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Audiencia

3/31/2016

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«Terminamos hoy las catequesis sobre la misericordia en el Antiguo Testamento, y lo hacemos meditando sobre el Salmo 51, llamado Miserere. Se trata de una oración penitencial, en la cual el pedido de perdón está precedido por la confesión de la culpa y en el cual el orante, dejándose purificar pro el amor del Señor, se vuelve una nueva criatura, capaz de obediencia, de firmeza de espíritu, y de alabanza sincera.
El título que la antigua tradición judía ha puesto a este salmo hace referencia al rey David y a su pecado con Betsabé, la esposa de Urías el ittita. Conocemos la historia. El rey David, llamado por Dios para pastorear a su pueblo y a guiarlo en los caminos de la obediencia a la Ley divina, traiciona su misión y después de haber cometido adulterio con Betsabé, hace asesinar al esposo.
El profeta Natán le desvela su culpa y le ayuda a reconocerla. Es el momento de la reconciliación con Dios, en la confesión del propio pecado. Y aquí David fue humilde y grande.
Quien reza este salmo está invitado a tener los mismos sentimientos de arrepentimiento y de confianza en Dios que tuvo David cuando se corrigió, y bien siendo rey se humillo sin tener temor de confesar su culpa y mostrar la propia miseria al Señor, convencido entretanto de la certeza de su misericordia; y no era una pequeña mentira la que había dicho, ¡sino un adulterio y un asesinato!
El salmo inicia con estas palabras de súplica:
¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu bondad,
por tu gran compasión, borra mis faltas!
¡Lávame totalmente de mi culpa
y purifícame de mi pecado! (vv. 3 – 4).
La invocación está dirigida al Dios de misericordia porque, movido por un gran amor como el de un padre o de una madre, tenga piedad, o sea nos haga gracia, muestre su favor con benevolencia y comprensión. Es un llamado del corazón a Dios, el único que puede liberar del pecado. Son usadas imágenes muy plásticas: borra, lávame, vuélveme puro.
Se manifiesta en esta oración la verdadera necesidad del hombre: la única cosa de la que tenemos necesidad verdadera en nuestra vida es la de ser perdonados, liberados del mal y de sus consecuencias de muerte.
Lamentablemente la vida nos hace sentir tantas veces estas situaciones, y sobre todo es esas tenemos que confiar en la misericordia. ¡Dios es más grande que nuestro pecado, no nos olvidemos esto, Dios es más grande que nuestro pecado!
– Pero padre no oso decirlo, las he hecho tan pesadas, tantas y grandes…
Dios es más grande que todos los pecados que nosotros podamos hacer. Dios es más grande que nuestro pecado.
Lo decimos juntos, todos juntos: Dios es más grande que nuestro pecado… Una vez más: Dios es más grande que nuestro pecado… Una vez más: Dios es más grande que nuestro pecado. Y su amor es un océano en el cual nos podemos sumergir sin temor de ser vencidos: el perdón para Dios significa darnos la seguridad de que él no nos abandona nunca. Por cualquier cosa que podamos reprocharnos, él es aún y siempre más grande que todo, porque Dios es más grande que nuestro pecado.
En este sentido, quien reza con este salmo busca el perdón, confiesa al propia culpa, pero reconociéndola celebra la justicia y la santidad de Dios. Y después aún pide gracia y misericordia.
El salmista se confía a la voluntad de Dios, sabe que el perdón divino es enormemente eficaz, porque crea lo que dice. No esconde el pecado, sino que lo destruye y lo borra, lo borra desde la raíz, no como sucede en la tintorería cuando llevamos un traje y borran la mancha, no, Dios borra justamente nuestro pecado desde la raíz, todo.
Por lo tanto el penitente se vuelve puro, y cada mancha es eliminada y el ahora está más blanco que la nieve incontaminada.
Todos nosotros somos pecadores, ¿es verdad ésto? Si alguno de los presentes no se siente pecador que levante la mando. Nadie, todos lo somos. Nosotros pecadores con el perdón nos volvemos criaturas nuevas, llenas por el Espíritu y llenas de alegría. Entonces una nueva realidad comienza para nosotros, un nuevo corazón, un nuevo espíritu, una nueva vida. Nosotros pecadores perdonados, que hemos recibido la gracia divina, podemos incluso enseñar a los otros a no pecar más.
Pero padre soy débil, porque yo caigo, caigo, caigo. Pero si caes levántate, levántate. Cuando un niño se cae levanta la mano para que el papá o la mamá te levante. Hagamos lo mismo. Si tu caes por debilidad en el pecado levanta tu mano y el Señor la toma y te levantará, ¡esta es la dignidad del perdón de Dios! Dios ha creado al hombre y a la mujer para que estén de pie. Dice el salmista:
Crea en mí, Dios mío, un corazón puro,
y renueva la firmeza de mi espíritu.
(…)
Yo enseñaré tu camino a los impíos
y los pecadores volverán a ti. (vv. 12 – 15)
Queridos hermanos y hermanas, el perdón de Dios es aquello que necesitamos todos, y es el signo más grande de su misericordia. Un don que cada pecador perdonado está llamado a compartir con cada hermanos o hermana que encuentra. Todos los que el Señor nos ha puesto a nuestro lado, los familiares, los amigos, los colegas, los parroquianos… todos, como nosotros, tienen necesidad de la misericordia de Dios. Es bello ser perdonados pero es necesario para ser perdonados que antes perdones, perdona. Nos conceda el Señor por la intercesión de María Madre de Misericordia, ser testigos de su perdón, que purifica el corazón y transforma la vida. Gracias».
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Audiencia

3/3/2016

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días. 
En el libro del profeta Jeremías, los capítulos 30 y 31 son llamados “libros de la consolación”, porque en ellos la misericordia de Dios se presenta con toda su capacidad de confortar y abrir el corazón de los afligidos a la esperanza. Hoy queremos también nosotros escuchar este mensaje de consolación.
Jeremías se dirige a los israelitas que han sido deportados a tierra extranjera y les preanuncia el regreso a su patria. Este retorno es signo del amor infinito de Dios Padre que no abandona a sus hijos, sino que los cuida y los salva. El exilio fue una experiencia devastante para Israel. La fe había vacilado porque en tierra extranjera, sin el templo, sin el culto, después de haber visto el país destruido, era dificil continuar creyendo en la bondad del Señor. 
Me viene al pensamiento la cercana Albania y cómo después de tantas persecuciones y destrucciones ha conseguido alzarse en la dignidad y en la fe. Así sufrieron los israelitas en el exilio. 
También nosotros podemos vivir a veces una especie de exilio, cuando la soledad, el sufrimiento, la muerte nos hacen pensar que Dios nos ha abandonado. Y cuántas veces hemos escuchado esta palabra: ‘Dios se ha olvidado de mí’. Muchas veces personas que sufren se sienten abandonadas.
Y cuántos hermanos nuestros vemos que están viviendo en este tiempo una situación real y dramática de exilio, lejos de su patria, con los escombros de sus casas aún en los ojos, en el corazón el miedo y a menudo, lamentablemente, ¡el dolor por la pérdida de personas queridas! En estos casos uno se puede preguntar: ¿Dónde está Dios? ¿Cómo es posible que tanto sufrimiento pueda llegar a hombres, mujeres y niños inocentes?
Y cuando tratan de entrar en otra parte les cierran la puerta. Y están allí, en la frontera, porque muchas puertas y muchos corazones están cerrados. Los inmigrantes de hoy que sufren al abierto, sin comida y no pueden entrar, no se sienten acogidos. ¡A mí me gusta mucho cuando veo las naciones, los gobernantes, que abren el corazón y abren las puertas!
El profeta Jeremías nos da una primera respuesta. El pueblo exiliado podrá volver a ver su tierra y a experimentar la misericordia del Señor. Es el gran anuncio de consolación: Dios no está ausente, ni tampoco hoy en estas dramáticas situaciones, Dios está cerca, y cumple grandes obras de salvación para quien confía en Él. No se debe ceder en la desesperación, sino continuar y estar seguros de que el bien vence al mal y que el Señor secará toda lágrima y nos librará de todo miedo. Por eso Jeremías presta su voz a las palabras del amor de Dios para su pueblo: 
“Yo te amé con un amor eterno, por eso te atraje con fidelidad. De nuevo te edificaré y serás reedificada, virgen de Israel; de nuevo te adornarás con tus tamboriles y saldrás danzando alegremente” (31,3-4).
El Señor es fiel, no abandona a la desolación. Dios ama con un amor sin fin, que ni siquiera el pecado puede frenar, y gracias a Él el corazón del hombre se llena de alegría y de consolación. 
El sueño consolador de la vuelta en patria continúa en las palabras del profeta, que dirigiéndose a los que volverán a Jerusalén dice: “Llegarán gritando de alegría a la altura de Sión, afluirán hacia los bienes del Señor, hacia el trigo, el vino nuevo y el aceite, hacia las crías de ovejas y de vacas. Sus almas serán como un jardín bien regado y no volverán a desfallecer” (31,12).
En la alegría y en el reconocimiento, los exiliados volverán a Sión, subiendo al monte santo hacia la casa de Dios, y así podrán de nuevo elevar himnos y oraciones al Señor que los ha librado. Este volver a Jerusalén y a sus bienes es descrito con un verbo que literalmente quiere decir “fluir, desplazar”. El pueblo es visto, en un movimiento paradójico, como un río pleno que se desliza hacia la altura de Sión, subiendo hacia la cima del monte. ¡Una imagen audaz para decir cuánto es grande la misericordia del Señor!
La tierra, que el pueblo había tenido que abandonar, se había convertido en presa de los enemigos y desolada. Ahora, sin embargo, retoma vida y florece. Y los mismos exiliados serán como un jardín, como una tierra fértil. Israel, llevado de nuevo a la patria por su Señor, asiste a la victoria de la vida sobre la muerte y de la bendición sobre la maldición. Es así que el pueblo es fortificado y esta palabra es importante, consolado, es consolado por Dios. Los repatriados reciben vida de una fuente que gratuitamente les riega donando su fecundidad. 
A este punto, el profeta anuncia la plenitud de la alegría, y siempre en nombre de Dios proclama: “Yo cambiaré su duelo en alegría, los alegraré y los consolaré de su aflicción” (31,13). 
El salmo nos dice que cuando volvieron a la patria la boca se les llenó de alegría. Era una alegría muy grande. Es el don que el Señor quiere hacer también a cada uno de nosotros, con su perdón que convierte y reconcilia.  El profeta Jeremías nos ha dado el anuncio, presentado la vuelta de los exiliados como un gran símbolo de la consolación dada al corazón que se convierte. El Señor Jesús, por su parte ha cumplido este mensaje del profeta. El verdadero y radical regreso del exilio y la luz confortante después de la oscuridad de la crisis de fe, se realiza en la Pascua, en la experiencia plena y definitiva del amor de Dios, amor misericordiosos que dona alegría, paz y vida eterna.
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