó en varios idiomas a los peregrinos. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana. En este tercer domingo de Adviento, la liturgia nos invita con insistencia a la alegría en el Señor. Que la intercesión amorosa de Santa María, que bajo la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe, es invocada fervientemente como Madre por los hombres y mujeres del pueblo mexicano y de América Latina, aliente este tiempo de gozo y esperanza y fomente el ineludible ejercicio de la caridad con los más necesitados. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La Inmaculada, motivo de consuelo Angelus 8 diciembre 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy nuestra cita con motivo de la oración del Ángelus adquiere una luz especial, en el contexto de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María. En la Liturgia de esta fiesta, se proclama el Evangelio de la Anunciación (Lucas 1, 26-38), que presenta precisamente el diálogo entre el ángel Gabriel y la Virgen. "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo", dice el mensajero de Dios, y de este modo revela la identidad más profunda de María, el "nombre" por así decir con el que el mismo Dios la conoce: "llena de gracia". Esta expresión, que nos resulta tan familiar desde la infancia, pues la pronunciamos cada vez que rezamos el Avemaría, nos explica el misterio que hoy celebramos. De hecho, María, desde el momento en que fue concebida por sus padres, fue objeto de una predilección singular por parte de Dios, quien en su designio eterno la escogió para ser la madre de su Hijo hecho hombre y, por tanto, preservada del pecado original. Por este motivo, el ángel se dirige a ella con este nombre, que implícitamente significa: "llena desde siempre del amor de Dios", de su gracia.
El misterio de la Inmaculada Concepción es fuente de luz interior, de esperanza y de consuelo. En medio de las pruebas de la vida, y especialmente de las contradicciones que experimenta el hombre en su interior y a su alrededor, María, Madre de Cristo, nos dice que la Gracia es más grande que el pecado, que la misericordia de Dios es más potente que el mal y sabe transformarlo en bien. Por desgracia, cada día, nosotros experimentamos el mal, que se manifiesta de muchas maneras en las relaciones y en los acontecimientos, pero que tiene su raíz en el corazón del hombre, un corazón herido, enfermo, incapaz de curarse por sí solo. La Sagrada Escritura nos revela que en el origen de todo mal se encuentra la desobediencia a la voluntad de Dios, y que la muerte ha dominado porque la libertad humana ha cedido a la tentación del Maligno. Pero Dios no desfallece en su designio de amor y de vida: a través de un largo y paciente camino de reconciliación, ha preparado la alianza nueva y eterna, sellada con la sangre de su Hijo, que para ofrecerse a sí mismo en expiación "nació de mujer" (Gálatas 4, 4). Esta mujer, la Virgen María, se benefició de manera anticipada de la muerte redentora de su Hijo y desde la concepción quedó preservada del contagio de la culpa. Por este motivo, con su corazón inmaculado, nos dice: confiad en Jesús, Él os salva.
Queridos amigos: hoy por la tarde renovaré el tradicional homenaje a la Virgen Inmaculada, ante el monumento a ella dedicado, en la plaza de España. Con este acto de devoción me hago intérprete del amor de los fieles de Roma y de todo el mundo a la Madre que Cristo nos ha dado. Encomiendo a su intercesión las necesidades más urgentes de la Iglesia y del mundo. Que ella nos ayude sobre todo a tener fe en Dios, a creer en su Palabra, a rechazar siempre el mal y a escoger el bien.
[Después de rezar el Ángelus, el Papa añadió:]
En la fiesta de hoy, tengo la alegría de saludar a la Academia Pontificia de la Inmaculada. Queridos amigos, invoco sobre cada uno de vosotros la protección maternal de la Virgen María y encomiendo a su intercesión vuestra actividad. Os doy las gracias por vuestro generoso trabajo.
Dirijo un saludo especial también a la Acción Católica Italiana, que hoy, en muchas parroquias renueva su compromiso en la Iglesia. Recordando la gran fiesta vivida junto a los muchachos y jóvenes, aquí, en la Plaza de San Pedro, a finales de octubre, manifiesto a todos los socios mi afecto y mi cercanía. Les aliento a caminar por el camino de la santidad, llevando la luz del Evangelio a los espacios de la vida cotidiana.
[A continuación, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los profesores y alumnos del Colegio Claret, de Madrid. En este día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, nos dirigimos a la madre del Señor para que ilumine con su luz este tiempo de vigilante y confiada espera del Salvador, que es el Adviento. Para que, meditando con docilidad la palabra de Dios, sepamos acoger a Cristo en nuestra vida y llevarlo a los demás, con el testimonio de nuestra fe y caridad. Feliz fiesta de la Inmaculada.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]
Hoy nuestra cita con motivo de la oración del Ángelus adquiere una luz especial, en el contexto de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María. En la Liturgia de esta fiesta, se proclama el Evangelio de la Anunciación (Lucas 1, 26-38), que presenta precisamente el diálogo entre el ángel Gabriel y la Virgen. "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo", dice el mensajero de Dios, y de este modo revela la identidad más profunda de María, el "nombre" por así decir con el que el mismo Dios la conoce: "llena de gracia". Esta expresión, que nos resulta tan familiar desde la infancia, pues la pronunciamos cada vez que rezamos el Avemaría, nos explica el misterio que hoy celebramos. De hecho, María, desde el momento en que fue concebida por sus padres, fue objeto de una predilección singular por parte de Dios, quien en su designio eterno la escogió para ser la madre de su Hijo hecho hombre y, por tanto, preservada del pecado original. Por este motivo, el ángel se dirige a ella con este nombre, que implícitamente significa: "llena desde siempre del amor de Dios", de su gracia.
El misterio de la Inmaculada Concepción es fuente de luz interior, de esperanza y de consuelo. En medio de las pruebas de la vida, y especialmente de las contradicciones que experimenta el hombre en su interior y a su alrededor, María, Madre de Cristo, nos dice que la Gracia es más grande que el pecado, que la misericordia de Dios es más potente que el mal y sabe transformarlo en bien. Por desgracia, cada día, nosotros experimentamos el mal, que se manifiesta de muchas maneras en las relaciones y en los acontecimientos, pero que tiene su raíz en el corazón del hombre, un corazón herido, enfermo, incapaz de curarse por sí solo. La Sagrada Escritura nos revela que en el origen de todo mal se encuentra la desobediencia a la voluntad de Dios, y que la muerte ha dominado porque la libertad humana ha cedido a la tentación del Maligno. Pero Dios no desfallece en su designio de amor y de vida: a través de un largo y paciente camino de reconciliación, ha preparado la alianza nueva y eterna, sellada con la sangre de su Hijo, que para ofrecerse a sí mismo en expiación "nació de mujer" (Gálatas 4, 4). Esta mujer, la Virgen María, se benefició de manera anticipada de la muerte redentora de su Hijo y desde la concepción quedó preservada del contagio de la culpa. Por este motivo, con su corazón inmaculado, nos dice: confiad en Jesús, Él os salva.
Queridos amigos: hoy por la tarde renovaré el tradicional homenaje a la Virgen Inmaculada, ante el monumento a ella dedicado, en la plaza de España. Con este acto de devoción me hago intérprete del amor de los fieles de Roma y de todo el mundo a la Madre que Cristo nos ha dado. Encomiendo a su intercesión las necesidades más urgentes de la Iglesia y del mundo. Que ella nos ayude sobre todo a tener fe en Dios, a creer en su Palabra, a rechazar siempre el mal y a escoger el bien.
[Después de rezar el Ángelus, el Papa añadió:]
En la fiesta de hoy, tengo la alegría de saludar a la Academia Pontificia de la Inmaculada. Queridos amigos, invoco sobre cada uno de vosotros la protección maternal de la Virgen María y encomiendo a su intercesión vuestra actividad. Os doy las gracias por vuestro generoso trabajo.
Dirijo un saludo especial también a la Acción Católica Italiana, que hoy, en muchas parroquias renueva su compromiso en la Iglesia. Recordando la gran fiesta vivida junto a los muchachos y jóvenes, aquí, en la Plaza de San Pedro, a finales de octubre, manifiesto a todos los socios mi afecto y mi cercanía. Les aliento a caminar por el camino de la santidad, llevando la luz del Evangelio a los espacios de la vida cotidiana.
[A continuación, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los profesores y alumnos del Colegio Claret, de Madrid. En este día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, nos dirigimos a la madre del Señor para que ilumine con su luz este tiempo de vigilante y confiada espera del Salvador, que es el Adviento. Para que, meditando con docilidad la palabra de Dios, sepamos acoger a Cristo en nuestra vida y llevarlo a los demás, con el testimonio de nuestra fe y caridad. Feliz fiesta de la Inmaculada.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La fe se fortalece por la Palabra Angelus 5 diciembre 2010
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este segundo domingo de Adviento (Mt 3,1-12) nos presenta la figura de san Juan Bautista, el cual, según una célebre profecía de Isaías (cf. 40,3), se retiró al desierto de Judea y, con su predicación, llamó al pueblo a convertirse para estar preparado para la inminente venida del Mesías. San Gregorio Magno comenta que el Bautista “predica la recta fe y las obras buenas... para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien” (Hom. in Evangelia, XX, 3, CCL141, 155). El Precursor de Jesús, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como una estrella que precede a la salida del Sol, de Cristo, es decir, de Aquel -según otra profecía de Isaías- sobre el cual “reposará el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de fortaleza y temor de Yahveh” (Is 11,2).
En el Tiempo de Adviento, también nosotros estamos llamados a escuchar la voz de Dios, que resuena en el desierto del mundo a través de las Sagradas Escrituras, especialmente cuando se predican con la fuerza del Espíritu Santo. La fe, de hecho, se fortalece cuanto más se deja iluminar por la Palabra divina, por “todo cuanto -como nos recuerda el apóstol Pablo- fue escrito en el pasado... para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rm 15,4). El modelo de la escucha es la Virgen María: “Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo” (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 28).
Queridos amigos, “nuestra salvación se basa en una venida”, ha escrito Romano Guardini (La santa notte. Dall’Avvento all’Epifania, [La santa noche. Del Adviento a la Epifanía, n.d.t.] Brescia 1994, p. 13). “El Salvador vino de la libertad de Dios... Así la decisión de la fe consiste... en acoger a Aquel que se acerca (ivi, p. 14). “El Redentor -añade- viene a cada hombre: en sus alegrías y penas, en su conocimiento claro, en sus dudas y tentaciones, en todo lo que constituye su naturaleza y su vida (ivi, p. 15).
A la Virgen María, en cuyo seno moró el Hijo del Altísimo, y que el miércoles próximo, 8 de diciembre, celebraremos en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, pedimos que nos sostenga en este camino espiritual, para acoger con fe y con amor la venida del Señor.
[Después del Ángelus, dijo:]
En este tiempo de Adviento, en el que estamos llamados a alimentar nuestra espera del Señor y a acogerlo en medio de nosotros, os invito a rezar por todas las situaciones de violencia, de intolerancia, de sufrimiento que hay en el mundo, para que la venida de Jesús traiga consuelo, reconciliación y paz. Pienso en las muchas situaciones difíciles, como los continuos atentados que se verifican en Irak contra cristianos y musulmanes, los enfrentamientos en Egipto en los que ha habido muertos y heridos, en las víctimas de traficantes y de criminales, como el drama de los rehenes eritreos y de otras nacionalidades, en el desierto del Sinaí. El respeto a los derechos de todos es el requisito para la convivencia cívica. Que nuestra oración al Señor y nuestra solidaridad puedan llevar esperanza a los que se encuentran en el sufrimiento.
[A continuación, saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En español, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración del Ángelus, en particular al grupo de la parroquia de san Agustín, de Alcalá de Guadaira, en su cincuenta aniversario, así como a los feligreses de las parroquias de san Isidoro y de san Lorenzo, de Valencia, y de san Antonio de Padua, de sant Vicenç dels Horts, y de san Pedro del Masnou, de Barcelona. Invito a todos a preparar interiormente la Navidad mediante la conversión del corazón, que nos permita acoger la venida de Jesús con los sentimientos de gozo, disponibilidad y fe de María. Que Ella nos acompañe en este camino. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana]
El Evangelio de este segundo domingo de Adviento (Mt 3,1-12) nos presenta la figura de san Juan Bautista, el cual, según una célebre profecía de Isaías (cf. 40,3), se retiró al desierto de Judea y, con su predicación, llamó al pueblo a convertirse para estar preparado para la inminente venida del Mesías. San Gregorio Magno comenta que el Bautista “predica la recta fe y las obras buenas... para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien” (Hom. in Evangelia, XX, 3, CCL141, 155). El Precursor de Jesús, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como una estrella que precede a la salida del Sol, de Cristo, es decir, de Aquel -según otra profecía de Isaías- sobre el cual “reposará el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de fortaleza y temor de Yahveh” (Is 11,2).
En el Tiempo de Adviento, también nosotros estamos llamados a escuchar la voz de Dios, que resuena en el desierto del mundo a través de las Sagradas Escrituras, especialmente cuando se predican con la fuerza del Espíritu Santo. La fe, de hecho, se fortalece cuanto más se deja iluminar por la Palabra divina, por “todo cuanto -como nos recuerda el apóstol Pablo- fue escrito en el pasado... para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rm 15,4). El modelo de la escucha es la Virgen María: “Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo” (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 28).
Queridos amigos, “nuestra salvación se basa en una venida”, ha escrito Romano Guardini (La santa notte. Dall’Avvento all’Epifania, [La santa noche. Del Adviento a la Epifanía, n.d.t.] Brescia 1994, p. 13). “El Salvador vino de la libertad de Dios... Así la decisión de la fe consiste... en acoger a Aquel que se acerca (ivi, p. 14). “El Redentor -añade- viene a cada hombre: en sus alegrías y penas, en su conocimiento claro, en sus dudas y tentaciones, en todo lo que constituye su naturaleza y su vida (ivi, p. 15).
A la Virgen María, en cuyo seno moró el Hijo del Altísimo, y que el miércoles próximo, 8 de diciembre, celebraremos en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, pedimos que nos sostenga en este camino espiritual, para acoger con fe y con amor la venida del Señor.
[Después del Ángelus, dijo:]
En este tiempo de Adviento, en el que estamos llamados a alimentar nuestra espera del Señor y a acogerlo en medio de nosotros, os invito a rezar por todas las situaciones de violencia, de intolerancia, de sufrimiento que hay en el mundo, para que la venida de Jesús traiga consuelo, reconciliación y paz. Pienso en las muchas situaciones difíciles, como los continuos atentados que se verifican en Irak contra cristianos y musulmanes, los enfrentamientos en Egipto en los que ha habido muertos y heridos, en las víctimas de traficantes y de criminales, como el drama de los rehenes eritreos y de otras nacionalidades, en el desierto del Sinaí. El respeto a los derechos de todos es el requisito para la convivencia cívica. Que nuestra oración al Señor y nuestra solidaridad puedan llevar esperanza a los que se encuentran en el sufrimiento.
[A continuación, saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En español, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración del Ángelus, en particular al grupo de la parroquia de san Agustín, de Alcalá de Guadaira, en su cincuenta aniversario, así como a los feligreses de las parroquias de san Isidoro y de san Lorenzo, de Valencia, y de san Antonio de Padua, de sant Vicenç dels Horts, y de san Pedro del Masnou, de Barcelona. Invito a todos a preparar interiormente la Navidad mediante la conversión del corazón, que nos permita acoger la venida de Jesús con los sentimientos de gozo, disponibilidad y fe de María. Que Ella nos acompañe en este camino. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Juliana de Norwich y el amor divino Audiencia 1 diciembre 2010
Queridos hermanos y hermanas,
recuerdo aún con gran alegría el Viaje apostólico realizado al Reino Unido el pasado septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a muchas figuras ilustres que con su testimonio y su enseñanza embellecen la historia de la Iglesia. Una de ellas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que querría hablaros esta mañana.
Las noticias de que disponemos sobre su vida – no muchas – se deducen principalmente del libro en el que esta mujer gentil y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió aproximadamente entre 1342 y 1430, años tormentosos tanto para la Iglesia, lacerada por el cisma que siguió a la vuelta del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Dios, sin embargo, tampoco en los tiempos de tribulación cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.
Como ella misma nos narra, en mayo de 1373, probablemente el 13 de aquel mes, fue afectada de repente por una enfermedad gravísima que en tres días pareció llevarla a la muerte. Después de que el sacerdote, que acudió a su cabecera, le mostró el Crucifijo, Juliana no sólo recuperó en seguida la salud, sino que recibió dieciséis revelaciones que después consignó por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue el propio Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. “¿Quieres saber lo que pretendía tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que Él pretendió. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor... Así aprenderás que nuestro Señor significa amor" (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).
Inspirada por el amor divino, Juliana tomó una decisión radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir dentro de una celda, colocada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el del santo al que estaba dedicada la iglesia junto a la que vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir “recluida”, como se decía en sus tiempos. Pero no era la única en realizar esta elección: en aquellos siglos un número considerable de mujeres optó por este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas a propósito para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rievaulx. Las anacoretas o “reclusas”, dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De esta forma, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, que las hacía veneradas por la gente. Hombres y mujeres de toda edad y condición, necesitados de consejos y de consuelo, las buscaban con devoción. Por tanto no era una decisión individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a cuantos vivían en dificultad en esta vida.
Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como nos lo atestigua la autobiografía de otra ferviente cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que se dirigió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. De ahí que, cuando Juliana estaba viva, era llamada, como está escrita en el monumento fúnebre que recoge sus restos: "Madre Juliana". Se había convertido en madre para muchos.
Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta decisión suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del que se alejan, no posee, y con amabilidad la comparten con aquellos que llaman a sus puertas. Pienso por tanto con admiración y reconocimiento en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, precioso tesoro para toda la Iglesia, especialmente al recordar la primacía de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.
Fue precisamente en la soledad habitada por Dios como Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de la que nos han llegado dos redacciones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de ser amados por Dios y de ser protegidos por su Providencia. Leemos en este libro las siguientes palabras estupendas: “Ve con absoluta seguridad ... que Dios antes aún de crearnos nos amó, con un amor que nunca ha disminuido, y nunca se desvanecerá. Y en este amor Él hizo todas sus obras, y en este amor Él hizo de modo que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y en este amor nuestra vida dura por siempre... En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin" (El libro de las revelaciones, cap. 86, p. 320).
El tema del amor divino vuelve a menudo en las visiones de Juliana de Norwich quien, con una cierta audacia, no duda en compararlo también al amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios hacia nosotros son tan grandes, que a nosotros peregrinos en la tierra nos evocan el amor de una madre por sus propios hijos. En realidad, también los profetas bíblicos a veces utilizaron este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y que tiene el culmen en la Encarnación del Hijo. Dios, que sin embargo supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: "¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!" (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando se abre a él, totalmente y con confianza total, a este amor y se deja que éste se convierta en la única guía de la existencia, todo se transfigura, se encuentran la verdadera paz y la verdadera alegría y se es capaz de difundirla alrededor.
Quisiera subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia Católica recoge las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un argumento que no deja de constituir una provocación para todos los creyentes (cfr nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se plantean esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, también del mal sabe sacar Dios un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: "Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe, y que debía por tanto creer firme y perfectamente que todo habría acabado en bien…" (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).
Si, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios son siempre más grandes que nuestras esperanzas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca serenos decepcionados. “Y todo estará bien”, “todo será para bien": este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los grupos de lengua española, provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Las promesas divinas son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y profundos de nuestro corazón, nunca nos sentiremos defraudados. "Todo estará bien", "cada cosa será para bien". Esto lo vivió con gran intensidad Juliana de Norwich. Que su ejemplo os ayude en vuestra vida cristiana, para que siempre seáis signos vivos de la caridad de Cristo y transmitáis a los demás con serena alegría la belleza de su mensaje de salvación. Muchas gracias.
[Llamamiento]
Recomiendo a vuestras oraciones y a las de los católicos de todo el mundo a la Iglesia en China, que, como sabéis, está viviendo momentos particularmente difíciles. Pedimos a la Bendita Virgen María, Auxilio de los Cristianos, que sostenga a todos los obispos chinos, a mi tan queridos, para que den testimonio de su fe con valor, poniendo toda esperanza en el Salvador que esperamos. Confiemos también a la Virgen a todos los católicos de ese amado país, para que, con su intercesión, puedan realizar una auténtica existencia cristiana en comunión con la Iglesia universal, contribuyendo así también a la armonía y al bien común de su noble Pueblo.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
recuerdo aún con gran alegría el Viaje apostólico realizado al Reino Unido el pasado septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a muchas figuras ilustres que con su testimonio y su enseñanza embellecen la historia de la Iglesia. Una de ellas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que querría hablaros esta mañana.
Las noticias de que disponemos sobre su vida – no muchas – se deducen principalmente del libro en el que esta mujer gentil y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió aproximadamente entre 1342 y 1430, años tormentosos tanto para la Iglesia, lacerada por el cisma que siguió a la vuelta del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Dios, sin embargo, tampoco en los tiempos de tribulación cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.
Como ella misma nos narra, en mayo de 1373, probablemente el 13 de aquel mes, fue afectada de repente por una enfermedad gravísima que en tres días pareció llevarla a la muerte. Después de que el sacerdote, que acudió a su cabecera, le mostró el Crucifijo, Juliana no sólo recuperó en seguida la salud, sino que recibió dieciséis revelaciones que después consignó por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue el propio Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. “¿Quieres saber lo que pretendía tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que Él pretendió. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor... Así aprenderás que nuestro Señor significa amor" (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).
Inspirada por el amor divino, Juliana tomó una decisión radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir dentro de una celda, colocada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el del santo al que estaba dedicada la iglesia junto a la que vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir “recluida”, como se decía en sus tiempos. Pero no era la única en realizar esta elección: en aquellos siglos un número considerable de mujeres optó por este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas a propósito para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rievaulx. Las anacoretas o “reclusas”, dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De esta forma, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, que las hacía veneradas por la gente. Hombres y mujeres de toda edad y condición, necesitados de consejos y de consuelo, las buscaban con devoción. Por tanto no era una decisión individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a cuantos vivían en dificultad en esta vida.
Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como nos lo atestigua la autobiografía de otra ferviente cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que se dirigió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. De ahí que, cuando Juliana estaba viva, era llamada, como está escrita en el monumento fúnebre que recoge sus restos: "Madre Juliana". Se había convertido en madre para muchos.
Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta decisión suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del que se alejan, no posee, y con amabilidad la comparten con aquellos que llaman a sus puertas. Pienso por tanto con admiración y reconocimiento en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, precioso tesoro para toda la Iglesia, especialmente al recordar la primacía de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.
Fue precisamente en la soledad habitada por Dios como Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de la que nos han llegado dos redacciones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de ser amados por Dios y de ser protegidos por su Providencia. Leemos en este libro las siguientes palabras estupendas: “Ve con absoluta seguridad ... que Dios antes aún de crearnos nos amó, con un amor que nunca ha disminuido, y nunca se desvanecerá. Y en este amor Él hizo todas sus obras, y en este amor Él hizo de modo que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y en este amor nuestra vida dura por siempre... En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin" (El libro de las revelaciones, cap. 86, p. 320).
El tema del amor divino vuelve a menudo en las visiones de Juliana de Norwich quien, con una cierta audacia, no duda en compararlo también al amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios hacia nosotros son tan grandes, que a nosotros peregrinos en la tierra nos evocan el amor de una madre por sus propios hijos. En realidad, también los profetas bíblicos a veces utilizaron este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y que tiene el culmen en la Encarnación del Hijo. Dios, que sin embargo supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: "¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!" (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando se abre a él, totalmente y con confianza total, a este amor y se deja que éste se convierta en la única guía de la existencia, todo se transfigura, se encuentran la verdadera paz y la verdadera alegría y se es capaz de difundirla alrededor.
Quisiera subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia Católica recoge las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un argumento que no deja de constituir una provocación para todos los creyentes (cfr nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se plantean esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, también del mal sabe sacar Dios un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: "Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe, y que debía por tanto creer firme y perfectamente que todo habría acabado en bien…" (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).
Si, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios son siempre más grandes que nuestras esperanzas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca serenos decepcionados. “Y todo estará bien”, “todo será para bien": este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los grupos de lengua española, provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Las promesas divinas son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y profundos de nuestro corazón, nunca nos sentiremos defraudados. "Todo estará bien", "cada cosa será para bien". Esto lo vivió con gran intensidad Juliana de Norwich. Que su ejemplo os ayude en vuestra vida cristiana, para que siempre seáis signos vivos de la caridad de Cristo y transmitáis a los demás con serena alegría la belleza de su mensaje de salvación. Muchas gracias.
[Llamamiento]
Recomiendo a vuestras oraciones y a las de los católicos de todo el mundo a la Iglesia en China, que, como sabéis, está viviendo momentos particularmente difíciles. Pedimos a la Bendita Virgen María, Auxilio de los Cristianos, que sostenga a todos los obispos chinos, a mi tan queridos, para que den testimonio de su fe con valor, poniendo toda esperanza en el Salvador que esperamos. Confiemos también a la Virgen a todos los católicos de ese amado país, para que, con su intercesión, puedan realizar una auténtica existencia cristiana en comunión con la Iglesia universal, contribuyendo así también a la armonía y al bien común de su noble Pueblo.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: el hombre está vivo cuando espera Angelus 28 noviembre 2010
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, primer domingo de Adviento, la Iglesia inicia un nuevo Año Litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una parte, hace memoria del acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su cumplimiento final. Es precisamente desde esta doble perspectiva de donde vive el Tiempo de Adviento, mirando tanto a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, como a su vuelta gloriosa, cuando vendrá a “juzgar a vivos y muertos”, como decimos en elCredo. Sobre este sugestivo tema de la “espera” quisiera ahora detenerme brevemente, porque se trata de un aspecto profundamente humano, en el que la fe se convierte, por así decirlo, en un todo con nuestra carne y nuestro corazón.
La espera, el esperar es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; a la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del éxito en un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la acogida de un perdón... Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se le reconoce por sus esperas: nuestra “estatura” moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este Tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: yo, ¿qué espero? ¿A qué, en este momento de mi vida, está dirigido mi corazón? Y esta misma pregunta se puede plantear a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos, juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones, qué las acomuna? En el tiempo precedente al nacimiento de Jesús, era fortísima en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que habría finalmente liberado al pueblo de toda esclavitud moral y política e instaurado el Reino de Dios. Pero nadie habría nunca imaginado que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría esperado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que Él pudo encontrar en ella una madre digna. Del resto, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos. Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura “llena de gracia”, totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de Ella, Mujer del Adviento, a gestionar los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que solo la venida de Dios puede colmar.
[Después del rezo del Ángelus, el Papa dijo en español]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, así como a quienes se unen a ella a través de la radio y la televisión. Al iniciar el santo tiempo de Adviento, invito a todos a intensificar la oración y la meditación de la Palabra de Dios, para que se avive el deseo de salir al encuentro de Cristo, cuya primera venida recordamos con gozo, mientras nos preparamos a su segunda venida, al final de los tiempos, con atenta vigilancia y ardiente caridad. Que a ello nos ayude la amorosa protección de María Santísima, Virgen y Madre. Feliz Domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana]
Hoy, primer domingo de Adviento, la Iglesia inicia un nuevo Año Litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una parte, hace memoria del acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su cumplimiento final. Es precisamente desde esta doble perspectiva de donde vive el Tiempo de Adviento, mirando tanto a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, como a su vuelta gloriosa, cuando vendrá a “juzgar a vivos y muertos”, como decimos en elCredo. Sobre este sugestivo tema de la “espera” quisiera ahora detenerme brevemente, porque se trata de un aspecto profundamente humano, en el que la fe se convierte, por así decirlo, en un todo con nuestra carne y nuestro corazón.
La espera, el esperar es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; a la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del éxito en un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la acogida de un perdón... Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se le reconoce por sus esperas: nuestra “estatura” moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este Tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: yo, ¿qué espero? ¿A qué, en este momento de mi vida, está dirigido mi corazón? Y esta misma pregunta se puede plantear a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos, juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones, qué las acomuna? En el tiempo precedente al nacimiento de Jesús, era fortísima en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que habría finalmente liberado al pueblo de toda esclavitud moral y política e instaurado el Reino de Dios. Pero nadie habría nunca imaginado que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría esperado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que Él pudo encontrar en ella una madre digna. Del resto, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos. Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura “llena de gracia”, totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de Ella, Mujer del Adviento, a gestionar los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que solo la venida de Dios puede colmar.
[Después del rezo del Ángelus, el Papa dijo en español]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, así como a quienes se unen a ella a través de la radio y la televisión. Al iniciar el santo tiempo de Adviento, invito a todos a intensificar la oración y la meditación de la Palabra de Dios, para que se avive el deseo de salir al encuentro de Cristo, cuya primera venida recordamos con gozo, mientras nos preparamos a su segunda venida, al final de los tiempos, con atenta vigilancia y ardiente caridad. Que a ello nos ayude la amorosa protección de María Santísima, Virgen y Madre. Feliz Domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Constancia y paciencia, dos virtudes que no están de moda Angelus 12 diciembre 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En este tercer domingo de Adviento, la Liturgia propone un pasaje de la Carta de Santiago, que comienza con esta exhortación: "Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la Venida del Señor" (5, 7). Me parece particularmente importante, en nuestros días, subrayar el valor de la constancia y de la paciencia, virtudes que pertenecían al bagaje normal de nuestros padres, pero que hoy son menos populares, en un mundo que exalta, más bien, el cambio y la capacidad para adaptarse a situaciones siempre nuevas y diversas. Sin nada que quitar a estos aspectos, que también son cualidades del ser humano, el Adviento nos llama a potenciar esa tenacidad interior, esa resistencia de espíritu, que nos permiten no desesperar en la espera de un bien que tarda en llegar, sino más preparar su venida con confianza operante.
"Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca" (Santiago 5, 7-8). La comparación con el campesino es muy expresiva: quien ha sembrado en el campo tiene ante sí meses de espera paciente y constante, pero sabe que la semilla mientras tanto cumple con su ciclo, gracias a las lluvias de otoño y primavera. El agricultor no es fatalista, sino que es un modelo de esa mentalidad que une de manera equilibrada la fe y la razón, pues, por una parte, conoce las leyes de la naturaleza y cumple bien con su trabajo, y, por otra, confía en la Providencia, dado que algunas cosas fundamentales no dependen de él, sino que están en las manos de Dios. La paciencia y la constancia son precisamente síntesis entre el compromiso humano y la confianza en Dios.
"Fortaleced vuestros corazones", dice la Escritura. ¿Cómo lo podemos hacer? ¿Cómo pueden ser más fuertes nuestros corazones, si ya de por sí son más bien frágiles, y si la cultura en la que estamos sumergidos les hace más inestables? La ayuda no nos falta: es la Palabra de Dios. De hecho, mientras todo pasa y muda, la Palabra del Señor no pasa. Si las vicisitudes de la vida nos hacen sentirnos perdidos y parece que se derrumba toda certeza, tenemos una brújula para encontrar la orientación, tenemos un ancla para no ir a la deriva. Aquí se nos presenta el modelo de los profetas, es decir, de esas personas a las que Dios ha llamado para que hablen en su nombre. El profeta encuentra su alegría y su fuerza en la Palabra del Señor, y mientras los hombres buscan con frecuencia la felicidad por caminos que se revelan equivocados, él anuncia la verdadera esperanza, la que no nos decepciona, pues está fundamentada en la fidelidad de Dios. Todo cristiano, en virtud del Bautismo, ha recibido la dignidad profética: que cada uno pueda redescubrirla y alimentarla, con una asidua escucha de la Palabra divina. Que así no los alcance la Virgen María, a quien el Evangelio llama bienaventurada porque ha creído en el cumplimiento de las palabras del Señor (Cf. Lucas 1, 45).
[Tras rezar el Ángelus, el Papa añadió:]
El primer saludo se dirige hoy a los niños y muchachos de Roma, que han venido con motivo de la tradicional bendición de las imágenes del Niño Jesús para los belenes. Queridos jóvenes amigos: cuando pongáis el Niño Jesús en la gruta o en la cabaña, ofreced una oración por el Papa y por sus intenciones. ¡Gracias! Saludo a vuestros padres, maestros y catequistas; doy las gracias al Centro de Parroquias de Roma por esta iniciativa, así como a los amigos del Centro de Pediatría "Santa Marta".
Además, deseo recordar que en la tarde del jueves próximo, 16 de diciembre, en la basílica de san Pedro, celebraré la Liturgia de las Vísperas con los universitarios de Roma, en preparación de la Navidad.
[Luego, el Papa saludó en varios idiomas a los peregrinos. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana. En este tercer domingo de Adviento, la liturgia nos invita con insistencia a la alegría en el Señor. Que la intercesión amorosa de Santa María, que bajo la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe, es invocada fervientemente como Madre por los hombres y mujeres del pueblo mexicano y de América Latina, aliente este tiempo de gozo y esperanza y fomente el ineludible ejercicio de la caridad con los más necesitados. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
En este tercer domingo de Adviento, la Liturgia propone un pasaje de la Carta de Santiago, que comienza con esta exhortación: "Tened, pues, paciencia, hermanos, hasta la Venida del Señor" (5, 7). Me parece particularmente importante, en nuestros días, subrayar el valor de la constancia y de la paciencia, virtudes que pertenecían al bagaje normal de nuestros padres, pero que hoy son menos populares, en un mundo que exalta, más bien, el cambio y la capacidad para adaptarse a situaciones siempre nuevas y diversas. Sin nada que quitar a estos aspectos, que también son cualidades del ser humano, el Adviento nos llama a potenciar esa tenacidad interior, esa resistencia de espíritu, que nos permiten no desesperar en la espera de un bien que tarda en llegar, sino más preparar su venida con confianza operante.
"Mirad: el labrador espera el fruto precioso de la tierra aguardándolo con paciencia hasta recibir las lluvias tempranas y tardías. Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca" (Santiago 5, 7-8). La comparación con el campesino es muy expresiva: quien ha sembrado en el campo tiene ante sí meses de espera paciente y constante, pero sabe que la semilla mientras tanto cumple con su ciclo, gracias a las lluvias de otoño y primavera. El agricultor no es fatalista, sino que es un modelo de esa mentalidad que une de manera equilibrada la fe y la razón, pues, por una parte, conoce las leyes de la naturaleza y cumple bien con su trabajo, y, por otra, confía en la Providencia, dado que algunas cosas fundamentales no dependen de él, sino que están en las manos de Dios. La paciencia y la constancia son precisamente síntesis entre el compromiso humano y la confianza en Dios.
"Fortaleced vuestros corazones", dice la Escritura. ¿Cómo lo podemos hacer? ¿Cómo pueden ser más fuertes nuestros corazones, si ya de por sí son más bien frágiles, y si la cultura en la que estamos sumergidos les hace más inestables? La ayuda no nos falta: es la Palabra de Dios. De hecho, mientras todo pasa y muda, la Palabra del Señor no pasa. Si las vicisitudes de la vida nos hacen sentirnos perdidos y parece que se derrumba toda certeza, tenemos una brújula para encontrar la orientación, tenemos un ancla para no ir a la deriva. Aquí se nos presenta el modelo de los profetas, es decir, de esas personas a las que Dios ha llamado para que hablen en su nombre. El profeta encuentra su alegría y su fuerza en la Palabra del Señor, y mientras los hombres buscan con frecuencia la felicidad por caminos que se revelan equivocados, él anuncia la verdadera esperanza, la que no nos decepciona, pues está fundamentada en la fidelidad de Dios. Todo cristiano, en virtud del Bautismo, ha recibido la dignidad profética: que cada uno pueda redescubrirla y alimentarla, con una asidua escucha de la Palabra divina. Que así no los alcance la Virgen María, a quien el Evangelio llama bienaventurada porque ha creído en el cumplimiento de las palabras del Señor (Cf. Lucas 1, 45).
[Tras rezar el Ángelus, el Papa añadió:]
El primer saludo se dirige hoy a los niños y muchachos de Roma, que han venido con motivo de la tradicional bendición de las imágenes del Niño Jesús para los belenes. Queridos jóvenes amigos: cuando pongáis el Niño Jesús en la gruta o en la cabaña, ofreced una oración por el Papa y por sus intenciones. ¡Gracias! Saludo a vuestros padres, maestros y catequistas; doy las gracias al Centro de Parroquias de Roma por esta iniciativa, así como a los amigos del Centro de Pediatría "Santa Marta".
Además, deseo recordar que en la tarde del jueves próximo, 16 de diciembre, en la basílica de san Pedro, celebraré la Liturgia de las Vísperas con los universitarios de Roma, en preparación de la Navidad.
[Luego, el Papa saludó en varios idiomas a los peregrinos. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española presentes en esta oración mariana. En este tercer domingo de Adviento, la liturgia nos invita con insistencia a la alegría en el Señor. Que la intercesión amorosa de Santa María, que bajo la advocación de Nuestra Señora de Guadalupe, es invocada fervientemente como Madre por los hombres y mujeres del pueblo mexicano y de América Latina, aliente este tiempo de gozo y esperanza y fomente el ineludible ejercicio de la caridad con los más necesitados. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La Inmaculada, motivo de consuelo Angelus 9 diciembre 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy nuestra cita con motivo de la oración del Ángelus adquiere una luz especial, en el contexto de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María. En la Liturgia de esta fiesta, se proclama el Evangelio de la Anunciación (Lucas 1, 26-38), que presenta precisamente el diálogo entre el ángel Gabriel y la Virgen. "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo", dice el mensajero de Dios, y de este modo revela la identidad más profunda de María, el "nombre" por así decir con el que el mismo Dios la conoce: "llena de gracia". Esta expresión, que nos resulta tan familiar desde la infancia, pues la pronunciamos cada vez que rezamos el Avemaría, nos explica el misterio que hoy celebramos. De hecho, María, desde el momento en que fue concebida por sus padres, fue objeto de una predilección singular por parte de Dios, quien en su designio eterno la escogió para ser la madre de su Hijo hecho hombre y, por tanto, preservada del pecado original. Por este motivo, el ángel se dirige a ella con este nombre, que implícitamente significa: "llena desde siempre del amor de Dios", de su gracia.
El misterio de la Inmaculada Concepción es fuente de luz interior, de esperanza y de consuelo. En medio de las pruebas de la vida, y especialmente de las contradicciones que experimenta el hombre en su interior y a su alrededor, María, Madre de Cristo, nos dice que la Gracia es más grande que el pecado, que la misericordia de Dios es más potente que el mal y sabe transformarlo en bien. Por desgracia, cada día, nosotros experimentamos el mal, que se manifiesta de muchas maneras en las relaciones y en los acontecimientos, pero que tiene su raíz en el corazón del hombre, un corazón herido, enfermo, incapaz de curarse por sí solo. La Sagrada Escritura nos revela que en el origen de todo mal se encuentra la desobediencia a la voluntad de Dios, y que la muerte ha dominado porque la libertad humana ha cedido a la tentación del Maligno. Pero Dios no desfallece en su designio de amor y de vida: a través de un largo y paciente camino de reconciliación, ha preparado la alianza nueva y eterna, sellada con la sangre de su Hijo, que para ofrecerse a sí mismo en expiación "nació de mujer" (Gálatas 4, 4). Esta mujer, la Virgen María, se benefició de manera anticipada de la muerte redentora de su Hijo y desde la concepción quedó preservada del contagio de la culpa. Por este motivo, con su corazón inmaculado, nos dice: confiad en Jesús, Él os salva.
Queridos amigos: hoy por la tarde renovaré el tradicional homenaje a la Virgen Inmaculada, ante el monumento a ella dedicado, en la plaza de España. Con este acto de devoción me hago intérprete del amor de los fieles de Roma y de todo el mundo a la Madre que Cristo nos ha dado. Encomiendo a su intercesión las necesidades más urgentes de la Iglesia y del mundo. Que ella nos ayude sobre todo a tener fe en Dios, a creer en su Palabra, a rechazar siempre el mal y a escoger el bien.
[Después de rezar el Ángelus, el Papa añadió:]
En la fiesta de hoy, tengo la alegría de saludar a la Academia Pontificia de la Inmaculada. Queridos amigos, invoco sobre cada uno de vosotros la protección maternal de la Virgen María y encomiendo a su intercesión vuestra actividad. Os doy las gracias por vuestro generoso trabajo.
Dirijo un saludo especial también a la Acción Católica Italiana, que hoy, en muchas parroquias renueva su compromiso en la Iglesia. Recordando la gran fiesta vivida junto a los muchachos y jóvenes, aquí, en la Plaza de San Pedro, a finales de octubre, manifiesto a todos los socios mi afecto y mi cercanía. Les aliento a caminar por el camino de la santidad, llevando la luz del Evangelio a los espacios de la vida cotidiana.
[A continuación, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los profesores y alumnos del Colegio Claret, de Madrid. En este día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, nos dirigimos a la madre del Señor para que ilumine con su luz este tiempo de vigilante y confiada espera del Salvador, que es el Adviento. Para que, meditando con docilidad la palabra de Dios, sepamos acoger a Cristo en nuestra vida y llevarlo a los demás, con el testimonio de nuestra fe y caridad. Feliz fiesta de la Inmaculada.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]
Hoy nuestra cita con motivo de la oración del Ángelus adquiere una luz especial, en el contexto de la solemnidad de la Inmaculada Concepción de María. En la Liturgia de esta fiesta, se proclama el Evangelio de la Anunciación (Lucas 1, 26-38), que presenta precisamente el diálogo entre el ángel Gabriel y la Virgen. "¡Alégrate!, llena de gracia, el Señor está contigo", dice el mensajero de Dios, y de este modo revela la identidad más profunda de María, el "nombre" por así decir con el que el mismo Dios la conoce: "llena de gracia". Esta expresión, que nos resulta tan familiar desde la infancia, pues la pronunciamos cada vez que rezamos el Avemaría, nos explica el misterio que hoy celebramos. De hecho, María, desde el momento en que fue concebida por sus padres, fue objeto de una predilección singular por parte de Dios, quien en su designio eterno la escogió para ser la madre de su Hijo hecho hombre y, por tanto, preservada del pecado original. Por este motivo, el ángel se dirige a ella con este nombre, que implícitamente significa: "llena desde siempre del amor de Dios", de su gracia.
El misterio de la Inmaculada Concepción es fuente de luz interior, de esperanza y de consuelo. En medio de las pruebas de la vida, y especialmente de las contradicciones que experimenta el hombre en su interior y a su alrededor, María, Madre de Cristo, nos dice que la Gracia es más grande que el pecado, que la misericordia de Dios es más potente que el mal y sabe transformarlo en bien. Por desgracia, cada día, nosotros experimentamos el mal, que se manifiesta de muchas maneras en las relaciones y en los acontecimientos, pero que tiene su raíz en el corazón del hombre, un corazón herido, enfermo, incapaz de curarse por sí solo. La Sagrada Escritura nos revela que en el origen de todo mal se encuentra la desobediencia a la voluntad de Dios, y que la muerte ha dominado porque la libertad humana ha cedido a la tentación del Maligno. Pero Dios no desfallece en su designio de amor y de vida: a través de un largo y paciente camino de reconciliación, ha preparado la alianza nueva y eterna, sellada con la sangre de su Hijo, que para ofrecerse a sí mismo en expiación "nació de mujer" (Gálatas 4, 4). Esta mujer, la Virgen María, se benefició de manera anticipada de la muerte redentora de su Hijo y desde la concepción quedó preservada del contagio de la culpa. Por este motivo, con su corazón inmaculado, nos dice: confiad en Jesús, Él os salva.
Queridos amigos: hoy por la tarde renovaré el tradicional homenaje a la Virgen Inmaculada, ante el monumento a ella dedicado, en la plaza de España. Con este acto de devoción me hago intérprete del amor de los fieles de Roma y de todo el mundo a la Madre que Cristo nos ha dado. Encomiendo a su intercesión las necesidades más urgentes de la Iglesia y del mundo. Que ella nos ayude sobre todo a tener fe en Dios, a creer en su Palabra, a rechazar siempre el mal y a escoger el bien.
[Después de rezar el Ángelus, el Papa añadió:]
En la fiesta de hoy, tengo la alegría de saludar a la Academia Pontificia de la Inmaculada. Queridos amigos, invoco sobre cada uno de vosotros la protección maternal de la Virgen María y encomiendo a su intercesión vuestra actividad. Os doy las gracias por vuestro generoso trabajo.
Dirijo un saludo especial también a la Acción Católica Italiana, que hoy, en muchas parroquias renueva su compromiso en la Iglesia. Recordando la gran fiesta vivida junto a los muchachos y jóvenes, aquí, en la Plaza de San Pedro, a finales de octubre, manifiesto a todos los socios mi afecto y mi cercanía. Les aliento a caminar por el camino de la santidad, llevando la luz del Evangelio a los espacios de la vida cotidiana.
[A continuación, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española, en particular a los profesores y alumnos del Colegio Claret, de Madrid. En este día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, nos dirigimos a la madre del Señor para que ilumine con su luz este tiempo de vigilante y confiada espera del Salvador, que es el Adviento. Para que, meditando con docilidad la palabra de Dios, sepamos acoger a Cristo en nuestra vida y llevarlo a los demás, con el testimonio de nuestra fe y caridad. Feliz fiesta de la Inmaculada.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
© Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: La fe se fortalece por la Palabra Angelus 5 de diciembre 2010
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este segundo domingo de Adviento (Mt 3,1-12) nos presenta la figura de san Juan Bautista, el cual, según una célebre profecía de Isaías (cf. 40,3), se retiró al desierto de Judea y, con su predicación, llamó al pueblo a convertirse para estar preparado para la inminente venida del Mesías. San Gregorio Magno comenta que el Bautista “predica la recta fe y las obras buenas... para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien” (Hom. in Evangelia, XX, 3, CCL141, 155). El Precursor de Jesús, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como una estrella que precede a la salida del Sol, de Cristo, es decir, de Aquel -según otra profecía de Isaías- sobre el cual “reposará el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de fortaleza y temor de Yahveh” (Is 11,2).
En el Tiempo de Adviento, también nosotros estamos llamados a escuchar la voz de Dios, que resuena en el desierto del mundo a través de las Sagradas Escrituras, especialmente cuando se predican con la fuerza del Espíritu Santo. La fe, de hecho, se fortalece cuanto más se deja iluminar por la Palabra divina, por “todo cuanto -como nos recuerda el apóstol Pablo- fue escrito en el pasado... para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rm 15,4). El modelo de la escucha es la Virgen María: “Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo” (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 28).
Queridos amigos, “nuestra salvación se basa en una venida”, ha escrito Romano Guardini (La santa notte. Dall’Avvento all’Epifania, [La santa noche. Del Adviento a la Epifanía, n.d.t.] Brescia 1994, p. 13). “El Salvador vino de la libertad de Dios... Así la decisión de la fe consiste... en acoger a Aquel que se acerca (ivi, p. 14). “El Redentor -añade- viene a cada hombre: en sus alegrías y penas, en su conocimiento claro, en sus dudas y tentaciones, en todo lo que constituye su naturaleza y su vida (ivi, p. 15).
A la Virgen María, en cuyo seno moró el Hijo del Altísimo, y que el miércoles próximo, 8 de diciembre, celebraremos en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, pedimos que nos sostenga en este camino espiritual, para acoger con fe y con amor la venida del Señor.
[Después del Ángelus, dijo:]
En este tiempo de Adviento, en el que estamos llamados a alimentar nuestra espera del Señor y a acogerlo en medio de nosotros, os invito a rezar por todas las situaciones de violencia, de intolerancia, de sufrimiento que hay en el mundo, para que la venida de Jesús traiga consuelo, reconciliación y paz. Pienso en las muchas situaciones difíciles, como los continuos atentados que se verifican en Irak contra cristianos y musulmanes, los enfrentamientos en Egipto en los que ha habido muertos y heridos, en las víctimas de traficantes y de criminales, como el drama de los rehenes eritreos y de otras nacionalidades, en el desierto del Sinaí. El respeto a los derechos de todos es el requisito para la convivencia cívica. Que nuestra oración al Señor y nuestra solidaridad puedan llevar esperanza a los que se encuentran en el sufrimiento.
[A continuación, saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En español, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración del Ángelus, en particular al grupo de la parroquia de san Agustín, de Alcalá de Guadaira, en su cincuenta aniversario, así como a los feligreses de las parroquias de san Isidoro y de san Lorenzo, de Valencia, y de san Antonio de Padua, de sant Vicenç dels Horts, y de san Pedro del Masnou, de Barcelona. Invito a todos a preparar interiormente la Navidad mediante la conversión del corazón, que nos permita acoger la venida de Jesús con los sentimientos de gozo, disponibilidad y fe de María. Que Ella nos acompañe en este camino. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana]
El Evangelio de este segundo domingo de Adviento (Mt 3,1-12) nos presenta la figura de san Juan Bautista, el cual, según una célebre profecía de Isaías (cf. 40,3), se retiró al desierto de Judea y, con su predicación, llamó al pueblo a convertirse para estar preparado para la inminente venida del Mesías. San Gregorio Magno comenta que el Bautista “predica la recta fe y las obras buenas... para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien” (Hom. in Evangelia, XX, 3, CCL141, 155). El Precursor de Jesús, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como una estrella que precede a la salida del Sol, de Cristo, es decir, de Aquel -según otra profecía de Isaías- sobre el cual “reposará el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de fortaleza y temor de Yahveh” (Is 11,2).
En el Tiempo de Adviento, también nosotros estamos llamados a escuchar la voz de Dios, que resuena en el desierto del mundo a través de las Sagradas Escrituras, especialmente cuando se predican con la fuerza del Espíritu Santo. La fe, de hecho, se fortalece cuanto más se deja iluminar por la Palabra divina, por “todo cuanto -como nos recuerda el apóstol Pablo- fue escrito en el pasado... para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rm 15,4). El modelo de la escucha es la Virgen María: “Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo” (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 28).
Queridos amigos, “nuestra salvación se basa en una venida”, ha escrito Romano Guardini (La santa notte. Dall’Avvento all’Epifania, [La santa noche. Del Adviento a la Epifanía, n.d.t.] Brescia 1994, p. 13). “El Salvador vino de la libertad de Dios... Así la decisión de la fe consiste... en acoger a Aquel que se acerca (ivi, p. 14). “El Redentor -añade- viene a cada hombre: en sus alegrías y penas, en su conocimiento claro, en sus dudas y tentaciones, en todo lo que constituye su naturaleza y su vida (ivi, p. 15).
A la Virgen María, en cuyo seno moró el Hijo del Altísimo, y que el miércoles próximo, 8 de diciembre, celebraremos en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, pedimos que nos sostenga en este camino espiritual, para acoger con fe y con amor la venida del Señor.
[Después del Ángelus, dijo:]
En este tiempo de Adviento, en el que estamos llamados a alimentar nuestra espera del Señor y a acogerlo en medio de nosotros, os invito a rezar por todas las situaciones de violencia, de intolerancia, de sufrimiento que hay en el mundo, para que la venida de Jesús traiga consuelo, reconciliación y paz. Pienso en las muchas situaciones difíciles, como los continuos atentados que se verifican en Irak contra cristianos y musulmanes, los enfrentamientos en Egipto en los que ha habido muertos y heridos, en las víctimas de traficantes y de criminales, como el drama de los rehenes eritreos y de otras nacionalidades, en el desierto del Sinaí. El respeto a los derechos de todos es el requisito para la convivencia cívica. Que nuestra oración al Señor y nuestra solidaridad puedan llevar esperanza a los que se encuentran en el sufrimiento.
[A continuación, saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En español, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración del Ángelus, en particular al grupo de la parroquia de san Agustín, de Alcalá de Guadaira, en su cincuenta aniversario, así como a los feligreses de las parroquias de san Isidoro y de san Lorenzo, de Valencia, y de san Antonio de Padua, de sant Vicenç dels Horts, y de san Pedro del Masnou, de Barcelona. Invito a todos a preparar interiormente la Navidad mediante la conversión del corazón, que nos permita acoger la venida de Jesús con los sentimientos de gozo, disponibilidad y fe de María. Que Ella nos acompañe en este camino. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
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Benedicto XVI: Juliana de Norwich y el amor divino Audiencia 1 de diciembre 2010
Queridos hermanos y hermanas,
recuerdo aún con gran alegría el Viaje apostólico realizado al Reino Unido el pasado septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a muchas figuras ilustres que con su testimonio y su enseñanza embellecen la historia de la Iglesia. Una de ellas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que querría hablaros esta mañana.
Las noticias de que disponemos sobre su vida – no muchas – se deducen principalmente del libro en el que esta mujer gentil y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió aproximadamente entre 1342 y 1430, años tormentosos tanto para la Iglesia, lacerada por el cisma que siguió a la vuelta del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Dios, sin embargo, tampoco en los tiempos de tribulación cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.
Como ella misma nos narra, en mayo de 1373, probablemente el 13 de aquel mes, fue afectada de repente por una enfermedad gravísima que en tres días pareció llevarla a la muerte. Después de que el sacerdote, que acudió a su cabecera, le mostró el Crucifijo, Juliana no sólo recuperó en seguida la salud, sino que recibió dieciséis revelaciones que después consignó por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue el propio Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. “¿Quieres saber lo que pretendía tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que Él pretendió. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor... Así aprenderás que nuestro Señor significa amor" (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).
Inspirada por el amor divino, Juliana tomó una decisión radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir dentro de una celda, colocada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el del santo al que estaba dedicada la iglesia junto a la que vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir “recluida”, como se decía en sus tiempos. Pero no era la única en realizar esta elección: en aquellos siglos un número considerable de mujeres optó por este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas a propósito para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rievaulx. Las anacoretas o “reclusas”, dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De esta forma, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, que las hacía veneradas por la gente. Hombres y mujeres de toda edad y condición, necesitados de consejos y de consuelo, las buscaban con devoción. Por tanto no era una decisión individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a cuantos vivían en dificultad en esta vida.
Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como nos lo atestigua la autobiografía de otra ferviente cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que se dirigió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. De ahí que, cuando Juliana estaba viva, era llamada, como está escrita en el monumento fúnebre que recoge sus restos: "Madre Juliana". Se había convertido en madre para muchos.
Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta decisión suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del que se alejan, no posee, y con amabilidad la comparten con aquellos que llaman a sus puertas. Pienso por tanto con admiración y reconocimiento en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, precioso tesoro para toda la Iglesia, especialmente al recordar la primacía de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.
Fue precisamente en la soledad habitada por Dios como Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de la que nos han llegado dos redacciones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de ser amados por Dios y de ser protegidos por su Providencia. Leemos en este libro las siguientes palabras estupendas: “Ve con absoluta seguridad ... que Dios antes aún de crearnos nos amó, con un amor que nunca ha disminuido, y nunca se desvanecerá. Y en este amor Él hizo todas sus obras, y en este amor Él hizo de modo que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y en este amor nuestra vida dura por siempre... En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin" (El libro de las revelaciones, cap. 86, p. 320).
El tema del amor divino vuelve a menudo en las visiones de Juliana de Norwich quien, con una cierta audacia, no duda en compararlo también al amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios hacia nosotros son tan grandes, que a nosotros peregrinos en la tierra nos evocan el amor de una madre por sus propios hijos. En realidad, también los profetas bíblicos a veces utilizaron este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y que tiene el culmen en la Encarnación del Hijo. Dios, que sin embargo supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: "¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!" (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando se abre a él, totalmente y con confianza total, a este amor y se deja que éste se convierta en la única guía de la existencia, todo se transfigura, se encuentran la verdadera paz y la verdadera alegría y se es capaz de difundirla alrededor.
Quisiera subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia Católica recoge las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un argumento que no deja de constituir una provocación para todos los creyentes (cfr nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se plantean esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, también del mal sabe sacar Dios un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: "Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe, y que debía por tanto creer firme y perfectamente que todo habría acabado en bien…" (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).
Si, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios son siempre más grandes que nuestras esperanzas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca serenos decepcionados. “Y todo estará bien”, “todo será para bien": este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los grupos de lengua española, provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Las promesas divinas son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y profundos de nuestro corazón, nunca nos sentiremos defraudados. "Todo estará bien", "cada cosa será para bien". Esto lo vivió con gran intensidad Juliana de Norwich. Que su ejemplo os ayude en vuestra vida cristiana, para que siempre seáis signos vivos de la caridad de Cristo y transmitáis a los demás con serena alegría la belleza de su mensaje de salvación. Muchas gracias.
[Llamamiento]
Recomiendo a vuestras oraciones y a las de los católicos de todo el mundo a la Iglesia en China, que, como sabéis, está viviendo momentos particularmente difíciles. Pedimos a la Bendita Virgen María, Auxilio de los Cristianos, que sostenga a todos los obispos chinos, a mi tan queridos, para que den testimonio de su fe con valor, poniendo toda esperanza en el Salvador que esperamos. Confiemos también a la Virgen a todos los católicos de ese amado país, para que, con su intercesión, puedan realizar una auténtica existencia cristiana en comunión con la Iglesia universal, contribuyendo así también a la armonía y al bien común de su noble Pueblo.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
recuerdo aún con gran alegría el Viaje apostólico realizado al Reino Unido el pasado septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a muchas figuras ilustres que con su testimonio y su enseñanza embellecen la historia de la Iglesia. Una de ellas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que querría hablaros esta mañana.
Las noticias de que disponemos sobre su vida – no muchas – se deducen principalmente del libro en el que esta mujer gentil y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió aproximadamente entre 1342 y 1430, años tormentosos tanto para la Iglesia, lacerada por el cisma que siguió a la vuelta del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Dios, sin embargo, tampoco en los tiempos de tribulación cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.
Como ella misma nos narra, en mayo de 1373, probablemente el 13 de aquel mes, fue afectada de repente por una enfermedad gravísima que en tres días pareció llevarla a la muerte. Después de que el sacerdote, que acudió a su cabecera, le mostró el Crucifijo, Juliana no sólo recuperó en seguida la salud, sino que recibió dieciséis revelaciones que después consignó por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue el propio Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. “¿Quieres saber lo que pretendía tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que Él pretendió. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor... Así aprenderás que nuestro Señor significa amor" (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).
Inspirada por el amor divino, Juliana tomó una decisión radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir dentro de una celda, colocada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el del santo al que estaba dedicada la iglesia junto a la que vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir “recluida”, como se decía en sus tiempos. Pero no era la única en realizar esta elección: en aquellos siglos un número considerable de mujeres optó por este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas a propósito para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rievaulx. Las anacoretas o “reclusas”, dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De esta forma, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, que las hacía veneradas por la gente. Hombres y mujeres de toda edad y condición, necesitados de consejos y de consuelo, las buscaban con devoción. Por tanto no era una decisión individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a cuantos vivían en dificultad en esta vida.
Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como nos lo atestigua la autobiografía de otra ferviente cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que se dirigió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. De ahí que, cuando Juliana estaba viva, era llamada, como está escrita en el monumento fúnebre que recoge sus restos: "Madre Juliana". Se había convertido en madre para muchos.
Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta decisión suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del que se alejan, no posee, y con amabilidad la comparten con aquellos que llaman a sus puertas. Pienso por tanto con admiración y reconocimiento en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, precioso tesoro para toda la Iglesia, especialmente al recordar la primacía de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.
Fue precisamente en la soledad habitada por Dios como Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de la que nos han llegado dos redacciones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de ser amados por Dios y de ser protegidos por su Providencia. Leemos en este libro las siguientes palabras estupendas: “Ve con absoluta seguridad ... que Dios antes aún de crearnos nos amó, con un amor que nunca ha disminuido, y nunca se desvanecerá. Y en este amor Él hizo todas sus obras, y en este amor Él hizo de modo que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y en este amor nuestra vida dura por siempre... En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin" (El libro de las revelaciones, cap. 86, p. 320).
El tema del amor divino vuelve a menudo en las visiones de Juliana de Norwich quien, con una cierta audacia, no duda en compararlo también al amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios hacia nosotros son tan grandes, que a nosotros peregrinos en la tierra nos evocan el amor de una madre por sus propios hijos. En realidad, también los profetas bíblicos a veces utilizaron este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y que tiene el culmen en la Encarnación del Hijo. Dios, que sin embargo supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: "¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!" (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando se abre a él, totalmente y con confianza total, a este amor y se deja que éste se convierta en la única guía de la existencia, todo se transfigura, se encuentran la verdadera paz y la verdadera alegría y se es capaz de difundirla alrededor.
Quisiera subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia Católica recoge las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un argumento que no deja de constituir una provocación para todos los creyentes (cfr nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se plantean esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, también del mal sabe sacar Dios un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: "Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe, y que debía por tanto creer firme y perfectamente que todo habría acabado en bien…" (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).
Si, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios son siempre más grandes que nuestras esperanzas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca serenos decepcionados. “Y todo estará bien”, “todo será para bien": este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los grupos de lengua española, provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Las promesas divinas son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y profundos de nuestro corazón, nunca nos sentiremos defraudados. "Todo estará bien", "cada cosa será para bien". Esto lo vivió con gran intensidad Juliana de Norwich. Que su ejemplo os ayude en vuestra vida cristiana, para que siempre seáis signos vivos de la caridad de Cristo y transmitáis a los demás con serena alegría la belleza de su mensaje de salvación. Muchas gracias.
[Llamamiento]
Recomiendo a vuestras oraciones y a las de los católicos de todo el mundo a la Iglesia en China, que, como sabéis, está viviendo momentos particularmente difíciles. Pedimos a la Bendita Virgen María, Auxilio de los Cristianos, que sostenga a todos los obispos chinos, a mi tan queridos, para que den testimonio de su fe con valor, poniendo toda esperanza en el Salvador que esperamos. Confiemos también a la Virgen a todos los católicos de ese amado país, para que, con su intercesión, puedan realizar una auténtica existencia cristiana en comunión con la Iglesia universal, contribuyendo así también a la armonía y al bien común de su noble Pueblo.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
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Benedicto XVI: el hombre está vivo cuando espera... Angelus
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, primer domingo de Adviento, la Iglesia inicia un nuevo Año Litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una parte, hace memoria del acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su cumplimiento final. Es precisamente desde esta doble perspectiva de donde vive el Tiempo de Adviento, mirando tanto a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, como a su vuelta gloriosa, cuando vendrá a “juzgar a vivos y muertos”, como decimos en elCredo. Sobre este sugestivo tema de la “espera” quisiera ahora detenerme brevemente, porque se trata de un aspecto profundamente humano, en el que la fe se convierte, por así decirlo, en un todo con nuestra carne y nuestro corazón.
La espera, el esperar es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; a la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del éxito en un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la acogida de un perdón... Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se le reconoce por sus esperas: nuestra “estatura” moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este Tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: yo, ¿qué espero? ¿A qué, en este momento de mi vida, está dirigido mi corazón? Y esta misma pregunta se puede plantear a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos, juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones, qué las acomuna? En el tiempo precedente al nacimiento de Jesús, era fortísima en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que habría finalmente liberado al pueblo de toda esclavitud moral y política e instaurado el Reino de Dios. Pero nadie habría nunca imaginado que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría esperado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que Él pudo encontrar en ella una madre digna. Del resto, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos. Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura “llena de gracia”, totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de Ella, Mujer del Adviento, a gestionar los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que solo la venida de Dios puede colmar.
[Después del rezo del Ángelus, el Papa dijo en español]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, así como a quienes se unen a ella a través de la radio y la televisión. Al iniciar el santo tiempo de Adviento, invito a todos a intensificar la oración y la meditación de la Palabra de Dios, para que se avive el deseo de salir al encuentro de Cristo, cuya primera venida recordamos con gozo, mientras nos preparamos a su segunda venida, al final de los tiempos, con atenta vigilancia y ardiente caridad. Que a ello nos ayude la amorosa protección de María Santísima, Virgen y Madre. Feliz Domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana]
Hoy, primer domingo de Adviento, la Iglesia inicia un nuevo Año Litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una parte, hace memoria del acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su cumplimiento final. Es precisamente desde esta doble perspectiva de donde vive el Tiempo de Adviento, mirando tanto a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, como a su vuelta gloriosa, cuando vendrá a “juzgar a vivos y muertos”, como decimos en elCredo. Sobre este sugestivo tema de la “espera” quisiera ahora detenerme brevemente, porque se trata de un aspecto profundamente humano, en el que la fe se convierte, por así decirlo, en un todo con nuestra carne y nuestro corazón.
La espera, el esperar es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; a la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del éxito en un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la acogida de un perdón... Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se le reconoce por sus esperas: nuestra “estatura” moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este Tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: yo, ¿qué espero? ¿A qué, en este momento de mi vida, está dirigido mi corazón? Y esta misma pregunta se puede plantear a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos, juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones, qué las acomuna? En el tiempo precedente al nacimiento de Jesús, era fortísima en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que habría finalmente liberado al pueblo de toda esclavitud moral y política e instaurado el Reino de Dios. Pero nadie habría nunca imaginado que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría esperado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que Él pudo encontrar en ella una madre digna. Del resto, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos. Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura “llena de gracia”, totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de Ella, Mujer del Adviento, a gestionar los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que solo la venida de Dios puede colmar.
[Después del rezo del Ángelus, el Papa dijo en español]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, así como a quienes se unen a ella a través de la radio y la televisión. Al iniciar el santo tiempo de Adviento, invito a todos a intensificar la oración y la meditación de la Palabra de Dios, para que se avive el deseo de salir al encuentro de Cristo, cuya primera venida recordamos con gozo, mientras nos preparamos a su segunda venida, al final de los tiempos, con atenta vigilancia y ardiente caridad. Que a ello nos ayude la amorosa protección de María Santísima, Virgen y Madre. Feliz Domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
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Angelus domingo 5 diciembre 2010 Benedicto XVI: La fe se fortalece por la Palabra
¡Queridos hermanos y hermanas!
El Evangelio de este segundo domingo de Adviento (Mt 3,1-12) nos presenta la figura de san Juan Bautista, el cual, según una célebre profecía de Isaías (cf. 40,3), se retiró al desierto de Judea y, con su predicación, llamó al pueblo a convertirse para estar preparado para la inminente venida del Mesías. San Gregorio Magno comenta que el Bautista “predica la recta fe y las obras buenas... para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien” (Hom. in Evangelia, XX, 3, CCL 141, 155). El Precursor de Jesús, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como una estrella que precede a la salida del Sol, de Cristo, es decir, de Aquel -según otra profecía de Isaías- sobre el cual “reposará el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de fortaleza y temor de Yahveh” (Is 11,2).
En el Tiempo de Adviento, también nosotros estamos llamados a escuchar la voz de Dios, que resuena en el desierto del mundo a través de las Sagradas Escrituras, especialmente cuando se predican con la fuerza del Espíritu Santo. La fe, de hecho, se fortalece cuanto más se deja iluminar por la Palabra divina, por “todo cuanto -como nos recuerda el apóstol Pablo- fue escrito en el pasado... para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rm 15,4). El modelo de la escucha es la Virgen María: “Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo” (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 28).
Queridos amigos, “nuestra salvación se basa en una venida”, ha escrito Romano Guardini (La santa notte. Dall’Avvento all’Epifania, [La santa noche. Del Adviento a la Epifanía, n.d.t.] Brescia 1994, p. 13). “El Salvador vino de la libertad de Dios... Así la decisión de la fe consiste... en acoger a Aquel que se acerca (ivi, p. 14). “El Redentor -añade- viene a cada hombre: en sus alegrías y penas, en su conocimiento claro, en sus dudas y tentaciones, en todo lo que constituye su naturaleza y su vida (ivi, p. 15).
A la Virgen María, en cuyo seno moró el Hijo del Altísimo, y que el miércoles próximo, 8 de diciembre, celebraremos en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, pedimos que nos sostenga en este camino espiritual, para acoger con fe y con amor la venida del Señor.
[Después del Ángelus, dijo:]
En este tiempo de Adviento, en el que estamos llamados a alimentar nuestra espera del Señor y a acogerlo en medio de nosotros, os invito a rezar por todas las situaciones de violencia, de intolerancia, de sufrimiento que hay en el mundo, para que la venida de Jesús traiga consuelo, reconciliación y paz. Pienso en las muchas situaciones difíciles, como los continuos atentados que se verifican en Irak contra cristianos y musulmanes, los enfrentamientos en Egipto en los que ha habido muertos y heridos, en las víctimas de traficantes y de criminales, como el drama de los rehenes eritreos y de otras nacionalidades, en el desierto del Sinaí. El respeto a los derechos de todos es el requisito para la convivencia cívica. Que nuestra oración al Señor y nuestra solidaridad puedan llevar esperanza a los que se encuentran en el sufrimiento.
[A continuación, saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En español, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración del Ángelus, en particular al grupo de la parroquia de san Agustín, de Alcalá de Guadaira, en su cincuenta aniversario, así como a los feligreses de las parroquias de san Isidoro y de san Lorenzo, de Valencia, y de san Antonio de Padua, de sant Vicenç dels Horts, y de san Pedro del Masnou, de Barcelona. Invito a todos a preparar interiormente la Navidad mediante la conversión del corazón, que nos permita acoger la venida de Jesús con los sentimientos de gozo, disponibilidad y fe de María. Que Ella nos acompañe en este camino. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana]
El Evangelio de este segundo domingo de Adviento (Mt 3,1-12) nos presenta la figura de san Juan Bautista, el cual, según una célebre profecía de Isaías (cf. 40,3), se retiró al desierto de Judea y, con su predicación, llamó al pueblo a convertirse para estar preparado para la inminente venida del Mesías. San Gregorio Magno comenta que el Bautista “predica la recta fe y las obras buenas... para que la fuerza de la gracia penetre, la luz de la verdad resplandezca, los caminos hacia Dios se enderecen y nazcan en el corazón pensamientos honestos tras la escucha de la Palabra que guía hacia el bien” (Hom. in Evangelia, XX, 3, CCL 141, 155). El Precursor de Jesús, situado entre la Antigua y la Nueva Alianza, es como una estrella que precede a la salida del Sol, de Cristo, es decir, de Aquel -según otra profecía de Isaías- sobre el cual “reposará el espíritu de Yahveh: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de fortaleza y temor de Yahveh” (Is 11,2).
En el Tiempo de Adviento, también nosotros estamos llamados a escuchar la voz de Dios, que resuena en el desierto del mundo a través de las Sagradas Escrituras, especialmente cuando se predican con la fuerza del Espíritu Santo. La fe, de hecho, se fortalece cuanto más se deja iluminar por la Palabra divina, por “todo cuanto -como nos recuerda el apóstol Pablo- fue escrito en el pasado... para enseñanza nuestra, para que con la paciencia y el consuelo que dan las Escrituras mantengamos la esperanza” (Rm 15,4). El modelo de la escucha es la Virgen María: “Contemplando en la Madre de Dios una existencia totalmente modelada por la Palabra, también nosotros nos sentimos llamados a entrar en el misterio de la fe, con la que Cristo viene a habitar en nuestra vida. San Ambrosio nos recuerda que todo cristiano que cree, concibe en cierto sentido y engendra al Verbo de Dios en sí mismo” (Exhort. ap. postsin. Verbum Domini, 28).
Queridos amigos, “nuestra salvación se basa en una venida”, ha escrito Romano Guardini (La santa notte. Dall’Avvento all’Epifania, [La santa noche. Del Adviento a la Epifanía, n.d.t.] Brescia 1994, p. 13). “El Salvador vino de la libertad de Dios... Así la decisión de la fe consiste... en acoger a Aquel que se acerca (ivi, p. 14). “El Redentor -añade- viene a cada hombre: en sus alegrías y penas, en su conocimiento claro, en sus dudas y tentaciones, en todo lo que constituye su naturaleza y su vida (ivi, p. 15).
A la Virgen María, en cuyo seno moró el Hijo del Altísimo, y que el miércoles próximo, 8 de diciembre, celebraremos en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, pedimos que nos sostenga en este camino espiritual, para acoger con fe y con amor la venida del Señor.
[Después del Ángelus, dijo:]
En este tiempo de Adviento, en el que estamos llamados a alimentar nuestra espera del Señor y a acogerlo en medio de nosotros, os invito a rezar por todas las situaciones de violencia, de intolerancia, de sufrimiento que hay en el mundo, para que la venida de Jesús traiga consuelo, reconciliación y paz. Pienso en las muchas situaciones difíciles, como los continuos atentados que se verifican en Irak contra cristianos y musulmanes, los enfrentamientos en Egipto en los que ha habido muertos y heridos, en las víctimas de traficantes y de criminales, como el drama de los rehenes eritreos y de otras nacionalidades, en el desierto del Sinaí. El respeto a los derechos de todos es el requisito para la convivencia cívica. Que nuestra oración al Señor y nuestra solidaridad puedan llevar esperanza a los que se encuentran en el sufrimiento.
[A continuación, saludó a los peregrinos en distintas lenguas. En español, dijo:]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración del Ángelus, en particular al grupo de la parroquia de san Agustín, de Alcalá de Guadaira, en su cincuenta aniversario, así como a los feligreses de las parroquias de san Isidoro y de san Lorenzo, de Valencia, y de san Antonio de Padua, de sant Vicenç dels Horts, y de san Pedro del Masnou, de Barcelona. Invito a todos a preparar interiormente la Navidad mediante la conversión del corazón, que nos permita acoger la venida de Jesús con los sentimientos de gozo, disponibilidad y fe de María. Que Ella nos acompañe en este camino. Feliz domingo.
[Traducción del original italiano por Patricia Navas
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Benedicto XVI: Juliana de Norwich y el amor divino Audiencia miercoles 1 de diciembre 2010
Queridos hermanos y hermanas,
recuerdo aún con gran alegría el Viaje apostólico realizado al Reino Unido el pasado septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a muchas figuras ilustres que con su testimonio y su enseñanza embellecen la historia de la Iglesia. Una de ellas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que querría hablaros esta mañana.
Las noticias de que disponemos sobre su vida – no muchas – se deducen principalmente del libro en el que esta mujer gentil y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió aproximadamente entre 1342 y 1430, años tormentosos tanto para la Iglesia, lacerada por el cisma que siguió a la vuelta del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Dios, sin embargo, tampoco en los tiempos de tribulación cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.
Como ella misma nos narra, en mayo de 1373, probablemente el 13 de aquel mes, fue afectada de repente por una enfermedad gravísima que en tres días pareció llevarla a la muerte. Después de que el sacerdote, que acudió a su cabecera, le mostró el Crucifijo, Juliana no sólo recuperó en seguida la salud, sino que recibió dieciséis revelaciones que después consignó por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue el propio Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. “¿Quieres saber lo que pretendía tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que Él pretendió. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor... Así aprenderás que nuestro Señor significa amor" (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).
Inspirada por el amor divino, Juliana tomó una decisión radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir dentro de una celda, colocada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el del santo al que estaba dedicada la iglesia junto a la que vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir “recluida”, como se decía en sus tiempos. Pero no era la única en realizar esta elección: en aquellos siglos un número considerable de mujeres optó por este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas a propósito para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rievaulx. Las anacoretas o “reclusas”, dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De esta forma, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, que las hacía veneradas por la gente. Hombres y mujeres de toda edad y condición, necesitados de consejos y de consuelo, las buscaban con devoción. Por tanto no era una decisión individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a cuantos vivían en dificultad en esta vida.
Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como nos lo atestigua la autobiografía de otra ferviente cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que se dirigió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. De ahí que, cuando Juliana estaba viva, era llamada, como está escrita en el monumento fúnebre que recoge sus restos: "Madre Juliana". Se había convertido en madre para muchos.
Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta decisión suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del que se alejan, no posee, y con amabilidad la comparten con aquellos que llaman a sus puertas. Pienso por tanto con admiración y reconocimiento en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, precioso tesoro para toda la Iglesia, especialmente al recordar la primacía de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.
Fue precisamente en la soledad habitada por Dios como Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de la que nos han llegado dos redacciones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de ser amados por Dios y de ser protegidos por su Providencia. Leemos en este libro las siguientes palabras estupendas: “Ve con absoluta seguridad ... que Dios antes aún de crearnos nos amó, con un amor que nunca ha disminuido, y nunca se desvanecerá. Y en este amor Él hizo todas sus obras, y en este amor Él hizo de modo que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y en este amor nuestra vida dura por siempre... En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin" (El libro de las revelaciones, cap. 86, p. 320).
El tema del amor divino vuelve a menudo en las visiones de Juliana de Norwich quien, con una cierta audacia, no duda en compararlo también al amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios hacia nosotros son tan grandes, que a nosotros peregrinos en la tierra nos evocan el amor de una madre por sus propios hijos. En realidad, también los profetas bíblicos a veces utilizaron este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y que tiene el culmen en la Encarnación del Hijo. Dios, que sin embargo supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: "¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!" (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando se abre a él, totalmente y con confianza total, a este amor y se deja que éste se convierta en la única guía de la existencia, todo se transfigura, se encuentran la verdadera paz y la verdadera alegría y se es capaz de difundirla alrededor.
Quisiera subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia Católica recoge las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un argumento que no deja de constituir una provocación para todos los creyentes (cfr nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se plantean esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, también del mal sabe sacar Dios un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: "Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe, y que debía por tanto creer firme y perfectamente que todo habría acabado en bien…" (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).
Si, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios son siempre más grandes que nuestras esperanzas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca serenos decepcionados. “Y todo estará bien”, “todo será para bien": este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los grupos de lengua española, provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Las promesas divinas son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y profundos de nuestro corazón, nunca nos sentiremos defraudados. "Todo estará bien", "cada cosa será para bien". Esto lo vivió con gran intensidad Juliana de Norwich. Que su ejemplo os ayude en vuestra vida cristiana, para que siempre seáis signos vivos de la caridad de Cristo y transmitáis a los demás con serena alegría la belleza de su mensaje de salvación. Muchas gracias.
[Llamamiento]
Recomiendo a vuestras oraciones y a las de los católicos de todo el mundo a la Iglesia en China, que, como sabéis, está viviendo momentos particularmente difíciles. Pedimos a la Bendita Virgen María, Auxilio de los Cristianos, que sostenga a todos los obispos chinos, a mi tan queridos, para que den testimonio de su fe con valor, poniendo toda esperanza en el Salvador que esperamos. Confiemos también a la Virgen a todos los católicos de ese amado país, para que, con su intercesión, puedan realizar una auténtica existencia cristiana en comunión con la Iglesia universal, contribuyendo así también a la armonía y al bien común de su noble Pueblo.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
recuerdo aún con gran alegría el Viaje apostólico realizado al Reino Unido el pasado septiembre. Inglaterra es una tierra que ha visto nacer a muchas figuras ilustres que con su testimonio y su enseñanza embellecen la historia de la Iglesia. Una de ellas, venerada tanto por la Iglesia católica como por la Comunión anglicana, es la mística Juliana de Norwich, de la que querría hablaros esta mañana.
Las noticias de que disponemos sobre su vida – no muchas – se deducen principalmente del libro en el que esta mujer gentil y piadosa recogió el contenido de sus visiones, titulado Revelaciones del Amor divino. Se sabe que vivió aproximadamente entre 1342 y 1430, años tormentosos tanto para la Iglesia, lacerada por el cisma que siguió a la vuelta del Papa de Aviñón a Roma, como para la vida de la gente que sufría las consecuencias de una larga guerra entre el reino de Inglaterra y el de Francia. Dios, sin embargo, tampoco en los tiempos de tribulación cesa de suscitar figuras como Juliana de Norwich, para llamar a los hombres a la paz, al amor y a la alegría.
Como ella misma nos narra, en mayo de 1373, probablemente el 13 de aquel mes, fue afectada de repente por una enfermedad gravísima que en tres días pareció llevarla a la muerte. Después de que el sacerdote, que acudió a su cabecera, le mostró el Crucifijo, Juliana no sólo recuperó en seguida la salud, sino que recibió dieciséis revelaciones que después consignó por escrito y comentó en su libro, las Revelaciones del Amor divino. Y fue el propio Señor quien, quince años después de estos acontecimientos extraordinarios, le reveló el sentido de esas visiones. “¿Quieres saber lo que pretendía tu Señor y conocer el sentido de esta revelación? Sábelo bien: amor es lo que Él pretendió. ¿Quién te lo revela? El amor. ¿Por qué te lo revela? Por amor... Así aprenderás que nuestro Señor significa amor" (Juliana de Norwich, Il libro delle rivelazioni, cap. 86, Milán 1997, p. 320).
Inspirada por el amor divino, Juliana tomó una decisión radical. Como una antigua anacoreta, eligió vivir dentro de una celda, colocada en las proximidades de la iglesia dedicada a san Julián, dentro de la ciudad de Norwich, en sus tiempos un importante centro urbano, cerca de Londres. Quizás asumió el nombre de Juliana precisamente por el del santo al que estaba dedicada la iglesia junto a la que vivió durante muchos años, hasta su muerte. Podría sorprendernos e incluso dejarnos perplejos esta decisión de vivir “recluida”, como se decía en sus tiempos. Pero no era la única en realizar esta elección: en aquellos siglos un número considerable de mujeres optó por este tipo de vida, adoptando reglas elaboradas a propósito para ellas, como la compuesta por san Elredo de Rievaulx. Las anacoretas o “reclusas”, dentro de su celda, se dedicaban a la oración, a la meditación y al estudio. De esta forma, maduraban una sensibilidad humana y religiosa finísima, que las hacía veneradas por la gente. Hombres y mujeres de toda edad y condición, necesitados de consejos y de consuelo, las buscaban con devoción. Por tanto no era una decisión individualista; precisamente con esta cercanía al Señor maduraba en ella también la capacidad de ser consejera para muchos, de ayudar a cuantos vivían en dificultad en esta vida.
Sabemos que también Juliana recibía frecuentes visitas, como nos lo atestigua la autobiografía de otra ferviente cristiana de su tiempo, Margery Kempe, que se dirigió a Norwich en 1413 para recibir sugerencias sobre su vida espiritual. De ahí que, cuando Juliana estaba viva, era llamada, como está escrita en el monumento fúnebre que recoge sus restos: "Madre Juliana". Se había convertido en madre para muchos.
Las mujeres y los hombres que se retiran para vivir en compañía de Dios, precisamente gracias a esta decisión suya, adquieren un gran sentido de compasión por las penas y debilidades de los demás. Amigas y amigos de Dios, disponen de una sabiduría que el mundo, del que se alejan, no posee, y con amabilidad la comparten con aquellos que llaman a sus puertas. Pienso por tanto con admiración y reconocimiento en los monasterios de clausura femeninos y masculinos que, hoy más que nunca, son oasis de paz y de esperanza, precioso tesoro para toda la Iglesia, especialmente al recordar la primacía de Dios y la importancia de una oración constante e intensa para el camino de fe.
Fue precisamente en la soledad habitada por Dios como Juliana de Norwich compuso las Revelaciones del Amor divino, de la que nos han llegado dos redacciones, una más breve, probablemente la más antigua, y una más larga. Este libro contiene un mensaje de optimismo fundado en la certeza de ser amados por Dios y de ser protegidos por su Providencia. Leemos en este libro las siguientes palabras estupendas: “Ve con absoluta seguridad ... que Dios antes aún de crearnos nos amó, con un amor que nunca ha disminuido, y nunca se desvanecerá. Y en este amor Él hizo todas sus obras, y en este amor Él hizo de modo que todas las cosas resulten útiles para nosotros, y en este amor nuestra vida dura por siempre... En este amor tenemos nuestro principio, y todo esto lo veremos en Dios sin fin" (El libro de las revelaciones, cap. 86, p. 320).
El tema del amor divino vuelve a menudo en las visiones de Juliana de Norwich quien, con una cierta audacia, no duda en compararlo también al amor materno. Este es uno de los mensajes más característicos de su teología mística. La ternura, la solicitud y la dulzura de la bondad de Dios hacia nosotros son tan grandes, que a nosotros peregrinos en la tierra nos evocan el amor de una madre por sus propios hijos. En realidad, también los profetas bíblicos a veces utilizaron este lenguaje que recuerda la ternura, la intensidad y la totalidad del amor de Dios, que se manifiesta en la creación y en toda la historia de la salvación y que tiene el culmen en la Encarnación del Hijo. Dios, que sin embargo supera siempre todo amor humano, como dice el profeta Isaías: "¿Se olvida una madre de su criatura, no se compadece del hijo de sus entrañas? ¡Pero aunque ella se olvide, yo no te olvidaré!" (Is 49, 15). Juliana de Norwich comprendió el mensaje central para la vida espiritual: Dios es amor y sólo cuando se abre a él, totalmente y con confianza total, a este amor y se deja que éste se convierta en la única guía de la existencia, todo se transfigura, se encuentran la verdadera paz y la verdadera alegría y se es capaz de difundirla alrededor.
Quisiera subrayar otro punto. El Catecismo de la Iglesia Católica recoge las palabras de Juliana de Norwich cuando expone el punto de vista de la fe católica sobre un argumento que no deja de constituir una provocación para todos los creyentes (cfr nn. 304-314). Si Dios es sumamente bueno y sabio, ¿por qué existen el mal y el sufrimiento de los inocentes? También los santos, precisamente los santos, se plantean esta pregunta. Iluminados por la fe, nos dan una respuesta que abre nuestro corazón a la confianza a la esperanza: en los misteriosos designios de la Providencia, también del mal sabe sacar Dios un bien más grande, como escribió Juliana de Norwich: "Aprendí de la gracia de Dios que debía permanecer firmemente en la fe, y que debía por tanto creer firme y perfectamente que todo habría acabado en bien…" (Il libro delle rivelazioni, cap. 32, p. 173).
Si, queridos hermanos y hermanas, las promesas de Dios son siempre más grandes que nuestras esperanzas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y más profundos de nuestro corazón, nunca serenos decepcionados. “Y todo estará bien”, “todo será para bien": este es el mensaje final que Juliana de Norwich nos transmite y que también yo os propongo hoy. Gracias.
[En español dijo]
Saludo con afecto a los grupos de lengua española, provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Las promesas divinas son más grandes que nuestras expectativas. Si entregamos a Dios, a su inmenso amor, los deseos más puros y profundos de nuestro corazón, nunca nos sentiremos defraudados. "Todo estará bien", "cada cosa será para bien". Esto lo vivió con gran intensidad Juliana de Norwich. Que su ejemplo os ayude en vuestra vida cristiana, para que siempre seáis signos vivos de la caridad de Cristo y transmitáis a los demás con serena alegría la belleza de su mensaje de salvación. Muchas gracias.
[Llamamiento]
Recomiendo a vuestras oraciones y a las de los católicos de todo el mundo a la Iglesia en China, que, como sabéis, está viviendo momentos particularmente difíciles. Pedimos a la Bendita Virgen María, Auxilio de los Cristianos, que sostenga a todos los obispos chinos, a mi tan queridos, para que den testimonio de su fe con valor, poniendo toda esperanza en el Salvador que esperamos. Confiemos también a la Virgen a todos los católicos de ese amado país, para que, con su intercesión, puedan realizar una auténtica existencia cristiana en comunión con la Iglesia universal, contribuyendo así también a la armonía y al bien común de su noble Pueblo.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: el hombre está vivo cuando espera Angelus 28 de noviembre de 2010
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy, primer domingo de Adviento, la Iglesia inicia un nuevo Año Litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una parte, hace memoria del acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su cumplimiento final. Es precisamente desde esta doble perspectiva de donde vive el Tiempo de Adviento, mirando tanto a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, como a su vuelta gloriosa, cuando vendrá a “juzgar a vivos y muertos”, como decimos en elCredo. Sobre este sugestivo tema de la “espera” quisiera ahora detenerme brevemente, porque se trata de un aspecto profundamente humano, en el que la fe se convierte, por así decirlo, en un todo con nuestra carne y nuestro corazón.
La espera, el esperar es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; a la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del éxito en un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la acogida de un perdón... Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se le reconoce por sus esperas: nuestra “estatura” moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este Tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: yo, ¿qué espero? ¿A qué, en este momento de mi vida, está dirigido mi corazón? Y esta misma pregunta se puede plantear a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos, juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones, qué las acomuna? En el tiempo precedente al nacimiento de Jesús, era fortísima en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que habría finalmente liberado al pueblo de toda esclavitud moral y política e instaurado el Reino de Dios. Pero nadie habría nunca imaginado que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría esperado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que Él pudo encontrar en ella una madre digna. Del resto, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos. Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura “llena de gracia”, totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de Ella, Mujer del Adviento, a gestionar los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que solo la venida de Dios puede colmar.
[Después del rezo del Ángelus, el Papa dijo en español]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, así como a quienes se unen a ella a través de la radio y la televisión. Al iniciar el santo tiempo de Adviento, invito a todos a intensificar la oración y la meditación de la Palabra de Dios, para que se avive el deseo de salir al encuentro de Cristo, cuya primera venida recordamos con gozo, mientras nos preparamos a su segunda venida, al final de los tiempos, con atenta vigilancia y ardiente caridad. Que a ello nos ayude la amorosa protección de María Santísima, Virgen y Madre. Feliz Domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
© Copyright 2010 - Libreria Editrice Vaticana]
Hoy, primer domingo de Adviento, la Iglesia inicia un nuevo Año Litúrgico, un nuevo camino de fe que, por una parte, hace memoria del acontecimiento de Jesucristo, y por otra, se abre a su cumplimiento final. Es precisamente desde esta doble perspectiva de donde vive el Tiempo de Adviento, mirando tanto a la primera venida del Hijo de Dios, cuando nació de la Virgen María, como a su vuelta gloriosa, cuando vendrá a “juzgar a vivos y muertos”, como decimos en elCredo. Sobre este sugestivo tema de la “espera” quisiera ahora detenerme brevemente, porque se trata de un aspecto profundamente humano, en el que la fe se convierte, por así decirlo, en un todo con nuestra carne y nuestro corazón.
La espera, el esperar es una dimensión que atraviesa toda nuestra existencia personal, familiar y social. La espera está presente en mil situaciones, desde las más pequeñas y banales hasta las más importantes, que nos implican totalmente y en lo profundo. Pensemos, entre estas, en la espera de un hijo por parte de dos esposos; a la de un pariente o de un amigo que viene a visitarnos de lejos; pensemos, para un joven, en la espera del éxito en un examen decisivo, o de una entrevista de trabajo; en las relaciones afectivas, en la espera del encuentro con la persona amada, de la respuesta a una carta, o de la acogida de un perdón... Se podría decir que el hombre está vivo mientras espera, mientras en su corazón está viva la esperanza. Y al hombre se le reconoce por sus esperas: nuestra “estatura” moral y espiritual se puede medir por lo que esperamos, por aquello en lo que esperamos.
Cada uno de nosotros, por tanto, especialmente en este Tiempo que nos prepara a la Navidad, puede preguntarse: yo, ¿qué espero? ¿A qué, en este momento de mi vida, está dirigido mi corazón? Y esta misma pregunta se puede plantear a nivel de familia, de comunidad, de nación. ¿Qué es lo que esperamos, juntos? ¿Qué une nuestras aspiraciones, qué las acomuna? En el tiempo precedente al nacimiento de Jesús, era fortísima en Israel la espera del Mesías, es decir, de un Consagrado, descendiente del rey David, que habría finalmente liberado al pueblo de toda esclavitud moral y política e instaurado el Reino de Dios. Pero nadie habría nunca imaginado que el Mesías pudiese nacer de una joven humilde como era María, prometida del justo José. Ni siquiera ella lo habría esperado nunca, pero en su corazón la espera del Salvador era tan grande, su fe y su esperanza eran tan ardientes, que Él pudo encontrar en ella una madre digna. Del resto, Dios mismo la había preparado, antes de los siglos. Hay una misteriosa correspondencia entre la espera de Dios y la de María, la criatura “llena de gracia”, totalmente transparente al designio de amor del Altísimo. Aprendamos de Ella, Mujer del Adviento, a gestionar los gestos cotidianos con un espíritu nuevo, con el sentimiento de una espera profunda, que solo la venida de Dios puede colmar.
[Después del rezo del Ángelus, el Papa dijo en español]
Saludo con afecto a los peregrinos de lengua española que participan en esta oración mariana, así como a quienes se unen a ella a través de la radio y la televisión. Al iniciar el santo tiempo de Adviento, invito a todos a intensificar la oración y la meditación de la Palabra de Dios, para que se avive el deseo de salir al encuentro de Cristo, cuya primera venida recordamos con gozo, mientras nos preparamos a su segunda venida, al final de los tiempos, con atenta vigilancia y ardiente caridad. Que a ello nos ayude la amorosa protección de María Santísima, Virgen y Madre. Feliz Domingo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
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Benedicto XVI: Catalina de Siena, copatrona de Europa Audiencia del miercoles 24 de noviembre de 2010
Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera hablaros de una mujer que ha tenido un papel eminente en la historia de la Iglesia. Se trata de santa Catalina de Siena. El siglo en que vivió – el decimocuarto – fue una época difícil para la vida de la Iglesia y para todo el tejido social en Italia y en Europa. Con todo, incluso en los momentos de mayor dificultad, el Señor no cesa de bendecir a su Pueblo, suscitando Santos y Santas que sacudan las mentes y los corazones provocando conversión y renovación. Catalina es una de estas y aún hoy nos habla y nos empuja a caminar con valor hacia la santidad para ser de forma cada vez más plena discípulos del Señor.
Nacida en Siena, en 1347, en una familia muy numerosa, murió en su ciudad natal en 1380. A la edad de 16 años, impulsada por una visión de santo Domingo, entró en la Orden Terciaria Dominica, en la rama femenina llamada Mantellate [llamadas así por llevar un manto negro, n.d.t.]. Permaneciendo con la familia, confirmó el voto de virginidad que había hecho de forma privada cuando era aún adolescente, se dedicó a la oración, a la penitencia, a las obras de caridad, sobre todo en beneficio de los enfermos.
Cuando la fama de su santidad se difundió, fue protagonista de una intensa actividad de consejo espiritual hacia toda categoría de personas: nobles y hombres políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas, eclesiásticos, incluido el papa Gregorio XI, que en aquel periodo residía en Aviñón y a quien Catalina exhortó enérgica y eficazmente a volver a Roma. Viajó mucho para solicitar la reforma interior de la Iglesia y para favorecer la paz entre los Estados: también por este motivo el Venerable Juan Pablo II la quiso declarar Copatrona de Europa: para que el Viejo Continente no olvide nunca las raíces cristianas que están en la base de su camino y siga tomando del Evangelio los valores fundamentales que aseguran la justicia y la concordia.
Catalina sufrió mucho, como muchos Santos. Alguno pensó incluso que había que desconfiar de ella hasta el punto de que en 1374, seis años antes de su muerte, el capítulo general de los Dominicos la convocó a Florencia para interrogarla. Le pusieron al lado a un fraile docto y humilde, Raimundo de Capua, futuro Maestro General de la Orden. Convertido en su confesor y también en su “hijo espiritual”, escribió una primera biografía completa de la Santa. Fue canonizada en 1461.
La doctrina de Catalina, que aprendió a leer con dificultad y a escribir cuando era ya adulta, está contenida en el Diálogo de la Divina Providencia o bien Libro de la Divina Doctrina, una obra maestra de la literatura espiritual, en su Epistolario y en la colección de las Oraciones. Su enseñanza está dotada de una riqueza tal que el Siervo de Dios Pablo VI, en 1970, la declaró Doctora de la Iglesia, título que se añadía al de Copatrona de la Ciudad de Roma, por voluntad del Beato Pío IX, y de Patrona de Italia, por decisión del Venerable Pío XII.
En una visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina, la Virgen la presentó a Jesús, que le dio un espléndido anillo, diciéndole: "Yo, tu Creador y Salvador, te desposo en la fe, que conservarás siempre pura hasta cuando celebres conmigo en el cielo tus bodas eternas” (Raimundo de Capua, S. Catalina de Siena, Legenda maior, n. 115, Siena 1998). Ese anillo le era visible solo a ella. En este episodio extraordinario advertimos el centro vital de la religiosidad de Catalina y de toda auténtica espiritualidad: el cristocentrismo. Cristo es para ella como el esposo, con el que hay una relación de intimidad, de comunión y de fidelidad; es el bien amado sobre cualquier otro bien.
Esta unión profunda con el Señor está ilustrada por otro de la vida de esta insigne mística: el intercambio del corazón. Según Raimundo de Capua, que transmite las confidencias recibidas de Catalina, el Señor Jesús se le apareció con un corazón humano rojo resplandeciente en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo y dijo: “Queridísima hija, como el otro día tomé el corazón tuyo que me ofrecías, he aquí que ahora te doy el mío, y de ahora en adelante estará en el lugar que ocupaba el tuyo” (ibid.). Catalina vivió verdaderamente las palabras de san Pablo, “...no vivo yo, sino que Cristo vive en mi" (Gal 2,20).
Como la santa de Siena, todo creyente siente la necesidad de conformarse a los sentimientos del Corazón de Cristo para amar a Dios y al prójimo como el mismo Cristo ama. Y todos nosotros podemos dejarnos transformar el corazón y aprender a amar como Cristo, en una familiaridad con Él nutrida por la oración, por la meditación sobre la Palabra de Dios y por los Sacramentos, sobre todo recibiendo frecuentemente y con devoción la santa Comunión. También Catalina pertenece a este grupo de santos eucarísticos con la que quise concluir mi Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis (cfr n. 94). Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es un extraordinario don de amor que Dios nos renueva continuamente para nutrir nuestro camino de fe, revigorizar nuestra esperanza, inflamar nuestra caridad, para hacernos cada vez más semejantes a Él.
Alrededor de una personalidad tan fuerte y auténtica se fue construyendo una verdadera y auténtica familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas por la autoridad moral de esta joven mujer de elevadísimo nivel de vida, y quizás impresionadas también por los fenómenos místicos a los que asistían, como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo consideraron un privilegio ser guiados espiritualmente por Catalina. La llamaban “mamá”, pues como hijos espirituales tomaban de ella la nutrición del espíritu.
También hoy la Iglesia recibe un gran beneficio del ejercicio de la maternidad espiritual de tantas mujeres, consagradas y laicas, que alimentan en las almas el pensamiento de Dios, refuerzan la fe de la gente y orientan la vida cristiana hacia cimas cada vez más elevadas. “Hijo os digo y os llamo – escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el cartujo Giovanni Sabatini -, en cuanto que os doy a luz a través de continuas oraciones y deseo en presencia de Dios, así como una madre da a luz a su hijo" (Epistolario, Carta n. 141: A don Giovanni de’ Sabbatini). Al fraile dominico Bartolomeo de Dominici solía dirigirse con estas palabras: "Dilectísimo y queridísimo hermano e hijo en el dulce Jesucristo".
Otro rasgo de la espiritualidad de Catalina está ligado al don de las lágrimas. Estas expresan una sensibilidad exquisita y profunda, capacidad de conmoción y de ternura. No pocos santos tuvieron el don de las lágrimas, renovando la emoción del mismo Jesús, que no reprimió ni escondió su llanto ante el sepulcro del amigo Lázaro y al dolor de María y de Marta, y a la vista de Jerusalén, en sus últimos días terrenos. Según Catalina, las lágrimas de los Santos se mezclan con la Sangre de Cristo, de la que ella habló con tonos vibrantes y con imágenes simbólicas muy eficaces: “Tened memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre (…). Poneos por objetivo a Cristo crucificado, escondeos en las llagas de Cristo crucificado, ahogaos en la sangre de Cristo crucificado" (Epistolario, Carta n. 16: A uno cuyo nombre se calla).
Aquí podemos comprender por qué Catalina, aún consciente de las debilidades humanas de los sacerdotes, hubiese tenido siempre una grandísima reverencia por ellos: ellos dispensan, a través de los Sacramentos y la Palabra, la fuerza salvífica de la Sangre de Cristo. La Santa de Siena invitó siempre a los sagrados ministros, también al Papa, a quien llamaba “dulce Cristo en la tierra", a ser fieles a sus responsabilidades, movida siempre y solo por su amor profundo y constante por la Iglesia. Antes de morir dijo: “Partiendo del cuerpo yo, en verdad, he consumido y dado la vida en la Iglesia y por la Iglesia Santa, lo cual me es de singularísima gracia" (Raimundo de Capua, S. Caterina da Siena, Legenda maior, n. 363).
De santa Catalina, por tanto, aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar a Jesucristo y a su Iglesia. En el Diálogo de la Divina Providencia, ella, con una imagen singular, describe a Cristo como un puente lanzado entre el cielo y la tierra. Está formado por tres escalones constituidos por los pies, el costado y la boca de Jesús. Elevándose a través de estos escalones, el alma pasa a través de las tres etapas de todo camino de santificación: el desapego del pecado, la práctica de las virtudes y del amor, la unión dulce y afectuosa con Dios.
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de santa Catalina a amar con valor, de forma intensa y sincera, a Cristo y la Iglesia. Hagamos nuestras para ello las palabras de santa Catalina que leemos en el Diálogo de la Divina Providencia, en la conclusión del capítulo que habla de Cristo-puente: "Por misericordia nos has lavado en la Sangre, por misericordia quisiste conversar con las criaturas. ¡Oh Loco de amor! ¡No te bastó encarnarte, sino que quisiste también morir! (...) ¡Oh misericordia! El corazón se me ahoga al pensar en ti: a dondequiera que me vuelva a pensar, no encuentro sino misericordia" (cap. 30, pp. 79-80). Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de Chile, España, México, República Dominicana y otros países latinoamericanos. Siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Santa Catalina de Siena, os invito a todos a amar a Cristo y a la Iglesia con un amor cada vez más intenso y sincero. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
hoy quisiera hablaros de una mujer que ha tenido un papel eminente en la historia de la Iglesia. Se trata de santa Catalina de Siena. El siglo en que vivió – el decimocuarto – fue una época difícil para la vida de la Iglesia y para todo el tejido social en Italia y en Europa. Con todo, incluso en los momentos de mayor dificultad, el Señor no cesa de bendecir a su Pueblo, suscitando Santos y Santas que sacudan las mentes y los corazones provocando conversión y renovación. Catalina es una de estas y aún hoy nos habla y nos empuja a caminar con valor hacia la santidad para ser de forma cada vez más plena discípulos del Señor.
Nacida en Siena, en 1347, en una familia muy numerosa, murió en su ciudad natal en 1380. A la edad de 16 años, impulsada por una visión de santo Domingo, entró en la Orden Terciaria Dominica, en la rama femenina llamada Mantellate [llamadas así por llevar un manto negro, n.d.t.]. Permaneciendo con la familia, confirmó el voto de virginidad que había hecho de forma privada cuando era aún adolescente, se dedicó a la oración, a la penitencia, a las obras de caridad, sobre todo en beneficio de los enfermos.
Cuando la fama de su santidad se difundió, fue protagonista de una intensa actividad de consejo espiritual hacia toda categoría de personas: nobles y hombres políticos, artistas y gente del pueblo, personas consagradas, eclesiásticos, incluido el papa Gregorio XI, que en aquel periodo residía en Aviñón y a quien Catalina exhortó enérgica y eficazmente a volver a Roma. Viajó mucho para solicitar la reforma interior de la Iglesia y para favorecer la paz entre los Estados: también por este motivo el Venerable Juan Pablo II la quiso declarar Copatrona de Europa: para que el Viejo Continente no olvide nunca las raíces cristianas que están en la base de su camino y siga tomando del Evangelio los valores fundamentales que aseguran la justicia y la concordia.
Catalina sufrió mucho, como muchos Santos. Alguno pensó incluso que había que desconfiar de ella hasta el punto de que en 1374, seis años antes de su muerte, el capítulo general de los Dominicos la convocó a Florencia para interrogarla. Le pusieron al lado a un fraile docto y humilde, Raimundo de Capua, futuro Maestro General de la Orden. Convertido en su confesor y también en su “hijo espiritual”, escribió una primera biografía completa de la Santa. Fue canonizada en 1461.
La doctrina de Catalina, que aprendió a leer con dificultad y a escribir cuando era ya adulta, está contenida en el Diálogo de la Divina Providencia o bien Libro de la Divina Doctrina, una obra maestra de la literatura espiritual, en su Epistolario y en la colección de las Oraciones. Su enseñanza está dotada de una riqueza tal que el Siervo de Dios Pablo VI, en 1970, la declaró Doctora de la Iglesia, título que se añadía al de Copatrona de la Ciudad de Roma, por voluntad del Beato Pío IX, y de Patrona de Italia, por decisión del Venerable Pío XII.
En una visión que nunca se borró del corazón y de la mente de Catalina, la Virgen la presentó a Jesús, que le dio un espléndido anillo, diciéndole: "Yo, tu Creador y Salvador, te desposo en la fe, que conservarás siempre pura hasta cuando celebres conmigo en el cielo tus bodas eternas” (Raimundo de Capua, S. Catalina de Siena, Legenda maior, n. 115, Siena 1998). Ese anillo le era visible solo a ella. En este episodio extraordinario advertimos el centro vital de la religiosidad de Catalina y de toda auténtica espiritualidad: el cristocentrismo. Cristo es para ella como el esposo, con el que hay una relación de intimidad, de comunión y de fidelidad; es el bien amado sobre cualquier otro bien.
Esta unión profunda con el Señor está ilustrada por otro de la vida de esta insigne mística: el intercambio del corazón. Según Raimundo de Capua, que transmite las confidencias recibidas de Catalina, el Señor Jesús se le apareció con un corazón humano rojo resplandeciente en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo y dijo: “Queridísima hija, como el otro día tomé el corazón tuyo que me ofrecías, he aquí que ahora te doy el mío, y de ahora en adelante estará en el lugar que ocupaba el tuyo” (ibid.). Catalina vivió verdaderamente las palabras de san Pablo, “...no vivo yo, sino que Cristo vive en mi" (Gal 2,20).
Como la santa de Siena, todo creyente siente la necesidad de conformarse a los sentimientos del Corazón de Cristo para amar a Dios y al prójimo como el mismo Cristo ama. Y todos nosotros podemos dejarnos transformar el corazón y aprender a amar como Cristo, en una familiaridad con Él nutrida por la oración, por la meditación sobre la Palabra de Dios y por los Sacramentos, sobre todo recibiendo frecuentemente y con devoción la santa Comunión. También Catalina pertenece a este grupo de santos eucarísticos con la que quise concluir mi Exhortación Apostólica Sacramentum Caritatis (cfr n. 94). Queridos hermanos y hermanas, la Eucaristía es un extraordinario don de amor que Dios nos renueva continuamente para nutrir nuestro camino de fe, revigorizar nuestra esperanza, inflamar nuestra caridad, para hacernos cada vez más semejantes a Él.
Alrededor de una personalidad tan fuerte y auténtica se fue construyendo una verdadera y auténtica familia espiritual. Se trataba de personas fascinadas por la autoridad moral de esta joven mujer de elevadísimo nivel de vida, y quizás impresionadas también por los fenómenos místicos a los que asistían, como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo consideraron un privilegio ser guiados espiritualmente por Catalina. La llamaban “mamá”, pues como hijos espirituales tomaban de ella la nutrición del espíritu.
También hoy la Iglesia recibe un gran beneficio del ejercicio de la maternidad espiritual de tantas mujeres, consagradas y laicas, que alimentan en las almas el pensamiento de Dios, refuerzan la fe de la gente y orientan la vida cristiana hacia cimas cada vez más elevadas. “Hijo os digo y os llamo – escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el cartujo Giovanni Sabatini -, en cuanto que os doy a luz a través de continuas oraciones y deseo en presencia de Dios, así como una madre da a luz a su hijo" (Epistolario, Carta n. 141: A don Giovanni de’ Sabbatini). Al fraile dominico Bartolomeo de Dominici solía dirigirse con estas palabras: "Dilectísimo y queridísimo hermano e hijo en el dulce Jesucristo".
Otro rasgo de la espiritualidad de Catalina está ligado al don de las lágrimas. Estas expresan una sensibilidad exquisita y profunda, capacidad de conmoción y de ternura. No pocos santos tuvieron el don de las lágrimas, renovando la emoción del mismo Jesús, que no reprimió ni escondió su llanto ante el sepulcro del amigo Lázaro y al dolor de María y de Marta, y a la vista de Jerusalén, en sus últimos días terrenos. Según Catalina, las lágrimas de los Santos se mezclan con la Sangre de Cristo, de la que ella habló con tonos vibrantes y con imágenes simbólicas muy eficaces: “Tened memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre (…). Poneos por objetivo a Cristo crucificado, escondeos en las llagas de Cristo crucificado, ahogaos en la sangre de Cristo crucificado" (Epistolario, Carta n. 16: A uno cuyo nombre se calla).
Aquí podemos comprender por qué Catalina, aún consciente de las debilidades humanas de los sacerdotes, hubiese tenido siempre una grandísima reverencia por ellos: ellos dispensan, a través de los Sacramentos y la Palabra, la fuerza salvífica de la Sangre de Cristo. La Santa de Siena invitó siempre a los sagrados ministros, también al Papa, a quien llamaba “dulce Cristo en la tierra", a ser fieles a sus responsabilidades, movida siempre y solo por su amor profundo y constante por la Iglesia. Antes de morir dijo: “Partiendo del cuerpo yo, en verdad, he consumido y dado la vida en la Iglesia y por la Iglesia Santa, lo cual me es de singularísima gracia" (Raimundo de Capua, S. Caterina da Siena, Legenda maior, n. 363).
De santa Catalina, por tanto, aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar a Jesucristo y a su Iglesia. En el Diálogo de la Divina Providencia, ella, con una imagen singular, describe a Cristo como un puente lanzado entre el cielo y la tierra. Está formado por tres escalones constituidos por los pies, el costado y la boca de Jesús. Elevándose a través de estos escalones, el alma pasa a través de las tres etapas de todo camino de santificación: el desapego del pecado, la práctica de las virtudes y del amor, la unión dulce y afectuosa con Dios.
Queridos hermanos y hermanas, aprendamos de santa Catalina a amar con valor, de forma intensa y sincera, a Cristo y la Iglesia. Hagamos nuestras para ello las palabras de santa Catalina que leemos en el Diálogo de la Divina Providencia, en la conclusión del capítulo que habla de Cristo-puente: "Por misericordia nos has lavado en la Sangre, por misericordia quisiste conversar con las criaturas. ¡Oh Loco de amor! ¡No te bastó encarnarte, sino que quisiste también morir! (...) ¡Oh misericordia! El corazón se me ahoga al pensar en ti: a dondequiera que me vuelva a pensar, no encuentro sino misericordia" (cap. 30, pp. 79-80). Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los venidos de Chile, España, México, República Dominicana y otros países latinoamericanos. Siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Santa Catalina de Siena, os invito a todos a amar a Cristo y a la Iglesia con un amor cada vez más intenso y sincero. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: una mujer, en el origen del "Corpus Christi"
Queridos hermanos y hermanas,
también esta mañana quisiera presentaros a una figura femenina, poco conocida, a la que la Iglesia sin embargo debe un gran reconocimiento, no sólo por su santidad de vida, sino también porque, con su gran fervor, ha contribuido a la institución de una de las solemnidades litúrgicas más importantes del año, la delCorpus Domini. [En español más conocida como “Corpus Christi”, n.d.t.]
Se trata de santa Juliana de Cornillón, conocida también como santa Juliana de Lieja. Poseemos algunos datos sobre su vida sobre todo a través de una biografía, escrita probablemente por un eclesiástico contemporáneo suyo, en el que se recogen varios testimonios de personas que conocieron directamente a la Santa.
Juliana nació entre 1191 o 1192 en las cercanías de Lieja, en Bélgica. Es importante subrayar este lugar, porque en aquel tiempo la diócesis de Lieja era, por así decirlo, un verdadero “cenáculo eucarístico”. Antes de Juliana, insignes teólogos habían ilustrado allí el valor supremo del Sacramento de la Eucaristía y, siempre en Lieja, había grupos femeninos generosamente dedicados al culto eucarístico y a la comunión ferviente. Guiados por sacerdotes ejemplares, estas vivían juntas, dedicándose a la oración y a las obras caritativas.
Huérfana a los 5 años de edad, Juliana, junto con su hermana Inés, fue confiada al cuidado de las monjas agustinas del convento-leprosería de Mont-Cornillon. Fue educada sobre todo por una monja, de nombre Sabiduría, que siguió su maduración espiritual, hasta cuando la propia Juliana recibió el hábito religioso y se convirtió también ella en monja agustina. Adquirió una notable cultura, hasta el punto de que leía las obras de los Padres de la Iglesia en lengua latina, en particular a san Agustín y san Bernardo. Además de una vivaz inteligencia, Juliana mostraba, desde el principio, una propensión particular por la contemplación; tenía un sentido profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de modo particularmente intenso el Sacramento de la Eucaristía y deteniéndose a menudo a meditar sobre las palabras de Jesús: “He aquí que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
A los dieciséis años tuvo una primera visión, que después se repitió muchas veces en sus adoraciones eucarísticas. La visión presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia en la tierra, la línea opaca representaba en cambio la ausencia de una fiesta litúrgica, para cuya institución se pedía a Juliana que trabajase de modo eficaz: es decir, una fiesta en la que los creyentes habrían podido adorar la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento.
Durante unos veinte años Juliana, que mientras tanto se había convertido en la priora del convento, conservó en secreto esta revelación, que había llenado de alegría su corazón. Después se confió con otras dos fervientes adoradoras de la Eucaristía, la beata Eva, que llevaba una vida eremítica, e Isabel, que la había seguido al monasterio de Mont-Cornillon. Las tres mujeres establecieron una especie de “alianza espiritual”, con el propósito de glorificar al Santísimo Sacramento. Quisieron implicar también a un sacerdote muy estimado, Juan de Lausana, canónigo de la iglesia de San Martín de Lieja, pidiéndole que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre lo que ellas llevaban en el corazón. Las respuestas fueron positivas y alentadoras.
Lo que le sucedió a Juliana de Cornillón se repite frecuentemente en la vida de los Santos: para tener la confirmación de que una inspiración viene de Dios, es necesario siempre sumirse en la oración, saber esperar con paciencia, buscar la amistad y el acercamiento con otras almas buenas, y someter todo al juicio de los Pastores de la Iglesia. Fue precisamente el Obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, quien, después de las dudas iniciales, acogió la propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por primera vez, la solemnidad del Corpus Domini en su diócesis. Más tarde, otros obispos le imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios confiados a sus cuidados pastorales.
A los Santos, con todo, el Señor les pide a menudo superar pruebas, para que su fe se incremente. Sucedió también a Juliana, que tuvo que sufrir la dura oposición de algunos miembros del clero y del mismo superior del que dependía su monasterio. Entonces, por voluntad propia, Juliana dejó el convento de Mont-Cornillon con algunas compañeras, y durante diez año, entre 1248 y 1258, fue huésped de varios monasterios de monjas cistercienses. Edificaba a todos con su humildad, no tenía nunca palabras de crítica o de reproche para sus adversarios, sino que seguía difundiendo con celo el culto eucarístico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville, en Bélgica. En la celda donde yacía se expuso el Santísimo Sacramento y, según las palabras de su biógrafo, Juliana murió contemplando con un último arrebato de amor a Jesús Eucaristía, a quien había siempre amado, honrado y adorado.
A la buena causa de la fiesta del Corpus Domini fue conquistado también Giacomo Pantaléon de Troyes, que había conocido a la Santa durante su ministerio de archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, llegado a ser Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264, quiso instituir la solemnidad del Corpus Dominicomo fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a Pentecostés. En la Bula de institución, titulada Transiturus de hoc mundo (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano reevoca con discreción también las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe: “Aunque la Eucaristía cada día sea solemnemente celebrada, consideramos justo que, al menos una vez al año, se haga de ella más honrada y solemne memoria. Las demás cosas, de hecho, de las que hacemos memoria, las aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por ello su presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en su propia sustancia. Mientras estaba de hecho a punto de ascender al cielo, dijo: 'He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo' (Mt 28,20)”.
En Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus Domini en Orvieto, ciudad en la que entonces vivía. Precisamente por orden suya en la catedral de la ciudad se conservaba – y se conserva aún ahora – el célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico sucedido el año anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el vino, había sido preso de fuertes dudas sobre la presencia real del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente, algunas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de esa forma lo que nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de los más grandes teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino – que en aquel tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto –, que compusiera los textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta. Estos, aún hoy en uso en la Iglesia, son obras maestras, en las que se funden teología y poesía. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio, reconoce en la Eucaristía la presencia viva y verdadera de Jesús, de su Sacrificio de amor que nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación.
Aunque tras la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta del Corpus Domini se limitó a algunas regiones de Francia, de Alemania, de Hungría y de Italia septentrional, fue después un Pontífice, Juan XXII, quien en 1317 la restauró para toda la Iglesia. Desde entonces en adelante, la fiesta conoció un desarrollo maravilloso, y aún es muy sentida por el pueblo cristiano.
Quisiera afirmar con alegría que hoy en la Iglesia hay una “primavera eucarística”: ¡cuántas personas se detienen silenciosas ante el Tabernáculo, para entretenerse en coloquio de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de rezar en adoración ante la Santísima Eucaristía.
Rezo para que esta “primavera” eucarística se difunda cada vez más en todas las parroquias, en particular en Bélgica, la patria de santa Juliana. El Venerable Juan Pablo II, en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, constataba que “En muchos lugares [...] la adoración del Santísimo Sacramento tiene cotidianamente una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación devota de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia de Dios, que cada año llena de gozo a quienes toman parte en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarístico”, dice el Papa (n. 10).
Recordando a santa Juliana de Cornillon renovemos también nosotros la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Como nos enseña el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, “Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su Alma y su Divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 282).
Queridísimos amigos, la fidelidad al encuentro con el Cristo Eucarístico en la Santa Misa dominical es esencial para el camino de fe, pero intentemos también ir frecuentemente a visitar al Señor presente en el Tabernáculo! Mirando en adoración la Hostia consagrada, encontramos el don del amor de Dios, encontramos la Pasión y la Cruz de Jesús, como también su Resurrección. Precisamente a través de nuestra mirada en adoración, el Señor nos atrae hacia sí, dentro de su misterio, para transformarnos como transforma el pan y el vino (cfr BENEDICTO XVI, Homilía en la Solemnidad del Corpus Domini, 15 de junio de 2006). Los Santos siempre han encontrado fuerza, consuelo u alegría en el encuentro eucarístico. Con las palabras del Himno eucarístico Adoro te devote repitamos ante el Señor, presente en el Santísimo Sacramento: “¡Hazme crecer cada vez más en Ti, que en Ti yo tenga esperanza, que yo Te ame!”. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia, a los misioneros del Verbo Divino, así como a los demás grupos provenientes de España, El Salvador, Venezuela y otros países latinoamericanos. Siguiendo el ejemplo y enseñanza de Santa Juliana de Cornillón, os invito a ser fieles al encuentro con Cristo en la Misa dominical y a la adoración del Santísimo Sacramento, para experimentar el don de su amor. Muchas gracias.
[Al final hizo este llamamiento]
En estos días la comunidad internacional sigue con gran preocupación la difícil situación de los cristianos en Paquistán, que a menudo son víctimas d violencias o de discriminación. De modo particular hoy expreso mi cercanía espiritual a la señora Asia Bibi y a sus familiares, pidiendo que, lo antes posible, le sea restituida la plena libertad. Además rezo por cuantos se encuentran en situaciones análogas, para que su dignidad humana y sus derechos fundamentales sean plenamente respetados.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
también esta mañana quisiera presentaros a una figura femenina, poco conocida, a la que la Iglesia sin embargo debe un gran reconocimiento, no sólo por su santidad de vida, sino también porque, con su gran fervor, ha contribuido a la institución de una de las solemnidades litúrgicas más importantes del año, la delCorpus Domini. [En español más conocida como “Corpus Christi”, n.d.t.]
Se trata de santa Juliana de Cornillón, conocida también como santa Juliana de Lieja. Poseemos algunos datos sobre su vida sobre todo a través de una biografía, escrita probablemente por un eclesiástico contemporáneo suyo, en el que se recogen varios testimonios de personas que conocieron directamente a la Santa.
Juliana nació entre 1191 o 1192 en las cercanías de Lieja, en Bélgica. Es importante subrayar este lugar, porque en aquel tiempo la diócesis de Lieja era, por así decirlo, un verdadero “cenáculo eucarístico”. Antes de Juliana, insignes teólogos habían ilustrado allí el valor supremo del Sacramento de la Eucaristía y, siempre en Lieja, había grupos femeninos generosamente dedicados al culto eucarístico y a la comunión ferviente. Guiados por sacerdotes ejemplares, estas vivían juntas, dedicándose a la oración y a las obras caritativas.
Huérfana a los 5 años de edad, Juliana, junto con su hermana Inés, fue confiada al cuidado de las monjas agustinas del convento-leprosería de Mont-Cornillon. Fue educada sobre todo por una monja, de nombre Sabiduría, que siguió su maduración espiritual, hasta cuando la propia Juliana recibió el hábito religioso y se convirtió también ella en monja agustina. Adquirió una notable cultura, hasta el punto de que leía las obras de los Padres de la Iglesia en lengua latina, en particular a san Agustín y san Bernardo. Además de una vivaz inteligencia, Juliana mostraba, desde el principio, una propensión particular por la contemplación; tenía un sentido profundo de la presencia de Cristo, que experimentaba viviendo de modo particularmente intenso el Sacramento de la Eucaristía y deteniéndose a menudo a meditar sobre las palabras de Jesús: “He aquí que yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).
A los dieciséis años tuvo una primera visión, que después se repitió muchas veces en sus adoraciones eucarísticas. La visión presentaba la luna en su pleno esplendor, con una franja oscura que la atravesaba diametralmente. El Señor le hizo comprender el significado de lo que se le había aparecido. La luna simbolizaba la vida de la Iglesia en la tierra, la línea opaca representaba en cambio la ausencia de una fiesta litúrgica, para cuya institución se pedía a Juliana que trabajase de modo eficaz: es decir, una fiesta en la que los creyentes habrían podido adorar la Eucaristía para aumentar su fe, avanzar en la práctica de las virtudes y reparar las ofensas al Santísimo Sacramento.
Durante unos veinte años Juliana, que mientras tanto se había convertido en la priora del convento, conservó en secreto esta revelación, que había llenado de alegría su corazón. Después se confió con otras dos fervientes adoradoras de la Eucaristía, la beata Eva, que llevaba una vida eremítica, e Isabel, que la había seguido al monasterio de Mont-Cornillon. Las tres mujeres establecieron una especie de “alianza espiritual”, con el propósito de glorificar al Santísimo Sacramento. Quisieron implicar también a un sacerdote muy estimado, Juan de Lausana, canónigo de la iglesia de San Martín de Lieja, pidiéndole que interpelara a teólogos y eclesiásticos sobre lo que ellas llevaban en el corazón. Las respuestas fueron positivas y alentadoras.
Lo que le sucedió a Juliana de Cornillón se repite frecuentemente en la vida de los Santos: para tener la confirmación de que una inspiración viene de Dios, es necesario siempre sumirse en la oración, saber esperar con paciencia, buscar la amistad y el acercamiento con otras almas buenas, y someter todo al juicio de los Pastores de la Iglesia. Fue precisamente el Obispo de Lieja, Roberto de Thourotte, quien, después de las dudas iniciales, acogió la propuesta de Juliana y de sus compañeras, e instituyó, por primera vez, la solemnidad del Corpus Domini en su diócesis. Más tarde, otros obispos le imitaron, estableciendo la misma fiesta en los territorios confiados a sus cuidados pastorales.
A los Santos, con todo, el Señor les pide a menudo superar pruebas, para que su fe se incremente. Sucedió también a Juliana, que tuvo que sufrir la dura oposición de algunos miembros del clero y del mismo superior del que dependía su monasterio. Entonces, por voluntad propia, Juliana dejó el convento de Mont-Cornillon con algunas compañeras, y durante diez año, entre 1248 y 1258, fue huésped de varios monasterios de monjas cistercienses. Edificaba a todos con su humildad, no tenía nunca palabras de crítica o de reproche para sus adversarios, sino que seguía difundiendo con celo el culto eucarístico. Falleció en 1258 en Fosses-La-Ville, en Bélgica. En la celda donde yacía se expuso el Santísimo Sacramento y, según las palabras de su biógrafo, Juliana murió contemplando con un último arrebato de amor a Jesús Eucaristía, a quien había siempre amado, honrado y adorado.
A la buena causa de la fiesta del Corpus Domini fue conquistado también Giacomo Pantaléon de Troyes, que había conocido a la Santa durante su ministerio de archidiácono en Lieja. Fue precisamente él quien, llegado a ser Papa con el nombre de Urbano IV, en 1264, quiso instituir la solemnidad del Corpus Dominicomo fiesta de precepto para la Iglesia universal, el jueves sucesivo a Pentecostés. En la Bula de institución, titulada Transiturus de hoc mundo (11 de agosto de 1264) el Papa Urbano reevoca con discreción también las experiencias místicas de Juliana, avalando su autenticidad, y escribe: “Aunque la Eucaristía cada día sea solemnemente celebrada, consideramos justo que, al menos una vez al año, se haga de ella más honrada y solemne memoria. Las demás cosas, de hecho, de las que hacemos memoria, las aferramos con el espíritu y con la mente, pero no obtenemos por ello su presencia real. En cambio, en esta conmemoración sacramental de Cristo, aunque bajo otra forma, Jesucristo está presente con nosotros en su propia sustancia. Mientras estaba de hecho a punto de ascender al cielo, dijo: 'He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo' (Mt 28,20)”.
En Pontífice mismo quiso dar ejemplo, celebrando la solemnidad del Corpus Domini en Orvieto, ciudad en la que entonces vivía. Precisamente por orden suya en la catedral de la ciudad se conservaba – y se conserva aún ahora – el célebre corporal con las huellas del milagro eucarístico sucedido el año anterior, en 1263, en Bolsena. Un sacerdote, mientras consagraba el pan y el vino, había sido preso de fuertes dudas sobre la presencia real del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en el Sacramento de la Eucaristía. Milagrosamente, algunas gotas de sangre comenzaron a brotar de la Hostia consagrada, confirmando de esa forma lo que nuestra fe profesa. Urbano IV pidió a uno de los más grandes teólogos de la historia, santo Tomás de Aquino – que en aquel tiempo acompañaba al Papa y se encontraba en Orvieto –, que compusiera los textos del oficio litúrgico de esta gran fiesta. Estos, aún hoy en uso en la Iglesia, son obras maestras, en las que se funden teología y poesía. Son textos que hacen vibrar las cuerdas del corazón para expresar alabanza y gratitud al Santísimo Sacramento, mientras la inteligencia, adentrándose con estupor en el misterio, reconoce en la Eucaristía la presencia viva y verdadera de Jesús, de su Sacrificio de amor que nos reconcilia con el Padre, y nos da la salvación.
Aunque tras la muerte de Urbano IV la celebración de la fiesta del Corpus Domini se limitó a algunas regiones de Francia, de Alemania, de Hungría y de Italia septentrional, fue después un Pontífice, Juan XXII, quien en 1317 la restauró para toda la Iglesia. Desde entonces en adelante, la fiesta conoció un desarrollo maravilloso, y aún es muy sentida por el pueblo cristiano.
Quisiera afirmar con alegría que hoy en la Iglesia hay una “primavera eucarística”: ¡cuántas personas se detienen silenciosas ante el Tabernáculo, para entretenerse en coloquio de amor con Jesús! Es consolador saber que no pocos grupos de jóvenes han redescubierto la belleza de rezar en adoración ante la Santísima Eucaristía.
Rezo para que esta “primavera” eucarística se difunda cada vez más en todas las parroquias, en particular en Bélgica, la patria de santa Juliana. El Venerable Juan Pablo II, en la Encíclica Ecclesia de Eucharistia, constataba que “En muchos lugares [...] la adoración del Santísimo Sacramento tiene cotidianamente una importancia destacada y se convierte en fuente inagotable de santidad. La participación devota de los fieles en la procesión eucarística en la solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo es una gracia de Dios, que cada año llena de gozo a quienes toman parte en ella. Y se podrían mencionar otros signos positivos de fe y amor eucarístico”, dice el Papa (n. 10).
Recordando a santa Juliana de Cornillon renovemos también nosotros la fe en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Como nos enseña el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, “Jesucristo está presente en la Eucaristía de modo único e incomparable. Está presente, en efecto, de modo verdadero, real y sustancial: con su Cuerpo y con su Sangre, con su Alma y su Divinidad. Cristo, todo entero, Dios y hombre” (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica, 282).
Queridísimos amigos, la fidelidad al encuentro con el Cristo Eucarístico en la Santa Misa dominical es esencial para el camino de fe, pero intentemos también ir frecuentemente a visitar al Señor presente en el Tabernáculo! Mirando en adoración la Hostia consagrada, encontramos el don del amor de Dios, encontramos la Pasión y la Cruz de Jesús, como también su Resurrección. Precisamente a través de nuestra mirada en adoración, el Señor nos atrae hacia sí, dentro de su misterio, para transformarnos como transforma el pan y el vino (cfr BENEDICTO XVI, Homilía en la Solemnidad del Corpus Domini, 15 de junio de 2006). Los Santos siempre han encontrado fuerza, consuelo u alegría en el encuentro eucarístico. Con las palabras del Himno eucarístico Adoro te devote repitamos ante el Señor, presente en el Santísimo Sacramento: “¡Hazme crecer cada vez más en Ti, que en Ti yo tenga esperanza, que yo Te ame!”. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Federación Mundial de las Obras Eucarísticas de la Iglesia, a los misioneros del Verbo Divino, así como a los demás grupos provenientes de España, El Salvador, Venezuela y otros países latinoamericanos. Siguiendo el ejemplo y enseñanza de Santa Juliana de Cornillón, os invito a ser fieles al encuentro con Cristo en la Misa dominical y a la adoración del Santísimo Sacramento, para experimentar el don de su amor. Muchas gracias.
[Al final hizo este llamamiento]
En estos días la comunidad internacional sigue con gran preocupación la difícil situación de los cristianos en Paquistán, que a menudo son víctimas d violencias o de discriminación. De modo particular hoy expreso mi cercanía espiritual a la señora Asia Bibi y a sus familiares, pidiendo que, lo antes posible, le sea restituida la plena libertad. Además rezo por cuantos se encuentran en situaciones análogas, para que su dignidad humana y sus derechos fundamentales sean plenamente respetados.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: He podido experimentar el afecto de los españoles
[Dentro de la basílica vaticana]
Estoy contento de acogeros y de dirigir a cada uno de vosotros mi cordial bienvenida. En particular os saludo a vosotros, los fieles de Carpineto Romano, llegados aquí con vuestro pastor monseñor Lorenzo Loppa, para devolverme la visita, breve pero intensa, que tuve la alegría de realizar en vuestra tierra, el pasado mes de septiembre, con ocasión del bicentenario del nacimiento del papa León XIII. Queridos amigos, deseo renovaros a todos mi vivo agradecimiento por la calurosa acogida que me reservasteis en aquella circunstancia. Pienso en la disponibilidad de las Autoridades civiles, especialmente del alcalde y del Concejo, como también en el diligente empeño de vuestro obispo, del párroco y de sus colaboradores, especialmente en la preparación de la Celebración eucarística, tan bien cuidada y participada. El recuerdo de aquel evento, lleno de significado eclesial y espiritual, reavive en cada uno el deseo de profundizar cada vez más la vida de fe, en el surco de las enseñanzas de vuestro ilustre conciudadano el papa León XIII, cuya valiente acción pastoral suscitó una renovación providencial del compromiso de los católicos en la sociedad.
Queridos amigos, no os canséis de confiaros a Cristo y de anunciarlo con vuestra vida, en la familia y en cada ambiente. Esto es lo que los hombres, también hoy, esperan de la Iglesia. Con estos sentimientos os imparto de corazón a todos mi bendición, que de buen grado extiendo a vuestras familias y a todos vuestros seres queridos.
[En checo dijo]
Os saludo cordialmente a vosotros los peregrinos procedentes de la República Checa, llegados aquí en gran número para devolverme la visita que tuve la alegría de realizar en vuestro país el año pasado. Queridos amigos, ¡sed bienvenidos! Conservo un querido y grato recuerdo de aquel agradable viaje mío a vuestra hermosa tierra. Pienso en particular en la deferente cortesía de las distinguidas autoridades; en la calurosa acogida que recibí de los venerados Hermanos en el Episcopado, de los sacerdotes, de las personas consagradas y de todos los fieles, que quisieron expresarme con entusiasmo su fe, en torno al sucesor de Pedro. Me impresionó también la atenta consideración que me reservaron también cuantos, aun estando alejados de la Iglesia, están con todo en búsqueda de valores humanos espirituales auténticos, de los que la misma comunidad católica quiere ser testigo gozoso. Rezo para que el Señor haga fructificar las gracias de aquel viaje, y auguro que el pueblo cristiano de la República Checa prosiga, con renovado empuje, dando por todas partes un valiente testimonio evangélico. A todos os imparto de corazón una especial Bendición Apostólica, extensible a vuestras familias y a toda vuestra patria.
[Posteriormente, en el Aula Pablo VI]
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy quisiera recordar con vosotros el Viaje Apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona, que tuve la alegría de realizar el sábado y el domingo pasados. Me dirigí allí para confirmar en la fe a mis hermanos (cfr Lc 22,32); lo hice como testigo de Cristo resucitado, como sembrador de la esperanza que no desilusiona y no engaña, porque tiene su origen en el amor infinito de Dios por todos los hombres.
La primera etapa fue Santiago. Desde la ceremonia de bienvenida, pude experimentar el afecto que las gentes de España nutren hacia el Sucesor de Pedro. Fui acogido verdaderamente con gran entusiasmo y calor. En este Año Santo Compostelano, he querido hacerme peregrino junto con cuantos, numerosísimos, se han dirigido a ese célebre Santuario. Pude visitar la "Casa del Apóstol Santiago el Mayor", el cual sigue repitiendo, a quien llega allí necesitado de gracia, que en Cristo, Dios vino al mundo para reconciliarlo consigo, no imputando a los hombres sus culpas.
En la imponente catedral de Compostela, dando, con emoción, el tradicional abrazo al Santo, pensaba en cómo este gesto de acogida y amistad es también un modo de expresar la adhesión a su palabra y la participación en su misión. Un signo fuerte de la voluntad de conformarse al mensaje apostólico, el cual por un lado, nos compromete a ser fieles custodios de la Buena Noticia que los Apóstoles transmitieron, sin ceder a la tentación de alterarla, disminuirla o plegarla a otros intereses, y por otro, nos transforma a cada uno de nosotros en anunciadores incansables de la fe en Cristo, con la palabra y el testimonio de la vida en todos los campos de la sociedad.
Viendo el número de peregrinos presentes en la Santa Misa solemne que tuve la gran alegría de presidir en Santiago, meditaba que lo que empuja a tanta gente a dejar las ocupaciones cotidianas y emprender el camino penitencial hacia Compostela, un camino a veces largo y fatigoso: es el deseo de llegar a la luz de Cristo, a quien anhelan en lo profundo de su corazón, aunque a menudo no sepan expresarlo bien con las palabras. En los momentos de extravío, de búsqueda, de dificultad, como también en la aspiración a reforzar la fe y a vivir de una forma más coherente, los peregrinos en Compostela emprenden un profundo itinerario de conversión a Cristo, que asumió en sí la debilidad, el pecado de la humanidad, las miserias del mundo, llevándolas donde el mal ya no tiene poder, donde la luz del bien lo ilumina todo. Se trata de un pueblo de caminantes silenciosos, procedentes de cada parte del mundo, que redescubren la antigua tradición medieval y cristiana de la peregrinación, atravesando pueblos y ciudades permeados de catolicismo.
En esa solemne Eucaristía, vivida por tantísimos fieles presentes con intensa participación y devoción, pedí con fervor que cuantos se dirigen en peregrinación a Santiago puedan recibir el don de llegar a ser verdaderos testigos de Cristo, a quien han redescubierto en las encrucijadas de los sugerentes caminos hacia Compostela. Recé también para que los peregrinos, siguiendo las huellas de numerosos santos que en el transcurso de los siglos han hecho el "Camino de Santiago", sigan manteniendo vivo su genuino significado religioso, espiritual y penitencial, sin ceder a la banalidad, a la distracción, a la modas. Ese camino, entretejido de vías que surcan vastas tierras formando una red a través de la Península Ibérica y Europa, fue y sigue siendo lugar de encuentro de hombres y mujeres de las más diversas procedencias, unidos por la búsqueda de la fe y de la verdad sobre sí mismos, y suscita experiencias profundas de compartir, de fraternidad y de solidaridad.
Es precisamente la fe en Cristo la que da sentido a Compostela, un lugar espiritualmente extraordinario, que sigue siendo punto de referencia para la Europa de hoy en sus nuevas configuraciones y perspectivas. Conservar y reforzar la apertura a lo trascendente, así como un diálogo fecundo entre fe y razón, entre política y religión, entre economía y ética, permitirá construir una Europa que, fiel a sus imprescindibles raíces cristianas, pueda responder plenamente a su propia vocación y misión en el mundo. Por ello, seguro de las inmensas posibilidades del continente europeo y confiado en un futuro de esperanza para él, invité a Europa a abrirse cada vez más a Dios, favoreciendo así las perspectivas de un auténtico encuentro, respetuoso y solidario, con las poblaciones y las civilizaciones de los demás Continentes.
El domingo, después, tuve la alegría verdaderamente grande de presidir, en Barcelona, la Dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia, que declaré Basílica Menor. Al contemplar la grandiosidad y la belleza de ese edificio, que invita a elevar la mirada y el alma hacia lo Alto, hacia Dios, recordaba las grandes construcciones religiosas, como las catedrales del Medioevo, que marcaron profundamente la historia y la fisionomía de las principales ciudades de Europa. Esa obra espléndida opera – riquísima en simbología religiosa, preciosa en el entretejido de las formas, fascinante en el juego de luces y colores – casi una inmensa escultura en piedra, fruto de la profunda fe, de la sensibilidad espiritual y del talento artístico de Antoni Gaudí, remite al verdadero santuario, el lugar del culto real, el Cielo, donde Cristo entró para aparecer ante Dios en nuestro favor (cfr Hb 9,24). El genial arquitecto, en ese magnífico templo, supo representar admirablemente el misterio de la Iglesia, a la que los fieles son incorporados con el Bautismo como piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual (cfr1Pe 2,5).
La iglesia de la Sagrada Familia fe concebida y proyectada por Gaudí como una gran catequesis sobre Jesucristo, como un cántico de alabanza al Creador. En ese edificio tan imponente, él puso su propia genialidad al servicio de lo bello. De hecho, la extraordinaria capacidad expresiva y simbólica de las formas y de los motivos artísticos, como también las innovadoras técnicas arquitectónicas y esculturales, evocan la Fuente suprema de toda belleza. El famoso arquitecto consideró este trabajo como una misión en la que estaba implicada toda su persona. Desde el momento en que aceptó el encargo de construcción de esa iglesia, su vida fue marcada por un cambio profundo. Emprendió así una intensa práctica de oración, ayuno y pobreza, advirtiendo la necesidad de prepararse espiritualmente para lograr expresar en la realidad material el misterio insondable de Dios. Se puede decir que, mientras Gaudí trabajaba en la construcción del templo, Dios construía en él el edificio espiritual (cfr Ef 2,22), reforzándolo en la fe y acercándolo cada vez más a la intimidad de Cristo. Inspirándose continuamente en la naturaleza, obra del Creador, y dedicándose con pasión a conocer la Sagrada Escritura y la liturgia, supo realizar en el corazón de la Ciudad un edificio digno de Dios y, por ello mismo, digno del hombre.
En Barcelona, visité también la Obra del "Nen Déu", una iniciativa ultracentenaria, muy ligada a esa archidiócesis, donde se cuida, con profesionalidad y amor, a niños y jóvenes discapacitados. Sus vidas son preciosas a los ojos de Dios y nos invitan constantemente a salir de nuestro egoísmo. En esa casa, fui partícipe de la alegría y de la caridad profunda e incondicionada de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones, del generoso trabajo de médicos, educadores y de tantos otros profesionales y voluntarios, que trabajan con dedicación encomiable en esa Institución. También bendije la primera piedra de una nueva Residencia que formará parte de esta Obra, donde todo habla de caridad, de respeto de la persona y de su dignidad, de alegría profunda, porque el ser humano vale por lo que es, y no solo por lo que hace.
Mientras estaba en Barcelona, recé intensamente por las familias, células vitales y esperanza de la sociedad y de la Iglesia. Recordé también a aquellos que sufren, en particular en estos momentos de serias dificultades económicas. Tuve presente, al mismo tiempo, a los jóvenes – que me acompañaron en toda la visita a Santiago y Barcelona con su entusiasmo y su alegría – para que descubran la belleza, el valor y el compromiso del Matrimonio, en el que un hombre y una mujer forman una familia, que con generosidad acoge la vida y la acompaña desde su concepción hasta su término natural. Todo lo que se haga para apoyar el matrimonio y la familia, para ayudar a las personas más necesitadas, todo lo que acrecienta la grandeza del hombre y su dignidad inviolable, contribuye al perfeccionamiento de la sociedad. Ningún esfuerzo es vano en este sentido.
Queridos amigos, doy gracias a Dios por las jornadas intensas que he transcurrido en Santiago de Compostela y en Barcelona. Renuevo mi agradecimiento al Rey y a la Reina de España, a los Príncipes de Asturias y a todas las Autoridades. Dirijo una vez más mi pensamiento con reconocimiento y afecto a los queridos hermanos arzobispos de esas dos Iglesias particulares y a sus colaboradores, como también a cuantos se han prodigado generosamente para que mi visita a esas dos maravillosas ciudades fuese fructífera. ¡Han sido días inolvidables, que quedarán impresos en mi corazón! En particular, las dos Celebraciones eucarísticas, cuidadosamente preparadas e intensamente vividas por todos los fieles, también a través de los cantos, tomados tanto de la gran tradición de la Iglesia, como de la genialidad de autores modernos, fueron momentos de verdadera alegría interior. Que Dios recompense a todos, como sólo Él sabe hacer; que la Santísima Madre de Dios y el Apóstol Santiago sigan acompañando con su protección su camino. El año que viene, si Dios quiere, me dirigiré de nuevo a España, a Madrid, para la Jornada Mundial de la Juventud. Confío desde ahora a vuestra oración esta iniciativa providencial para que sea ocasión de crecimiento en la fe para tantos jóvenes.
[En español dijo]
Saludo a los peregrinos de lengua española, invitándolos a dar gracias a Dios por el Viaje Apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona. Conservo un inolvidable recuerdo de la amabilidad con la que me acogieron en Compostela Sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias y con la que Sus Majestades los Reyes de España me despidieron en Barcelona. Deseo también agradecer vivamente a las Autoridades y a las Fuerzas de Seguridad todo el trabajo llevado a cabo con eficacia para que mi estancia en esos lugares se desarrollara felizmente. Reitero mi afectuoso agradecimiento a los Arzobispos de esas dos Iglesias particulares, así como a quienes numerosos me han acompañado con suma cordialidad en los actos celebrados en esas dos emblemáticas ciudades. Pido al Señor que bendiga copiosamente a los Pastores y fieles de esas nobles tierras, para que aviven su fe y la transmitan con valentía, siendo cristianos como ciudadanos y ciudadanos como cristianos. Volveré a España para la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud. De nuevo, muchas gracias a todos los españoles.
[En italiano dijo]
Mi pensamiento se dirige ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. En la liturgia de ayer celebramos la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, caput et mater omnium ecclesiarum. Junto con ella recordamos también las iglesias en las que se reúnen vuestras comunidades y también aquellas que esperan aún ser construidas en Roma y en el mundo. Queridos jóvenes, enfermos y esposos cristianos, os exhorto a colaborar con todo el pueblo d Dios y con todos los hombres de buena voluntad a realizar la Casa del Señor. Sed siempre “piedras vivas” del edificio espiritual que es la Iglesia, caminando juntos en el servicio al Evangelio, en el ofrecimiento de la oración y en la participación en la caridad.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Estoy contento de acogeros y de dirigir a cada uno de vosotros mi cordial bienvenida. En particular os saludo a vosotros, los fieles de Carpineto Romano, llegados aquí con vuestro pastor monseñor Lorenzo Loppa, para devolverme la visita, breve pero intensa, que tuve la alegría de realizar en vuestra tierra, el pasado mes de septiembre, con ocasión del bicentenario del nacimiento del papa León XIII. Queridos amigos, deseo renovaros a todos mi vivo agradecimiento por la calurosa acogida que me reservasteis en aquella circunstancia. Pienso en la disponibilidad de las Autoridades civiles, especialmente del alcalde y del Concejo, como también en el diligente empeño de vuestro obispo, del párroco y de sus colaboradores, especialmente en la preparación de la Celebración eucarística, tan bien cuidada y participada. El recuerdo de aquel evento, lleno de significado eclesial y espiritual, reavive en cada uno el deseo de profundizar cada vez más la vida de fe, en el surco de las enseñanzas de vuestro ilustre conciudadano el papa León XIII, cuya valiente acción pastoral suscitó una renovación providencial del compromiso de los católicos en la sociedad.
Queridos amigos, no os canséis de confiaros a Cristo y de anunciarlo con vuestra vida, en la familia y en cada ambiente. Esto es lo que los hombres, también hoy, esperan de la Iglesia. Con estos sentimientos os imparto de corazón a todos mi bendición, que de buen grado extiendo a vuestras familias y a todos vuestros seres queridos.
[En checo dijo]
Os saludo cordialmente a vosotros los peregrinos procedentes de la República Checa, llegados aquí en gran número para devolverme la visita que tuve la alegría de realizar en vuestro país el año pasado. Queridos amigos, ¡sed bienvenidos! Conservo un querido y grato recuerdo de aquel agradable viaje mío a vuestra hermosa tierra. Pienso en particular en la deferente cortesía de las distinguidas autoridades; en la calurosa acogida que recibí de los venerados Hermanos en el Episcopado, de los sacerdotes, de las personas consagradas y de todos los fieles, que quisieron expresarme con entusiasmo su fe, en torno al sucesor de Pedro. Me impresionó también la atenta consideración que me reservaron también cuantos, aun estando alejados de la Iglesia, están con todo en búsqueda de valores humanos espirituales auténticos, de los que la misma comunidad católica quiere ser testigo gozoso. Rezo para que el Señor haga fructificar las gracias de aquel viaje, y auguro que el pueblo cristiano de la República Checa prosiga, con renovado empuje, dando por todas partes un valiente testimonio evangélico. A todos os imparto de corazón una especial Bendición Apostólica, extensible a vuestras familias y a toda vuestra patria.
[Posteriormente, en el Aula Pablo VI]
¡Queridos hermanos y hermanas!
Hoy quisiera recordar con vosotros el Viaje Apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona, que tuve la alegría de realizar el sábado y el domingo pasados. Me dirigí allí para confirmar en la fe a mis hermanos (cfr Lc 22,32); lo hice como testigo de Cristo resucitado, como sembrador de la esperanza que no desilusiona y no engaña, porque tiene su origen en el amor infinito de Dios por todos los hombres.
La primera etapa fue Santiago. Desde la ceremonia de bienvenida, pude experimentar el afecto que las gentes de España nutren hacia el Sucesor de Pedro. Fui acogido verdaderamente con gran entusiasmo y calor. En este Año Santo Compostelano, he querido hacerme peregrino junto con cuantos, numerosísimos, se han dirigido a ese célebre Santuario. Pude visitar la "Casa del Apóstol Santiago el Mayor", el cual sigue repitiendo, a quien llega allí necesitado de gracia, que en Cristo, Dios vino al mundo para reconciliarlo consigo, no imputando a los hombres sus culpas.
En la imponente catedral de Compostela, dando, con emoción, el tradicional abrazo al Santo, pensaba en cómo este gesto de acogida y amistad es también un modo de expresar la adhesión a su palabra y la participación en su misión. Un signo fuerte de la voluntad de conformarse al mensaje apostólico, el cual por un lado, nos compromete a ser fieles custodios de la Buena Noticia que los Apóstoles transmitieron, sin ceder a la tentación de alterarla, disminuirla o plegarla a otros intereses, y por otro, nos transforma a cada uno de nosotros en anunciadores incansables de la fe en Cristo, con la palabra y el testimonio de la vida en todos los campos de la sociedad.
Viendo el número de peregrinos presentes en la Santa Misa solemne que tuve la gran alegría de presidir en Santiago, meditaba que lo que empuja a tanta gente a dejar las ocupaciones cotidianas y emprender el camino penitencial hacia Compostela, un camino a veces largo y fatigoso: es el deseo de llegar a la luz de Cristo, a quien anhelan en lo profundo de su corazón, aunque a menudo no sepan expresarlo bien con las palabras. En los momentos de extravío, de búsqueda, de dificultad, como también en la aspiración a reforzar la fe y a vivir de una forma más coherente, los peregrinos en Compostela emprenden un profundo itinerario de conversión a Cristo, que asumió en sí la debilidad, el pecado de la humanidad, las miserias del mundo, llevándolas donde el mal ya no tiene poder, donde la luz del bien lo ilumina todo. Se trata de un pueblo de caminantes silenciosos, procedentes de cada parte del mundo, que redescubren la antigua tradición medieval y cristiana de la peregrinación, atravesando pueblos y ciudades permeados de catolicismo.
En esa solemne Eucaristía, vivida por tantísimos fieles presentes con intensa participación y devoción, pedí con fervor que cuantos se dirigen en peregrinación a Santiago puedan recibir el don de llegar a ser verdaderos testigos de Cristo, a quien han redescubierto en las encrucijadas de los sugerentes caminos hacia Compostela. Recé también para que los peregrinos, siguiendo las huellas de numerosos santos que en el transcurso de los siglos han hecho el "Camino de Santiago", sigan manteniendo vivo su genuino significado religioso, espiritual y penitencial, sin ceder a la banalidad, a la distracción, a la modas. Ese camino, entretejido de vías que surcan vastas tierras formando una red a través de la Península Ibérica y Europa, fue y sigue siendo lugar de encuentro de hombres y mujeres de las más diversas procedencias, unidos por la búsqueda de la fe y de la verdad sobre sí mismos, y suscita experiencias profundas de compartir, de fraternidad y de solidaridad.
Es precisamente la fe en Cristo la que da sentido a Compostela, un lugar espiritualmente extraordinario, que sigue siendo punto de referencia para la Europa de hoy en sus nuevas configuraciones y perspectivas. Conservar y reforzar la apertura a lo trascendente, así como un diálogo fecundo entre fe y razón, entre política y religión, entre economía y ética, permitirá construir una Europa que, fiel a sus imprescindibles raíces cristianas, pueda responder plenamente a su propia vocación y misión en el mundo. Por ello, seguro de las inmensas posibilidades del continente europeo y confiado en un futuro de esperanza para él, invité a Europa a abrirse cada vez más a Dios, favoreciendo así las perspectivas de un auténtico encuentro, respetuoso y solidario, con las poblaciones y las civilizaciones de los demás Continentes.
El domingo, después, tuve la alegría verdaderamente grande de presidir, en Barcelona, la Dedicación de la iglesia de la Sagrada Familia, que declaré Basílica Menor. Al contemplar la grandiosidad y la belleza de ese edificio, que invita a elevar la mirada y el alma hacia lo Alto, hacia Dios, recordaba las grandes construcciones religiosas, como las catedrales del Medioevo, que marcaron profundamente la historia y la fisionomía de las principales ciudades de Europa. Esa obra espléndida opera – riquísima en simbología religiosa, preciosa en el entretejido de las formas, fascinante en el juego de luces y colores – casi una inmensa escultura en piedra, fruto de la profunda fe, de la sensibilidad espiritual y del talento artístico de Antoni Gaudí, remite al verdadero santuario, el lugar del culto real, el Cielo, donde Cristo entró para aparecer ante Dios en nuestro favor (cfr Hb 9,24). El genial arquitecto, en ese magnífico templo, supo representar admirablemente el misterio de la Iglesia, a la que los fieles son incorporados con el Bautismo como piedras vivas para la construcción de un edificio espiritual (cfr1Pe 2,5).
La iglesia de la Sagrada Familia fe concebida y proyectada por Gaudí como una gran catequesis sobre Jesucristo, como un cántico de alabanza al Creador. En ese edificio tan imponente, él puso su propia genialidad al servicio de lo bello. De hecho, la extraordinaria capacidad expresiva y simbólica de las formas y de los motivos artísticos, como también las innovadoras técnicas arquitectónicas y esculturales, evocan la Fuente suprema de toda belleza. El famoso arquitecto consideró este trabajo como una misión en la que estaba implicada toda su persona. Desde el momento en que aceptó el encargo de construcción de esa iglesia, su vida fue marcada por un cambio profundo. Emprendió así una intensa práctica de oración, ayuno y pobreza, advirtiendo la necesidad de prepararse espiritualmente para lograr expresar en la realidad material el misterio insondable de Dios. Se puede decir que, mientras Gaudí trabajaba en la construcción del templo, Dios construía en él el edificio espiritual (cfr Ef 2,22), reforzándolo en la fe y acercándolo cada vez más a la intimidad de Cristo. Inspirándose continuamente en la naturaleza, obra del Creador, y dedicándose con pasión a conocer la Sagrada Escritura y la liturgia, supo realizar en el corazón de la Ciudad un edificio digno de Dios y, por ello mismo, digno del hombre.
En Barcelona, visité también la Obra del "Nen Déu", una iniciativa ultracentenaria, muy ligada a esa archidiócesis, donde se cuida, con profesionalidad y amor, a niños y jóvenes discapacitados. Sus vidas son preciosas a los ojos de Dios y nos invitan constantemente a salir de nuestro egoísmo. En esa casa, fui partícipe de la alegría y de la caridad profunda e incondicionada de las Hermanas Franciscanas de los Sagrados Corazones, del generoso trabajo de médicos, educadores y de tantos otros profesionales y voluntarios, que trabajan con dedicación encomiable en esa Institución. También bendije la primera piedra de una nueva Residencia que formará parte de esta Obra, donde todo habla de caridad, de respeto de la persona y de su dignidad, de alegría profunda, porque el ser humano vale por lo que es, y no solo por lo que hace.
Mientras estaba en Barcelona, recé intensamente por las familias, células vitales y esperanza de la sociedad y de la Iglesia. Recordé también a aquellos que sufren, en particular en estos momentos de serias dificultades económicas. Tuve presente, al mismo tiempo, a los jóvenes – que me acompañaron en toda la visita a Santiago y Barcelona con su entusiasmo y su alegría – para que descubran la belleza, el valor y el compromiso del Matrimonio, en el que un hombre y una mujer forman una familia, que con generosidad acoge la vida y la acompaña desde su concepción hasta su término natural. Todo lo que se haga para apoyar el matrimonio y la familia, para ayudar a las personas más necesitadas, todo lo que acrecienta la grandeza del hombre y su dignidad inviolable, contribuye al perfeccionamiento de la sociedad. Ningún esfuerzo es vano en este sentido.
Queridos amigos, doy gracias a Dios por las jornadas intensas que he transcurrido en Santiago de Compostela y en Barcelona. Renuevo mi agradecimiento al Rey y a la Reina de España, a los Príncipes de Asturias y a todas las Autoridades. Dirijo una vez más mi pensamiento con reconocimiento y afecto a los queridos hermanos arzobispos de esas dos Iglesias particulares y a sus colaboradores, como también a cuantos se han prodigado generosamente para que mi visita a esas dos maravillosas ciudades fuese fructífera. ¡Han sido días inolvidables, que quedarán impresos en mi corazón! En particular, las dos Celebraciones eucarísticas, cuidadosamente preparadas e intensamente vividas por todos los fieles, también a través de los cantos, tomados tanto de la gran tradición de la Iglesia, como de la genialidad de autores modernos, fueron momentos de verdadera alegría interior. Que Dios recompense a todos, como sólo Él sabe hacer; que la Santísima Madre de Dios y el Apóstol Santiago sigan acompañando con su protección su camino. El año que viene, si Dios quiere, me dirigiré de nuevo a España, a Madrid, para la Jornada Mundial de la Juventud. Confío desde ahora a vuestra oración esta iniciativa providencial para que sea ocasión de crecimiento en la fe para tantos jóvenes.
[En español dijo]
Saludo a los peregrinos de lengua española, invitándolos a dar gracias a Dios por el Viaje Apostólico a Santiago de Compostela y Barcelona. Conservo un inolvidable recuerdo de la amabilidad con la que me acogieron en Compostela Sus Altezas Reales los Príncipes de Asturias y con la que Sus Majestades los Reyes de España me despidieron en Barcelona. Deseo también agradecer vivamente a las Autoridades y a las Fuerzas de Seguridad todo el trabajo llevado a cabo con eficacia para que mi estancia en esos lugares se desarrollara felizmente. Reitero mi afectuoso agradecimiento a los Arzobispos de esas dos Iglesias particulares, así como a quienes numerosos me han acompañado con suma cordialidad en los actos celebrados en esas dos emblemáticas ciudades. Pido al Señor que bendiga copiosamente a los Pastores y fieles de esas nobles tierras, para que aviven su fe y la transmitan con valentía, siendo cristianos como ciudadanos y ciudadanos como cristianos. Volveré a España para la celebración de la Jornada Mundial de la Juventud. De nuevo, muchas gracias a todos los españoles.
[En italiano dijo]
Mi pensamiento se dirige ahora a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. En la liturgia de ayer celebramos la fiesta de la Dedicación de la Basílica de San Juan de Letrán, caput et mater omnium ecclesiarum. Junto con ella recordamos también las iglesias en las que se reúnen vuestras comunidades y también aquellas que esperan aún ser construidas en Roma y en el mundo. Queridos jóvenes, enfermos y esposos cristianos, os exhorto a colaborar con todo el pueblo d Dios y con todos los hombres de buena voluntad a realizar la Casa del Señor. Sed siempre “piedras vivas” del edificio espiritual que es la Iglesia, caminando juntos en el servicio al Evangelio, en el ofrecimiento de la oración y en la participación en la caridad.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: Una santa actual, Margarita d'Oingt Audiencia del miercoles 3 de noviembre 2010
Queridos hermanos y hermanas
con Margarita d'Oingt, de la que quisiera hablaros hoy, nos introducimos en la espiritualidad cartujana, que se inspira en la síntesis evangélica vivida y propuesta por san Bruno. No conocemos su fecha de nacimiento, aunque alguno la coloca en torno a 1240. Margarita proviene de una poderosa familia de nobleza antigua del Lyonnais, los Oingt. Sabemos que la madre se llamaba también Margarita, que tenía dos hermanos – Guiscardo y Luis – y tres hermanas: Catalina, Isabel e Inés. Esta última la seguirá al monasterio, en la Cartuja, sucediéndole después como priora.
No tenemos noticias sobre su infancia, pero por sus escritos podemos intuir que transcurrió tranquila, en un ambiente familiar afectuoso. De hecho, para expresar el amor sin límites de Dios, ella valora mucho imágenes ligadas a la familia, con particular referencia a las figuras del padre y de la madre. En una meditación suya reza así: “Muy dulce Señor, cuando pienso en las especiales gracias que me has hecho por tu solicitud: ante todo, cómo me custodiaste desde mi infancia y cómo me sustrajiste del peligro y me llamaste a dedicarme a tu santo servicio, y como proveíste en todas las cosas que me eran necesarias para comer, beber, vestir y calzar, (y lo hiciste) de tal forma que no tuve ocasión de pensar en todas estas cosas sino en tu gran misericordia” (Margherita d’Oingt, Scritti spirituali, Meditazione V, 100, Cinisello Balsamo 1997, p. 74).
Siempre en sus meditaciones, intuimos que entró en la Cartuja de Poleteins en respuesta a la llamada del Señor, dejando todo y aceptando la severa regla cartujana, para ser totalmente del Señor, para estar siempre con Él. Ella escribe: “Dulce Señor, yo dejé a mi padre y a mi madre y a mis hermanos y todas las cosas de este mundo por tu amor; pero esto es poquísimo, porque las riquezas de este mundo no son sino espinas que pinchan; y cuantas más se poseen más se es infortunado. Y por esto me parece no haber dejado otra cosa que miseria y pobreza; pero tu sabes, dulce Señor, que si yo poseyera mil mundos y pudiese disponer de ellos a mi placer, lo abandonaría todo por amor tuyo; e incluso si tu me dieses todo lo que posees en el cielo y en la tierra, no me consideraría saciada hasta que no te tuviese a ti, porque tu eres la vida de mi alma, no tengo ni quiero tener padre y madre fuera de ti” (ibid., Meditazione II, 32, p. 59).
También de su vida en la Cartuja tenemos pocos datos. Sabemos que en 1288 se convirtió en su cuarta priora, cargo que mantuvo hasta su muerte, que tuvo lugar el 11 de febrero de 1310. De sus escritos, con todo, no se desprenden giros particulares en su itinerario espiritual. Ella concibe toda la vida como un camino de purificación hasta la configuración plena a Cristo. Él es el libro que se escribe, que incide diariamente en el propio corazón y en la propia vida, en particular su pasión salvadora. En la obra Speculum, Margarita, refiriéndose a sí misma en tercera persona, subraya que por gracia del Señor “había grabado en su corazón la santa vida que Dios Jesucristo llevó en la tierra, sus buenos ejemplos y su buena doctrina. Ella había puesto tan bien al dulce Jesucristo en su corazón que le parecía incluso que éste le estuviese presente y que tuviese un libro cerrado en su mano, para instruirla” (ibid., I, 2-3, p. 81). “En este libro ella encontraba escrita la vida que Jesucristo llevó en la tierra, desde su nacimiento hasta su ascensión al cielo” (ibid., I, 12, p. 83).
Cada día, desde la mañana, Margarita se dedica al estudio de este libro. Y, cuando lo ha mirado bien, comienza a leer el libro en su propia conciencia, que muestra las falsedades y las mentiras de su propia vida (cfr ibid., I, 6-7, p. 82); escribe de sí misma para ayudar a los demás y para fijar más profundamente en su propio corazón la gracia de la presencia de Dios, es decir, para hacer que cada día su existencia esté marcada por la confrontación con las palabras y las acciones de Jesús, con el Libro de la vida de Él. Y esto para que a vida de Cristo sea impresa en su alma de forma estable y profunda, hasta poder ver el Libro en su interior, es decir, hasta contemplar el misterio de Dios Trinidad (cfr ibid., II, 14-22; III, 23-40, p. 84-90).
A través de sus escritos, Margarita nos ofrece algunos resquicios sobre su espiritualidad, permitiéndonos captar algunos rasgos de su personalidad y de sus dotes de gobierno. Es una mujer muy culta; escribe habitualmente en latín, la lengua de los eruditos, pero escribe también en franco-provenzal y también esto es una rareza: sus escritos son, así, los primeros, de los que se tiene memoria, redactados en esta lengua. Vive una existencia rica en experiencias místicas, descritas con sencillez, dejando intuir el inefable misterio de Dios, subrayando los límites de la mente para aprehenderlo y la inadecuación de la lengua humana para expresarlo. Tiene una personalidad lineal, sencilla, abierta, de dulce carga afectiva, de gran equilibrio y agudo discernimiento, capaz de entrar en las profundidades del espíritu humano, de descubrir sus límites, sus ambigüedades, pero también sus aspiraciones, la tensión del alma hacia Dios. Muestra una destacada aptitud para el gobierno, conjugando su profunda vida espiritual mística con el servicio a las hermanas y a la comunidad. En este sentido, es significativo un pasaje de una carta a su padre. Escribe: “Mi dulce padre, os comunico que me encuentro tan ocupada a causa de las necesidades de nuestra casa, que no me es posible aplicar el espíritu en buenos pensamientos; de hecho, tengo tanto que hacer que no sé de qué lado volverme. No hemos recogido trigo en el séptimo mes del año y nuestras viñas han sido destruidas por la tempestad. Además, nuestra iglesia se encuentra en tan malas condiciones que nos vemos obligados a reconstruirla en parte” (ibid., Lettere, III, 14, p. 127).
Una monja cartuja dibuja así la figura de Margarita: “A través de su obra se revela una personalidad fascinante, de inteligencia viva, orientada hacia la especulación y, al mismo tiempo, favorecida por gracias místicas: en una palabra, una mujer santa y sabia que sabe expresar con un cierto humorismo una afectividad del todo espiritual” (Una Monaca Certosina, Certosine, en Dizionario degli Istituti di Perfezione, Roma 1975, col. 777). En el dinamismo de la vida mística, Margarita valora la experiencia de los afectos naturales, purificados por la gracia, como medio privilegiado para comprender más profundamente y secundar con más prontitud y ardor la acción divina. L motivo reside en el hecho de que la persona humana es creada a imagen de Dios, y por ello es llamada a construir con Dios una maravillosa historia de amor, dejándose implicar totalmente por su iniciativa.
El Dios Trinidad, el Dios amor que se revela en Cristo le fascina, y Margarita vive una relación de amor profundo hacia el Señor y, por contraste, ve la ingratitud humana hasta la vileza, hasta la paradoja de la cruz. Ella afirma que la cruz de Cristo es parecida a la mesa del parto. El dolor de Jesús es comparado con el de una madre. Escribe: “La madre que me llevó en el seno sufrió fuertemente, al darme a luz, durante un día o una noche, pero tu, dulcísimo Señor, por mi fuiste atormentado no una noche o un día, sino durante más de treinta años […]; ¡cuán amargamente sufriste por causa mía durante toda la vida! Y cuando llegó el momento del parto, tu trabajo fue tan doloroso que tu santo sudor se convirtió como en gotas de sangre que se derramaban por todo tu cuerpo hasta el suelo” (ibid., Meditazione I, 33, p. 59). Margarita, evocando los relatos de la pasión, contempla estos dolores con profunda compasión. Dice: “Tu fuiste depositado en el duro lecho de la cruz, de forma que no podías moverte o girarte o agitar tus miembros como suele hacer un hombre que sufre un gran dolor, porque fuiste completamente extendido y te fueron clavados los clavos […] y […] fueron lacerados todos tus músculos y tus venas. […] Pero todos estos dolores […] aún no te bastaban, tanto que quisiste que tu costado fuese abierto por la lanza tan cruelmente que tu dócil cuerpo fuese totalmente arado y desgarrado; y tu sangra brotaba con tanta violencia que formaba un largo camino, casi como si fuese una gran corriente”. Refiriéndose a María afirma: “No era de maravillarse que la espada que te deshizo el cuerpo penetrara también en el corazón de tu gloriosa madre que tanto quería sostenerte […] porque tu amor fue superior a todos los demás amores” (ibid., Meditazione II, 36-39.42, p 60s).
Queridos amigos, Margarita d’Oingt nos invita a meditar diariamente la vida de dolor y de amor de Jesús y de su Madre, María. Aquí está nuestra esperanza, el sentido de nuestro existir. De la contemplación del amor de Cristo por nosotros nacen la fuerza y la alegría de responder con el mismo amor, poniendo nuestra vida al servicio de Dios y d los demás. Con Margarita decimos también nosotros: “Dulce Señor, todo lo que realizaste, por amor mío y de todo el género humano, me lleva a amarte, pero el recuerdo de tu santísima pasión da un vigor sin igual a mi potencia de afecto para amarte. Por eso me parece […] haber encontrado lo que tanto he deseado: no amar otra cosa que a ti o en ti o por amor a ti” (ibid., Meditazione II, 46, p. 62).
A primera vista esta figura de cartuja medieval, como toda su vida, su pensamiento, parecen muy lejanos de nosotros, de nuestra vida, de nuestra forma de pensar y actuar. Pero se miramos a lo esencial de esta vida, vemos que nos afecta también a nosotros y que debería ser esencial también en nuestra propia existencia.
Hemos escuchado que Margarita consideró al Señor como un libro, fijó la mirada en el Señor, lo consideró como un espejo en el que aparece también su propia conciencia. Y de este espejo entró luz en su alma: dejó entrar a la palabra, la vida de Cristo en su propio ser y así fue transformada; su conciencia fue iluminada, encontró criterios, luz y fue limpiada. Precisamente de esto necesitamos también nosotros: dejar entrar las palabras, la vida, la luz de Cristo en nuestra conciencia para que sea iluminada, comprenda lo que es verdadero y bueno y lo que está mal; que sea iluminada y limpiada nuestra conciencia. La basura no está sólo en distintas calles del mundo. Hay basura también en nuestras conciencias y en nuestras almas. Sólo la luz del Señor, su fuerza y su amor es el que nos limpia, nos purifica y nos da el camino recto. Por tanto sigamos a santa Margarita en esta mirada hacia Jesús. Leamos en el libro de su vida, dejémonos iluminar y limpiar, para aprender la vida verdadera. Gracias.
[En español dijo]
Saludo a los grupos de lengua española, en particular a los peregrinos de Alcobendas, así como a los demás fieles provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que me acompañéis con vuestra ferviente oración durante el próximo fin de semana, en el que realizaré una visita pastoral a Santiago de Compostela, uniéndome así a los peregrinos que llegan hasta los pies del Apóstol en este Año Santo. Iré también a Barcelona, donde tendré la alegría de dedicar el maravilloso templo de la Sagrada Familia, obra del genial arquitecto Antoni Gaudí. Voy como testigo de Cristo Resucitado, con el deseo de llevar a todos su Palabra, en la que pueden encontrar luz para vivir con dignidad y esperanza para construir un mundo mejor.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
con Margarita d'Oingt, de la que quisiera hablaros hoy, nos introducimos en la espiritualidad cartujana, que se inspira en la síntesis evangélica vivida y propuesta por san Bruno. No conocemos su fecha de nacimiento, aunque alguno la coloca en torno a 1240. Margarita proviene de una poderosa familia de nobleza antigua del Lyonnais, los Oingt. Sabemos que la madre se llamaba también Margarita, que tenía dos hermanos – Guiscardo y Luis – y tres hermanas: Catalina, Isabel e Inés. Esta última la seguirá al monasterio, en la Cartuja, sucediéndole después como priora.
No tenemos noticias sobre su infancia, pero por sus escritos podemos intuir que transcurrió tranquila, en un ambiente familiar afectuoso. De hecho, para expresar el amor sin límites de Dios, ella valora mucho imágenes ligadas a la familia, con particular referencia a las figuras del padre y de la madre. En una meditación suya reza así: “Muy dulce Señor, cuando pienso en las especiales gracias que me has hecho por tu solicitud: ante todo, cómo me custodiaste desde mi infancia y cómo me sustrajiste del peligro y me llamaste a dedicarme a tu santo servicio, y como proveíste en todas las cosas que me eran necesarias para comer, beber, vestir y calzar, (y lo hiciste) de tal forma que no tuve ocasión de pensar en todas estas cosas sino en tu gran misericordia” (Margherita d’Oingt, Scritti spirituali, Meditazione V, 100, Cinisello Balsamo 1997, p. 74).
Siempre en sus meditaciones, intuimos que entró en la Cartuja de Poleteins en respuesta a la llamada del Señor, dejando todo y aceptando la severa regla cartujana, para ser totalmente del Señor, para estar siempre con Él. Ella escribe: “Dulce Señor, yo dejé a mi padre y a mi madre y a mis hermanos y todas las cosas de este mundo por tu amor; pero esto es poquísimo, porque las riquezas de este mundo no son sino espinas que pinchan; y cuantas más se poseen más se es infortunado. Y por esto me parece no haber dejado otra cosa que miseria y pobreza; pero tu sabes, dulce Señor, que si yo poseyera mil mundos y pudiese disponer de ellos a mi placer, lo abandonaría todo por amor tuyo; e incluso si tu me dieses todo lo que posees en el cielo y en la tierra, no me consideraría saciada hasta que no te tuviese a ti, porque tu eres la vida de mi alma, no tengo ni quiero tener padre y madre fuera de ti” (ibid., Meditazione II, 32, p. 59).
También de su vida en la Cartuja tenemos pocos datos. Sabemos que en 1288 se convirtió en su cuarta priora, cargo que mantuvo hasta su muerte, que tuvo lugar el 11 de febrero de 1310. De sus escritos, con todo, no se desprenden giros particulares en su itinerario espiritual. Ella concibe toda la vida como un camino de purificación hasta la configuración plena a Cristo. Él es el libro que se escribe, que incide diariamente en el propio corazón y en la propia vida, en particular su pasión salvadora. En la obra Speculum, Margarita, refiriéndose a sí misma en tercera persona, subraya que por gracia del Señor “había grabado en su corazón la santa vida que Dios Jesucristo llevó en la tierra, sus buenos ejemplos y su buena doctrina. Ella había puesto tan bien al dulce Jesucristo en su corazón que le parecía incluso que éste le estuviese presente y que tuviese un libro cerrado en su mano, para instruirla” (ibid., I, 2-3, p. 81). “En este libro ella encontraba escrita la vida que Jesucristo llevó en la tierra, desde su nacimiento hasta su ascensión al cielo” (ibid., I, 12, p. 83).
Cada día, desde la mañana, Margarita se dedica al estudio de este libro. Y, cuando lo ha mirado bien, comienza a leer el libro en su propia conciencia, que muestra las falsedades y las mentiras de su propia vida (cfr ibid., I, 6-7, p. 82); escribe de sí misma para ayudar a los demás y para fijar más profundamente en su propio corazón la gracia de la presencia de Dios, es decir, para hacer que cada día su existencia esté marcada por la confrontación con las palabras y las acciones de Jesús, con el Libro de la vida de Él. Y esto para que a vida de Cristo sea impresa en su alma de forma estable y profunda, hasta poder ver el Libro en su interior, es decir, hasta contemplar el misterio de Dios Trinidad (cfr ibid., II, 14-22; III, 23-40, p. 84-90).
A través de sus escritos, Margarita nos ofrece algunos resquicios sobre su espiritualidad, permitiéndonos captar algunos rasgos de su personalidad y de sus dotes de gobierno. Es una mujer muy culta; escribe habitualmente en latín, la lengua de los eruditos, pero escribe también en franco-provenzal y también esto es una rareza: sus escritos son, así, los primeros, de los que se tiene memoria, redactados en esta lengua. Vive una existencia rica en experiencias místicas, descritas con sencillez, dejando intuir el inefable misterio de Dios, subrayando los límites de la mente para aprehenderlo y la inadecuación de la lengua humana para expresarlo. Tiene una personalidad lineal, sencilla, abierta, de dulce carga afectiva, de gran equilibrio y agudo discernimiento, capaz de entrar en las profundidades del espíritu humano, de descubrir sus límites, sus ambigüedades, pero también sus aspiraciones, la tensión del alma hacia Dios. Muestra una destacada aptitud para el gobierno, conjugando su profunda vida espiritual mística con el servicio a las hermanas y a la comunidad. En este sentido, es significativo un pasaje de una carta a su padre. Escribe: “Mi dulce padre, os comunico que me encuentro tan ocupada a causa de las necesidades de nuestra casa, que no me es posible aplicar el espíritu en buenos pensamientos; de hecho, tengo tanto que hacer que no sé de qué lado volverme. No hemos recogido trigo en el séptimo mes del año y nuestras viñas han sido destruidas por la tempestad. Además, nuestra iglesia se encuentra en tan malas condiciones que nos vemos obligados a reconstruirla en parte” (ibid., Lettere, III, 14, p. 127).
Una monja cartuja dibuja así la figura de Margarita: “A través de su obra se revela una personalidad fascinante, de inteligencia viva, orientada hacia la especulación y, al mismo tiempo, favorecida por gracias místicas: en una palabra, una mujer santa y sabia que sabe expresar con un cierto humorismo una afectividad del todo espiritual” (Una Monaca Certosina, Certosine, en Dizionario degli Istituti di Perfezione, Roma 1975, col. 777). En el dinamismo de la vida mística, Margarita valora la experiencia de los afectos naturales, purificados por la gracia, como medio privilegiado para comprender más profundamente y secundar con más prontitud y ardor la acción divina. L motivo reside en el hecho de que la persona humana es creada a imagen de Dios, y por ello es llamada a construir con Dios una maravillosa historia de amor, dejándose implicar totalmente por su iniciativa.
El Dios Trinidad, el Dios amor que se revela en Cristo le fascina, y Margarita vive una relación de amor profundo hacia el Señor y, por contraste, ve la ingratitud humana hasta la vileza, hasta la paradoja de la cruz. Ella afirma que la cruz de Cristo es parecida a la mesa del parto. El dolor de Jesús es comparado con el de una madre. Escribe: “La madre que me llevó en el seno sufrió fuertemente, al darme a luz, durante un día o una noche, pero tu, dulcísimo Señor, por mi fuiste atormentado no una noche o un día, sino durante más de treinta años […]; ¡cuán amargamente sufriste por causa mía durante toda la vida! Y cuando llegó el momento del parto, tu trabajo fue tan doloroso que tu santo sudor se convirtió como en gotas de sangre que se derramaban por todo tu cuerpo hasta el suelo” (ibid., Meditazione I, 33, p. 59). Margarita, evocando los relatos de la pasión, contempla estos dolores con profunda compasión. Dice: “Tu fuiste depositado en el duro lecho de la cruz, de forma que no podías moverte o girarte o agitar tus miembros como suele hacer un hombre que sufre un gran dolor, porque fuiste completamente extendido y te fueron clavados los clavos […] y […] fueron lacerados todos tus músculos y tus venas. […] Pero todos estos dolores […] aún no te bastaban, tanto que quisiste que tu costado fuese abierto por la lanza tan cruelmente que tu dócil cuerpo fuese totalmente arado y desgarrado; y tu sangra brotaba con tanta violencia que formaba un largo camino, casi como si fuese una gran corriente”. Refiriéndose a María afirma: “No era de maravillarse que la espada que te deshizo el cuerpo penetrara también en el corazón de tu gloriosa madre que tanto quería sostenerte […] porque tu amor fue superior a todos los demás amores” (ibid., Meditazione II, 36-39.42, p 60s).
Queridos amigos, Margarita d’Oingt nos invita a meditar diariamente la vida de dolor y de amor de Jesús y de su Madre, María. Aquí está nuestra esperanza, el sentido de nuestro existir. De la contemplación del amor de Cristo por nosotros nacen la fuerza y la alegría de responder con el mismo amor, poniendo nuestra vida al servicio de Dios y d los demás. Con Margarita decimos también nosotros: “Dulce Señor, todo lo que realizaste, por amor mío y de todo el género humano, me lleva a amarte, pero el recuerdo de tu santísima pasión da un vigor sin igual a mi potencia de afecto para amarte. Por eso me parece […] haber encontrado lo que tanto he deseado: no amar otra cosa que a ti o en ti o por amor a ti” (ibid., Meditazione II, 46, p. 62).
A primera vista esta figura de cartuja medieval, como toda su vida, su pensamiento, parecen muy lejanos de nosotros, de nuestra vida, de nuestra forma de pensar y actuar. Pero se miramos a lo esencial de esta vida, vemos que nos afecta también a nosotros y que debería ser esencial también en nuestra propia existencia.
Hemos escuchado que Margarita consideró al Señor como un libro, fijó la mirada en el Señor, lo consideró como un espejo en el que aparece también su propia conciencia. Y de este espejo entró luz en su alma: dejó entrar a la palabra, la vida de Cristo en su propio ser y así fue transformada; su conciencia fue iluminada, encontró criterios, luz y fue limpiada. Precisamente de esto necesitamos también nosotros: dejar entrar las palabras, la vida, la luz de Cristo en nuestra conciencia para que sea iluminada, comprenda lo que es verdadero y bueno y lo que está mal; que sea iluminada y limpiada nuestra conciencia. La basura no está sólo en distintas calles del mundo. Hay basura también en nuestras conciencias y en nuestras almas. Sólo la luz del Señor, su fuerza y su amor es el que nos limpia, nos purifica y nos da el camino recto. Por tanto sigamos a santa Margarita en esta mirada hacia Jesús. Leamos en el libro de su vida, dejémonos iluminar y limpiar, para aprender la vida verdadera. Gracias.
[En español dijo]
Saludo a los grupos de lengua española, en particular a los peregrinos de Alcobendas, así como a los demás fieles provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Os invito a que me acompañéis con vuestra ferviente oración durante el próximo fin de semana, en el que realizaré una visita pastoral a Santiago de Compostela, uniéndome así a los peregrinos que llegan hasta los pies del Apóstol en este Año Santo. Iré también a Barcelona, donde tendré la alegría de dedicar el maravilloso templo de la Sagrada Familia, obra del genial arquitecto Antoni Gaudí. Voy como testigo de Cristo Resucitado, con el deseo de llevar a todos su Palabra, en la que pueden encontrar luz para vivir con dignidad y esperanza para construir un mundo mejor.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
©Libreria Editrice Vaticana]
Benedicto XVI: santa Brígida de Suecia, copatrona de Europa Audiencia del 27 de octubre 2010
Queridos hermanos y hermanas,
en la ferviente vigilia del Gran Jubileo del Año 2000, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II proclamó a santa Brígida de Suecia copatrona de toda Europa. Esta mañana quisiera presentar su figura, su mensaje, y las razones por las que esta santa mujer tiene mucho que enseñar – aún hoy – a la Iglesia y al mundo.
Conocemos bien los acontecimientos de la vida de santa Brígida, porque sus padres espirituales redactaron su biografía para promover su proceso de canonización inmediatamente después de su muerte, que tuvo lugar en 1373. Brígida había nacido setenta años antes, en 1303, en Finster, en Suecia, una nación del Norte de Europa que desde hacía tres siglos había acogido la fe cristiana con el mismo entusiasmo con el que la Santa la había recibido de sus padres, personas muy piadosas, pertenecientes a familias nobles cercanas a la Casa reinante.
Podemos distinguir dos periodos en la vida de esta Santa.
El primero se caracterizó por su condición de mujer felizmente casada. Su marido se llamaba Ulf y era gobernador de un importante distrito del reino de Suecia. El matrimonio duró veintiocho años, hasta la muerte de Ulf. Nacieron ocho hijos, de los que la segunda, Karin (Catalina), es venerada como santa. Esto es un signo elocuente del compromiso educativo de Brígida respecto de sus propios hijos. Por lo demás, su sabiduría pedagógica era apreciada hasta tal punto que el rey de Suecia, Magnus, la llamó a la corte por un cierto tiempo, con el fin de introducir a su joven esposa, Blanca de Namur, en la cultura sueca.
Brígida, espiritualmente guiada por un docto religioso que la inició en el estudio de las Escrituras, ejerció una influencia muy positiva en su propia familia que, gracias a su presencia, se convirtió en una verdadera “iglesia doméstica”. Junto con su marido, adoptó la Regla de los Terciarios franciscanos. Practicaba con generosidad obras de caridad hacia los indigentes; fundó también un hospital. Junto a su esposa, Ulf aprendió a mejorar su carácter y a progresar en la vida cristiana. A la vuelta de una larga peregrinación a Santiago de Compostela, efectuado en 1341 junto a otros miembros de la familia, los esposos maduraron el proyecto de vivir en continencia; pero poco después, en la paz de un monasterio en el que se había retirado, Ulf concluyó su vida terrena.
Este primer periodo de la vida de Brígida nos ayuda a apreciar la que hoy podríamos definir una auténtica “espiritualidad conyugal”: juntos, los esposos cristianos pueden recorrer un camino de santidad, sostenidos por la gracia del Sacramento del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió en la vida de santa Brígida y de Ulf, es la mujer la que con su sensibilidad religiosa, con la delicadeza y la dulzura consigue hacer recorrer al marido un camino de fe. Pienso con reconocimiento en tantas mujeres que, día a día, aún hoy iluminan a sus propias familias con su testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu del Señor pueda suscitar también hoy la santidad de los esposos cristianos, para mostrar al mundo la belleza del matrimonio vivido según los valores del Evangelio: el amor, la ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en engendrar y educar hijos, la apertura y la solidaridad hacia el mundo, la participación en la vida de la Iglesia.
Cuando Brígida se quedó viuda, comenzó el segundo periodo de su vida. Renunció a otro matrimonio para profundizar en la unión con el Señor a través de la oración, la penitencia y las obras de caridad. También las viudas cristianas, por tanto, pueden encontrar en esta Santa un modelo a seguir. En efecto, Brígida, a la muerte de su marido, tras haber distribuido sus propios bienes a los pobres, aún sin acceder nunca a la consagración religiosa, se estableció en el monasterio cisterciense de Alvastra. Aquí tuvieron inicio las revelaciones divinas, que la acompañaron todo el resto de su vida. Éstas fueron dictadas por Brígida a sus secretarios-confesores, que las tradujeron del sueco al latín y las recogieron en una edición de ocho libros, titulados Revelationes (Revelaciones). A estos libros se añadió un suplemento, que lleva por título Revelationes extra vagantes (Revelaciones suplementarias).
Las Revelaciones de santa Brígida presentan un contenido y un estilo muy variados. A veces la revelación se presenta bajo forma de diálogos entre las Personas divinas, la Virgen, los santos y también los demonios; diálogos en los que también Brígida interviene. Otras veces, en cambio, se trata de la narración de una visión particular; y en otras se narra lo que la Virgen María le revela sobre la vida y los misterios del Hijo. El valor de las Revelaciones de santa Brígida, a veces objeto de alguna duda, fue precisado por el Venerable Juan Pablo II en la Carta Spes Aedificandi: “Reconociendo la santidad de Brígida – escribe mi amado Predecesor – la Iglesia, aún sin pronunciarse sobre cada una de las revelaciones, acogió la autenticidad conjunta de su experiencia interior” (n. 5).
De hecho, leyendo estas Revelaciones, se nos interpela sobre muchos temas importantes. Por ejemplo, vuelve frecuentemente la descripción, con detalles muy realistas, de la Pasión de Cristo, hacia la cual Brígida tuvo siempre una devoción privilegiada, contemplando en ella el amor infinito de Dios por los hombres. En la boca del Señor que le habla, ella pone con audacia estas conmovedoras palabras: “Oh, amigos míos, yo amo tan tiernamente a mis ovejas que, si fuese posible, quisiera morir muchas otras veces, por cada una de ellas, de la misma muerte que sufrí por la redención de todas” (Revelationes, Libro I, c. 59). También la dolorosa maternidad de María, que la hizo Mediadora y Madre de misericordia, es un argumento que se repite a menudo en las Revelaciones.
Recibiendo estos carismas, Brígida era consciente de ser destinataria de un don de gran predilección por parte del Señor: “Hija mía – leemos en el primer libro de las Revelaciones – Yo te he elegido para mí, ámame con todo tu corazón... más que todo lo que existe en el mundo” (c. 1). Por lo demás, Brígida sabía bien, y estaba firmemente convencida de ello, que todo carisma está destinado a edificar la Iglesia. Precisamente por ese motivo, no pocas de sus revelaciones estaban dirigidas, en forma de advertencias incluso severas, a los creyentes de su tiempo, incluyendo las Autoridades religiosas y políticas, para que viviesen coherentemente su vida cristiana; pero hacía esto con una actitud de respeto y de fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del Apóstol Pedro.
En 1349 Brígida dejó para siempre Suecia y se dirigió en peregrinación a Roma. No sólo quería tomar parte en el Jubileo de 1350, sino que deseaba también obtener del Papa la aprobación de la Regla de una orden religiosa que quería fundar, dedicada al Santo Salvador, y compuesta por monjes y monjas bajo la autoridad de la abadesa. Este es un elemento que no debe sorprendernos: en la Edad Media existían fundaciones monásticas con na rama masculina y una rama femenina, pero con la práctica de la misma regla monástica, que preveía la dirección de la Abadesa. De hecho, en la gran tradición cristiana, a la mujer se le reconoce una dignidad propia y – a ejemplo de María, Reina de los Apóstoles – un lugar propio en la Iglesia, que, sin coincidir con el sacerdocio ordenado, es también importante para el crecimiento espiritual de la Comunidad. Además, la colaboración de consagrados y consagradas, siempre en el respeto de su vocación específica, reviste una gran importancia en el mundo de hoy.
En Roma, en compañía de su hija Karin, Brígida se dedicó a una vida de intenso apostolado y de oración. Y desde Roma se fue en peregrinación a varios santuarios italianos, en particular a Asís, patria de san Francisco, hacia el cual Brígida sintió siempre gran devoción. Finalmente, en 1371, coronó su más grande deseo: el viaje a Tierra Santa, a donde se dirigió en compañía de sus hijos espirituales, un grupo al que Brígida llamaba “los amigos de Dios”.
Durante esos años, los pontífices se encontraban en Aviñón, lejos de Roma: Brígida se dirigió encarecidamente a ellos, para que volviesen a la sede de Pedro, en la Ciudad Eterna.
Murió en 1373, antes de que el Papa Gregorio XI volviese definitivamente a Roma. Fue sepultada provisionalmente en la iglesia romana de San Lorenzo en Panisperna, pero en 1374 sus hijos Birger y Karin la volvieron a llevar a su patria, al monasterio de Vadstena, sede de la Orden religiosa fundada por santa Brígida, que conoció en seguida una notable expansión. En 1391 el Papa Bonifacio IX la canonizó solemnemente.
La santidad de Brígida, caracterizada por la multiplicidad de los dones y de las experiencias que he querido recordar en este breve perfil biográfico-espiritual, la hace una figura eminente en la historia de Europa. Procedente de Escandinavia, santa Brígida atestigua cómo el cristianismo había permeado profundamente la vida de todos los pueblos de este Continente. Declarándola copatrona de Europa, el Papa Juan Pablo II auguró que santa Brígida – vivida en el siglo XIV, cuando la cristiandad occidental aún no había sido herida por la división – pueda interceder eficazmente ante Dios, para obtener la gracia tan esperada de la plena unidad de todos los cristianos. Por esta misma intención, que consideramos tan importante, y para que Europa sepa siempre alimentarse de sus propias raíces cristianas, queremos rezar, queridos hermanos y hermanas, invocando la poderosa intercesión de santa Brígida de Suecia, fiel discípula de Dios, copatrona de Europa.
[En español]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a las Religiosas Carmelitas Misioneras Teresianas; a los miembros de la Cofradía de Nuestra Señora de la Cabeza, de Andújar; al grupo de la parroquia de Nuestra Señora del Rescate, de Ujarrás, en Costa Rica, así como a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a llevar una intensa vida de oración, a ejemplo de Santa Brígida de Suecia, copatrona de Europa. Muchas gracias.
[Llamamiento]
En las últimas horas, un nuevo y terrible tsunami se ha abatido sobre las costas de Indonesia, afectada también por una erupción volcánica, provocando numerosos muertos y desaparecidos. A los familiares de las víctimas expreso la más viva condolencia por la pérdida de sus seres queridos y a toda la población indonesia aseguro mi cercanía y mi oración.
Estoy, además, cercano a la querida población de Benin, afectada por continuas inundaciones, que han dejado a muchas personas sin techo y en precarias situaciones higiénico-sanitarias. Sobre las víctimas y sobre toda la nación invoco la bendición y el consuelo del Señor.
A la comunidad internacional pido que se prodigue en proporcionar la necesaria ayuda y para aliviar las penas de cuantos sufren por estas devastaciones.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]
en la ferviente vigilia del Gran Jubileo del Año 2000, el Venerable Siervo de Dios Juan Pablo II proclamó a santa Brígida de Suecia copatrona de toda Europa. Esta mañana quisiera presentar su figura, su mensaje, y las razones por las que esta santa mujer tiene mucho que enseñar – aún hoy – a la Iglesia y al mundo.
Conocemos bien los acontecimientos de la vida de santa Brígida, porque sus padres espirituales redactaron su biografía para promover su proceso de canonización inmediatamente después de su muerte, que tuvo lugar en 1373. Brígida había nacido setenta años antes, en 1303, en Finster, en Suecia, una nación del Norte de Europa que desde hacía tres siglos había acogido la fe cristiana con el mismo entusiasmo con el que la Santa la había recibido de sus padres, personas muy piadosas, pertenecientes a familias nobles cercanas a la Casa reinante.
Podemos distinguir dos periodos en la vida de esta Santa.
El primero se caracterizó por su condición de mujer felizmente casada. Su marido se llamaba Ulf y era gobernador de un importante distrito del reino de Suecia. El matrimonio duró veintiocho años, hasta la muerte de Ulf. Nacieron ocho hijos, de los que la segunda, Karin (Catalina), es venerada como santa. Esto es un signo elocuente del compromiso educativo de Brígida respecto de sus propios hijos. Por lo demás, su sabiduría pedagógica era apreciada hasta tal punto que el rey de Suecia, Magnus, la llamó a la corte por un cierto tiempo, con el fin de introducir a su joven esposa, Blanca de Namur, en la cultura sueca.
Brígida, espiritualmente guiada por un docto religioso que la inició en el estudio de las Escrituras, ejerció una influencia muy positiva en su propia familia que, gracias a su presencia, se convirtió en una verdadera “iglesia doméstica”. Junto con su marido, adoptó la Regla de los Terciarios franciscanos. Practicaba con generosidad obras de caridad hacia los indigentes; fundó también un hospital. Junto a su esposa, Ulf aprendió a mejorar su carácter y a progresar en la vida cristiana. A la vuelta de una larga peregrinación a Santiago de Compostela, efectuado en 1341 junto a otros miembros de la familia, los esposos maduraron el proyecto de vivir en continencia; pero poco después, en la paz de un monasterio en el que se había retirado, Ulf concluyó su vida terrena.
Este primer periodo de la vida de Brígida nos ayuda a apreciar la que hoy podríamos definir una auténtica “espiritualidad conyugal”: juntos, los esposos cristianos pueden recorrer un camino de santidad, sostenidos por la gracia del Sacramento del Matrimonio. No pocas veces, precisamente como sucedió en la vida de santa Brígida y de Ulf, es la mujer la que con su sensibilidad religiosa, con la delicadeza y la dulzura consigue hacer recorrer al marido un camino de fe. Pienso con reconocimiento en tantas mujeres que, día a día, aún hoy iluminan a sus propias familias con su testimonio de vida cristiana. Que el Espíritu del Señor pueda suscitar también hoy la santidad de los esposos cristianos, para mostrar al mundo la belleza del matrimonio vivido según los valores del Evangelio: el amor, la ternura, la ayuda recíproca, la fecundidad en engendrar y educar hijos, la apertura y la solidaridad hacia el mundo, la participación en la vida de la Iglesia.
Cuando Brígida se quedó viuda, comenzó el segundo periodo de su vida. Renunció a otro matrimonio para profundizar en la unión con el Señor a través de la oración, la penitencia y las obras de caridad. También las viudas cristianas, por tanto, pueden encontrar en esta Santa un modelo a seguir. En efecto, Brígida, a la muerte de su marido, tras haber distribuido sus propios bienes a los pobres, aún sin acceder nunca a la consagración religiosa, se estableció en el monasterio cisterciense de Alvastra. Aquí tuvieron inicio las revelaciones divinas, que la acompañaron todo el resto de su vida. Éstas fueron dictadas por Brígida a sus secretarios-confesores, que las tradujeron del sueco al latín y las recogieron en una edición de ocho libros, titulados Revelationes (Revelaciones). A estos libros se añadió un suplemento, que lleva por título Revelationes extra vagantes (Revelaciones suplementarias).
Las Revelaciones de santa Brígida presentan un contenido y un estilo muy variados. A veces la revelación se presenta bajo forma de diálogos entre las Personas divinas, la Virgen, los santos y también los demonios; diálogos en los que también Brígida interviene. Otras veces, en cambio, se trata de la narración de una visión particular; y en otras se narra lo que la Virgen María le revela sobre la vida y los misterios del Hijo. El valor de las Revelaciones de santa Brígida, a veces objeto de alguna duda, fue precisado por el Venerable Juan Pablo II en la Carta Spes Aedificandi: “Reconociendo la santidad de Brígida – escribe mi amado Predecesor – la Iglesia, aún sin pronunciarse sobre cada una de las revelaciones, acogió la autenticidad conjunta de su experiencia interior” (n. 5).
De hecho, leyendo estas Revelaciones, se nos interpela sobre muchos temas importantes. Por ejemplo, vuelve frecuentemente la descripción, con detalles muy realistas, de la Pasión de Cristo, hacia la cual Brígida tuvo siempre una devoción privilegiada, contemplando en ella el amor infinito de Dios por los hombres. En la boca del Señor que le habla, ella pone con audacia estas conmovedoras palabras: “Oh, amigos míos, yo amo tan tiernamente a mis ovejas que, si fuese posible, quisiera morir muchas otras veces, por cada una de ellas, de la misma muerte que sufrí por la redención de todas” (Revelationes, Libro I, c. 59). También la dolorosa maternidad de María, que la hizo Mediadora y Madre de misericordia, es un argumento que se repite a menudo en las Revelaciones.
Recibiendo estos carismas, Brígida era consciente de ser destinataria de un don de gran predilección por parte del Señor: “Hija mía – leemos en el primer libro de las Revelaciones – Yo te he elegido para mí, ámame con todo tu corazón... más que todo lo que existe en el mundo” (c. 1). Por lo demás, Brígida sabía bien, y estaba firmemente convencida de ello, que todo carisma está destinado a edificar la Iglesia. Precisamente por ese motivo, no pocas de sus revelaciones estaban dirigidas, en forma de advertencias incluso severas, a los creyentes de su tiempo, incluyendo las Autoridades religiosas y políticas, para que viviesen coherentemente su vida cristiana; pero hacía esto con una actitud de respeto y de fidelidad plena al Magisterio de la Iglesia, en particular al Sucesor del Apóstol Pedro.
En 1349 Brígida dejó para siempre Suecia y se dirigió en peregrinación a Roma. No sólo quería tomar parte en el Jubileo de 1350, sino que deseaba también obtener del Papa la aprobación de la Regla de una orden religiosa que quería fundar, dedicada al Santo Salvador, y compuesta por monjes y monjas bajo la autoridad de la abadesa. Este es un elemento que no debe sorprendernos: en la Edad Media existían fundaciones monásticas con na rama masculina y una rama femenina, pero con la práctica de la misma regla monástica, que preveía la dirección de la Abadesa. De hecho, en la gran tradición cristiana, a la mujer se le reconoce una dignidad propia y – a ejemplo de María, Reina de los Apóstoles – un lugar propio en la Iglesia, que, sin coincidir con el sacerdocio ordenado, es también importante para el crecimiento espiritual de la Comunidad. Además, la colaboración de consagrados y consagradas, siempre en el respeto de su vocación específica, reviste una gran importancia en el mundo de hoy.
En Roma, en compañía de su hija Karin, Brígida se dedicó a una vida de intenso apostolado y de oración. Y desde Roma se fue en peregrinación a varios santuarios italianos, en particular a Asís, patria de san Francisco, hacia el cual Brígida sintió siempre gran devoción. Finalmente, en 1371, coronó su más grande deseo: el viaje a Tierra Santa, a donde se dirigió en compañía de sus hijos espirituales, un grupo al que Brígida llamaba “los amigos de Dios”.
Durante esos años, los pontífices se encontraban en Aviñón, lejos de Roma: Brígida se dirigió encarecidamente a ellos, para que volviesen a la sede de Pedro, en la Ciudad Eterna.
Murió en 1373, antes de que el Papa Gregorio XI volviese definitivamente a Roma. Fue sepultada provisionalmente en la iglesia romana de San Lorenzo en Panisperna, pero en 1374 sus hijos Birger y Karin la volvieron a llevar a su patria, al monasterio de Vadstena, sede de la Orden religiosa fundada por santa Brígida, que conoció en seguida una notable expansión. En 1391 el Papa Bonifacio IX la canonizó solemnemente.
La santidad de Brígida, caracterizada por la multiplicidad de los dones y de las experiencias que he querido recordar en este breve perfil biográfico-espiritual, la hace una figura eminente en la historia de Europa. Procedente de Escandinavia, santa Brígida atestigua cómo el cristianismo había permeado profundamente la vida de todos los pueblos de este Continente. Declarándola copatrona de Europa, el Papa Juan Pablo II auguró que santa Brígida – vivida en el siglo XIV, cuando la cristiandad occidental aún no había sido herida por la división – pueda interceder eficazmente ante Dios, para obtener la gracia tan esperada de la plena unidad de todos los cristianos. Por esta misma intención, que consideramos tan importante, y para que Europa sepa siempre alimentarse de sus propias raíces cristianas, queremos rezar, queridos hermanos y hermanas, invocando la poderosa intercesión de santa Brígida de Suecia, fiel discípula de Dios, copatrona de Europa.
[En español]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a las Religiosas Carmelitas Misioneras Teresianas; a los miembros de la Cofradía de Nuestra Señora de la Cabeza, de Andújar; al grupo de la parroquia de Nuestra Señora del Rescate, de Ujarrás, en Costa Rica, así como a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Invito a todos a llevar una intensa vida de oración, a ejemplo de Santa Brígida de Suecia, copatrona de Europa. Muchas gracias.
[Llamamiento]
En las últimas horas, un nuevo y terrible tsunami se ha abatido sobre las costas de Indonesia, afectada también por una erupción volcánica, provocando numerosos muertos y desaparecidos. A los familiares de las víctimas expreso la más viva condolencia por la pérdida de sus seres queridos y a toda la población indonesia aseguro mi cercanía y mi oración.
Estoy, además, cercano a la querida población de Benin, afectada por continuas inundaciones, que han dejado a muchas personas sin techo y en precarias situaciones higiénico-sanitarias. Sobre las víctimas y sobre toda la nación invoco la bendición y el consuelo del Señor.
A la comunidad internacional pido que se prodigue en proporcionar la necesaria ayuda y para aliviar las penas de cuantos sufren por estas devastaciones.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez]
Benedicto XVI: Isabel de Hungría, la princesa entre los pobres Audiencia para el 20 de octubre 2010
Queridos hermanos y hermanas
hoy quisiera hablaros de una de las mujeres de la Edad Media que suscitó mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, llamada también Isabel de Turingia. Nació en 1207 en Hungría. Los historiadores discuten dónde. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar sus vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merania, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la Corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaba el juego, la música y la danza; recitaba con fidelidad sus oraciones y mostraba atención particular hacia los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.
Su infancia feliz fue bruscamente interrumpida cuando, desde la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. Según las costumbres de aquel tiempo, de hecho, su padre había establecido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a principios del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la gloria aparente se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, a menudo en guerra entre ellos y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de buen grado el noviazgo entre su hijo Ludovico y la princesa húngara. Isabel partió de su patria con una rica dote y un gran séquito, incluyendo sus doncellas personales, dos de las cuales permanecerán amigas fieles hasta el final. Son ellas las que han dejado preciosas informaciones sobre la infancia y sobre la vida de la Santa.
Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el macizo castillo sobre la ciudad. Aquí se celebró el compromiso entre Ludovico e Isabel. En los años sucesivos, mientras Ludovico aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. A pesar del hecho de que el compromiso se hubiese decidido por motivos políticos, entre ambos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y por el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Ludovico, tras la muerte de su padre, comenzó a reinar sobre Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de silenciosas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de la corte. Así también la celebración del matrimonio no fue fastuosa, y los gastos del banquete fueron devueltos en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba los compromisos. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la depositó ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando una monja la desaprobó por ese gesto, ella respondió: “¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?”. Como se comportaba ante Dios, de la misma forma se comportaba con sus súbditos. Entre los Dichos de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: “No consumía alimentos si antes no estaba segura de que procedieran de las propiedades y de los bienes legítimos de su marido. Mientras se abstenía de los bienes procurados ilícitamente, se preocupaba también por resarcir a aquellos que hubiesen sufrido violencia” (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que desempeñan cargos: el ejercicio de la autoridad, a todo nivel, debe vivirse como servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.
Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, procuraba vestidos, pagaba las deudas, cuidaba enfermos y sepultaba a los muertos. Bajando de su castillo, se dirigía a menudo con sus doncellas a las casas de los pobres, llevando pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y los lechos de los pobres. Este comportamiento fue referido a su marido, el cual no sólo no se disgustó, sino que respondió a sus acusadores: “¡Mientras que no venda el castillo, estoy contento!”. En este contexto se coloca el milagro de pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con el marido, que le preguntó qué estaba llevando. Ella abrió el delantal y, en lugar del pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.
El suyo fue un matrimonio profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, a cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado por la gran fe de su esposa, Ludovico, refiriéndose a su atención hacia los pobres, le dijo: “Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado”. Un claro testimonio de cómo la fe y el amor hacia Dios y hacia el prójimo refuerzan y hacen aún más profunda la unión matrimonial.
La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Ruggero (Rüdiger) como director espiritual. Cuando él le narró las circunstancias de la conversión del joven y rico mercader Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó aún más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, se decidió aún más a seguir a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, seguido de otros dos, nuestra Santa no descuidó nunca sus obras de caridad. Ayudó además a los Frailes Menores a construir en Halberstadt un convento, del que fray Ruggero se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.
Una dura prueba fue el adiós al marido, a finales de junio de 1227, cuando Ludovico IV se asoció a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que esa era una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: “No te retendré. Me dí toda entera a Dios y ahora debo darte también a ti”. Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Ludovico mismo cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcar, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al saber la noticia, tuvo tal dolor que se retiró en soledad, pero después, fortificada por la oración y consolada por la esperanza de volver a verle en el Cielo, volvió a interesarse en los asuntos del reino. La esperaba, sin embargo, otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose verdadero heredero de Ludovico y acusando a Isabel de ser una mujer piadosa incompetente para gobernar. La joven viuda, con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y se puso a la búsqueda de un lugar donde refugiarse. Solo dos de sus doncellas permanecieron junto a ella, la acompañaron y confiaron a los tres niños a los cuidados de amigos de Ludovico. Peregrinando por los pueblos, Isabel trabajaba allí donde se la acogía, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y dedicación a Dios, algunos parientes, que le habían permanecido fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse al castillo familiar en Marburgo, donde vivía también su director espiritual fray Conrado. Fue él quien refirió al papa Gregorio IX el siguiente hecho: el viernes santo de 1228, puestas las manos sobre el altar en la capilla de su ciudad Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Ella quería renunciar a todas sus posesiones, pero yo la disuadí por amor a los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y los más abandonados. Habiéndola yo reñido por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una especial gracia y humildad” (Epistula magistri Conradi, 14-17).
Podemos ver en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la vivida por san Francisco: el Pobrecillo de Asís declaró, de hecho, en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes era amargo se le cambió en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel transcurrió sus últimos tres años en el hospital fundado por ella, sirviendo a los enfermos, velando con los moribundos. Intentaba siempre llevar a cabo los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Ella se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con otras amigas suyas, vestidas en hábito gris, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Orden Terciaria Regular de san Francisco y de la Orden Franciscana Seglar.
En noviembre de 1231 fue afectada por fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Tras unos diez días, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse a solas con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios sobre su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el papa Gregorio IX la proclamó Santa y, en el mismo año, se consagró la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.
Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos cómo la fe, la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace la esperanza, la certeza de que somos amados por Cristo y de que el amor de Cristo nos espera y nos hace así capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y así a encontrar la verdadera justicia y el amor, como también la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Cofradía escolapia del Santísimo Cristo de la Expiración y María Santísima del mayor dolor, de Granada; a los fieles de Alcobendas, a los Oficiales del curso de Estado Mayor de la Academia Aérea de Ecuador, así como a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Que la figura de Santa Isabel de Hungría, modelo de caridad, nos inspire también a nosotros a un amor intenso hacia Dios y hacia el prójimo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
hoy quisiera hablaros de una de las mujeres de la Edad Media que suscitó mayor admiración; se trata de santa Isabel de Hungría, llamada también Isabel de Turingia. Nació en 1207 en Hungría. Los historiadores discuten dónde. Su padre era Andrés II, rico y poderoso rey de Hungría, el cual, para reforzar sus vínculos políticos, se había casado con la condesa alemana Gertrudis de Andechs-Merania, hermana de santa Eduvigis, la cual era esposa del duque de Silesia. Isabel vivió en la Corte húngara sólo los primeros cuatro años de su infancia, junto a una hermana y tres hermanos. Le gustaba el juego, la música y la danza; recitaba con fidelidad sus oraciones y mostraba atención particular hacia los pobres, a quienes ayudaba con una buena palabra o con un gesto afectuoso.
Su infancia feliz fue bruscamente interrumpida cuando, desde la lejana Turingia, llegaron unos caballeros para llevarla a su nueva sede en Alemania central. Según las costumbres de aquel tiempo, de hecho, su padre había establecido que Isabel se convirtiera en princesa de Turingia. El landgrave o conde de aquella región era uno de los soberanos más ricos e influyentes de Europa a principios del siglo XIII, y su castillo era centro de magnificencia y de cultura. Pero detrás de las fiestas y de la gloria aparente se escondían las ambiciones de los príncipes feudales, a menudo en guerra entre ellos y en conflicto con las autoridades reales e imperiales. En este contexto, el landgrave Hermann acogió de buen grado el noviazgo entre su hijo Ludovico y la princesa húngara. Isabel partió de su patria con una rica dote y un gran séquito, incluyendo sus doncellas personales, dos de las cuales permanecerán amigas fieles hasta el final. Son ellas las que han dejado preciosas informaciones sobre la infancia y sobre la vida de la Santa.
Tras un largo viaje llegaron a Eisenach, para subir después a la fortaleza de Wartburg, el macizo castillo sobre la ciudad. Aquí se celebró el compromiso entre Ludovico e Isabel. En los años sucesivos, mientras Ludovico aprendía el oficio de caballero, Isabel y sus compañeras estudiaban alemán, francés, latín, música, literatura y bordado. A pesar del hecho de que el compromiso se hubiese decidido por motivos políticos, entre ambos jóvenes nació un amor sincero, animado por la fe y por el deseo de hacer la voluntad de Dios. A la edad de 18 años, Ludovico, tras la muerte de su padre, comenzó a reinar sobre Turingia. Pero Isabel se convirtió en objeto de silenciosas críticas, porque su modo de comportarse no correspondía a la vida de la corte. Así también la celebración del matrimonio no fue fastuosa, y los gastos del banquete fueron devueltos en parte a los pobres. En su profunda sensibilidad Isabel veía las contradicciones entre la fe profesada y la práctica cristiana. No soportaba los compromisos. Una vez, entrando en la iglesia en la fiesta de la Asunción, se quitó la corona, la depositó ante la cruz y permaneció postrada en el suelo con el rostro cubierto. Cuando una monja la desaprobó por ese gesto, ella respondió: “¿Cómo puedo yo, criatura miserable, seguir llevando una corona de dignidad terrena, cuando veo a mi Rey Jesucristo coronado de espinas?”. Como se comportaba ante Dios, de la misma forma se comportaba con sus súbditos. Entre los Dichos de las cuatro doncellas encontramos este testimonio: “No consumía alimentos si antes no estaba segura de que procedieran de las propiedades y de los bienes legítimos de su marido. Mientras se abstenía de los bienes procurados ilícitamente, se preocupaba también por resarcir a aquellos que hubiesen sufrido violencia” (nn. 25 y 37). Un verdadero ejemplo para todos aquellos que desempeñan cargos: el ejercicio de la autoridad, a todo nivel, debe vivirse como servicio a la justicia y a la caridad, en la búsqueda constante del bien común.
Isabel practicaba asiduamente las obras de misericordia: daba de beber y de comer a quien llamaba a su puerta, procuraba vestidos, pagaba las deudas, cuidaba enfermos y sepultaba a los muertos. Bajando de su castillo, se dirigía a menudo con sus doncellas a las casas de los pobres, llevando pan, carne, harina y otros alimentos. Entregaba los alimentos personalmente y controlaba con atención los vestidos y los lechos de los pobres. Este comportamiento fue referido a su marido, el cual no sólo no se disgustó, sino que respondió a sus acusadores: “¡Mientras que no venda el castillo, estoy contento!”. En este contexto se coloca el milagro de pan transformado en rosas: mientras Isabel iba por la calle con su delantal lleno de pan para los pobres, se encontró con el marido, que le preguntó qué estaba llevando. Ella abrió el delantal y, en lugar del pan, aparecieron magníficas rosas. Este símbolo de caridad está presente muchas veces en las representaciones de santa Isabel.
El suyo fue un matrimonio profundamente feliz: Isabel ayudaba a su esposo a elevar sus cualidades humanas a nivel sobrenatural, y él, a cambio, protegía a su mujer en su generosidad hacia los pobres y en sus prácticas religiosas. Cada vez más admirado por la gran fe de su esposa, Ludovico, refiriéndose a su atención hacia los pobres, le dijo: “Querida Isabel, es a Cristo a quien has lavado, alimentado y cuidado”. Un claro testimonio de cómo la fe y el amor hacia Dios y hacia el prójimo refuerzan y hacen aún más profunda la unión matrimonial.
La joven pareja encontró apoyo espiritual en los Frailes Menores que, desde 1222, se difundieron en Turingia. Entre ellos Isabel eligió a fray Ruggero (Rüdiger) como director espiritual. Cuando él le narró las circunstancias de la conversión del joven y rico mercader Francisco de Asís, Isabel se entusiasmó aún más en su camino de vida cristiana. Desde aquel momento, se decidió aún más a seguir a Cristo pobre y crucificado, presente en los pobres. Incluso cuando nació su primer hijo, seguido de otros dos, nuestra Santa no descuidó nunca sus obras de caridad. Ayudó además a los Frailes Menores a construir en Halberstadt un convento, del que fray Ruggero se convirtió en superior. La dirección espiritual de Isabel pasó, así, a Conrado de Marburgo.
Una dura prueba fue el adiós al marido, a finales de junio de 1227, cuando Ludovico IV se asoció a la cruzada del emperador Federico II, recordando a su esposa que esa era una tradición para los soberanos de Turingia. Isabel respondió: “No te retendré. Me dí toda entera a Dios y ahora debo darte también a ti”. Sin embargo, la fiebre diezmó las tropas y Ludovico mismo cayó enfermo y murió en Otranto, antes de embarcar, en septiembre de 1227, a la edad de veintisiete años. Isabel, al saber la noticia, tuvo tal dolor que se retiró en soledad, pero después, fortificada por la oración y consolada por la esperanza de volver a verle en el Cielo, volvió a interesarse en los asuntos del reino. La esperaba, sin embargo, otra prueba: su cuñado usurpó el gobierno de Turingia, declarándose verdadero heredero de Ludovico y acusando a Isabel de ser una mujer piadosa incompetente para gobernar. La joven viuda, con sus tres hijos, fue expulsada del castillo de Wartburg y se puso a la búsqueda de un lugar donde refugiarse. Solo dos de sus doncellas permanecieron junto a ella, la acompañaron y confiaron a los tres niños a los cuidados de amigos de Ludovico. Peregrinando por los pueblos, Isabel trabajaba allí donde se la acogía, asistía a los enfermos, hilaba y cosía. Durante este calvario, soportado con gran fe, con paciencia y dedicación a Dios, algunos parientes, que le habían permanecido fieles y consideraban ilegítimo el gobierno de su cuñado, rehabilitaron su nombre. Así Isabel, a principios de 1228, pudo recibir una renta apropiada para retirarse al castillo familiar en Marburgo, donde vivía también su director espiritual fray Conrado. Fue él quien refirió al papa Gregorio IX el siguiente hecho: el viernes santo de 1228, puestas las manos sobre el altar en la capilla de su ciudad Eisenach, donde había acogido a los Frailes Menores, en presencia de algunos frailes y familiares, Isabel renunció a su propia voluntad y a todas las vanidades del mundo. Ella quería renunciar a todas sus posesiones, pero yo la disuadí por amor a los pobres. Poco después construyó un hospital, recogió a enfermos e inválidos y sirvió en su propia mesa a los más miserables y los más abandonados. Habiéndola yo reñido por estas cosas, Isabel respondió que de los pobres recibía una especial gracia y humildad” (Epistula magistri Conradi, 14-17).
Podemos ver en esta afirmación una cierta experiencia mística parecida a la vivida por san Francisco: el Pobrecillo de Asís declaró, de hecho, en su testamento que, sirviendo a los leprosos, lo que antes era amargo se le cambió en dulzura del alma y del cuerpo (Testamentum, 1-3). Isabel transcurrió sus últimos tres años en el hospital fundado por ella, sirviendo a los enfermos, velando con los moribundos. Intentaba siempre llevar a cabo los servicios más humildes y los trabajos repugnantes. Ella se convirtió en lo que podríamos llamar una mujer consagrada en medio del mundo (soror in saeculo) y formó, con otras amigas suyas, vestidas en hábito gris, una comunidad religiosa. No es casualidad que sea patrona de la Orden Terciaria Regular de san Francisco y de la Orden Franciscana Seglar.
En noviembre de 1231 fue afectada por fuertes fiebres. Cuando la noticia de su enfermedad se propagó, muchísima gente acudió a verla. Tras unos diez días, pidió que se cerraran las puertas, para quedarse a solas con Dios. En la noche del 17 de noviembre se durmió dulcemente en el Señor. Los testimonios sobre su santidad fueron tantos y tales que, sólo cuatro años más tarde, el papa Gregorio IX la proclamó Santa y, en el mismo año, se consagró la hermosa iglesia construida en su honor en Marburgo.
Queridos hermanos y hermanas, en la figura de santa Isabel vemos cómo la fe, la amistad con Cristo crean el sentido de la justicia, de la igualdad de todos, de los derechos de los demás y crean el amor, la caridad. Y de esta caridad nace la esperanza, la certeza de que somos amados por Cristo y de que el amor de Cristo nos espera y nos hace así capaces de imitar a Cristo y de ver a Cristo en los demás. Santa Isabel nos invita a redescubrir a Cristo, a amarlo, a tener fe y así a encontrar la verdadera justicia y el amor, como también la alegría de que un día estaremos inmersos en el amor divino, en el gozo de la eternidad con Dios. Gracias.
[En español dijo]
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los miembros de la Cofradía escolapia del Santísimo Cristo de la Expiración y María Santísima del mayor dolor, de Granada; a los fieles de Alcobendas, a los Oficiales del curso de Estado Mayor de la Academia Aérea de Ecuador, así como a los demás grupos provenientes de España, México y otros países latinoamericanos. Que la figura de Santa Isabel de Hungría, modelo de caridad, nos inspire también a nosotros a un amor intenso hacia Dios y hacia el prójimo.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
Benedicto XVI: Beata Angela de Foligno, de la penitencia al amor Audiencia del 13 de octubre 2010
Queridos hermanos y hermanas,
hoy quisiera hablaros de la beata Angela de Foligno, una gran mística medieval que vivió en el siglo XIII. Normalmente, uno se fascina por los momentos álgidos de experiencia de unión con Dios que ella alcanzó, pero se tienen quizás demasiado poco en cuenta sus primeros pasos, su conversión, y el largo camino que la condujo desde el punto de partida, el “gran temor del infierno”, hasta su meta, la unión total con la Trinidad. La primera parte de la vida de Angela no es ciertamente la de una ferviente discípula del Señor. Nacida hacia 1248 en una familia pudiente, quedó huérfana de padre y fue educada por su madre de forma más bien superficial. Fue introducida muy pronto en los ambientes mundanos de la ciudad de Foligno, donde conoció a un hombre, con el que se casó a los veinte años y del que tuvo hijos. Su vida era despreocupada, hasta el punto de que se permitía burlarse de los llamados “penitentes” – muy difundidos en aquella época – es decir, de aquellos que para seguir a Cristo vendían sus bienes y vivían en la oración, en el ayuno, en el servicio a la Iglesia y en la caridad.
Algunos acontecimientos, como el violento terremoto de 1279, un huracán, la larga guerra contra Perusa y sus duras consecuencias incidieron en la vida de Angela, la cual progresivamente fue tomando conciencia de sus pecados, hasta un paso decisivo: invoca a san Francisco, que se le aparece en una visión, para pedirle consejo de cara a hacer una buena Confesión general: estamos en 1285, Angela se confiesa con un fraile en San Feliciano. Tres años después, el camino de la conversión conoce otro giro: la disolución de los vínculos afectivos, pues en pocos meses, a la muerte de su madre siguieron la de su marido y la de todos sus hijos. Entonces vendió sus bienes y en 1291 entró en la orden terciaria de san Francisco. Murió en Foligno el 4 de enero de 1309.
El Libro della beata Angela da Foligno, en el que está recogida la documentación sobre nuestra Beata, narra esta conversión; indica los medios que le fueron necesarios: la penitencia, la humildad y las tribulaciones; y narra sus pasos, la sucesión de las experiencias de Angela, comenzadas en 1285. Recordándolas, tras haberlas vivido, ella intentó contarlas a través de su fraile confesor, el cual las transcribió fielmente, intentando después organizarlas en etapas, que llamó “pasos o mutaciones”, pero sin conseguir ordenarlas plenamente (cfr Il Libro della beata Angela da Foligno, Cinisello Balsamo 1990, p. 51). Esto debido a que la experiencia de unión para la beata Angela supone una implicación total de los sentidos espirituales y corporales, y de lo que ella “comprende” durante sus éxtasis queda, por así decirlo, solo una “sombra” en su mente. “Escuché verdaderamente estas palabras – confiesa ella después de un rapto místico – pero lo que vi y comprendí, y que él [o sea, Dios] me mostró, de ninguna forma dé o puedo decirlo, aunque revelaría de buen grado lo que comprendí con las palabras que oí, pero hubo un abismo absolutamente inefable”. Angela de Foligno presenta su "vivencia" mística, sin elaborarla con la mente, porque son iluminaciones divinas que se comunican a su alma de forma imprevista e inesperada. Al mismo fraile confesor le cuesta recoger estos eventos, “también a causa de su gran y admirable reserva respecto a sus dones divinos” (Ibid., p. 194). A la dificultad para expresar su experiencia mística se añade también la dificultad para sus oyentes de comprenderla. Una situación que indica con claridad cómo el único y verdadero Maestro, Jesús, vive en el corazón de todo creyente y desea tomar totalmente posesión de él. Así en Angela, que escribía a un hijo espiritual suyo: "Hijo mío, si vieras mi corazón, estarías absolutamente obligado a hacer todo lo que Dios quiere, porque mi corazón es el de Dios y el corazón de Dios es el mío”. Resuenan aquí las palabras de san Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo que vive en mi" (Gal 2,20).
Consideremos entonces sólo algún "paso" del rico camino espiritual de nuestra Beata. El primero, en realidad, es una premisa: "Fue el conocimiento del pecado, – como ella precisa – a continuación del cual el alma tuvo un gran temor de condenarse; en este pasaje lloró amargamente" (Il Libro della beata Angela da Foligno, p. 39). Este “temor” del infierno responde al tipo de fe que Angela tenía en el momento de su "conversión"; una fe aún pobre de caridad, es decir, del amor de Dios. Arrepentimiento, miedo del infierno y penitencia abren a Angela la perspectiva de la dolorosa "vía de la cruz" que, desde el octavo al decimoquinto paso, la llevará después a la “vía del amor”. Cuenta el fraile confesor: “La fiel entonces me dijo: He tenido esta revelación divina: 'Tras las cosas que habéis escrito, haz escribir que quien quiera conservar la gracia no debe quitar los ojos del alma de la Cruz, tanto en la alegría como en la tristeza que le concedo o permito'" (Ibid., p. 143). Pero en esta fase Angela aún "no siente amor"; ella afirma: "El alma siente vergüenza y amargura y no experimenta aún el amor, sino el dolor” (Ibid., p. 39), y está insatisfecha.
Angela siente el deber de tener que darle algo a Dios para reparar sus pecados, pero lentamente comprende que no tiene nada que darle, al contrario, de “ser nada” ante Él; comprende que no será su voluntad la que le dé el amor de Dios, porque ésta sólo puede darle su “nada”, el “no amor”. Como ella dirá: solo "el amor verdadero y puro, que viene de Dios, está en el alma y hace que ésta reconozca sus propios defectos y la bondad divina […] Este amor lleva el alma a Cristo y ella comprende con seguridad que no se puede verificar ni haber engaño alguno. Junto a este amor no se puede mezclar algo de lo del mundo" (Ibid., p. 124-125). Abrirse sola y totalmente al amor de Dios, que tiene la máxima expresión en Cristo: "Oh Dios mío – reza – hazme digna de conocer el altísimo misterio, que tu ardentísimo e inefable amor realizó, junto al amor de la Trinidad, es decir, el altísimo misterio de tu santísima encarnación por nosotros. […]. ¡Oh amor incomprensible! Más allá de este amor, que hizo que mi Dios se hiciese hombre para hacerme Dios, no hay amor más grande" (Ibid., p. 295). Con todo, el corazón de Angela lleva siempre las heridas del pecado; incluso después de una confesión bien hecha, ella se encontraba perdonada y aún con el corazón roto por el pecado, libre y condicionada por el pasado, absuelta pero necesitada de penitencia. Y también la acompaña el pensamiento del infierno, porque cuanto más progresa el alma en la vía de la perfección cristiana, tanto más se convencerá no sólo de ser “indigna”, sino de merecer el infierno.
Y he aquí que, en su camino místico, Angela comprende de modo profundo la realidad central: lo que la salvará de su “indignidad” y de “merecer el infierno” no será su “unión con Dios” y su poseer la “verdad”, sino Jesús crucificado, “su crucifixión por mí”, su amor. En el octavo paso, ella dice: "Sin embargo, aún no comprendía si era más grande mi liberación de los pecados y del infierno y la conversión y la penitencia, o más bien su crucifixión por mí" (Ibid., p. 41). Es el inestable equilibrio entre amor y dolor, advertido en todo su difícil camino hacia la perfección. Precisamente contempla con preferencia a Cristo crucificado, porque en esta visión ve realizado el equilibrio perfecto: en la cruz está el hombre-Dios, en un supremo acto de sufrimiento que es un acto supremo de amor. En la terceraInstrucción, la Beata insiste en esta contemplación y afirma: "Cuanto más perfecta y puramente vemos, tanto más perfecta y puramente amamos. […] Por ello, cuanto más vemos al Dios y hombre Jesucristo, tanto más somos transformados en él a través del amor. […] Lo que he dicho del amor […] lo digo también del dolor: el alma cuanto más contempla el inefable dolor del Dios y hombre Jesucristo, tanto más se duele y es transformada en dolor” (Ibid., p. 190-191). Ensimismarse, transformarse en el amor y en los sufrimientos del Cristo crucificado, identificarse con Él. La conversión de Angela, iniciada con esa confesión de 1285, llegará a la madurez sólo cuando el perdón de Dios aparezca a su alma como el don gratuito de amor del Padre, fuente de amor: "No hay nadie que puede dar excusas – afirma ella – porque cualquiera puede amar a Dios, y el no pide otra cosa al alma sino que le ame, porque él la ama y de su amor" (Ibid., p. 76).
En el itinerario espiritual de Angela el paso de la conversión a la experiencia mística, de lo que se puede expresar a lo inexpresable, tiene lugar a través del Crucificado. Es el "Dios-hombre de la pasión", que se convierte en su "maestro de perfección". Toda su experiencia mística es, por tanto, tender a una perfecta “semejanza” con Él, mediante purificaciones y transformaciones cada vez más profundas y radicales. En esta estupenda empresa Angela se implica totalmente, alma y cuerpo, sin ahorrarse penitencias y tribulaciones desde el principio al final, deseando morir con todos los dolores sufridos por el Dios-hombre crucificado para ser transformada totalmente en Él: "Oh hijos de Dios – recomendaba ella –, transformaos totalmente en el Dios-hombre de la pasión, que tanto os amó hasta dignarse morir por vosotros de muerte ignominiosísima y del todo inefablemente dolorosa y de un modo penosísimo y amarguísimo. ¡Esto solo por amor tuyo, oh hombre!" (Ibid., p. 247). Esta identificación significa también vivir lo que Jesús vivió: pobreza, desprecio, dolor, porque – como ella afirma – "a través de la pobreza temporal el alma encontrará riquezas eternas; a través del desprecio y la vergüenza obtendrá honor y grandísima gloria; a través de una poca penitencia, hecha con pena y dolor, poseerá con infinita dulzura y consolación el Bien Sumo, Dios eterno" (Ibid., p. 293).
De la conversión a la unión mística con el Cristo crucificado, a lo inexpresable. Un camino altísimo, cuyo secreto es la oración constante: "Cuanto más reces – afirma ella – tanto más serás iluminado; cuanto más seas iluminado, tanto más profunda e intensamente verás al Sumo Bien, al Ser sumamente bueno; cuanto más profunda e intensamente lo veas, tanto más lo amarás; cuanto más lo ames, tanto más te deleitará; y cuanto más te deleite, tanto más lo comprenderás y serás capaz de comprenderlo. Sucesivamente llegarás a la plenitud de la luz, porque comprenderás que no puedes comprender" (Ibid., p. 184).
Queridos hermanos y hermanas, la vida de la Beata Angela comienza con una existencia mundana, bastante alejada de Dios. Pero después se encontró con la figura de san Francisco y, finalmente, el encuentro con el Cristo Crucificado despierta el alma a la presencia de Dios, por el hecho de que sólo con Dios la vida llega a ser verdadera vida, porque llega a ser, en el dolor por el pecado, amor y alegría. Y así nos habla a nosotros hoy la Beata Angela. Hoy estamos todos en peligro de vivir como si Dios no existiera: parece muy alejado de la vida actual. Pero Dios tiene mil maneras, para cada uno la suya, de hacerse presente en el alma, de mostrar que existe y que me conoce y ama. Y la Beata Angela quiere hacernos atentos a estos signos con los cuales el Señor nos toca el alma, atentos a la presencia de Dios, para aprender así el camino con Dios y hacia Dios, en la comunión con Cristo Crucificado. Oremos al Señor para que nos haga atentos a los signos de su presencia, que nos enseñe a vivir realmente. Gracias.
[En español dijo]
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de la Compañía de la Cruz; a los miembros de la Hermandad de Nuestra Señora de la Estrella, de Sevilla; a los representantes de la Cofradía de Investigadores de Toledo, acompañados por el Señor Cardenal Antonio Cañizares Llovera; a los fieles de la Arquidiócesis de Santiago de los Caballeros, con su Arzobispo, Monseñor Ramón Benito de la Rosa Carpio, así como a los demás grupos procedentes de España, México, Honduras, Argentina y otros países latinoamericanos. Que la Beata Ángela de Foligno nos ayude a comprender que la verdadera felicidad consiste en la amistad con Cristo, crucificado por amor nuestro. A su divina bondad sigo encomendando con esperanza a los mineros de la región de Atacama, en Chile.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
hoy quisiera hablaros de la beata Angela de Foligno, una gran mística medieval que vivió en el siglo XIII. Normalmente, uno se fascina por los momentos álgidos de experiencia de unión con Dios que ella alcanzó, pero se tienen quizás demasiado poco en cuenta sus primeros pasos, su conversión, y el largo camino que la condujo desde el punto de partida, el “gran temor del infierno”, hasta su meta, la unión total con la Trinidad. La primera parte de la vida de Angela no es ciertamente la de una ferviente discípula del Señor. Nacida hacia 1248 en una familia pudiente, quedó huérfana de padre y fue educada por su madre de forma más bien superficial. Fue introducida muy pronto en los ambientes mundanos de la ciudad de Foligno, donde conoció a un hombre, con el que se casó a los veinte años y del que tuvo hijos. Su vida era despreocupada, hasta el punto de que se permitía burlarse de los llamados “penitentes” – muy difundidos en aquella época – es decir, de aquellos que para seguir a Cristo vendían sus bienes y vivían en la oración, en el ayuno, en el servicio a la Iglesia y en la caridad.
Algunos acontecimientos, como el violento terremoto de 1279, un huracán, la larga guerra contra Perusa y sus duras consecuencias incidieron en la vida de Angela, la cual progresivamente fue tomando conciencia de sus pecados, hasta un paso decisivo: invoca a san Francisco, que se le aparece en una visión, para pedirle consejo de cara a hacer una buena Confesión general: estamos en 1285, Angela se confiesa con un fraile en San Feliciano. Tres años después, el camino de la conversión conoce otro giro: la disolución de los vínculos afectivos, pues en pocos meses, a la muerte de su madre siguieron la de su marido y la de todos sus hijos. Entonces vendió sus bienes y en 1291 entró en la orden terciaria de san Francisco. Murió en Foligno el 4 de enero de 1309.
El Libro della beata Angela da Foligno, en el que está recogida la documentación sobre nuestra Beata, narra esta conversión; indica los medios que le fueron necesarios: la penitencia, la humildad y las tribulaciones; y narra sus pasos, la sucesión de las experiencias de Angela, comenzadas en 1285. Recordándolas, tras haberlas vivido, ella intentó contarlas a través de su fraile confesor, el cual las transcribió fielmente, intentando después organizarlas en etapas, que llamó “pasos o mutaciones”, pero sin conseguir ordenarlas plenamente (cfr Il Libro della beata Angela da Foligno, Cinisello Balsamo 1990, p. 51). Esto debido a que la experiencia de unión para la beata Angela supone una implicación total de los sentidos espirituales y corporales, y de lo que ella “comprende” durante sus éxtasis queda, por así decirlo, solo una “sombra” en su mente. “Escuché verdaderamente estas palabras – confiesa ella después de un rapto místico – pero lo que vi y comprendí, y que él [o sea, Dios] me mostró, de ninguna forma dé o puedo decirlo, aunque revelaría de buen grado lo que comprendí con las palabras que oí, pero hubo un abismo absolutamente inefable”. Angela de Foligno presenta su "vivencia" mística, sin elaborarla con la mente, porque son iluminaciones divinas que se comunican a su alma de forma imprevista e inesperada. Al mismo fraile confesor le cuesta recoger estos eventos, “también a causa de su gran y admirable reserva respecto a sus dones divinos” (Ibid., p. 194). A la dificultad para expresar su experiencia mística se añade también la dificultad para sus oyentes de comprenderla. Una situación que indica con claridad cómo el único y verdadero Maestro, Jesús, vive en el corazón de todo creyente y desea tomar totalmente posesión de él. Así en Angela, que escribía a un hijo espiritual suyo: "Hijo mío, si vieras mi corazón, estarías absolutamente obligado a hacer todo lo que Dios quiere, porque mi corazón es el de Dios y el corazón de Dios es el mío”. Resuenan aquí las palabras de san Pablo: “Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo que vive en mi" (Gal 2,20).
Consideremos entonces sólo algún "paso" del rico camino espiritual de nuestra Beata. El primero, en realidad, es una premisa: "Fue el conocimiento del pecado, – como ella precisa – a continuación del cual el alma tuvo un gran temor de condenarse; en este pasaje lloró amargamente" (Il Libro della beata Angela da Foligno, p. 39). Este “temor” del infierno responde al tipo de fe que Angela tenía en el momento de su "conversión"; una fe aún pobre de caridad, es decir, del amor de Dios. Arrepentimiento, miedo del infierno y penitencia abren a Angela la perspectiva de la dolorosa "vía de la cruz" que, desde el octavo al decimoquinto paso, la llevará después a la “vía del amor”. Cuenta el fraile confesor: “La fiel entonces me dijo: He tenido esta revelación divina: 'Tras las cosas que habéis escrito, haz escribir que quien quiera conservar la gracia no debe quitar los ojos del alma de la Cruz, tanto en la alegría como en la tristeza que le concedo o permito'" (Ibid., p. 143). Pero en esta fase Angela aún "no siente amor"; ella afirma: "El alma siente vergüenza y amargura y no experimenta aún el amor, sino el dolor” (Ibid., p. 39), y está insatisfecha.
Angela siente el deber de tener que darle algo a Dios para reparar sus pecados, pero lentamente comprende que no tiene nada que darle, al contrario, de “ser nada” ante Él; comprende que no será su voluntad la que le dé el amor de Dios, porque ésta sólo puede darle su “nada”, el “no amor”. Como ella dirá: solo "el amor verdadero y puro, que viene de Dios, está en el alma y hace que ésta reconozca sus propios defectos y la bondad divina […] Este amor lleva el alma a Cristo y ella comprende con seguridad que no se puede verificar ni haber engaño alguno. Junto a este amor no se puede mezclar algo de lo del mundo" (Ibid., p. 124-125). Abrirse sola y totalmente al amor de Dios, que tiene la máxima expresión en Cristo: "Oh Dios mío – reza – hazme digna de conocer el altísimo misterio, que tu ardentísimo e inefable amor realizó, junto al amor de la Trinidad, es decir, el altísimo misterio de tu santísima encarnación por nosotros. […]. ¡Oh amor incomprensible! Más allá de este amor, que hizo que mi Dios se hiciese hombre para hacerme Dios, no hay amor más grande" (Ibid., p. 295). Con todo, el corazón de Angela lleva siempre las heridas del pecado; incluso después de una confesión bien hecha, ella se encontraba perdonada y aún con el corazón roto por el pecado, libre y condicionada por el pasado, absuelta pero necesitada de penitencia. Y también la acompaña el pensamiento del infierno, porque cuanto más progresa el alma en la vía de la perfección cristiana, tanto más se convencerá no sólo de ser “indigna”, sino de merecer el infierno.
Y he aquí que, en su camino místico, Angela comprende de modo profundo la realidad central: lo que la salvará de su “indignidad” y de “merecer el infierno” no será su “unión con Dios” y su poseer la “verdad”, sino Jesús crucificado, “su crucifixión por mí”, su amor. En el octavo paso, ella dice: "Sin embargo, aún no comprendía si era más grande mi liberación de los pecados y del infierno y la conversión y la penitencia, o más bien su crucifixión por mí" (Ibid., p. 41). Es el inestable equilibrio entre amor y dolor, advertido en todo su difícil camino hacia la perfección. Precisamente contempla con preferencia a Cristo crucificado, porque en esta visión ve realizado el equilibrio perfecto: en la cruz está el hombre-Dios, en un supremo acto de sufrimiento que es un acto supremo de amor. En la terceraInstrucción, la Beata insiste en esta contemplación y afirma: "Cuanto más perfecta y puramente vemos, tanto más perfecta y puramente amamos. […] Por ello, cuanto más vemos al Dios y hombre Jesucristo, tanto más somos transformados en él a través del amor. […] Lo que he dicho del amor […] lo digo también del dolor: el alma cuanto más contempla el inefable dolor del Dios y hombre Jesucristo, tanto más se duele y es transformada en dolor” (Ibid., p. 190-191). Ensimismarse, transformarse en el amor y en los sufrimientos del Cristo crucificado, identificarse con Él. La conversión de Angela, iniciada con esa confesión de 1285, llegará a la madurez sólo cuando el perdón de Dios aparezca a su alma como el don gratuito de amor del Padre, fuente de amor: "No hay nadie que puede dar excusas – afirma ella – porque cualquiera puede amar a Dios, y el no pide otra cosa al alma sino que le ame, porque él la ama y de su amor" (Ibid., p. 76).
En el itinerario espiritual de Angela el paso de la conversión a la experiencia mística, de lo que se puede expresar a lo inexpresable, tiene lugar a través del Crucificado. Es el "Dios-hombre de la pasión", que se convierte en su "maestro de perfección". Toda su experiencia mística es, por tanto, tender a una perfecta “semejanza” con Él, mediante purificaciones y transformaciones cada vez más profundas y radicales. En esta estupenda empresa Angela se implica totalmente, alma y cuerpo, sin ahorrarse penitencias y tribulaciones desde el principio al final, deseando morir con todos los dolores sufridos por el Dios-hombre crucificado para ser transformada totalmente en Él: "Oh hijos de Dios – recomendaba ella –, transformaos totalmente en el Dios-hombre de la pasión, que tanto os amó hasta dignarse morir por vosotros de muerte ignominiosísima y del todo inefablemente dolorosa y de un modo penosísimo y amarguísimo. ¡Esto solo por amor tuyo, oh hombre!" (Ibid., p. 247). Esta identificación significa también vivir lo que Jesús vivió: pobreza, desprecio, dolor, porque – como ella afirma – "a través de la pobreza temporal el alma encontrará riquezas eternas; a través del desprecio y la vergüenza obtendrá honor y grandísima gloria; a través de una poca penitencia, hecha con pena y dolor, poseerá con infinita dulzura y consolación el Bien Sumo, Dios eterno" (Ibid., p. 293).
De la conversión a la unión mística con el Cristo crucificado, a lo inexpresable. Un camino altísimo, cuyo secreto es la oración constante: "Cuanto más reces – afirma ella – tanto más serás iluminado; cuanto más seas iluminado, tanto más profunda e intensamente verás al Sumo Bien, al Ser sumamente bueno; cuanto más profunda e intensamente lo veas, tanto más lo amarás; cuanto más lo ames, tanto más te deleitará; y cuanto más te deleite, tanto más lo comprenderás y serás capaz de comprenderlo. Sucesivamente llegarás a la plenitud de la luz, porque comprenderás que no puedes comprender" (Ibid., p. 184).
Queridos hermanos y hermanas, la vida de la Beata Angela comienza con una existencia mundana, bastante alejada de Dios. Pero después se encontró con la figura de san Francisco y, finalmente, el encuentro con el Cristo Crucificado despierta el alma a la presencia de Dios, por el hecho de que sólo con Dios la vida llega a ser verdadera vida, porque llega a ser, en el dolor por el pecado, amor y alegría. Y así nos habla a nosotros hoy la Beata Angela. Hoy estamos todos en peligro de vivir como si Dios no existiera: parece muy alejado de la vida actual. Pero Dios tiene mil maneras, para cada uno la suya, de hacerse presente en el alma, de mostrar que existe y que me conoce y ama. Y la Beata Angela quiere hacernos atentos a estos signos con los cuales el Señor nos toca el alma, atentos a la presencia de Dios, para aprender así el camino con Dios y hacia Dios, en la comunión con Cristo Crucificado. Oremos al Señor para que nos haga atentos a los signos de su presencia, que nos enseñe a vivir realmente. Gracias.
[En español dijo]
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a las Hermanas de la Compañía de la Cruz; a los miembros de la Hermandad de Nuestra Señora de la Estrella, de Sevilla; a los representantes de la Cofradía de Investigadores de Toledo, acompañados por el Señor Cardenal Antonio Cañizares Llovera; a los fieles de la Arquidiócesis de Santiago de los Caballeros, con su Arzobispo, Monseñor Ramón Benito de la Rosa Carpio, así como a los demás grupos procedentes de España, México, Honduras, Argentina y otros países latinoamericanos. Que la Beata Ángela de Foligno nos ayude a comprender que la verdadera felicidad consiste en la amistad con Cristo, crucificado por amor nuestro. A su divina bondad sigo encomendando con esperanza a los mineros de la región de Atacama, en Chile.
[Traducción del italiano por Inma Álvarez
Benedicto XVI: santa Gertrudis la Grande audiencia 6 octubre 2010
Queridos hermanos y hermanas,
Santa Gertrudis la Grande, de la que quisiera hablaros hoy, nos lleva también esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron algunas de las obras maestras de la literatura religiosa femenina latino-germánica. A este mundo pertenece Gertrudis, una de las místicas más famosas, única mujer de Alemania que lleva el apelativo “la Grande”, por su estatura cultural y evangélica: con su vida y su pensamiento incidió de modo singular en la espiritualidad cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de talentos naturales particulares y de extraordinarios dones de la gracia, de profundísima humildad y ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en la contemplación y disponibilidad para socorrer a los necesitados.
En Helfta se compara, por así decirlo, sistemáticamente con su maestra Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la Audiencia del pasado miércoles; entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente de la abadesa Gertrudis. De estas tres hermanas suyas adquiere tesoros de experiencia y sabiduría; los elabora en una síntesis propia, recorriendo su itinerario religioso con confianza ilimitada en el Señor. Expresa la riqueza de la espiritualidad no sólo en su mundo monástico, sino también y sobre todo en el mundo bíblico, litúrgico,patrístico y benedictino, con un sello personalísimo y con gran eficacia comunicativa.
Nació el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada de sus padres ni de su lugar de nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor mismo le revela el sentido de este primer desarraigo suyo, dice que el Señor habría dicho: “La elegí por morada mía porque me complazco de que todo lo que hay de amable en ella sea obra mía […]. Precisamente por esta razón la alejé de todos sus parientes para que nadie la amase por razón de consanguinidad y yo fuese el único motivo del afecto que la mueve” (Las Revelaciones, I, 16, Siena 1994, p. 76-77).
A la edad de cinco años, en 1261, entra en el monasterio, como se acostumbraba a menudo en aquella época, para la formación y el estudio. Aquí transcurre toda su existencia, de la que ella misma señala las etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la preservó con paciencia generosa e infinita misericordia, olvidando los años de su infancia, adolescencia y juventud, transcurridos – escribe: “en una tal ceguera de mente que habría sido capaz […] de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento todo lo que me habría gustado y donde hubiese querido, si tu no me hubieses preservado, sea con un horror inherente por el mal y una natural inclinación al bien, sea con la vigilancia externa de los demás. Me habría comportado como una pagana […] y ello aún habiendo querido tu que desde la infancia, desde mi quinto año de edad, habitara en el santuario bendito de la religión para ser educada entre tus amigos más devotos” (Ibid., II, 23 140s).
Gertrudis fue una estudiante extraordinaria, aprendió todo lo que se podía aprender de las ciencias del Trivio y del Cuadrivio; estaba fascinada por el saber y se dedicó al estudio profano con ardor y tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de toda expectativa. Si no sabemos nada de sus orígenes, ella cuenta mucho sobre sus pasiones juveniles: la literatura, la música y el canto, el arte de la miniatura la cautivan; tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; a menudo dice que es negligente; reconoce sus defectos, pide humildemente perdón por ellos. Con humildad pide consejos y oraciones por su conversión. Hay rasgos de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final, hasta el punto de hacer asombrar a algunas personas, que se preguntan cómo es posible que el Señor la prefiera tanto.
De estudiante pasó a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante veinte años no sucedió nada excepcional: el estudio y la oración fueron su actividad principal. Por sus dotes sobresale entre sus hermanas; es tenaz en consolidar su cultura en campos diversos. Pero, durante el Adviento de 1280, empieza a sentir disgusto de todo ello, advierte su vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que Gertrudis ve como un mismo don de Dios “para abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, ay de mí, aún llevando el nombre y el hábito de religiosa, había ido elevando con mi soberbia, y al menos así encontrar el camino para mostrarme tu salvación” (Ibid., II,1, p. 87). Tiene la visión de un jovencito que la guía a superar la maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En esa mano, Gertrudis reconoce “la preciosa huella de esas llagas que abrogaron todas las actas de acusación de nuestros enemigos” (Ibid., II,1, p. 89), reconoce a Aquel que sobre la Cruz nos salvó con su sangre, Jesús.
Desde aquel momento, su vida de comunión con el Señor se intensifica, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos – Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen – aún cuando, enferma, no podía dirigirse al coro. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos más simples y lineales, más realistas, con referencias más directas a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.
Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir una particular “conversión” suya: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de la vida que ella define como negligente a la vida de oración intensa, mística, con un excepcional ardor misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y que desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la vida monástica, la vuelve a llamar con su gracia “desde las cosas externas a la vida interior, y desde las ocupaciones terrenas al amor por las cosas espirituales”. Gertrudis comprende que ha estado lejos de Él, en la región de la disimilitud, como dice san Agustín: de haberse dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; ahora es conducida al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del nuevo. “De gramática se convierte en teóloga, con la lectura incansable y cuidadosa de todos los libros sagrados que podía tener u obtener, llenaba su corazón de las más útiles y dulces sentencias de la Sagrada Escritura. Tenía por ello siempre dispuesta alguna palabra inspirada y de edificación con la que satisfacer a quien venía a consultarla, y al mismo tiempo los textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier opinión errónea y cerrar la boca a sus oponentes” (Ibid., I,1, p. 25).
Gertrudis transforma todo esto en apostolado: se dedica a escribir y divulgar las verdades de la fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta el punto de que fue útil y bienvenida para los teólogos y las personas piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda poco, también a causa de las circunstancias que llevaron a la destrucción del monasterio de Helfta. Además del “Heraldo del divino amor” o “Las revelaciones”, nos quedan los “Ejercicios Espirituales”, una rara joya de la literatura mística espiritual.
En la observancia religiosa, nuestra santa es “una columna firme …], firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad”, dice su biógrafa (Ibid., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran fervor. A las oraciones y a las penitencias de la regla monástica añade otras con tal devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien la encuentra la conciencia de estar en la presencia del Señor. Y de hecho Dios mismo le da a entender que la ha llamado a ser instrumento de su gracia. De este inmenso tesoro divino Gertrudis se siente indigna, confiesa no haberlo custodiado y valorado. Exclama: “¡Ay de mí! ¡Si Tu me hubieses dado para recuerdo tuyo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría sin embargo debido guardarlo con mayor respeto y reverencia de cuanta he tenido por estos dones tuyos!” (Ibid., II,5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su indignidad, ella se adhiere a la voluntad de Dios, “porque – afirma – he aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer que me hayan sido concedidas para mí sola, no pudiendo tu eterna sabiduría ser frustrada por alguien. Haz, por tanto, o Dador de todo bien, que me has concedido gratuitamente dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus amigos se conmueva por el pensamiento de que el celo por las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón” (Ibid., II,5, p. 100s).
En particular, dos favores le fueron más queridos que ningún otro, como escribe la propia Gertrudis: “Los estigmas de tus saludables llagas que me imprimiste, como preciosas joyas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con que lo marcaste. Tu me inundaste con estos dones tuyos de tanta alegría que, aunque tuviese que vivir mil años sin ningún consuelo ni interior ni exterior, su recuerdo bastaría para reconfortarme, iluminarme, colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de muchas firmas ese sagrario nobilísimo de tu Divinidad que es tu Corazón divino […]. A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María Madre Tuya, y de haberme recomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría recomendar a su propia madre su esposa querida” (Ibid., II, 23, p. 145).
Dirigida hacia la comunión sin fin, concluyó su vida terrena el 17 de noviembre de 1301 o 1302, a la edad de casi 46 años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: “Oh, Jesús, tu que me eres inmensamente querido, estate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división, y mi tránsito sea bendecido por tí, de modo que mi espíritu, libre de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar reposo en ti. Amen” (Esercizi, Milán 2006, p. 148).
Me parece obvio que estas no son sólo cosas del pasado, históricas, sino que la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela de vida cristiana, de recta vía, que nos muestra que el centro de una vida feliz, de una vida verdadera, es la amistad con Jesús el Señor. Y esta amistad se aprende en el amor por la Sagrada Escritura, en el amor por la liturgia, en la fe profunda, en el amor por María, de forma que se conozca cada vez más realmente a Dios mismo y así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
Santa Gertrudis la Grande, de la que quisiera hablaros hoy, nos lleva también esta semana al monasterio de Helfta, donde nacieron algunas de las obras maestras de la literatura religiosa femenina latino-germánica. A este mundo pertenece Gertrudis, una de las místicas más famosas, única mujer de Alemania que lleva el apelativo “la Grande”, por su estatura cultural y evangélica: con su vida y su pensamiento incidió de modo singular en la espiritualidad cristiana. Es una mujer excepcional, dotada de talentos naturales particulares y de extraordinarios dones de la gracia, de profundísima humildad y ardiente celo por la salvación del prójimo, de íntima comunión con Dios en la contemplación y disponibilidad para socorrer a los necesitados.
En Helfta se compara, por así decirlo, sistemáticamente con su maestra Matilde de Hackeborn, de la que hablé en la Audiencia del pasado miércoles; entra en relación con Matilde de Magdeburgo, otra mística medieval; crece bajo el cuidado maternal, dulce y exigente de la abadesa Gertrudis. De estas tres hermanas suyas adquiere tesoros de experiencia y sabiduría; los elabora en una síntesis propia, recorriendo su itinerario religioso con confianza ilimitada en el Señor. Expresa la riqueza de la espiritualidad no sólo en su mundo monástico, sino también y sobre todo en el mundo bíblico, litúrgico,patrístico y benedictino, con un sello personalísimo y con gran eficacia comunicativa.
Nació el 6 de enero de 1256, fiesta de la Epifanía, pero no se sabe nada de sus padres ni de su lugar de nacimiento. Gertrudis escribe que el Señor mismo le revela el sentido de este primer desarraigo suyo, dice que el Señor habría dicho: “La elegí por morada mía porque me complazco de que todo lo que hay de amable en ella sea obra mía […]. Precisamente por esta razón la alejé de todos sus parientes para que nadie la amase por razón de consanguinidad y yo fuese el único motivo del afecto que la mueve” (Las Revelaciones, I, 16, Siena 1994, p. 76-77).
A la edad de cinco años, en 1261, entra en el monasterio, como se acostumbraba a menudo en aquella época, para la formación y el estudio. Aquí transcurre toda su existencia, de la que ella misma señala las etapas más significativas. En sus memorias recuerda que el Señor la preservó con paciencia generosa e infinita misericordia, olvidando los años de su infancia, adolescencia y juventud, transcurridos – escribe: “en una tal ceguera de mente que habría sido capaz […] de pensar, decir o hacer sin ningún remordimiento todo lo que me habría gustado y donde hubiese querido, si tu no me hubieses preservado, sea con un horror inherente por el mal y una natural inclinación al bien, sea con la vigilancia externa de los demás. Me habría comportado como una pagana […] y ello aún habiendo querido tu que desde la infancia, desde mi quinto año de edad, habitara en el santuario bendito de la religión para ser educada entre tus amigos más devotos” (Ibid., II, 23 140s).
Gertrudis fue una estudiante extraordinaria, aprendió todo lo que se podía aprender de las ciencias del Trivio y del Cuadrivio; estaba fascinada por el saber y se dedicó al estudio profano con ardor y tenacidad, consiguiendo éxitos escolares más allá de toda expectativa. Si no sabemos nada de sus orígenes, ella cuenta mucho sobre sus pasiones juveniles: la literatura, la música y el canto, el arte de la miniatura la cautivan; tiene un carácter fuerte, decidido, inmediato, impulsivo; a menudo dice que es negligente; reconoce sus defectos, pide humildemente perdón por ellos. Con humildad pide consejos y oraciones por su conversión. Hay rasgos de su temperamento y defectos que la acompañarán hasta el final, hasta el punto de hacer asombrar a algunas personas, que se preguntan cómo es posible que el Señor la prefiera tanto.
De estudiante pasó a consagrarse totalmente a Dios en la vida monástica y durante veinte años no sucedió nada excepcional: el estudio y la oración fueron su actividad principal. Por sus dotes sobresale entre sus hermanas; es tenaz en consolidar su cultura en campos diversos. Pero, durante el Adviento de 1280, empieza a sentir disgusto de todo ello, advierte su vanidad y el 27 de enero de 1281, pocos días antes de la fiesta de la Purificación de la Virgen, hacia la hora de Completas, el Señor ilumina sus densas tinieblas. Con suavidad y dulzura calma la turbación que la angustia, turbación que Gertrudis ve como un mismo don de Dios “para abatir esa torre de vanidad y de curiosidad que, ay de mí, aún llevando el nombre y el hábito de religiosa, había ido elevando con mi soberbia, y al menos así encontrar el camino para mostrarme tu salvación” (Ibid., II,1, p. 87). Tiene la visión de un jovencito que la guía a superar la maraña de espinas que oprime su alma, tomándola de la mano. En esa mano, Gertrudis reconoce “la preciosa huella de esas llagas que abrogaron todas las actas de acusación de nuestros enemigos” (Ibid., II,1, p. 89), reconoce a Aquel que sobre la Cruz nos salvó con su sangre, Jesús.
Desde aquel momento, su vida de comunión con el Señor se intensifica, sobre todo en los tiempos litúrgicos más significativos – Adviento-Navidad, Cuaresma-Pascua, fiestas de la Virgen – aún cuando, enferma, no podía dirigirse al coro. Es el mismo humus litúrgico de Matilde, su maestra, que Gertrudis, sin embargo, describe con imágenes, símbolos y términos más simples y lineales, más realistas, con referencias más directas a la Biblia, a los Padres, al mundo benedictino.
Su biógrafa indica dos direcciones de la que podríamos definir una particular “conversión” suya: en los estudios, con el paso radical de los estudios humanistas profanos a los teológicos, y en la observancia monástica, con el paso de la vida que ella define como negligente a la vida de oración intensa, mística, con un excepcional ardor misionero. El Señor, que la había elegido desde el seno materno y que desde pequeña la había hecho participar en el banquete de la vida monástica, la vuelve a llamar con su gracia “desde las cosas externas a la vida interior, y desde las ocupaciones terrenas al amor por las cosas espirituales”. Gertrudis comprende que ha estado lejos de Él, en la región de la disimilitud, como dice san Agustín: de haberse dedicado con demasiada avidez a los estudios liberales, a la sabiduría humana, descuidando la ciencia espiritual, privándose del gusto de la verdadera sabiduría; ahora es conducida al monte de la contemplación, donde deja al hombre viejo para revestirse del nuevo. “De gramática se convierte en teóloga, con la lectura incansable y cuidadosa de todos los libros sagrados que podía tener u obtener, llenaba su corazón de las más útiles y dulces sentencias de la Sagrada Escritura. Tenía por ello siempre dispuesta alguna palabra inspirada y de edificación con la que satisfacer a quien venía a consultarla, y al mismo tiempo los textos escriturísticos más adecuados para confutar cualquier opinión errónea y cerrar la boca a sus oponentes” (Ibid., I,1, p. 25).
Gertrudis transforma todo esto en apostolado: se dedica a escribir y divulgar las verdades de la fe con claridad y sencillez, gracia y persuasión, sirviendo con amor y fidelidad a la Iglesia, hasta el punto de que fue útil y bienvenida para los teólogos y las personas piadosas. De esta intensa actividad suya nos queda poco, también a causa de las circunstancias que llevaron a la destrucción del monasterio de Helfta. Además del “Heraldo del divino amor” o “Las revelaciones”, nos quedan los “Ejercicios Espirituales”, una rara joya de la literatura mística espiritual.
En la observancia religiosa, nuestra santa es “una columna firme …], firmísima propugnadora de la justicia y de la verdad”, dice su biógrafa (Ibid., I, 1, p. 26). Con las palabras y el ejemplo suscita en los demás gran fervor. A las oraciones y a las penitencias de la regla monástica añade otras con tal devoción y abandono confiado en Dios, que suscita en quien la encuentra la conciencia de estar en la presencia del Señor. Y de hecho Dios mismo le da a entender que la ha llamado a ser instrumento de su gracia. De este inmenso tesoro divino Gertrudis se siente indigna, confiesa no haberlo custodiado y valorado. Exclama: “¡Ay de mí! ¡Si Tu me hubieses dado para recuerdo tuyo, indigna como soy, incluso un solo hilo de estopa, habría sin embargo debido guardarlo con mayor respeto y reverencia de cuanta he tenido por estos dones tuyos!” (Ibid., II,5, p. 100). Pero, reconociendo su pobreza y su indignidad, ella se adhiere a la voluntad de Dios, “porque – afirma – he aprovechado tan poco tus gracias que no puedo decidirme a creer que me hayan sido concedidas para mí sola, no pudiendo tu eterna sabiduría ser frustrada por alguien. Haz, por tanto, o Dador de todo bien, que me has concedido gratuitamente dones tan inmerecidos, que, leyendo este escrito, el corazón de al menos uno de tus amigos se conmueva por el pensamiento de que el celo por las almas te ha inducido a dejar durante tanto tiempo una gema de valor tan inestimable en medio del fango abominable de mi corazón” (Ibid., II,5, p. 100s).
En particular, dos favores le fueron más queridos que ningún otro, como escribe la propia Gertrudis: “Los estigmas de tus saludables llagas que me imprimiste, como preciosas joyas, en el corazón, y la profunda y saludable herida de amor con que lo marcaste. Tu me inundaste con estos dones tuyos de tanta alegría que, aunque tuviese que vivir mil años sin ningún consuelo ni interior ni exterior, su recuerdo bastaría para reconfortarme, iluminarme, colmarme de gratitud. Quisiste también introducirme en la inestimable intimidad de tu amistad, abriéndome de muchas firmas ese sagrario nobilísimo de tu Divinidad que es tu Corazón divino […]. A este cúmulo de beneficios añadiste el de darme por Abogada a la santísima Virgen María Madre Tuya, y de haberme recomendado a menudo a su afecto como el más fiel de los esposos podría recomendar a su propia madre su esposa querida” (Ibid., II, 23, p. 145).
Dirigida hacia la comunión sin fin, concluyó su vida terrena el 17 de noviembre de 1301 o 1302, a la edad de casi 46 años. En el séptimo Ejercicio, el de la preparación a la muerte, santa Gertrudis escribe: “Oh, Jesús, tu que me eres inmensamente querido, estate siempre conmigo, para que mi corazón permanezca contigo y tu amor persevere conmigo sin posibilidad de división, y mi tránsito sea bendecido por tí, de modo que mi espíritu, libre de los lazos de la carne, pueda inmediatamente encontrar reposo en ti. Amen” (Esercizi, Milán 2006, p. 148).
Me parece obvio que estas no son sólo cosas del pasado, históricas, sino que la existencia de santa Gertrudis sigue siendo una escuela de vida cristiana, de recta vía, que nos muestra que el centro de una vida feliz, de una vida verdadera, es la amistad con Jesús el Señor. Y esta amistad se aprende en el amor por la Sagrada Escritura, en el amor por la liturgia, en la fe profunda, en el amor por María, de forma que se conozca cada vez más realmente a Dios mismo y así la verdadera felicidad, la meta de nuestra vida. Gracias.
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
Benedicto XVI: he hablado al corazón de todos los ingleses Audiencia del 22 de septiembre 2010
Queridos hermanos y hermanas
Hoy quisiera detenerme a hablar del viaje apostólico en el Reino Unido, que Dios me ha concedido realizar en estos días pasados. Ha sido una visita oficial y, al mismo tiempo, una peregrinación al corazón de la historia y del hoy de un pueblo rico de cultura y de fe, como lo es el británico. Se ha tratado de un acontecimiento histórico, que ha marcado una nueva fase importante en la larga y compleja historia de las relaciones entre esas poblaciones y la Santa Sede. El objetivo principal d la visita era el de proclamar beato al cardenal John Henry Newman, uno de los ingleses más grandes de los tiempos recientes, insigne teólogo y hombre de Iglesia. En efecto, la ceremonia de beatificación representó el momento principal del viaje apostólico, cuyo tema estaba inspirado en el lema de la insignia cardenalicia del beato Newman: “El corazón habla al corazón”. Y en las cuatro intensas y bellísimas jornadas transcurridas en esa noble tierra tuve la gran alegría de hablar al corazón de los habitantes del Reino Unido, y ellos han hablado al mío, especialmente con su presencia y con el testimonio de su fe. Pude de hecho constatar cómo la herencia cristiana es aún fuerte e incluso activa en todos los estratos de la vida social. El corazón de los británicos y su existencia están abiertos a la realidad de Dios y hay numerosas expresiones de religiosidad que esta visita mía ha puesto aún más en evidencia.
Desde el primer día de mi permanencia en el Reino Unido, y durante todo el periodo de mi estancia, he recibido en todas partes una calurosa acogida por parte de las Autoridades, de los representantes de las diversas realidades sociales, de los representantes de las diversas Confesiones religiosas y especialmente de la gente común. Pienso de modo particular en los fieles de la Comunidad católica y en sus Pastores que, aún siendo minoría en el país, son muy apreciados y considerados, comprometidos en el anuncio gozoso de Jesucristo, haciendo resplandecer al Señor y haciéndose su voz especialmente entre los últimos. A todos renuevo la expresión de mi profunda gratitud, por el entusiasmo demostrado y por la encomiable diligencia con la que han trabajado por el éxito de esta visita mía, cuyo recuerdo conservaré para siempre en mi corazón.
La primera cita fue en Edimburgo con Su Majestad la Reina Isabel II, que juntamente con su Consorte, el Duque de Edimburgo, me acogió con gran cortesía en nombre de todo el pueblo británico. Se trató de un encuentro muy cordial, caracterizado por compartir algunas profundas preocupaciones por el bienestar de los pueblos del mundo y por el papel de los valores cristianos en la sociedad. En la histórica capital de Escocia pude admirar las bellezas artísticas, testimonio de una rica tradición y de profundas raíces cristianas. Hice referencia a esto en el discurso a Su Majestad y a las Autoridades presentes, recordando que el mensaje cristiano se ha convertido en parte integrante de la lengua, del pensamiento y de la cultura de los pueblos de esas Islas. Hablé también del papel que Gran Bretaña ha tenido y sigue teniendo en el panorama internacional, mencionando la importancia de los pasos llevados a cabo para una pacificación justa y duradera en Irlanda del Norte.
La atmósfera de fiesta y de alegría creada por los jóvenes y por los niños alegró la etapa de Edimburgo. Al llegar después a Glasgow, ciudad embellecida por encantadores parques, presidí la primera Santa Misa del viaje precisamente en el Bellahouston Park. Fue un momento de intensa espiritualidad, muy importante para los católicos del país, también considerando el hecho de que en aquel día se celebraba la fiesta litúrgica de san Ninian, primer evangelizador de Escocia. En esa asamblea litúrgica reunida en oración atenta y compartida, hecha aún más solemne por las melodías tradicionales y los cantos pegadizos, recordé la importancia de la evangelización de la cultura, especialmente en nuestra época en la que un relativismo penetrante amenaza con oscurecer la inmutable verdad sobre la naturaleza del hombre.
En la segunda jornada comencé la visita a Londres. Allí encontré en primer lugar al mundo de la educación católica, que tiene un papel relevante en el sistema de instrucción de ese país. En un autentico clima de familia hablé a los educadores, recordando la importancia de la fe en la formación de ciudadanos maduros y responsables. A los numerosos adolescentes y jóvenes, que me acogieron con alegría y entusiasmo, les propuse que no persigan objetivos limitados, contentándose con elecciones cómodas, sino de apuntar hacia algo más grande, es decir, la búsqueda de la verdadera felicidad que se encuentra sólo en Dios. En la cita siguiente con los responsables de las demás religiones mayormente presentes en el Reino Unido, recordé la ineludible necesidad de un diálogo sincero, que necesita el respeto del principio de reciprocidad para que sea plenamente fructífero. Al mismo tiempo, puse de manifiesto la búsqueda de lo sagrado como terreno común a todas las religiones sobre el que reforzar la amistad, la confianza y la colaboración.
La visita fraternal al Arzobispo de Canterbury fue la ocasión para reafirmar el compromiso común de dar testimonio del mensaje cristiano que une a católicos y anglicanos. Fue seguido por uno de los momentos más significativos del viaje apostólico: el encuentro en el gran salón del Parlamento británico con personalidades institucionales, políticas, diplomáticas, académicas, religiosas, representantes del mundo cultural y empresarial. En ese lugar tan prestigioso subrayé que la religión, para los legisladores, no debe representar un problema que resolver, sino un factor que contribuye de forma vital al camino histórico y al debate público de la nación, en particular al recordar la importancia esencial del fundamento ético para las decisiones en los diversos sectores de la vida social.
En ese mismo clima solemne, me dirigí después a la Abadía de Westminster: por primera vez un Sucesor de Pedro en el lugar de culto símbolo de las antiquísimas raíces cristianas del país. El rezo de la oración de las Vísperas, junto a las diversas comunidades cristianas del Reino Unido, representó un momento importante en las relaciones entre la Comunidad católica y la Comunión anglicana. Cuando veneramos juntos la tumba de san Eduardo el confesor, mientras el coro cantaba:Congregavit nos in unum Christi amor, alabó a Dios, que nos conduce en el camino de la unidad plena.
En la mañana del sábado, la cita con el Primer Ministro abrió la serie de encuentros con los mayores representantes del mundo político británico. Fue seguida de la celebración eucarística en la catedral de Westminster, dedicada a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor. Fue un extraordinario momento de fe y de oración – que puso de manifiesto la rica y preciosa tradición de música litúrgica “romana” e “inglesa” – a la que tomaron parte los diversos componentes eclesiales, espiritualmente unidas a las multitudes de creyentes de la larga historia cristiana de esa tierra. Es grande mi alegría por haber encontrado un gran número de jóvenes que participaban en la Santa Misa desde el exterior de la catedral. Con su presencia llena de entusiasmo y a la vez atenta y ansiosa, demostraron querer ser los protagonistas de una nueva etapa de valiente testimonio, de solidaridad con los hechos, de generoso compromiso al servicio del Evangelio.
En la Nunciatura Apostólica me encontré con algunas víctimas de abusos por parte de miembros del clero y de religiosos. Fue un momento intenso de conmoción y de oración. Poco después, me encontré también con un grupo de profesionales y voluntarios responsables de la protección de los niños y de los jóvenes en los ambientes eclesiales, un aspecto particularmente importante y presente en el compromiso pastoral de la Iglesia. Les di las gracias y les animé a continuar su trabajo, que se inserta en la larga tradición de la Iglesia de cuidado por el respeto, la educación y la formación de las nuevas generaciones. Siempre en Londres, visité el asilo de ancianos que regentan las Hermanitas de los Pobres, con la preciosa aportación de numerosas enfermeras y voluntarios. Esta estructura de acogida es signo de la gran consideración que la Iglesia ha tenido siempre por el anciano, como también expresión del compromiso de los católicos británicos en el respeto a la vida sin tener en cuenta la edad o las condiciones.
Como decía, el culmen de mi visita al Reino Unido fue la beatificación del cardenal John Henry Newman, ilustre hijo de Inglaterra. Ésta fue precedida y preparada por una vigilia especial de oración que tuvo lugar el sábado por la noche en Londres, en el Hyde Park, en una atmósfera de profundo recogimiento. A la multitud de los fieles, especialmente los jóvenes, quise volver a proponer la luminosa figura del cardenal Newman, intelectual y creyente, cuyo mensaje espiritual se puede resumir en el testimonio de que el camino del conocimiento no es cerrazón en el propio “yo”, sino que es apertura, conversión y obediencia a Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. El rito de beatificación tuvo lugar en Birmingham, durante la solemne Celebración eucarística dominical, con la presencia de una gran muchedumbre procedente de toda Gran Bretaña y de Irlanda, con representaciones de muchos otros países. Este impresionante acontecimiento ha puesto aún más de relieve a un erudito de gran talla, un insigne escritor y poeta, un sabio hombre de Dios, cuyo pensamiento iluminó muchas conciencias y que aún hoy ejerce una fascinación extraordinaria. Que en él, en particular, se inspiren los creyentes y las comunidades eclesiales del Reino Unido, para que también en nuestros días esa noble tierra siga produciendo frutos abundantes de vida evangélica.
El encuentro con la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales y con la de Escocia concluyó una jornada de gran fiesta y de intensa comunión de corazones para la comunidad católica en Gran Bretaña.
Queridos hermanos y hermanas, en esta visita mía al Reino Unido, como siempre quise sostener en primer lugar a la comunidad católica, animándola a trabajar sin descanso para defender las verdades morales inmutables que, retomadas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio, están a la base de una sociedad verdaderamente humana, justa y libre. He querido también hablar al corazón de todos los habitantes del Reino Unido, sin excluir a nadie, de la verdadera realidad del hombre, de sus necesidades más profundas, de su destino último. Al dirigirme a los ciudadanos de ese país, encrucijada de la cultura y de la economía mundial, tuve presente a todo Occidente, dialogando con las razones de esta civilización y comunicando la perenne novedad del Evangelio, de la que ésta está impregnada. Este viaje apostólico ha confirmado en mí una convicción profunda: las antiguas naciones de Europa tienen un alma cristiana, que constituye una unidad con el “genio” y la historia de los respectivos pueblos, y la Iglesia no deja de trabajar para mantener continuamente en pie esta tradición espiritual y cultural.
El beato John Henry Newman, cuya figura y escritor conservan aún una actualidad extraordinaria, merece ser conocido por todos. Que él sostenga los propósitos y los esfuerzos de los cristianos para “difundir en todas partes el perfume de Cristo, para que toda su vida sea sólo una irradiación de la suya”, como escribía sabiamente en su libro Irradiar a Cristo.
[Llamamiento]
En esta semana tiene lugar en Viena la reunión plenaria de la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto. El tema de la actual fase de estudio es el papel del obispo de Roma en la comunión de la Iglesia universal, con particular referencia al primer milenio de la historia cristiana. La obediencia a la voluntad del Señor Jesús, y la consideración de los grandes desafíos que hoy se presentan ante el cristianismo, nos obligan a comprometernos seriamente en la causa del restablecimiento de la plena comunión entre las Iglesias. Exhorto a todos a rezar intensamente por los trabajos de la Comisión y por un continuo desarrollo y consolidación de la paz entre los bautizados, para que podamos dar al mundo un testimonio evangélico cada vez más auténtico".
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
Hoy quisiera detenerme a hablar del viaje apostólico en el Reino Unido, que Dios me ha concedido realizar en estos días pasados. Ha sido una visita oficial y, al mismo tiempo, una peregrinación al corazón de la historia y del hoy de un pueblo rico de cultura y de fe, como lo es el británico. Se ha tratado de un acontecimiento histórico, que ha marcado una nueva fase importante en la larga y compleja historia de las relaciones entre esas poblaciones y la Santa Sede. El objetivo principal d la visita era el de proclamar beato al cardenal John Henry Newman, uno de los ingleses más grandes de los tiempos recientes, insigne teólogo y hombre de Iglesia. En efecto, la ceremonia de beatificación representó el momento principal del viaje apostólico, cuyo tema estaba inspirado en el lema de la insignia cardenalicia del beato Newman: “El corazón habla al corazón”. Y en las cuatro intensas y bellísimas jornadas transcurridas en esa noble tierra tuve la gran alegría de hablar al corazón de los habitantes del Reino Unido, y ellos han hablado al mío, especialmente con su presencia y con el testimonio de su fe. Pude de hecho constatar cómo la herencia cristiana es aún fuerte e incluso activa en todos los estratos de la vida social. El corazón de los británicos y su existencia están abiertos a la realidad de Dios y hay numerosas expresiones de religiosidad que esta visita mía ha puesto aún más en evidencia.
Desde el primer día de mi permanencia en el Reino Unido, y durante todo el periodo de mi estancia, he recibido en todas partes una calurosa acogida por parte de las Autoridades, de los representantes de las diversas realidades sociales, de los representantes de las diversas Confesiones religiosas y especialmente de la gente común. Pienso de modo particular en los fieles de la Comunidad católica y en sus Pastores que, aún siendo minoría en el país, son muy apreciados y considerados, comprometidos en el anuncio gozoso de Jesucristo, haciendo resplandecer al Señor y haciéndose su voz especialmente entre los últimos. A todos renuevo la expresión de mi profunda gratitud, por el entusiasmo demostrado y por la encomiable diligencia con la que han trabajado por el éxito de esta visita mía, cuyo recuerdo conservaré para siempre en mi corazón.
La primera cita fue en Edimburgo con Su Majestad la Reina Isabel II, que juntamente con su Consorte, el Duque de Edimburgo, me acogió con gran cortesía en nombre de todo el pueblo británico. Se trató de un encuentro muy cordial, caracterizado por compartir algunas profundas preocupaciones por el bienestar de los pueblos del mundo y por el papel de los valores cristianos en la sociedad. En la histórica capital de Escocia pude admirar las bellezas artísticas, testimonio de una rica tradición y de profundas raíces cristianas. Hice referencia a esto en el discurso a Su Majestad y a las Autoridades presentes, recordando que el mensaje cristiano se ha convertido en parte integrante de la lengua, del pensamiento y de la cultura de los pueblos de esas Islas. Hablé también del papel que Gran Bretaña ha tenido y sigue teniendo en el panorama internacional, mencionando la importancia de los pasos llevados a cabo para una pacificación justa y duradera en Irlanda del Norte.
La atmósfera de fiesta y de alegría creada por los jóvenes y por los niños alegró la etapa de Edimburgo. Al llegar después a Glasgow, ciudad embellecida por encantadores parques, presidí la primera Santa Misa del viaje precisamente en el Bellahouston Park. Fue un momento de intensa espiritualidad, muy importante para los católicos del país, también considerando el hecho de que en aquel día se celebraba la fiesta litúrgica de san Ninian, primer evangelizador de Escocia. En esa asamblea litúrgica reunida en oración atenta y compartida, hecha aún más solemne por las melodías tradicionales y los cantos pegadizos, recordé la importancia de la evangelización de la cultura, especialmente en nuestra época en la que un relativismo penetrante amenaza con oscurecer la inmutable verdad sobre la naturaleza del hombre.
En la segunda jornada comencé la visita a Londres. Allí encontré en primer lugar al mundo de la educación católica, que tiene un papel relevante en el sistema de instrucción de ese país. En un autentico clima de familia hablé a los educadores, recordando la importancia de la fe en la formación de ciudadanos maduros y responsables. A los numerosos adolescentes y jóvenes, que me acogieron con alegría y entusiasmo, les propuse que no persigan objetivos limitados, contentándose con elecciones cómodas, sino de apuntar hacia algo más grande, es decir, la búsqueda de la verdadera felicidad que se encuentra sólo en Dios. En la cita siguiente con los responsables de las demás religiones mayormente presentes en el Reino Unido, recordé la ineludible necesidad de un diálogo sincero, que necesita el respeto del principio de reciprocidad para que sea plenamente fructífero. Al mismo tiempo, puse de manifiesto la búsqueda de lo sagrado como terreno común a todas las religiones sobre el que reforzar la amistad, la confianza y la colaboración.
La visita fraternal al Arzobispo de Canterbury fue la ocasión para reafirmar el compromiso común de dar testimonio del mensaje cristiano que une a católicos y anglicanos. Fue seguido por uno de los momentos más significativos del viaje apostólico: el encuentro en el gran salón del Parlamento británico con personalidades institucionales, políticas, diplomáticas, académicas, religiosas, representantes del mundo cultural y empresarial. En ese lugar tan prestigioso subrayé que la religión, para los legisladores, no debe representar un problema que resolver, sino un factor que contribuye de forma vital al camino histórico y al debate público de la nación, en particular al recordar la importancia esencial del fundamento ético para las decisiones en los diversos sectores de la vida social.
En ese mismo clima solemne, me dirigí después a la Abadía de Westminster: por primera vez un Sucesor de Pedro en el lugar de culto símbolo de las antiquísimas raíces cristianas del país. El rezo de la oración de las Vísperas, junto a las diversas comunidades cristianas del Reino Unido, representó un momento importante en las relaciones entre la Comunidad católica y la Comunión anglicana. Cuando veneramos juntos la tumba de san Eduardo el confesor, mientras el coro cantaba:Congregavit nos in unum Christi amor, alabó a Dios, que nos conduce en el camino de la unidad plena.
En la mañana del sábado, la cita con el Primer Ministro abrió la serie de encuentros con los mayores representantes del mundo político británico. Fue seguida de la celebración eucarística en la catedral de Westminster, dedicada a la Preciosísima Sangre de Nuestro Señor. Fue un extraordinario momento de fe y de oración – que puso de manifiesto la rica y preciosa tradición de música litúrgica “romana” e “inglesa” – a la que tomaron parte los diversos componentes eclesiales, espiritualmente unidas a las multitudes de creyentes de la larga historia cristiana de esa tierra. Es grande mi alegría por haber encontrado un gran número de jóvenes que participaban en la Santa Misa desde el exterior de la catedral. Con su presencia llena de entusiasmo y a la vez atenta y ansiosa, demostraron querer ser los protagonistas de una nueva etapa de valiente testimonio, de solidaridad con los hechos, de generoso compromiso al servicio del Evangelio.
En la Nunciatura Apostólica me encontré con algunas víctimas de abusos por parte de miembros del clero y de religiosos. Fue un momento intenso de conmoción y de oración. Poco después, me encontré también con un grupo de profesionales y voluntarios responsables de la protección de los niños y de los jóvenes en los ambientes eclesiales, un aspecto particularmente importante y presente en el compromiso pastoral de la Iglesia. Les di las gracias y les animé a continuar su trabajo, que se inserta en la larga tradición de la Iglesia de cuidado por el respeto, la educación y la formación de las nuevas generaciones. Siempre en Londres, visité el asilo de ancianos que regentan las Hermanitas de los Pobres, con la preciosa aportación de numerosas enfermeras y voluntarios. Esta estructura de acogida es signo de la gran consideración que la Iglesia ha tenido siempre por el anciano, como también expresión del compromiso de los católicos británicos en el respeto a la vida sin tener en cuenta la edad o las condiciones.
Como decía, el culmen de mi visita al Reino Unido fue la beatificación del cardenal John Henry Newman, ilustre hijo de Inglaterra. Ésta fue precedida y preparada por una vigilia especial de oración que tuvo lugar el sábado por la noche en Londres, en el Hyde Park, en una atmósfera de profundo recogimiento. A la multitud de los fieles, especialmente los jóvenes, quise volver a proponer la luminosa figura del cardenal Newman, intelectual y creyente, cuyo mensaje espiritual se puede resumir en el testimonio de que el camino del conocimiento no es cerrazón en el propio “yo”, sino que es apertura, conversión y obediencia a Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida. El rito de beatificación tuvo lugar en Birmingham, durante la solemne Celebración eucarística dominical, con la presencia de una gran muchedumbre procedente de toda Gran Bretaña y de Irlanda, con representaciones de muchos otros países. Este impresionante acontecimiento ha puesto aún más de relieve a un erudito de gran talla, un insigne escritor y poeta, un sabio hombre de Dios, cuyo pensamiento iluminó muchas conciencias y que aún hoy ejerce una fascinación extraordinaria. Que en él, en particular, se inspiren los creyentes y las comunidades eclesiales del Reino Unido, para que también en nuestros días esa noble tierra siga produciendo frutos abundantes de vida evangélica.
El encuentro con la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales y con la de Escocia concluyó una jornada de gran fiesta y de intensa comunión de corazones para la comunidad católica en Gran Bretaña.
Queridos hermanos y hermanas, en esta visita mía al Reino Unido, como siempre quise sostener en primer lugar a la comunidad católica, animándola a trabajar sin descanso para defender las verdades morales inmutables que, retomadas, iluminadas y confirmadas por el Evangelio, están a la base de una sociedad verdaderamente humana, justa y libre. He querido también hablar al corazón de todos los habitantes del Reino Unido, sin excluir a nadie, de la verdadera realidad del hombre, de sus necesidades más profundas, de su destino último. Al dirigirme a los ciudadanos de ese país, encrucijada de la cultura y de la economía mundial, tuve presente a todo Occidente, dialogando con las razones de esta civilización y comunicando la perenne novedad del Evangelio, de la que ésta está impregnada. Este viaje apostólico ha confirmado en mí una convicción profunda: las antiguas naciones de Europa tienen un alma cristiana, que constituye una unidad con el “genio” y la historia de los respectivos pueblos, y la Iglesia no deja de trabajar para mantener continuamente en pie esta tradición espiritual y cultural.
El beato John Henry Newman, cuya figura y escritor conservan aún una actualidad extraordinaria, merece ser conocido por todos. Que él sostenga los propósitos y los esfuerzos de los cristianos para “difundir en todas partes el perfume de Cristo, para que toda su vida sea sólo una irradiación de la suya”, como escribía sabiamente en su libro Irradiar a Cristo.
[Llamamiento]
En esta semana tiene lugar en Viena la reunión plenaria de la Comisión Mixta Internacional para el Diálogo Teológico entre la Iglesia católica y la Iglesia ortodoxa en su conjunto. El tema de la actual fase de estudio es el papel del obispo de Roma en la comunión de la Iglesia universal, con particular referencia al primer milenio de la historia cristiana. La obediencia a la voluntad del Señor Jesús, y la consideración de los grandes desafíos que hoy se presentan ante el cristianismo, nos obligan a comprometernos seriamente en la causa del restablecimiento de la plena comunión entre las Iglesias. Exhorto a todos a rezar intensamente por los trabajos de la Comisión y por un continuo desarrollo y consolidación de la paz entre los bautizados, para que podamos dar al mundo un testimonio evangélico cada vez más auténtico".
[Traducción del original italiano por Inma Álvarez
Benedicto XVI: santa Hildegarda de Bingen, teóloga y artista (audiencia 8 septiembre 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Quisiera retomar y continuar la reflexión sobre santa Hildegarda de Bingen, importante figura femenina de la Edad Media, que se caracterizó por su sabiduría espiritual y santidad de vida. Las visiones místicas de Hildegarda se parecen a las de los profetas del Antiguo Testamento: al expresarse con las categorías culturales y religiosas de su tiempo, interpretaba a la luz de Dios las Sagradas Escrituras, aplicándolas a las circunstancias de la vida. De este modo, todo los que la escuchaban se sentían invitados a vivir un estilo de existencia cristiana coherente y comprometido. En una carta a san Bernardo, la mística del Palatinado Renano confiesa: "La visión atrae todo mi ser: no sólo veo con los ojos del cuerpo, sino que se me aparece en el espíritu de los misterios... Conozco el significado profundo de lo que se expone en el Salterio, en los Evangelios, en los demás libros, que se me han mostrado en esta visión. Ésta quema como una llama en mi pecho y en mi alma, y me enseña a comprender profundamente el texto (Epistolarium pars prima I-XC: CCCM 91).
Las visiones de Hildegarda están llenas de contenido teológico. Hacen referencia a los principales acontecimientos de la historia de la salvación, y usan un lenguaje principalmente poético y simbólico. Por ejemplo, en su obra más famosa, titulada "Scivias", es decir, "Conoce los caminos", resume en treinta y cinco visiones los eventos de la historia de la salvación, desde la creación del mundo al fin de los tiempos. Con los rasgos característicos de la sensibilidad femenina, Hildegarda, en la parte central de su obra, desarrolla el tema del matrimonio místico entre Dios y la humanidad realizado en la Encarnación. En el árbol de la Cruz se realizan las bodas del Hijo de Dios con la Iglesia, su esposa, llena de gracias y que ha recibido la gracia de ser capaz de dar a Dios nuevos hijos, en el amor del Espíritu Santo (Cf.Visio tertia: PL 197, 453c).
A partir de estas breves referencias vemos ya cómo también la teología puede recibir una contribución peculiar de las mujeres, porque son capaces de hablar de Dios y de los misterios de la fe con su inteligencia y sensibilidad propias. Aliento por este motivo a todas aquellas que desempeñan este servicio a realizarlo con profundo espíritu eclesial, alimentando la propia reflexión con la oración y teniendo en cuenta la gran riqueza, aún en parte inexplorada, de la tradición mística medieval, sobre todo la representada por modelos luminosos, como Hildegarda de Bingen.
La mística renana es autora también de otros escritos, dos de ellos particularmente importantes, porque muestran, como en "Scivias", sus visiones místicas: el "Liber vitae meritorum" (Libro de los méritos de la vida) y el "Liber divinorum operum" (Libro de las obras divinas), también llamado "De operatione Dei". En el primero, se describe una visión única y poderosa de Dios que vivifica el cosmos con su fuerza y con su luz. Hildegarda subraya la profunda relación entre el hombre y Dios y nos recuerda que toda la creación, de la que el ser humano es la cumbre, recibe la vida de la Trinidad. El texto está centrado en la relación entre virtud y vicios, de manera que el ser humano debe afrontar diariamente el desafío de los vicios, que le alejan en el camino hacia Dios y las virtudes que le favorecen. Es una invitación a alejarse del mal para glorificar a Dios y entrar, después de una existencia virtuosa, en la vida "llena de alegría".
En el segundo libro, considerado por muchos su obra maestra, describe la creación en su relación con Dios y la centralidad del hombre, expresando un fuerte cristocentrismo de sabor bíblico-patrístico. La santa, que presenta cinco visiones inspiradas en el Prólogo del Evangelio de san Juan, refiere las palabras que el Hijo dirige al Padre: "Toda la obra que has querido y que me has encomendado, la he cumplido, y yo estoy en ti y tú en mi, y que somos una sola cosa" (Pars III, Visio X: PL 197, 1025a).
En otros escritos, por último, Hildegarda manifiesta una variedad de intereses y el dinamismo cultural de los monasterios femeninos de la Edad Media, a diferencia de los prejuicios que todavía hoy siguen extendiéndose sobre esa época. Hildegarda se dedicó a la medicina y a las ciencias naturales, así como a la música, pues tenía talento artístico. Compuso también himnos, antífonas y cantos, recogidos con el título Symphonia Harmoniae Caelestium Revelationum (Sinfonía de la Armonía de las Revelaciones Celestes), que eran gozosamente interpretados en los monasterios, difundiendo una atmósfera de serenidad, y que han llegado hasta nosotros. Para ella, toda la creación es una sinfonía del Espíritu Santo, que es en sí mismo alegría y júbilo.
La popularidad que rodeaba a Hildegarda llevaba a muchas personas hacerle consultas. Por este motivo, disponemos de muchas de sus cartas. A ella se dirigían comunidades monásticas de hombres y mujeres, obispos y abades. Muchas de las respuestas siguen siendo válidas para nosotros. Por ejemplo, a una comunidad religiosa femenina Hildegarda le escribía: "La vida espiritual debe ser atendida con mucha dedicación. Al inicio el cansancio es amargo. Dado que exige la renuncia a los caprichos, al placer de la carne y a cosas semejantes. Pero, si se deja fascinar por la santidad, un alma santa experimentará como algo dulce y agradable el mismo desprecio del mundo. Sólo es necesario prestar atención inteligentemente a que el alma no se marchite" (E. Gronau,Hildegard. Vita di una donna profetica alle origini dell'età moderna, Milano 1996, p. 402). Y cuando el emperador Federico Barbarroja provocó un cisma eclesial oponiendo tres antipapas al Papa legítimo, Alejando III, Hildegarda, inspirada en sus visiones, no dudó en recordarle que también él, el emperador, estaba sometido al juicio de Dios. Con la audacia que caracteriza a todo profeta, escribió al emperador estas palabras de parte de Dios: "¡Atento, atento a esta malvada conducta de los impíos que me desprecian! ¡Escucha, rey, si quieres vivir! ¡De lo contrario mi espada te traspasará!" (Ibídem, p. 412).
Con la autoridad espiritual de la que estaba dotada, Hildegarda viajó en los últimos años de su vida, a pesar de la edad avanzada y de las penosas condiciones de los desplazamientos. Todos la escuchaban con gusto, incluso cuando utilizaba un tono severo: la consideraban una mensajera enviada por Dios. Exhortaba sobre todo a las comunidades monásticas y al clero a vivir en conformidad con su vocación. En particular, Hildegarda se opuso al movimiento de los cátaros alemanes. Los cátaros, literalmente "puros", propugnaban una reforma radical de la Iglesia, sobre todo para combatir los abusos del clero. Ella les reprendió con fuerza por querer subvertir la naturaleza misma de la Iglesia, recordándoles que una verdadera renovación de la comunidad eclesial no se consigue tanto con el cambio de las estructuras, como con un sincero espíritu de penitencia y un camino de conversión. Este es un mensaje que nunca debemos olvidar.
Invoquemos siempre al Espíritu Santo para que suscite en la Iglesia mujeres santas y valientes, como santa Hildegarda de Bingen, que apreciando los dones recibidos de Dios, aporten su preciosa y peculiar contribución para el crecimiento espiritual de nuestras comunidades y de la Iglesia en nuestro tiempo.
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Quisiera continuar en el día de hoy hablando de Santa Hildegarda de Bingen, religiosa benedictina de origen alemán que, en el siglo XII, se distinguió por su santidad y sabiduría espiritual.
Esta santa gozó durante toda su vida de continuas visiones místicas, que una vez reconocidas por la autoridad de la Iglesia, se pusieron por escrito en diversos libros. Éstos rezuman un amplio conocimiento de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia. Las obras de Santa Hildegarda se centran en la exposición de los principales misterios de la historia de la salvación, presentados con una notable profundidad teológica, y con su peculiar inteligencia y sensibilidad femenina. Además de su producción teológica y moral, Hildegarda abordó temas relativos a la medicina, las ciencias naturales o la música.
Gozó de gran popularidad en su época, por lo que numerosos obispos y abades mantenían correspondencia con ella, consultándole muchos de los problemas que se les planteaban. En los últimos años de su vida, se dedicó también a hablar de Dios a la gente, subrayando especialmente la necesidad de una continua conversión en la vida monástica y sacerdotal.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Diócesis de Tula, en México, que están celebrando el cincuenta aniversario de la creación de esa diócesis; a los médicos y administrativos de la Arquidiócesis de Salta, en Argentina; así como a los demás fieles provenientes de España, México, Panamá, El Salvador, Honduras y otros países latinoamericanos. Invoquemos al Espíritu Santo, para que suscite siempre en la Iglesia mujeres santas que, contribuyan al crecimiento espiritual de nuestras comunidades. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
Quisiera retomar y continuar la reflexión sobre santa Hildegarda de Bingen, importante figura femenina de la Edad Media, que se caracterizó por su sabiduría espiritual y santidad de vida. Las visiones místicas de Hildegarda se parecen a las de los profetas del Antiguo Testamento: al expresarse con las categorías culturales y religiosas de su tiempo, interpretaba a la luz de Dios las Sagradas Escrituras, aplicándolas a las circunstancias de la vida. De este modo, todo los que la escuchaban se sentían invitados a vivir un estilo de existencia cristiana coherente y comprometido. En una carta a san Bernardo, la mística del Palatinado Renano confiesa: "La visión atrae todo mi ser: no sólo veo con los ojos del cuerpo, sino que se me aparece en el espíritu de los misterios... Conozco el significado profundo de lo que se expone en el Salterio, en los Evangelios, en los demás libros, que se me han mostrado en esta visión. Ésta quema como una llama en mi pecho y en mi alma, y me enseña a comprender profundamente el texto (Epistolarium pars prima I-XC: CCCM 91).
Las visiones de Hildegarda están llenas de contenido teológico. Hacen referencia a los principales acontecimientos de la historia de la salvación, y usan un lenguaje principalmente poético y simbólico. Por ejemplo, en su obra más famosa, titulada "Scivias", es decir, "Conoce los caminos", resume en treinta y cinco visiones los eventos de la historia de la salvación, desde la creación del mundo al fin de los tiempos. Con los rasgos característicos de la sensibilidad femenina, Hildegarda, en la parte central de su obra, desarrolla el tema del matrimonio místico entre Dios y la humanidad realizado en la Encarnación. En el árbol de la Cruz se realizan las bodas del Hijo de Dios con la Iglesia, su esposa, llena de gracias y que ha recibido la gracia de ser capaz de dar a Dios nuevos hijos, en el amor del Espíritu Santo (Cf.Visio tertia: PL 197, 453c).
A partir de estas breves referencias vemos ya cómo también la teología puede recibir una contribución peculiar de las mujeres, porque son capaces de hablar de Dios y de los misterios de la fe con su inteligencia y sensibilidad propias. Aliento por este motivo a todas aquellas que desempeñan este servicio a realizarlo con profundo espíritu eclesial, alimentando la propia reflexión con la oración y teniendo en cuenta la gran riqueza, aún en parte inexplorada, de la tradición mística medieval, sobre todo la representada por modelos luminosos, como Hildegarda de Bingen.
La mística renana es autora también de otros escritos, dos de ellos particularmente importantes, porque muestran, como en "Scivias", sus visiones místicas: el "Liber vitae meritorum" (Libro de los méritos de la vida) y el "Liber divinorum operum" (Libro de las obras divinas), también llamado "De operatione Dei". En el primero, se describe una visión única y poderosa de Dios que vivifica el cosmos con su fuerza y con su luz. Hildegarda subraya la profunda relación entre el hombre y Dios y nos recuerda que toda la creación, de la que el ser humano es la cumbre, recibe la vida de la Trinidad. El texto está centrado en la relación entre virtud y vicios, de manera que el ser humano debe afrontar diariamente el desafío de los vicios, que le alejan en el camino hacia Dios y las virtudes que le favorecen. Es una invitación a alejarse del mal para glorificar a Dios y entrar, después de una existencia virtuosa, en la vida "llena de alegría".
En el segundo libro, considerado por muchos su obra maestra, describe la creación en su relación con Dios y la centralidad del hombre, expresando un fuerte cristocentrismo de sabor bíblico-patrístico. La santa, que presenta cinco visiones inspiradas en el Prólogo del Evangelio de san Juan, refiere las palabras que el Hijo dirige al Padre: "Toda la obra que has querido y que me has encomendado, la he cumplido, y yo estoy en ti y tú en mi, y que somos una sola cosa" (Pars III, Visio X: PL 197, 1025a).
En otros escritos, por último, Hildegarda manifiesta una variedad de intereses y el dinamismo cultural de los monasterios femeninos de la Edad Media, a diferencia de los prejuicios que todavía hoy siguen extendiéndose sobre esa época. Hildegarda se dedicó a la medicina y a las ciencias naturales, así como a la música, pues tenía talento artístico. Compuso también himnos, antífonas y cantos, recogidos con el título Symphonia Harmoniae Caelestium Revelationum (Sinfonía de la Armonía de las Revelaciones Celestes), que eran gozosamente interpretados en los monasterios, difundiendo una atmósfera de serenidad, y que han llegado hasta nosotros. Para ella, toda la creación es una sinfonía del Espíritu Santo, que es en sí mismo alegría y júbilo.
La popularidad que rodeaba a Hildegarda llevaba a muchas personas hacerle consultas. Por este motivo, disponemos de muchas de sus cartas. A ella se dirigían comunidades monásticas de hombres y mujeres, obispos y abades. Muchas de las respuestas siguen siendo válidas para nosotros. Por ejemplo, a una comunidad religiosa femenina Hildegarda le escribía: "La vida espiritual debe ser atendida con mucha dedicación. Al inicio el cansancio es amargo. Dado que exige la renuncia a los caprichos, al placer de la carne y a cosas semejantes. Pero, si se deja fascinar por la santidad, un alma santa experimentará como algo dulce y agradable el mismo desprecio del mundo. Sólo es necesario prestar atención inteligentemente a que el alma no se marchite" (E. Gronau,Hildegard. Vita di una donna profetica alle origini dell'età moderna, Milano 1996, p. 402). Y cuando el emperador Federico Barbarroja provocó un cisma eclesial oponiendo tres antipapas al Papa legítimo, Alejando III, Hildegarda, inspirada en sus visiones, no dudó en recordarle que también él, el emperador, estaba sometido al juicio de Dios. Con la audacia que caracteriza a todo profeta, escribió al emperador estas palabras de parte de Dios: "¡Atento, atento a esta malvada conducta de los impíos que me desprecian! ¡Escucha, rey, si quieres vivir! ¡De lo contrario mi espada te traspasará!" (Ibídem, p. 412).
Con la autoridad espiritual de la que estaba dotada, Hildegarda viajó en los últimos años de su vida, a pesar de la edad avanzada y de las penosas condiciones de los desplazamientos. Todos la escuchaban con gusto, incluso cuando utilizaba un tono severo: la consideraban una mensajera enviada por Dios. Exhortaba sobre todo a las comunidades monásticas y al clero a vivir en conformidad con su vocación. En particular, Hildegarda se opuso al movimiento de los cátaros alemanes. Los cátaros, literalmente "puros", propugnaban una reforma radical de la Iglesia, sobre todo para combatir los abusos del clero. Ella les reprendió con fuerza por querer subvertir la naturaleza misma de la Iglesia, recordándoles que una verdadera renovación de la comunidad eclesial no se consigue tanto con el cambio de las estructuras, como con un sincero espíritu de penitencia y un camino de conversión. Este es un mensaje que nunca debemos olvidar.
Invoquemos siempre al Espíritu Santo para que suscite en la Iglesia mujeres santas y valientes, como santa Hildegarda de Bingen, que apreciando los dones recibidos de Dios, aporten su preciosa y peculiar contribución para el crecimiento espiritual de nuestras comunidades y de la Iglesia en nuestro tiempo.
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
Quisiera continuar en el día de hoy hablando de Santa Hildegarda de Bingen, religiosa benedictina de origen alemán que, en el siglo XII, se distinguió por su santidad y sabiduría espiritual.
Esta santa gozó durante toda su vida de continuas visiones místicas, que una vez reconocidas por la autoridad de la Iglesia, se pusieron por escrito en diversos libros. Éstos rezuman un amplio conocimiento de las Sagradas Escrituras y de los Padres de la Iglesia. Las obras de Santa Hildegarda se centran en la exposición de los principales misterios de la historia de la salvación, presentados con una notable profundidad teológica, y con su peculiar inteligencia y sensibilidad femenina. Además de su producción teológica y moral, Hildegarda abordó temas relativos a la medicina, las ciencias naturales o la música.
Gozó de gran popularidad en su época, por lo que numerosos obispos y abades mantenían correspondencia con ella, consultándole muchos de los problemas que se les planteaban. En los últimos años de su vida, se dedicó también a hablar de Dios a la gente, subrayando especialmente la necesidad de una continua conversión en la vida monástica y sacerdotal.
Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular a los fieles de la Diócesis de Tula, en México, que están celebrando el cincuenta aniversario de la creación de esa diócesis; a los médicos y administrativos de la Arquidiócesis de Salta, en Argentina; así como a los demás fieles provenientes de España, México, Panamá, El Salvador, Honduras y otros países latinoamericanos. Invoquemos al Espíritu Santo, para que suscite siempre en la Iglesia mujeres santas que, contribuyan al crecimiento espiritual de nuestras comunidades. Muchas gracias.
[Traducción del original italiano realizada por Jesús Colina
Benedicto XVI: santa Hildegarda de Bingen, poetisa y mística (Audiencia miercoles 1 de septiembre 2010)
Queridos hermanos y hermanas,
en 1988, con ocasión del Año Mariano, el Venerable Juan Pablo II escribió una Carta Apostólica titulada Mulieris dignitatem, tratando sobre el papel precioso que las mujeres han desempeñado y desempeñan en la vida de la Iglesia. “La Iglesia – se lee en la Carta – da las gracias por todas las manifestaciones del genio femenino que han tenido lugar a lo largo de la historia, en medio de todos los pueblos y en todas las naciones; da las gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo ha dado a las mujeres en la historia del pueblo de Dios, por todas las victorias que ésta debe a su fe, esperanza y caridad; da las gracias por todos los frutos de santidad femenina" (n. 31).
También en esos siglos de historia que nosotros habitualmente llamamos Edad Media, diversas figuras femeninas destacan por la santidad de su vida y la riqueza de sus enseñanzas. Hoy quisiera comenzar a presentaros a una de ellas: santa Hildegarda de Bingen, que vivió en Alemania en el siglo XII. Nació en 1098 en Renania, en Bermersheim, en los alrededores de Alzey, y murió en 1179, a la edad de 81 años, a pesar de la permanente fragilidad de su salud. Hildegarda pertenecía a una familia noble y numerosa y, desde su nacimiento, fue entregada por sus padres en voto al servicio de Dios. A los ocho años, para recibir una adecuada formación humana y cristiana, fue confiada a los cuidados de la maestra Jutta de Spanheim, que se había retirado en clausura en el monasterio benedictino de san Disibodo. Se fue formando un pequeño monasterio femenino de clausura, que seguía la Regla de san Benito. Hildegarda recibió el velo del obispo Otto de Bamberg y, en 1136, a la muerte de la madre Jutta, convertida en Superiora de la comunidad, las hermanas la llamaron a sucederla. Llevó a cabo esta tarea haciendo fructificar sus dotes de mujer culta, espiritualmente elevada y capaz de afrontar con competencia los aspectos organizativos de la vida claustral. Algún año después, también con con motivo del creciente número de mujeres jóvenes que llamaban a las puertas del monasterio, Hildegarda fundó otra comunidad en Bingen, dedicada a san Ruperto, donde transcurrió el resto de su vida. El estilo con el que ejercía el ministerio de la autoridad es ejemplar para toda comunidad religiosa: éste suscitaba una sana emulación en la práctica del bien, tanto que, según los testimonios de la época, la madre y las hijas competían en amarse y en servirse mutuamente.
Ya en los años en los que era superiora del monasterio de san Disibodo, Hildegarda había empezado a dictar sus visiones místicas, que recibía desde hacía tiempo, a su consejero espiritual, el monje Volmar, y a su secretaria, una hermana a la que tenía mucha estima, Richardis de Strade. Como siempre sucede en la vida de los auténticos místicos, también Hildegarda quiso someterse a la autoridad de personas sabias para discernir el origen de sus visiones, temiendo que éstas fuesen fruto de ilusiones y que no viniesen de Dios. Se dirigió por ello a la persona que en sus tiempos gozaba de la máxima estima en la Iglesia: san Bernardo de Claraval, del que ya he hablado en algunas catequesis. Este tranquilizó y animó a Hildegarda. Pero en 1147 ella recibió otra aprobación importantísima. El papa Eugenio III, que presidía un sínodo en Tréveris, leyó un texto dictado por Hildegarda, que le había sido presentado por el arzobispo Enrique de Maguncia. El Papa autorizó a la mística a escribir sus visiones y a hablar en público. Desde aquel momento, el prestigio espiritual de Hildegarda creció cada vez más, tanto que sus contemporáneos le atribuyeron el título de "profetisa teutónica". Y esto, queridos amigos, es el sello de una experiencia auténtica del Espíritu Santo, fuente de todo carisma: la persona depositaria de dones sobrenaturales nunca presume de ello, no los ostenta, y sobre todo, muestra total obediencia a la autoridad eclesial. Todo don distribuido por el Espíritu Santo, de hecho, está destinado a la edificación de la Iglesia, y la Iglesia, a través de sus pastores, reconoce su autenticidad.
Hablaré de nuevo el próximo miércoles sobre esta gran mujer “profetisa”, que nos habla con gran actualidad también hoy a nosotros, con su valerosa capacidad de discernir los signos de los tiempos, con su amor por la creación, su medicina, su poesía, su mísica, que hoy está siendo reconstruida, su amor por Cristo y por su Iglesia, sufriente también en aquel tiempo, herida también en aquel tiempo por los pecados de los sacerdotes y de los laicos, y tanto más amada como cuerpo de Cristo. Así santa Hildegarda nos habla a nosotros; hablaremos aún el próximo miércoles. Gracias por vuestra atención.
[En español dijo]
“Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de la Diócesis de Bilbao, acompañado por el Obispo electo, Monseñor Mario Iceta, así como a los demás fieles provenientes de España, Chile, Argentina, México y otros países latinoamericanos.
Saludo, igualmente, a los participantes en el Tercer Congreso Latinoamericano de Jóvenes, que se celebrará próximamente en la ciudad de Los Teques, Venezuela. El encuentro, organizado por la Sección de Juventud del Consejo Episcopal Latinoamericano, se desarrollará bajo el lema: "Caminemos con Jesús para dar Vida a nuestros pueblos".
A todos los presentes en esa significativa iniciativa, los invito a poner sus ojos en Jesucristo, el Hijo de Dios vivo. Con su gracia, hallaréis la fuerza que impulsa a comprometerse con las causas que dignifican al hombre y hacen grandes a los pueblos.
Queridos jóvenes, que estos días de convivencia, oración y estudio os sirvan para encontraros personalmente con el Señor y escuchar su Palabra. No quedaréis defraudados, pues Él tiene para todos designios de amor y salvación. El Papa está a vuestro lado y os reitera su confianza, a la vez que pide a Dios que os asista para que, siendo auténticos discípulos de Jesucristo, viváis los valores del Evangelio, los transmitáis con valentía a los que os rodean y os inspiréis en ellos para construir un mundo más justo y reconciliado. Vale la pena entregarse a esta hermosa misión.
Que la Virgen María os acompañe en vuestro caminar y os recuerde siempre que no hay mayor felicidad que ser amigo de Cristo. Que os sea también de ayuda la Bendición Apostólica que os imparto con afecto. Muchas gracias
en 1988, con ocasión del Año Mariano, el Venerable Juan Pablo II escribió una Carta Apostólica titulada Mulieris dignitatem, tratando sobre el papel precioso que las mujeres han desempeñado y desempeñan en la vida de la Iglesia. “La Iglesia – se lee en la Carta – da las gracias por todas las manifestaciones del genio femenino que han tenido lugar a lo largo de la historia, en medio de todos los pueblos y en todas las naciones; da las gracias por todos los carismas que el Espíritu Santo ha dado a las mujeres en la historia del pueblo de Dios, por todas las victorias que ésta debe a su fe, esperanza y caridad; da las gracias por todos los frutos de santidad femenina" (n. 31).
También en esos siglos de historia que nosotros habitualmente llamamos Edad Media, diversas figuras femeninas destacan por la santidad de su vida y la riqueza de sus enseñanzas. Hoy quisiera comenzar a presentaros a una de ellas: santa Hildegarda de Bingen, que vivió en Alemania en el siglo XII. Nació en 1098 en Renania, en Bermersheim, en los alrededores de Alzey, y murió en 1179, a la edad de 81 años, a pesar de la permanente fragilidad de su salud. Hildegarda pertenecía a una familia noble y numerosa y, desde su nacimiento, fue entregada por sus padres en voto al servicio de Dios. A los ocho años, para recibir una adecuada formación humana y cristiana, fue confiada a los cuidados de la maestra Jutta de Spanheim, que se había retirado en clausura en el monasterio benedictino de san Disibodo. Se fue formando un pequeño monasterio femenino de clausura, que seguía la Regla de san Benito. Hildegarda recibió el velo del obispo Otto de Bamberg y, en 1136, a la muerte de la madre Jutta, convertida en Superiora de la comunidad, las hermanas la llamaron a sucederla. Llevó a cabo esta tarea haciendo fructificar sus dotes de mujer culta, espiritualmente elevada y capaz de afrontar con competencia los aspectos organizativos de la vida claustral. Algún año después, también con con motivo del creciente número de mujeres jóvenes que llamaban a las puertas del monasterio, Hildegarda fundó otra comunidad en Bingen, dedicada a san Ruperto, donde transcurrió el resto de su vida. El estilo con el que ejercía el ministerio de la autoridad es ejemplar para toda comunidad religiosa: éste suscitaba una sana emulación en la práctica del bien, tanto que, según los testimonios de la época, la madre y las hijas competían en amarse y en servirse mutuamente.
Ya en los años en los que era superiora del monasterio de san Disibodo, Hildegarda había empezado a dictar sus visiones místicas, que recibía desde hacía tiempo, a su consejero espiritual, el monje Volmar, y a su secretaria, una hermana a la que tenía mucha estima, Richardis de Strade. Como siempre sucede en la vida de los auténticos místicos, también Hildegarda quiso someterse a la autoridad de personas sabias para discernir el origen de sus visiones, temiendo que éstas fuesen fruto de ilusiones y que no viniesen de Dios. Se dirigió por ello a la persona que en sus tiempos gozaba de la máxima estima en la Iglesia: san Bernardo de Claraval, del que ya he hablado en algunas catequesis. Este tranquilizó y animó a Hildegarda. Pero en 1147 ella recibió otra aprobación importantísima. El papa Eugenio III, que presidía un sínodo en Tréveris, leyó un texto dictado por Hildegarda, que le había sido presentado por el arzobispo Enrique de Maguncia. El Papa autorizó a la mística a escribir sus visiones y a hablar en público. Desde aquel momento, el prestigio espiritual de Hildegarda creció cada vez más, tanto que sus contemporáneos le atribuyeron el título de "profetisa teutónica". Y esto, queridos amigos, es el sello de una experiencia auténtica del Espíritu Santo, fuente de todo carisma: la persona depositaria de dones sobrenaturales nunca presume de ello, no los ostenta, y sobre todo, muestra total obediencia a la autoridad eclesial. Todo don distribuido por el Espíritu Santo, de hecho, está destinado a la edificación de la Iglesia, y la Iglesia, a través de sus pastores, reconoce su autenticidad.
Hablaré de nuevo el próximo miércoles sobre esta gran mujer “profetisa”, que nos habla con gran actualidad también hoy a nosotros, con su valerosa capacidad de discernir los signos de los tiempos, con su amor por la creación, su medicina, su poesía, su mísica, que hoy está siendo reconstruida, su amor por Cristo y por su Iglesia, sufriente también en aquel tiempo, herida también en aquel tiempo por los pecados de los sacerdotes y de los laicos, y tanto más amada como cuerpo de Cristo. Así santa Hildegarda nos habla a nosotros; hablaremos aún el próximo miércoles. Gracias por vuestra atención.
[En español dijo]
“Saludo a los peregrinos de lengua española, en particular al grupo de la Diócesis de Bilbao, acompañado por el Obispo electo, Monseñor Mario Iceta, así como a los demás fieles provenientes de España, Chile, Argentina, México y otros países latinoamericanos.
Saludo, igualmente, a los participantes en el Tercer Congreso Latinoamericano de Jóvenes, que se celebrará próximamente en la ciudad de Los Teques, Venezuela. El encuentro, organizado por la Sección de Juventud del Consejo Episcopal Latinoamericano, se desarrollará bajo el lema: "Caminemos con Jesús para dar Vida a nuestros pueblos".
A todos los presentes en esa significativa iniciativa, los invito a poner sus ojos en Jesucristo, el Hijo de Dios vivo. Con su gracia, hallaréis la fuerza que impulsa a comprometerse con las causas que dignifican al hombre y hacen grandes a los pueblos.
Queridos jóvenes, que estos días de convivencia, oración y estudio os sirvan para encontraros personalmente con el Señor y escuchar su Palabra. No quedaréis defraudados, pues Él tiene para todos designios de amor y salvación. El Papa está a vuestro lado y os reitera su confianza, a la vez que pide a Dios que os asista para que, siendo auténticos discípulos de Jesucristo, viváis los valores del Evangelio, los transmitáis con valentía a los que os rodean y os inspiréis en ellos para construir un mundo más justo y reconciliado. Vale la pena entregarse a esta hermosa misión.
Que la Virgen María os acompañe en vuestro caminar y os recuerde siempre que no hay mayor felicidad que ser amigo de Cristo. Que os sea también de ayuda la Bendición Apostólica que os imparto con afecto. Muchas gracias