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Angelus

10/30/2016

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El Evangelio de hoy nos presenta un hecho sucedido en Jericó, cuando Jesús llegó a la ciudad y fue acogido por la multitud (cfr Lc 19,1-10). En Jericó vivía Zaqueo, el jefe de los “publicanos”, es decir, de los recaudadores de impuestos. Zaqueo era un colaborador rico de los odiados ocupantes romanos, un explotador de su pueblo. También él, por curiosidad, quería ver a Jesús, pero su condición de pecador público no le permitía acercarse al Maestro; aún más, era de baja estatura; por eso sube a un árbol, una higuera, en el camino por donde Jesús tenía que pasar. 
Cuando llega cerca de ese árbol, Jesús levanta la mirada y le dice: Zaqueo, baja en seguida porque hoy he de quedarme en tu casa” (v. 5). ¡Podemos imaginar el estupor de Zaqueo! ¿Pero por qué Jesús dice ‘he de quedarme en tu casa’? ¿De qué deber se trata? Sabemos que su deber supremo es realizar el diseño del Padre sobre la humanidad, que se cumple en Jerusalén con su condena a muerte, la crucifixión y, al tercer día, la resurrección. Es el diseño de salvación de la misericordia del Padre. Y en este diseño está también la salvación de Zaqueo, un hombre deshonesto y despreciado por todos, y por eso necesitado de conversión. De hecho, el Evangelio dice que, cuando Jesús lo llamó, “comenzaron todos a criticar a Jesús, diciendo que había ido a quedarse en casa de un pecador” (v. 7). El pueblo ve en él un villano, que se ha enriquecido a costa del prójimo. Y si Jesús hubiera dicho “baja tú, explotador, traidor del pueblo y ven a hablar conmigo para hacer cuentas’ seguro el pueblo hubiera aplaudido. Pero aquí comenzaron a murmurar. Jesús va a su casa, el pecador, el explotador. 
Pero Jesús, guiado por la misericordia, le buscaba precisamente a él. Y cuando entra en casa de Zaqueo dice: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque este hombre también es descendiente de Abraham. Pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que se había perdido” (vv. 9-10). La mirada de Jesús va más allá de los pecados y los prejuicios; y esto es importante  y debemos aprenderlo, la mirada de Jesús va más allá de los pecados y los prejuicios, ve a la persona con los ojos de Dios, que no se detiene en el mal pasado, sino que ve el bien futuro; no se resigna a la clausura, sino que se abre siempre a nuevos espacios de vida; no se detiene a las apariencias, sino que mira al corazón. Y aquí ha mirado el corazón herido de este hombre, herido del pecado, la avaricia, cosas feas que había hecho Zaqueo y mira este corazón herido y va ahí. 
A veces tratamos corregir y convertir a un pecador reprochándole, echándole en cara sus errores y su comportamiento injusto. La actitud de Jesús con Zaqueo nos indica otro camino: el de mostrar a quien se equivoca su valor, ese valor que Dios continúa viendo a pesar de todo. A pesar de todos sus errores. Esto puede provocar una sorpresa positiva, que enternece el corazón y empuja a la persona a sacar lo bueno que tiene. Es el dar confianza a las personas que le hace crecer y cambiar. Así se comporta Dios con todos nosotros: no está bloqueado por nuestro pecado, sino que lo supera con el amor y nos hace sentir la nostalgia del bien. Y esto, todos hemos sentido esta nostalgia del bien después de un error. Y así hace nuestro Padre Dios, así hace Jesús. No existe una persona que no tiene algo bueno. Esto mira Dios para sacarlo del mal. 
La Virgen María nos ayude a ver lo bueno que hay en las personas que encontramos cada día, para que todos sean animados a sacar la imagen de Dios impresa en su corazón. ¡Y así podemos alegrarnos por las sorpresas de la misericordia de Dios! Nuestro Dios, que es el Dios de las sorpresas. 


Después del ángelus:
Queridos hermanos y hermanas, ayer, en Madrid, fueron proclamados beatos José Antón Gómez, Antolín Pablos Villanueva, Juan Rafael Mariano Alcocer Martínez y Luis Vidaurrázaga, mártires, asesinados en España el siglo pasado, durante la persecución contra la Iglesia. Eran sacerdotes benedictinos. Alabamos al Señor y encomendamos a su intercesión a los hermanos y las hermanas que lamentablemente todavía hoy, en distintas partes del mundo, son perseguidos por la fe en Cristo. 
Expreso mi cercanía a la población del centro de Italia afectada por el terremoto. También esta mañana ha habido un fuerte movimiento. Rezo por los heridos y por las familias que han sufrido mayores daños, como también por el personal que trabaja en las labores de socorro y asistencia. El Señor Resucitado les dé fuerza y la Virgen les cuide. 
Saludo con afecto a todos los peregrinos de Italia y de distintos países, en particular a los procedentes de Ljubliana (Eslovenia) y de Sligo (Irlanda). Saludo a los participantes de la peregrinación mundial de los peluqueros y esteticistas, la Federación Nacional Procesiones y Juegos históricos, los grupos juveniles de Petosino, Pogliano Milanese, Carugate y Padua. Saludo también a los peregrinos de Unitalsi de Cerdeña. 
Los próximos dos días realizará un viaje apostólico a Suecia, con ocasión de la conmemoración de la Reforma, que verá a católicos y luteranos reunidos en el recuerdo y en la oración. Os pido a todos que recéis para que este viaje sea una nueva etapa en el camino de fraternidad hacia la plena comunión. 
Os deseo un feliz domingo, hay buen sol, y una buena fiesta de Todos los Santos. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo y hasta pronto!
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Audiencia

10/26/2016

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!!
Proseguimos en la reflexión sobre las obras de misericordia corporal, que el Señor Jesús nos ha entregado para mantener siempre viva y dinámica nuestra fe. Esta obra, de hecho, hace evidente que los cristianos no están cansados ni perezosos en la espera del encuentro final con el Señor, sino que cada día van a su encuentro, reconociendo su rostro en el de tantas personas que piden ayuda. Hoy nos detenemos sobre esta palabra de Jesús: “Estaba de paso, y me alojaron; desnudo, y me vistieron” (Mt 25,35-36). En nuestro tiempo es más actual que nunca la obra que se refiere a los forasteros. La crisis económica, los conflictos armados y los cambios climáticos, empujan a muchas personas a emigrar. Aún así, las migraciones no son un fenómeno nuevo, sino que pertenecen a la historia de la humanidad. Pensar que sean propias de estos años es falta de memoria histórica.  
La Biblia nos ofrece muchos ejemplos concretos de migración. Basta pensar en Abrahán. La llamada de Dios lo empuja a dejar su país  para ir a otro: “Deja tu tierra natal y la casa de tu padre, y ve al país que yo te mostraré”. (Gen 12,1). Y así fue para el pueblo de Israel, que desde Egipto, donde era esclavo, caminó durante cuarenta años en el desierto hasta que llegó a la tierra prometida de Dios. La misma Sagrada Familia — María, José y el pequeño Jesús– se vio obligada a emigrar para huir de la amenaza de Herodes: “José se levantó, tomó de noche al niño y a su madre, y se fue a Egipto. Allí permaneció hasta la muerte de Herodes” (Mt 2,14-15). La historia de la humanidad es historia de migraciones: en todas partes, no hay pueblo que no haya conocido el fenómeno migratorio. 
A lo largo de los siglos hemos asistido a grandes expresiones de solidaridad, aunque no hayan faltado las tensiones sociales. Hoy, el contexto de crisis económica favorece lamentablemente el surgir de actitudes de clausura y de no acogida. En algunas partes del mundo surgen muros y barreras. Parece a veces que la obra silenciosa de muchos hombres y mujeres que, de diversas maneras, hacen todo lo posible para ayudar y asistir a los refugiados y los migrantes se vea oscurecida por el ruido de otros que dan voz a un egoísmo instintivo. Pero cerrarse no es una solución, es más, termina por favorecer los tráficos criminales. El único camino de solución es el de la solidaridad. Solidaridad con el inmigrante, el forastero. 
El compromiso de los cristianos en este campo es urgente hoy como en el pasado. Mirando al siglo pasado, recordamos la estupenda figura de santa Francesca Cabrini, que dedicó su vida junto con sus compañeras a los migrantes hacia Estados Unidos. También hoy necesitamos estos testimonios para que la misericordia pueda alcanzar a muchos que están necesitados. Es un compromiso que involucra a todos, no excluye a nadie. Las diócesis, las parroquias, los institutos de vida consagrada, las asociaciones y los movimientos, como los cristianos, todos estamos llamados a acoger a los hermanos y las hermanas que huyen de la guerra, del hambre, de la violencia y de condiciones de vida deshumanas. Todos juntos tenemos una gran fuerza de apoyo para los que han perdido la patria, familia, trabajo y dignidad. 
Hace algunos días sucedió una pequeña historia, una historia de ciudad. Había un refugiado que buscaba una calle, y una señora se le acercó. “¿Busca algo?” Y estaba sin zapatos este refugiado. Y él dijo: “yo quisiera ir a san Pedro para entrar por la Puerta Santa”. Y la señora pensó, no tiene zapatos. ¿Cómo va a andar? Llamó un taxi, pero el refugiado olía mal. Y el taxista casi no quería que subiera pero al final le ha permitido y la señora junto a él. La señora preguntó un poco de su historia de refugiado, de migrante. El recorrido hasta llegar aquí. Este hombre contó su historia de dolor, de guerras, de hambre, y por qué había huido de su patria para emigrar aquí. 
Cuando llegaron la señora abrió el bolso para pagar y el taxista –el que al inicio no quería que este migrante subiera porque olía mal– le dijo a la señora. “No señora, soy yo que debo pagarla a usted, porque me ha hecho escuchar una historia que me ha cambiado el corazón”. 
Esta señora sabía qué era el dolor de un migrante porque tenía sangre armena y conoce el sufrimiento de su pueblo. Cuando hacemos algo así, al principio rechazamos por incomodidad, huele mal. Pero al final de la historia, nos perfuma el alma y nos hace cambiar. Pensemos en esta historia y pensemos qué podemos hacer por los refugiados.
Y la otra cosa es vestir al que está desnudo. ¿Qué quiere decir si no restituir la dignidad a quien la ha perdido?  Ciertamente dando vestido a quien no tiene; pero pensemos también en las mujeres víctimas de la trata en las calles, o en los otros demasiados modos de usar el cuerpo humano como mercancía, incluso de menores. Y también así no tener un trabajo, una casa, un salario justo, o ser discriminados por la raza o por la fe. Y a todas las formas de “desnudez”, frente a las cuales como cristianos estamos llamado a estar atentos, vigilantes y preparados para actuar. 
Queridos hermanos y hermanas, no caigamos en la trampa de encerrarnos en nosotros mismos, indiferentes a las necesidades de los hermanos y preocupados solo por nuestros intereses. Es precisamente en la medida en la que nos abrimos a los otros que la vida se hace fecunda, las sociedades adquieren la paz y las personas recuperan su plena dignidad. No se olviden de la señora, del migrante, del taxista.
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Angelus

10/24/2016

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“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! La segunda lectura litúrgica del día nos presenta la exhortación de san Pablo a Timoteo, su colaborador e hijo predilecto, en la cual reflexiona sobre la propia existencia de apóstol totalmente consagrada a la misión.
Viendo a esta altura cercano el final de su camino terreno, la describe refiriéndose a tres períodos: el presente, el pasado y el futuro.
El presente lo interpreta con la metáfora del sacrificio: “Estoy por ser arrojado como ofrenda”. Por lo que se refiere al pasado, Pablo indica que su vida ha transcurrido con la imagen de la ‘buena batalla’, y de ‘la carrera’ de un hombre que ha sido coherente con sus propios empeños y las propias responsabilidades. Como consecuencia para el futuro confía en el reconocimiento por parte de Dios, que es ‘juez justo’.
Pero la misión de Pablo ha resultado eficaz, justa y fiel debido a la cercanía y a la fuerza del Señor, que hizo de él un anunciador del Evangelio a todos los pueblos. Esta es su expresión: “El Señor me ha estado cercano y me ha dado fuerza, para que pudiera llevar a cumplimiento el anuncio del Evangelio y todos los pueblos lo escucharan”.
En esta narración autobiográfica de san Pablo se refleja la Iglesia, especialmente hoy, en la Jornada Misionera Mundial, cuyo tema es “Iglesia misionera, testimonio de misericordia”.
En Pablo la comunidad cristiana encuentra su modelo, en la convicción de que es la presencia del Señor la que volverá eficaz su trabajo apostólico y la obra de evangelización. La experiencia del Apóstol de las Gentes nos recuerda que debemos empeñarnos en las actividades pastorales y misioneras, de una parte, como si el resultado dependiera de nuestros esfuerzos, con el espíritu de sacrificio del atleta que no se detiene ni siquiera delante a las derrotas; pero de otra, sabiendo que el verdadero éxito de nuestra misión es el don de la Gracia: es el Espíritu Santo quien vuelve eficaz la misión de la Iglesia en el mundo.
¡Hoy es tiempo de misión, es tiempo de coraje!, coraje de reforzar los pasos vacilantes, de retomar el gusto por dedicarse al Evangelio, de retomar confianza en la fuerza que la misión lleva consigo. Es tiempo de coraje, si bien el hecho de tener coraje no significa tener garantizado el éxito.
Se nos pide el coraje de luchar, no necesariamente para vencer; para anunciar, no necesariamente para convertir. Se nos pide el coraje para ser alternativos al mundo, sin nunca volvernos polémicos o agresivos. Se nos piede el coraje de abrirnos a todos, sin disminuir nunca lo absoluto y la unicidad de Cristo, único salvador de todos.
Se nos pide el coraje de resistir a la incredulidad, sin volvernos arrogantes. Se nos pide también el coraje del publicano del Evangelio de hoy, que con humildad no osaba ni siquiera elevar los ojos al cielo, pero se golpeaba el pecho diciendo: “Oh Dios, ten piedad de mi pecador”. ¡Hoy es el tiempo del coraje, hoy se necesita coraje!
La Virgen María modelo de la Iglesia “en salida” y dócil al Espíritu Santo, nos ayude a todos a ser, gracias a nuestro Bautismo, discípulos misioneros para llevar el mensaje de la salvación a toda la familia humana”.
El Papa Reza la oración del ángelus y después dirige las siguientes palabras:
“En estas horas dramáticas estoy cerca de toda la población de Irak, en particular a la de la ciudad de Mosul. Nuestros ánimos están consternados por los tremendos actos de violencia que desde hace demasiado tiempo se están cometiendo contra ciudadanos inocentes, sea musulmanes que cristianos o pertenecientes a otras etnias y religiones. He sentido dolor al escuchar noticias del asesinato a sangre fría de numerosos hijos de esta querida tierra, entre los cuales muchos niños. Esta crueldad nos hace llorar, dejándonos sin palabras.
A estas palabra de solidaridad les acompaño asegurándoles que les tengo presente en mi oración, para que Irak, aunque duramente golpeado, sea fuerte y firme en la esperanza de poder ir hacia un futuro de seguridad, de reconciliación y de paz. Por todo esto les pido a todos unirse a mi oración, en silencio”.
(El Santo Padre reza un Ave Mária).
“Queridos hermanos y hermanas, les saludo a todos, peregrinos provenientes de Italia y de varios países, iniciando por los polacos que recuerdan aquí en Roma y en su patria los 1050° aniversario de la presencia del cristianismo en Polonia.
Recibo con alegría a los participantes del Jubileo de los Corales de Italia, a los caminantes provenientes de Asís en representación de las propias localidades italianas, y a los jóvenes de las confraternidades de las diócesis de Italia.
Se encuentran presentes además, grupos de fieles de tantas parroquias italianas: no tengo la posibilidad de saludarlos uno a uno, pero les animo a proseguir con alegría en el camino de la fe.
Un pensamiento especial dirijo a la comunidad peruana de Roma, aquí reunida con la sagrada imagen del Señor de los Milagros.
Les agradezco a todos y les saludo con cariño. ¡Les deseo un buen domingo! Y por favor no se olviden de rezar por mi”. Y concluyo son su habitual “Buon pranzo e arrivederci”.
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Audiencia

10/19/2016

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Queridos hermanos y hermanas, buenos días. 
Una de las consecuencias del llamado “bienestar” es la de conducir a las personas a cerrarse en sí mismas, haciéndoles insensibles a las exigencias de los otros. Se hace de todo para eludir presentando modelos de vida efímeros, que desaparecen después de algunos años, como si nuestra vida fuera una moda a seguir o para cambiar cada temporada. No es así. La realidad va acogida y afrontada por lo que es, y a menudo nos hace encontrar situaciones de necesidad urgente. 
Es por esto que, entre las obras de misericordia, se encuentra el llamamiento al hambre y a la sed: dar de comer a los hambrientos y de beber a los sedientos. Cuántas veces los medios de comunicación nos informan de poblaciones que sufren la falta de comida y de agua, con graves consecuencias especialmente para los niños. 
Frente a ciertas noticias y especialmente a ciertas imágenes, la opinión pública se siente tocada y surgen de vez en cuando campañas de ayuda para estimular la solidaridad. Las donaciones se hacen generosas y de esta forma se puede contribuir a aliviar el sufrimiento de tantos. Esta forma de caridad es importante, pero quizá no nos implica directamente. Sin embargo cuando, caminando por la calle, nos cruzamos con una persona necesitada, o un pobre llama a la puerta de nuestra casa, es muy diferente, porque ya no estoy delante de una imagen, sino que nos afecta en primera persona. Ya no hay distancia entre él o ella y yo, y me siento interpelado. La pobreza en abstracto no nos interpela, pero nos hace pensar, nos hace quejarnos; pero cuando ves la pobreza en la carne un hombre, de una mujer, de un niño, ¡esto nos interpela! Y por eso esta costumbre que tenemos de huir de los necesitados, de no hacernos o maquillar un poco esta realidad de los necesitados con las costumbres de moda. Así nos alejamos de esta realidad. Ya no hay distancia entre el pobre y yo cuando me lo cruzo. 
En estos casos, ¿cuál es mi reacción? ¿Aparto la mirada y paso de largo? ¿O me paro a hablar y me intereso por su estado? ¿Veo si puedo acoger de alguna manera a esa persona o trato de liberarme lo antes posible? Pero quizá pide solo lo necesario: algo de comer y de beber. Pensemos un momento: cuántas veces recitamos el “Padre Nuestro”, y no prestamos realmente atención a estas palabras: “Danos hoy nuestro pan de cada día”. 
En la Biblia, un Salmo dice que Dios es aquel que da “el alimento a todos los vivientes” (136,25). La experiencia del hambre es dura. Lo sabe quien ha vivido periodos de guerra o de carestía. Y también esta experiencia se repite cada día y convive junto a la abundancia y al derroche. Son actuales las palabras del apóstol Santiago: “¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Acaso esa fe puede salvarlo? ¿De qué sirve si uno de ustedes, al ver a un hermano o una hermana desnudos o sin el alimento necesario, les dice: «Vayan en paz, caliéntense y coman», y no les da lo que necesitan para su cuerpo? Lo mismo pasa con la fe: si no va acompañada de las obras, está completamente muerta” (2,14-17). Siempre hay alguno que tiene hambre y sed y necesita de mí. No puedo delegar en nadie. Este pobre necesita de mí, mi ayuda, mi palabra, mi compromiso. 
Es también la enseñanza de esa página del Evangelio en la que Jesús, viendo tanta gente que lo seguía desde hace horas, pide a sus discípulos: “¿Dónde compraremos pan para darles de comer?”.(Jn 6,5). Y los discípulos responden: “Es imposible, es mejor que los despidas…”. En cambio Jesús les dice: “No. Denles de comer ustedes mismos” (Cfr. Mt 14,16). Recoge los panes y los peces que tenían consigo, los bendice, los parte y los hace distribuir a todos. Es una lección muy importante para nosotros. Nos dice que el poco que tenemos, si lo confiamos a las manos de Jesús y lo compartimos con fe, se convierte en una riqueza superabundante. 
El papa Benedicto XVI, en la encíclica Caritas in veritate, afirma: “Dar de comer a los hambrientos es un imperativo ético para la Iglesia universal […]  El derecho a la alimentación y al agua tiene un papel importante para conseguir otros derechos. […] Por tanto, es necesario que madure una conciencia solidaria que considere la alimentación y el acceso al agua como derechos universales de todos los seres humanos, sin distinciones ni discriminaciones (n. 27). No olvidemos las palabras de Jesús: “Yo soy el pan de vida” (Jn 6,35) y «quien tenga sed venga a mí» (Jn 7,37). Son para todos nosotros creyentes una provocación a reconocer que, a través del dar de comer a los hambrientos y dar de beber a los sedientos, pasa nuestra relación con Dios, un Dios que ha revelado en Jesús su rostro de misericordia.
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Audiencia

10/12/2016

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las catequesis precedentes nos hemos adentrado poco a poco en el gran misterio de la misericordia de Dios. Hemos meditado sobre el actuar del Padre en el Antiguo Testamento y después, a través de los pasajes evangélicos, hemos visto cómo Jesús, en sus palabras y en sus gestos, es encarnación de la Misericordia. Él, a su vez, ha enseñado a sus discípulos: “Sed misericordiosos como el Padre” (Lc 6,36). Es un compromiso que interpela la conciencia y la acción de cada cristiano. De hecho, no basta con experimentar la misericordia de Dios en la propia vida; es necesario que quien la recibe se convierta también en signo e instrumento para los otros. La misericordia, además, no está reservada solo a los momentos particulares, sino que abraza toda nuestra existencia cotidiana. 
Entonces, ¿cómo podemos ser testigos de la misericordia? No pensemos que se trata de cumplir grandes esfuerzos o gestos sobrehumanos. No, no es así. El Señor nos indica un camino mucho más sencillo, hecho de pequeños gestos pero que a sus ojos tienen un gran valor, a tal punto que nos ha dicho que seremos juzgados por los gestos. De hecho, una de las páginas más bonitas del Evangelio de Mateo nos lleva a la enseñanza que podemos considerar de alguna manera como el “testamento de Jesús” por parte del evangelista, que experimentó directamente en sí la acción de la Misericordia. 
Jesús dice que cada vez que damos de comer a quien tiene hambre y de beber a quien tiene sed, que vestimos a una persona desnuda y acogemos a un forastero, que visitamos a un enfermo a un preso, lo hacemos a Él  (cfr Mt 25,31-46). La Iglesia ha llamado estos gestos “obras de misericordia corporal” porque socorren a las personas en sus necesidades materiales. 
Hay también otras siete obras de misericordia llamadas “espirituales”, que se refieren a otras exigencias humanas importantes, sobre todo hoy, porque tocan la intimidad de las personas y a menudo hacen sufrir más. 
Todos seguramente recordamos una que ha entrado en el lenguaje común: “soportar con paciencia a las personas molestas”. Y las hay, hay personas molestas. Podría parecer algo poco importante, que nos hace reír, sin embargo contiene un sentimiento de profunda caridad; y así es también para los otros seis, que nos viene bien recordar: dar buen consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, perdonar al que nos ofende, consolar al triste, corregir al que se equivoca, rezar a Dios por los vivos y por los difuntos.
 Son cosas de todos los días, ‘pero yo estoy dolido, Dios te ayudará, no tengo tiempo’. No. Me paro, escucho, pierdo el tiempo y consuelo. Ese es un gesto de misericordia. Y esto no se hace solo a él, se hace a Jesús. En las próximas catequesis nos detendremos en estas obras, que la Iglesia nos presenta como el modelo concreto para vivir la misericordia. A lo largo de los siglos, muchas personas sencillas las han puesto en práctica, dando así genuino testimonio de la fe. 
La Iglesia, por otra parte, fiel a su Señor, nutre un amor preferencial por los más débiles. A menudo son las personas más cercanas a nosotros las que necesitan ayuda. No tenemos que ir a la búsqueda de quién sabe qué asuntos. Es mejor iniciar por los más sencillos, que el Señor nos indica como los más urgentes. 
En un mundo lamentablemente golpeado por el virus de la indiferencia, las obras de misericordia son el mejor antídoto. Nos educan, de hecho, a la atención hacia las exigencias más elementales de nuestros “hermanos más pequeños” (Mt 25,40), en los que está presente Jesús. Siempre Jesús está presente ahí donde hay una necesidad, una persona que tiene una necesidad, sea material o espiritual, ahí está Jesús. 
Reconocer su rostro en el de quien está en la necesidad es un verdadero desafío hacia la indiferencia. Nos permite estar siempre vigilantes, evitando que Cristo nos pase al lado sin que lo reconozcamos. Vuelve a la mente la frase de san Agustín: “Timeo Iesum transeuntem” (Serm., 88, 14, 13). Tengo miedo de que el Señor pase y yo no lo reconozca. Que el Señor pase delante de mí en una de estas personas pequeñas, necesitadas, y yo no me dé cuenta de que es Jesús. Tengo miedo de que el Señor pase y yo no lo reconozca. 
Me he preguntado por qué san Agustín ha dicho de de temer el paso de Jesús. La respuesta, lamentablemente, está en nuestros comportamientos: porque a menudo estamos distraídos, somos indiferentes, y cuando el Señor pasa cerca de nosotros perdemos la ocasión de encuentro con Él. 
Las obras de misericordia despiertan en nosotros la exigencia y la capacidad de hacer viva y operante la fe con la caridad. Estoy convencido de que a través de estos gestos sencillos cotidianos nosotros podemos cumplir una verdadera revolución cultural, como ha ocurrido en el pasado. Si cada uno de nosotros, cada día, hace una de estas, esto será una revolución en el mundo, pero todos, cada uno de nosotros. 
¡Cuántos santos son recordados todavía hoy no por las grandes obras que han realizado sino por la caridad que han sabido transmitir! Pensemos en Madre Teresa, canonizada hace poco: no la recordamos por las muchas casas que ha abierto en el mundo, sino porque se arrodillaba ante cada personas que encontraba en el camino para restituirle la dignidad. 
¡Cuántos niños abandonados ha tenido entre sus brazos! ¡Cuántos moribundos ha acompañado al umbral de la eternidad dándoles la mano! Estas obras de misericordia son los rasgos del Rostro de Jesucristo que cuida a sus hermanos más pequeños para llevar a cada uno la ternura y la cercanía de Dios. Que el Espíritu Santo nos ayude, que el Espíritu Santo encienda en nosotros el deseo de vivir con este estilo de vida. Al menos hacer una cada día, al menos. Aprendamos de nuevo de memoria las obras de misericordia corporal y espiritual y pidamos al Señor que nos ayude a ponerlas en práctica cada día en el momento en el que vemos a Jesús en una persona que está necesitada.
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Audiencia

10/5/2016

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Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El fin de semana pasado realicé un viaje apostólico a Georgia y Azerbaiyán. Doy gracias al Señor que me lo ha concedido y renuevo la expresión de mi reconocimiento a las Autoridades civiles y religiosas de estos dos países, en particular al patriarca de toda la Georgia, Elías II, su testimonio me ha hecho bien al corazón y al alma, y al jefe de los musulmanes del Cáucaso. Un gracias fraterno a los obispos, a los sacerdotes, a los religiosos y a todos los fieles que me han hecho sentir su caluroso afecto.
Este viaje ha sido la continuación y el cumplimiento del efectuado en Armenia, en el mes de junio. De tal forma, he podido –gracias a Dios– realizar el proyecto de visitar los tres países caucásicos, para confirmar a la Iglesia católica que vive en ellos y para animar el camino de esa población hacia la paz y la fraternidad. Lo evidenciaban también los dos lemas de este viaje: para Georgia “Pax vobis” y para Azerbaiyán “Todos somos hermanos”. 
Ambos países tienen raíces históricas, culturales y religiosas muy antiguas, pero al mismo tiempo están viviendo una fase nueva: de hecho, los dos celebran en este año el 25º aniversario de su independencia, habiendo vivido durante buena parte del siglo XX bajo el régimen soviético. Y en esta fase encuentran varias dificultades en los distintos ámbitos de la vida social.
La Iglesia católica está llamada a estar presente, a estar cerca, especialmente en el signo de la caridad y de la promoción humana; y trata de hacerlo en comunión con las otras Iglesias y comunidades cristianas y en diálogo con otras comunidades religiosas, en la certeza de que Dios es Padre de todos y nosotros somos hermanos y hermanas. 
En Georgia esta misión pasa naturalmente a través de la colaboración con los hermanos ortodoxos, que forman la gran mayoría de la población. Por eso ha sido un signo importante el hecho de que cuando llegué a Tiflis, para recibirme en el aeropuerto estaba, junto con el presidente de la república, también el venerado patriarca Elías II.
El encuentro con él por la tarde fue conmovedor, como también lo fue al día siguiente la visita a la catedral patriarcal, donde se venera la reliquia de la túnica de Cristo, símbolo de la unidad de la Iglesia. Esta unidad se corrobora en la sangre de los muchos mártires de las diferentes confesiones cristianas. Entre las comunidades más probadas está la asiro-caldea, con la que ha vivido a Tiflis un momento intenso de oración por la paz en Siria, en Irak y en todo Oriente Medio. 
La misa con los fieles católicos de Georgia –latinos, armenios y asiro-caldeos– fue celebrada en la memoria de santa Teresa del Niño Jesús, patrona de las misiones: ella nos recuerda que la verdadera misión no es nunca proselitismo, sino atracción a Cristo a partir de la fuerte unión con Él en la oración, en la adoración y en la caridad concreta, que es servicio a Jesús presente en el más pequeño de los hermanos. Es lo que hacen los religiosos y las religiosas con los que me reuní en Tiflis, como después también en Bakú: lo hacen con la oración y con las obras caritativas y promocionales. Les he animado a estar firmes en la fe, con memoria, ánimo y esperanza. Y después hay familias cristianas: ¡qué preciosa es su presencia, acogida, acompañamiento, discernimiento e integración en la comunidad!
Este estilo de presencia evangélica como semilla del Reino de Dios es, si es posible, todavía más necesario en Azerbaiyán, donde la mayoría de la población es musulmana y los católicos son unos pocos cientos, pero gracias a Dios tienen buenas relaciones con todos, en particular mantienen vínculos fraternos con los cristianos ortodoxos. 
Por eso en Bakú, capital de Azerbaiyán, hemos vivido dos momentos que la fe sabe tener en la justa relación: la eucaristía y el encuentro interreligioso. La eucaristía con la pequeña comunidad católica, donde el Espíritu armoniza las diferentes lenguas y dona la fuerza del testimonio; y esta comunión en Cristo no impide, es más, empuja a buscar el encuentro y el diálogo con todos aquellos que creen en Dios, para construir juntos un mundo más justo y fraterno. 
En tal perspectiva, dirigiéndome a las autoridades azeríes, he deseado que las cuestiones abiertas puedan encontrar buenas soluciones y todas las poblaciones caucásicas vivan en la paz y en el respeto recíproco. 
Dios bendiga Armenia, Georgia y Azerbaiyán, y acompañe el camino de su pueblo santo peregrino en estos países.
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